A fines de mayo de 2024 se reunieron en Madrid varios líderes de las diversas formaciones de extrema derecha trasatlántica. Franco “Bifo” Berardi propuso leer esa cumbre bajo el peso de un término que rompa con toda cobertura politológica que escamotea la condición desesperante -o desesperada- a la que la escena remite. Ese término es brutalismo. Y está referido a modalidades de la sensibilidad emparentados a la humillación. En sus “Reflexiones sobre la cumbre de Madrid donde se reunieron los líderes mundiales del capitalismo gore y sobre la formación de Anthropos 2.0”, Bifo se propone indagar sobre lo que llama la dinámica profunda de la “ola nazi-libertaria”, distinguiendo aquello que en esa ultraderecha blanca occidental “escapa” a las categorías de la política moderna. Pues el lenguaje categorial de que disponemos para pensar la política (democracia, liberalismo, socialismo, fascismo, etc) resultan insuficientes para captar la “esencia” de este proceso. La teoría política captura sólo la escasa novedad que el fenómeno presenta en el nivel “enunciativo y programático”. Y lo que se le escapa es, precisamente, lo que sí tiene de radicalmente nuevo en el nivel “antropológico y psicocognitivo”. Si las nociones de la tradición política no alcanzan a explicar la fuerza disruptiva del movimiento que “nadie parece capaz de detener”, tampoco las declaraciones de sus líderes ni los libros que escriben los partidarios de la derecha mundial explican el fenómeno. La otra vía posible de comprensión, que sería contrastar lo que ocurre allí donde la ola no se impone del todo, como en Brasil, Colombia y España -o donde directamente parecería no hacer pie- como en México son, para Bifo, más bien heroicas excepciones que escapan a la tendencia sin poder frenarla o desviarla.
La cumbre de Madrid admite lecturas políticas: “reunió a grupos que se remontan al supremacismo blanco occidental” excluyendo a los movimientos que lideran países como la India de Modi, un ejemplo de “supremacismo no blanco”, y la Rusia de Putin, un ejemplo de “supremacismo no occidental”. Es posible que durante la segunda mitad de 2024 parte de esta derecha supremacista “gane la presidencia estadounidense y cambie la mayoría del Parlamento Europeo, aliándose con el centro”. Pero “incluso si la derecha no prevaleciera en Europa y los demócratas ganaran las elecciones americanas, esto no cambiaría mucho, porque en cuestiones fundamentales -en primer lugar, el rearme, la guerra y la cuestión climática- ya no existe una distinción entre la extrema derecha gobiernos de ala derecha y centro. De hecho, en la situación que se está gestando, la victoria del lepenismo en las elecciones de junio y la victoria de Trump en noviembre tendrían el efecto de romper la unidad occidental en la guerra contra Rusia”. Sin embargo, lo que a Bifo le interesa comprender es la “dinámica antropológica y no meramente política” que ha transformado las sociedades de Occidente y de gran parte del planeta, “después de haber barrido al movimiento obrero organizado y desactivado una tras otra las instituciones internacionales de liberalismo”.
La primera cuestión que afronta Bifo es la de la presencia del lenguaje y la mentalidad nacional-fascista en los principales referentes de la clase política que cabalga la ola reaccionaria. Esa presencia no debería confundirnos, pues se debe más al muy bajo “calibre intelectual” de esos líderes que a cualquier retorno improbable al fascismo europeo histórico. Simplemente, ellos no poseen la capacidad de encontrar conceptos y palabras a la altura de la fuerza que la “transformación antropológica” ha puesto a su disposición. Lo que no hace sino confirmar que la brutalidad generalmente no es muy “consciente de sí misma”. La segunda cuestión, referida a la esencia del fenómeno, se dirige al surgimiento de un “fenómeno de alcance gigantesco”, cuyas raíces se encuentran en la “mutación tecnoantropológica” que ha experimentado la humanidad en las últimas cuatro décadas de un hiperliberalismo, que ha sumido las relaciones interhumanas en la competencia (es decir, en la guerra social) y que ahora busca una salida desesperada. Este fenómeno es la ola brutalista libertaria que sacude el orden político sin dejarse explicar, sino marginalmente, por las tentativas interpretativas de los demócratas liberales, que lo perciben como un “soberanismo autoritario”, ni por “los marxistas, o muchos de ellos”, que lo interpretan como un retorno del fascismo histórico tras los errores del movimiento obrero organizado.
