Caligrafía nómade XXIX / Patricia Mercado
- Revista Adynata
- 1 jul
- 2 Min. de lectura
Lo obligaban a jubilarse. Y ya.
Desde un mensaje gélido en la computadora habían hecho llegar la noticia sin el menor atisbo de gratitud por décadas de un trabajo minucioso, de excelencia.
Se desplomó en la silla.
Sin un crujido, la silla soportó su derrumbe.
Su rostro era una orilla donde la marea arrasaba la cotidiana morfología de los gestos y desnudaba la carnadura de emociones antiguas. Hábitos enterrados entre las obligaciones cotidianas: ese ir y venir de la cocina al baño y del baño a la cocina, del almuerzo familiar del domingo a la faena del lunes a la mañana.
Del mensaje al abogado a la visita de rutina con el urólogo.
Ese tener dónde ir.
Sentado en aquella silla endeble, la única disponible, aferraba un bolsito azul con la mano izquierda, como un náufrago sujeta un pañuelo mientras se hunde.
Desde mi silla yo observaba los vestigios de superficie de su cara y a la vez intentaba dar a mi voz un timbre de serenidad. De diáfana confianza en el desastre.
La luz de la tarde soleada entraba por la ventana y, sin embargo, él parecía aferrarse a los signos de mi cuerpo tal si nadara en una súbita noche.
Hay catástrofes que deben evitar las frases de consuelo, eximirnos de esa pestilencia con la que impregnamos a quien siente que está perdiéndolo todo.
Conciso como un golpe de martillo sobre la mano, el relato salía a duras penas de su garganta.
El silencio sangraba por dentro.
Como prevenido de preguntas que yo no había formulado, habló de posibles proyectos. Su voz dejaba claro que no creía en ellos. El tono metálico semejaba las publicidades de adminículos absurdos que se venden por la tevé a medianoche.
Su cuerpo derrumbado, sus ojos, suplicaban ser librados de la palabra descanso por el resto de su vida. Por favor, decían sus ojos.
Me abstuve de esa y otras palabras. Me abstuve del veneno del optimismo.
Aquella tarde no quería dejarlo solo ahí. En la silla del destierro.
Todo lo que él había hecho en su vida amenazaba aplastarlo sin remedio.
Y dijo: ya no tengo tiempo de hacer algo diferente porque no llegaré a hacerlo bien.
¿Será que estamos destinados a la fatalidad de conquistar lo que hemos perseguido?
¿Aprender para saber?
¿Atesorar lo que habremos de perder?
Antes o después, el tiempo nos pedirá entregar aquella posesión y volver a comenzar: justo cuando nuestras fuerzas declinan.
Sin retorno.
El decía: ya no tengo tiempo para hacer el mismo camino.
Entonces, ¿Para qué aprender?
Este segundo aprendizaje de la vida que llamamos vejez parece abrirse desde la derrota de nuestras ambiciones.
Aprender para no llegar a saber jamás.
Sin maestría posible: aprender para desposeer.
Aprender como quien cultiva una huerta rudimentaria, plagada de errores, donde el azar y el amor alberguen semillas que el viento se lleve.

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