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Clínicas cimarronas del cuidado / Fernando Ceballos

Salir de la romantización de las demasías

Es largo explicar, pero un día me vi literalmente con el ambo puesto nuevamente, la tijera punta roma que me compré en las prácticas cuando estudiaba y está intacta, el termómetro, una birome y unos guantes descartables. Todo eso llenando los bolsillos de la chaquetilla pulcra y necesaria en ese reducto médico. Sin eso, no podés entrar, me dice la jefa de enfermería de ese servicio. El arsenal necesario para arrancar las actividades que hacía mucho tiempo no hacía tan linealmente y que me horrorizaban hasta la desesperación por la extensa falta de práctica de más de 20 años. Al cabo de las semanas, la rutina me había hipnotizado colonizando cada movimiento de mis intervenciones, y me encontraba buscando los horarios de la medicación, organizando las actividades para un número de pacientes, cambiando camas, limpiando cuerpos, cambiando sueros, y todo eso que hace un enfermero “normal”, en una sala de un hospital general. Tenía la tarea de asistir a los pacientes de salud mental que estaban internados en esa sala.

Había ingresado hacía dos días, todos ya la conocíamos. Una “figurita repetida”. De esas que han sido iluminadas por el haz de luz de la discriminación y estigmatización social: la que se tira del segundo puente del camino al puerto. Sí, esa adolescente intratable, que no para de producir ¿intentos de suicidios? Una inconforme. Sí, esa misma. Hace dos días está internada. Otra vez. A nuestro grupo de salud mental nos conoce de memoria. Sabe qué provocar en cada uno de nosotros. Tiene esa sabia capacidad de incomodar a algunos que muchas veces caemos bajo sus armados cristalizados en representaciones de actos que construyen una crisis o una excitación psicomotriz o una urgencia o un desmayo. Eso parece.

Alertado por ciertos hechos pasados, intenté armarme de una actitud que, al mismo tiempo que era distante, ambicionaba ser cordial.