Sin salirse de la interpretación politicista no se aprehende lo más relevante del fenómeno: la cualidad “antropológica y psíquica” que subyace a la adhesión masiva a los movimientos ultrarreaccionarios.
El significado de las declaraciones de líderes como Trump, Milei, Bolsonaro, Netanyahu o Narendra Modi funciona en relación a las razones por las que una creciente mayoría de la población del planeta abraza con entusiasmo “la furia destructiva de estos líderes”. No se trata de un modelo de reposición del viejo fascismo con sus Estado corporativo y sus fábricas para la guerra, sino de una ola supremacista que “fusiona los clichés del racismo y el conservadurismo cultural con un énfasis histérico en el liberalismo económico: en la libertad de ser brutal”.
El brutalismo social del que habla Bifo funciona como una “inversión del juicio ético”. La derecha extrema no concita apoyos a pesar de, sino gracias a su brutalidad: “los estadounidenses votan por Trump precisamente porque es un violador y un mentiroso, los israelíes apoyan a Netanyahu precisamente porque practica el genocidio, compensando una profunda e indescriptible necesidad de compensación para los descendientes de las víctimas de un genocidio pasado. Y los jóvenes argentinos siguen a Milei porque creen que finalmente los mejores podrán sobresalir y los demás morirán de hambre como se merecen”. Si hay algo a comprender en la derecha extrema no es, por tanto, su teoría política sino más bien esta “cínica” inversión del juicio.
En efecto, el” brutalismo social” es el resultado de haber impuesto durante décadas la competencia como “principio universal de las relaciones interhumanas” ridiculizando “la empatía por el sufrimiento de los demás, erosionando los cimientos de la solidaridad y, por tanto, destruido la civilización social”. Cuando escuchamos a Milei descalificando la justicia social, sólo legitima el derecho de los más fuertes y “galvaniza la ilusión de masas de jóvenes (en su mayoría varones) convencidos de que están dotados de la fuerza necesaria para vencer a todos los demás”. Esta creencia en la ferocidad competitiva no es fácil de desmontar. Ella se naturaliza como la lucha por la vida. Y aquellos que no están a la altura de la ferocidad merecen morir. La empatía no es compatible con la economía de la supervivencia.
En definitiva, la hipótesis de Bifo es que la mente sometida al “bombardeo ininterrumpido de impulsos electrónicos, independientemente de su contenido, funciona de forma completamente distinta a como funcionaba la mente alfabética”, que tenía la capacidad de discriminar lo verdadero y lo falso en la información, y que poseía la capacidad de construir una ruta de procesamiento individual. De hecho, esta capacidad depende “del tiempo de procesamiento emocional y racional, que en el caso de un niño que vive trece horas al día en la infosfera electrónica se reduce a cero”.
Mente sometida, bombardeo continuo, estímulos sin contenido ético, debilitamiento de la necesidad de discriminar lo falso de lo verdadero, preeminencia de la información sobre el sentido, son los rasgos que componen el retrato de un sujeto que ha quedado inmerso en la mayor de las indefensiones emocional-cognitivas, en la que el juicio crítico ha quedado sustituido por grados de excitación, o “estimulación dopaminérgica”. Pero este ataque a la mente, no se produce -desde ya- sin que se produzca un simultáneo ataque a la naturaleza y a los cuerpos: la devastación ecológica está volviendo inhabitables zonas cada vez más extensas del planeta y haciendo imposible el cultivo en zonas enteras: “es comprensible que las poblaciones del sur del mundo (expresión que significa: las zonas que han sufrido los efectos de la colonización y sufren especialmente los efectos del cambio climático) quieran desplazarse hacia el norte del mundo (lo que significa zona que ha disfrutado de las ventajas de la explotación colonial y que ha sufrido menos, por el momento, las consecuencias del cambio climático)”. De modo que, según el registro de Bifo, es igualmente entendible (“aunque sea inmoral, pero el juicio moral es tan bueno como el triunfo en esta coyuntura”) que los habitantes del norte del mundo “estén asustados por la idea de que masas cada vez mayores se desplacen del sur hacia el norte”. Esto explica por qué la gran migración “empuja y empujará cada vez más a las poblaciones del norte hacia posiciones abiertamente racistas”. Esto explica también por qué el genocidio “ya existe hoy y probablemente se convertirá cada vez más en una técnica para controlar los movimientos de población”. Por eso los europeos “hacen todo lo posible para que miles de personas mueran ahogadas en el mar o perdidas en los desiertos del norte de África”.
