Los sábados eran días de botas de cuero hechas a medida, el día de ir al campo con mi padre. Sus botas marrones con un taco de unos 8 centímetros le daban esa autoridad que, descalzo, no conseguía. El hombre era unos diez centímetros más bajo que el promedio. Mi padre solo usaba botas los sábados, el resto de la semana iba de contador.
Ir al campo en realidad era ir a la casa de la persona que le “atendía” el campo, pocas veces se metía en el tierral con su propio coche, no quería ensuciarse. Durante su acto de presencia sabático se hablaba de cuántos milímetros habían caído, la helada, los bichos, la fecha de cosecha, la salud de sus padres, todo lo que habían crecido los nietos de uno y los hijos de otros, etc. Mi padre no quería ser uno de esos que arrienda su campo y no lo vuelve a pisar más. A pesar de que eran unas pequeñas hectáreas, le gustaba enterarse de cómo iban las cosas y sostener la filiación que emanaba de forma natural, la relación económica, esa que de vez en cuando derivaba en un asado. La amistad que sentía tejer mediante sus visitas mermaban la desconfianza entre las partes.
A principios de los noventa, yo era apenas un niño sin saber si quiera qué significaba transgénico, qué querían decir O.G.M., qué significaba producir “soja”, o quién era el señor Monsanto del que tanto hablaban y se escuchaba que estaba por llegar y que traería nuevas semillas.
Estamos siendo sembrados por prácticas neoliberales, la soja tenía gran demanda internacional, las nuevas variedades transgénicas resistían herbicidas (como el glifosato). Un dominó económico comenzaba a tomar forma. Las piezas: la soja se volvía un monocultivo, la biodiversidad mermaría, los suelos se erosionarían, aumentaría la vulnerabilidad a las plagas, se necesitarían nuevos plaguicidas, los pequeños agricultores y comunidades rurales serían desplazados, se concentraría la propiedad de la tierra (en algunos casos la producción quedaría en manos de grandes corporaciones agroindustriales), las semillas tendrían patentes y serían “mejoradas” año a año para aumentar el rendimiento y soportar nuevas plagas, la tierra pediría más fertilizantes para mantener su rendimiento, el cultivo de la oleaginosa volvería a los precios en algo variable, la estabilidad financiera dependería de las fluctuaciones del mercado internacional, la cotización se desprendería de la bolsa de Chicago, los precios serían volátiles, la vida donde crecería la soja también.
Los sábados eran tardes de tiempo lento. Un tiempo que se pasaba mohíno en la casa de Don Mario y Doña Elena. Me asustaba cuando abrían la puerta de la casa y el perro negro, grande y lanudo, me saltaba encima. En esa antesala al campo se disuadía al niño tranquilo criado en un departamento. Veía animales de granja, recogía algunos huevos, jugaba solo mientras escuchaba a gente grande hablar de cosas de gente grande, recibía con felicidad los tres o cuatros caramelitos de menta cristal que la señora me regalaba, tomaba mate amargo y comía algún bizcocho o bollo que habían horneado para nosotros. Los sábados se comprimía el único momento compartido con mi papá, el de las horas de ir y volver en la camioneta. En el camino soltaba algún chiste o adivinanza como: “Pérez anda, Gil camina, quién es el tonto que no adivina”, cuando cumplí 6 años ya pude darle una respuesta correcta, me la habían enseñado en la escuela.
Cuando llegábamos a nuestra casa mi papá se sentaba en “su” sillón del living comedor estiraba las piernas y llamaba a alguna de las chicas, mis hermanas. Ellas no hacían la visita sabática, se quedaban haciendo sus tareas del colegio y cosas de la casa con mi madre. Mi padre pegaba algunos gritos sin llamar a ninguna en específico para que le quitasen las botas, con el tiempo mis hermanas aprendieron que cuando llegaba él tenían que estar prestas para brindar su servicio. Al principio tironear con fuerza del calzado y caer al suelo era un juego el que, con los años se fue haciendo una costumbre molesta. El contador devenido en terrateniente pedía que le quitásemos las botas, el paso de las horas hacía que, con la hinchazón de los pies producto de sus problemas de circulación, le quedasen encastradas. La fuerza de una sola no era suficiente, siempre terminábamos siendo varias tirando con reciedumbre para que el cuero ceñido, que hacía vacío, pudiera desprenderse.
La cosa empezó a andar mal. El “orden” armónico familiar fue desapareciendo de a poco. Las trifulcas entre mamá-papá se hicieron constantes. Todas las tardes, cuando llegaba a casa del estudio contable después de las siete y media; se lo escuchaba gruñir. Su irritación tenía que ver con el estado de la casa, con el nivel de cocción de su bife nocturno, con las horas de llegar de mis hermanas, con el desorden de mis Rastri, con cómo estaba puesto el mantel, con ver a mi madre poco arreglada, con que los vidrios estaban sucios, con la señal del cable caída, con el calor, con la falta de estabilidad económica, con el corralito, con la plata que perdieron los clientes siguiendo sus consejos financieros, con las peleas con sus hermanos por las malas inversiones. Meses después de ese diciembre, luego de un enero sin vacaciones encerrados los cinco en el departamento con aire acondicionado y un febrero de tormentas fuertes y un granizo destructivo sobre el campo que visitábamos los sábados desde sus márgenes, los estallidos nerviosos de mi padre se habían vuelto su estado de ánimo constate. Nunca entendí bien qué pasó, si fue un pico de presión, un paro o un aneurisma; pero un día de marzo mi hermana mayor lo encontró dormido en el sillón donde solía sentarse para que le quitásemos las botas.
