Lo que nos pasa excede lo que podemos decir. Demasías no terminan de expresarse. Se sienten como aturdimiento, confusión, excitación.
Ante lo impensado, ante lo inefable, ante lo inasible, ante lo indesignable, ante lo inconcebible, ante lo imponderable, ante lo ininteligible, ante lo impronunciable, revolviendo cenizas: presentimos silencios.
Se recuerda la proposición de Wittgenstein (1921) que dice: “De lo que no se puede hablar, hay que callar”.
Sin embargo, cuando se está sufriendo (y no se puede hablar) no se elige callar, se calla porque no se puede otra cosa. Otras veces, de lo que no se puede hablar, se habla y se habla para aliviar esa imposibilidad, para compartir ese no poder.
Entre las ironías y citas apócrifas de Borges se recuerda ésta: “No hables al menos que puedas mejorar el silencio”.
Pero el silencio no solicita que se lo mejore, solo necesita que se lo respete.
Silencios agradecen elocuencias calladas que planean en el aire.
Cuando la vida se resiste a que se la nombre, hacen bien las palabras en abstenerse.
Habitamos un mundo hecho de palabras.
La vida puede prescindir de los nombres, pero los vocablos necesitan de la vida.
Cercanías acontecen entre silencios. A veces, interrumpidos por la pregunta: “¿En qué estás pensando?”.
Acciones clínicas se plantan como apuestas decididas sobre un fondo de indecisión.
La firmeza de esas decisiones consiste en la vacilación: un temblor que sobreviene tras cada decisión.
Cada intervención (decir y no decir, hacer y dejar de hacer) supone un riesgo y una espera.
Riesgos conocen experiencias, discusiones, lecturas; esperas olfatean abismos.
¿Cómo calcular riesgos, sabiendo la vida incalculable?
En los silenciosos pliegues de una decisión se guarecen las dudas.
Las apuestas no se pierden, se inician continuamente.
Hay silencios que no merecen llamarse silencio. No lo merecen los ahogos en los interrogatorios. Ni las intimidaciones, presiones, demandas, que exigen confesiones.
Expectaciones y preguntas clínicas traman relaciones delicadas con el silencio.
Muchas veces el silencio agradece la sola espera.
Poderes silencian, urgencias atoran palabras.
El psicoanálisis sostiene un necesario pasaje por el silencio: por la vida desnuda, desamparada, cruda. Un común silencio desprendido de las arrogancias de todas las hablas, de sus ruidos y chirridos quejosos.
Bion observa que grupos clínicos reaccionan con hostilidad ante la ausencia de conducción.
La privación de una palabra salvadora desencadena ansiedades que arrasan. Esa prescindencia desata defensas fanáticas que alucinan amores incondicionales, malicias vengativas, poderes protectores.
Fantasías concertadas en común tratan de evitar vértigos de las soledades: en el silencio parpadean enigmas irresolubles de la vida.
Siempre habrá otros modos de estar en lo que nos pasa. Otros movimientos que alojen, suavicen, pacifiquen.
Sin embargo, por momentos, demasías inundan y no se sabe qué hacer.
Terrores que inmovilizan se enquistan en lo pasajero.
Se habla, se habla, se habla, hasta que se hace silencio. No porque no se tenga ya nada por decir, sino porque el decir necesita descansar no diciendo nada.
El silencio no se hace, se vuelve al silencio.
El silencio está antes, durante, después de lo que se está diciendo.
Esa silenciosa espera que no espera nada se insinúa en el (indiferente) transcurrir del tiempo.
La ansiedad de decirlo todo encalla cuando se da cuenta de que nunca se alcanza a nombrar lo que nos pasa.
La ansiedad por decirlo todo siente el silencio como baldío yermo e inhóspito. Como muro contra el que chocan nerviosismos.
Hay silencios que sobrevienen como fatiga de las palabras. Silencios que envuelven lo vivo y cobijan existencias que hablan.
Entre los muchos silencios se conoce el que se vive como un horror secreto. El de la injuria alucinada. El del odio que delira. El silencio de la hostilidad. El silencio gobernado por voces que humillan. Condenan, ordenan dañar o dañarse. Silencio que sostiene que la vida no tiene sentido e invita a la muerte.
Nadie quisiera estar en un silencio así.
El sentido común persuade de que la vida no tiene sentido o que no vale vivir si no se consigue tal o cual cosa.
La vida no tiene sentido, dirección, meta. No sabe de logros, hazañas, derrotas. Tampoco tiene que hacerse valer.
La vida -sin por qué ni para qué- solo persevera en vivir.
Desesperanzas que no le encuentran sentido a la vida, padecen la enfermedad de la esperanza o la enfermedad del reconocimiento, el triunfo, el aplauso o como se llame.
El sentido, ese pulso secreto de lo vivo, se mece en una calma anterior a las lenguas. Pero, cuando se está sufriendo, eso no se sabe ni importa.
El silencio precede a la vida, y solo silencio quedará tras el último estruendo.
Emociones no solo se reducen a lo que estamos sintiendo ahora. Emociones acarrean historias, coagulan memorias no personales.
