Vidas faenizadas. Sobre Carlos Alonso / V. Nicolás Koralsky
Las instituciones culturales se preguntan (y se dedican a determinar) qué imágenes deberían tener un disclaimer que explicite: “estas imágenes pueden herir la sensibilidad del espectador”. Las figuras de Alonso, a pesar de no llevar este aviso para sensibles, inquietan nuestras carnes y nos vuelven carne; lesionan sensibilidades amnésicas del origen fundacional de “lo nacional” asentado en matarifes y muertes.
Dolores y vísceras, carnes, vidas rotas y excluidas, cuerpos olvidados y lastimados son algunas de las escenas que retrata Carlos Alonso. Nacido en el interior del interior (Tunuyán Mendoza) de Argentina, en un año donde la economía mundial entraba en la Gran depresión, en sus primeras producciones ya retrataba vidas infantes periféricas arropadas de miseria y olvido.
Las imágenes de Alonso son indispensables para ilustrar “la cultura argentina”.
En ellas flota una raspadura de enigmático proceder que no sana. De su crudo realismo pueden olerse cuerpos que hieden por la herida, figuras atufadas de poder y sensibilidades de carne –animal o no- vueltas mortajas. Sus piezas son heridas abiertas desde donde crece una memoria irreparable, cuerpos que muestran aquello que no se quiere ver o se quiere negar.
Reconfigurando el sentido de la carne, la vuelve fragmento, masacre, humanidad hecha del color y el dolor de la carne, cuerpos pasados por la historia, cuerpos manoseados, cuerpos muertos, cadáveres comercializados, vidas faenizadas.
Su obra puede hablarnos de “Los malos amores” (1986) que se vuelven carne en mataderos que son hospitales con enfermeros que parecen carniceros o relatarnos, como en la serie “El ganado y lo perdido” (1975), escenas de tangos bailados por carnes jóvenes en frigoríficos (“Gran Tango”), jugadas de “tiro al blanco” con carne muerta o retratar “Descarados” (1975) (todas ellas de la serie “El ganado y lo perdido” de 1975).
Entre los ejercicios de memoria y citas a sus maestros, Alonso hace retratos de Lino Enea Spilimbergo (L.E.S. en algunas de sus obras de finales de los 60); crea imágenes salidas del mundo de Arlt (“Juguete rabioso. La muñeca” de 1967); ilustra “El Matadero” de Esteban De Echeverría (1965); pinta el corte de Van Gogh (“La oreja”, 1972); utiliza la fotografía de F. Alborta del cadáver de El Che replanteando las lecciones de anatomía de Rembrandt (“Lección de anatomía”, 1979); queda impregnado de las vísceras de Bacon como en la serie de 1970 sobre las carnes y su negociación (“carne de primera nº1”,”carne de primera nº 2, “carne fresca”, “carne congelada”) y grita, delante de nuestros ojos, el horror como en la serie “manos anónimas” de 1984 o en la instalación homónima de 1976-2019.
Algunas de sus obras generan el sabor de comer carne cruda sin condimentos, recién descuartizada. Sus imágenes son duras, y su impresión en nuestra retina dura como una llaga abierta en el centro de la memoria.
Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.