Ah, necesidad que urge de los Cantos que aún con balbuceos el alma nos reclama… Iluminaciones de los sentidos, que se pagan con los artificios de la crueldad sobre la carne; y todavía así, desde los umbrales de la desesperación, subiendo nuestros antiguos Cantos… Cantos anhelados y como materia de los sueños alguna vez puestos de pie… Fueron agua para la sed del poseído… Fueron caricia en la frente de fuego, alivio del alborear, cuando sólo se escucha bajo la bóveda terciopelada del silencio monstruoso el estertor del moribundo.
¿O no hay memoria sino vana ilusión, delirio sin pausa ni artificio tras las rejas abandonadas de un hospicio? ¿O todo sucede en un barco a la deriva, curtido en las blasfemias que desata la peste, y el anhelo de belleza donde transcurren los Cantos es apenas el detritus de un sueño de ángeles tan ciegos como vengativos…?
¿Nadie se arroja a las aguas del Canto, son esas rocas que estremecen y atan de pies y manos nuestro miedo? ¿Nadie se arroga, se arriesga, se lanza, danza y canta con la garganta abierta, a borbotones sobre la piel extendida, hasta tocar el alma todavía sangrante del viejo Dios…?
¡Cuánto tarda! ¡Por qué no viene y se escucha al correr de los astros esa voz de mujer dulce y dolorosa; tan dulce y dolorosa como los mismos Cantos en la noche sublime y sin naufragio…!
¡Cantos! Animarnos a decir que el bien supremo son los Cantos, para que lo opacado brille, lo sujetado estalle, el vacío se colme de existencia y el reconcilio sea perfume entre los cuerpos y las almas mutuamente resucitados; allí, en el foco expreso del dolor, donde el que mata muere, y el que muere ya mató, también sin saberlo, porque todo es muerte en los confines del silencio, mientras la mirada del otro resbala, igual que la lluvia por el vidrio…
¿No era el alma del otro nuestra alma, cuando el último estallido de luz se pierde entre las nubes… tan doradas que lastiman…?
¡Cantos!... memoria en el aire y en el fuego de las sagradas palabras que podían darnos guarida sagrada y aliento firme en el despertar de la inocencia… ¡Qué nos queda, Cantos, si la inocencia del mundo despierta a la hora en que el cuerpo del inocente es llevado de la mano por el hambre hasta el umbral de la casa de la muerte…! (¿Todo es lejos, todo es inmenso y lejos… y esas manos frías…?)
¡Cantos!... La belleza siempre nos estremece como pecado, nos desespera en las vías de la agonía… duerme como una sombra a nuestro lado… Hay una melodía en el aire y después estalla la música en el rocío que no marchita… Retumban las campanas, el alma las escucha, todo lo que se mueve se detiene, lo que nunca llegó, llega… nuestras manos ahora están llenas de bruma…
Fue un alerta de tragedia sobre los desconsuelos de cada día… y en el potrero final, ante la frontera misma del abismo, los Cantos caen como lluvia del milagro… Sin embargo la tierra rechaza el milagro, nuestro corazón se cierra, ruedan piedras gigantes en el socavón, todo es polvo, gritos y después negrura…
La negrura es el abismo y es el cielo sin cielos ante el hambre sin luz de los sepulcros, donde hora tras hora los niños de la pobreza se destierran en la tierra, lejos del amor y para siempre; son frutos caídos demasiado temprano, o demasiado tarde, jamás fueron la pregunta que recibe su respuesta en la necesidad, ni la alegría que abre al sol las puertas del deseo; todo vino turbio y más tarde fue negado y maldecido y ahora es el horror que aprisiona y esas lágrimas que no redimen…
Tampoco redime la piedad, menos el olvido, que ensucia y agrava las heridas, que sólo es palada humillada de tanta tierra humillada sobre los cuerpitos humillados, grandes para cualquier cajón y más muertos y más abandonadas que la propia muerte…
Fuente: Cantos oscuros, días crueles (2019) Ediciones La Cebra.
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