Siendo la suya una lectura crítica ubicada en el hemisferio norte del planeta, resulta particularmente útil para conocer mejor la fascistización de los países receptores de la migración del sur: “La gran migración del sur y del este hacia el norte y el oeste del mundo es el proceso que más que ningún otro contribuye a la ola ultrarreaccionaria, mientras el contraste entre el norte imperialista y el sur colonizado adquiere contornos cada vez más claros. Basta mirar el mapa de los países que condenan el colonialismo israelí y los países que lo apoyan, para comprender la geografía del choque trascendental que se está gestando. Pero no debemos creer que la brutalidad pertenece sólo al mundo occidental blanco: la Rusia de Putin no es occidental y la India de Modi no es blanca, pero ambas comparten las características esenciales del brutalismo y la indiferencia ante el genocidio. La posibilidad de una revolución anticolonialista tenía perspectivas progresistas en el marco del internacionalismo obrero, pero parece haber desaparecido del horizonte de la historia. Y el fin del internacionalismo ha abierto las puertas del apocalipsis que ahora vivimos”.
Idiotismo Artificial
En una entrevista que circuló a comienzo de junio de 2024 Milei anunció que el gobierno estudia delegar a IA (inteligencia artificial) la reforma del Estado. La falta de consenso parlamentario y la alianza a la que aspira con los grandes grupos del capital informático empujan su imaginación en ese sentido. Mas allá de la evidente despolitización involucrada en esa ocurrencia, interesa el hecho que en esa misma entrevista el presidente argentino ratificó que su idea es destruir al Estado desde dentro. Y que para reformar al Estado hay que odiarlo tanto como él lo hace. En síntesis: odio y algoritmo.
Autores como Miguel Benasayag y Éric Sadin vienen advirtiendo hace años de la densidad de la intervención de la tecnología sobre la experiencia del pensamiento. Lo hacen de diversos modos: Benasayag explica que la máquina algorítmica neutraliza al pensamiento. Y lo hace cada vez que se compara a la mente humana con la IA. Porque la comparación supone una diferencia de grado -de cantidad- y no de naturaleza entre una cosa y la otra. Si el pensamiento es un emergente o resultante de vectores direccionados en direcciones diversas, la IA consagra el ideal de un funcionamiento sin dimensión sensible. Una serie de combinatorias lógicas que borra, olvida o incluso aniquila el principio orgánico de la vida y su insustituible capacidad de plantear y resolver problemas a partir de los innumerables recursos pensantes del propio cuerpo. De allí la distinción entre funcionamiento y existencia. El capitalismo funciona, la vida existe. Y más allá de dualismos sencillos, el problema es que la IA tiende a colonizar la existencia (imponer un puro funcionamiento a la multiplicidad de la existencia) a una velocidad tal que anula la capacidad de la existencia de recolonizar a la maquina algorítmica. El desafío que plantea la máquina a la vida, es el del fin de la posibilidad de hibridar funcionamiento y existencia. Razón por la cual, Benasayag puede concluir que Milei dice la verdad en términos de funcionamientos, pero esa verdad actúa contra la existencia. Invirtiendo los términos con que se suele hablar de los efectos de la máquina sobre cerebro, el problema de la IA no es que idiotiza al humano, sino que por el contrario, ya no lo deja fallar, errar, lateralizar, distraerse, todos modos del pensar sin los cuales la perfección maquínica pone en riesgo, precisamente, al pensamiento.
