Desde el nordeste hasta el este de Minas Gerais, donde está el río Doce y la reserva indígena de las familias Krenak, y también en el Amazonas, en la frontera de Brasil con Perú y Bolivia, en el Alto Río Negro, en todos esos lugares nuestras familias están pasando por un momento de tensión respecto a las relaciones políticas entre el Estado brasileño y las sociedades indígenas.
Esta tensión no es de ahora, pero se intensificó con los recientes cambios políticos introducidos en la vida del pueblo brasileño, que están alcanzando de un modo bien intenso a cientos de comunidades indígenas quienes, en las últimas décadas, insisten para que el gobierno cumpla su deber constitucional de asegurar los derechos de estos grupos en sus lugares de origen, identificados en el acuerdo judicial nacional como tierras indígenas.
No sé si todos conocen los términos referentes a la relación de los pueblos indígenas con los lugares donde viven, o las atribuciones que el Estado brasileño le ha dado a estos territorios a lo largo de nuestra historia. Desde la época colonial, la cuestión sobre qué hacer con la parte de la población que había sobrevivido a los trágicos primeros encuentros entre los dominadores europeos y los pueblos que vivían donde hoy denominamos, de manera muy reducida, tierras indígenas, condujo a una relación muy equivocada entre el Estado y estas comunidades.
Claro que durante estos años dejamos de ser colonia para constituir el Estado brasileño, y entramos en el siglo XXI, cuando la mayoría de las previsiones apostaba que las poblaciones indígenas no sobrevivirían a la ocupación del territorio, por lo menos sin mantener las formas propias de organización y la capacidad de gerenciar sus vidas. Todo esto porque la máquina estatal actúa para deshacer las formas de organización de nuestras sociedades, buscando una integración entre estas poblaciones y el conjunto de la sociedad brasileña.
El dilema político quedó para nuestras comunidades que sobrevivieron el siglo XX y aún precisan disputar los últimos reductos donde la naturaleza es próspera, donde podemos suplir nuestras necesidades alimentarias y de vivienda, y donde sobreviven modos que cada una de esas pequeñas sociedades tiene para mantenerse en el tiempo, ocupándose de sí mismas sin crear una dependencia excesiva del Estado.
El río Doce que nosotros, los Krenak, llamamos de Watu, nuestro abuelo, es una persona y no un recurso como dicen los economistas. No es algo que alguien pueda apropiarse; es una parte de nuestra construcción como colectivo que habita un lugar específico, donde fuimos gradualmente confinados por el gobierno para poder vivir y reproducir nuestras formas de organización aún con toda esa presión externa.
Hablar sobre la relación entre el Estado brasileño y las sociedades indígenas a partir del ejemplo del pueblo Krenak surgió como una inspiración, para contar a quien no lo sabe qué sucede hoy en Brasil con estas comunidades -cerca de 250 pueblos y aproximadamente 900 mil personas, una población menor a la de las grandes ciudades brasileñas.
En la base histórica de nuestro país, que continúa siendo incapaz de acoger a sus habitantes originarios -siempre recurriendo a prácticas deshumanas para promover cambios en formas de vida que esas poblaciones consiguieron mantener por mucho tiempo, por sobre el ataque feroz de las fuerzas coloniales, que hasta hoy sobreviven en la mentalidad cotidiana de muchos brasileños-, resiste la idea de que los indios deberían estar contribuyendo para el éxito de un proyecto de agotamiento de la naturaleza. El Watu, ese río que sostuvo nuestras vidas al margen del río Doce, entre Minas Gerais y Espíritu Santo en una extensión de seiscientos kilómetros, está todo cubierto por un material tóxico que bajó desde una barrera de contención de residuos, y que nos dejó huérfanos acompañando al río en coma. Se cumplió un año entero desde que ese crimen -que no puede llamarse de accidente- impactó nuestras vidas de manera radical, colocándonos en la condición real de un mundo que acabó.