Un día nos damos cuenta de que los pensamientos hablan solos. Los discursos siguen órdenes y voluntades no personales. Ejecutan críticas, sentencias, ocurrencias, cautelas, desquicias.
A veces, se los escucha decir: "No te preocupes, todo va a estar bien. No temas, te van a seguir queriendo”.
Esa secreta amabilidad serena y sosiega.
Hablas del poder consignan, seducen, adulan, extorsionan, expulsan.
La sola amabilidad que no manda ni persuade, esa, da serenidad y sosiego.
Se comienza hablando en sesión con quien obra de analista hasta que de pronto se hace audible un persistente silencio: un horizonte acústico en el que rebotan amplificadas las preguntas sobre aquello que nos pasa.
Idea Vilariño (1950) prueba reír y llorar, estar sin llanto y sin risa, saber el tiempo: el paso de la vida.
Escribe “Todo es muy simple mucho / más simple y sin embargo / aún así hay momentos / en que es demasiado para mí / en que no entiendo / y no sé si reírme a / carcajadas / o si llorar de miedo / o estarme aquí sin llanto / sin risas / en silencio / asumiendo mi vida / mi tránsito / mi tiempo”.
Tal vez se trate solo de estarse en silencio y, así, en la vida, en el tránsito, en el tiempo. Sin posesivos, sumida en un silencio impersonal e impropio.
Se conoce el instante orgánico de la angustia: cuando se enhebra en un cuerpo que duele.
Transitamos superficies repletas de pisadas superpuestas.
Una confusión de marcas.
Sobre esos signos enmudecidos, andamos.
Emociones estampadas bajo nuestros pies preceden todas las marchas.
Tal vez por eso escribe Rodolfo Kusch (1979) “Vivir en suma es poner el pie en la huella del diablo”.
Cierto: en el rastro del mal cabe tanto el pie que se subleva como la bota que aplasta.
No depende solo de cómo se mire. Pasos que damos tienen consecuencias: algunos dañan la vida, otros la alegran.
Ensayamos lecturas verosímiles sobre lo que está pasando que tratan de no ceñir a la vida en estrechas interpretaciones.
Se comunican conjeturas clínicas creyendo más en las precauciones: “Disculpe que me meta en cómo está viviendo. Esto que estoy por decir tal vez no corresponda con lo que le está pasando. Incluso tendríamos que pensarlo con más cuidado”.
Cautelas clínicas importan más que las imprudencias pronunciadas.
Una conjetura, la más lograda de todas, funciona como una flor arrancada de una exuberante planta: al poco tiempo, desfallece en un florero.
Qué bien lo dice Horacio González (2019): “Comprender es nuestro ejercicio, nuestro problema y nuestra modesta desesperación diaria”.
La labor clínica consiste en aprender a vacilar. En saber estar junto a lo incomprensible.
A veces, ante una vida angustiada, se guarda silencio porque no se sabe qué decir. Se quisiera expresar algo que alivie, que acompañe, que esclarezca, que ayude a pensar. Pero no se nos ocurre nada. Entonces, se está ahí, en espera, aunque la impaciencia nos respire en la nuca.
La expresión guardar silencio no tiene solo que entenderse como abstenerse de hablar, se trata de cuidar el silencio como secreto mudo de la vida.
“Escuchar bien, a eso llamo callarme”, escribe Beckett (1953) en el Innombrable.
Borges (1960) recuerda una idea de Coleridge que ayuda a pensar secretos estupores nocturnos “…no sentimos horror porque nos oprime una esfinge, soñamos una esfinge para explicar el horror que sentimos”.
Sentimos, pero no sabemos qué.
En tiempos que arrecian, se necesitan nombres e imágenes que rescaten emociones del silencio.
Si no: eso que no se sabe estrecha la vida hasta hacerle faltar el aire.
Un poema de Alejandra Pizarnik que se llama La palabra que sana dice:
“Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa”.
El lenguaje desentierra mundos imaginándolos. El silencio carece de forma y no tiene lugar. Nos llegan las formas como ángeles caídos. El mar no se muestra furioso, ni siquiera se muestra. El mar solo está. Está sin pretensión de existencia. Ni calmo ni furioso. Constelando con la luz y con el tiempo, con la luna y los vientos. Copulando con gravitaciones invisibles.
Hay una palabra que sana, no cualquiera.
No se llega a contar ni percibir la intimidad de un dolor, aunque se lo acaricie, se lo escuche, se lo sepa.
Ese dolor incomunicable, ese último silencio, se llama soledad.
Se podría distinguir soledad de desolación.
Desolaciones se presentan como ruinas del ánimo. Como tristezas heridas que se apartan, se retiran, se exilian.
Desolaciones no se cobijan en silencios de las soledades, callan porque les estalla en el pecho la opresión de cercanías que duelen.
Aunque permanezcamos enmudecidos, en este momento de arrasamiento y común indignación, dan ganas de gritar: "¡Basta...que no se muera nadie más!
No se conoce abrazo más duradero que el de un común silencio cuando lentas paladas de tierra cubren un cuerpo sin vida.
Tal vez un día transformen todas las palabras en mercancías, pero con los silencios no van a poder.
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