VII
Cuando se es escritor, poeta o filósofo es costumbre apostar por la potencia del Verbo para trabar, desbaratar o traspasar los flujos de información del Imperio, las máquinas binarias de enunciación. Hemos comprendido que estos cantores de la poesía serían algo así como la última defensa ante la barbarie de la comunicación. Incluso cuando identifica su posición con la de las literaturas menores, de excéntricos, de «locos literatos», cuando se acorralan los idiolectos que en toda lengua trabajan para mostrar aquello que se escapa del código, para que implosione la idea misma de comprensión, para exponer el malentendido fundamental que echa por tierra la tiranía de la información, el autor que, además, se sabe actuado, hablado, atravesado por intensidades, no deja por ello de estar menos animado ante su página en blanco por una concepción profética del enunciado. Para el «receptor» que soy, los efectos de sideración [buscar en mesetas.net, por ejemplo, sobre este neologismo] que ciertas escrituras se han puesto a buscar conscientemente a partir de los años 1960 no son a este respecto menos paralizantes que lo era la vieja teoría crítica categórica y sentenciosa. Ver desde mi silla a Guyotat o Guattari gozando cada línea, retorciéndose, eructando, peyéndose y vomitando su devenir-delirio, no es algo que me haga correrme, empalmarme, o refunfuñar más que raramente, es decir, solamente cuando cierto deseo me lleva hasta las riberas del voyeurismo. Performances, es seguro, ¿pero performances de qué? [performance tiene un sentido —en francés— en 'arte' como el que podríamos conocer en castellano, pero también tiene un sentido en francés en el ámbito del deporte, en el cual quiere decir resultado, marca conseguida; también en el ámbito de la empresa con el sentido de resultado; así como en lingüística, que es el conjunto de enunciados producidos por el locutor de una lengua]. Performances de una alquimia de internado donde la piedra filosofal es acorralada a golpe de tinta y de jodienda mezcladas. En cuanto a la teoría y la crítica, éstas permanecen enclaustradas en una policía del enunciado claro y distinto, tan transparente como debiera serlo el pasaje de la «falsa consciencia» a la conciencia ilustrada.
Lejos de ceder a cualquier mitología del Verbo o a una esencialización del sentido, Burroughs propone en Revolución electrónica ciertas formas de lucha contra la circulación controlada de enunciados, ciertas estrategias ofensivas de enunciación que resalten esas operaciones de «manipulación mental» que le inspiran sus experiencias de «cut-up», una combinatoria de enunciados fundada sobre el azar. Proponiendo hacer de la «interferencia» [brouillage] un arma revolucionaria, consigue innegablemente sofisticar [= viciar, falsificar algo] las anteriores búsquedas de un lenguaje ofensivo. Pero al igual que la práctica situacionista del «desvío», que nada en su modus operandi permite distinguir de la «recuperación» —lo cual explica su espectacular fortuna—, dicha «interferencia» no es más que una operación reactiva. Lo mismo ocurre en esas formas de lucha contemporáneas en Internet que se inspiran en estas instrucciones de Burroughs: pirateo, propagación de virus, spamming, no pueden servir in fine más que para desestabilizar temporalmente el funcionamiento de la red de comunicación. Pero en lo que nos ocupa aquí y ahora, Burroughs está obligado a admitirlo en términos desde luego heredados de las teorías de la comunicación, que hipostasían el vínculo emisor-receptor: «Sería más útil descubrir cómo podrían ser alterados los modelos de exploración a fin de permitir al sujeto liberar sus propios modelos espontáneos». El envite de toda enunciación no es la recepción sino más bien el contagio. Denomino insinuación —el illapsus de la filosofía medieval— a la estrategia que consistirá en seguir la sinuosidad del pensamiento, las palabras errantes que se apoderan de mí constituyendo al mismo tiempo el terreno vago donde vendrá a establecerse su recepción. Jugando con el vínculo entre el signo y sus referentes, usando clichés contraindicados, como en la caricatura, dejando que el lector se aproxime, la insinuación hace posible un encuentro, una presencia íntima, entre el sujeto de enunciación y aquellos que se conectan al enunciado. «Existen contraseñas bajo las consignas [des mots de passe sous les mots d'ordre], escriben Deleuze y Guattari. Palabras que serían como de pasaje, componentes de paso, mientras que las consignas marcan las paradas, las composiciones estratificadas organizadas». La insinuación es la bruma de la teoría y conviene a un discurso cuyo objetivo es el permitir las luchas contra el culto a la transparencia que, desde el origen, está asociado a la hipótesis cibernética.
