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- Necesidades / Juan Gelman (1973)
el individuo que difiere de sus pares que perturba o escandaliza a su familia o sociedad suele ser calificado de insano acusado de enfermedad mental y perseguido como enfermo este acto de psiquiatría llena necesidades importantes el individuo que ve piernas azules de mujer volar arbolitos cantar el mundo heder es encerrado golpeado con electricidad insulina médicos este acto de psiquiatría llena necesidades importantes ¿necesidades del volar o cantar? ¿necesidades del individuo que difiere de sus pares que perturba o escandaliza a su familia o sociedad y es calificado de insano acusado de enfermedad mental y perseguido como enfermo? ¿otras necesidades? ¿necesidades del individuo que no difiere de sus pares que no perturba o escandaliza a su familia o sociedad que no es calificado de insano acusado de enfermedad mental ni perseguido como enfermo? ¿piernas azules de mujer volar no? ¿ni arbolitos cantar ni mundo heder? este acto de psiquiatría llena necesidades importantes los jabalíes de oro están comiendo a yvonne Fuente: Relaciones, La rosa blindada, Buenos Aires,1973.
- Palabra / Monique Wittig - Sande Zeig
En virtud de todos los desplazamientos, deslizamientos y pérdidas de sentido que las palabras tienen tendencia a sufrir, llegó un momento en que no se referían ya a la o las realidades. Fue necesario entonces reactivarlas. No es una operación sencilla y puede adquirir toda clase de formas. La más extendida es la que practican las portadoras de fábulas. Las portadoras de fábulas cambian continuamente de lugar. Cuentan, entre otras cosas, al ir de un lugar a otro, las metamorfosis de las palabras. Ellas mismas cambian las versiones de estas metamorfosis, no para volver las cosas más confusas, sino porque han registrado esos cambios. Tienen como consecuencia el evitar que las palabras fijen su sentido. Existe un tributo que las amantes pagan a las palabras. Realizan asambleas donde leen todas juntas diversos diccionarios, se ponen de acuerdo acerca de las palabras de las cuales no tienen deseos de prescindir. Luego deciden, según los grupos, las comunidades, las islas, los continentes, el tributo posible de acuerdo a las palabras y lo pagan con su persona (o no lo pagan). Burlonamente lo llaman ‘escribir su vida con sangre’, lo cual, dicen ellas, es el menor de los males. Fuente: Wittig, M. & Zeig, S. (1976) Borrador para un diccionario de las amantes. Traducción de Cristina Peri Rossi. Editorial Lumen. Barcelona 1981.
- La alteración de los mundos: Versiones de Philip K. Dick / David Lapoujade
Introducción: el delirio No me esperaba eso de ti. No realmente. Hablas como un estudiante universitario. Solipsismo. Escepticismo. El obispo Berkeley y todo ese cuento sobre las realidades últimas Philip K. Dick La ciencia ficción1 piensa por mundos. Crear mundos nuevos, con leyes físicas, condiciones de vida, formas vivientes, organizaciones políticas diferentes, crear mundos paralelos e inventar pasajes entre ellos, multiplicar los mundos, esa es la actividad esencial de la CF. Guerra de los mundos, mejor o peor de los mundos, fines del mundo, son los términos recurrentes. En ocasiones, esos mundos pertenecen a galaxias lejanas, en otras son mundos paralelos a los cuales se accede a través de puertas secretas o brechas en nuestro mundo, a veces se forman tras la destrucción del mundo humano. La condición es que esos mundos sean otros, o bien, cuando se trata de nuestro mundo, que se haya vuelto suficientemente irreconocible como para devenir otro. De modo que, de la CF, se puede decir también que pasa su tiempo destruyendo mundos. Son incontables las guerras totales, cataclismos, invasiones extraterrestres, virus mortales, apocalipsis, todos los fines del mundo de la CF. Las posibilidades son múltiples, pero en todos los casos se trata de pensar en términos de mundos. La contrapartida es que a la CF le cuesta crear personajes singulares como los que produce la literatura clásica. No encontramos allí ni a Aquiles, ni a Lancelot, ni a la señora Dalloway. Los personajes de CF suelen ser individuos cualesquiera, estereotipos o prototipos débilmente individualizados ya que están ahí especialmente para mostrar cómo un mundo funciona o se estropea2. Ellos solo tienen valor de muestra. En última instancia, cualquier personaje sirve con tal de que permita comprender a qué leyes obedece el mundo al que se enfrenta. Los personajes nunca son tan importantes como los mundos en los cuales viven. Dada las condiciones de tal o cual mundo, ¿cómo se adaptan los personajes a él? Dado un grupo de personajes, ¿a qué mundos extraños se enfrentan? Estas son las dos preguntas principales que animan los relatos de CF. De una manera u otra, los personajes son siempre segundos respecto del mundo en el cual se sumergen o del cual intentan escapar. Se objetará que el verdadero rasgo distintivo de la CF es el recurso a la “ciencia”, razón por la cual se habla justamente de ciencia-ficción3. Pero allí también, ciencia –y tecnología– son solo medios (vueltos inherentes al género) para propulsarnos hacia mundos lejanos o para introducirnos en un mundo futuro, tecnológicamente más avanzado. Quizás el recurso a la “ciencia” es lo que singulariza a la CF, pero no es sin embargo lo que la define. Para hablar como Aristóteles, diremos que ciencia y tecnología son propios de la CF, pero no la definen4. Por importantes que sean para el género, permanecen subordinadas a la invención, a la composición de mundos otros. Esto explica de igual modo por qué la CF toma prestado a formas de pensamiento que, también ellas, conciben o imaginan otros mundos, como lo hacen la metafísica, la mitología o la religión. ¿No hay en el fondo de todo autor de CF, antes que un sueño de ciencia, un sueño de mitología, metafísica o religión que se expresa a través de la creación de esos otros mundos? Es justamente porque conciben mundos nuevos que se ha podido ver a Cyrano de Bergerac, Fontenelle o Leibniz como precursores de la CF. Sin dudas, en filosofía, es Leibniz quien llegó más lejos en esta vía ya que en él todo está pensado en términos de mundos, y el mundo real nunca es otra cosa que un mundo entre una infinidad de otros mundos posibles5. Asimismo, la manera en la que hoy se invoca continuamente a la CF a propósito de los progresos tecnológicos, las devastaciones de la Tierra, las visiones utópicas o distópicas, da prueba de un pensamiento por mundos, de los “efectos de mundo” provocados por los flujos de información. Se diría que, de ahora en más, cada información tiene por horizonte la viabilidad, la supervivencia, el acondicionamiento, la destrucción de nuestro mundo y, en el interior de este, las relaciones entre los diversos mundos humanos, animales, vegetales, minerales, en cuanto que componen o descomponen la unidad y la variedad de este mundo. Las noticias ya no refieren a partes aisladas del mundo sin involucrar el estado del mundo en general y sus límites insuperables. Ya no es cada acontecimiento el que está conectado por uno o mil hilos al destino del mundo, sino que es el destino del mundo el que está suspendido al hilo de cada información. Por eso la noticia tiende a desaparecer para volverse alerta; el informador se convierte en transmisor, vector de alerta en un sistema de alerta permanente y generalizado relativo al estado político, económico, social, ecológico del mundo, tomado en su globalidad; noticias siempre más alarmantes, siempre más aterradoras, apoyadas en cifras, sobre la destrucción del mundo actual. ¿No es inevitable, siendo que la viabilidad de este mundo –y de los múltiples mundos que lo componen y le dan su consistencia– está amenazada desde todas partes? Ya no somos informados sobre una parte del mundo, sino alertados permanentemente sobre el estado general del mundo. El efecto es aplastante. Todos los escenarios, todas las simulaciones e hipótesis que surgen, catastrofistas o no, obligan a pensar en términos de mundo, a “mundializar” el mínimo dato. Y es por eso, independientemente incluso de los relatos de ficción, que se efectúa la confluencia entre el mundo actual y la CF, como si las noticias sobre el estado presente del mundo ya solo fueran una sucesión de relatos anticipatorios sobre su estado futuro. Sin dudas, cada autor tiene su manera propia de crear mundos, pero si hay un autor que era consciente de esta necesidad, es Philip K. Dick. “Mi trabajo es crear, uno tras otro, los mundos que están en la base de las novelas. Y debo construirlas de tal modo que no colapsen al cabo de dos días. Al menos, es lo que esperan mis editores”. Y añade enseguida: “Pero voy a revelarles un secreto: amo crear mundos que se caigan realmente a pedazos al cabo de dos días. Me gusta ver cómo se desintegran y me gusta lo que hacen los personajes de la novela cuando se ven enfrentados a ese problema. Tengo una secreta predilección por el caos. Debería haber más”6. Dick responde bien al imperativo CF de crear mundos, pero sus mundos tienen de hecho la particularidad de desmoronarse muy rápido, como si no tuvieran cimientos suficientes para mantenerse en pie por sí mismos o como si carecieran de realidad. Sus mundos son inestables, susceptibles de ser alterados, invertidos en favor de un acontecimiento que lo perfora y que disipa su realidad. Por ejemplo, es lo que descubre un empleado que parte a su trabajo más temprano que de costumbre y de repente ve que el mundo que lo rodea se pulveriza. “Un pedazo del edificio se desprendió y se esparció un torrente de partículas. Como si fuera arena”7. En el lugar, descubre que un equipo técnico, alertado por un problema local de desincronización, suspendió la realidad de una parte del mundo con el fin de proceder a un ajuste. O bien, en el relato breve “Pieza de colección”, un empleado de archivos, admirando una reconstrucción minuciosa del siglo XX, resulta proyectado dentro del decorado al punto que acaba por preguntarse si, después de todo, el mundo actual (estamos en el siglo XXII) no es también una