Por su parte, Sadin detalla el desenlace de 50 años de innovación tecnológica y su correlato: el hiperliberalismo. Los efectos más palpables de este nuevo equipamiento subjetivo es nuevo tipo de individualismo que asume las premisas de una economía algorítmica y de plataformas, una desconexión con las catástrofes ambientales y una precarización de condiciones laborales y sociales. Se trata de un nuevo tipo de disciplinamiento que conlleva un giro implosivo, una implicación gestual y afectiva en torno a la nube y la pantalla, y una nuevo tipo de “catarsis de aislamiento” inseparable de una adhesión a la teoría del complot -no ser tomado por tonto, nunca dejarse engañar- que arrastra al sujeto a luchar por intereses particulares. Es la revancha personal y no el trabajo de transformación lo que motiva la acción en y sobre el mundo. La misma inteligencia artificial que sirve al ejército de Israel para distribuir su poder de destrucción en la Franja de Gaza podría sustituir a la “Casta” en la destrucción de aquellas funciones públicas de las que depende la reproducción social.
Milei es un hijo dilecto de esa intervención. Un individuo plenamente identificado psíquica y políticamente con esa versión de la inteligencia, que en muchos sentidos se presenta como la inteligencia del futuro. La idea de destruir la lógica del Estado, de movilizar el odio contra él, sustituyéndolo por un funcionamiento enteramente técnico -tanto más eficaz cuanto más responde a una forma no humana -a una determinada programación- da cuenta de los esfuerzos (aun torpes) por sustituir las categoría políticas del siglo XX por otras afines a la gran revolución antropológica en la que estamos inmersos. La destrucción del Estado durante el siglo XX era un proyecto anarquistas y, con matices y contradicciones, de comunistas. Ellos pensaron al Estado como un instrumento político de dominación de una clase por otra. Estado era dictadura y mando del capital, más allá de la forma -democrática o no- que tal dominación adquiriese. El anarcocapitalismo, en cambio, distingue -al menos discursivamente- capital de Estado, evaporando la identificación entre mando social e institución pública. La destrucción del Estado es para Milei fortalecimiento de la dinámica de los mercados y los capitales. Solo que como para él la dominación se ha vuelto un asunto técnico y no político, las funciones estatales dedicadas a la represión y el sometimiento pueden quedar relegadas a un estado técnico-administrativo-represivo, privatizándose las funciones militares y carcelarias. Que todo esto nos parezca aun una fantasía no quita que esa fantasía no aspire a tramarse con el rumor técnico fascistoide de los tiempos.
Argentina 2023: hiper-politización despolitizada.
En las últimas elecciones presidenciales de argentinas de 2023 dos candidatos conservadores o de derecha se enfrentaron por algo más que un matiz ideológico. En el debate mano a mano entre ambos candidatos de cara a la segunda vuelta, el candidato oficialista y ministro de economía Sergio Tomás Massa se mostró como el más lúcido interprete del tipo de gestión pragmática del Estado y la economía frente al doble desafío de sostener la llamada “paz social” y navegar las contradicciones del orden mundial. En contraste con el dogmatismo dolarizador del economista mediático Javier Milei, el peronista se postulaba como el administrador experto, plástico y profesional. De su candidatura pudo decirse: se trata de ligar mayoría electoral, centro político y prudencia del bloque de clases dominantes locales. De modo que Massa actuó como si pudiera ser el hombre “confiable” para afrontar la crisis. Pero fue Milei -leído menos desde la dudosa coherencia de sus contenidos ideológicos y más desde sus gestos de denuncia de la casta y anuncios mesiánicos- quien impuso los términos de interpretación del proceso político. No sólo actuó como una aspiradora que toma votos un poco de todas partes. Sino que impuso sus términos a todo el arco opositor, que a fines de 2023 equivalía a todo aquel que quisiera votar en contra del estado de cosas imperante durante el gobierno de Fernández. Votar a Milei era votar contra el presidente Alberto, pero también contra el peronismo o más sencillamente contra los políticos. En la Provincia de Jujuy o en la ciudad de Rosario, donde compitieron en diversas categorías listas de izquierda con fuerte apoyo popular, se pudo verificar un voto combinado: a Alejandro Vilca (Frente de Izquierda y los Trabajadores) senador en el norte, o a Juan Monteverde (Partido de la Ciudad Futura) a intendente en la segunda ciudad del país y a presidente Milei. El voto “en contra" actuaba menos como una masa ideológica homogénea que como el caudal un río buscando cause. En estas condiciones, la alianza oficialista formada por una parte de la izquierda y del peronismo -el kirchnerismo- no logró hacer de Massa (el ministro de la continuidad administrativa) un muro de contención contra la derecha extrema.