Que la visión cibernética del mundo sea una máquina abstracta, una fábula mística, una fría elocuencia a la que continuamente se le escapan múltiples cuerpos, gestos, palabras, no basta como para concluir que ha fracasado ineluctablemente. Si a este respecto hay algo que le falta a la cibernética, es precisamente aquello mismo que la sustenta: el placer de la racionalización excesiva, el ardor que provoca el «tautismo» [contracción —en francés tautisme— de tautología y autismo], la pasión de la reducción, el goce del aplanamiento binario. Ir en cierto modo contra la hipótesis cibernética, es preciso repetirlo, no es criticarla y oponerle una visión concurrente del mundo social, sino experimentar a su lado, efectuar otros protocolos, crearlos de una pieza y gozar de ellos. A partir de los años 1950, la hipótesis cibernética ha ejercido una fascinación inconfesada en toda una generación «crítica», de los situacionistas a Castoriadis, de Lyotard a Foucault, Deleuze y Guattari. Se podrían cartografiar sus respuestas como sigue: los primeros se han opuesto desarrollando un pensamiento desde fuera, que se descuelga; los segundos han usado un pensamiento del medio [milieu], por un lado «un tipo metafísico de diferendo con el mundo, que apunta hacia los mundos supraterrenos trascendentes o hacia los contra-mundos utópicos», por otro «un tipo poiético de diferendo con el mundo que ve en lo real mismo la pista que conduce a la libertad», como lo resume Peter Sloterdijk. El éxito de toda experimentación revolucionaria futura se medirá esencialmente por su capacidad en convertir en caduca esta oposición. Esto comienza cuando los cuerpos cambian de escala, se sienten espesar, son atravesados por fenómenos moleculares que escapan a los puntos de vista sistémicos, a las representaciones molares, haciendo de cada uno de sus poros una máquina de visión enganchada a los devenires más que una cámara fotográfica que enmarque, delimite o asigne a los seres. En las líneas que siguen insinúo un protocolo de experimentación destinado a deshacer la hipótesis cibernética y el mundo que ella construye con perseverancia. Pero como en otros artes eróticos o estratégicos, su uso ni se decide ni se impone. Solo puede provenir del más puro involuntarismo, lo cual implica claramente una cierta desenvoltura.
VIII
No todos los individuos, los grupos, todas las formas-de-vida pueden ser montadas en bucle de retroacción. Las hay demasiado frágiles, que amenazan con romperse. También demasiado fuertes, que amenazan con romper. Estos devenires,
a modo de separación,
suponen que en un momento de la experiencia vivida los cuerpos pasen por el agudo sentimiento de que todo esto se puede acabar abruptamente,
en uno u otro momento,
que la nada,
que el silencio,
que la muerte están al alcance de cuerpo y de gesto.
Esto puede acabar.
La amenaza.
Hacer que fracase el proceso de cibernetización, hacer bascular al Imperio pasará por una apertura al pánico. La caída del Imperio será siempre percibida por sus agentes y sus aparatos de control como el más irracional de los fenómenos, puesto que el Imperio es un conjunto de dispositivos que apuntan a conjurar el acontecimiento, en un proceso de control y de racionalización. Las líneas que siguen echan un vistazo hacia lo que podría ser un tal punto de vista cibernético sobre el pánico, e indican bastante bien, a contrario, su potencia efectiva: «El pánico es por tanto un comportamiento colectivo ineficaz, puesto que no está adaptado al peligro (real o supuesto); se caracteriza por la regresión de las mentalidades hacia un nivel arcaico y gregario, y conduce a apasionadas y primitivas reacciones de fuga, agitación desordenada, violencias físicas y, de modo general, a actos de auto- o hetero-agresividad; las reacciones de pánico derivan de las características del alma colectiva: alteración de las percepciones y del juicio, alineación respecto a los comportamientos más frustrados, sugestionabilidad, participación en la violencia sin noción de responsabilidad individual.»