reconstrucción. “¡Por Dios, doctor! … ¿se da cuenta de que el mundo entero tal vez solo sea una exposición?, ¿que usted mismo y todos los individuos que lo pueblan tal vez no sean reales, sino simples réplicas?” (N1, 1169). O incluso la novela Tiempo desarticulado, cuyo personaje principal, tranquilo habitante de una pequeña ciudad, ve sufrir extrañas alteraciones en el mundo que lo rodea. Un bar desaparece bajo su mirada en finas moléculas para dejar en su lugar una etiqueta sobre la cual está escrita justamente la palabra “bar”. Como el fenómeno se repite, decide dirigir una investigación sobre la realidad de ese mundo. ¿Qué sentido dar a esas etiquetas que parecen indicaciones de decorado? ¿Se lo intenta engañar? ¿Se ha vuelto loco, o bien está en el centro de una vasta empresa de manipulación? Para saberlo, intenta huir de la ciudad, pero “se” lo quieren impedir. ¿Por qué razón? “Se la verán difícil para construir un mundo ficticio en torno a mí, para dejarme tranquilo. Edificios, autos, una ciudad entera. Todo parece verdadero, pero es enteramente artificial” (R1, 1094). ¿Se confirmaría acaso la hipótesis del archivista del relato corto? ¿No es el pueblo entero una maqueta de exposición a escala humana? Es un problema recurrente de los mundos de Dick. Ignoramos hasta qué punto sus mundos son reales o no, si no se revelarán tan ilusorios como un parque de diversiones à la Disneyland. Se diría que la ambición de Dick no es construir mundos, sino mostrar que todos los mundos, incluido el mundo “real”, son mundos artificiales, en ocasiones simple artefacto, o bien alucinación colectiva, o manipulación política, o delirio psicótico. Esto confluye con las numerosas declaraciones donde Dick afirma que todos sus libros gravitan en torno a un único y mismo problema: ¿qué es la realidad?8 ¿Qué es real? Muchos comentaristas retomaron esta pregunta e hicieron de ella el hilo directriz de su obra y le dieron una dimensión ontológica o metafísica. Pero eso no explica lo que vuelve a esos mundos tan frágiles y cambiantes. ¿Cómo es que sus mundos se desploman tan rápido? Sucede que detrás de este problema general se aloja un problema más profundo, el del delirio. Para Dick, delirar es crear, segregar un mundo, pero también tener la íntima convicción de que se trata del único mundo real. Ningún autor de CF presenta tantos personajes delirantes, continuamente amenazados o alcanzados por la locura. Su universo está poblado de psicóticos, esquizoides, paranoicos, neuróticos, etc., pero también de especialistas de la salud mental, psiquiatras, psicoanalistas, curanderos paranormales. Y todos encuentran en un momento u otro la pregunta del delirio: doctor, ¿estoy delirando o es el mundo el que está enloqueciendo? De hecho, el archivista del siglo XXII decide consultar a un psiquiatra: “Una de dos: o este mundo es una reconstrucción del nivel R, o yo soy un hombre del siglo XX en plena fuga psicótica de la realidad” (N1, 1171). Esto no solo vale para los locos, sino también para los consumidores de drogas o medicamentos, para aquellos cuya memoria fue adulterada, aquellos cuyo cerebro es controlado por entidades extraterrestres o por un virus. Con las guerras nucleares, la naturaleza irradiada se pone ella también a delirar; hace delirar a los cuerpos, como lo prueban las mutaciones aberrantes de las especies sobrevivientes, así los “simbiotas” de Dr. Bloodmoney, “varias personas fundidas juntas en su anatomía y compartiendo sus órganos”, un páncreas para seis (R2, 874-875). Nada escapa a la potencia del delirio. Si queremos mantener la definición tradicional de la CF como exploración de las posibilidades futuras, entonces esos posibles deben ser necesariamente delirantes. “El autor de ciencia-ficción no solamente percibe posibilidades, sino posibilidades delirantes. Nunca se pregunta solamente: ‘Veamos, ¿qué pasaría si…?’, sino ‘¡Mi Dios!, y si alguna vez…’”9. Mediante esta simple descripción, Dick entrega uno de los aspectos más profundos de su obra. Ya que no se trata, para él, de dar prueba de imaginación, inventar nuevos mundos, con nuevas leyes físicas, medios biológicos insólitos, funcionamientos políticos utópicos. Seguramente, esos aspectos están presentes en Dick, pero no son esenciales. Si las posibilidades son “delirantes” es porque remiten a una locura subyacente, a un peligro real que corre el riesgo en todo momento de hacernos volcar en la locura. Entonces, no se trata tanto de liberarse del mundo real para imaginar nuevos mundos posibles, sino más bien de descender en las profundidades de lo real para adivinar qué nuevos delirios ya están actuando allí. Comparado con autores clásicos, Dick está mucho más cerca de Cervantes y los delirios de Don Quijote o del Maupassant de El Horla, que de los Viajes a la luna de Cyrano de Bergerac o las novelas de Jules Verne. Las potencias del delirio son de una naturaleza mucho más inquietante que las posibilidades de la imaginación, ya que hacen vacilar la noción misma de realidad. Ciertamente, la rareza de los mundos de la CF generalmente tiende a extraviar a los personajes, a enfrentarlos con situaciones irracionales, destinadas a hacerles perder la razón. La CF necesita de dicha irracionalidad como uno de sus componentes esenciales, aun si al final todo se explica o si el héroe recobra la razón. Pero en Dick, la locura se desliza por todas partes, alcanza a todo el mundo, producida tanto por extraterrestres y drogas como por el orden social, la conyugalidad o las autoridades políticas. Incluso los objetos corrientes desvarían y ya no se comportan como deberían. Una máquina de café ya no ofrece cafés, sino vasitos de jabón. Una puerta rechaza abrirse y declara: “Los senderos de la gloria solo conducen a la tumba”10. Las computadoras se vuelven paranoicas o son percibidas como psicóticas. “Ese montón de chatarra desvaría completamente, habíamos atinado. Felizmente intervinimos a tiempo. Es psicótica. Elabora un delirio cósmico esquizofrénico a partir de arquetipos que considera como reales. ¡Se toma por el instrumento de Dios!”11. Creemos concederle mucho a Dick cuando lo hacemos el autor de una interrogación ontológica o metafísica (“¿qué es la realidad?”), pero, para él, la pregunta es ante todo de orden clínico. Las dimensiones ontológica y metafísica no son simples juegos de la imaginación, sino que remiten a preguntas relativas a la salud mental, a los peligros de la locura. Se comprende que se haya vuelto autor de CF, él, que también escribió novelas clásicas, “realistas” (donde, de hecho, también se encuentran personajes delirantes). Tal vez el realismo de la novela clásica privara justamente al delirio de su fuerza. Si aceptamos la suposición según la cual solo existe un mundo llamado “real”, entonces los delirios son necesariamente tratados como realidades segundas, relativas, patológicas, resumiendo “subjetivas”. Si nos atenemos, en cambio, a la definición clásica de la CF como exploración de los mundos posibles, ya no estamos obligados a conceder la mínima primacía al mundo “real”, aun si, en efecto, la mayoría de los autores de CF preservan un realismo propio a su mundo. La ventaja de la CF para Dick es que el mundo real es solamente un mundo entre otros, y no siempre el más “real”. ¿En qué consiste la fuerza del delirio? Desde luego, se puede concebir al delirante como separado de la realidad común, encerrado en “su” mundo, con sus alucinaciones, sus juicios erróneos y sus creencias extravagantes. El criterio no es la idea delirante tomada en sí misma –¿qué idea no lo es?–, sino la fuerza de convicción que acompaña a esas ideas y alucinaciones. Ninguna evidencia, ninguna desmentida, ninguna demostración consiguen hacer mella en dicha convicción. Concebido así, el delirio se define como una creación de mundo, pero de un mundo privado, “subjetivo”, solipsista, al cual nada corresponde en el mundo “real”, más allá de los elementos que “hacen signo” en dirección al delirio. El sujeto delirante se aloja en el corazón de un mundo privado cuyo centro ocupa soberanamente. El psicólogo Louis A. Sass se sorprende entonces de la siguiente paradoja: ¿cómo sucede que sujetos delirantes admitan la realidad de ciertos aspectos del mundo exterior aun cuando entran en contradicción con su delirio? “Incluso los esquizofrénicos más perturbados pueden conservar, aun en la cúspide de sus episodios psicóticos, una percepción bastante afinada de lo que es, de acuerdo al sentido común, su situación objetiva y verdadera. (…) Parecen vivir en dos mundos paralelos pero separados: la realidad compartida, y el espacio de sus alucinaciones y delirios”12. ¿Cómo logran hacer coexistir esos dos mundos? Remite a otra característica del delirio: el sujeto delirante tiene al mundo “objetivo”, real o común por falso. A menudo se insiste sobre el hecho de que el delirio evoluciona en un mundo irreal, extravagante, que está cortado de toda realidad exterior; pero se olvida la contrapartida, es decir, que cuando entra en contacto con el mundo exterior –que en ocasiones él hace con la mejor voluntad del mundo– estima enfrentarse con un mundo falso, artificial o ilusorio. He aquí cómo se resolvería la paradoja: el delirante acepta interactuar con el mundo “real”, pero porque no cree en su realidad. No se somete a la realidad de ese mundo, se presta al juego. ¿No hay que ver ahí más que una paradoja, una lucha, la perpetuación de una lucha ya antigua entre el loco y el psiquiatra? Al delirante, el psiquiatra le responde sin cesar: usted no está en lo real, sus delirios son completamente ilusorios. Al psiquiatra, el delirante responde entonces: usted no está en lo verdadero, su realidad es completamente falsa. El primero plantea el problema en términos de realidad, el segundo en términos de verdad13. El argumento del psiquiatra consiste en decir: no hay nada en vuestro mundo que pueda tenerse por real. El argumento del loco consiste en decir: no hay nada en vuestro mundo que no se pueda tener por falso. Uno hace valer la autoridad del principio de realidad mediante sus coacciones, el otro hace jugar