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  • Foto del escritorRevista Adynata

Perfilar la vida: de identidades y estigmas / Leandro Andrada


Días de crispación


En estos días, a través de la conmoción producida por los acontecimientos conocidos en relación al intento de magnicidio contra la vicepresidenta Cristina Fernández, la tensión y el shock fueron encontrando sosiego en los cantos de sirenas del sentido común. Medios de comunicación destellaban imágenes de lo acontecido en loop, crispando ánimos con la constante reiteración morbosa de la situación y la incertidumbre producida por no poderse comprender qué había pasado, al tiempo que aliviaban tales crispaciones con el arrullo de profesionales especialistas “psi”, ofreciendo pistas y signos que permitan armar “el rompecabezas”. ¿”Lobo solitario”? ¿”Manada”? ¿”Complot”? ¿O un “loco suelto”? Demasiadas inquietudes que las normalidades precisaban aliviar en la confección de un perfil.


Y así se fueron sucediendo las novedades. Primer allanamiento: juguetes sexuales; padre ausente; bullying de pequeño; “personalidad introvertida”; casa desordenada; preferencias sexuales “raras”; “alta necesidad de reconocimiento”; pero lo más importante (dice el periodista con tono solemne): un certificado de discapacidad. Rompecabezas completo: parece que toda aquella información fuera suficiente para deducir de ella una personalidad potencialmente “criminal”.


Segunda novedad. “El lobo no está sólo”. Tiene una pareja que es prontamente detenida. Un tío se ofrece a dar testimonio en una conocida señal de cable. Convida a las audiencias ávidas de información una serie de “piezas” para “armar”: abusos; pérdidas dolorosas; violencias sufridas; lazos familiares lábiles; “una personalidad fácil de manipular”, afirma el periodista que opinaba sobre las declaraciones del familiar. “Ahora sí podemos armar el personaje”, sentencia frente a cámara (1). Los datos biográficos son expuestos con detalle en pantallas y medios, trazando los rasgos de una rostridad monstruosa sobre la que depositar el malestar. Se asiste a la construcción de una identidad a partir de indicios aislados.


¿Acaso tener dildos, la casa desordenada, que te guste cierto tipo de práctica sexual, que no te hayas llevado bien con tus padres, que hayas sufrido “bullying”, dice algo sobre la intención de tomar un arma y querer disparar a alguien? ¿Mediante qué procesos y ejercicios de poder se llega a totalizar en una identidad la compleja multiplicidad que compone una existencia? ¿Qué prácticas de saber-poder se ponen a funcionar en tales operaciones?


Las hipótesis de Foucault más vigentes que nunca: violencias normalizadas, vestidas de saberes autorizados y sentido común crean estereotipos y condenan modos de vida más que acciones específicas.


La violencia abusiva que estalla en una acción determinada como la vivida hace unos días, es explicada por las particularidades de un modo de vida que se escapa de ciertos estándares normativos más que por el entramado discursivo y técnico en el que las sensibilidades se hacen cuerpo. El acto violento en cuestión, desde lo agitado por medios, parecería tener más que ver con rasgos particulares de la vida íntima y biográfica de una existencia, que con habitar un mundo en el que el exterminio de lo que se rechaza se vuelve verosímil y la crispación es un afecto corriente; invocado a cada instante a través de medios y redes sociales.


Entre la patologización y la criminalización; entre la sexualidad “normal” y la “perversión”; desde saberes disciplinarios, se traman particulares anudamientos entre sexualidad, locura y peligro.


¿Acaso estos discursos de normalización no son también “discursos de odio”?



Recapitulando genealogías: anormalidad y estigma


Primero, convendría recordar que, según Michel Foucault (1975), las categorías de normalidad y anormalidad son constructos histórico-sociales de no tan larga data. Desde el siglo XVIII, la figura que antaño se conocía como el monstruo, en tanto “extrañeza de la naturaleza” que por no poder ser comprendida se volvía “abominable” a los ojos del mundo social a la cual se presentaba, se desliza en una nueva figura que emerge en la modernidad occidental, en los albores del capitalismo en auge, acuñada por las disciplinas: el anormal. Algo de lo “abominable” continúa presente en la misma, afirma Foucault, aunque se agrega un nuevo componente: a estas existencias que órdenes disciplinarios construyen como “anormalidades”, además de concebírselas con cierto rechazo o recelo, se las trata como vidas que precisan ser corregidas.


