Desde mediados de 2020 hasta principios de 2023, se me designó la tarea de imaginar un diálogo entre un texto y una imagen para la revista Adynata. No sé si se me designó como tal, pero sí, sentí ese designio como un propósito. Entre las notas que publicábamos en la revista, vieron la luz las postguardias de Débora Chevnik. Me propuse, a ciegas, hacer el intento de encontrar una imagen para esos textos, imágenes que sentía que nunca estarían a la altura de lo que allí pasaba.
Conocí los relatos de Chevnik, para mí simplemente Debi, en el grupo de estudio que se fue armando y mutando desde 2009 hasta 2015, coordinado por Marcelo Percia, Marcelo, para nosotras. Debi llegaba a algunas de esas reuniones con situaciones que la tenían todavía en el hospital, con esos momentos donde se quedaba pensando en urgencias clínicas o, mejor dicho, acciones urgentes para una clínica en salud mental en un hospital público. Debi traía, al espacio como le solíamos llamar, esas situaciones que se le quedaban impregnadas en el cuerpo [1]. Ahí siempre estaba la pregunta de cómo sostener, cómo estar en esas situaciones de urgencia. Cuerpos estallados, no exclusivamente de esos que llegaban a la guardia, sino de los que estaban ahí intentando algo por fuera de un dispositivo clínico que encuentra las palabras justas para encajar el “caso clínico” con la “teoría”. Match perfecto para olvidar la pregunta sobre lo que allí acontece.
Conociendo el contexto de emergencia de la producción de los relatos, la impotencia de esas situaciones fue que empecé a pensar que no existía imagen que pueda dar cuenta ya sea del dolor, del malestar, o de la imposibilidad que rugía tiernamente en esas experiencias. En la práctica de Débora, la postguardia no era un momento de expiación o de consumo para drenar las horas después del servicio siguiendo la pauta de lo que parece una tendencia en aumento dentro de los profesionales de la salud: el síndrome de “lo merezco” [2]. Un momento de distracción que borra las marcas de una noche agitada donde el postguardiante se libera de su estado de alerta cometiendo un gasto, adquiriendo un objeto inútil que le recuerde a ese cuerpo la función de su labor, nutrir los más variados caprichos hedonistas.
Las primeras postguardias fueron acompañadas con pinturas de Carlos Alonso: dolor, crueza y desconcierto en vidas faenizadas [3]. En otras, el recurso fue escoger imágenes de miniaturas. Instalaciones diminutas que necesitaban de una mirada que se detenga ante ellas y no las deje pasar, sin más. Escuchar lo inaudible o insistir en gestos pequeños pero feroces podía ir de la mano con detenerse en lo pequeño. Lo minúsculo haciendo vacilar el gran teatro de las vidas. A las posteriores postguardias las acompañaron memes; una captura de pantallas de emails escritos con emojis; una instalación con dados enfrascados; una frágil torre de naipes; un objet trouvé del verde creciendo a orillas de un poste en la calle y, en varios relatos, figuras de niñes en acciones de juego paralizadas o en meditaciones inermes.
Creer que una imagen pueda contener a un texto fue una promesa que sabía iba a incumplir. Arrimar al lector al texto sea, tal vez, la ambición más honesta de esas imágenes.
Escribir para convertir impotencias, quejas, dificultades, malestares y cansancios en algo que las excede y se ofrezca lugar a la reflexión, es un ejercicio que Debi nos regala como lectores y eso solo puede agradecerse. En mi caso agradezco, tímidamente, con mi compañía lectora y alguna imagen que respira del texto.
[1] Recuerdo una en especial: pastilla de éxtasis de un adulto guardadas inocentemente en una cajita de tik tak, una niña buscando dulces, la niña tomando de esas pastillas. Una guardia de hospital con Debi acompañando la escena.
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