En este encuentro estamos intentando abordar el impacto que nosotros, los humanos, causamos en este organismo vivo que es la Tierra, y que en algunas culturas continúa siendo reconocida como nuestra madre y proveedora en sentidos amplios, no solo en la dimensión de subsistencia y mantenimiento de nuestras vidas, sino también en la dimensión trascendente que le da sentido a nuestra existencia. En algunos lugares del mundo nos alejamos de un modo tan radical de nuestros lugares de origen que el tránsito de los pueblos ya ni es perceptible. Atravesamos continentes como si estuviéramos yendo aquí al lado. Si bien es cierto que el desarrollo de tecnologías eficaces nos permite viajar de un lugar para el otro, que las comodidades facilitaron nuestra circulación por el planeta, también es cierto que estas facilidades son acompañadas por una pérdida del sentido de nuestros traslados.
Nos sentimos como si estuviéramos sueltos en un cosmos vacío de sentido y exentos de una ética que pueda ser compartida, pero sentimos el peso de esta elección sobre nuestras vidas.
Nos recuerdan todo el tiempo las consecuencias de esas recientes elecciones que tomamos. Y si pudiéramos prestarle atención a alguna visión que escape a esta ceguera en la que vivimos en todo el mundo, tal vez esta pueda abrir nuestra mente a alguna cooperación entre los pueblos, no para salvar a los otros, sino para salvarnos a nosotros mismos. Hace treinta años, la amplia red de relaciones que integré para llevar el conocimiento de otros pueblos, de otros gobiernos, las realidades que vivíamos nosotros en Brasil, tuvo como objetivo activar las redes de solidaridad con los pueblos nativos.
Durante esas décadas aprendí que todos necesitamos despertar porque, si durante un tiempo éramos nosotros, los pueblos indígenas, quienes estábamos amenazados de ruptura o de la extinción del sentido de nuestras vidas, hoy estamos todos frente la inminencia de que la Tierra no soporte nuestra demanda. Como ya dijo el pajé yanomami Davi Kopenawa, el mundo cree que todo es mercadería, al punto de proyectar en ella todo lo que somos capaces de experimentar. La experiencia de las personas en diferentes lugares del mundo se proyecta en la mercadería, y esto significa que ella es todo lo que está fuera de nosotros. Esta tragedia que ahora alcanza a todos se ve postergada en algunos lugares, en algunas situaciones regionales, donde la política -el poder político, la elección política- configura espacios de seguridad temporal, en los cuales las comunidades -aunque ya vacías del verdadero sentido del compartir espacios aún son, digamos, protegidas por un aparato que depende cada vez más del agotamiento de la floresta, los ríos, las montañas, colocándonos en un dilema donde aparentemente la única posibilidad para que las comunidades humanas continúen existiendo tenga que ser a costa del agotamiento de todas las otras partes de la vida.
La conclusión o comprensión de que estamos viviendo una era que puede ser identificada como Antropoceno debería sonar como una alarma en nuestras cabezas. Porque, si dejamos una marca tan pesada en el planeta Tierra al punto de caracterizar una era y permanecer aún después de ya no haber nadie aquí, pues estaríamos acabando con las fuentes de vida que nos posibilitan prosperar y sentir que estábamos en casa, hasta sentir, en algunos períodos, que teníamos una casa común que podía ser cuidada por todos, y por una vez más estar frente al dilema al cual ya aludí: excluimos de la vida, localmente, las formas de organización que no están integradas al mundo de la mercadería, poniendo en riesgo todas las otras formas de vivir -por lo menos las que fuimos incentivados a pensar como posibles, donde había corresponsabilidad con los lugares donde vivimos y respeto por el derecho a la vida de los seres, y no solo de esa abstracción que nos permitimos construir como una humanidad, que excluye a todas las otras y a los otros seres. Esa humanidad que no reconoce que aquel río que está en coma es también nuestro abuelo, que la montaña explotada en algún lugar de África o de América del Sur transformada en mercadería es en algún otro lugar y también el abuelo, la abuela, la madre, el hermano de alguna constelación de seres que quieren continuar compartiendo la vida en esta casa común a la cual llamamos Tierra.