Esa tarde, apenas me vio entrar a la habitación, en ese mismo instante sentí, prejuiciosamente, que ya estaba planeando algo. Saludé, me presenté y me fui a cambiar el suero de la paciente que estaba en la otra cama. Eso lo había hecho muchas veces en otras internaciones y no había pasado nada. Graso error. O tal vez no. Nunca lo voy a saber. Pero bueno, según mi deducción eso bastó para que saliera del sopor de la medicación casi mágicamente. Parecía profundamente dormida. Atinó a mover los párpados que le pesaban como una morsa. No contestó el saludo, y como dando a entender no se que cosa, se acomoda en la cama dándome la espalda. Hago mi trabajo. Hasta que, de repente, sale de su letargo y salta de la cama como escupida. Nada tenía que ver esa reacción con el cuerpo que estaba observando. Vertiginosamente y a paso raudo se mete en el baño. Más allá de lo que vimos, la oleada de ese movimiento capturó a los cuerpos que estábamos ahí. Capaz tenía muchas ganas de ir al baño, pensé sin querer estigmatizar. Espero un momento atrás de la puerta cerrada y juntos con el acompañante de la cama de al lado empezamos a sentir golpes en la pared. Le pregunto al acompañante si estaba escuchando lo mismo que yo. Y asiente con la cabeza, todavía perplejo por aquel salto de canguro. Intento abrir la puerta y estaba trabada. Un seguro de afuera de la cerradura me permite abrirla sin problemas. Estaba pegándose la cabeza contra la pared. No me mira. Intento sacarla de esa escena, pero toda su fuerza se concentra y se me hace difícil poder romper ese instante. Coloco la mano entre su cabeza y la pared. Hace dos o tres golpes más sobre mi mano y se tira al piso. Dejáme, me dice. La dejo. Me siento en el piso apoyándome en el inodoro, para estar a su altura. Me mira así con unos ojos rojos y sin expresión, como no coincidiendo con lo que estaba pasando. Le digo que sería mejor ir a la cama, que ya llega la leche de las cuatro de la tarde. Y con la misma agilidad del salto canguro, se incorpora y sale del baño esquivando mi mano que intenta en vano detenerla. Abre la puerta de la habitación y se perfila para el pasillo, con la misma decisión maradoniana en el segundo gol a los ingleses. Hace una finta y deja atrás al que reparte la comida, se desprende de la enfermera que salía de una habitación e intenta pararla. Un familiar que se anima a intervenir recibe un manotazo en la cara, y sigue cual barrilete cósmico. Va derechito a la puerta. Les hago señas a todos que la dejen. Llega a la puerta y un policía, advertido por el ruido, detiene su recorrido. Ahí se para. La agarra de un brazo, yo del otro y la llevamos a la habitación, mientras calmo el ímpetu del policía que quería seguir con su rutina represiva. La acostamos. Ya tenía preparada la merienda. El policía me pregunta si se queda. Le digo que no que ya estoy yo, que cualquier cosa lo llamo. Apenas sale el policía de la habitación. Nuevamente la escena. Se levanta e intenta salir de la habitación. Me voy a matar, dice. Me interpongo en la puerta. Me empuja. No me pega, podría tranquilamente hacerlo. Pero no me pega. Se tira con sus casi 80 kilos sobre mí. Y ahí empezamos como una lucha de sumo o un pogo. Primero con los hombros que se chocan. Después las manos que se repelen, pero en un movimiento no violento, como cuidando cualquier golpe. Que no haya violencia, parece decir. ¿Será un juego? Estuvimos así durante 45 minutos. Mis músculos ya no daban más. Embate tras embate, arremetida tras arremetida, se hacían sentir en mi cuerpo ya avejentado. Por momentos, nos perdíamos en un abrazo forzado. Un abrazo que uno no da comúnmente. Apretado. A eso le seguía después un paso de baile torpe, para un lado y para el otro. Paraba un momento y encaraba de nuevo, diciendo la frase: Me voy a matar, dejáme. Y otra vez. Y otra vez. Y otra vez. ¿Cómo poner un torniquete a esa hemorragia de intensidad? Ella seguía a su ritmo, mientras el mío se iba agotando. En cada embate me decía ¿Y ahora qué hago? ¿Cómo sigo esto? Por momentos, pensaba en dejarla salir para ver a dónde iba. Pero después me desdecía calculando lo peor. Cuando podía abrazarla y hacerla retroceder caíamos los dos en la cama. Se quedaba un ratito así y acometía de nuevo. De nada me servía a mí ese descanso, necesitaba por lo menos dos días. A ella poco le importaba, la fiereza de cada carga seguía intacta. El acompañante de la usuaria de la cama de al lado, se había puesto a merendar y miraba en un lugar preferencial esa escena casi bizarra de tomas de yudo. En medio de ese trajín desbastador se abre la puerta de la habitación. Creo que los dos pensamos que era el policía. Pero no, era uno de sus hermanos. Ese que siempre la cuida y la defiende. Con la misma rapidez de aquel primer salto, cambia su ropaje de crisis, y entra en otra dimensión de relación. Se deshace de mí como puede. Y saluda a su hermano cálidamente como siempre. ¿Querés que vayamos a tomar unos mates al bar? La invita. Acepta inmediatamente y juntos se van para el bar. Pasan a mi lado como si todo lo sucedido no hubiera pasado. Y recorren ese mismo pasillo, que unos minutos atrás había recorrido casi como una fuga en la Casa de papel, a paso cansino y hablando de la vida.

“Las demasías no están todo el tiempo en estado de demasías, muchas veces se envuelven en la normalidad caricaturizándola, la rigidizan con lo cual hacen percibir que las normalidades son ficciones insoportables”[1]. Es difícil trabajar con lo insoportable de lo insoportable, pero ¿por qué no creer que quería matarse hace unos minutos atrás, y ahora no quiere eso? ¿Por qué no creer, al menos provisoriamente, que se ha calmado porque necesitaba ver a su hermano? ¿Por qué no creer que tenía ganas de tomar unos mates con su hermano? ¿Qué necesitaba verlo, y que eso la tranquiliza, por lo menos por ahora? ¿Por qué no creer en ese descanso, en ese parate de esa intensidad abrumada? ¿Y si afuera de todo ese armado no hay nada, y esa nada se vive como una catástrofe? ¿Y si ese armado de crisis es lo único que tiene, lo único suyo, propio?