las potencias de lo falso en sus delirios. En ciertos aspectos, es una forma cercana a la lucha que describe Foucault en sus cursos sobre El poder psiquiátrico. Lo que quiere el psiquiatra es ante todo imponer al loco una forma de realidad por todos los medios de los que dispone en el seno del asilo, al punto de que “la disciplina asilar es a la vez la forma y la fuerza de la realidad”14. Pero el loco no deja de reconducirlo hacia la cuestión de la verdad a través de la manera en que simula su propia locura, “la manera en que un verdadero síntoma es una manera de mentir, la manera en que un falso síntoma es una manera de estar realmente enfermo”15, pero también a través de la manera en que recusa la “verdad” que se atribuye al mundo real. Voluntad contra voluntad: la convicción inextirpable del delirante contra la certeza inquebrantable del psiquiatra. Ciertamente, Dick no estaba loco, pero se sentía personalmente amenazado por la locura al punto de que varias veces pidió su internación. Además de los períodos de depresión, atravesó violentos episodios psicóticos acompañados de períodos de delirio, prueba de ello es la redacción afiebrada de la Exégesis. A partir de los años setenta, Dick se ve de hecho confrontado a episodios delirantes y alucinaciones de tipo religioso. Atraviesa una sucesión de experiencias semejante en todos los puntos a las que hace sufrir a sus personajes: la realidad de su mundo se disipa y deja aparecer otro mundo… En lugar de estar en California en 1974, tiene la “certeza absoluta de encontrar[se] en Roma algún tiempo después del advenimiento de Cristo, en el tiempo del Símbolo del Pez (…). Con los bautismos clandestinos y todo eso” (E, I, 83-84). California ya no tiene nada de real; se ha vuelto un decorado, tal vez incluso un holograma del Imperio romano. ¿Será que no hacemos otra cosa que delirar la realidad, sometidos a apariencias engañosas que nos enmascaran la realidad auténtica, como lo pensaban los gnósticos? ¿Será que tenemos falsos recuerdos que se disiparán cuando llegue la resurrección de los tiempos antiguos, la era de los primeros cristianos? ¿No son los Estados Unidos de hoy una reanudación, una perpetuación del Imperio romano de ayer? ¿Será la caída de Nixon, precisamente, una manifestación del Espíritu Santo16? Extraña escatología que hace volver hacia el presente un pasado inmemorial, a partir de una anamnesia siempre más profunda y delirante –como aquella que la filosofía supo proponer en ocasiones con los griegos–. Uno no se libera fácilmente del pensamiento de la resurrección. Dick está convencido de estar batallando con potencias trascendentes –extraterrestres o divinas– que poseen el poder de trucar lo real, falsear las apariencias y actuar directamente sobre los cerebros. Es el genio maligno de Descartes vuelto personaje de CF, la lucha del hombre de buen sentido contra el amo de las ilusiones. No sorprende cuando vemos que el personaje principal de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? se llama justamente Rick Deckard y vive en un mundo poblado de animales-máquinas. Tal vez hacía falta que Dick se enfrentara a la religión, ya que fue una de las primeras en crear otros mundos, en poblarlos de criaturas extraterrestres (ángeles, serafines, demonios), en inventar modos de temporalidad inéditos, metamorfosis corporales (inmaculada concepción, transustanciación). “Si hubiera tenido que reeditar el Antiguo y el Nuevo Testamento, un editor de CF hubiera propuesto, de hecho, darle un nuevo título. El primero se habría titulado El amo del caos y el segundo, La cosa con tres almas”17. Toda la cuestión es saber qué tipo de ficción prevalece finalmente en Dick. ¿Acaso la CF se pone al servicio de los delirios religiosos o bien Dick logra incorporarlos a la CF? Esta es la situación; de un lado, una sucesión de episodios delirantes que lo protegen de un colapso psicótico, pero que perturban el “campo de la realidad”; del otro, la realidad, pero “falseada” por todos los delirios que la atraviesan, económicos, políticos, burocráticos, etc. Sus relatos son como los cuadros sucesivos del combate que dirige contra su propia locura. Es especialmente palpable tras la serie de experiencias religiosas que atraviesa en febrero-marzo de 1974, cuando en Radio Libre Albemuth y Valis, se pone en escena a través de dos personajes distintos: uno que acaba de atravesar justamente episodios psicóticos bajo la forma de experiencias religiosas delirantes; el otro, autor de CF, que se inquieta de la salud mental del primero. Volvemos a encontrar ahí el enfrentamiento entre el loco y el médico, aunque no siempre se sepa cuál es el papel sostenido por cada uno. Este mismo combate, entre posibilidades delirantes y realidad dominante, se encuentra por doquier en Dick. El combate es tanto guerra de los mundos como guerra de los psiquismos. No hay psiquismo cuya coherencia no se vea perturbada por la intrusión de otro psiquismo. Ni mundo cuya realidad no sea alterada por las interferencias de otro mundo; pues la pluralidad de los mundos en Dick no remite a mundos paralelos, yuxtapuestos “como si fueran trajes colgados en un inmenso placard”18; ellos no dejan de interferirse, tropezar unos con otros, cada mundo poniendo en discusión la realidad de los otros. La guerra de los mundos es al mismo tiempo una lucha contra la locura. Si existen varios mundos, inevitablemente se plantea la cuestión de saber cuál de entre ellos es real. Una vez más, la pregunta “¿qué es la realidad?” no es un interrogante abstracto, sino que da prueba de la presencia de una locura subyacente. Es ella la que se abre camino a través de esta guerra de los mundos; es ella la que agrieta a sus personajes, altera los objetos, enloquece las máquinas y destruye los mundos. ¿Quiere decir que Dick se pone del lado de la locura, que lucha en favor de las potencias del delirio contra todas las formas de realidad dominante? Sería la función de las “posibilidades delirantes”: discutir la validez de esta realidad, denunciar su falsedad, su arbitrariedad, su artificio. De hecho, hay muchos falsos mundos en las novelas de Dick. ¿O acaso se pone del lado del médico, cuando quiere mostrar hasta qué punto la realidad dominante se encierra también ella en múltiples de- lirios –burocráticos, económicos, políticos–, que pretenden ser la única realidad, excluyendo cualquier alternativa (tina)19? Ciertamente ya no se trata de ser médico de asilo, pero siempre se trata de ocuparse de la salud mental –a menos que, como en Los clanes de la luna Alfana, la Tierra se haya convertido en un asilo de locos–. Traducción Pablo Ires. Adelanto gentileza de Editorial Cactus. https://editorialcactus.com.ar/ 1 De ahora en más, CF. 2 Sobre este punto, Kingsley Amis, L’Univers de la science-fiction, Payot, 1962, pp. 149-151. 3 Se considera que el término “ciencia ficción”, en el sentido en que se lo entiende hoy, comienza a propagarse en los años treinta, cuando aparecen los primeros pulps. 4 Aristóteles, Tópicos, A, 5, 101b-102a. 5 Más recientemente, podemos invocar la filosofía lógica de las teorías relativas a los mundos posibles, de Saul Kripke hasta el realismo modal de David Lewis, que toma muchos de sus ejemplos de la CF. Sobre la historia de la noción de “mundo posible”, cf. el artículo de Jacob Schmutz, “Qui a inventé les mondes possibles?”, en Cahiers philosophiques de l’université de Caen, nro. 42, 2006. Para una exploración literaria de la teoría de esos mundos posibles, cf. Françoise Lavocat (dir.), La Theorie littéraire des mondes possibles, cnrs, 2010. 6 Si ce monde…, trad. mod., 176. 7 Rajustement, N1, 855 [“Equipo de ajuste”]. 8 Si ce monde, 175: “En lo que escribo, pregunto: ¿Qué es lo real? Porque se nos bombardea de pseudo-finalidades fabricadas por personas muy sofisticadas mediante mecanismos electrónicos muy sofisticados. Desconfío de sus motivaciones, desconfío de su poder. Ellos lo tienen y mucho. Y es un poder sorprendente: el de crear universos enteros, universos del pensamiento. Yo debería saberlo ya que hago lo mismo”. 9 Citado en Pierre Déléage y Emmanuel Grimaud, “Anomalie. Champ faible, niveau légumes”, Gradhiva, nro. 29, Musée du quai Branly, 2019, p. 12. 10 Le Jour où Monsieur Ordinateur perdit les pédales, N2, 1057. 11 Guerre sainte, N2, 874-875. En “El día que el Sr. Ordenador se cayó del árbol”, una computadora atraviesa episodios psicóticos porque recibió “una cantidad demasiado grande de datos aberrantes”. 12 Louis A. Sass, Les Paradoxes du délire, Ithaque, 2010, p. 48 13 Michel Foucault, Le Pouvoir psychiatrique, Gallimard/Seuil, 2003, pp. 131-132. “El psiquiatra, tal como funcionará en el espacio de la disciplina asilar, no será en absoluto el individuo que va a mirar del lado de la verdad de lo que dice el loco; sino que pasará, resueltamente, de una vez por todas, del lado de la realidad (…). El psiquiatra es aquel que (…) debe asegurar a lo real el suplemento de poder necesario para que se imponga a la locura, e, inversamente, será aquel que debe quitar a la locura el poder de sustraerse a lo real”. 14 Ibid., p. 165. 15 Ibíd, p. 135. 16 Cf. la carta dirigida a Ursula Le Guin: “Llegando aquí, el espíritu miró alrededor suyo, vio a Richard Nixon y sus criaturas, y una ira tal se apoderó de él que no dejó de escribir cartas a Washington hasta que Nixon fuera eliminado (…). No se imagina su animosidad hacia la tiranía, sea aquí o en la urss; veía los cuernos gemelos de la misma entidad maléfica –un único y vasto Estado-mundo cuya naturaleza elemental se le aparecía claramente como dependiente de la esclavitud, una perpetuación del Imperio romano mismo–”, reproducido en E, I, 106. 17 El editor al que se refiere es Terry Carr, que dirigía la colección “Ace Doubles”. Cada volumen de la colección incluía dos novelas (podían ser CF, western o misterio) en formato tête-bêche, y extensión predeterminada. Cf. Sutin, 162. 18 Si ce monde, 122. 19 La expresión There is no alternative, tina, es un eslogan político corrientemente atribuido a Margaret Thatcher en su época de Primera Ministra del Reino Unido.
