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  • Foto del escritorRevista Adynata

Sobre el traducir / Irene Agoff


Si se me preguntara qué es traducir, me sentiría convocada a una tediosa y bastante inútil recorrida de diccionarios. Preferiría decir algo sobre lo que es “traducir” para mí. Aunque ello exigiera −en orden al buen gusto, por lo menos− hacer el esfuerzo de descartar cualquier comentario de índole personal, doméstico. Esfuerzo grande, por cierto.


Para mí, traducir es caminar, en lo alto, sobre una cuerda floja. Traducir es apostar al máximo equilibrio, a la posibilidad de mantenerse en pie, y hasta con cierta elegancia, cuando todo, pero todo, nos empuja hacia uno u otro lado de la cuerda. Y, por supuesto, abandonar la cuerda es caer al vacío y fracasar en la tarea. Esa cuerda es la frontera imaginaria que, sin remedio, tenemos que suponer como línea divisoria entre las lenguas. De hecho, tal frontera no existe. Las lenguas no ocupan ningún espacio susceptible de ser entendido como superficie, caso en el cual sí podrían armarse con ellas unos magníficos casilleros que volverían innecesaria la cuerda floja. Las lenguas suenan, resuenan, están en el aire en tanto soporte de las voces humanas. Por más que esas voces pasen al escrito y se vuelvan objetos de lectura, su naturaleza primera no se pierde: al estar en el aire, circulan “a su aire”, como diría un español (que no un argentino, es una lástima), y se cruzan y superponen y entremezclan sin la más mínima prudencia. Esas voces hablan incontables lenguas distintas.


Desde la cuerda floja, el traductor equilibrista trata de hacer que algunas de ellas “comprendan” a las otras, y que las comprendan tan bien como para simular que hablan por ellas. Simulación en la que nadie cree, en el fondo. Menos todavía el lector avezado (por suerte (?), no es el que más abunda): el lector avezado es un pequeño canalla que disfruta esperando la estrepitosa caída del traductor.


Traducir: ficción de ficciones. Ni hay relaciones entre lenguas, ni hay nadie que las domine de veras por completo. Como tampoco hay relaciones, dentro de cada lengua, entre las palabras y nada que no sean otras tantas palabras. La idea de referente es la larguísima pértiga que conciben, desesperados, traductores que no se le animan a la cuerda floja. A veces, la sueñan con tanta habilidad que de veras les hace creer que se sostienen... en el aire. Un milagro. Yo los felicito. Por supuesto, no veo cómo podría tratarse de traductores literarios, ni de traductores en ciencias humanas, ni de traductores de historietas, siquiera. Supongo que se dedican a la traducción comercial, técnica (ahora, Internet), en ciencias duras, y cosas así. Ahora bien, su ilusión del referente difícilmente los tranquilice hasta el final. Un ejemplo: Ortega y Gasset decía que la palabra “conjunto” no es la traducción del alemán Menge, y que, por lo tanto, la denominación castellana “teoría de conjuntos” es menos apropiada de lo que se cree. Ni el traductor de matemáticas dispone de pértigas-bastones infalibles.


Que no hay relación entre las lenguas quiere decir que, por más raíces comunes que puedan tener, por más intrusiones de unas en otras que se produzcan, y por más traducciones de unas a otras que se hagan, ninguna depende de otra, en lo más mínimo, para existir. Por naturaleza, no hay nada que una lengua no pueda decir por sí misma; a su manera, claro. Por naturaleza, ninguna lengua necesita ser traducida.


Pero son gregarias, como el hombre. En cuanto unas saben que existen otras, buscan hacerse amigas. Se ponen a conversar entre ellas, digamos. Ahí nace la idea del referente: ese tercero que, bajo las apariencias de ser su objeto común, de hecho es lo que ellas necesitan para creer que se “relacionan”.


En todo caso, traducir es la tarea ímproba de pergeñar, en una lengua A, sentidos que una lengua B produce en una mezcla inextricable de sonidos y gramáticas autistas.




El hipotético entrevistador podría preguntarme también por los límites de la traducción, lo cual supondría que, para él, existen.


Es verdad, existen, al menos en principio. Por mi parte, no sé si podría identificarlos, pero en cambio podría decir cuántos son: infinitos.


Dado que, por naturaleza, unas lenguas no responden por otras, se plantea el problema del sentido. Creo que debemos distinguir entre “sentido” e “información”. La “información” tiene muchas más posibilidades de pasar de una lengua a otra que el “sentido”. A mi juicio, este último no está sólo en las palabras, en los vocablos, sino en la sintaxis misma de cada lengua. Y la sintaxis no se traduce. La “información”, en cambio, puede pasar por diversos lenguajes o sistemas de signos; entonces, cómo no iba a pasar por las lenguas, que tienen muchos más recursos. El problema de la traducción (y pienso fundamentalmente en la traducción literaria, que incluye la de ciencias humanas, que es a la que me dedico) es que para transmitir “información” y sólo eso, el traductor casi no hace falta. Los espantosos traductores automáticos que pululan en Internet casi casi logran hacer el trabajo. El “casi” (duplicado, triplicado…) es sólo porque, muchísimas veces, se topan con “sentido”, y eso ya no lo pueden hacer pasar. Eso no me parece que pueda hacerlo jamás la así llamada inteligencia artificial.


Ahora bien, y desde un ángulo completamente distinto, yo diría que si el traductor trabaja con seriedad y ha acumulado la suficiente experiencia, los límites que va a encontrar no diferirán mucho de los que encuentra a cada paso cuando tiene que, sencillamente, hablar o escribir en su lengua materna. Eso sí: es fundamental que él sepa que esos límites existen y que son imposibles de sortear. La postulación por Benjamin de una lengua supuestamente pura que funcionaría como meta a alcanzar en la traducción, fue declarada por él mismo inalcanzable. Por eso decía que la traducción “se tiene que notar” (las comillas son mías, esto no es una cita de este maravilloso pensador), la traducción tiene que exhibir las marcas de su trabajo. Yo diría que, según él, la traducción tiene que exhibir sus límites. No estoy totalmente de acuerdo con esta postura de Benjamin –si se me concede semejante atrevimiento‒, pero sí pienso que vale como clara ilustración de que hay límites en la traducción, de que hacen a la propia naturaleza de la tarea, y de que son ineliminables. En todo caso, pienso que los límites de la traducción de un texto son la existencia de otras traducciones de ese mismo texto.


Pensándolo bien, ¿habrá alguna tarea humana que no reconozca límites? Esto, en lenguaje de Freud y de Lacan, se llama “castración”, se llama “lo real”. Estoy segura de que ninguna inteligencia artificial los reconocerá jamás.




Fuente: Agoff, Irene (2021). Sobre el traducir. En Palabras peregrinas. La traducción en las ciencias conjeturales. Ediciones La Cebra. Adrogué.



Henri Joseph Thomas - "Bailarina de cuerda floja" - (antes de 1913) - Óleo sobre tela - 101 x 76, 5 cm

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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