El pánico es lo que aterroriza a los cibernéticos. Representa el riesgo absoluto, la amenaza potencial permanente que ofrece la intensificación de los vínculos entre formas-de-vida. Por ello, es preciso hacer que se torne algo espantoso, tal y como para ello se esfuerza el mismo aguzado cibernético: «El pánico es peligroso para la población a la que afecta; aumenta el número de víctimas que resultan de un accidente debido a reacciones inapropiadas de fuga, puede incluso ser el único responsable de muertes y heridos; siempre se repiten los mismos escenarios: actos de furor ciego, pisoteo, aplastamiento…». La mentira de una tal descripción consiste en imaginar los fenómenos de pánico como siendo algo exclusivo de un medio cerrado: en tanto que liberación de los cuerpos, el pánico se autodestruye, puesto que todo el mundo busca la huida por una salida demasiado estrecha.
Pero es posible considerar, como en Génova en el año 2001, que un pánico a la escala suficiente como para desbaratar las programaciones cibernéticas y atravesar varios medios, sobrepase el estado de abatimiento, como lo sugiere Canetti en Masa y poder: «Si no se estuviera en un teatro, se podría huir conjuntamente, como una tropa de bestias en peligro, y aumentar la energía de la huida mediante movimientos aunados en la misma dirección. Un miedo de masa de esta especie, activo, es ese gran acontecimiento colectivo que experimentan todos los animales que viven en manada, y que se salvan juntos, puesto que son buenos corredores.» A este respecto creo que es un hecho político de la mayor importancia el pánico que provocó Orson Welles en más de un millón de personas en octubre de 1938, anunciando en las ondas la llegada inminente de los marcianos a Nueva Jersey, en una época en que la radiofonía estaba lo suficientemente virgen como para poder atribuir todavía a las emisiones un cierto valor de verdad. Debido a que «cuanto más se lucha por la propia vida, más se torna evidente que se lucha contra los demás, y que entonces éstos os estorbarán desde todos lados», el pánico revela también, aparte de un gasto inaudito e incontrolable, la guerra civil en su estado puro [nu]: es una «desintegración de la masa en la masa».
En situación de pánico, las comunidades se desprenden del cuerpo social concebido como totalidad y quieren escapar de él. Pero como están aún cautivas de dicho cuerpo social, física y socialmente, están obligadas a atacarlo. El pánico manifiesta, más que cualquier otro fenómeno, el cuerpo plural e inorgánico de la especie. Sloterdijk, este último hombre de la filosofía, prolonga esta concepción positiva del pánico: «En una perspectiva histórica, los alternativos son probablemente los primeros hombres en desarrollar un vínculo no histérico con el posible apocalipsis. […] La conciencia alternativa actual se caracteriza por algo que se podría calificar de vínculo pragmático con la catástrofe.» A la cuestión de que, tal y como implica la hipótesis cibernética, «la civilización, en la medida en que debe edificarse sobre esperanzas, repeticiones, seguridades e instituciones, tiene como condición la ausencia, incluso la exclusión del elemento pánico», Sloterdijk opone que «solamente son posibles las civilizaciones vivas gracias a la proximidad para con experiencias pánicas», que así conjuran las potencialidades catastróficas de la época reencontrando su familiaridad originaria. Ofrecen la posibilidad de convertir estas energías en «un éxtasis racional por el cual el individuo se abre a la intuición: 'soy el mundo'». Lo que en el pánico rompe las barreras y se transforma en carga potencial positiva, en intuición confusa (en la con-fusión) de su sobrepasamiento, es que cada uno es en él algo así como la fundación viviente de su propia crisis, en vez de sufrirla en tanto que fatalidad exterior. La búsqueda del pánico activo —«La experiencia pánica del mundo»— es por tanto una técnica de asunción de ese riesgo de desintegración que cada cual representa para la sociedad en tanto que dividuos de riesgos. Lo que aquí cobra forma es el fin de la esperanza y de toda utopía concreta, y la cobra en tanto un cierto tender puentes hacia el hecho de no esperar ya nada, de no tener nada que perder. Y es una forma de volver a introducir, mediante una sensibilidad particular hacia los posibles de las situaciones vividas, para con sus posibilidades de hundimiento, para con la extrema fragilidad de su planificación [ordonnancement], un vínculo sereno con el movimiento de fuga que va delante del capitalismo cibernético. En el crepúsculo del nihilismo, se trata de hacer del miedo algo tan extravagante como la esperanza.
