Fragmentos que se iniciaron como esquirlas de miedo, de a poco, comienzan a sentirse como esquirlas del odio.
El miedo macerado, ¿deviene aversión? No, el odio estaba desde el principio denigrando y hostigando un ideal de cuidado sin distinciones ni desigualdades.
Una ética del cuidado se inclina sobre una soledad para averiguar qué le está pasando.
Realiza una clínica del cada vez que practica la detención, la demora, la pausa.
Emergencias sanitarias necesitan protocolos: economía de acciones programadas, pautas establecidas a partir de lo ya sabido, listados de recomendaciones razonadas.
Mientras el protocolo sanitario da respuestas, una ética del cuidado da tiempo.
Mientras el protocolo sanitario da esperanzas, una ética del cuidado da la espera.
Mientras el protocolo sanitario da la voz autorizada que evita indecisiones, una ética del cuidado da el silencio que necesita la angustia.
Mientras el protocolo sanitario formula consignas, una ética del cuidado da aire cuando el latido de una palabra se apaga.
Una ética del cuidado hace respiración boca a boca a las palabras, a cualquier palabra, aunque se trate de vocablos que no signifiquen nada.
Gusta a la vida que la sorprenda una intención bella.
Tal vez considera bella una forma que no la ciña, no la aquiete, no la sepa.
Dos años antes de la pandemia, el tres de enero de dos mil dieciocho, una respuesta por tuit de Trump pone al desnudo el aciago comienzo del siglo veintiuno.
“El líder norcoreano, Kim Jong-un, acaba de afirmar que el botón nuclear está en su escritorio en todo momento. ¿Alguien de su régimen agotado y hambriento de comida le informará que yo también tengo un Botón Nuclear, pero es mucho más grande y más poderoso que el suyo, y mi Botón funciona?”.
Reconforta encontrar un castillo de arena que pudo sobrevivir un día.
Una perseverancia permeable a las infatigables disuasiones del mar.
En momentos de peligro, cuando no se sabe qué hacer ni hacia dónde disparar, se necesita saber en qué o en quién confiar.
Mientras la fe -como se dice- es ciega, la confianza se decide por una opción que sabe falible.
En Hablemos sin saber (segmento de Peligro, sin codificar) pintorescos expertos -con explicaciones divertidas- parodiaban el sentido común sobre un tema. En uno de los episodios, se debatió por qué Messi no rendía en la selección nacional. Uno de los panelistas razonó que eso se correspondía con el número que llevaba en la espalda; recordó que el futbolista jugaba en el Barcelona y concluyó en que era obvio que diez euros no rendían lo mismo que diez pesos. Mientras otro, que decía que el problema residía en que no estaba jugando en su posición, aseveraba: “¡Messi es arquero!”.
Hoy la televisión reproduce el esquema en forma macabra: argumentos caprichosos sobre las cuarentenas y las vacunas asumen la dolorosa forma de Matemos sin saber.
Wittgenstein (1921) finaliza el Tractatus logico-philosophicus con una proposición precisa y enigmática: “De lo que no se puede hablar, mejor callar”.
La puntuación se puede leer como recomendación a abstenerse de perorar de lo que no se sabe.
También como llamado a un común silencio, para decidir una palabra que no haga daño.
No conviene que la fuerza de una justa rabia se pierda consumida por odios y resentimientos.
Una rabia alcanza la cualidad de justa cuando se libera del deseo de dañar: cuando enardece celebrando la vida.
Un rostro de miedo refleja todos los miedos. Un fastidio, todos los fastidios. Una soledad, todas las soledades. Una gratitud, las gratitudes.
Cada rostro concentra gestos enlentecidos por el tiempo. Se ofrece como delicada maqueta de un paisaje o tormenta sentimental.
Se extrañan los rostros, aunque la voz y algunas imágenes trabajen más para evocarlos.
Una enseñanza del dolor: la espera de un tiempo sin dolor.
Tres sensibilidades se disputan estos tiempos: las del miedo, las de la indiferencia, las del odio.
Una civilización que contabiliza muertes e infecciones todos los días en pantalla (a la vez que ostenta desigualdades) alimenta miedos, indiferencias, odios.
Aunque, a veces, un común rabiar hace del miedo, la indiferencia, el odio, motivos de lucha y resistencia.
Se recuerda Diarios del odio, una instalación realizada por Roberto Jacoby en 2014. Registra comentarios agresivos enviados a los diarios digitales más leídos en el país. Transcribe, con carbonillas, esas ofensas en las paredes de una sala.
La simultánea precipitación de esas violencias apabulla. Lo odiado se designa como basura, excremento, peligrosidad infecta, extrañeza degradada.
