top of page

¿Dónde se instala el dolor? / Fernando Ceballos

Clínicas cimarronas del cuidado

 

La luna enorme de esa noche otoñal inunda las ventanas del Instituto del Quemado del Hospital Córdoba, de la ciudad de Córdoba. Los trabajadores y trabajadoras nocturnas se internan en una dinámica que les va a ir cambiando su ciclo circadiano por algunos días. La noche, amiga de la luna y del silencio, amerita otra atención y otra tensión.

La mujer tiene quemado casi el sesenta por ciento de su cuerpo, nadie entiende como todavía está viva. Hace meses que está postrada soportando un dolor insoportable: haber quedado viva después de ese intento de suicidio. Ese dolor la atraviesa entera y no la deja ni un instante. La demanda con el correr de los días se fue incrementando. El dolor dolía en todas partes. Al segundo mes ya era “una paciente problema” para el sistema. Sus demandas eran incomprensibles e insoportables a las temporalidades de la estructura. Y cuando el sistema se harta arremete con más saña con sus dispositivos de colonización. Y así, la medicalización se fue instalando como respuesta más cómoda a los requerimientos persistentes, y como disciplinamiento de una sensibilidad desguarnecida. Iván Illich, nos aclara el panorama, “Cuando la civilización médica cosmopolita coloniza cualquier cultura tradicional, transforma la experiencia del dolor. La civilización médica tiende a convertir al dolor en un problema técnico y, por ese medio, va a privar al sufrimiento de su significado personal intrínseco”[i].

La morfina fue entrando en su cuerpo de a puchitos y éste la fue naturalizado de tal manera, que ahora sólo dura su efecto unas pocas horas. El dolor sigue, siempre sigue ese dolor. “El dolor desborda la lógica, lo racional, el lenguaje”[ii].

El timbre invade el silencio de la noche. El enfermero, cansado por el trajín de la jornada, entra a la habitación y unos ojos desorbitados e insomnes imploran dedicación. Me duele mucho, dice. El enfermero contesta seco e impaciente: pero si hace una hora que te administré el analgésico. Ese matadolor médico[iii] potente. Sí, pero me duele mucho lo mismo. Porque no me lees algo, le dice. Por un momento se detuvo el ritmo como queriendo acceder a una súplica, pero al instante la rutinización hizo que todo volviera a la normalidad. El enfermero piensa en todo el “trabajo técnico” que le queda por resolver y no puede creer que esta paciente le pida que le lea algo. Con un gesto poco alojador, le dice que lo espere “un ratito” que enseguida vuelve. Y se interna nuevamente en su alienante tarea repetitiva y a la vez necesaria para otros: medicación, curaciones, control de signos vitales, higiene, entre otras cosas. Esta solo esta noche, y debe organizarse de otra manera para hacer su trabajo. Ya en la oficina de enfermería, y después de “un ratito”, transcribiendo datos en las historias clínicas, suena el timbre de nuevo. Es ella. Como insiste esta mujer, se dice para adentro. Deja por un momento lo administrativo y se interna nuevamente en ese ambiente cargado de sensaciones humanas que habita cada habitación del Instituto del Quemado. Y va a ver qué sucede. Se acerca con pasos silenciosos, esperando tener la suerte de encontrarla dormida. Mala suerte para él, la encuentra con la misma imagen de hace una hora atrás. Se deja llevar por el alarido suplicante de esos ojos que piden a gritos otros ojos que la miren. Y resignado a ese lamento, toma un libro de esa pila que pasaba la altura de la mesita de luz y él no se había percatado que estaba allí. Acerca la silla al costado de la cama, cerquita de la cabecera, como para leerle al oído. Y lee. Se compenetra tanto en la lectura, que lee un rato largo. El tiempo fue cómplice, lo mismo que la concentración. Tal vez pasaron cinco o diez minutos, o “un ratito”. No sabe que pasó en ese tiempo. Y mientras lee, invade al ambiente de una extraña aura atemporal que cuida. Cuida un cuerpo doliente que disimula un dolor más allá de los filetes nerviosos que quedaron expuestos ante la quemadura. Ella tolera un dolor que la atraviesa entera, en su cuerpo y en su historia. Resiste un dolor que la vulnera hasta la deshonra. No quiere dormirse sola. El miedo a cerrar los ojos y no despertar nunca, la excitan. Y se queda ahí quietita mirando como el lector intenta, ésta vez hospitalariamente seguirle su pedido. Y se queda ahí, así expuesta no en carne viva, sino en alma viva. Y viaja. Y sueña. Y vuela.

“El dolor es subjetividad, experiencia común y solidaria irremisiblemente asociada al hombre desde el inicio de los tiempos. Experiencia inconmensurable desde su exterior, intransmisible desde un lenguaje que no sea el que él mismo determina. El dolor iguala, manifiesta la densidad y profundidad del hombre. Es un hecho personal, que hace palpable la condición de finito del hombre: aquél que sufre se reconoce como mortal. El dolor es proximidad a la muerte, conciencia de fin que se nos aparece de forma violenta, imprevista. Es signo de humanidad, está en el ser del hombre el sufrir, así como lo está el morir”[iv].

De pronto un ronquido, sorprende a esa voz bajita y de garganta que imposta el enfermero que intenta una calma para ese dolor. Mira de reojo aquella mirada desorbitada que lo convocó, y con asombro descubre como ha desaparecido para darle paso a un sueño profundo. Con el tiempo ese joven enfermero entenderá que el dolor nada tiene que ver con la sangre de las heridas concretas, ni con moretones o traumatismos, solamente. Entenderá que el dolor es eso que se instala en una vida como errancia y que busca desconsolado durante “un ratito” una palabra, una mirada, una lectura.

 

[i] Illich, Iván. Némesis médica. La expropiación de la salud. breve Biblioteca de respuesta. Barral Editores, 1975. CABA. Pag. 113 [ii] Negri, Antonio. Job, la fuerza del esclavo. Buenos Aires, Paidós. 2003 [iii] Idem 45 [iv] Pérez Marc, G. [2010], “Sujeto y dolor: introducción a una filosofía de la medicina”, en Archivos Argentinos de Pediatría;108(5):434-437.

Francis Alÿs, "La petite mort” collage de papel óleo, grafito, cinta adhesiva y tiza 43x28 cm, alrededor de década del 90

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

bottom of page