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1191 elementos encontrados para ""

  • Post Guardia I / Débora Chevnik

    Una enfermera ataja a una mujer antes de entrar a la sala de internación. Un milímetro antes y con un pie ya en el aire. A la mujer y al crío de 1 año y 8 meses que lleva upa. Decaído, febril, chiquito. Gira noventa grados y advierte que la psicóloga y la psiquiatra están por salir de la sala. Con una mano apuntando hacia cada pasillo logra aquietar todos los músculos. Nadie avanza. Nadie retrocede. Nadie se cruza. Silencio. Más que silencio, pasmo. En la inminencia de un contagio inmovilizar el aire, dejar de respirar. Agarrar el agua, el sonido, un perfume. Reparar las desigualdades. Es una tormenta. Es mucho. El virus no sabe de fronteras. Detiene lo imparable, alucina una reparación, abraza lo inexorable. Todo al mismo tiempo “¿Qué puedo hacer cuando mis compas se angustian?”, “¿qué les digo?”. En el umbral del contagio, emergencia de cuidados, de preguntas, de cercanías. La enfermera, (¡hay cosas que solamente sabe unx enfermerx!), coreografía gestos urgentes. Imagen: Carlos Alonso.

  • Post Guardia III / Débora Chevnik

    Un bebé de seis días va a morir dentro de poco. Sin saberlo, lo sabemos. “En otros lugares esta patología se desahucia”, dice una voz de la cirugía cardiovascular. La mamá, de 23, a 6 días del parto, entre sollozos, se abraza la panza. El papá, también con 23, le implora, susurrando, que no llore. Una voz de la medicina, dice que hay que operarlo por una complicación de la enfermedad con la que nació. La mamá y el papá, detrás de los barbijos, hablan. Muy poco y muy bajo y con palabras que no conocemos. Palabras que en las facultades no aprendemos. Dicen que “no”. Con un gesto, detienen todo un servicio, una institución sanitaria, una de derechos. En silencio, la mamá, gira la cabeza de lado a lado. Detiene el tiempo. Qué astucia, logar detener el tiempo justo en las vísperas. El discurso estatal dice “el niño no es de los padres, debe ser sujeto de derechos”. Insiste con “se lo va a operar, estén ustedes de acuerdo o no, porque es el derecho del niño”. La mamá y el papá no soportan estar lejos, sienten que lo dejaron solo. Quieren tenerlo upa. Y que Dios, diga. La blancura de nuestras palabras se desencuentra con las resonancias quichuas que acunan a un bebé dormido; y a sus xadres. La moral de los derechos ejerce su poder sin culpa, con ejemplaridad y en línea recta. La mamá, mira para abajo y mueve la cabeza, insiste el “no” ante el poder blanqueador. Entre torbellinos y con tenacidad, no firman el consentimiento informado. Entonces, la cirugía no puede hacerse de inmediato. Hay que hacer intervenir a un juez para que la autorice. El tiempo pasa, el bebé empeora. Una medicina tiembla, y una institución de derechos tiembla. Algunxs representantes, médicxs y no médicxs uniformados de blanco, se agarran fuerte para no caer. El bebé no empeora. El bebé está peor desde que nació. La mamá y el papá saben eso. EL saber, no sabe de caminos sinuosos. El bebé es objeto de la siempre bien intencionada aplicación de protocolos, esta vez, por los derechos. La mamá y el papá, se estremecen ante la inminencia del final; quieren irse del hospital con el hijo recién nacido. “No pueden irse, ya les explicamos y no entienden”, arremete un enunciado tan esclarecedor como impotente. Ni el papá ni la mamá conocen palabras cuyo sentido técnico se aprende en la facultad. Es la primera vez que escuchan “peritonitis”. Y “anestesia”. Y “analgesia”. La vez que conocieron un hospital fue para ir a visitar a un tío que falleció. Tratamos de armar un diccionario común, para “entendernos mejor”. La arrogancia de pensar que lo que falla son las explicaciones. La mamá y el papá, cada vez que insistimos, ansiando que firmen el consentimiento, se miran y en silencio vuelven a dar la negativa con la cabeza. Desde la inmensidad de un abismo salado, dicen que no quieren que sufra. Y nosotrxs…ay nosotrxs! Nosotrxs, sin saber cómo lidiar con lo intraducible. “Ya les explicamos y no entienden”, “aunque ustedes no lo firmen se hará lo que es mejor para el niño”, “tenemos que garantizar sus derechos”. Cuando los oídos se nos llenan de burocracia, y las bocas de palabras enfermas terminales, necesitamos hacer silencio. No para despedir al bebé, que la sigue peleando. Necesitamos hacer silencio para escuchar alguna música que arrulle nuevas palabras por nacer. Imagen: Carlos Alonso.