Soportar, demorar, ser paciente, tranquilizarse, son mandatos que, así como nos proponemos nosotros, también se los trasladamos a los usuarios. Obviamente que los umbrales de esas palabras son muy subjetivos en estas situaciones. Está aquel que ante el primer forcejeo ya prepara el triple esquema. Está aquel que espera unos forcejeos más como dándole alguna chance, porque tiene preparado el triple esquema. Está aquel que habla, intenta buscarle otro cause, pero también tiene preparado el triple esquema. Y está ese otro que ni ha pensado en el triple esquema, todavía. La verdad no quiero hablar de cual está bien y cual está mal. Precisamente el umbral de lo insoportable es el que determina cada intervención. La idea es poder pensar esa precisa intervención a veces insoportable, como modeladora de otra práctica que posibilite un cuidado.

 

Un viaje hacia el cuidado

Era jubilada, creo que era docente. No me acuerdo bien. De todos modos ella venía de una familia acomodada, además su marido también tenía mucho dinero. Había quedado viuda y se había dedicado a recorrer el mundo. Iba por el tercer pasaporte ya. A mí me encantaba escucharla, porque tenía una manera de narrar sus viajes que te hacía viajar a vos también. Yo estuve en cada uno de esos lugares recorrido por ella. Cuando llega uno de sus hijos al consultorio y me dice que su madre necesita un psiquiatra, y me muestra que había recibido asistencia en diferentes partes del mundo (Estados Unidos, Francia, España, entre otros países), no me salió otra que decirle, porque venían a mí. No sabemos ya que hacer, me dijo. Por favor, doctor atiéndala. Bueno, la verdad me pagaba muy bien. Así que no me hice esperar mucho. Depresión, era su diagnóstico.

Ella tenía una relación muy particular con la medicación, pero a mí me parecía que en su situación la medicación, podía influir de otra manera. Yo venía trabajando con unos placebos que me hacían en la farmacia de acá a la vuelta. Los preparaban muy bien. Diferentes colores, tamaños y formas. Eran perfectos. Yo le había agregado a cada color su importancia y a cada forma su duración en el tiempo. Por ejemplo, la redonda amarilla sólo se podía administrar a la noche, la azul alargada media en el almuerzo. Y así con todas.

Casi al final de la consulta, le expliqué como iba a ser su tratamiento. Le dije de la importancia de la medicación, de ESTA MEDICACIÓN. Que no podía tomar más de lo que yo le prescribía. Y que si o si necesitaba todo su apoyo y responsabilidad. Sin eso no podíamos empezar, porque una vez que empezáramos, si se vulneraba el tratamiento podría tener consecuencias muy negativas para su salud. Debía tomar medio comprimido amarillo en la cena. Y no más de eso.

Un aura[2], al decir de Benjamin, invadió ese encuentro. Sensibilidades estaban tocándose con las palabras. “La expresión sensibilidades que hablan sugiere que las palabras gravitan sobre las afectividades, que las memorias gravitan sobre las percepciones, que las hablas gravitan sobre las morosidades”[3]. Hablé con la familia y le expuse la estrategia, y que era fundamental su acompañamiento en esto. La cosa funcionó de maravillas durante mucho tiempo. Ella venía a la consulta, me contaba de sus últimos viajes y de lo bien que se sentía, y yo viajaba. Y así se fue construyendo una cercanía que nos sostenía a ambos en ese acontecimiento alojador: un cuidado.