Una de las novedades que introducen las disciplinas que proliferan desde el siglo XVIII hasta estos días (medicina, biología, psiquiatría, psicología, entre otras) es la noción de norma, comprendida como vara de medida que opera en tanto ideal regulatorio sobre los cuerpos, dictando cómo “debe ser “ la vida. Género, raza, capacidad, androcentrismo, son algunas de las normas que podrían mencionarse como marcos de inteligibilidad a partir de los cuales las sensibilidades son leídas y producidas en cierta época. Modelos “ideales” a los que los cuerpos “deben” ajustarse para ser reconocidos y valorados socialmente.


Desde el siglo XIX, a partir de la psicopatologización de la vida cotidiana impartida por la psiquiatría primero, y por el psicoanálisis después, se fue tramando desde saberes disciplinarios, cierto anudamiento causal entre “sexualidad” y “enfermedad”. Las prácticas eróticas pasaron a ser una preocupación del saber científico, y comenzó a volverse blanco de sospechas, recelos, exaltaciones, excitaciones; los discursos sobre la sexualidad se multiplicaron. Sexualidad y enfermedad quedaron ligadas disciplinariamente, y a través de esta ligazón, pudo ser sostenido un exhaustivo régimen de control y normalización sobre los cuerpos.


Histerización de las corporalidades feminizadas; pedagogización de la sexualidad infantil; incitación a la pareja monogámica, heterosexual que busca reproducirse; patologización de los placeres “inútiles”, es decir, no codificados en la finalidad reproductiva que el mundo capitalista precisaba para ver crecer sus poblaciones; todas ellas son algunas de la operaciones que hacen a lo que Foucault nombró como dispositivo de sexualidad.


Algo novedoso que para Foucault fue introducido a partir de la modernidad: hacer de las prácticas eróticas una identidad. No es que antes de la modernidad no hubieran prácticas sexuales de las más diversas o no existiera la experiencia de la sinrazón, sólo que es a partir de la modernidad y las distintas disciplinas que aquellas experiencias van a ser construidas desde ciertos órdenes discursivos en términos de identidades que pasarán a totalizar lo inconmensurable, inherente a la composición de una existencia, en una definición prescriptiva. La identidad, además de totalizar una vida, le prescribe cómo “debe” actuar, comportarse, pensar, desear, vivir, y es la máscara desde la cuál se entrará en el juego del reconocimiento social.


Erving Goffman (1963), en su libro “Estigma”, comenta que esa expresión refiere a las marcas que, en la Antigua Grecia, se les hacían a aquellas existencias que habían cometido alguna infracción. A partir de esas marcas en el cuerpo, estas vidas “abyectas” serían reconocidas y señaladas a partir de las mismas. El modo de presentación y trato social quedaría determinado por la identidad construida por el estigma.


Mientras el extraño está presente ante nosotros, puede demostrar ser dueño de un atributo que lo vuelve diferente a los demás (...) y lo convierte en alguien menos apetecible (en casos extremos, en una persona casi enteramente malvada, peligrosa o débil). De ese modo, dejamos de verlo como una persona total y corriente, para reducirlo a un ser inficionado y menospreciado. Un atributo de esa naturaleza es un estigma (...)”. (Goffman, 1963)


Un sólo rasgo por fuera de lo que es construido como “normal” desde los regímenes disciplinarios alcanza para que se arme una identidad que transforme una existencia en una experiencia abyecta, menospreciada, blanco de violencia; vida a la que es menester corregir.


Perfilar la vida, desde los valores más “nobles” y las imposturas más doctas del saber; en nombre de “defender la sociedad”, el afán clasificatorio encuentra las razones más “valoradas” para construir los muros de espacios de encierro y diseñar las formas más variadas de exterminio de todo modo de vida que no se adecue a la norma.


La banalidad del mal: “terroríficamente normal”.