El nombre krenak es constituido por dos términos: uno es la primera partícula, kre, que significa cabeza; la otra, nak, significa tierra. Krenak es la herencia que recibimos de nuestros antepasados, de nuestras memorias de origen, que nos identifica como “cabeza de la tierra”, como una humanidad que no consigue concebirse sin esa conexión, sin esa profunda comunión con la tierra. La tierra no como un sitio sino como ese lugar que todos compartimos y del cual nosotros, los Krenak, nos sentimos cada vez más desarraigados; de ese lugar que para nosotros siempre fue sagrado, pero que percibimos que nuestros vecinos tienen casi vergüenza de admitir que puede ser visto así. Cuando decimos que nuestro río es sagrado las personas dicen: “Eso es algún folclore suyo”; cuando decimos que la montaña está mostrando que lloverá o que será un día próspero, un buen día, dicen: “No, una montaña no dice nada”.
Cuando despersonalizamos al río, a la montaña, cuando les sacamos sus sentidos, considerando que estos son atributos exclusivos de los humanos, liberamos estos lugares para que se transformen en basureros de la actividad industrial y extraccionista. De nuestro divorcio con las integraciones e interacciones con nuestra madre, la Tierra, obtenemos como resultado que ella nos está dejando huérfanos, no solo a los que en un grado u otro somos llamados de indios, indígenas o pueblos indígenas, sino a todos. Ojalá que estos encuentros creativos que aún estamos teniendo la oportunidad de mantener, animen nuestra práctica, nuestra acción, y nos den coraje para salir de una actitud de negación de la vida para forjar un compromiso con la vida, en cualquier lugar, superando nuestras incapacidades de extender la visión a lugares más allá de aquellos a los que estamos apegados y donde vivimos, así como para salir de la negación de formas de socialización y organización de las cuales una gran parte de esta comunidad se encuentra excluida, que en última instancia gastan toda la fuerza de la Tierra para suplir su demanda de mercaderías, seguridad y consumo.
¿Cómo reconocer un lugar de contacto entre esos mundos que tienen orígenes en común pero se despegaron al punto donde llegamos hoy: en un extremo, personas que necesitan vivir de un río, y del otro, personas que consumen ríos como recursos? Respecto a esa idea de recurso que se atribuye a una montaña, a un río, a una floresta, ¿dónde podemos descubrir un contacto entre nuestras visiones que nos saque de este estado de no reconocimiento los unos de los otros?
Cuando sugería hablar del sueño y de la tierra quería comunicarles un lugar, una práctica que se mantiene en diferentes culturas, en diferentes pueblos, de reconocer esa institución del sueño no como una experiencia cotidiana de dormir y soñar, sino más como un ejercicio disciplinado de buscar en el sueño las orientaciones para nuestras elecciones del día a día. Para algunos, la idea de soñar y abdicar de la realidad es renunciar al sentido práctico de la vida. Sin embargo, podemos encontrar también quien no vería sentido en la vida si no fuera informado por los sueños, en los cuales puede buscar los cantos, la cura, la inspiración e inclusive la solución a problemas prácticos que no consigue resolver, cuyas elecciones no consigue realizar fuera del sueño, pero que allí se encuentran abiertas como posibilidades. Hoy a la tarde me quedé muy aliviado conmigo mismo cuando más de una colega de las que hablan aquí trajo la referencia de la institución del sueño no como una experiencia onírica sino como una disciplina relacionada a la formación, la cosmovisión, la tradición de diferentes pueblos que depositan en el sueño un camino de aprendizaje, de autoconocimiento sobre la vida, y la aplicación de ese conocimiento en su interacción con el mundo y con las otras personas.
Fuente: Conferencia dictada en Lisboa en el Teatro Maria Matos, el 6 de mayo de 2017, con transcripción de Joëlle Ghazarian publicada en Ideas para postergar el fin del mundo editada por Colectivo Siesta (2019). Traducción y coordinación Carolina Pierro.
Publicado originalmente bajo el título “Ideias para adiar o fim do mundo”, Ed. Schwarcz S.A. Companhia das Letras.
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