Su casa quedaba cerca del consultorio, así que además a veces la veía cuando pasaba y nos saludábamos. Un día camino al consultorio veo la ambulancia al frente de su casa. Me acerco preocupado. Justo estaba de médico de emergencia, un amigo. Le pregunto qué pasaba y me dice que parecía un infarto. Le digo que era mi paciente desde hacía bastante tiempo. Y le solicito hablar con ella. El pelado me dijo: gordo, no me metas en quilombos, por favor. No le dí mucha importancia y pasé a verla. Estaba desparramada en la cama. Acerco una silla y me siento al costado y empezamos a hablar. Se sorprendió por mi presencia. Al cabo de un momento de charla, le pregunto concretamente porque estaba dándome rodeos. ¿Qué te pasó? Bueno doctor, a usted no le puedo mentir. Me tomé esta mañana una pastilla de esas amarillas entera. Le remarqué la importancia que tenía el tratamiento como lo habíamos acordado. Puse mi mejor cara de preocupado, pero en realidad el alivio iba por dentro. Al instante inventé una estrategia para poder revertir la situación. Le dije, que estas situaciones podían pasar, pero era importante poder hablarlas conmigo, y que yo para estos momentos había previsto otras cosas. Le digo: “No te hagas problemas, yo tengo el antídoto que va a contrarrestar el efecto de esa medicación”. Hablo con el pelado, que me estaba escuchando atentamente desde la puerta. Y le digo: “Dame una aspirineta o una buscapina algo que sea rosita”. Mientras sacudía la cabeza, para un lado y para el otro, no entendiendo casi nada, me trae una aspirineta. Bueno ahora se toma esta pastillita, el doctor acá le va a realizar un electrocardiograma y después yo la llamo. Cuando salía, me detuve y le expliqué al pelado la situación. A la tarde cuando la llamé estaba haciendo un bizcochuelo para invitar a una amiga con mates.

La mismísima materialidad de un quehacer o un saber hacer que funda oficio escapando de las especializaciones y la mercatilización de un tratamiento. Oficio que se hace cuerpo entre la experiencia, la trayectoria, la vida y las historias que produce un encuentro. Un saber hacer que escarba sus memorias e inventa nuevas posibilidades, no las estandariza, las potencia como insurgencia que se hamaca entre lo que se sabe, lo que se hace y lo que se piensa.

Después de escuchar atentamente este relato, me propuse escribirlo de la mejor manera que pudiera, además me pareció de una riqueza impresionante. Se me apersonaron un sinfín de interrogantes. Lo primero que me puse a pensar es en lo que significa la palabra de un médico para una persona que sufre. Totalmente desguarnecida, entregada a ese otro que la mira, que la escucha, que la cuida. Palabras que esa persona sufriente hace suyas, ya sea por transferencia, por empatía, por confianza, o por la hospitalidad entregada en ese primer encuentro. Pero también me preguntaba casi cuestionando esa decisión ¿Porqué atar a una persona a medio comprimido? ¿Medicalización? Y pensé en los muchos que quedan atrapados, encerrados, tomados por un tratamiento psicofarmacológico cruel haloperidoniano, que los robotiza, les ensombrece la mirada, les precariza los vínculos, les empobrece las palabras, en fin, les envilece la vida, y encima les dicen que ese tratamiento les va hacer bien. Y pensé en esos muchos que no tuvieron ni tienen la posibilidad de esta señora: ser escuchada y de poder hablar. Porque ahí, en ese acontecimiento donde se cruzan las miradas y se respetan las palabras, está la esencia del trabajo clínico entre este psiquiatra y esta señora.

Recuperar experiencias como la del gordo, en donde el oficio se empecina en acercar el trabajo a la vida, es recuperar el arte en el trabajo cotidiano, la alegría en cada intervención, la invención en cada posibilidad y la potencia del cuidado con el otro.

Tal vez esa señora había recorrido el mundo buscando ese lugar, que no lo encontró en los supuestos mejores lugares de atención, ni en las mejores clínicas, ni con los supuestos mejores profesionales, y lo encontró ahí, justo ahí en donde el cuidado se hizo presente, a escasa media cuadra de su domicilio.

 

Impregnar desde el cuidado

El manicomio sigue intacto más allá de la pandemia. Intervenciones que intentan disciplinar cuerpos exhaustos e inconformes no desaparecen, ni siquiera cuando hay un temor mayor en el mundo. La medicalización hace estragos en esas intervenciones. Pócimas que paralizan pensamientos, movimientos, relaciones, vidas, posibilidades y aparecen como una solución de normalización a demasías que se resisten. Cuerpos avasallados por una supuesta lógica formal que permite la prescripción de fármacos a mansalva. Los rotulados seguirán así más allá de otros designios.