En el marco de la hipótesis cibernética, el pánico se comprende como un cambio de estado del sistema autorregulado. Para un cibernético, todo desorden no puede partir más que de las variaciones entre comportamientos medidos y comportamientos efectivos en los elementos del sistema. Se denomina «ruido» a un comportamiento que escape del control, manteniéndose indiferente al sistema, y que, por consiguiente, no puede ser tratado por una máquina binaria, reducido a un 0 o a un 1. Estos ruidos son las líneas de fuga, la errancias de los deseos que no han entrado todavía en el circuito de valorización, lo no-inscrito. Hemos denominado Partido Imaginario al conjunto heterogéneo de tales ruidos que proliferan bajo el Imperio sin por ello invertir su equilibrio inestable, sin modificar su estado, siendo por ejemplo la soledad la forma más extendida de estos pasajes hacia el Partido Imaginario. Wiener, cuando funda la hipótesis cibernética, imagina la existencia de sistemas —denominados «circuitos cerrados reverberantes»— donde proliferarían los desvíos entre comportamientos deseados por el conjunto y comportamientos efectivos de tales elementos. Considera entonces que estos ruidos podrían acrecentarse brutalmente y en serie, como cuando las reacciones de un piloto hacen que se rompa su vehículo tras haberse metido por una vía congelada, o tras haber golpeado una barrera de seguridad de una autopista. Al ser por tanto una cierta sobreproducción de malos feedbacks, que distorsionan lo que se debería señalar, que amplifican lo que se debería contener, todas estas situaciones señalan la vía de una pura potencia reverberante. La práctica actual de bombardeo de informaciones sobre ciertos puntos nodales de la red Internet —el spamming— apunta a producir tales situaciones. Toda revuelta bajo y contra el Imperio solo puede concebirse a partir de una amplificación de tales «ruidos» capaces de constituir lo que Prigogine y Stengers —que invitan a una analogía entre mundo físico y mundo social— han denominado «puntos de bifurcación», umbrales críticos a partir de los cuales deviene posible un nuevo estado del sistema.
