El mundo -no solamente el nuestro- está fragmentado. Sin embargo, no se cae a pedazos. Me parece que reflexionar sobre esto es una de las primeras tareas de la filosofía actual.
Cornelius Castoriadis, El mundo fragmentado
¿Veo mejor?
El Colectivo Juguetes Perdidos (2016) relata un taller que realiza con jóvenes en un barrio del conurbano bonaerense. Muestran una foto a modo de disparador: dos pibes, de espalda, en una esquina, de noche, se dan la mano como si estuvieran pasándose algo. Se pregunta a los presentes qué ven en la imagen. Los pibes contestan sin dudar “es una transa”.
El pie perfecto para que entre un moralismo progresista a preguntar si, acaso, no podría tratarse de dos amigos. Se dispara la posibilidad de disciplinar: podemos ver otra cosa en la imagen, podríamos imaginar otro escenario, ¿por qué siempre ven violencia?
Sin embargo quienes coordinan el taller esquivan el camino fácil. Se abstienen. Se apegan al realismo de los pibes. Multiplican los sentidos que traen quienes viven el territorio en lugar de sobreponer voces ajenas, por más bien intencionadas que sean. Preguntan: ¿y qué vería acá la policía?
“Una transa”.
Entonces los pibes y la policía ven lo mismo. ¿Y qué hace la policía? ¿Los detiene?
“Sí”.
¿Y quién llamó a la policía?
“Una vieja chota que está mirando por la ventana”.
Entonces los pibes, la policía y la vieja chota ven lo mismo.
Dice el colectivo en el texto: “hablar de marco perceptivo común […] resultó más productivo que insistir en que cada uno tiene una percepción diferente o que puede existir otra percepción o que hay una percepción falsa. […] Esa insistencia iba a inaugurar una especie de distribución desigual de la percepción, una jerarquía perceptiva”.
Tomando esta posición ética y política quiero pensar el momento presente y las posibles tareas que podemos sostener para que la crueldad reinante pueda quedar, al menos por instantes, entre signos de interrogación. Quizás por impotencia, por pesimismo o por preferir dar cauce a otras vías, no le exijo al pensamiento en este momento más que eso. ¿Puede pensarse un marco perceptivo común entre quienes tememos por la existencia de lo público y quienes eligen plataformas electorales que abogan por su destrucción?
La trama
Mencioné la crueldad. Se trata de la protagonista de esta trama. Si asumimos con seriedad la idea de “hablantes hablados”, si descreemos de las formulaciones que suponen ser “dueñas de sus palabras”, nos encontramos con los distintos afectos que marcan en los cuerpos los compases de una época; es ella quien ocupa el lugar de sujeto en las oraciones que circulan. Entonces debemos buscar las preguntas que la hagan hablar.
Me alejo rápidamente, casi huyendo, de la tesis de “una sociedad derechizada”. No porque no haya señales de apoyo multitudinario cada vez mayor a plataformas de derecha a nivel internacional y local. No huyo para quedar a salvo de esa realidad. Más bien huyo para no quedar a salvo. Busco una lectura que no me permita dormir tranquilo porque veo mejor. La cantidad de votos o protestas de conservadores no me dice nada cuando me pregunto por qué un pibe de 21 años o una señora de 72, que sostienen en distintos ámbitos de sus vidas acciones micropolíticas de cuidado, recurren a una voz cruel.
La tesis del engaño tampoco me deja tranquilo. Ya hace tiempo que no causa ningún efecto un análisis que suponga que “el pueblo está siendo engañado”. En primer lugar porque supone que hay quienes “no estamos engañados”, lo cual, llevado hasta las ultimas consecuencias no puede sostenerse en algo más que una expresión de deseo de que haya una verdad última. En segundo lugar porque no responde a situaciones en las que la crueldad habla de manera explícita a sus víctimas y aún así se la elige. Deleuze y Guattari (2013) lo formularon de esta manera: “Nunca Reich fue mejor pensador que cuando rehúsa invocar un desconocimiento o una ilusión de las masas para explicar el fascismo, y cuando pide una explicación a partir del deseo, en términos de deseo: no, las masas no fueron engañadas, ellas desearon el fascismo en determinado momento, en determinadas circunstancias, y esto es lo que precisa explicación, esta perversión del deseo gregario”. Si escuchamos a quienes dicen “no queremos más lo público” y respondemos “seguramente no saben lo que están diciendo” o “lo dicen pero no lo creen”, solo logramos la tranquilidad de asegurarnos un lugar superior. Nuestra convicción poco tendrá que ver con esas vidas.