- Divanes / Ana Hounie
Cuando hace unos días Mauro Milanaccio me propuso que prologara "Divanes"[i]-una obra realizada junto a Adriano Cataldo- y me contó de qué se trataba enviándome imágenes y escritura poética, las palabras - respiraron hondo y surgieron casi sin esfuerzo. ¿Cómo no hacerlo cuando de transmisión de experiencia viva se trata? Hace mucho que en el ámbito "psi", la narración de lo que acontece en esos espacios que llamamos clínicos, ha visto mortificada la potencia misma de los relatos. Esa que hace posible reinventarlos a través de sutiles formas de la vida que buscan multiplicarse cada vez en cada lector. La insoportable asepsia del caso clínico olvidó algo que los autores provocadoramente recogen, pues ellos reconocen la fuerza de la composición inédita que las historias de vida adoptan cuando son puestas a hablar desatando el lenguaje. Por eso, mientras espero que pueda publicarse también en nuestro cono sur, dispongo aquí el texto que escribí entonces a modo de prefacio: El pliegue, materia misma de las cosas Cada vez que el saber intenta capturar lo anímico, se encuentra no con ello sino con sus restos. Vicisitudes de los recorridos por donde los humanos transitamos nuestra existencia en el mundo. En ocasiones para esos tránsitos, en nuestras urbes se tienden acampados donde se refugia lo expulsado de lo adecuado y se subleva. De este modo, lo que huye de los consensos y hegemonías encuentra provisoriamente un lugar. Un lugar donde lo herido, -fuera de todo sentido-, juega, repite y golpea. Y en ese ritmo, -que acaricia donde no debe, sueña cuando no piensa, y duele-, notas y silencios componen un extraño espacio. Divanes dan cuenta de lo que acontece en ese escenario llamado analítico o mejor dicho aún, analizante, palabra que sortea las posiciones fijas, la arrogancia de las imposturas del saber. Este texto cuenta esa experiencia, la que se produce en esa fábrica de extraños montajes de imágenes que hablan y escriben al mismo tiempo los trazos que dejó el dolor. Pero no lo hace al modo usual. En la historia de las publicaciones analíticas ha habido muchas formas de transmisión de la práctica clínica que pueden ser valiosas cuando desacomodan los facilismos discursivos y se someten a una interpelación que conmueva el pensamiento. Sin embargo, en todos esos casos, las relaciones entre saber y poder tensan ese espacio, tensión que con suerte puede resolverse con una interrogación franca. Contrariamente, en este libro, si hay narrativa posible, esta no se encuentra del lado del ejercicio de un poder, sino del acontecer de una potencia, que no es en absoluto lo mismo. Por fuera de cualquier linealidad, lo que surge de la composición que Milanaccio y Cataldo acercan al lector no soslaya la complejidad de la trama en la que se inserta lo que solemos llamar relato de experiencia. Por el camino de la creación artística, en la conjunción de fotografías y poemas presentados, los autores disponen el acontecimiento en el contexto de encuentro entre verdad y ficción. Así recrean destellos de pasajes, hebras de relatos en la punta de la lengua, jirones de esa experiencia que concierne al no-saber. Cuando esos trazos de ausencia, -vehiculizados por imágenes que se suceden unas tras otras en una trama inédita- adquieren visibilidad, en ese preciso instante algo se agita y despierta. Sabemos que habitar un espacio de esta índole significa disponerse a ese encuentro extraño con palabras que quieren repetir historias, deshacerlas e inventarlas. Pero en todos los casos, lo que se cuenta no tienen ninguna consistencia sólida, como un bloque de sentido en un cuento acabado. En este libro el montaje de imágenes -fotografías de papeles arrugados que dejan analizantes tras su sesión- y palabras a modo de poesía breve, dice de una experiencia que nada tiene que ver con las economías de los grandes números, los saberes analíticos ofrecidos en el mercado del por mayor donde cuerpos unitarios se fusionan en lógicas de redes y se pierden incluidos en estadísticas. ¿Será que la costumbre o la necesidad haya llevado a transmitir la experiencia del análisis como si fuera un objeto que se cuenta? Hacer número, que es una de las formas de contar, se ha hecho un hábito en nuestro tiempo. Sin embargo, las imágenes que componen el presente texto se ofrecen a reinvenciones al modo del cuento de las mil y una noches dentro del cuento de las mil y una noches. Como historias de tránsitos de navegantes a quienes las estelas en el mar les permiten vislumbrar rutas de movimientos. Surcos de experiencia viva, huellas cuya potencia de reactivar circuitos deseantes nos lanzan a la aventura. Que haya relatos así entendidos, es en nuestro tiempo una suerte de magia[ii]. Una magia definida como aquello que escapa a los circuitos del mercado de la oferta y la demanda. En este contexto este libro revela una ética que nos compromete al ponernos de cara a una contemporaneidad desafiante. La pandemia por Covid-19 que ha afectado al mundo, al mismo tiempo que extendió globalmente sus alcances cuestionando básicamente nuestro modo colectivo de estar en él, puso en juego formas singulares de respuesta en los distintos contextos, permitiendo que no todo vibre al unísono, provocando que también lo diverso destelle con arrojo. La tarea de reinventarnos como especie se impuso quizás como una de las lecciones más importantes luego de que lo viral haya inflamado nuestro cuerpo colectivo hasta el momento demasiado presumido de sus contornos individuales. Entonces la pregunta por el estado del arte en este contexto resulta primordial pues permite develar las condiciones de algunos gestos para generar fuerzas de oposición que resistan a la clausura a través de astucias y tácticas de combate cotidianas. Pura resistencia, potencia de supervivencias en el espacio intersticial y nómada, de las aberturas. En este sentido el gesto que nos acercan los autores y que surge en pleno oleaje de pandemia, adelanta una dimensión clínico-estético-política que permite componer trazos de lo indecible no para decirlo, sino para decir de lo imposible de decir. La serie fotográfica de Milanaccio al desestructurar la fijeza de la materia de la que se sirve tomada del contexto de la pandemia (papeles dispuestos sobre el diván para minimizar los riesgos de contagio) transforma radicalmente no sólo su sentido sino también su espesor, su sensibilidad, su forma. Lo que el lector podrá ver se encuentra por obra del autor, en las antípodas de cualquier versión higienista que el discurso del biopoder haya podido inyectar en las conciencias adormecidas. La propuesta es por el contrario, una verdadera apertura a las cosas más tenues, los momentos o los seres más pasajeros, los detalles infinitos como los que iluminan (photo:luz; graphia:dibujo) nuestra mirada de niños cuando inventamos figuras en las formas de las nubes. Todos esos fragmentos singulares son puro movimiento sin más duración que la de una vislumbre. Estas astillas del mundo, restos únicos que van que vienen y que empiezan a desaparecer en cuanto aparecen son, tal como lo define Didi-Huberman[iii], “la estela de una pregunta, de un recuerdo o de un deseo, algo que dura un poco más que la aparición en sí misma, una remanencia, una asociación que merece entonces siempre el hábito o bricolaje de escritura”. Es así que las fotografías presentadas diseñan un texto intermitente en absoluta consonancia con aquel que dispone el espacio analítico cuando produce un efecto estético y no anestésico. Y en esa fugacidad de pasaje, propia de la imagen, se sitúa toda una forma de entender al sujeto en su condición de ser puro intervalo transitando el pathos de la condición paradojal de la existencia. Si vemos en las arrugas que despuntan en esos papeles no sólo la marca que dejó el peso de un cuerpo sino a la propia piel en tanto la superficie más profunda[iv] veremos en los “incorporales” de esos bordes, un guiño del lenguaje. En resonancia con las imágenes-gesto las escrituras de Cataldo hacen hablar a las huellas de cada papel, que como pliegues de vestimentas diseñadas para coreografías de la alteridad se mueven sin apuro, en sus propios ritmos. Así circulan palabras, las mismas que en el lenguaje desatado de las sesiones nos hacen testigos de historias deseantes, tendiendo puentes, vacilando pasos. Estos gestos mínimos de la lengua, donde no hay en la escritura sujeto gramatical conocido de antemano, muestran que en rigor no se identifica desde dónde se habla, pues poco importa. Quien habla no es el yo. Si la vida abre conexiones, la muerte coloca bloques y el sueño teje enigmas, la escritura poética breve (que recuerda al Haiku[v]) se convierte en rayo por el que las palabras resplandecen en la entrelínea. Y una vez abierto el abanico de emociones, es posible sentir la respiración del silencio. Ese hueco del aire por donde se palpa la distancia que siempre nos separará de las cosas y que las palabras no reviven sino en el acto de volver a perderlas. En esta danza ineludible alrededor de la oquedad se vislumbran retazos de vida, que señalan los caminos pulsionales sin los cuales no hay movimientos posibles. Volver a perder la cosa, recobrar la cosa siempre como otra cosa. Entonces, ¿podemos despertar los gestos que intentan hablar de experiencias inefables o absolutamente fugaces? Sí, cuando nos servimos de su propia inquietud y los calmamos con el reconocimiento de su razón de existir. Por último, entramando el gesto creativo con la convicción de que las imágenes y los pensamientos que nos rodean requieren ser acogidos y debatidos, el texto invita a interrogar posiciones. Y quizás aún más: a proponer posiciones como sugiere la figura del “pliegue” que recorre toda la presentación. Son pliegues los que recortan las fotografías; son pliegues los que hacen decir lo indecible, imaginar lo impensable. El pliegue, materia misma de las cosas, que toda una erótica del revestimiento y el desnudamiento supo destacar, es en sí mismo potencia maleable de transformación. Por un simple pliegue del espacio, la distancia entre dos puntos desaparece como tal y por el acto de ese mismo movimiento, el espacio es otro. Pero aún más, como lo señalara el filósofo Gilles Deleuze, el pliegue permite pasajes y continuidades dentro-fuera que rompen precisamente la habitual dicotomía individual-colectivo. Por esta razón, no hay en este texto una perspectiva intimista. No se trata del descubrimiento de las profundidades de lo que ocurre en una sesión, vistas desde una mirada ajena. Por el contrario, la propuesta parece ser la de involucrarnos hasta la piel, diría, pues para palpar las intimidades del mundo es preciso cruzar las fronteras de cualquier ilusión solipsista. [i] DIVANI. Testi: Adriano Cataldo. Fotografie: Mauro Milanaccio. Post produzioni: Luca Chistè, Lorenzo Danieli. Edizioni PAGINAOTTO. Trento, 2022 [ii] El escritor chileno Roberto Bolaño hacía decir a uno de sus personajes en la novela 2666: “Te voy a explicar cuál es la tercera pata de la mesa humana. Yo te lo voy a explicar. Y luego déjame en paz. La vida es demanda y oferta, u oferta y demanda, todo se limita a eso, pero así no se puede vivir. Es necesaria una tercera pata para que la mesa no se desplome en los basurales de la historia, que a su vez se está desplomando permanentemente en los basurales del vacío. Así que toma nota. Ésta es la ecuación: oferta + demanda + magia.” Bolaño, Roberto (2004). 2066. Ediciones Anagrama, Barcelona. [iii] Didi-Huberman, G (2019) Vislumbres Madrid: Shangrila Ediciones. [iv] “Lo más profundo es la piel”, decía el poeta Paul Valéry. [v] Haiku: composición poética mínima de tres versos nacida en Japón en el siglo XVII.
