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  • Foto del escritorRevista Adynata

Interrumpir la crueldad / Ariel Rivero

Toda ética es una óptica”i

Carlos Skliar


I- La ajena

El 26 de febrero los docentes cordobeses hicimos paro. Fuimos un montón en las calles: la policía contó nueve cuadras. Mientras cruzábamos la esquina de Colón y Rivadavia, vi a una compañera, con su cartelito, parada frente a un auto; a una fila de autos. Ninguno de los cientos que éramos se quedaba al lado suyo. Yo también seguí caminando, aunque volví a mirarla y decidí regresar. Tomar conciencia puede obligarnos a un coraje que no queremos, por eso a veces preferimos no advertir nada. Vengo para que no estés sola, le dije y nos pusimos a conversar. Parado ahí me resultaba más notorio todavía que nadie nos viera. Tal vez la alegría de sentir esa fuerza colectiva en el propio cuerpo les impedía percibir lo expuestos que los dos estábamos a la bronca que íbamos generando.


Por supuesto que varios conocidos nos saludaron agitando las manos o con un beso y un abrazo, pero siguieron de largo. Tampoco yo me animé a decirles que se quedaran. Fue rara esa intemperie. Raro sentir el motor del auto que encabezaba la fila tan cerquita, además. La imagen que se me aparecía era la de un perro gruñendo a punto de morder. Qué exagerado, pensé, pararse frente a un auto es un gesto simbólico más que otra cosa.


Cuando la marcha se hizo menos compacta, un motociclista amagó a cruzar sin apagar el motor. Mi compañera quiso detenerlo y como yo fui detrás, el auto frente al cual estábamos parados, avanzó. Ella volvió y alcanzó a colocar su mano sobre una de las luces delanteras, pero el conductor aceleró de todos modos. Tengo grabada la imagen de su salto hacia el costado y el sonido de las gomas, como al inicio de una picada, acelerando. Durante los segundos que duró todo no supe qué hacer. Atiné a agarrar el celular para sacarle fotos a la patente, pero me temblaban las manos. Intenté aprenderla de memoria, pero el susto me había vuelto inútil hasta como testigo. Lo que sí pude fue pedirles a quienes pasaban que se quedaran porque le habían tirado el auto encima a una compañera, mientras ella, visiblemente alterada, trataba de comunicarse con alguien del gremio. Varios oyeron el pedido, pero la mayoría continuó circulando más alegre y distraída que atenta. Quizás porque el incidente no había dejado más huellas que la del temblor y el miedo en dos o tres cuerpos; no había sangre, nadie tirado o algún vidrio roto. O tal vez porque la atención depende de la predisposición más que de lo que acontece. Hechos terribles –o hermosos– pueden no ser percibidos si no estamos predispuestos a ello.


Sea como fuere, mientras continuábamos caminando y conversando, me resultó evidente una cosa: nunca estamos preparados para la crueldad. Hasta cierto punto, podemos anticipar el peligro o la violencia, pero no es posible saber cuándo un gesto de cuidado nos expondrá a la saña de alguien. A la crueldad no la preceden indicios. Incluso, tal vez sea inevitable y trágico que nos agarre desprevenidos. Y acaso sea justamente eso lo que las políticas a las que nos oponemos tengan a su favor.


Por otra parte ¿qué queda cuando no es prevista la crueldad de Estado? Me refiero a decisiones políticas que, como la acción del conductor, expresan el deseo de destrucción que se fue construyendo en una parte de la sociedad; la ira acumulada admite crueldades. ¿Qué queda? La vulnerabilidad de miles de seres humanos que se convierten en víctimas a causa de encontrarse solos.


Les compartí esta historia a mis alumnos con el objetivo de conversar sobre el valor de la protesta social para la democracia y me dejaron mudo. Además de indicarme que la docente también estuvo mal, me plantearon: ¿y si la persona que aceleró era un médico que iba a operar de urgencia? ¿O alguien que iba a perder el presentismo? Les respondí que si se resuelve con crueldad una urgencia es probable que no se trate tanto de una urgencia; y que los ejemplos extremos predisponen a la justificación en lugar del análisis y cierran los problemas en vez de abrirlos. No quedé conforme: ¿qué hacer cuando llegamos tarde, cuando ya se encuentran aprobados los gestos crueles y circulan como más deseables que la indocilidad ante el no respeto de los derechos por parte del gobierno o la lucha política misma?


Nunca estamos preparados para la crueldad, pero cabe preverla, es decir, exagerar los cuidados, así reducimos las chances de errar en el cálculo respecto del riesgo que corremos. Y acompañarnos. Y conversar, al menos hasta lograr una pregunta ética que nos reúna.



II- La propia

Ayer murió mi gato. La primera vez que estuve seguro de querer mucho a alguien fue a él porque no me daba nada y sin embargo me encantaba que estuviera. Disfrutaba de verlo indiferente a mis movimientos, tirado en la cama como si fuera el dueño. Ayer, temprano, recibí una llamada desesperada de mi hermana porque a Yaguarundi le costaba respirar, pero me surgió decirle en cinco tengo una entrevista. ¿Por qué no me habrá salido responderle voy? Cuestión que, a pesar de mi primera reacción, volví a la casa, lo subí al auto y en el camino murió. Lo toqué. No sabemos muy bien cómo es la muerte cuando se presenta. Todavía tenía tiempo para la reunión: pensé en mandar un mensaje y avisar que estaba listo. ¿Listo? No sentir no da derecho a hacer como si nada, eso aprendí. Llamé a mi hermana y ahí mismo entendí que lo mejor era, para despedirlo, orientarme por quien sentía más amor de los dos. Le propuse enterrarlo al costado de las vías después de que despertara a su hijito. Me pareció mejor acompañarlo en sus emociones en lugar de esconderle la muerte, que hubiera sido como esconderle la capacidad de sentir. Cavé un pozo y él le dejó flores. Ellos lloraron, yo no. Mi sobrinito inventó una explicación: los animales que enterramos se convierten en tierra. Es así: soportamos la muerte con teorías.

¿En qué clase de persona me habría transformado si no hubiese atendido de inmediato el pedido de auxilio de mi hermana? ¿En qué se transformaría alguien que ignora peticiones parecidas? No lo sé, pero agradezco a la vida por la persona en la que, por esta vez, no me convertí. ¿Qué pasaría si no sentir nos diera derecho a hacer como si nada? Nos volveríamos capaces incluso de desatender el dolor de nuestros seres queridos y de una crueldad que no percibiríamos como tal. Continuar fríamente con un plan –casi escribo económico– es posible si minimizamos los efectos de la muerte. Uno puede guiarse por amores de otros, eso también aprendí.


i Valenzuela Gambín, Bárbara. 2017. Entrevista a Carlos Skliar. Polyphōnía. Revista de Educación Inclusiva, 1 (1). Pág. 6. En la web:



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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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