En relación con el engaño, sí creo que aún es una tarea importante indagar profundamente en los efectos de la comunicación en las redes sociales, la forma en que se realizan recortes de 30 segundos que parecen cerrar sentidos, las consecuencias de la inmersión de discusiones políticas en formatos cómicos como los memes y, específicamente, el peligro de los algoritmos que generan nichos entre “quienes consumen parecido”, haciendo de la otredad una galaxia lejana con símbolos desconocidos y por ello una amenaza leída en los viejos términos de “bárbaros”: aquellos que carecen de un lenguaje comprensible. Pero esta tarea pendiente debe apuntar a todo el espectro político y la ciudadanía en general.
Artículos mucho más interesantes y menos dogmáticos aparecen en estos días insistiendo en no deshacerse de la responsabilidad conjunta de este escenario. Se habla de pensar por qué hay “voto bronca”, las razones que llevan a tener bronca, la lógica que asiste a quienes no han visto en los últimos años más que un deterioro en su poder adquisitivo, en la cantidad de trabajos que tienen que sostener en simultáneo, la imposibilidad de acceder al consumo de bienes que ahora deben considerarse lujos, etc. También se habla de la ineficiencia del sector político para plantear, hace mucho tiempo, un horizonte de felicidad y no sólo un camino de sufrimiento y sacrificio.
Quizás esté más cerca de algunas de estas últimas lecturas, pero aún siento sabor a poco. Cuando llega el momento de proponer algo ante este análisis se suele recurrir a ideas como ir a disputar el voto contando lo que está en juego, lo que se va a perder, informando sobre los peligros venideros. No estoy en desacuerdo. Pero algo falta. Esta “información” aún supone que el problema está, por ende, en la des-información; sin embargo sigo viendo cómo se elige explícitamente la boleta que dice “no más universidad pública”. También sigo escuchando en la universidad pública “no venimos a hacer política”. Y si ambos discursos se cruzan en un mismo cuerpo, entonces no se trata de hacer llegar información. Se trata de preguntar qué trama vive en ese cuerpo para hacer hablar dos realidades tan distintas como si fueran un único monólogo.
¡Ay dolor!
Retomando la experiencia del Colectivo Juguetes Perdidos, si algo nos enseña este presente es la posibilidad y necesidad de encontrar un marco perceptivo común: entre quienes temen por el derrumbe de lo público y quienes sienten esperanza por encontrar una salida a la precariedad en un discurso mesiánico destructor, existe un acuerdo tácito en que la existencia, tal cual la vivimos, genera miedo, y que de ese miedo se desprenden dolores que aún no encuentran palabras suficientes para ser nombrados.
Aunque suene como una obviedad, es necesario señalarlo y subrayarlo: hay dolor. Hace tiempo que hay dolor. Que el dolor se traduzca en bronca me parece, al momento, secundario.
Quizás igual de obvio (al menos en mis círculos cercanos) es el hecho de que quienes gestionan desde distintos niveles la política no han llegado a ese dolor. Sea porque la tarea de llegar a la intimidad del dolor es compleja, por ineficiencia del Estado, por la precarización que azota lo público, por políticas directamente contrarias a los intereses que ayudarían de alguna manera a sobrellevar ese dolor. Lo que queda en evidencia es que hay dolor, y que allí no se llegó. Agregando a esto, tampoco parece que la disputa por quién conduzca el Estado resuelva la cuestión de la llegada al dolor. No creo en absoluto que sea indiferente quién lo haga, ni creo que una forma de conducir el Estado no puede propiciar o por el contrario obstaculizar a esa búsqueda. Pero con eso no alcanza, y es ese margen el que creo que hay que rescatar para pensar algún futuro posible.