- Caligrafía nómade / Patricia Mercado
Y ese deambular que se inscribe en los pliegues de la piel, en las líneas que ojos y bocas dibujan en la fragua cotidiana. Partituras de una respiración a tantos cuerpos, a tanto. Desfallecientes las vidas como fuelles de una larga pronunciación. Y ese ir del afán que escapa a los contornos de toda cartografía. Sin embargo, lo que vive añora relato, artilugio de la huella donde buscar los pasos. Y allá va desde antaño, presuntuosa la letra que declama sus códigos con voz agria. Aquí el sujeto, allí el predicado. Diligentes sustantivos encadenados al matrimonio del género y el número. Veleidades de adjetivos destellando como lentejuelas. Ceremonioso lenguaje vestido de ocasión en cuadernos escolares, pulcro, confiable. ¿Acaso podrá salvarnos del barro de los días? El baño del lenguaje promete alivio en la ardiente travesía del vivir. Restaura brevemente los puntos cardinales después de cada huracán. Funda el norte del afán civilizatorio. Y jamás alcanza. Jamás alcanza. Aliento, el de las palabras, tallado en las estrías de una época pestilente de odios y amores rancios. Ambiciosas manos ambidiestras saben ultrajarlas en sus aposentos académicos, jurídicos, mediáticos. Y vender su alma al mejor postor. Por las mañanas las sirven frías, con una sonrisa llena de pasta dental, prontas a recitar la profilaxis indispensable para limpiar los vestigios de pasión que exudó la noche. Palabras que retornan al hogar por la puerta de atrás mientras amanece. Al mediodía se preparan a negociar el plato principal y liquidar la dádiva de las sobras en las bocas angurrientas que pululan cerca. Palabras mendicantes en la puja de un hambre insaciable. Antes de la cena se sumergen en el sopor del whisky junto a la biblioteca y cultivan el gesto de la elucubración. Saben sosegar a los cultos de cualquier resabio de culpa con la letanía que reza la vida es así. Enterrados vivos entre prospectos que administran la dosis exacta de veneno con la que alimentar los días. Como un requiem en loop, tragar y escupir abecedarios completos, parloteo de la verosimilitud en lo que yace mudo. Mandíbulas que domesticó la dicción secular, los labios apretados en el rictus del miedo. Entonces, morder la letra. Morder la lengua para desangrar los nudos donde encallan flujos espesos como ciénagas. Morder para soltar la flor donde el trémulo colibrí aletea. Donde una mirada espera. A dentelladas desgarrar antiguas dicciones que nos condenan a la masacre del sentido común y sus iniquidades Porque de las palabras el cielo y el infierno. Y ese limbo donde casi mudos, hablamos sin embargo. Se escuchan voces bajo las cosas, voces asfixiadas bajo el peso de circunstancias que pulsan en la mórbida maraña de justificaciones. Palabras a punto de escapar esperando un descuido de los profesores y las madres abnegadas. Palabras que las bestias conocen y recitan en libros de tapas ajadas. Palabras que los amantes gimen en éxtasis. Palabras olvidadas en el fondo de los cajones que esperan el poema. Y la caricia de una voz para desandar tanta soledad . Alimentan instantes como conjuros que circundan la cintura del mundo. Ay la boca de esa caligrafía nómade. Ya la escucho temblar, desfalleciente luz, como un rio que me lleva a merced de un viejo milagro.
- El amor es un toro mecánico / Valeria Tentoni
El amor es un toro mecánico del que nadie se baja con elegancia Una atracción de feria abandonada, desafiando la intemperie. Todos se paran frente al toro y se dicen Yo puedo con él. Todos, sin excepción, confían en sus talones y se montan a la violencia eléctrica de su lomo. Confían todavía cuando el movimiento se inicia, como si una mano poderosa e invisible echase una ficha al aparato sin previo aviso. El clic metálico se recorta en el sonido, una topadora minúscula derribando al silencio de un empujón. Entonces todo comienza, y ya no hay manera de emprolijar el cuerpo, esa forma de la que antes creíamos tener dominio y que ahora se nos revela como si hubiese estado esperando su turno comiéndose las uñas desde que le pusieron nombre. Si yo fuese un ratón preferiría perder mi cola en la trampa antes que mi queso. Una y otra vez. Adentro de la heladera siempre es de día. Las cosas que están ahí no se quejan, no le piden a ningún dios que apague la luz. Esperan su turno. Algunas se vencen, pero se quedan igual. Me gustaría ser la botella de Coca-Cola que cargo con agua de la canilla. Algo que acepta su destino sin escándalos. Vivo arriba de un supermercado chino. El otro día colgué un pantalón de la ventana y el viento se lo llevó. Tuve que bajar, tuve que pedirles permiso. Me dejaron entrar al depósito: fue como llegar a la vasija de pepitas de oro al final del arco iris. Durante mucho tiempo pensé que el ruido ese venía de la panadería que está a mitad de cuadra. Resulta que no, que viene de lo de los chinos. Hay un enorme motor que usan para ventilar su mercadería. Las cosas que están ahí no se quejan, no le piden a ningún dios que haga silencio. Todo lo que brilla es satélite de alguna estrella opaca. Algún día esa estrella dejará de existir antes que sus rayos y caeremos a una fe ridícula. Si no hubiese cosas más tristes que esa, esa sería una cosa triste.
