Acápite
El siguiente trabajo, es el emergente de una intervención realizada como practicante de psicología en un centro de rehabilitación de salud mental en Uruguay. Es el resultado de una experiencia singular, un tránsito no generalizable, una apertura de una ventana inesperada (Percia, 2023), donde el deseo de decir algo, por momentos se encontró con la disponibilidad de ser escuchado.
Introducción
El centro de rehabilitación se trata de un dispositivo orientado a rehabilitar a usuarios con trastornos mentales graves y persistentes, el mismo se presentan como una alternativa al modelo asilar de encierro, caracterizado por la hegemonía del poder psiquiátrico, la internación prolongada y la restricción de derechos como línea de acción (Foucault, 2007). Sin embargo, más allá de la creación de espacios por fuera de las estructuras manicomiales como dichos centros, las líneas de acción continúan bajo la égida del poder psiquiátrico, quien establece las mismas en el marco del modelo médico hegemónico (Menéndez, 1992) donde: “El rasgo estructural dominante es el biologismo, el cual constituye el factor que garantiza no sólo la cientificidad del modelo, sino la diferenciación y jerarquización respecto de otros factores explicativos”(p.2).
Es en este marco que diagnósticos como esquizofrenia, depresión mayor o bipolaridad, forman una masa homogénea de cuerpos enfermos, de subjetividades capturas, engullidas por un ethos que se define por lo que no puede, más que por su capacidad de obrar.
En este sentido Goffman (2019) dirá que más allá de los diagnósticos diferenciados, las personas psiquiatrizadas atraviesan experiencias similares que darán cuenta de una forma de estar y ser en el mundo:
Las personas que se convierten en pacientes de un hospital psiquiátrico difieren en grado considerable en el tipo y grado de enfermedad que le diagnosticaría un psiquiatra, y en los atributos que les adjudicarían los legos. No obstante ello, una vez lanzados por ese camino, todos enfrentan circunstancias significativas similares, a las que responden también de manera similar. Puesto que tales similitudes, no son consecuencia de la enfermedad mental, parecería que se produce a pesar de ellas. (p.137)
Por lo tanto el esquema institucional, más que apuntalar el yo, lo constituye en un proceso que Goffman (2019) denomina “la carrera moral”, donde sus posibilidades de ser o estar permanecen sitiadas por identificaciones patológicas que producen entidades corpóreas que ya no encarnan “el cuerpo de la locura, sino también el de aquello que los «otros» hemos hecho y hacemos con ella” (Correa Urquiza, 2015, p.9).
Es por ello, que partiendo de estas identificaciones patológicas, el fin primordial que se persigue desde el modelo médico hegemónico, es normalizar, aunque ello implique forzar la desaparición o el ocultamiento de las diferencias. A partir de este esquema conceptual, la vida de una persona diagnosticada con un trastorno mental tiene sentido, pero siempre supeditado a sus posibilidades de ser rehabilitada, es por esto, que se buscará por medio de ciertas técnicas y saberes domesticar sus pasiones; donde hasta las propuestas que a priori parecieran promover la singularidad, se vuelven mecanismos disciplinadores, donde un taller de teatro se vuelve un espacio para memorizar un texto o la expresión plástica se transforma en la consecución de una serie de procedimiento para llegar a un resultado determinado.
Un itinerario
Al advertir estas lógicas, como practicante de psicología con conocimiento en producción audiovisual, se propuso coordinar un taller de fotografía y cine con el objetivo de “generar un espacio donde los usuarios podrán encontrar un lugar para expresar sus emociones, sus anhelos, sus deseos por medio del lenguaje audiovisual”. Para esta empresa, se propuso un cronograma donde cada encuentro estaría signado por una temática en particular, como por ejemplo “La teoría del color y su relación con las emociones” o “movimientos de cámara para transmitir sensaciones”, cada encuentro estaría dividido en un apartado teórico y un apartado práctico.
La primera clase fue la de iluminación, significante que se ponía en juego tanto por su connotación técnica, en cuanto a las variaciones de sombras que se producen al exponer un objeto delante de una fuente de luz, como por su connotación descriptiva de la dinámica académica, en cuanto al despliegue de roles que se estaba desarrollando en ese preciso momento, donde un improvisado profesor portaba la luz del conocimiento, mientras que los alumnos permanencia en la oscuridad de la ignorancia.
