Textura, narración, erotismo / Manuel Cantón
- Revista Adynata
- 1 jul
- 8 Min. de lectura
1.
Las narraciones seducen de dos maneras: con su trama y con su textura.
2.
A veces, como en los best-sellers, la trama tiene prioridad. Esto no implica la falta de textura, sino su reducción al mínimo indispensable; el objetivo de la prosa es eliminar la fricción y minimizar la dificultad. El vocabulario se reduce, el verbo sigue al sujeto y los diálogos llenan a medias el blanco de la hoja. Por eso son novelas suaves, lisas, que seducen por su vértigo. Además, como si tuvieran que aprovechar esa capacidad de procesamiento disponible, no paran de pasar cosas.
3.
Otras obras —cada vez menos— se apoyan en la textura. Resumir el argumento de Glosa o de La ciénaga es posible, pero insatisfactorio. Algún despistado podría decir, sin demasiado miedo a equivocarse, que ahí no pasa nada.
Y sin embargo pasan muchas cosas, solo que no tienen que ver con el argumento. La larga caminata entre Leto y el Matemático, que es el único evento de Glosa, o la vacación familiar y promiscua de La ciénaga sirven para mostrar todo lo que contar implica además de una historia. Producen experiencias sensoriales —Martel siempre ha hablado de sí misma como una artista sonora—, enseñan un modo específico de percibir, y transmiten, de una manera intrincada, una forma lenta y agobiante de estar.
4.
La trama es visual, secuencial y suspensiva. Se compone de hechos, indicios y relaciones causales; no se limita al argumento —una sinopsis—, sino también a su disposición. Nadie empezaría a contar El corazón en las tinieblas por el momento en que Kurtz zarpa de Europa rumbo al Congo (o sí, pero estaría contando otro libro).
A su vez, también entendemos que el final trágico de Kurtz, su muerte en la jungla, resignifica su pasado: ningún hecho en una historia vale únicamente por sí mismo. Si, al final de un cuento, Sherlock Holmes llama la atención sobre una colilla de cigarrillo, entonces su mención previa —que puede haber pasado desapercibida— adquiere relieve.
La narración encadena; la trama se extiende largamente en el tiempo. Eso significa que cada hecho es a la vez prospectivo —por su posible relación con lo que va a pasar— y retrospectivo —por su relación con lo que pasó antes—.
5.
Por su parte, la textura es sensitiva, experiencial y presente (tres categorías en crisis). Tiene que ver con la elección y el tratamiento de los materiales; su relación con el tiempo no es de dependencia, sino de latencia: como memoria sensible. Se relaciona, en rigor, con cómo se siente lo que está ocurriendo.
No es, entonces, equivalente a la forma, sino más bien al efecto que la forma y el contenido tienen sobre el espectador; es una categoría más sensual que racional. Una naranja, un ovillo de lana y una bola de billar son esferas, dice Bruno Munari en El laboratorio táctil, y por lo tanto tienen la misma forma. Pero no son lo mismo (sobre todo al masticar).
6.
La trama se decodifica lógicamente; la textura, eróticamente.
7.
Cada tanto, la relación entre los dos planos es disonante. Eso produce buenas malas lecturas: interpretaciones a contrapelo, sancionadas por una crítica que se preocupa por entender bien, pero que a veces olvida que las narraciones nos hacen sentir cosas. Precisamente de eso hablaba Susan Sontag en “Contra la interpretación”.
8.
Eso explica, por ejemplo, las apropiaciones incómodas de Fight Club o El lobo de Wall Street. Desde la trama, ambas películas cuestionan ciertos modos de la masculinidad; pero sus texturas contradicen, por lo menos en parte, esa crítica.
Belfort, vendedor reconvertido en estafador, sucumbe a la tentación del consumo —tema fundamental para un cineasta católico como Scorsese—, pero su desborde es más minucioso y más atractivo que su castigo. Tres meses después de ver la película, es más fácil evocar la fiesta que el desastre. Tyler Durden será manipulador y violento, pero no hay personaje en Fight Club a quien la cámara mire con mayor deseo. Es el único con carga erótica; y además —dato no menor— es Brad Pitt.
9.