Hace casi un mes que ha sido dada de alta. Costó mucho traerla de vuelta a este mundo. La opacidad de su mirada fue dando paso a un tenue brillo alentador. Las palabras ayudaron a relajar los momentos de encuentro. La escucha, más allá de los monosílabos que se podían decir, fue definitoria. La paciencia de la espera por esa palabra y el reconocimiento y agradecimiento por la demora ayudaron a empezar. De nada sirve el apuro cuando la palabra está trabada. Hay que aceitar esa mandíbula, lo mismo que las cuerdas vocales y ese pensamiento atascado químicamente. Y a eso sólo lo da el detenerse y esperar que algo va a salir. Varios encuentros en su domicilio le han devuelto la confianza. La confianza en ella misma. Cree que puede estar mejor. Se preocupa por llevar adelante cada consejo. Sigue al pie de la letra cada recomendación. Pero los efectos de la medicación son demoledores, con eso no puede. Esa internación hizo que, por orden del psiquiatra, se la “impregnara” de haloperidol. Impregnar: adherencia de una sustancia al cuerpo, dice el diccionario. Adherencia que por sus efectos colaterales le ha opacado y petrificado la vida. Adherencia que ha conquistado sus movimientos y enquistado sus pensamientos. Vive en la piecita de atrás. Mugrienta, húmeda, helada y deprimente. Su madre para que “no haga problemas”, a eso de las ocho de la noche le da la cena, la medica y la encierra en esa habitación lúgubre con un candado. Y queda ahí hasta el otro día. No basta con esa impregnación artera, encima hay que encerrarla y no precisamente como aislamiento social preventivo y obligatorio. Como si no tuviera bastante con ese encierro que la ha rotulado con un diagnóstico: esquizofrenia. La lógica manicomial intacta en esa escena. El prejuicio de la peligrosidad merodea cada intervención que se haga con ella. Una madre discapacitada, dice que le tiene miedo. Que así está mejor. Una muralla de prejuicios “impregna” y justifica cada acción que se toma con relación a ella. Pero claro, nadie piensa que esa otra vida envilece con cada miligramo de neuroléptico y en cada vuelta de llave del candado. La imposibilidad para caminar, se contradice con ese temblequeo insistente e incontrolable que “impregna” sus movimientos básicos. Sus manos y sus pies se mueven acompasadamente. Pero cuando se incorpora para caminar, no puede. Se queda ahí, clavada en su andar más allá de que su cerebro ordena marchar. Endurecida por un fármaco que supuestamente cura.

Después de ver semejante escenario, se habla con otra psiquiatra para poder plantear los devastadores efectos adversos que produce la medicación en esa vida. La dejamos una semana sin medicación para que se “desimpregne”. Se cambia el esquema de la medicación, se baja a dosis mínimas. Después de varios días, cuando llego a su casa es ella quien me espera en la puerta. Su semblante de máscara ha dado lugar a una mirada vívida, sus movimientos son más descontracturados, sus palabras se acompasan a un ritmo acorde y coherente. Me abre la puertita de rejas con movimientos finos y suaves de sus manos. En una semana ha vuelto a hacer cosas que no podía. Tenderse la cama, prepararse el desayuno, caminar, ayudar a hacer la comida, caminar, peinarse sin lastimarse, cepillarse bien los dientes, caminar, doblar su ropa, cortar la comida, caminar, y también impedir que su madre le cierre la puerta con candado. Me cambió la vida, me dice. Cosas que parecen insignificantes pero cuando una persona no las puede realizar, la libertad empieza a ser vulnerable lo mismo que la independencia. Pero uno de los síntomas producidos por la medicación persiste todavía, eso la pone muy mal. Una enorme cantidad de saliva hace que tenga que usar un babero. Secreta y secreta saliva sin parar. Toda su ropa se moja. Eso la altera, por momentos la hace irritable. Me dice que se ve sucia, asquerosa, es la palabra que utiliza. Tengo que cambiarme este babero cada dos o tres horas, dice. Hablo nuevamente con la psiquiatra para pensar juntos la situación, sabiendo que la medicación es prescripción médica, pero responsabilidad de todo el equipo de salud. Vemos otros esquemas posibles. Trae al debate clínico otras situaciones similares que le ayudan a pensar ésta. Una decisión en equipo interpreta que hay que cambiar nuevamente el esquema de la medicación. Por momentos veo a la psiquiatra más relajada, intentando salirse de los estándares protocolizados. Luchando interiormente contra ese poder que le dice que no debe alejarse de la protección del vademécum, y menos dejarse llevar por las corazonadas y por la experiencia. La ciencia no sabe de intuición, y menos de arrebatos que hilvanan posibilidades. Hegemonías que al pensar, se deshilachan, se sueltan y crean. Modalidades que se flexibilizan para producir un cuidado. Especialidades que se enriquecen en las discusiones desde la experiencia. Normalidades que sucumben ante gestos hospitalarios. Innovación que recorre el espinel de clasificaciones farmacológicas buscando otros posibles. Hace dos semanas que está con esta nueva medicación. Llego a su casa para otra visita domiciliaria. Me atiende la madre. No está, me dice. Un escalofrío controlador me recorrió la espalda. Se fue hasta la verdulería. Tenía ganas de comer mandarinas, dice. Impaciente, la esperé en la vereda. Quería ver cómo camina una persona cuando recupera la libertad. Y venía así espléndida con el barbijo un poco caído que le hizo ver una sonrisa cuando me vio. Y en cada paso que daba iba soltando aquellas amarras que la habían atado a la cronicidad. Tenía ganas de comer esas mandarinas criollitas, las que tienen semillas. Esas tienen más jugo, me dijo mientras me invitaba con una y a pasar a su casa.