La larga campaña con tres elecciones de 2023 consolidó la operación de “captura derechista del descontento”. Las vituperadas instituciones políticas, retóricamente impugnadas, confirmaron su vigencia y su arraigo. Sobre todo en lo que hace a su capacidad de procesar aumentos sostenidos de la desigualdad social. Si fuera una película podría llamarse el gobierno de la desposesión. Y el impacto de las redes sociales y las tecnologías de pantalla conectada a la nube fue contundente. Si revisamos el debate presidencial desde la perspectiva de un imaginario votante de Milei, la escena del diestro político profesional vapuleando al mediático panelista de frágil condición afectiva adquiere un sentido completamente inesperado. La facilidad de palabra de Massa se torna inautenticidad, contra la genuina vacilación el “Libertario”. El “conocimiento del Estado”, supuesto valor para la selección del gobernante, aparece como experiencia y astucia para la el negocio privado con dinero público. La propia idea de una gestión sin rupturas remite a la idea de impunidad de quienes mandan, contra la impugnación desesperada que sólo quiere un corte. De allí que el vapuleado opositor no haya perdido apoyo tras el debate, y que haya sido capaz de presentar aquella escena como una exhibición de la insoportable arrogancia del político prototípico a destronar. En cuanto a Massa, presentado por su equipo de comunicación como el dirigente que se las sabe todas, galvanizó la resignación de millones. Por aquellos días se vendía como pan caliente una biografía del ministro escrita por el periodista Diego Genoud titulada El arribista del poder.
En los términos planteados, la democracia misma resulta definitivamente despojada de su antigua pretensión de ser un escenario abierto a la disputa por la igualdad y pasa a ser tolerada como espacio de selección de gobernantes. Al desgastarse todo lazo entre política progresista e igualdad social, el contenido de la retórica de la justicia social queda descalificada. El político pierde su condición de artífice de lo común y es percibido por un público enormemente suspicaz que cree detectar tras cada una de sus gestos la acción de los grandes poderes que defienden sus posición de poder. El discurso de la ultraderecha es el discurso de la complot. En las fuerzas reales de la historia aparecen personificadas (Sabag Montiel declaró que quiso asesinar a Cristina Fernández de Kirchner por considerarla responsable del Covid y la inflación). Las figuras demonizadas -sea el político, el socialista, el empleado público, el peronista, la feminista, el homosexual, el planero, etc.- despojadas de su especifica realidad histórica son captadas como máscaras simplificadoras de la complejidad del mundo, rostros que resumen fuerzas, sujetos perversos que esgrimen causas universales con el exclusivo propósito de obtener un privilegio. La personificación del mal como expresión del malestar que se corresponde con la violenta desigualación.
Si Teodoro Adorno creía que la irracionalidad de la propaganda ultra-derechista expresaba su propósito de negar de modo represivo el antagonismo social, el caso argentino le hace decir a Eduardo Grüner que esa negación ya caracterizaba la tentativa de una democracia que creía poder administrar el antagonismo de clases por medio de la fe en el parlamento. Lo que la derecha radicalizada hace es, en todo caso, elevar el grado de irracionalidad al hacer de la negación una verdad dogmática. Habilita una subjetividad desinhibida a la altura de un desquicio localizado no en la psiquis sino en las objetivas relaciones sociales. Se trata de un fenómeno de hiperpolitización despolizada.