La textura puede ser muy persuasiva, y en algunos casos obturar completamente la trama. Perfect Days es un buen ejemplo. Durante dos horas, el espectador atestigua la rutina inflexible de Hirayama, un limpiador de baños de Tokio. Lo vemos leer, limpiar, escuchar música y sacar fotos; cada una de esas actividades es ejecutada con precisión y detalle, y produce la satisfacción de las cosas bien hechas. A su vez, también entendemos que su día está minuciosamente planeado para evitar el contacto con otros seres humanos (cuando su compañero de trabajo le habla, Hirayama no responde). A lo largo de la película, varios guiños buscan mostrar a Hirayama como un monje moderno, pero en realidad es más bien un anacoreta: su vida no es monástica —pautada, rígida, pero sobre todo social—, sino ermitaña.
En su reseña de la película, Leila Guerriero se pregunta si no tendrá algún problema de comprensión. Donde muchos —hasta su director— ven una comfort movie basada en apreciar las pequeñas cosas de la vida, ella encuentra la historia de un hombre condenado a la soledad por un pasado tortuoso.
En rigor, lo que ella dice es cierto: Hirayama está completamente aislado, y los únicos placeres que incluye su rutina alienante son la repetición y el autodisciplinamiento. Pero esa cotidianidad, que alguien racional difícilmente elegiría para sí mismo, se relata con una textura tan elegante y publicitaria que puede, para muchos, volverse deseable.
10.
Últimamente, además, ha prosperado un tipo de narración que se despreocupa tanto de la trama como de la textura. No se interesa ni por el argumento bien estructurado ni por la experiencia dirigida. Son novelas pitch, muchas veces escritas por los malos discípulos de Aira o Laiseca: libros más divertidos de contar que de leer.
La resurrección zombi de Maradona puede ser un argumento interesante, pero, para que su lectura sea disfrutable, su ejecución tiene que ser algo más que una puesta en existencia. Si la trama no tiene una disposición atractiva —cosa habitual en narraciones donde puede pasar cualquier cosa—; si la textura es obvia, despreocupada y hasta chapucera; si la locura es una pose y no un método, entonces no estamos hablando de una novela, sino de una sinopsis alargada.
11.
En el fondo, este tipo de novelas participa de un género más amplio, exhaustivamente publicitado por Kenneth Goldsmith en su libro Escritura no creativa: libros o textos que, como el arte conceptual, valen por su idea y no por su ejecución.
Goldsmith se fascina con los procedimientos y las mecanizaciones. Rescata, por ejemplo, los “poemas puros” de Shigeru Matsui. Inspirados en el lenguaje binario, cada poema puro tiene una extensión de cuatrocientos caracteres y está compuesto por solo tres signos, los números del uno al tres.
El procedimiento de Matsui es original, pero tiene un problema básico: sus poemas son ilegibles. La literatura que practica, y la que propone Goldsmith, es una literatura sin lectores. Sin embargo, la ilegibilidad no es una condición de la literatura conceptual: Borges, contemporáneo estricto de Duchamp, solucionó esa dificultad convirtiendo al artista en personaje (qué son Pierre Menard o Herbert Quain sino artistas conceptuales). Las novelas de Aira valen más por su cantidad que por su calidad —“la cantidad es una cualidad en sí misma”, supo decir Stalin—, pero no por eso llegan al punto en que no tiene sentido leerlas.
En realidad, Goldsmith y sus vecinos parecen haber aceptado la tantas veces anunciada muerte de la literatura a manos del audiovisual. Se han dado por vencidos.
12.
Sin embargo, para quienes todavía estamos interesados en la narración, el problema es otro. La textura —su complejidad, por lo menos— está en crisis. El paradigma vigente es el de la insipidez: telas plásticas, muebles minimalistas, grabaciones comprimidas, caras sin arrugas. Los edificios son de vidrio y acero y los perfumes huelen a limpio, algo muy distinto a las fragancias abrasivas que estuvieron de moda a principios del siglo XX. El ácido hialurónico garantiza una piel tensa, lisa, sin marcas. Lo descartable y lo provisorio son ascépticos, higiénicos, y se han extendido tanto que el mundo parece un quirófano.
La crisis de la textura no significa solamente que nos enfrentamos a una pobreza generalizada de lo táctil. En realidad, implica una reducción del espectro —en sus dos acepciones: variedad y fantasma— de lo sensible.