El error común a Marx y Bataille, con sus categorías de «fuerza de trabajo» o de «gasto», habría sido el haber situado la potencia de inversión del sistema fuera de la circulación de los flujos mercantiles, en una exterioridad pre-sistémica, antes y después del capitalismo, estando tal potencia para uno en la naturaleza, y para el otro encontrándose en un sacrificio fundador; unas potencias que deberían ser la palanca a partir de la cual pensar la metamorfosis sin fin del sistema capitalista. En el primer número de Grand Jeu, el problema de la ruptura del equilibrio es planteado en términos del todo inmanentes, aunque aún un poco ambiguos: «Esta fuerza que es, no puede quedarse sin empleo en un cosmos lleno como un huevo, y en el seno del cual todo actúa y todo reacciona sobre todo. Solamente entonces, un chasquido, una palanca desconocida, debe hacer que de repente esta corriente de violencia se desvíe en otro sentido. O más bien, en un sentido paralelo, pero gracias a un desajuste súbito, en otro plano. Su revuelta debe devenir la Revuelta invisible». No se trata simplemente de la «insurrección invisible de un millón de espíritus», como lo pensaba el celestial Trocchi. La fuerza de eso que denominamos política extática no viene de un afuera sustancial sino del desvío, de la pequeña variación, de los remolinos que, partiendo del interior del sistema, lo empujan localmente hacia su punto de ruptura y por tanto hacia las intensidades que todavía se dan entre formas-de-vida, a pesar de la atenuación de las intensidades que se alimentan. Más precisamente, viene [dicha fuerza] del deseo que excede el flujo en tanto que lo nutre sin ser ahí trazable, en tanto que pasa bajo su trazado y que a veces se fija, se ejemplifica entre formas-de-vida que tienen, en situación, el papel de atractores. Está, como se sabe, en la naturaleza del deseo, no dejar trazas allí por donde pase. Volvamos a ese instante en el que el sistema en equilibrio puede bascular: «Cerca de los puntos de bifurcación, escriben Prigogine y Stengers, allí donde el sistema puede 'elegir' entre dos regímenes de funcionamiento, y donde no está, propiamente hablando, ni en uno ni en el otro, el desvío respecto a la ley general es total: las fluctuaciones pueden alcanzar el mismo orden de magnitud que los valores macroscópicos medios. […] Regiones separadas por distancias macroscópicas están correlacionadas: las velocidades de las reacciones que se producen ahí se regulan una sobre la otra, los acontecimientos locales repercuten por tanto a través de todo el sistema. Se trata aquí de un estado verdaderamente paradójico, que desafía todas nuestras 'intuiciones' en lo que respecta al comportamiento de las poblaciones, un estado en el que las pequeñas diferencias, lejos de anularse, se suceden y se propagan sin respiro. El caos indiferente del equilibrio deja el paso a un caos creador, tal y como lo evocaron los antiguos, un caos fecundo de donde puedan salir estructuras diferentes».
Sería ingenuo deducir directamente un nuevo arte político a partir de esta descripción científica de los potenciales de desorden. El error de los filósofos y de todo pensamiento que se despliegue sin reconocer en él, en su propia enunciación, aquello que debe al deseo, es el de situarse artificialmente por encima de los procesos que objetiva, incluso desde una experiencia; de lo cual por otra parte no se libran Stengers y Prigogine. La experimentación, que no es la experiencia acabada sino su proceso de cumplimiento, se sitúa en la fluctuación, en medio de los ruidos, al acecho de la bifurcación. Los acontecimientos que se verifican en lo social en un nivel lo bastante significativo como para influir en los destinos generales, no constituyen la simple suma de los comportamientos generales. Inversamente, los comportamientos individuales no influyen por sí mismos sobre los destinos generales. Quedan no obstante tres etapas que no hacen más que una, y que a falta de ser representadas se experimentarán directamente sobre los cuerpos como problemas inmediatamente políticos: quiero hablar aquí de la amplificación de comportamientos no conformes; de la intensificación de los deseos y de su acuerdo rítmico; de la disposición [agencement] de un territorio, suponiendo que «la fluctuación no puede penetrar de un solo golpe el sistema entero. De entrada debe establecerse en una región. Según que esta región inicial sea más o menos pequeña que una dimensión crítica, la fluctuación experimentará una regresión o bien penetrará todo el sistema.» Son tres problemas, por tanto, que demandan ejercicios en vistas de una ofensiva anti-imperial: problema de fuerza, problema de ritmo, problema de impulso [élan].