Injurias manuscritas en un muro con un carbón vegetal. Rudimentarios trazos de insultos anónimos que puede borrar una lluvia.
Sensibilidades del odio, aterrorizadas, pueden suicidarse creyendo que se están salvando.
Crueldades ofuscadas destrozan otras existencias. Las reducen a carnes apetecibles o putrefactas, osamentas sin sentimientos o portadoras de emocionalidades despreciables.
Crueldades se ensañan con las debilidades, ¿necesitan vejarlas?, ¿temen reconocerse en la endeblez?
Ni la hostilidad ni la aguerrida defensa. Se necesita aprender a guarecerse en una común intemperie.
Una enseñanza del tiempo: hay momentos que solicitan sabiduría. Una práctica de la curiosidad que se pregunta cómo morar en circunstancias nunca antes vividas.
Audre Lorde (1983) propone un habla de la ira no subsumida en el odio. Un común rabiar que proteja del resentimiento.
Escribe: “Ira: pasión nacida del descontento que puede ser excesiva o inoportuna pero no necesariamente dañina. Odio: hábito emocional o actitud mental en los que a la aversión se une la voluntad de hacer daño. La ira, si se emplea, no destruye. El odio sí”. A lo que agrega enseguida: “…el odio es desear la muerte de lo odiado y no deseo de que cobre vida algo nuevo”.
Nombrar, nombrar, nombrar: decir la vida hasta llegar a saberla sin necesidad de las palabras.
Se trata de impedirse dañar como acto de gratitud con la vida.
Aunque la vida no necesita gratitudes.
La vida se da o no se da, sin intenciones.
Saber la muerte complica las cosas.
Quizás el odio desea la muerte para no saberla. Quizás la crueldad hace sufrir a la vida para desafiarla. Quizás el miedo se le somete para apaciguarla.
Soledades dispersas olfatean la fatalidad.
A veces, una común asistencia recorre en silencio los naufragios, abriga callando.
Relata Audre Lorde (1983): “La línea de metro de Harlem. Me agarro a la manga de mi madre, ella va cargada de bolsas, el peso de las Navidades. Olor húmedo de las ropas invernales, el vagón pega bandazos. Mi madre avista un sitio casi libre, empuja hacia él mi pequeño cuerpo enfundado en ropa para la nieve. A un lado tengo a un hombre que lee el periódico. Al otro lado, una mujer con sombrero de piel me mira fijamente. Sus labios se tuercen mientras me observa, luego baja su mirada, arrastrando la mía. Su mano enfundada en cuero tira de la zona donde se tocan mis pantalones azules nuevos y su elegante abrigo de piel. Con un movimiento brusco, se acerca el abrigo al cuerpo. Miro con atención. No veo esa cosa horrible que ella ve en el asiento, entre nosotras… una cucaracha, probablemente. Pero me ha contagiado su espanto. Por la manera en que me mira, deduzco que ha de ser algo muy malo, así que yo también tiro de mi anorak para retirarlo de allí. Levanto la vista y veo que la mujer continúa mirándome fijamente, con las fosas nasales y los ojos muy dilatados. Y de pronto me doy cuenta de que no hay ningún bicho arrastrándose entre nosotras; a quien no quiere que toque su abrigo es a mí. Las pieles me rozan la cara cuando la mujer se levanta recorrida por un escalofrío y se agarra a un asidero mientras el tren acelera. Reacciono como cualquier niña nacida y criada en la ciudad de Nueva York: me apresuro a hacerme a un lado para hacerle sitio a mi madre. No se ha pronunciado ni una sola palabra. Me da miedo decirle cualquier cosa a mi madre porque no sé qué he hecho. Dirijo una mirada furtiva a los costados de mis pantalones. ¿Tendrán algo raro? Está pasando algo que no comprendo, pero nunca lo olvidaré. Sus ojos. Las fosas nasales dilatadas. El odio”.
Una mirada de desprecio o de lasciva violencia se siente como dolor punzante en el pecho, en la garganta, en el sexo. Pero, si eso que arrasa no puede nombrarse en un común sentir, ese dolor deviene sufrimiento, pánico, escarcha, necrosis de lo sentido.
Escribe Audre Lorde: “A veces tengo la sensación de que si experimentara todo el odio colectivo que han dirigido en mi contra por ser una mujer Negra, si tomara conciencia de sus implicaciones, esa carga desolada y espantosa me mataría”.
¿Un común rabiar salva vidas?
Muchas veces dolores sentidos que no pueden nombrarse, no pueden decirse, no pueden saberse, se reviven, una y otra vez, encriptados en una intensidad sin fondo. Sin contornos ni superficies.