Mas que derechización política, esta despolitización hiperpolítica está hecha de un gigantesco proceso de desafección. Término de una insípida ciencia política -puramente descriptiva-, que sin embargo introduce un matiz sugerente ahí donde la posición de variados analistas políticos solo observa una reacción en términos de ideologías macizas. La desafección substrae un afecto y crea una distancia, sin que sepamos a ciencia cierta el destino del afecto substraído. Afectos como la humillación, desesperación y hasta resentimiento pueden ser la base sobre la que funcionan diversas caracterizaciones macropolíticas ("derechización", "antipolítica", "fascismo"). Pero el afecto no es de modo inmediato ni automático ideología política consolidada, sino respuesta a un estado de cosas. Y si los afectos son la premisa material sobre la que nos abrimos a lenguajes y a ideas, una caracterización política apresurada se convierte en una politología autocomplaciente y perezosa (o, como dirían Deleuze y Guattari, atrapada en los efectos “molar”, incapaz de pensar los procesos moleculares). La “derechización” encubre causas y claudicaciones, procesos explicativos que a su vez guardan las claves para otro tipo de interpretación. El genocidio de la segunda mitad de los años setentas, la desestructuración política de una clase asalariada, un patrón de acumulación que expropia poder colectivo, una democracia incapaz de torcer estos rumbos. La “derechización” ilumina una escena sin mostrar los detalles microscópicos, prescindiendo de las sutilezas micropolíticas que permitirían un lenguaje apropiado. En otras palabras: lo que la derechización como categoría escamotea son las preguntas e inquietudes que nos sumen en la perplejidad. Porque si por categoría hay que entender una división real del ser, es insostenible identificar linealmente afectos como la desesperación o la decepción con las políticas de la derecha. Pero si por categoría entendemos un modo de pensar y conocer, entonces se hace incluso más evidente que este modo de conocer obtura el trabajo de partir de estos afectos para revisar un antagonismo nunca del todo afrontado con relación al cual permanecen postergados modos más reales de afrontar nuestros problemas colectivos.
El énfasis puesto en la "derechización", sin ser del todo falso -pues capta un efecto global y un escenario electoral-, es acrítico. Oculta que la derecha escenifica y captura una situación de desamparo y recelo, que no garantiza un vuelco reaccionario macizo de la sociedad. Describe como un hecho dado una operación en curso. Naturaliza lo que hay de rechazo a la desigualdad de poder social, de saber sobre igualitarismos malversados. E impone una condescendencia con esa realidad derechizada, en lugar de reforzar experiencias capaces de evaluar esa afectividad colectiva en búsqueda de nuevas eficacias. Hay una apuesta en el lenguaje de la “derechización”. Una creencia ella misma derechista según la cual sin giro reaccionario no hay como resolver la crisis del orden político. La derechización, en lo que tiene de refutación al resto del orden político se presenta como única esperanza para el conjunto de ese orden. La derechización empalma -registra, amplifica y consagra- con las subjetividades reactivas, condenando al conjunto de la actividad política una disyuntiva resignada entre adaptarse (derechizarse) o marginarse. O más aún: entre sostener de mala gana un gobierno reaccionario sin solidez parlamentaria o atreverse a reemplazarlo, lo que a su vez supone un retorno al mismo punto de partida de 2023 que sancionó su propio rechazo, puesto que la derechización se manifestó como la impotencia del conjunto, y como presente incuestionable.
Lo que se excluye en esta disyuntiva es la alternativa de prestar otra clase de atención a la naturaleza misma del "descontento", y buscar consecuentemente escenarios en los cuales este descontento se exprese en procesos democrático-radicales, que suponen también una fuerte impugnación de las prácticas políticas de las últimas décadas. La tesis de la derechización implica por tanto una serie de acomodos y renuncias en torno a una incapacidad de interferir en la escena en la que constituye la actividad “derechista” de los sujetos y consecuente declaración de impotencia respecto de la imposibilidad de dar curso a procesos de tipo socialistas-democráticos.