- El ensayo en ciencias sociales / Horacio González (2000)
El ensayo en ciencias sociales: una forma antropológica de la crítica El ensayo, si podemos definirlo sucintamente, es el movimiento de la escritura moderna y social. Corresponde al ciclo político de las inquietudes revolucionarias en la esfera de las naciones y al estilo de la investigación moral en la esfera de la cultura subjetiva. Su fuerza irremplazable consiste en poner en primer plano la pertinencia de las impresiones personales, sea bajo el modo del discurso argumentado (Rousseau) o de la compulsión dramática (Nietzsche). Es "impresionista" como modo eminente de presentar una queja doliente contra un mundo de cárceles espirituales, contra la infausta y difundida "jaula de hierro". El ensayo surge de la cuerda imaginaria que vincula el yo personal al sujeto colectivo que desea hacer visibles unos gestos de emancipación. En cambio, el informe sería la escritura del Estado y de la institución, la forma instrumental con la que un reino dispone su palabra ordenadora. El informe parte de una encomienda de los poderes, confirmándolos y protegiéndolos de preguntas nuevas. La postulación del informe es inmemorial y certera: el poder no está en la letra (como cree el ensayo) sino antes de la letra que sólo debe confirmarlo y preservarlo de examinaciones litigantes. Para el informe, lo esencial habría ocurrido antes de la escritura y ésta debe inhibirse del juego de la convocatoria social para entusiasmar apáticos. Es que visto desde el informe, el saber consiste en preservarse de los obstáculos que lo ciñen, antes que en develarlos como componentes del conocimiento. Pero, si estas fueran las únicas alternativas de escritura social, sería fácil optar por el ensayo. Apenas restaría saber resguardarse del uso de ese abusivo sello personal que en su momento Habermas, entre otros, ha llamado a evitar. Pero en verdad el ensayo "sin Estado" y sin "hechos fehacientes" no quiere estar reñido con el rigor que suele proclamar el informe ligado a "verificaciones fácticas" como a "estados de la cuestión". Porque si el ensayo debe cultivar el rigor y la economía monográfica, lo hace como severo sinónimo de belleza. Se trata de una belleza oculta, incluso enigmática, no declarada. Y algo más: la efectividad pública buscada, inspirada en la preocupación por las injusticias y abdicaciones en el mundo histórico-social, no obsta para que el ensayo ejerza su pudor, su ascetismo y en último análisis, su intento de redescubrimiento de la perfección conceptual. Su eficacia social es homóloga a su eficacia artística. Frente a eso, el informe sería rápido candidato al denuesto o al desprestigio. Permite suponerlo así el hecho de que es la prosa de las burocracias, de la circulación de órdenes. El informe mantendría entonces el juego ajustado de un ritual que controla la disciplina del lenguaje. Sería ese el modo de homologarse con la disciplina social. Pero este lenguaje que goza de su punto de honra mostrando su culpable estilo instrumental, también tiene algo sugestivo. Porque cuando renuncia a decir por sus propios medios, cuando exhibe orgulloso su servilismo hacia un sentido que estaría lejos suyo y no le pertenecería, enseña más de lo que parece. Muchas formas novelísticas lo han tomado como personaje lingüístico, por ejemplo, las de Puig o Fögwill, en el sentido de un "habla natural" forjada en las utilidades de la vida práctica, con sus secretos simbolismos. Y allí se ve que en el ritual o en el misario cerrado del informe (o del hablar "real") yacen atrapadas formas vivas anteriores que podrán ser liberadas, como acontece en los autores antes mencionados o - otro ejemplo posible - en el poema "Siglas" de Néstor Perlongher. El mundo del "papeleo" trafica conocimientos muertos pero allí hay una densa batalla que promete rescatar osamentas de la lengua para un nuevo ciclo vital. Por eso, hay una paradoja a resolver: el lenguaje "encantador" del ensayo, si ese sólo fuera su carácter, no puede trascender un juego personal de vanidad y engreimiento que desea decir mostrando su "arte" cuando en verdad el arte del ensayo debe permanecer soterrado. Es enérgico cuando se oculta o cuando se hace mero texto necesario. Así, mientras el lenguaje instrumental puede decir mucho en su voluntaria renuncia a remover napas fijas de significados, el ensayo puede arruinar su punto de partida emancipado si hace del arte un lucimiento voluntario, concediendo a lo bello en tanto fútil. En esta paradoja, lo inerte del informe puede hacerse "bello" y lo "bello" del ensayo se torna inanimado. ¿Cómo proceder entonces? La ciencia creyó resolver el problema escindiendo escritura e informe (dando lugar a veces al "escritor secreto científico") y el ensayo se creyó llamado al capricho frenético de la subjetividad. Lo cierto es que las ciencias humanas se desarrollaron como víctimas propicias de esta irresolución, pues en no pocos momentos la convocatoria a eludir el ensayo inhibió las obras, pero la fuga hacia la liberación escritural tampoco dejó mucho más que testimonios que poetizan desde el exterior de las cosas. La negativa a tratar la cuestión del ensayo no fue entonces un habilidoso avance de científicos exorcizando "intuicionismos", sino la renuncia misma a considerar las posiciones de escritura consustanciales a toda expresión de saber, a todo conocimiento, a toda ciencia. Porque el ensayo, bien entendido, no existe como concreción palmaria sino como fundamental imposibilidad. De ahí que su última ratio es la expresión personal como drama de lenguaje y respuesta singular, nunca generalizable, a la incerteza de los valores. El ensayo consiste en la comprensión del dilema de esa imposibilidad. Y ella es lo contrario a pensar una forma de escritura canónicamente establecida "antes" del ejercicio reflexivo o de la pregunta por el ser social. Así, el ensayo es una actividad autocrítica de índole moral e intelectual antes que un "escribir suelto". Por eso encierra el núcleo de comprensión de todos los problemas que hoy paralizan a las ciencias sociales. Sólo considerando las promesas allí engarzadas y no barajando nuevos organigramas institucionales se podrá avanzar en reformas universitarias. Entonces serían reformas inspiradas en la trama interna de la praxis del conocer. Desde el discurso estadístico hasta el "tratado general", desde el informe hasta el discurso interpretativo, desde el pensar "more geométrico" hasta las retóricas perceptivas del fenomenólogo, tales serían las tramas por cuyos escalones habría que atravesar necesariamente para sentirse involucrado en una experiencia efectiva de conocimiento. Un "Tratado" puede ser caótico en su forma pero luminoso en sus descubrimientos conceptuales y en la densa frugalidad de su exposición (como Economía y sociedad). Como un informe puede ser un alegato repleto de insinuaciones morales (tal, el Informe Bialet Massé). Habrán sido tocados por el ensayo como forma textual de la crítica, como antropología radical del conocer. Fuente: Boletín de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Número 43. Agosto 2000.
- Sesiones en el naufragio (22) Esfuerzos / Marcelo Percia
Llega con un libro en la mano. Pregunta si leí a Cortázar. Sin esperar respuesta, dice: “Ese tipo sí que hubiera entendido lo que me pasa”. Siento curiosidad por saber que hubiera pensado el autor de Rayuela, pero no digo nada. Al rato, continúa: “¡Cuántas vueltas que da Horacio Oliveira para encontrar un lugar en la vida! Eso me pasa a mí. En cualquier lado que estoy me siento en cautiverio. Me rebano la croqueta para encontrar una salida, pero solo consigo más encierro. Dígame, ¿para qué sirven tantos esfuerzos si, al final, sigo en el mismo lugar de siempre?”. Intento decir algo, tal vez darle aliento, pero enseguida se pone de pie: “Disculpe, me gustaría seguir leyendo”. Ya en la puerta, todavía agrega: “No hay día que no piense en lo que usted ya sabe”.
- Una flecha golpea el corazón del lenguaje escolar / Silvia Duschatzky
Queremos pensar la escuela. No queremos inmovilizarla una vez más en una maraña de significados que la pierden. Probemos merodearla, volverla casi inaprehensible. En ocasiones, cuando me siento empantanada, vuelvo a Gilbert Simondon. Me ayuda en esta tarea de fisgonear entre las cosas, más que de capturarlas. Sus textos no se ocupan directamente de la escuela, aunque no dejan de interpelarla cuando afirman que lo que es no es definitivo —ni vale aspirar a que lo fuera— sino tan pronto advenido. Si el interés está puesto en los cambios de estado o de relación, la atención se desaferra de un objetivo a alcanzar y más bien se inclina por las resonancias que brotan en el proceso en que se gestan las formas siempre abiertas a nuevas efectuaciones. Sigamos el recorrido de algunos de sus enunciados. Sospechamos que da en el blanco del adn escolar. El ser es más que uno, es decir, puede ser captado como más que unidad y más que identidad.1 Suena abstracto, sin embargo podemos palpar sus efectos concretos. No hay escuela, esa cosa definible, plena de atributos, manejable. Y no obstante las hay. La escuela se disipa cuando la representación la atrapa, y aún así ahí está. Probablemente convenga pensarla como nodo de proximidades o frágiles agrupamientos. Y entonces se vuelve más pregunta que sede de imperativos. ¿Podremos pensarla como territorio de efectuación de posibles, de esos que aún ni se realizaron ni se guardan en el arcón de las expectativas? Si pensar la escuela es hacerlo como término ya construido, lo que le sigue es la magra pretensión de realizar su supuesta naturaleza. Y ahí el obstáculo, percibir las cosas como unidades de sentido, como entidades acabadas oscureciendo la operación de constitución, lo único que interesa: la cosa como proceso y no como terminalidad. Siguiendo este plano de percepción, la escuela se bosquejaría en su devenir. ¿Cómo fue que pasó lo que pasó? ¿Cómo es que algo cambia de forma? ¿Qué transformaciones sufren las relaciones susceptibles a ciertas operaciones?. En algún momento decíamos: no hay escuela en abstracto, solo cuerpos sensibles que la hacen cuando piensan lo que no saben. Pero volvamos a lo que nos dispara la frase. Marguerite Duras nos tira una soga. En La lluvia de verano 2, escribe: Madre: ¿no es temprano para volver de la escuela? Ernesto: tengo que decirte algo, pero te daría pena. Madre: ¿qué tienes para decir? Ernesto: lo que te daría pena no es lo que te diga, sino