Toda experiencia resulta fallida e incompleta. Siempre queda algo impensado. Una impresión muda. Una percepción incisiva de no se sabe qué.
Tener experiencia no consiste en saber lo vivido. Tiene más relación con no rechazar lo inesperado, lo desconcertante, lo intraducible.
Una experiencia no se completa poniéndole palabras y compartiendo su relato. Una experiencia reside en la recepción de lo incompleto: el pasmo sin terminar de lo vivo.
Los nombres que damos a las cosas, sin embargo, afincan recuerdos. Asisten afectos que vagan despedazados. Pero, algo permanece sin decirse ni nombrarse.
Una experiencia no se completa, se cierra con sentidos que la reducen, simplifican, etiquetan.
No se pueden alojar todos sentimientos que asedian sensibilidades que hablan. Se apela a membranas protectoras, tamices, selecciones. A veces, cuando no se sabe qué hacer se imitan gestos sentimentales que actúan vidas queridas, admiradas o solo accidentalmente cercanas.
Difícil decidir por qué dejarse afectar y por qué no. Las afecciones arrasan y las decisiones llegan tarde o no llegan nunca. Hacerse de una personalidad (tomando algo de aquí y de allá) ayuda a llevar la vida.
Si la modernidad europea se organiza alrededor del dilema ser o no ser, estos tiempos se debaten entre la opción cuidar o dañar.
Pero las disyuntivas adolecen ansiedades conclusivas: ahogan o expulsan preguntas que no se circunscriben a las alternativas identificadas.
Dañar, ¿atrae más que cuidar? La intensidad de lo cruento, ¿provoca un goce que las disciplinadas y repetidas prácticas del cuidado desconocen?
Crueldades no componen un carácter constitutivo o estructural de las sensibilidades que hablan.
Hablas del capital, ¿inoculan repugnancias?, ¿infunden odios en afectividades desamparadas?, ¿aplican inyecciones de muerte para proteger de la muerte?, ¿enseñan la destrucción como un ejercicio de poderío?
Crueldades se disputan corazones aterrados: les prometen la consistencia de las piedras.
Crueldades se deleitan con exhibiciones de fuerza, arrogancias de la propiedad, ilusiones de invulnerabilidad.
Un texto de Rafael Barrett (1910) que se llama Gallinas, comienza así: “Mientras no poseí más que mi catre y mis libros, fui feliz. Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada. La propiedad me ha hecho cruel”.
Compra unas aves ponedoras, traza un cerco, marca una línea diabólica, establece una división, siente la amenaza, ejerce la hostilidad como defensa, consiente y apela a la fuerza del odio para conservar su posesión.
Se conoce el oxímoron, esa figura poética del desconcierto, que inventa modos de decir como un silencio atronador, una calma tensa, un lleno de vacío.
María Lugones (2016) recupera un oxímoron que trastorna siglos de individualismos europeos: el yo comunal. Figura habitual entre mestizajes latinoamericanos.
Un yo comunal que no equivale al término nosotros, esa fortaleza supra individual, ese muro impenetrable que difunde la peligrosidad del ellos.
El pronombre de la primera persona del plural imprime una separación para defenderse de lo que queda fuera, del mismo modo que la idea de un yo rodea los cuerpos con alambres de púas, a pesar de suavizar los filos en los abrazos.
No conviene insistir con la idea de yo, aunque esta vez se trate de un yo permeable a lo común.
Se podría acudir a la figura de un respirar sentir pensar comunal.
Al cabo, tanto los pronombres de la primera persona del singular como los de la primera persona del plural fabrican hostilidades. La distinción gramatical entre primeras personas, segundas, terceras, introduce fronteras, jerarquías, corporaciones. Se necesita imaginar un común sin pronombres: estancias innominadas, acéfalas, escurridizas.
Lo común compone existencias borrosas. Existencias que, de pronto, disuelven límites artificiales. Existencias borrosas y barrosas, contaminadas y contaminantes.
Existencias mestizas como sugería María Lugones y existencias impuras como pensaba Néstor Perlongher.
No hay desorden perfecto, solo el orden aspira a la perfección.
Un común vivir borroso y barroso aloja conflictividad. Solo lo nítido y una pureza exenta de toda mezcla, aspira a la armonía.
Escribe Audre Lorde (1983) en una carta a su analista: “A veces, la maldición y la bendición de la poeta es percibir sin tener aún la capacidad de ordenar sus percepciones, y ése es otro de los nombres del Caos. Y es del Caos de donde nacen nuevos mundos”.
Un año de pandemia: impresiona cómo han envejecido las ideas en tan poco tiempo.
"Proliferaciones", Gisela Candas, 2020.
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