En 1963, Hannah Arendt es consultada para cubrir el juicio a Adolf Eichmann, uno de los responsables máximos en la organización logística de los campos de exterminio del nazismo. La cobertura de ese juicio fue publicada con el título: “Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal”. Una de las tesis que ese estudio presentó es que Eichmann no se trataba de “un monstruo”, sino que, lo que sorprendía era su discurso “terriblemente normal”. El acusado se presentaba como un “señor creyente”; padre de familia; de valores “elevados” y un sentido de la “responsabilidad” que le impedían desobedecer lo que una autoridad le estaba demandando. Debía “cumplir” con la tarea encomendada. Lo sorprendente, es que el horror más extremo pudiera encontrar justificaciones en los argumentos más banales, cotidianos, e incluso, bien valorados socialmente. Eichmann no era un monstruo, sino alguien que cumplía eficientemente con su trabajo; incapaz de desobedecer a un jefe; con un gran sentido de la responsabilidad, es decir, todo un ciudadano de bien.


La cantidad de especialistas, psicólogos forenses, psiquiatras, periodistas, que se han pasado largo rato en pantallas o publicando artículos en distintos periódicos de gran alcance, intentando espectacularizar la construcción de un perfil, con el dramatismo de una serie de suspenso mal hecha, van contribuyendo (sabiéndolo o no) a una racionalidad extremadamente moralizante y normalizadora, que termina juzgando y criminalizando modos de vida, más que repudiando o diciendo algo de una acción específica.


Apelando a la voracidad morbosa espectadora, anhelante de darse un “buen saque” de información que confirme el mundo que habita, estos portavoces del sentido común recitan sus guiones armando una mezcla de rasgos biográficos; tramando gustos, placeres, tristezas, sufrimientos, en una narrativa que pareciera concluir una explicación de toda violencia relacionada a una forma de vida específica, generalmente, no adecuada a modelos normativos dominantes. De este modo, toda existencia que habite una vida no neurotípica; o que sostenga placeres fuera de lo que las pedagogías sexoafectivas instituyen como “habitual”; o que no ingrese en los circuitos de sociabilidad amiguera y familiarista establecida en el mundo occidental moderno en el que vivimos, inmediatamente va a quedar enmarcada como una anormalidad, y en tanto tal, ligada a cierta atmósfera de peligrosidad.


Tristezas, placeres, encuentros, decepciones, tensiones, todas afectaciones presentes en la vida, son pasadas por el tamiz de una identidad que parecería poder explicar y confirmar el estereotipo de peligrosidad que este mundo precisa para persistir tal cual es.


Resulta más fácil pensar que si alguien comete una acción abusiva, violenta, avasallante sobre otra existencia, se trata de un rasgo “personal”, “individual”, explicable a través de la “propia” biografía, en lugar de problematizar qué discursos; qué horizonte de sentido; qué prácticas y tecnologías van tramando y tallando esas sensibilidades. Poner el asunto en términos individuales evita la pregunta por los modos de vivir que lo histórico configura, y obtura cualquier posibilidad de transformación de lo existente.


Para quienes nos preguntamos por la clínica, resulta imprescindible revisar las categorías con las que pensamos; los saberes que nos formaron; las moralizaciones que sostenemos en envoltorios de “buenas intenciones” y deseos de “ayudar”. Es menester desactivar microfascismos que parasitan los modos ya instituidos de pensar la práctica clínica y la vida para no terminar operando, cual burócratas dóciles, las violencias más atroces, argumentadas en la devoción por cierto dogma teórico o saber entronizado.


Recordatorio final: Se precisa dejar de equiparar “locura” con “peligrosidad” y “violencia”. Los actos más horrorosos de la historia encontraron las justificaciones más razonadas en los argumentos y discursos más “coherentes” y “nobles”.



Notas:


1. Las referencias aquí mencionadas han sido tomadas de diferentes medios de comunicación, en particular, de La Nación + y A24. Puede consultarse un artículo de María Nöllmann titulado “La trágica historia de Brenda, la novia del agresor de Cristina: abuso, mentiras y la muerte de un hijo”, en la página de La Nación. Ese artículo va acompañado de un video del cuál se extrajeron algunas de las frases mencionadas en este texto.




Bibliografía:


Foucault, M. (1975) “Historia de la sexualidad, Vol. I: La voluntad de saber”. Siglo XXI Editores. Buenos Aires, 2008.


—-------------- (1999) “Los anormales. Curso en el College de France (1974-1975)”. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 2000.


Goffman, E. (1963) “Estigma: la identidad deteriorada”. Amorrortu Editores. Buenos Aires, 2015.



Allan Kaprow - Doble página con un texto en plata - Páginas 100 y 101 de "la vida por un céntimo" - 1964

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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