Cuando en 1988 el Centre Pompidou me pidió que rodara una película breve sobre un diseñador de modas, no tenía ni la menor idea de ese mundo. Sin embargo, el fenómeno de la moda, al menos eso era lo que me parecía en ese momento, había ido ganando terreno en la vida de todos y, además, me generaba una enorme curiosidad saber en qué consistía, en el fondo, ser un diseñador de ese terreno.
En el peor de los casos, pensé, será algo así como un sastre famoso y punto. Y en el mejor de los casos… ¿qué? ¿Un artista? ¿Un autor? ¿Un visionario?
Ya no recuerdo qué esperaba. El hecho es que un año después mi cuaderno de apuntes estaba repleto hasta la última página de “notas sobre ropas y ciudades”.
El que me abrió la puerta a ese reino de la moda y respondió a todas mis preguntas fue nada menos que Yohji Yamamoto.
Hay que tener suerte… No hizo falta hacer un gran esfuerzo para percatarse de que semejante propósito no iba a encajar en una película breve. Eran demasiadas las impresiones que me había generado el tema ya desde un primer momento, y así fue como aquella conversación inicial derivó en trabajos de más de un año y en el rodaje de una película cuya producción, cuentas más, cuentas menos, me cargué personalmente al hombro.
Sí, la lleve adelante independientemente del Centro Pompidou (al que, igualmente, le debo mi mayor agradecimiento por habernos reunido a Yohji y a mí).
Dado que en nuestro primer encuentro tuvimos tanta confianza y que desde el primer momento nos entendimos muy bien, sentí que si iba a explorar el mundo laboral de otra persona debía hacerlo del modo más personal y directo posible.
Por eso decidí lanzarme a la aventura de llevar adelante esta película con un “equipo de un único integrante”. Contaba con dos “herramientas”: una vieja cámara de 35 mm de la Segunda Guerra Mundial, una Eyemo de Bell & Howell que había sido utilizada por una innumerable cantidad de corresponsales de guerra, sobre todo en el Ejército estadounidense.
Era un aparato prácticamente indestructible y por entonces solía usarse más que nada para tomas con dobles. Tenía una manija manual y corría unos cuarenta segundos ronroneando como una máquina de coser.
Por supuesto que era imposible grabar con audio, pero podía manejarla solo sin mayor problema, en cambio, para cualquier otra cámara de 35 mm hubiera necesitado al menos un asistente. Además, con mi Eyemo podía filmar sí o sí tomas de alta calidad y en alta resolución.
Mi segunda herramienta era nada menos que su antípoda: una cámara de video Hi-8. Ese formato de video acababa de ser lanzado y ofrecía un importante salto cualitativo respecto a la “8 mm” que se acostumbraba a usar hasta entonces. Era una grabadora pequeña, práctica, y, desde ya, también grababa sonido.
Así como la Eyemi era buena, por ejemplo, para tomar planos generales de ciudades, la Hi-8 era un cuaderno de apuntes perfecto. Teniendo esas dos herramientas, podía alternar de acuerdo con la necesidad y la situación y sin depender de un equipo de rodaje que pudiera llega a afectar el trato y la comunicación personal que tenía con Yohji.
Así fue como tuve el privilegio de observar directamente y sin intermediación a Yohji en plena labor. Vi cómo trazaba los primeros bocetos, cómo cortaba, moldeaba, probaba y llegaba a los desfiles, cómo diseñaba y fabricaba distintas colecciones, ya fuera para el mercado japonés o para el internacional, y eso, a su vez, subdividido en colecciones de hombre, mujer, verano e invierno.
En un año recorría ocho caminos de producción. Poco a poco me fui haciendo una idea de su trabajo como si se completara un mosaico. Él me enseñó que el diseño de ropa tiene muchos niveles de los que jamás hubiese imaginado y que su profesión no puede definirse, tal como sucede con la mía, a partir de una única habilidad manual.