13.
En parte, eso tiene que ver con un mundo confinado a la promoción visual. Nadie se detiene a tocar un suéter: lo mira y lo compra online. Pablo Maurette, en El sentido olvidado, habla de oculocentrismo, una tendencia de la cultura occidental que asocia visualidad, verdad y lógica. Hoy la imagen hipertrofiada acapara toda la experiencia sensible. Reduce a las personas y a los objetos a su aspecto, y olvida, en la medida de lo posible, su textura.
La pantalla táctil es un oxímoron.
14.
En algún punto, se puede decir que la textura es la presencia del cuerpo, de su deseo y su vulnerabilidad radical; su presencia no solo como huella, sino también como anhelo. Tocar, nos recuerda Maurette, también es ser tocado.
15.
La crisis de la textura es una crisis del erotismo.
16.
El sexo abunda. Casi se podría decir: el sexo agobia. Y sin embargo, es un sexo mecánico, transaccional. En todo el mainstream, desde el reguetón hasta las películas de superhéroes, los cuerpos se exhiben sin pudor; pero ese gesto se parece más a la ostentación que a la seducción. Como dice Raquel Benedict en el título de uno de los mejores ensayos de la década: “Everyone Is Beautiful and No One Is Horny”.
Estamos permanentemente expuestos a cuerpos sin pliegues, sin pelos, sin arrugas, sin marcas; cuerpos perfectos y por eso mismo desprovistos de textura. No presentan resistencia, no implican ningún tipo de fricción. Si seducen, lo hacen a través de la suma financiera —lógica— de sus atributos, y no a través de la intriga de la carne.
17.
Algunos teóricos del erotismo —Bataille, por ejemplo— lo diferencian de la pornografía mediante una fórmula más o menos canonizada: donde la pornografía muestra, el erotismo sugiere.
Hay algo de cierto en esa idea, que no escapa al predominio visual. En realidad, podríamos considerar que el erotismo —que encuentra su versión obvia en lo táctil, pero no la única— tiene que ver con la dificultad. El velo, el susurro, la intriga, la fricción: todas son formas del erotismo, que invita a sentir lo que no está del todo ahí.
18.
El erotismo presenta entonces una doble condición liminar. Por un lado, vincula el adentro y el afuera, la sensación y el estímulo. Por el otro, en su retirada mañosa, se ubica entre lo que no está y lo que sí: entre el ruido y el silencio, entre la voracidad y el aburrimiento, entre el beso y el vacío.
19.
Por supuesto, la estimulación continua despista los sentidos. Nos drena de la energía necesaria para esforzarse en percibir: no hay capacidad de procesamiento disponible. Sin silencio o vacío, no puede haber contraste; vivimos, como diría Walter Benjamin, en un permanente estado de saturación. El shock aparece para protegernos del desborde psíquico. Nos da seguridad —y la seguridad ha sido la gran promesa del siglo XXI, como si viniéramos al mundo a vivir entre algodones—, pero también impide la vulnerabilidad necesaria para asimilar la experiencia.
20.
Es posible componer narraciones seguras, sin fricción ni peligro, sin resistencia ni encanto; ese es el mundo en el que vivimos. Pero eso implica renunciar a su poder transformador. La trama y su moralidad solo seducen a quienes comparten la razón del texto; es el afecto de lo conocido, el alimento para los hambrientos. Si solo importa lo que va a pasar, entonces no hay razones para no adelantar, acelerar, mirar un resumen de tres minutos en YouTube.
21.
La ansiedad, mal del siglo, es la voracidad de la trama; y también —lamentablemente— el fin del erotismo táctil. Al que solo quiere saber cómo sigue, no le interesa saber cómo se siente.
22.
Si las malas buenas lecturas existen, es precisamente porque la textura tiene un impacto persuasivo. El esfuerzo de sentir funciona, en términos de la retórica aristotélica, como un entimema: no hay argumento más persuasivo que aquel que, para completarse, requiere de la participación del espectador. Un buen negociante diría: hacele creer que fue su idea.
23.
Dicho de otro modo: la lógica es afirmativa, la erótica es persuasiva.
24.
Hay que volver a seducir.

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