Uno se imagina la libertad de muchas maneras, y ahí en ese mismo instante me di cuenta que frente a mí estaba una de las muchísimas maneras de ser libre. Se sentó en una silla de plástico, donde le daba de pleno el solcito de junio, metió la mano en una bolsa y sacó un ovillo de lana azul, otro negro y dos agujas enormes. Empecé a tejer de nuevo, me dijo.

Y pensé en ese enorme tejido clínico que habíamos podido construir, tejiendo y destejiendo ideas que iban siguiendo un hilo impregnado de cuidado.

 

La importancia de recuperar los detalles

Los detalles de un cuidado son esos destellos que comienzan libres, imperceptibles, chiquitos, clandestinos, cimarrones, casi desde la casualidad de una acción decidida en la periferia de una escena, pero cuando la agudeza de una sensibilidad emergente está presta y atenta, los hace aparecer redondamente en el terreno de una situación de salud, en donde dos cuerpos o más se envuelven, se tensan, resistiéndose a los embates de los discursos que los quieren estigmatizar, normalizar, domesticar o medicalizar, cristalizándolos en una técnica y/o en un diagnóstico. Y los detalles aparecen ahí, así produciendo un acontecimiento que pide relatos de historias deseantes, que intentan rescatar y provocar suspiros de artistas del cuidado, para crear nuevas potencias en cada trabajador y en cada trabajadora del cuidado, que buscan salirse por un momento de las verdades únicas para pensar una ampliación en la clínica sin la necesidad de imposiciones clasificatorias. Es el armado de un rompecabezas de piezas que con el aumento de la lupa del oficio, puede rescatar aquellas partes distantes, distintas, alejadas, descartadas, cajoneadas por la inoperancia de las respuestas procedimentales. Visibilizarlas, hasta hacerlas aparecer como posibilidades entre las opciones clínicas para la construcción de una estrategia terapéutica interdisciplinaria, es nuestro norte.

¿Puede una pequeña señal alterar el desenlace de las cosas?

Que es posible transformar el curso de cualquier situación de salud con sólo una señal, deja de ser una quimera en el mismo instante en que un suceso compromete al menos dos cuerpos en la inmensidad de un cuidado. Esa pequeña mueca, esa mínima mueca de significación que nos alcanza, que nos toca, que nos conmueve concierne a la conformación de todo lazo humano. Esa coyuntura exacta en donde el encuentro es posible, las miradas se miran, las manos se acarician, las palabras se hablan, los oídos se escuchan. Son la representación concreta de esos instantes precisos fundados por los trabajadores y las trabajadoras del cuidado a través de la producción de acontecimientos contaminados de sutiles detalles, produciendo oficio. Son esos momentos cuando algo pasa atravesando muros de tiempo creando un paisaje nuevo, distinto, diferente, ajeno pero agradable, vivible y que termina distinguiendo un antes y un después, para por un instante suspender el pulso, para permitir un respiro necesario en la vorágine de nuestra experiencia cotidiana. Momentos que detienen aquellos cuerpos que vibran y permiten escuchar esas palabras que habitan sus silencios.

