Llegaron puntuales. Venían todos los meses a escribir un libro. Poner en estado de letra los quehaceres como equipo de cuidados paliativos. Una tarea que, desde hacía diez años, abrazaban con pasión en un barrio lastimado de pobrezas rancias.
Calladas, subieron la escalera de mármol hasta el primer piso.
Cuando terminamos de acomodarnos en los almohadones alrededor de la alfombra, una dijo: murió Claudia.
Era una compañera del equipo que había venido al espacio de escritura pocas veces.
Después, un silencio grisáceo cruzó el espacio.
Esperé.
Siguieron diciendo: hace apenas dos semanas nos enteramos de que tenía un cáncer diseminado en el cuerpo. No sabíamos nada. Ella no hablaba mucho. Trabajaba como siempre. No entendimos porqué se había chequeado recién ahora. Había aceptado que Mabel le haga los análisis.
Algo en nosotras se activó, como cuando estamos con un paciente, ¿viste? No tenía familia ni amigos, sólo nosotras, y sus perros que ya había dado en adopción los días anteriores. No sabíamos dónde vivía. No sabíamos casi nada de ella. Era muy parca. Hacía muchos años que trabajábamos juntas.
Las palabras rodaban en el aire. La angustia sacaba filo a cada consonante. Las bocas sangraban.
Buscaban dar forma a ese brusco destejerse de la existencia. Alguna ponía la voz y las otras la rodeaban con la mirada: sostenían el borde de lo indecible. Una pausa les permitía tomar valor y seguir hablando. Hablar en el hueco infinito de una ausencia.
Había que inventar un lugar para cuidar esa vida de la que se sabía tan poco y con la que se había convivido tanto. Acompañar el tiempo lento, y vertiginoso a la vez, del morir. Ni paciente, ni pariente, ni amiga, ni dolor anónimo de una guardia: Claudia, su cuerpo herido, la soledad.
Hurgar el misterio con los gestos menesterosos aprendidos en otras muertes: conseguir una ropa mínima, una cama en un hospital público saturado, una sonda. Tomar su mano, organizar relevos para acompañarla, hacer preguntas, esconder lágrimas que igual brotaban.
Lejos de cualquier protocolo se asomaban al vértice abisal en que una vida se desprende. En que el rictus cotidiano de la convivencia cae desgajado. Y esa desnudez silente nos contempla.
Cuando murió se preguntaron cómo despedirla. Juntaron plata entre todas para costear el entierro.
A Claudia, la muerte la había despeinado. Tan distinto de su cuidado aspecto cotidiano. Urgidas de volver a dibujar el rostro que la muerte borraba, revisaron con pudor su cartera hasta hallar un peine.
Le hicieron la trenza primorosa que solía lucir antes de que la colocaran en el cajón de madera apoyado en el piso de la morgue del hospital.
Cuando volvieron del cementerio y subieron un piso por la escalera de mármol, se abrió el espacio de las palabras. Como un río sonoro donde flotar en la consternación. Donde preguntar por qué.
Como si la muerte hubiera roto un pacto fundacional.
Ellas no.
Y ahora palparan en carne viva la herida de la finitud con que se acompaña a morir.
Con que se vive.
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