Cuando llegué me sentí aturdida, como pasar por un ojal y que algo quede suelto.
Enseguida vi al flaco parado en la esquina.
Con su camisa roja desteñida y el pantalón marrón. Respire un segundo esperando el grito con el que me llamó un instante después agitando la mano.
Sonreía mientras corría a abrazarme.
Y así estuvimos un rato largo mientras lloramos lento.
Para que nos sosegáramos le dije:¿La misma pilcha?
Si, dijo un poco avergonzado. Pero enseguida lo ganó el entusiasmo y su desparpajo de siempre que hacía que le importara un bledo lo que él o los demás llevaran puesto.
Yo estaba algo consternada y, como siempre, él lo adivinó y se apuró a decirme: Mirá, mientras sacudía el paquete de bizcochos Don Satur para el mate.
Agarró mi bolso y se lo puso al hombro, con la otra mano me abrazó y empezamos a caminar hacia alguna parte en ese aire que no era neblina ni claridad.
Te esperaba,¿sabés? me dijo. Yo sabía, claro que sabía.
No había dejado de saber desde el instante mismo que pusimos al flaco en su caja de madera adentro de la panza abierta de la tierra y me quedé sola a orillas de ese abismo.
Mientras la tierra caía impávida sobre nuestras andanzas cuarenta años después, yo trazaba en mi corazón el camino de regreso como un mapa definitivo para los días por venir.
Solo el vino que tomé después, como si una sed infinita me hubiera poseído, pudo convencer a mi alma de esperar que me vinieran a buscar.
Ahora estábamos ahí, era raro, pero creo que no nos importaba. Algo estaba del único modo posible para nosotros: juntos. Y esa verdad, pequeña e inexorable, nos bastaba para afrontar la vastedad de lo eterno y otros asuntos que se avecinaban.
Tenemos tiempo de sobra para ver qué hacemos dijo, y nos reímos los dos.
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