Quizás por pura impotencia me desligo entonces en este escrito de hacer un análisis electoral. Me rehúso a dar por perdida esa batalla, pero centrarme en ella no me ayuda a pensar qué hacer con el dolor. Más bien encuentro un refugio, por más incómodo que sea, en la idea de que aún perdiendo esa batalla hay tareas pendientes.
En el pasado más reciente, una pandemia se montó sobre un antiguo aparato que opera cotidianamente, en la vigilia y en el sueño, desarmando la posibilidad de relevar el sufrimiento con otrxs. El aislamiento físico se acompañó en muchos casos por formas de aislamiento deseante. No poder hablar del dolor, no tener con quienes hablar del dolor, tuvo que haber producido también una forma particular de mirar y pensar las dolencias percibidas como ajenas. Se torna imperativo no hacer de cuenta que nada pasó y que la pandemia quedó atrás. Vivimos un período de incertidumbre, miedo y aislamiento que dejó sus marcas; el problema es que la cotidianeidad y su poder de naturalizar cualquier hecho con tal de seguir funcionando requiere que no nos detengamos en esas marcas. Sin embargo llegan constantemente bajo los nombres de cansancio, ansiedad, depresión, tristeza, encierro, etc. Como escribe Fisher en su libro Realismo Capitalista (2016): “frente a la enorme privatización de la enfermedad en los últimos treinta años, debemos preguntarnos: ¿cómo se ha vuelto aceptable que tanta gente, y en especial tanta gente joven, esté enferma? La ‘plaga de la enfermedad mental’ en las sociedades capitalistas sugiere que, más que ser el único sistema social que funciona, el capitalismo es inherentemente disfuncional, y que el costo que pagamos para que parezca funcionar bien es en efecto alto”. Que algo no funciona forma parte de lo que dice nuestro presente.
Por su parte, Dejours escribió en su libro La banalización de la injusticia social (2013): “en la actualidad, el sujeto que sufre por su relación con el trabajo se ve obligado a impedirse la expresión pública de su propio sufrimiento. Corre así el riesgo de situarse afectivamente en una posición de indisponibilidad e intolerancia frente a la emoción que activa en él la percepción del sufrimiento ajeno. […] Conduce al sujeto a aislarse frente al sufrimiento ajeno mediante una actitud de indiferencia”. Trata de ubicar como causa de la indiferencia el dolor, y aún más, el no tener con quienes doler; la individuación del dolor.
Entonces ¿Cómo colectivizar un dolor individualizado?
Contame qué nos duele
Pienso que lo más difícil en la pregunta por el dolor está en abstenernos a rechazar rápidamente a quienes ubicaríamos “en la otra vereda”. Nunca fue tan urgente y tan difícil insistir en diferenciar el fascismo macro-político de su veta deseante, micro-política. Es decir que aún detrás de discursos que abogan por la conservación de los privilegios de los segmentos mayoritarios, necesitamos preguntarnos si podemos escuchar una dolencia. No se trata de un optimismo ingenuo que supone que siempre hay que ver lo mejor en las personas, que quizás detrás de un nazi hay un trauma no resuelto, que hablando todo se soluciona y vaya uno a saber qué otros clichés de manuales de auto-ayuda. Más bien se trata de una apuesta que, como tal, puede fracasar. Apostar por sostener espacios que alojen el suficiente tiempo para que quizás aparezca alguna palabra de dolor. Si lo público tiene una función clara, creo, es justamente la de multiplicar espacios que alojen eso que se presenta como demasía, el exceso que habita vidas estalladas, para ofrecer descansos, ofrecer silencios, ofrecer con quienes sentarse. Si es lo público lo que está en peligro entonces es la lógica de lo público lo que habrá que multiplicar.