Virus y deserción
En un artículo escrito a fines del 2022, “Sobre la mutación del deseo” Franco “Bifo” Berardi escribe que “la pandemia ha completado un proceso de de-sexualización del deseo que llevaba mucho tiempo preparándose, desde que la comunicación entre cuerpos conscientes y sensibles en el espacio físico fue sustituida por el intercambio de estímulos semióticos en ausencia de cuerpo”. La cuarentena no fue un rayo sobre cielo sereno, sino el episodio de por sí traumático que permitió consumar la culminación o aceleración de un proceso previo. La proyección utópica y la reevaluación de dimensiones existenciales que circuló durante la violenta interrupción de los automatismos sociales (educación, trabajo, vínculos familiares, actividades recreativas), fueron subsumidas en una tendencia dominante de abstracción -control vía app-, y capitalismo de plataformas. El aislamiento, a pesar de lo que tuvo de hecho traumático (o quizá por eso mismo), en la medida en que obró como realización de un capítulo -decisivo- de la instalación de una tendencia subyacente, tuvo en las medidas sanitarias preventivas solo un aspecto. Esos intercambios de estímulos “sin cuerpo” de los que habla Bifo se venían afirmando previamente, se reforzaron notablemente durante la invasión del virus y acabaron por imponer su sello en nuestros comportamientos, sin que acabemos de comprender sus consecuencias éticas y políticas.
Bifo se esfuerza por explicar que estos “intercambios sin cuerpo” son parte de una mutación. Transformación novedosa antes que mera extinción: “esta desmaterialización del intercambio comunicativo no borró el deseo, sino que lo trasladó a una dimensión puramente semiótica (o más bien hipersemiótica). El deseo se desarrolló entonces en una dirección no sexual o, si se quiere, post-sexual, que vino a manifestarse en la condición de aislamiento que la pandemia regularizó y casi institucionalizó. Todo el cuerpo teórico y práctico de la psicología, el psicoanálisis e incluso la política debe ser reconsiderado porque la subjetividad subyacente ha sido irreversiblemente trastocada y transformada”.
La tendencia que Bifo describe, la separación progresiva entre deseo y cuerpo, supone una nueva centralidad de esta “dimensión puramente semiótica”, comunicación desmaterializada, deseo conectado de modo directo con el signo. Se trata de una “fenomenología de la afectividad contemporánea” caracterizada “cada vez más por una drástica reducción del contacto, el placer y la relajación psíquica y física que posibilita el contacto piel con piel. Esto conlleva una pérdida de confianza sensual, una pérdida del sentimiento de complicidad profunda que hace tolerable la vida social: el placer de la piel que reconoce al otro a través del tacto, la sensualidad, el dulce goce de la intimidad de la mirada”. Con su “de-sexualización”, el deseo corre el riesgo de convertir la existencia en “un infierno de soledad y sufrimiento que espera ser expresado de una forma u otra. La violencia sin sentido que estalla cada vez más en forma de agresión armada y asesina contra inocentes más o menos desconocidos”.
Bifo asume que es esta de-sexuación del deseo lo que opera micro-políticamente, es decir, en el plano de los afectos y las percepciones, y como clave de comprensión de procesos que se manifiestan oscuramente en la política macro. Mas que derechización política, lo que habría es una epidemia de “soledad y sufrimiento” a la espera de una “expresión”. La amenaza de una “violencia sin sentido”, que no se parece a la violencia política que caracterizó a los movimientos nacionalsocialistas o mussolinianos del siglo pasado: “Lo que seguimos llamando fascismo, nacionalismo o racismo ya no puede explicarse en términos políticos. La política no es más que el terreno espectacular en el que se manifiestan estos movimientos, pero la dinámica de la agresividad social contemporánea no tiene o casi nada que ver con los valores ideales autoproclamados del fascismo del siglo pasado, con el nacionalismo de los siglos modernos. La retórica suele ser similar, pero el contenido no tiene nada de políticamente racional”.
La escena política no explica nada, es más bien ella la que debe ser explicada. Y es la analítica micropolítica, a la vez crítica y clínica, la que ofrece las claves que la política ha perdido para comprenderse a sí misma y que en vano busca sustituir por encuestas, por ensayos de sociología de las tecnologías -que describen las aplicaciones en uso-, o por una epistemología de los algoritmos. Todos esos saberes se vuelven útiles cuando se los dispone en su interrelación con las mutaciones deseantes y con los registros literarios que permiten captarlo: “Sólo el discurso sobre el sufrimiento, la humillación, la soledad y la desesperación puede dar cuenta del fenómeno que ahora caracteriza a la mayor parte de la historia del mundo en la fase de agotamiento de la energía nerviosa, y en la espera de una extinción que se presenta cada vez más como un horizonte inevitable”.