  • Post Guardia II / Débora Chevnik

    Con la misma mano que cerré la puerta de casa al salir para la guardia abrí la puerta del ascensor. La cerré y toqué el botón de planta baja. ¿Quién habrá tocado antes ese botón? ¿El cardiólogo del 8vo? ¿El taxista del 2do? Con esa misma mano abrí la puerta de calle. Rozarán esa misma superficie…el encargado del edificio? ¿La jubilada del 4to? Abro la puerta del auto. Toco el volante, la palanca de cambios, el botón de la ventanilla. Cuántas superficies. En la radio aparecen los hombres de la cárcel de Devoto. No quieren morir ni ahí ni así. No es motín, es un grito desoído. Es la historia de tantos gritos desoídos. Al llegar al hospital, firmo la entrada. ¿Quién habrá tocado ya las planillas? Lxs kinesiólogxs que toman muestras a lxs niñxs con Ccovid-19, algúnx cirujanx, unx psicólogx, la secretaria del sector? ¿Qué rastros quedan en las superficies? Cada huella deja indicios de lo que producen esas manos, de sus trabajos. Las superficies coleccionan memorias de nuestros recorridos. En las planillas de firmas, imagino, estaré dejando huellas de la jubilada del 4to o del taxista del 2do, que ahora, ya son mías. Sigo mi recorrido. Saludo de lejos, sin tocarnos, a un enfermero, a varixs pediatras y a la trabajadora social. Con y sin barbijos, nos seguimos reconociendo. La señora de la limpieza me cuenta que al final el vecino del barrio aceptó que ella le pague el arreglo de los caños para dejar de acumular agua y que no se haga esa laguna donde va a jugar su nieto. Está menos desesperada que la semana pasada por el acecho del dengue. La miro bien; me doy cuenta que está apoyada en el pasamanos del pasillo. Pasamanos, pienso. Al fin, llego al lugar donde me quedaré hasta que llegue una consulta. Abro la canilla, me lavo las manos. Debo estar tocando las huellas que dejaron las manos de algún pediatra que se las lavó antes. Que seguramente traía las huellas de algún niñx que revisó. Y esxs niñxs, soportes de los rastros de sus casas. O de la calle. En las superficies junto con los temores de contagio, se inmiscuyen historias, barrios, acechos, cuidados. Tengo que atender. Me lavo las manos. No se puede determinar el riesgo de contagio. Salgo a la cancha con camisolín, barbijo, máscara, guantes, cofia y botas. El traje de astronauta completo. Sin historia, sin gérmenes, descartable. Piel de astronauta la barrera sanitaria. Lejos de la tierra, y en una atmósfera de cuerpos celestes. En este caso los cuerpos celestes son azules. Los tres policías que traen al pibe de 16 tienen tapabocas. Casi sin rostros, nos saludamos. Le pido al de la escopeta que se la lleve a otro lado. Dice que no puede. Se señala la pechera para mostrarme las balas. Dice que me quede tranquila que la escopeta no está cargada. El pibe cuenta historias de robos, de abandonos y de violentaciones. “Abrime la puerta de atrás”. “No quiero caer preso”. Casi sin rostros y con escopeta. Un pibe esposado y un “quedate tranquila”. La inmunidad es azul y los privilegios no son precisamente por lo principesco. Violencias enmascaradas, ¿funcionan como privilegio? El virus, el pibe, los hombres de Devoto. “No queremos morir así”. “No quiero caer preso”. En las palabras, porosas como las superficies, resuenan ecos de otras palabras. Se escuchan historias de intemperie y de violencias. Virus y palabras, van ranchando en cuerpos, en canillas, en pasamanos. Desde esos cuerpos, violencias y cuidados se diseminan hacia otras superficies. Y otras, y otras… Imagen: Carlos Alonso.

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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