Estas cuestiones, que han sido consideradas desde el punto de vista neutralizado y neutralizante del observador de laboratorio o de salón, es preciso retomarlas a partir de sí mismo, hacer de ellas la prueba. ¿Qué significa amplificar las fluctuaciones para mí? ¿Cómo pueden las desviaciones [déviances], las mías por ejemplo, provocar el desorden? ¿Cómo pasar de las fluctuaciones dispersas y singulares, de los desvíos de cada cual respecto a la norma y los dispositivos, hacia devenires, hacia destinos? ¿Cómo aquello que huye en el capitalismo y que escapa a la valorización puede hacer fuerza y tornarse contra él? Este problema lo ha resuelto la política clásica mediante la movilización. Movilizar quería decir adicionar, agregar, reunir, sintetizar; unificar las pequeñas diferencias, las fluctuaciones, haciéndolas pasar por un gran fallo, una injusticia irreparable y como algo que queda por reparar. Las singularidades estarían ya ahí; bastaría subsumirlas bajo un único predicado. La energía también estaría siempre ya ahí; bastaría con organizarla. Yo sería la cabeza, ellos el cuerpo. Así, el teórico, el vanguardista, el partido, han hecho que la fuerza funcione del mismo modo que el capitalismo, a golpe de puesta en circulación y de control con las miras puestas en asir el corazón del enemigo, como en la guerra clásica, y de tomar el poder tomando su cabeza. La revuelta invisible, el «golpe-del-mundo» del que hablaba Trocchi, juega por el contrario con la potencia. Es invisible puesto que es imprevisible a ojos del sistema imperial. Amplificadas, las fluctuaciones con respecto a los dispositivos imperiales nunca se agregan. Son tan heterogéneas como lo puedan ser los deseos, y nunca podrán formar una totalidad cerrada, y menos una multitud, cuyo nombre no es más que un señuelo a no ser que signifique multiplicidad irreconciliable de las formas-de-vida. Los deseos huyen, haciendo o no haciendo clinamen, produciendo o sin producir intensidades, y, más allá de la fuga, continúan huyendo. Permanecen rebeldes a toda forma de representación, sea en forma de cuerpo, clase o partido. Es necesario por tanto deducir de esto que toda propagación de fluctuaciones será también propagación de la guerra civil. La guerrilla difusa es la forma de lucha que debe producir una tal invisibilidad a ojos del enemigo. El que una fracción de la Autonomía en la Italia de los 70 recurriera a la guerrilla difusa se explica precisamente en virtud del carácter cibernético avanzado del gobierno italiano. Esos años eran los del desarrollo del «consociativismo», que anunciaba el actual ciudadanismo: la asociación de partidos, sindicatos y asociaciones para el reparto y la cogestión del poder. Pero lo más importante aquí no es la repartición sino la gestión y el control. Este modo de gobierno va bastante más allá del Estado-providencia creando cadenas de interdependencia más largas entre ciudadanos y dispositivos, extendiendo así los principios de control y de gestión de la burocracia administrativa.
IX
Debemos a T. E. Lawrence la elaboración de los principios de la guerrilla a partir de su experiencia en el combate al lado de los Árabes contra los Turcos, en 1916. ¿Qué dice Lawrence? Que la batalla no es el único desarrollo dentro de la guerra, así como que la destrucción del corazón del enemigo no es su objetivo central, a fortiori si este enemigo no tiene rostro, como sucede frente al poder impersonal que materializan los dispositivos cibernéticos del Imperio: «La mayor parte de las guerras son guerras de contacto, esforzándose ambas fuerzas en permanecer cercanas a fin de evitar toda sorpresa táctica. En cuanto a la guerra árabe, debía ser una guerra de ruptura: contener al enemigo por la amenaza silenciosa de un vasto desierto desconocido, no descubriéndose más que en el momento del ataque.» Deleuze, incluso si opone demasiado rígidamente la guerrilla, que plantea el problema de la individualidad, a la guerra, que plantea el de la organización colectiva, precisa que se trata de abrir lo más posible el espacio, y profetizar, o, mejor aún, de «fabricar lo real, no de responderle». La revuelta invisible, la guerrilla difusa, no sancionan una injusticia, crean un mundo posible. En el lenguaje de la hipótesis cibernética, la revuelta invisible, la guerrilla difusa, en el nivel molecular, la sabría crear de dos maneras. Primer gesto, fabrico lo real, trastorno [détraque] y me trastorno trastornando. Todos los sabotajes tienen ahí su fuente. Lo que representa mi comportamiento en este momento no existe para el dispositivo que se trastorna conmigo. Ni 0 ni 1, soy el tercero absoluto. Mi goce excede el dispositivo. Segundo gesto, no respondo a los bucles retroactivos humanos o maquínicos que intentan acotarme, tal y como Bartleby con su «preferiría no hacer», me mantengo en el desvío, no entro en el espacio de los flujos, no me conecto, me quedo. Hago uso de mi pasividad en tanto que potencia contra los dispositivos. Ni 0 ni 1, soy la nada absoluta. Primer tiempo: gozo perversamente. Segundo tiempo: me reservo; más allá, por debajo; cortocircuito y desconexión. En ambos casos, el feedback no ha lugar, existiendo la alimentación del inicio de una línea de fuga, una línea de fuga que es por un lado exterior, y que parece surgir de mí, y que, por otro lado, es interior, y me vuelve a llevar hacia mí. Todas las formas de interferencia parten de estos dos gestos, líneas de fuga exteriores e interiores, sabotajes y repliegues, búsqueda de formas de lucha y asunción de formas-de-vida. En adelante, el problema revolucionario consiste en conjugar ambos momentos.