La tensión violenta de los últimos seis meses quedó reemplazada por el alivio de la tristeza. Son tiempos de sucesión. Se reparten los bienes, las deudas se llevan otros. Mi madre, su viuda, se hace de la tierra. Se anima a ir más allá del pueblo y de la casa del señor arrendatario. Estábamos a mediados de 2003. Empezamos a instalarnos más y más dentro del campo. La casita del casco antiguo toda descalabrada y llena de murciélagos se repara. Con los años aparece la pileta, se levanta el galpón de acopio de productos químicos y semillas, así se inicia la mutación. El campo estaba transformando de mujer modosa, ama de casa, a una mujer briosa, dueña de campo. Ya no son los sábados con mi padre acercándonos a las plantaciones sino son los domingos con mi madre metiéndonos hora y pico en camino de tierra, en medio de sembradíos de soja que llegaban al infinito. Costaba decir cuando comenzaba una propiedad y cuando la otra. Para mi madre las plantas crecidas se parecían a un océano tranquilo meciéndose con el viento. Otros veían un mar de verdes. Otros, con el tiempo, verían en la soja un tsunami de pesticidas que resultaría en malformaciones, cánceres y otras yerbas. Para mi madre tener una casa en las afueras, una segunda residencia rodeada de plantaciones, a pesar de ser tóxicas le permitía confeccionar el disfraz de una vida completa con un jardín que cuidar, un perro que visitar y algún caballo que montar.
Mi madre nunca usó botas de cuero.
El primer dolor que nos dio el campo fue la muerte de “Luna”. Ella: perra mestiza, de pelo gris y ojos perlados era una bastarda hermosa de algún vecino de finca. Luna murió atropellada por mi madre una tarde en un día de semana cualquiera en el otoño de 2004. Luego de una pulverización de “producto químico” (nombre genérico con el que llamaban a la nube de gases que se rociaba desde el cielo y desde la tierra) Luna murió atropellada. Embestida por mi madre, la dueña del campo, mientras conducía vuelta a casa. La perra tuvo un rapto de “locura”. Algo la llevó a ponerse frente al coche en movimiento. Como si estuviera pidiendo a gritos que la sacaran de allí, esa tarde la perra había corrido pegada a la camioneta haciendo un trayecto de casi 20 km. La muerte de la perra es la melodía que escucho cuando alguien menciona la palabra soja sea en forma de salsa, hecha leche, aceite o harina.
Mi madre no pudo volver al campo por más de seis meses Luna fue una pérdida. Mi vieja lloró todo lo que no había llorado por mi padre y todo el dolor que mi padre le había obligado a guardarse cuando se había muerto su madre en el 86.
A lo largo de los años, después de la muerte de Luna hubo una muerte masiva de peces en el estanque cerca de la casa. Los pocos que habían, aparecieron en las orillas con un color violáceo, los encontré un domingo descomponiéndose. Las aves que se acercaban al estanque por el agua y por los peces que vivían en el agua, empezaron a verse cada vez menos. Comenzaron a llegar palomas torcazas, principales beneficiadas del grano que se desparramaba al llenar los silobolsas, se multiplicaron tan rápido como las alternativas que se usaron para exterminarlas. También se triplicaron los insectos, aparecían como una cortina de puntos negros titilantes.Bajar del coche en verano implicaba rociarse con un spray preparado de forma casera que tenía 1 parte de cipermetrina y 5 de agua.
Con los años el olor en la zona de descarte de los envases de “productos químicos” se fue haciendo nauseabundo. Al vaho mefítico solo podían soportarlo los cerdos que eran criados a un espacio reducido entre alambres de púas, basura acumulada y los restos de granos con los que se los alimentaba.
Los años fueron pasando y el campo se volvió un principio identitario, un organizador de la vida familiar, el principal sustento económico. A finales de la primera década del nuevo siglo, con el bloqueo de rutas que realizaron las patronales agrarias en Argentina en 2008 el significante campo comenzó a pesar más y más. Una nueva medida impositiva aplicaba cargas a los commodities más rentables: en especial a la soja. El resultado: 129 días de paro continuado y el desabastecimiento de los principales centros urbanos. Los sojeros no dejaban circular productos por el territorio nacional. El lock out reabrió una grieta histórica perpetrada en los orígenes nacionales, una diferencia que luego del “conflicto con el campo” fue cuarteándose más y más, como las botas de mi padre arrumbadas en el armario.
“La 125”, como se conoció al paquete de políticas públicas que el gobierno quería implementar, hizo evidente el choque entre un modelo determinado a redistribuir a través de retenciones impositivas constituidas a las ganancias de otro modelo obcecado en maximizar el provecho del suelo y explotar los recursos como le fuera posible. El debate no se daba solo en la tele o en la radio, las discusiones explotaban por cualquier lado, recuerdo que intentaba prestar atención a los argumentos y las broncas que se echaban, quería escuchar si alguno reparaba en la degradación del suelo, la contaminación del agua, la pérdida de la biodiversidad, las condiciones de vida y de trabajo en las zonas rurales y, los problemas de salud producidos por la exposición a los químicos.
Para ese entonces la incomodidad en los almuerzos familiares hacía que el aire pudiese cortarse a cuchillo, algo me recodaba al tiempo antes de que el contador terrateniente muriese. En una de esas comidas no paraba de pensar en él, que no se atrevía a poner un pie en el campo, en los sábados y nuestro silencio compartido, en sus adivinanzas y el momento de quitarle las botas. ¿Qué peleas tendríamos hoy? ¿Pelearíamos no solo por lo que se ve en la tele, sino por haber dejado de comer carne o por negarme a usar cuero?.
Mientras mastico repelido las milanesas de soja me pregunto ¿qué lugar ocuparía mi madre si él hubiese estado en esa mesa? ¿estaría disculpándose por el punto del bistec?
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