Imaginate las de votar y de elegir entre alguno de esos hijos de puta que estaban en los ministerios con calefacción mientras abajo los negros se cagaban de frío
Rodolfo Fogwill, Los pichichiegos
Existe en Los pichiciegos de Fogwill un efecto alucinatorio que nos introduce como lectores a una historia verdadera. La narrativa construye una materialidad de lo que ocurrió en la guerra de Malvinas que logra destruir los cimientos del linaje patrio mediante la suspensión de cualquier intento de épica nacional.
Nos encontramos con tres clases de encierros: el de la Pichicera, el de la farsa ideológica y el que supone la lengua. Barthes (2014), en Lección inaugural, sostiene que la literatura es una esquiva y magnífica trampa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje. Es el trabajo de desplazamiento que se ejerce sobre la lengua. La literatura de Los pichiciegos, precisamente, permite esa escucha por fuera del poder. La esquiva y los desplazamientos de la enunciación son procedimientos propios de la novela:
Pero esa nieve allí, amarilla, no caía: corría horizontal por el viento, se pegaba a las cosas, se arrastraba después por el suelo y entre los pastos para chupar el polvillo de la tierra; se hacía marrón, se hacía barro. Y a eso llamaban nieve cuando decían que los accesos tenían nieve. Nieve: barro pesado, helado, frío y pegajoso. (Fogwill, 2021, p. 4)
—En la enfermería. Llevamos unos fríos y los doctores nos dieron café y una copita de alcohol.
—¿En cuál enfermería?
—En la del hospital del pueblo.
—¿Muchos fríos?
—Llevamos como cincuenta… pero deben haber más: ¡Quedaron por ahí!
—¿Y helados?
—Y sí… La mayoría helados, y algunos eran fríos […]. (Fogwill, 2021, p. 11)
La literatura de Los pichiciegos produce una esquiva mediante alusiones y metonimias. Se desplaza la enunciación al intentar definir con dificultad no ya una nieve de televisión, ilusoria, perfecta e inmaculada, sino una nieve-barro casi inenarrable. Los helados y los fríos, que metonímicamente son los muertos y los heridos, no solo se desplazan en la enunciación, sino en la materialidad de la narrativa:
Llamaban helados a los muertos. Al empezar, las patrullas los llevaban hasta la enfermería del hospital del pueblo; después se acostumbraron a dejarlos. Iban por las líneas, desarmados, llevando una bandera blanca con cruz roja, cargando fríos. Fríoseran los que se habían herido o fracturado un hueso y casi siempre se les congelaba una mano o un pie. (Fogwill, 2021, p. 11)
El desplazamiento de la enunciación recorre toda la novela. En el capítulo 5, el olor de los muertos, de los helados, se hace presente en la Pichicera:
Esa pared [la de la Pichicera] daba a los bordes de la sierrita, allí donde había una cornisa de nieve y estaban enterrados los muertos. El olor de los muertos, se imaginó, era el olor de esa pared: olor a arcilla recalentada por los vahos de la estufa de coque del almacén de abajo. (Fogwill, 2021, p. 37)
En el final de la novela, la secuencia de olores vuelve a materializarse: “Sintió mareo y reconoció el olor del aire, olor a pichi, olor a vaho del socavón y olor fuerte a ceniza” (Fogwill, 2021, p. 102). El procedimiento que realiza Fogwill es desde la materialidad: fonética, oralidad y escritura se entrecruzan. Además, la intervención tipográfica es recurrente: dos puntos, comillas y signos de exclamación abundan en la novela. Los diminutivos, la ironía, el chiste y los insultos hacia los altos mandos del Ejército rechazan la hipérbole, la épica y la seriedad política del Estado: “ruidito”, “manchita” y “lucecita” son conceptos elegidos para narrar el asesinato, por parte de un pichi, de un oficial que estaba torturando a un conscripto: “… y oyeron la explosión, o el tiro: un ruidito”; “… una manchita que iba creciendo y que el hijo de puta no supo qué era”; “Pero los pichis sí entendieron y Rubione codeaba entusiasmado a García para que viera cómo la lucecita verde pegada en el gabán empezaba a crecer” (Fogwill, 2021, p. 55).