Son esos momentos en donde uno los recuerda por lo que nos produjo entender que el otro estaba ahí, esperando esa creación y respondiendo en consecuencia. Alteraciones que permiten las alteridades. Momentos vividos en la vorágine de una guardia de fin de semana, o en la tensión y la precisión de una sala de UTI, o en una charla casual en el pasillo con un familiar desconsolado por información, o en un diálogo ameno en la oficina de enfermería del centro de salud donde ese ambiente creado posibilita que alguien rompa un silencio de años y denuncie un abuso, o en el medio de esa crisis subjetiva que parece desbaratar el día, o en esos descansos compartidos entre trabajadores y trabajadoras con mates y criollos, o en ese instante justo del cambio de suero que se encuentran las miradas y aparece una palabra atestiguando relatos que estremecen, o en ese pasaje de guardia en donde justo brota un relato que resignifica una acción más allá de lo procedimental.

Cuando cada palabra es despojada de sus posibles ropajes de prejuicio, hegemonía, cientificidad o normalización, se le da otro lugar, ya no aparece como una queja, ni como una certeza, sino como una necesidad, ya no es una impostura sino una posibilidad de diálogo, ya no asoma un agravio sino un malestar ante el sufrimiento, ya no aparece un cuchicheo sino los susurros de un silenciamiento. Hay un momento para pensarla y un momento para inventarla. Cuando se le ha dado lugar para poder desplegarse libre, esa palabra tiene una historia para narrar, un sometimiento para emancipar, un acto de salud para producir, o una profesión para oficiar.

Chiquitita así, así de chiquitita. De sonrisa enorme, grande, así de grande. De mirada negra y brillante como reflejo de luna en el río marrón. Cabellos oscuros que tienen movimiento propio y agigantan su figura diminuta. El volumen del renegrido pelaje se mueve al compás de sus movimientos. Su risa fácil, no se relaciona mucho con la hondura de su tristeza. De voz también chiquita. Que va pidiendo permiso para aparecer en una conversación. Puede pasar de una tremenda carcajada o un llanto desconsolado, en segundos. Cuando era más chiquita, sus padres murieron. Fue criada por una de sus abuelas, que lo único que heredó de ella es su tamaño. Tiene algo con la ropa. Ella pide ropa. A los pocos minutos de estar charlado, al primera vez que nos vimos, ya me estaba mangueando alguna camisa, o remera o pantalón. Es recurrente con eso. A su abuela le hierve la sangre cuando la escucha pedir. Y arremete con un maltrato que no se condice con lo que ha escuchado.

La conocimos el año pasado cuando estuvo internada unos días por depresión. Pero antes de esa internación ya venía con un “tratamiento” psiquiátrico. El psiquiatra la medicaba y ella cada mes iba a retirar la medicación. Ese era su tratamiento. Un amigo psiquiatra decía con respecto al tratamiento: “mientras trato, miento”. Cuando tenía suerte lo podía ver esos valiosos cinco minutos que le dedicaba para decirle cosas como: no tenés que abandonar por nada la toma de la medicación, sino vas a seguir alucinando. Pero doctor yo… bueno, decía el galeno, el mes que viene nos vemos. Y salía así con la pregunta atragantaba en la garganta. Eso se daba en el mejor de los casos. Porque si no era así, la que le entregaba la medicación era la administrativa que daba los turnos. Y que al estilo empleada pública de Gassalla, la maltrataba. Por su estatura no podía llegar a escuchar bien lo que le decía la administrativa cuando le entregaba la medicación. Y siempre al final de cada entrega la terminaba retando. Ella le insistía con las mismas preguntas que le había hecho al doctor el mes pasado.

[1] Percia, Marcelo. Demasías, normalidades, locuras [2] Benjamin, Walter. Discursos Interrumpidos I, Taurus, Buenos Aires, 1989. Aura: Definiremos esta última como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar). [3] Percia, Marcelo. Sensibilidades en tiempos de hablas de capital. – 1a ed. – Adrogué: Ediciones La Cebra, 2020.

Adieu Amenhotep. Leonora Carrington, 1955.

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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