que no entenderías. Madre: dime cómo lo dirías si valiera la pena decirlo. Ernesto: no volveré a la escuela, porque en la escuela me enseñan cosas que no sé. ¿Lo entiendes? Madre: no puedo decir cómo lo entiendo…si de la manera correcta o no, pero me parece que algo entiendo. Retengamos este fragmento del relato. Lo que te daría pena no es lo que te diga, sino que no entenderías. Ernesto deja picando la verdad del asunto. Lo que nos sume en la desazón es perder el hilo afectivo que nos aproxima al otro en la distancia. Y la distancia no es mera lejanía, más bien se trata de eso que no procura suprimir el enigma del no entendimiento. Si así fuera, la distancia no es necesariamente alejamiento de una problemática, afectación o pérdida de lazo sino condición de afección recíproca. El tópico del que se habla en la novela pierde relieve frente al tembladeral frágil y paradójicamente consistente —porque es ahí donde hacemos pie— del universo relacional. Y entonces su madre: no puedo decir cómo lo entiendo…si de la manera correcta o no, pero me parece que algo entiendo. En estas breves y anodinas frases se cuece un “mundo” y aún no nos enteramos del tópico de la conversación. Pareciera que ese “más que unidad” del que nos habla Simondon es el exceso que se derrama. ¿Se derrama de qué? De la representación que opera por capturas. Tengo algo que decirte, qué tienes para decir, te daría pena no entender, me parece que algo entiendo, pero no puedo decir cómo. Hemos suprimido el tema del que se habla, no porque no importe, o acaso sea posible hablar de nada, sino porque lo que puede ser, lo que se va gestando, no está en la transparencia de un supuesto sentido encerrado en un tópico particular, sino en aquello que es porque no concluye, porque queda abierto a un tejido ininterrumpido, porque son las resonancias y no la literalidad lo que vuelve inagotable el intercambio. La no identidad a sí mismo del ser no es un simple pasaje de una identidad a otra por negación de la que precede, sino porque el ser contiene potencial, porque todo lo que es existe como reserva de devenir, la no identidad debe decirse como más que identidad. Ernesto se presenta como rara avis, dice cosas extrañas a la “identidad” de la escuela y a la “identidad” de un niñx. La madre, a su vez, se deja tocar por esta rareza y lo que tiene lugar es una suerte de balbuceo de una percepción afectada y afectante, más que una respuesta indicativa de un adulto que se precie educador de una cría. Ahora bien, “más que identidad” no es una proclama ni un asentimiento teoricista. Ernesto no carga con un “rechazo” a la escuela, interior a su carácter. La madre no dispone de una plasticidad per se. La reserva de devenir se manifiesta no tanto en lo que Ernesto pronuncia o su madre responde, sino en que pasan sucesos y afectos inesperados entre las cosas, y más que un intento de normalizarlas lo que se respira es la temporalización de las mutaciones relacionales. Intento precisar lo “inexplicable”. No nos detenemos en describir el cambio de un estado a otro a modo de transformación de comportamientos sino el funcionamiento de una dinámica de derivas. ¿Qué hace que las cosas, los afectos, las percepciones se alteren?¿Qué consecuencias tienen estas alteraciones, y más aún, qué le hacen a la experiencia de estar en el mundo? Habría una pregunta por el próximo paso, pregunta que solo se instala cuando estamos inmersos en ese devenir. El próximo paso no es hacia una meta. Sobreviene cuando la atención caza las señales eventuales de bifurcación. Devenir, entonces, no es atributo del bien ni del mal, pero sí podríamos decir, a lo Spinoza, que resulta bueno por su sola cualidad moviente. El ser en tanto es nunca acontece de una vez y para siempre, ni por intervención de un poder que moldea a voluntad. Solo porque existe una reserva de potencia que no es absorbida en forma alguna es que se producen choques, desfasajes, modulaciones. Hasta aquí pareciera que la escuela se nos escapa, que apenas la sobrevolamos desde una luz filosófica. Pero es en estas tentativas de habla que podemos bosquejarla. Podríamos arrimar lo siguiente: A más escuela programada, a más empaquetamientos de enunciados, a más repetición de su jerga, a más expectativas y pontificaciones de su labor, menos escuela. Y al mismo tiempo, a más retóricas “deconstructivas” que permanecen encumbradas, también menos escuela. Veamos qué ocurre cuando opera una tendencia al cierre, al acabamiento de una forma: (…) Maestro: ¿me lo pueden traer a ese Ernesto? Padres: ¿qué quiere hacerle? Maestro. Hablarle, hacerle razonar. Volver a una lógica elemental. Extirpar la crisis. Deberá aceptar que la instrucción es obligatoria. (…) En este párrafo se manifiesta la insistencia en la lógica de un intercambio de roles. El maestro debe crear al alumno. El alumno debe responder a sus prerrogativas. Todo lo que sigue es “éxito” en la realización, fracaso en la realización. La relación se obtura simplemente porque le damos la espalda a esa reserva de devenir que se presenta como extrañeza descalabrante, y frente a la cual solo cabe una atención que no es concentración. Stengers lo piensa desde el procedimiento del contraste, crear un contraste entre lo que digo (que percibo) y lo que se exhibe. En pocas palabras, sospechar de los supuestos. Veamos el modo en que el maestro se deja tomar por la fuerza de la cosa “irrepresentable”. Maestro: Ernesto…con respecto al libro quemado que encontró y dice que leyó…cuénteme. Ernesto. Bueno, justamente descubrí con ese libro como si el conocimiento cambiara de aspecto. Desde que se entra en esa especie de luz del libro se vive en el deslumbramiento. Es difícil de explicar. Aquí las palabras no cambian de forma, sino de sentido, de función. ¿Se da cuenta? Ya no tienen un sentido propio, remiten a otras palabras que no conocemos, que no hemos leído ni escuchado jamás…cuya forma no hemos visto nunca, pero de las que sentimos…de las que sospechamos el lugar vacío… (…) El maestro viene a ver a Ernesto al atardecer. Trae chicles para sus hermanos. No sabe muy bien a qué viene. Va hacia aquello que ya no intenta comprender… Cuando tiene la tarde libre, el maestro va al cobertizo donde se reúnen los hermanos y les enseña a leer y a escribir. Ernesto ya no está en la ciudad. El maestro percibe algo diferente aquí respecto del modus operandi profesoral, pero el acontecimiento libro - Ernesto– cobertizo – hermanos- enseñanza de lectura llegó, permanece un tiempo y se irá. Lo que destacamos no es el suceso particular, sino la fuerza de haber desacomodado un modo y abrirse a otrxs que a su vez podrían reverberar en múltiples situaciones. No es que no haya sujetos, maestro o niñxs, sino que esos seres son más que unidad y las formas que asumen. El maestro va hacia aquello que no intenta comprender…(va). Lxs niñxs lo reciben y emprenden juntos en el lugar no “indicado” la aventura de la lectura y la escritura. El maestro sufre un desfasaje respecto a una forma anteriormente sedimentada y se abisma de sí mismo dejando entrar, no la explicación de Ernesto respecto de su encuentro con el libro, sino la sorpresa de una lectura que sobrepasa la función del signo. Ya no es Ernesto - libro - maestro sino la multiplicación o propagación de un modo relacional. Cada “unx” está porque algo más lo sobrepasa. En ese plus vive la potencia de existir. A diferencia del párrafo citado más arriba, que expone el cierre en los confines dicotómicos de realización o no realización, acá se manifiesta la mutación de un vínculo producto de un juego complejo entre la reserva de devenir en el ser maestro — que no logra ser encerrada en el rol prefijado— y el choque con esa reserva que le excede a Ernesto en tanto alumno y a la lectura en cuanto mero desciframiento de significados codificados. Despejemos una penosa confusión: devenir no es “que fluya”, suponiendo que el fluir nos vuelve “inocentes” a todo lo que (nos) acontezca. Es necesaria una fina atención que lea o se arroje a esa reserva nebulosa que se le cae a las formas familiarizadas. Cuenta una maestra de Trelew En cada inicio del ciclo lectivo era costumbre mostrarle a lxs chicxs una por una las fotos de los nuevos profesorxs, preceptorxs y compañerxs que iban a tener ese año. En una de esas presentaciones se expone la foto de un nuevo preceptor, indicándole que se trataba de Aldo, de inmediato con furia Juan grita ¡no!... ¡es Lucas!… ¡Lucas ahí! Se le vuelve a indicar, corrigiéndolo, que aquel de la foto, no se trataba de Lucas, sino que se trataba de un nuevo preceptor, que ese de la foto se llama Aldo. Todos pensábamos que Juan insistía en que era Lucas, puesto que Lucas resultaba ser un compañero significativo para él. Juan con la vista puesta fijamente en la foto repite ¡no!... ¡Lucas! Cuando se le pregunta que nos indique donde está Lucas, con la soberbia de poder demostrarle su error, él señala una ventana que estaba al costado de donde se veía la imagen de Aldo. Cuando miramos más detenidamente la foto, comprobamos con sorpresa que si se miraba con suficiente atención, se podía alcanzar a ver el reflejo de quien había tomado la foto de Aldo, que se trataba precisamente de Lucas. Lo que en principio se le atribuyó a Juan como percepción ilusoria resultó ser el rasgo de la percepción normalizadora, esa a la que se le escapa lo microscópico, no por pequeño, sino porque no arma conjunto y a su vez cuenta con la posibilidad de deformar y reformular. Lo que parece ser el “agarre” de la función termina desagarrándose de los relieves y planos concretos que abren el abanico de las relaciones. Advertir los propios límites perceptivos no resulta de una recomendación de autoayuda. Los puntos de referencia se angostan frente a la verificación sensible de lo descarriado. El corolario no es la celebración de Juan y el mea culpa de una percepción constreñida, sino la pregunta ¿y qué fue lo que pasó? ¿qué plano de “consistencia” arma un punto de vista? (el de la foto sin “Lucas”), ¿qué otro plano se bosqueja cuando lo sombreado, lo que se revela a media luz, reconfigura la escena? Juntar lo que no tenemos costumbre de juntar…tal como piensa Isabelle Stengers,3el problema de la atención. 1 Combes, Muriel, Simondon. Una filosofía de lo transindividual. Cactus. Buenos Aires, 2017. 2 Duras, Marguerite. La lluvia de verano. Cuenco del Plata, Buenos Aires, 2012. 3 Stengers, Isabelle. En tiempos de catástrofes. Futuro Anterior, Buenos Aires, 2017.