No, imposible. Se arma a partir de un abanico de reflexiones, bocetos, modelos y arduos trabajos. Vi que Yohji, como primer paso, investigaba mucho en áreas tan diversas como la historia, el arte, la sociología y la psicología.
Se dejaba inspirar por la pintura y la fotografía, pero también le resultaba primordial observar directamente a las personas.
Debía atravesar una fase de escritura, una fase de dibujo y una fase de cortes (en el sentido literal de los cortes de tela, pero también en el sentido del “corte” o montaje cinematográfico). El casting era parte de su trabajo, del mismo modo que la improvisación.
Tal como en una producción de cine, requería de un enorme esfuerzo tanto a nivel de organización como de realización.
Yohji debía atenerse a un presupuesto y a un cronograma y dominar pautas de marketing, distribución y publicidad. Y, como en una película, cada colección era, finalmente, el resultado de meses de trabajo que a veces traía sus frustraciones y a veces tenía sus apogeos creativos muy gratificantes.
Cuanto más me sumergía en su trabajo, observándolo, más emparentadas se me hacían nuestras tareas.
Desde nuestro primer encuentro tuvimos confianza y nos entendimos muy bien. Sentí que si iba a explorar el mundo laboral de otra persona debía hacerlo del modo más personal y directo posible. A primera vista sus resultados parecían ser más fugaces que, digamos, una poesía, una fotografía o una película. No podían encuadernarse e imprimirse como un libro, no podían ser exhibidos colgándolos de una pared ni podían ser proyectados en un cine. Había que vestirlos. Pero al mirarlos por segunda vez eso no resultaba de ninguna manera una falacia y tampoco hacía que sus creaciones fueran menos valiosas. Porque las personas que las llevaban sobre sus cuerpos, las usaban en ámbitos privados y públicos, las apreciaban, les tenían cariño y confiaban en ellas. Es más: vistiéndolas, estando en ellas y con ellas, se sentían bien. ¡Eso sí que no es un logro menor!
No hay muchas poesías, fotos o películas (para continuar con la analogía) que logren algo así.
Las prendas de Yohji ayudaban, más que cualquier otra camisa, traje, vestido o abrigo de los que yo tenga conocimiento, a que las personas sintieran que eran ellas mismas.
A veces ese efecto adquiría dimensiones fabulosas. Era fantástico ver cómo de pronto algunas personas que yo conocía se sentían mucho mejor consigo mismas al vestir sus diseños. Lo que Yohji había “engarzado” en sus prendas era un modo muy profundo de comprender la belleza, la tradición, los valores, los significados, la historia, la duración, la fiabilidad; en síntesis, tal como llegué a verlo finalmente con claridad, él generaba una sensación de identidad que se manifestaba en sus prendas y que se transmitía a través de ellas. Ni más, ni menos.
Puedo confirmarlo por experiencia propia. A veces, cuando tengo un mal día, para romper el maleficio basta con que me escurra en uno de mis trajes Yohji para sentirme apuntalado, o más protegido, o más reconciliado con todo. (Y claro que también puedo elegir las prendas en un buen día, cuando uno se quiere premiar vistiendo un diseño de él.).
¿Ustedes dirían que no? ¿Que es imposible que un diseñador de modas le “incorpore” semejantes sensaciones a una prenda? Bueno, están equivocados. Yo lo vi haciéndolo. Yo estuve allí. ¿Cómo lo hace? Eso sí que sigue siendo un enigma. En parte es el genio, en parte el trabajo duro, en parte la experiencia, en parte la perseverancia, en parte un don de observación y en parte psicología. Y a todos esos componentes les añadiría la “identificación”, ya que todas las cualidades mencionadas se consolidan y fortalecen en el hecho de que a Yohji las personas realmente le importan.
No me malinterpreten. No digo que todos los diseñadores de moda trabajen así. Solo digo: así lo hace Yohji.
A primera vista, sus resultados parecían ser fugaces. No podían imprimirse como un libro, no podían ser exhibidos en una pared, ni proyectados en un cine. Había que vestirlos.
