Notas sobre las orillas / Tomás Pal
- Revista Adynata
- hace 4 días
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La casa Zito Lema yace escondida detrás de una empalizada de acacias, azareros y siempre verdes. A primera vista parece un castillo cuyo estilo desentona con el resto de las construcciones vecinas, pero en cuanto me acerco me doy cuenta de que se asemeja más a un granero holandés atiborrado de quebracho y el espacio adquiere otro sentido. Quizás el sello de un amor intercontinental. Regine, quien fuera su mujer, relata que en el plano original la casa tenía dos pisos en vez de tres, pero Vicente estaba empecinado en avistar el mar desde alguna habitación, así que le agregó otra planta en el ala sureste. La anécdota me devuelve la imagen de un hombre deseante y obstinado a quien hubiese querido conocer.

Son las doce en punto del mediodía. El cielo permanece inmóvil. A pesar de haber varios autos estacionados en la entrada, la casa está deshabitada. “Están todos en el mar”, exclama Regine. La inmensidad del mar, claro. Pienso si Percia será capaz de disputarle a semejante bestia su magnetismo y su esplendor. Eso es asunto suyo. Debo reconocer que me preocupa quedar atrapado en un remolino de llantos grupalistas. Son espacios que nunca habité. Y los guetos del dolor me producen un hastío insoportable. Hasta ahora me comporto más como un vecino pirómano de Marcelo que como un colega de mis compañeros. Mi desafío íntimo es mi temor a engentarme. La orilla simboliza el inicio y el fin del naufragio. Ya veré cómo salir de esta emoción atópica.
Los días venideros trabajamos desde la salida del sol hasta la medianoche. En los intervalos y los descansos camino a casa a paso ligero para medicar a mi gata de diecisiete años y mimarla lo más que puedo. Hace dos semanas sufrió una descompensación cardíaca y todo indica que se acerca el final, aunque todavía no entienda bien de qué.
Cada comida es un banquete casero preparado con esmero y alegría por un comando de compañeras. Un gesto que no pasa desapercibido. Y si bien el tiempo se entremezcla como en un sueño, cada momento tiene una densidad particular. Todo gira alrededor del grupo y nada alrededor de Percia, quien se pasea con un semblante ligero entre el tumulto, con su gorra negra dada vuelta que llama la atención. El Seminario que imparte Percia es un mantra amable que se extiende por horas sin que él muestre signos del menor esfuerzo. ¿Cuántos nombres propios caben en una sola voz? “Te robo la palabra”, me dijo ayer un paciente. “No te preocupes, que no era mía”.
La inmensidad de Marcelo descansa en gestos sutiles, mientras se jacta con orgullo, como cualquier occidental recuperado, de no haber vuelto a usar verbos copulativos desde hace más de una década. Su desdén hacia el isomorfismo retórico y el carácter sentencioso de la escritura aforística me fuerza a ocultar mi pasión por Elías Canetti. Al menos por ahora. Ahora mismo me interesa más registrar que intervenir. Me anoto en la escena tomando nota. “Dicho en voz alta, todo se vuelve excesivo enseguida”, dice Percia.
Del método, lo que pesco al cabo de unas horas, es la intención de derruir la ficción universal de la sinonimia. El matiz específico de cada palabra —miembro de una familia de palabras— es condición de posibilidad para el pensamiento y la acción. ¿En qué estará pensando la persona que se sienta a mi lado, cuando subraya un párrafo que yo pasé completamente por alto? Se enaltece la vacilación como celebración del pensamiento. Trastabillar mientras caminamos una geografía bidimensional que nadie conoce muy bien. Hablamos sobre Pirandello, sobre Paul Valery y sobre Heidegger. Los textos al servicio de los problemas que se nos presentan. Pienso en Howard Becker.

Mientras conversamos casualmente en la simpática feria editorial que montamos sobre la entrada de la casa, Marcelo cuenta que, en su opinión, el Pichón de las entrevistas del libro de Zito Lema es un invento de Vicente. Es más: una vez se lo dijo y Vicente lo mandó al demonio. Y yo no dejo de pensar cuántos de nuestros ídolos sean inventos de amigos.
Los escritos de mis colegas son dispares. Algunos me gustan más que otros, y otros no me gustan casi nada, pero eso no reviste ninguna importancia. ¿Qué sentido tiene juzgar al resto con la varilla de mis propias obsesiones? El segundo día me aguanto el llanto durante la proyección de un cortometraje que produjo una compañera sobre un grupo de mujeres que fueron víctimas de violencia obstétrica en un hospital público. Al fin soy uno más. Igual de miserable. Igual de dichoso. Franco, mi amigo y huésped estos días, me vocifera al oído una frase de Merleau-Ponty: que el cuerpo es el último punto de vista, del cual no hay punto de vista posible. Hay momentos precisos que prefiero guardarme para mí, en los que debo reprimir algunas coincidencias para mantener la compostura.
Con el tiempo a cuestas, el último día nos toca leer a la mayoría de los hombres. Alguien dirá que se trató de un gesto de caballerosidad hacia las mujeres, al estilo de un “Por favor, pase usted primero”, pero la realidad es que somos unos cobardes.
Leímos el último trabajo al filo del anochecer. Contra todo pronóstico, logramos nuestro cometido y lo celebramos saliendo a cenar al mítico Náutico de Villa Gesell.
Casi no fuimos al mar. No nos hizo falta. Vivimos nuestra propia inmensidad alrededor de la chimenea de una casa forjada con las manos de amigos y conocidos.
Como dijo Keats: un momento bello es una alegría eterna.

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