En primer lugar esta tarea requiere sincerarnos con las posibilidades y limitaciones que nuestra vitalidad nos presenta. ¿Estamos dispuestxs a escuchar a un hombre gritar sobre como las mujeres “le quieren quitar sus derechos”, con tal de apostar a que en algún momento QUIZÁS pueda emerger algo del dolor? ¿Podremos aguantar escuchar a alguien decir que “hay que matar a todos los negros de mierda”? Muchas veces la respuesta será “no”, y es necesario pronunciarla firmemente para resguardar la posibilidad de habitar otros espacios en los que quizás sí podamos estar. Se trata de una apuesta arriesgada (quizás como toda apuesta por lo minoritario), y el peligro de desgastarse prestando la escucha es grande. No se trata de escuchar para “llegar a un consenso” o para “pensar qué razones tendrá”. No pienso en términos pacifistas ni reconciliadores, ni creo que “la verdad está en algún lugar del medio” o que el dolor nos salva de responsabilidades por lo que elegimos. Tampoco creo que se trate, en esta práctica, de una tarea argumentativa ni informativa (que en todo caso podrán llegar en un segundo momento). Se trata de apostar a que al menos uno de los frentes (habrá otros igual de necesarios) sea el de no abdicar la escucha de un dolor que está por hablar. Quedarse suficiente tiempo para poder preguntar: “A pesar de todo esto, ¿qué te duele?”. Sostengo una idea transmitida por Marcelo Percia (2023): “Dar tiempo significa dar la espera, no la esperanza. Mientras la esperanza proyecta lo que desea que se cumpla, la espera asiste a una inminencia que no sabe lo que vendrá.”
Antes de bajar línea, presentarse expuestx para acompañar el dolor. Al menos para esta tarea, la urgencia de las elecciones no se puede sobreponer a la urgencia de acompañar. Si prima la escucha, quizás pueda darse un efecto también a nivel electoral. Si prima lo electoral casi definitivamente, en esa interacción, no se revierta nada y queden más dolores desamparados.
Pienso que en algún punto esta lógica es la misma que da su fundamento a la política de la ESI en las escuelas: crear espacios conversacionales en los que se busque generar preguntas, interrogar algunos sentidos cristalizados, porque se percibe que el silencio se vuelve aislamiento y el aislamiento resulta mortífero. Eso implica encontrarse con sentidos patriarcales que habitan las aulas, convocarlos. Para desarmarlos, se requiere que hablen y para que hablen, tiene que haber un oído disponible el suficiente tiempo para que puedan decir algo sobre lo que no tienen certezas.
Quizás esa sea la consecuencia más importante de esta lectura que quiero ensayar: no se puede esperar al dolor; hay que ir a buscarlo. Las experiencias más interesantes en materia de salud y educación, creo, nacen de las estrategias que exigen ir al territorio para generar la demanda, en lugar de esperar a que venga ya armada a golpear la puerta. Así, todos los espacios pueden devenir espacios de circulación del dolor. Las aulas universitarias, quizás por excelencia, pueden pensarse como espacios para compartir el dolor. Quizás no, aún, el enojo o la indignación. El dolor. La vulnerabilidad. Solicitar, como docentes, tomar unos momentos para decir que en el aula de la universidad pública, en ese momento, habla un dolor que quiere saber si hay más dolores presentes, porque su soledad lo vuelve insoportable. Militar apostando a una común fragilidad, exponiéndonos. “Militancia en la implosión es el armado de redes en medio de la precariedad, de apuestas por rejuntes que conjuren el terror anímico, espacios que vayan más allá del gueto de clones” (Colectivo Juguetes Perdidos, 2019).
Si la trama tejida durante mucho tiempo fue y es la de la crueldad, debemos preguntarnos cómo hacer hablar al dolor para señalarlo, tocarlo, compartirlo para tejer algo que no huela a muerte.
Bibliografía
Castoriadis, C. (2008). El mundo fragmentado. La Plata: Terramar.
Colectivo Juguetes Perdidos. (2016). Quién lleva la gorra: violencias, nuevos barrios, y pibes silvestres. Buenos Aires: Tinta Limón.
Colectivo Juguetes Perdidos. (2019). La sociedad ajustada. Buenos Aires: Tinta Limón.
Dejours, C. (2013). La banalización de la injusticia social. Buenos Aires: Topia.
Deleuze, G., & Guattari, F. (2013). El Anti Edipo. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Paidós.
Fisher, M. (2016). Realismo Capitalista, ¿No hay alternativa? Buenos Aires: Caja Negra.
Percia, M. (2023). Dar la acogida. En Sesiones en el naufragio: una clínica de las debilidades. Adrogué: Ediciones La Cebra.
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