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Foto del escritorRevista Adynata

Soñar, pesadillar, soñar / Cynthia Eva Szewach


Cuando querés aprisionar eso misterioso, es cuando perdés

Leonardo Favio


Los restos nocturnos se entrelazan de manera enigmática a la jornada, y a veces ofrecen alguna forma de alegría. Si lo soñado es placentero o novedoso pueden brindar recursos en los hechos de la vigilia. Durante los días, en ocasiones muy perturbadores, quizá un detalle de la víspera, una palabra suspendida en el aire o no dicha, nos habilite por las noches a soñar. Aun si son sueños de angustia, al despertar, donde constatamos que por fortuna “no es más que un sueño”, no sabemos si fue mejor abrir los ojos. Cuánta resonancia tiene por momentos lo que se dijo, aquello que la historia es quizá la pesadilla de la que se intenta despertar. Si estamos en la pesadilla, no se puede encontrar un fácil despabilar no sufriente y la vigilia que calma no llega fácil.


El sueño brota del subsuelo, al decir de Gómez de La Serna, sube por las cañerías del agua que con sus grifos suicidan del sueño las sienes. Es Freud el que se pregunta al final de su obra La Interpretación de los sueños, por el valor de lo onírico para el porvenir, haciendo notar, no por futurología, sino porque las temporalidades para el psicoanálisis tienen dimensiones extrañas a la eventualidad temporal ordinaria. También agrega que es la inhibición o la hipocresía lo que adviene sin responsabilidad ética por el contenido de nuestros sueños, partícipes de una verdad, viva.


Poseemos una pequeña eternidad personal cada noche, dice Borges. Aun en situaciones extremas, y sin duda con las variadas diferencias de cada extremidad, el trabajo que el psicoanálisis propone con el sueño es que se pueda mortalizar la eternidad. Una finitud, que bordea la cicatriz, ombligo del sueño de donde partimos, exiliados. El sueño enmarca un tiempo. Un despertar que comienza, y se detiene, en el límite de su interpretabilidad… ¿Se sueña con la eternidad o con su despertar?


“Mientras dormía he pensado que te has ido y ya no tenía una mamá que me acariciase” dice el pequeño Hans, figurando alguna distancia frente a una cercanía en más. Quizá el pavor nocturno o las pesadillas cuando son tan insistentes en la infancia, muestran la falla de esa restricción, o su inexistencia. Winnicott les da mucho valor a las condiciones previas a la instauración del sueño. A través del juego del garabato, entre otras cosas, presupone una anterioridad de la red de la imaginación, para crear la espacialidad donde soñar. Si hay pesadilla o pavor es imprescindible que alguien responda, acuda, calme a rescatar de los abismos y convertir las monstruosidades en un teatro de ficciones. Monstruos que quieren revelar algún desamparo, algún “No” que hay que incluir, entonces quizá ellos, los monstruos también alguna vez teman o depongan las razones. Incluir lo discontinuo, titilante, un parpadeo, en lo continuo tortuoso del pesadillar-verbo que inventamos- es la apuesta al relato, en transferencia, donde se descargue ese peso, voluminoso, sofocante y a pesar de la voz áfona, rastree en los precipicios paralizantes, un grito que llame y despoje a los demonios de tanto poder ¿Las pesadillas, estado de desamparo o terror, son la vía regia adónde? En los sueños funciona el Guardian del dormir. En las pesadillas tan pobladas, donde el Cuidador, falla o se distrae, ¿qué ingresa cuando estalla la Otra escena, la que orienta del deseo del soñante? No sentimos horror porque nos oprime una esfinge, borgianamente, soñamos una esfinge para explicar el horror que sentimos.


“No quiero dormir porque sé lo que me espera” decía una joven. La certidumbre asusta al saber no sabido y no lo deja figurarse en absurdos acertijos de placer, doliendo el insomnio. En la pubertad hay sueños que se escenifican, con intensa angustia, en el intento de destronamiento de la representación, o por ausencia de fantasías, junto a la irrupción, del novedoso enlace entre sexualidad y muerte. La pesadilla balbucea apenas una sintaxis, en un escenario donde está forzada la cerradura del umbral hecho para descansar.


Pero a veces Pesadillar es conservar intacto algo para que no se le esfume. En “En mi nombre, Historia de identidades restituidas”, Angela Pradelli, relata fragmentos de testimonios de niños y niñas, que durante la dictadura en el tiempo de apropiación tenían insistentes pesadillas con espacios, lugares, ruidos, pasillos, climas, que luego fueron constatados como existentes en las vivencias de sus primeros años con sus padres. Angela Urondo Raboy, las llama “sueños como sistema de alarmas” que impiden (o muestran) que esas impresiones de una memoria conservada de la historia sustraída, caigan.


A veces la mudez, la presión de los íncubos, y súcubos, se transforman en la pregunta que una Esfinge trae, que dice sin decir los ínfimos e infinitos modos de estar en la vida, como escribe M. Percia en el epílogo a De Quincey.


Un pesadillante puede orillar con la inquietante extrañeza, ese doblez del inconsciente, en la presencia de Ello que tarda en ligarse o se desliga, y se desduerme, atinado al subrayar en Pessoa, Patricia Focchi. Lo que se extiende, con lo que porta de ominoso, son los modos de expresión, los laberintos sin salida y lo que incluye, acentúo allí, es la figura de la creencia (Glauben). Se trata de la afectación de lo siniestro enhebrada por una creencia que se creía superada y que se presenta “en combinación con determinadas circunstancias”, circunstancias de fragilidad.


Alojar, recibir, escuchar, para instaurar un soñar, si se puede.



Robert Farber - Pesadilla No. 2 - 1988 - Oléo sobre papel - 41x53cm

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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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