Este último no fue percibido hasta que fue señalado en varias instancias de supervisión, donde aquello que visualizaba como innovador, no era más que reproducir el modelo imperante, pero por medios más sofisticados. Con el tiempo pude entender que quizás, “el lenguaje audiovisual” era una forma de llevar a territorio conocido a las “demasías”, aquellas conceptualizar por Percia (2018) como “intensidades desacostumbradas, abruptas, inoportunas para la vida común” (p.22).
Un desvío
Ya comenzada la clase de iluminación, una lámpara portátil y un muñeco de Freud en crochet oficiaban de modelo para ejemplificar los diferentes tipos de iluminación. En la oscuridad del salón, el muñeco instalado en la cabecera de la mesa, permanecía inerte mientras era iluminado por la lámpara desde diferentes perspectivas. Esta dinámica se desarrolló sin mayores inconvenientes, hasta que de forma inesperada se produjo un desvío, una bifurcación, un quiebre…
Desde la oscuridad más plena, se escucha: “¿Quién es ese?” en referencia al muñeco de Freud, esta interrogante dio paso a un relato no previsto, a una narrativa contingente, a un acontecimiento conceptualizado por Guattari (1996) como una línea de fuga ante aquellos territorios que se presentan como inquebrantables.
El narrar, en esta primer instancia grupal, el método novedoso de Freud para tratar a aquellas mujeres cuyo padecimiento no estaba abrochado a causas biológicas, sirvió de soporte para que Delmira, contara que a ella, el “brote” le vino porque “guarde muchas cosas que me hicieron explotar” o para que Mariela dijera: “extraño a mi mamá” (que había fallecido recientemente), también hubo espacio para que Paula pregunte por similitud fonética, si ese señor tenía algo que ver con la banda “esa que tiene el video de los niños que son todos iguales”, “No, esa banda es Pink Floyd, no Freud”, contesta Gabriel que había permanecido callado hasta el momento.
La pregunta funcionó como un especie de puerto, un punto de partida que dio comienzo a una clínica del naufragio (Percia, 2023), un aventura más allá de las fronteras conocidas, un lugar donde dejarse mecer por las marejadas de la incertidumbre.
Un puerto
Como una embarcación precaria que explora cursos posibles, la concepción de “multiplicación dramática” desarrollada por Kesselman y Pavlovsky (2006), sirvió como un espacio de demora (Percia, 2023), un lugar donde morar lo que se dice, una madriguera con múltiples entradas y salidas (Deleuze y Guattari, 2004). Un lugar donde la encarnación de escenas rizomáticas a partir de una escena inicial, habilitó la experimentación, donde dicha escena inicial en algunas ocasiones fue un poema, en otras una situación o un concepto.
Las escenas resultantes fueron representadas en formato audiovisual, cuyo objetivo no era la reproducción estética, ni la búsqueda del virtuosismo, sino el despliegue peculiar de subjetividades, generando así, anudamientos, proximidades y oposiciones discursivas. Estas escenas resultantes, luego de un proceso de edición según los lineamientos de los participantes, era proyectas a posteriori y usadas como insumos reflexivos, produciendo así, un espacio movilizado por aquella pregunta escrita por Deligny (2015) en su diario, “lo que me sucede, ¿dónde es?” (p.229).
A medida que fueron transcurriendo los diferentes encuentros, el grupo se fue consolidando como grupo terapéutico, entendido por Percia (2009) como “un sitio propicio para el trabajo de cada participante con su propia máscara” (p.64). Se entiende a la máscara, como una respuesta adaptativa a las normas sociales, donde según lo establecido por Jung (1993) la misma está destinada a producir en los demás una determinada impresión; “Las exigencias de la formalidad y las buenas costumbres constituyen un motivo más para adoptar una máscara adecuada” (p.92). Por lo tanto, la máscara, no solo funciona como una forma de ocultar las demasías, sino que también cumple la función de representación ante los otros. En articulación con lo planteado por el autor, podemos decir que la producción audiovisual, se transformó en un sitio propicio para que cada participante pueda interrogarse sobre qué impide o posibilita esa máscara construida desde emplazamientos normalizadores.