Lawrence cuenta que esta fue también la cuestión que debieron resolver los Árabes entre los cuales se alistó contra los Turcos. En efecto, su táctica consistía «en siempre proceder por toques y repliegues [touches et replis]; no con empujones ni golpes [ni poussées ni coups]. Jamás el ejército árabe buscará conservar o mejorar la ventaja, sino retirarse e ir a impactar [frapper] más lejos. Empleaba la más pequeña fuerza en el mínimo de tiempo y en el lugar más alejado». Se privilegian los ataques contra lo material, y especialmente contra los canales de comunicación más que contra las instituciones mismas, como privar a un tramo de vías férreas de sus raíles. La revuelta solo deviene invisible cuando alcanza su objetivo, que es el de «privar al adversario de cualquier objetivo», de no proveer de blancos al enemigo. En tal caso impone al enemigo una «defensa pasiva» muy costosa en términos de material y de hombres, en energías, extendiendo al mismo tiempo su propio frente ligando entre sí los focos de ataque. Por tanto, desde su invención, la guerrilla tiende a la guerrilla difusa. Por añadidura, este tipo de lucha produce vínculos nuevos muy distintos a los que están en curso en los ejércitos tradicionales: «Se buscaba un máximo de irregularidad y de soltura [souplesse]. La diversidad desorientaba los servicios de información enemigos. […] Cada cual podía regresar a sí mismo cuando flaqueaba su convicción. El único contrato que les unía era el honor. En consecuencia, el ejército árabe no tenía disciplina en el sentido en que ésta restringe y extingue [étouffe] la individualidad, y en que constituye el más pequeño denominador común de los hombres.» Por tanto Lawrence no idealiza el espíritu libertario de sus tropas, tal y como sí intentan hacer en general los espontaneístas. Lo más importante es poder contar con una población simpatizante, que tiene el papel de lugar de reclutamiento potencial a la vez que de difusión de la lucha. «Se puede llevar adelante una revolución por un dos por ciento de elementos activos y un noventa y ocho de simpatizantes pasivos», pero esto necesita tiempo y operaciones de propaganda. Recíprocamente, todas las ofensivas de interferencia de las líneas adversas conllevan un servicio de información perfecto «que debe permitir elaborar planes con una certidumbre absoluta» a fin de jamás proveer de objetivos al enemigo. Este es precisamente el papel que en adelante podría tener una organización, en el sentido que este término tenía en la política clásica, de tal función de información y transmisión de saberes-poderes acumulados. Así, la espontaneidad de los guerrilleros no será necesariamente algo que se oponga a una cierta organización, en tanto que reservorio de informaciones estratégicas.