En realidad mi retrato de un hombre y de su profesión, Apuntes sobre prendas y ciudades (Notebook on Cities and Clothes), no pude hacerlo solo hasta el final. Para la última etapa de rodaje en París trabajé con una equipo más bien grande durante una semana, sumando a mi camarógrafo de confianza, Robby Müller.
Finalmente la película se transformó en una reflexión sobre mi propio oficio, el rodaje de películas, y seguramente Yohji descubrió tantas cosas de mí como yo de él.
En mi próximo gran proyecto, Hasta el fin del mundo, continuamos trabajando juntos, solo que a la inversa: la idea era que Yohji diseñara el vestuario para mis protagonistas.
Era una película de ciencia ficción, filmada en 1990, que tendría lugar en el futuro cercano, el año 2000. Los personajes no podían llevar cualquier prenda. El vestuarista debía trasladarse al futuro, tal como todos los demás, en particular el diseñador de producción y los músicos. Le envié el guión a Yohji y le describí los caracteres y sus biografías y, una vez que habíamos definido el elenco, enviamos las medidas de los actores a Tokio.
Después de eso, silencio. Pasó un buen tiempo sin que tuviéramos ninguna noticia, y el inicio del rodaje se acercaba cada vez más. Empecé a preocuparme. ¿Yohji se había olvidado de nosotros? ¿Qué iban a vestir nuestros actores? Y entonces, justo a tiempo, llegaron a la aduana varias cajas enormes.
Cuando por fin las recibimos y las abrimos en Venecia, donde íbamos a comenzar a rodar, nos invadió una alegría como si fuese Navidad. Cada actor se puso lo que le tocaba y de pronto todos se transformaron en los personajes que yo había imaginado. William Hurt, en el papel de Sam Farber, pasó a ser el aventurero, geólogo y trotamundos que yo esperaba que fuera, con trajes de lino que tenían más bolsillos de lo que nadie pudiera imaginar. Solveig Dommartin se transfiguró y de pronto era una mujer temeraria y osada del futuro que vestía prendas de fulgurantes lentejuelas 3D que cambiaban según la iluminación.
Yohji nunca conoció a mis actores. Solo escuchó lo que yo le había descrito sobre sus biografías (ficticias), supo entender qué esperaba y qué deseaba de ellos y entretejió todas esas expectativas en sus trajes y vestidos. Yo estaba azorado. Ni en mis sueños más remotos hubiese pensado que lograría presentármelos de ese modo. Era el más puro placer ver cómo mis actores se transformaban.(No todo el rodaje fue tan placentero. Dimos una vez la vuelta al mundo, durante un año entero, y al final estábamos tan rendidos que lo único que importaba era sobrevivir.)
Afortunadamente William Hurt tenía mi mismo talle y cuando terminamos la película yo vestí durante años su traje del desierto. Me lo ponía para cada viaje que hacía. ¡Era perfecto para un fotógrafo! Incluso años después seguí descubriendo bolsillos escondidos de los que hasta ese momento no me había percatado.
Cuando le describí el personaje de Sam Farber a Yohji mencioné al pasar que él, siendo geólogo, iría todo el tiempo recogiendo lo que se le cruzara por el camino, piedras grandes y pequeñas, caracoles, hojas, o lo que fuera que encontrara por ahí… El traje era ideal para un hombre who was in love with the Earth, para revelar aquí un detalle que le había enviado a Yohji citando el guión. Él “tradujo” esa descripción a un traje que reflejaba a ese personaje al milímetro. William Hurt no tenía más que calzarse el atuendo y ya estaba inmerso en su papel.
(Bueno, tan, tan fácil tampoco era…)
Y ahí pude añadir a los tantos talentos de Yohji uno más: él también es un narrador de historias. Y lo sigo sintiendo muy cerca, después de tantos años, como a un hermano.
Fuente:
Wenders, Wim (2016) Los píxels de Cézanne. Editorial Caja Negra.

留言