Al igual que el hilo que convoca y aleja el carretel en el juego del pequeño Ernest (Freud, 1926/1992) para representar lo irrepresentable, la multiplicación dramática permite en él “como si” lúdico y oniroide aprender a jugar “sacrílegamente con los temas de amor, la muerte y la locura” (Kesselman y Pavlovsky, 2006, p.89). Generando así, fisuras en los procesos de infantilización y paternalismo, donde en pos de “cuidar” al usuario, se lo despoja de su sombra, entendida como ese lugar donde se encuentran los deseos, los afectos, cuya expresión es intolerable para ese yo construido a lo largo de la “carrera moral”. En este sentido, Jung (2013) dirá que “por lo general lo único que con esa represión se gana es un mero simulacro de ventaja, una ilusión pobremente maquillada. Nada de ello redunda en un enriquecimiento de la personalidad, y sí en su empobrecimiento y ceguera” (p.264).
Es en ese “como si” freudiano, Delimira puedo habitar su sombra, la creación audiovisual le proporcionó un lugar seguro para montar una escena donde expresar su bronca, su enojo, sobre un antagonista que la menosprecia. El hecho de jugar la escena, recordarla y verla procesada, le permitió adquirir nuevas perspectivas y resonancias; de esta manera, con el tiempo, pudo dar cuenta que ese yo auxiliar, quien encarnaba en principio un personaje desconocido, utilizaba las mismas palabras degradantes que su pareja, y a su vez, su pareja que devino en ex, utilizaba las mismas palabras que su madre. Delmira vuelve a mencionar casi la misma frase que en el primer encuentro, pero desde un lugar de enunciación diferente, “ya no quiero guardar más cosas, porque no quiero volver a explotar”.
Cartografías
Manos vacías, es aquel que no lucha por lo que quiere.
Se queda inmóvil, no puede aportar nada bueno.
Ve todo blanco, se queda suspendido en el tiempo.
Hay que avanzar, lograr si te lo propones, alimentar tu mente.
Llenar tus manos, andar por las calles pero con las manos llenas ,
ver lo bueno, querer más,
sentir los pies cansados y los zapatos desgastados de tanto caminar,
ir a un lugar fijo, aclarar la mente, tener una dirección,
SER OTRO TU.
Delmira, al salirse de la circularidad, al fugarse de un territorio establecido
aparentemente como fijo, pudo conectar con una habilidad que hasta el momento no había desarrollado, la escritura. La misma sirvió de soporte, de dique de contención para “no volver a explotar”, una forma de rodear de límites una sensibilidad desbordada, una forma de “inventar un lenguaje para traducir lo intraducible, para hacer oír lo innombrable e intentar escribir en él una forma nueva” (Dufourmantelle, 2015, p.171).
El poema que encabeza este apartado, es el primero compartido por Delmira en el espacio, el mismo fue utilizado como escena inicial, en un ejercicio de multiplicación dramática, donde desde lo grupal, mediado por la creación audiovisual, se pudo circular desde un territorio a otro, con otros tonos, otras escenografías, otras intensidades. Es así, como luego de tomar apuntes de las resonancias causadas a partir de la lectura del texto, el mismo se dividió en tres partes, ya que según la convergencia grupal, estaba compuesto por tres movimientos, tres intensidades diferentes, que al momento de realizar la representación audiovisual tuvieron características distintas.
Movimiento I
Manos vacías, es aquel que no lucha por lo que quiere.
En lo que respecta a este primer movimiento, surgieron emergentes como: “estar perdidos”, “no encontrar un lugar”, “no tener un objetivo”, es por este motivo, que al momento de pensar la forma de ser representado, el “deambular” fue el significante que aglutino las resonancias, así como también, lo “gris”, fue lo que proporcionó la ambientación de la escena.
Ese “deambular”, ese transitar en el mundo sin sentido, hace lazo con la forma acatadora de estar en el mundo, postulada por Winnicott (2007), donde la misma fue calificada por el autor, como enfermiza, empobrecida, refiere a una posición pasiva del sujeto que se adapta sin intentar modificar su entorno. Quizás esa sea la forma en la que se habita las instituciones manicomiales, donde los procesos de infantilización y la tutela de vidas producen una suerte de desactivación en la implicación del sujeto, en su búsqueda de un estar mejor, produciendo así, una desautorización sistemática de su propia narrativa.
Movimiento II
Se queda inmóvil, no puede aportar nada bueno.
Ve todo blanco, se queda suspendido en el tiempo.
