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Foto del escritorRevista Adynata

Caligrafía Nómade XII / Patricia Mercado

Nací en Ciudad Jardín, al lado de la Base Aérea de El Palomar, en la Provincia de Buenos Aires.


Allí aterrizó, en 1973, el avión que trajo a Perón de regreso a la Argentina tras su exilio. La masacre, desplegada por la derecha sobre la multitud que lo esperaba, impidió el aterrizaje y la bienvenida popular programados en Ezeiza.


Allí despegaron los vuelos de la muerte, que arrojaban gente viva al Rio de la Plata durante la dictadura de 1976.


Mi primera canción de cuna fue el motor de un Hércules en las maniobras de despegue mientras Los Beatles tocaban Love me do en Liverpool, en 1962.

Unas cuadras más allá, unos años más allá, Gustavo Santaolalla escribía Mañanas campestres, y bajo un arco iris cruzaba las vías del tren para tomar el San Martin a Retiro.

Esa polifonía arropó mis primeros extravíos tras el nombre de las cosas.


Recién en 1967 fui a Escobar donde viví en la casa contigua al chalet de los Schneider.

Mi casa era de paredes gruesas y techos muy altos. Una casa antigua con nogal en el jardín y una galería de baldosas amarillas.

Las ruedas metálicas de mi triciclo sonaban graves sobre sus rugosidades.


Los Schneider vivían en una casa con techo de tejas y en el living el reloj cucú custodiaba el paso del tiempo.

Sus agujas contaban los minutos con la precisión de lo inexorable. Esquivaban cualquier sentimentalismo con el gesto adusto de la perfección.

Nos montábamos a los patines de lana para, raudos, atravesar la sala sin perturbar el sonido de aquella máquina.


A Horacito no lo dejaban jugar con ninguno de los chicos de la cuadra.

Salvo conmigo.

La señora Schneider adoraba mis modales.

Yo a Horacito.

Generoso, inteligente, pelirrojo. Sus padres consintieron en no reparar el boquete de la medianera entre su casa y la mía.

Cada uno se paraba a un lado de aquella frontera, sobre una gran lata, para vernos y conversar horas infinitas.

Algunos días de la semana, por un lapso de dos horas, la señora Schneider permitía que fuera a jugar a su casa.

Lo nuestro era la guerra.

Horacito y yo enfrentamos fuerzas enemigas sin desanimarnos jamás.

Cuando los Reyes le regalaron la Pelopincho combatimos en el frente del Pacífico,de 16 a 17, después tomábamos la leche.


Si llovía nos refugiábamos en el comedor junto al Ludomatic hasta que el clima permitiera volver al combate.

Entre 1968 y 1971 esperamos la llegada de los aliados escondidos en el galpón de su papá.

A veces su abuelo pasaba como una sombra germinada en Europa, entre las plantas de la huerta y el alboroto del gallinero.

Jamás escuché su voz.

Un día una marea extraña me alejó de allí, y volvió a ponerme en esa vereda muchos años después. No quedaba un solo ladrillo en pie, ni de su casa ni de la mía.

No sé si logramos alcanzar a los aliados o quedamos enterrados bajo los escombros.



Cy Twombly Camino Real (IV) 2011 Acrilico sobre panel de madera. 252.4 × 185.1 cm

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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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