Pero lo importante es que la práctica de la interferencia, tal y como la concibe Burroughs, y según los hackers, es vana si no se ve acompañada por una práctica organizada de informaciones acerca de la dominación. Esta necesidad se refuerza por el hecho de que el espacio en el cual podría tener la revuelta no es el desierto del que habla Lawrence. El espacio electrónico de Internet no es tampoco ese espacio liso y neutro del que hablan los ideólogos de la era de la información. Los estudios más recientes confirman por otra parte que Internet está a merced de un ataque dirigido y coordinado. El mallado ha sido concebido de tal manera que la red todavía podría funcionar tras una pérdida del 99% de los 10 millones de «enrutadores» —los «nodos» de la red de comunicación donde se concentra la información—, destruidos de forma aleatoria, lo cual es algo conforme a lo que inicialmente habían querido los militares norteamericanos. Por contra, un ataque selectivo, concebido a partir de informaciones precisas sobre el tráfico bastaría para provocar un hundimiento del sistema con tal que apuntara al 5% de los nodos más estratégicos —los nodos de las redes de flujo-alto, en las grandes operadoras, los puntos de entrada de las líneas transatlánticas. Sean virtuales o reales, los espacios del Imperio están estructurados en territorios, están estriados por cascadas de dispositivos que trazan fronteras que luego borran cuando devienen inútiles, y todo en un constante barrido, que es el motor mismo de los flujos de circulación. Y en un tal espacio estructurado, territorializado y desterritorializado, la línea del frente con el enemigo no puede ser tan clara como en el desierto de Lawrence. Tanto el carácter flotante del poder como la dimensión nómada de la dominación exigen por consiguiente un acrecentamiento de la actividad de información, lo cual significa una organización de la circulación de los saberes-poderes. Ese debería ser el papel de la Sociedad para el Avance de la Ciencia Criminal (SASC [las siglas vienen del francés]).
En Cibernética y Sociedad, Wiener, aunque presintiendo demasiado tardíamente que el uso político de la cibernética tiende a reforzar el ejercicio de la dominación, se plantea una cuestión similar, previamente a la crisis mística en la cual acabará su vida: «Toda la técnica del secreto, de la interferencia y del bluff consiste en asegurar que el propio campo puede hacer un uso más eficaz de las fuerzas y operaciones de comunicación que el otro campo. En este uso combativo de la información, es tan importante dejar abiertos los propios canales de información como destruir los canales de los que dispone el adversario. Una política global en materia de secreto casi siempre conlleva la consideración de bastantes más cosas que el secreto mismo». El problema de la fuerza, reformulado en problema de la invisibilidad, deviene por tanto un problema de modulación de la apertura y el cerramiento. Requiere a la vez organización y espontaneidad. O por decirlo de otra manera, la guerrilla difusa requiere hoy de la constitución de dos planos de consistencia distintos, aunque entremezclados, uno donde se organice la apertura, la transformación del juego de formas-de-vida en información, otro donde se organice el cerramiento, la resistencia de las formas-de-vida a su puesta en información. Curcio: «El partido-guerrilla es el máximo agente de la invisibilidad y de la exteriorización del saber-poder del proletariado, en él cohabitan —y en el más alto nivel de síntesis— invisibilidad con respecto al enemigo y exteriorización hacia el enemigo». Se objetará que después de todo no se trata más que de una forma de máquina binaria, ni mejor ni peor que las que lleva a cabo la cibernética. Así, se estará equivocado, puesto que con eso no se está viendo que al principio de estos dos gestos encontramos una distancia fundamental con respecto a los flujos regulados, una distancia que es la condición misma de la experiencia en el seno de un mundo de dispositivos, una distancia que es una potencia que puedo convertir en espesor y en devenir. Pero sobre todo, se estará equivocado porque pensar así conlleva no comprender que la alternancia entre soberanía e impoder no es algo que se programe, de que el curso que dibuja estas posturas es del orden de la errancia, que los lugares en él elegidos son imprevisibles —en el cuerpo, en la fábrica, en los no-lugares urbanos y periurbanos…
Fuente: Publicado en https://tiqqunim.blogspot.com/2013/01/cibernetica.html
"La Hipótesis cibernética" Acuarela / Machado Libros, Madrid 2015, Editorial Hekht, Buenos Aires, 2016.
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