Los personajes comparten algunos chistes, anécdotas que se van intercambiando en la oscuridad del encierro subterráneo, la Pichicera, que ellos mismos han construido cavando el suelo de la isla; vienen de todas las provincias y en cada uno de ellos está ausente el lazo que constituye una identidad nacional. No hay épica ni identidad nacional, sino viveza y picardía para sobrevivir a una guerra ajena. Mientras la guerra de Malvinas transcurría, Fogwill estaba imaginando, desde la literatura, la materialidad del adentro, el barro-nieve, el hambre, el miedo. Una materialidad que interpela a la épica e identidad nacional:
Y el tipo hablaba [un coronel]. Que éramos como el ejército de San Martín. “Heroicos”, repetía. Que la batalla terminaba, que ahora se iba a ganar la guerra por otros medios, porque la guerra tenía otros medios: “La diplomacia, la contemporización”, decía, y que nosotros íbamos a volver a los arados y a las fábricas (imagínate vos las ganas de arar y fabricar que traían los negros), y que ahora, luchando, nos habíamos ganado el derecho de elegir, a votar, porque íbamos a votar (imagínate las ganas de ir a votar y de elegir entre algunos de esos hijos de puta que estaban en los ministerios con calefacción mientras abajo los negros se cagaban de frío) y que íbamos a participar de la riqueza del país, porque ahora se iba a compartir, o a “repartir”, dijo, y que ese era otro derecho que los soldados se ganaron en la guerra, y uno lo oía y pensaba: “¿Por qué no empezará él repartiendo el paraguas?”, porque la garúa finita atravesaba la tela berreta de los gabanes que habían dado, y no era un chiste venirse sano de la guerra para morir de pulmonía en un cuartel lleno de vagos que nunca vieron chiflar un misil. (Fogwill, 2021, p. 90)
La guerra de Malvinas, como episodio histórico que nos permite ver la utilización de los conceptos de patria, épica e identidad nacional, demuestra concretamente uno de los acontecimientos que puede definirse como el último recurso político de la dictadura cívico-militar del 76 para conseguir adhesiones de la sociedad. El 30 de marzo de 1982 se produjo una de las primeras grandes movilizaciones contra la dictadura. Tres días después, el 2 de abril, otra gran manifestación en apoyo a la guerra de Malvinas. Apoyo patriotero que inundó una Plaza de Mayo repleta cantando el final del Himno nacional mientras un execrable militar pregonaba “si quieren venir, que vengan, les presentaremos batalla”.
A pesar de que fueron dos manifestaciones de diferente índole, no es ilógico pensar que alguien haya estado presente en ambas. Ahí radica la eficacia del discurso simbólico de la patria y de la identidad nacional. Es capaz de unir las diferencias más radicales, conciliar al verdugo y a la víctima con tal de defender a la patria del extranjero, del otro, del intruso, del enemigo, tanto externo como interno. Defensa que siempre va a ser en beneficio de los fratricidas que jerarquizan la vida.
Esto no significa que se busque la repulsión hacia todo suelo, región o territorio en el que el individuo nació, creció y entabló relaciones. Se puede tener un gran afecto por la región en la que uno ha crecido. Se intenta, por el contrario, ser crítico cuando escuchamos discursos que pregonan un amor incondicional hacia la patria política, hacia la lógica estatal:
El Estado no es la patria; es la abstracción, la ficción metafísica, mística, política y jurídica de la patria. La gente sencilla de todos los países ama profundamente a su patria; pero este es un amor natural y real. El patriotismo del pueblo no es solo una idea, es un hecho; pero el patriotismo político, el amor al Estado, no es la expresión fiel de este hecho: es una expresión distorsionada por medio de una falsa abstracción, siempre en beneficio de una minoría explotadora. (Bakunin, 2017, p. 1)
En este sentido, las apreciaciones de Bakunin sintetizan lo que el discurso patriótico intenta invisibilizar:
Todo aquel que desee sinceramente la paz y la justicia internacional debería renunciar de una vez y para siempre a lo que se llama la gloria, el poder y la grandeza de la patria, a todos los intereses egoístas y vanos del patriotismo. (Bakunin, 2017, p. 1)
Se construye en Los pichiciegos una topología donde no hay mediatez de la lectura sino una inmediatez del lenguaje de la Pichicera. Fogwill elige el encierro para narrar la lógica del espacio. A partir de esto, se piensa los modos de sobrevivir a la guerra en “el oscuro”, en “el lugar”, como caja de resonancia. Los pichis no existen para el Ejército. Fueron dados por muertos. Son desertores. Deben esconderse de los ingleses como de los argentinos. Sueñan que la guerra pronto terminará. No les interesa quién sea el que gane, lo único a lo que aspiran es a sobrevivir y a que “se termine de una vez”, frase repetida por un pichi. Se imaginan en sus casas, con sus familias, sus amigos, sus parejas, comiendo bien, durmiendo bien. El anhelo de comodidad y de ausencia de frío, hambre y miedo crea una secuencia de verbos como “culear”, “dormir”, “bañarme”, “comer”, que construyen una imagen que niega el discurso de heroicidad que se ha querido cristalizar desde la épica estatal.
Fogwill, por lo tanto, escribe contra la opacidad de la guerra mediante una ficción calculada. Es decir, trabaja desde la farsa y la parodia construyendo una lógica de supervivencia. Desde el Estado y los medios se hablaba —se habla— con épica y triunfalismo de la guerra de Malvinas. Fogwill escribió en contrasentido: desde el encierro, el hambre, la desidia, el miedo y la picardía, tejiendo así, una literatura irreverente contra la épica estatal.
Referencias bibliográficas
Bakunin, M. (2017). “Patria y nacionalidad. El federalismo”. El viejo topo [en línea]. Fecha de consulta: 19 de abril de 2021. Disponible en: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/patria-nacionalidad-federalismo/
Barthes. R. (2014). El placer del texto y lección inaugural. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
Fogwill, R. (2021). Los pichiciegos. Buenos Aires: Alfaguara
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