Para este segundo momento, resonaron palabras como: “quietud”, “reflexionar”,
“meditar”, pero fue la palabra “objetivo” y la acción contemplativa, la que anudo de forma grupal, es decir, adivino una interseccionalidad, pero los participantes fueron afectados de una forma particular, por lo cual, cada integrante decidió representar su objetivo, su proyecto de vida desde su propia singularidad. Así fue, como a modo de ejemplo, Diana quien compartió con el grupo que ella quería una “casa propia, para estar tranquila” y a modo de sinécdoque, representó su momento reflexivo, su deseo, contemplando el parrillero del centro de rehabilitación; O Pedro cuyo objetivo propuesto fue “honrar a dios”, representó su momento contemplativo frente un graffiti que expresa “si hay un hueco en tu vida, llénalo con amor”.
Quizás ese silencio reflexivo, ese momento contemplativo, ante la representación de lo deseado, se trate, de un “darse cuenta”, de un acontecimiento “que puede tanto carcomernos hasta la muerte como empujarnos a querer efectuarlo y actualizarlo: es entonces cuando se desea vivir y acompañar el acontecimiento” (Vercauteren et al., 2010, p.43). Este deseo de vivir mencionado, implica un apartarse de ese lugar acatador, representado en un primer tiempo, para así, comenzar a posicionarse como un sujeto creador, que continuando con lo planteado por Winnicott (2007) implica a un sujeto con un rol activo, donde él mismo, tiene incidencia creadora en el mundo que lo rodea, generando así el sentimiento de una vida que vale la pena ser vivida.
Movimiento III
Hay que avanzar, lograr si te lo propones, alimentar tu mente.
Llenar tus manos, andar por las calles pero con las manos llenas , ver lo bueno, querer más, sentir los pies cansados y los zapatos desgastados de tanto caminar, ir a un lugar fijo, aclarar la mente, tener una dirección, SER OTRO TU.
Para este tercer movimiento resonaron palabras como: “moverse”, “cambio”, “felicidad”, se trata del pasaje de lo contemplativo al movimiento, al flujo, a lo distinto, a la acción. Es por este motivo que Diana decidió representar este tercer movimiento, comenzando a deshollinar el parrillero, así como Pedro realizó una alabanza, frente al graffiti previamente seleccionado.
El texto escrito por Delmira, ofició de punto de partida para que el grupo compartiera experiencias, perspectivas, lecturas entrecruzadas, es decir parafraseando a Jasiner (2000) habilitó sucesivas vueltas al horizonte de lo único, para que el mismo se vaya dislocando.
Un cierre posible
El recurso audiovisual en tanto mediador, habilitó un espacio creador donde plasmar el universo de imágenes significantes que se van sucediendo a través de los diferentes encuentros. La generación de contenido, funcionó como un espacio donde hospedar los dolores sin subsumirse a síntomas, cuadros, síndromes o trastornos, un lugar donde todo aquello que a priori parecía ser irrepresentable e imposible de comunicar es representado y exhibido a otro.
La experiencia colectiva bocetó un espacio de legitimación de narrativas, un lugar para reflexionar y relativizar las categorías referentes a la locura, donde la producción audiovisual, se transformó en “un sitio propicio donde desplegar esas alegrías y desdichas que se dejan ver con sus máscaras más delgadas, sus disfraces menos elaborados y sus intensidades (aún adormecidas por los fármacos) cercanas de la felicidad y la intemperie absoluta” (Percia, 2008, p.5). El espacio instaló un lugar para reflexionar y dar lugar a esos saberes profanos (Correa Urquiza, 2014) que no se corresponden con las versiones oficiales institucionalizadas, esto no implica negarlas sino que da lugar a que el sujeto pueda dar cuenta de su relación con su propio sufrimiento y generar estrategias que le sean propias para poder abordarlos.
Se trató de un lugar donde arrancar de su exclusividad patológica a las subjetividades y devolverlas al juego de las identidades en movimiento, es decir, poner el cuerpo como productor de posibilidades y descubrir que a través del mismo “que soy una persona que vive, que se entristece o se alegra, que sufre o disfruta, que tiene miedos, que tiene envidia, que tiene rabia, que tiene ternura, sentimientos que a veces oigo, que a veces no oigo” (Kesselman, 1985, p.119).
Bibliografía
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