El monte se quema a orillas de la ciudad sombría.
Arde la muerte hecha viento.
Grito ígneo, la savia rabiosa se vuelve ceniza. Ni el hedor de la calcinación alcanza a despertar a la masa sonámbula que recorre la avenida.
El estertor de la carne se posa en la bandeja plástica del supermercado. El código de barra bendice la piel envenenada de las frutas.
Imperturbable estupidez que cultiva sus rutinas con la devoción que solo los santos conocen.
Como el amanecer horroroso de un sol oscuro, las llamas se levantan.
Día aciago: implora la lluvia.
La ciudad se alimenta de la agonía de incautas flores amarillas.
En la pira sacrificial de la codicia yacen los latidos en que supo regodearse la vida un instante antes.
¿Qué voz contará el tiempo de la devastación?
El fuego avanza sobre el ímpetu de lo vivo. Derriba sus brotes con la furia de un odio ancestral.
La primavera quiere parir en el infierno.
Una vez y otra. Hace de la recurrencia una plegaria. Y la eleva más alto que el humo negro donde se calcina el anhelo.
Esas inocencias que, apenas caídas, la primavera acuna.
Nadie puede detener la osadía de ese gesto antiguo. De esa desmesura en la masacre.
Húmeda, el ansia de vivir, insiste.
En la carne del pájaro inerte brota el canto insurrecto.
La muerte se jacta de su veredicto mientras la lombriz oficia el arte del vacío. La estela de sus túneles dona el aliento que fermentará al silencio.
El odio se complace en el estruendo del derrumbe. La lombriz, imperturbable, persevera en cavar efímeros huecos donde respira el instante.
Cada nervadura supliciada oficia la epifanía de una extraña resurrección.
Antiguas pieles han aprendido que la crueldad no puede lacerarlas sin traer a la superficie el brinco de la sangre y sus audacias. Astucias milenarias que se hacen brote.
Sobre la mesa de los poderosos se apila la masa contante y sonante de lo que se arrebata a la vida. Su festín,obsceno, engulle apetitosos cadáveres.
Las mandíbulas se abren hasta el paroxismo para abrevar en los bocados de la agonía. No es la última cena. Es el banquete interminable de la fatuidad. La horda de los comensales que han declinado las prédicas de la comadreja en la hora de la siesta.
Que han cortado la mano menesterosa que sostenía el mendrugo y con ella escribieron la orden de exterminio. La orgiástica suculencia de la devastación.
El goce de la muerte ajena tal si fuera un placer ineluctable.
En los pliegues de las fastuosas bocas crecen minúsculas bacterias que irritan las mucosas de esa voracidad infinita.
Arrebatan ínfimas nutrientes a la matanza y alimentan la espera donde la revuelta germina.
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