Bifo capta el presente político como escenificación de una humillación y una desesperación que no cabe reducir exclusivamente a determinadas coyunturas políticas, aunque se enlazan con ellas. Precisarlas y volver sobre ellas permite comprender, fechadamente, los mecanismos gracias a los cuales las derechas extremas logran ofrecer una expresión reaccionaria al sufrimiento allí donde las izquierdas no logran procesar una expresión revolucionaria. ¿Es momentánea la derrota de la izquierda? En todo caso, el fracaso de la izquierda se verifica en haber quedado al margen de esta mutación del deseo de los muchos, que no por haber adoptado la forma sufriente de la humillación y la desesperación “ha dejado de ser el motor del proceso de subjetivación colectiva”. Por el contrario: esta subjetivación es la que “se manifiesta ahora como ansiedad, como automutilación o a veces como agresión, porque al no poder florecer y expresarse, se pervierte en formas agresivas”. No se trata para Bifo solo de la desaparición de legados simbólicos. Más profundamente aun, “la de-sexualización del deseo de la que encontramos huellas por doquier se traduce a nivel social en una des-historización de las motivaciones de la acción colectiva”. No es sólo una ruptura con el pasado. Sino con la propia capacidad de dar respuestas colectivas a problemas agobiantes. Asistimos -concluye Bifo- a un “fenómeno masivo de desvinculación y deserción: abstención mayoritaria de la política, deserción de la procreación, abandono del trabajo”.
La deserción sustituye a la crítica activa de lo existente. Bifo interpreta la desvinculación como una objeción a la realidad. Una objeción sin representación. Una objeción que ya no pasa por las izquierdas políticas. Pero entonces es preciso hacer, como lo hace Amador Fernández-Savater, una distinción la deserción “berardiana” y el Gran Rechazo de los años sesenta (Marcuse).
La desvinculación de la post-pandemia -que Bifo detecta como "un fenómeno general de deserción de la política, la economía y los medios de comunicación, el trípode actual del statu quo"- comienza con “el abandono masivo de los puestos de trabajo en EE.UU. (también China y Europa) tras la normalización de la pandemia” es para Amador Fernández Savater "Hastío, agotamiento y saturación”, un fenómeno “sin utopía, post-utópico. No apunta a otro mundo posible. A ningún afuera". Se trata de un desprendimiento molecular y en apariencia extrapolítico que preocupa y desconcierta "a la izquierda convencional” o al menos a la parte más sensible de esta izquierda, aquella capaz de registrar el fenómeno, “porque hay otra que vive permanentemente en la burbuja autorreferente de sus intrigas cotidianas y trending topics. La Gran Dimisión renuncia también a la inclusividad que propone la izquierda paliativa". ¿Cómo ingresa la realidad actual de Sudamérica en esta geopolítica de la “renuncia”?. ¿Como decepción con esas izquierdas -la “autorreferencial” y la “paliativa”? Según Fernández-Savater "los movimientos sociales también están desconcertados. La Gran Renuncia no expresa un nuevo activismo, sino más bien un des-activismo. Es cuanto menos chocante: ante la peor guerra europea desde hace décadas, con implicaciones sociales muy serias y amenaza nuclear a las puertas, no se organiza ningún movimiento pacifista transnacional. El “no a la guerra” no se expresa hoy saliendo a las calles, sino apagando la tele". Para Fernández-Savater se trata de apelar al posible pasaje de la deserción individual hacia la constitución de una fuerza política "sin horizonte revolucionario". Aclarando de inmediato que tal ausencia de horizontes no equivale a carencia de deseo de “transformación social”, sino a una ruptura -Jorge Alemán dice un “duelo”- con la “idea clásica de revolución" entendida como "toma del poder y control racional de la realidad". En todo caso, dice Fernández-Savater, quedan abiertas las posibilidades para una "revolución involuntaria". ¿Una revolución capaz de aportar sus propias imágenes, de descongelar sus legados, que hiciera de la deserción otra cosa que una mera extinción, que se conformara con decir basta tendría la forma de una deserción de toda promesa?
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