- Poesía negra y poesía blanca / René Daumal (1941)
Como la magia, la poesía es negra o blanca, según sirva a lo subhumano o a lo sobrehumano. Las mismas disposiciones innatas ordenan la máquina del poeta blanco y del poeta negro. Algunos consideran un don misterioso, un sello de poderes superiores; otros, una enfermedad o una maldición. No importa. ¡O más bien sí! tendría muchísima importancia, pero todavía no nos volvimos aptos como para comprender el origen de nuestras estructuras esenciales. Quien las comprendiera, tendería a liberarse de ellas. El poeta blanco procura comprender su naturaleza de poeta, liberarse de ella y darle una utilidad. El poeta negro se sirve de ella, y se esclaviza. ¿Pero que es ese “don” común a todos los poetas? Es un enlace particular entre las diversas vidas que componen nuestra vida, de tal manera que cada manifestación de una de esas vidas ya no es sólo el signo exclusivo, sino que puede transformarse, por medio de una resonancia interior, en el signo de la emoción que es, en un momento dado, el color o el sonido o el sabor de sí mismo. Esta emoción central, protuberantemente escondida en nosotros, no vibra ni brilla más que en raros instantes. Esos instantes serán, para el poeta, sus momentos poéticos, y todos sus pensamientos y sensaciones y gestos y palabras, en dicho momento, serán los signos de la emoción central. Y cuando la unidad de su significación llegue a realizar en una imagen que se afirma por medio de la palabra, entonces diremos, más específicamente, que es poeta. A esto llamamos “don poético”, a falta de un conocimiento amplio. El poeta tiene una noción más o menos confusa de su don. El poeta negro lo explota para su satisfacción personal. Cree tener el mérito de ese don, cree que puede voluntariamente escribir poemas. O bien, abandonándose al mecanismo de las significaciones resonantes, se vanagloria de estar poseído por un espíritu superior, que lo habría elegido a manera de intérprete. En los dos casos, el don poético aparece al servicio del orgullo y de la imaginación mentirosa. Combinador o inspirador, el poeta negro se miente a sí mismo y se cree alguien. Orgullo, mentira; hay incluso un tercer término que lo caracteriza: pereza. No es que deje de agitarse y penar, o que parezca pose. Pero todo ese movimiento se hace enteramente solo, dado que se cuida de intervenir allí por sí mismo, ese sí mismo pobre y desnudo que no quiere ser visto ni tampoco verse pobre y desnudo, ese sí mismo que cada uno de nosotros se esfuerza en esconder bajo sus máscaras. Es el “don” que opera en él, goza con ello como un mirón, sin mostrarse, se viste como el molusco de vientre fofo, se refugia en su concha de múrice, hecha para producir el púrpura real y no para revestir abortos vergonzosos. Pereza de verse, de dejarse ver, miedo de no tener otra riqueza que las responsabilidades asumidas, de esa pereza hablo -¡oh, madre de todos los vicios! La poesía negra es fecunda en prestigios, tanto como el sueño y el opio. El poeta negro goza de todos los placeres, se adorna con todos los ornamentos, ejerce todos los poderes -en la imaginación. A las riquezas mentirosas, el poeta blanco prefiere lo real, aunque sea pobre. Su obra es una lucha incesante contra el orgullo, la imaginación y la pereza. Aceptando su don, incluso si sufre por ello y si sufre por el hecho de sufrir, procura ponerlo al servicio de fines superiores a esos deseos egoístas, a la causa todavía desconocida de ese don. No afirmaré: tal es un poeta blanco, tal otro es un poeta negro. Se trataría de ideas, sería caer en opiniones, en discusiones y en error. Tampoco afirmaré: tal tiene don poético, tal otro no. ¿Lo tengo yo? Con frecuencia dudo, a veces creo estar seguro. Nunca alcanzo la certeza de una vez para siempre. Cada vez la pregunta es nueva. Cada vez que el alba aparece, el misterio está allí, en su totalidad. Pero si antes fui poeta, sin duda alguna fui un poeta blanco. De hecho, toda poesía humana es una mezcla de blanco y de negro: pero una tiende hacia lo blanco, la otra hacia lo negro. La que tiende hacia lo negro, no necesita hacer esfuerzos para ello. Sigue la pendiente natural y subhumana. Uno no tiene que hacer esfuerzos para presumir, para soñar, para mentirse y entregarse a la pereza; ni para calcular y combinar, cuando tanto los cálculos como las combinaciones están al servicio de la vanidad, de la imaginación, de la inercia. Pero la poesía blanca va contra la pendiente, lo mismo que la trucha remonta la corriente para dirigirse a engendrar en la fuente viva. Hace frente, por medio de la fuerza y de la astucia, a las fantasías de los rápidos y de los remolinos, no se deja distraer por el tornasol de las burbujas que pasan, ni tampoco arrastrar por la corriente hacia los dulces valles cenagosos. ¿Cómo sostiene esta lucha el poeta que quiere transformarse en poeta blanco? Diría que de la manera en que intento sostenerla en mis infrecuentes mejores momentos, a fin de que un día, si soy poeta, emane de mi poesía (por más gris que sea) al menos un deseo de blancura. Podría distinguir tres fases en la operación poética: la del germen luminoso, la del ropaje de imágenes y la de la expresión verbal. Todo poema nace de un germen, al principio oscuro, germen que es preciso volver luminoso para que produzca frutos de luz. En el poeta negro, el germen permanece oscuro y produce ciegas vegetaciones subterráneas. Para hacerlo brillar, es preciso hacer silencio, porque ese germen es la Cosa-a-decir en sí misma, la emoción central que quiere expresarse a través de toda mi máquina. La máquina en sí es oscura, pero se complace en proclamarse luminosa, y logra que se lo crean. No bien puesta en marcha por el empuje del germen, pretende obrar por cuenta propia, para exhibirse, y para el placer vicioso de cada de una de sus palancas y resortes. ¡Que la máquina haga entonces silencio! ¡Funciona y cállate! Silencio en los juegos de palabras, a los versos memorizados, a los recuerdos ensamblados fortuitamente, silencio a la ambición, al deseo de brillar -porque la luz sólo brilla por sí misma-, silencio a la adulación de sí, a la piedad de sí, ¡silencio al gallo que cree conseguir que el sol se levante! Y el silencio aparta las tinieblas, el germen empieza a relucir, luminoso, no iluminado. Esto es lo que correspondería hacer. Resulta muy difícil, pero cada pequeño esfuerzo recibe como recompensa un pequeño rayo de luz. La Cosa-a-decir aparece entonces, en lo más íntimo de sí, como una certidumbre eterna -conocida, reconocida y espera al mismo tiempo-, un punto luminoso conteniendo la inmensidad del deseo de ser. La segunda fase, consiste en el ropaje del germen luminoso -que revela pero no es revelado, invisible como la luz y silencioso como el sonido-, su ropaje por medio de las imágenes que lo manifestarán. En este sentido, es preciso pasar revista a las imágenes, rechazar y encadenar en sus sitios a todas aquellas que sólo quieren servir a la facilidad, a la mentira y al orgullo. ¡Hay tantas muy hermosas a las que uno querría mostrar! Sin embargo, una vez establecido el orden, es preciso dejar que el germen por sí mismo elija l a planta o el animal con el que va a vestirse dándole la vida. Y finalmente se trata de la expresión verbal, donde cuenta ya no sólo el trabajo interior, sino también la ciencia y la habilidad exteriores. El germen tiene su respiración propia. Su hálito se adueña de los mecanismos de la expresión, comunicándoles su cadencia. De esta manera, se hace necesario que los mecanismos estén en principio bien aceitados y, sobre todo, perfectamente descomprimidos, a fin de que no puedan ponerse a bailar por su cuenta, a acompañar metros incongruentes. Y al mismo tiempo en que doblega los sonidos del lenguaje a su hálito, la Cosa-a-decir los obliga también a contener sus imágenes. ¿Cómo realiza esta doble operación? Aquí reside el misterio. No es por medio de la combinación intelectual, dado que para eso haría falta demasiado tiempo; ni por instinto: el instinto no inventa. Este poder se ejerce gracias al vínculo particular existente entre los elementos de la maquina del poeta, y que une en una sola substancia viviente materias tan distintas como emociones, imágenes, conceptos y sonidos. La vida de este nuevo organismo es el ritmo del poeta. El poeta negro hace poco más o menos lo contrario, a pesar de la semejanza de las operaciones que se efectúan en él. Su poesía le abre muchos mundos, sin duda, pero mundos sin Sol, iluminados por decenas de lunas fantásticas, poblados de fantasmas y a veces empedrados con buenas intenciones. La poesía blanca abre la puerta de un único mundo, el del único Sol, sin prestigios, real. He dicho lo que habría que hacer para transformarse en un poeta blanco. ¡Me falta mucho para llegar a ello! Incluso en la prosa, en la palabra y la escritura ordinarias -como en todos los aspectos de mi vida cotidiana-, todo lo que produzco es gris, pío, sucio, mezcla de luz y de noche. Por lo tanto, reinicio la lucha de inmediato. Me releo. Entre mis frases, veo palabras, expresiones, una ocurrencia que se creyó graciosa, una arrogancia de cierto pedante que debió quedarse sentada en su sitio en lugar de venir a tocar el flautín en mi cuarteto de cuerdas y que, al mismo tiempo, representa una falta de gusto, de estilo e incluso de sintaxis. La lengua, por sí misma, parece dotada para descubrirme a los intrusos. Pocas faltas significan técnica pura. Casi todas son mis faltas. Y tacho, y corrijo, con la alegría que puede experimentar quien se corta del cuerpo un miembro gangrenado.
- La realidad exige… / Wislawa Szymborska
La realidad exige que lo digamos bien claro: la vida sigue su curso. Sucede así en Cannas y en Borodinó, en los llanos de Kosovo y en Guernica. Hay una gasolinera en una pequeña plaza de Jericó, hay bancos recién pintados cerca de Bila Hora. Las cartas van y vienen entre Pearl Harbor y Hastings, pasa un camión de muebles bajo la mirada del león de Queronea y solo un frente atmosférico amenaza los florecientes jardines cercanos a Verdún. Hay tanto de Todo que lo que hay de Nada queda muy bien cubierto. De los yates de Accio llega la música y en la cubierta, al sol, bailan las parejas. Pasan siempre tantas cosas Que seguro tienen que pasar en todas partes. Donde hay piedra sobre piedra hay un carro de helados cercado por los niños. Donde estaba Hiroshima de nuevo está Hiroshima y se siguen produciendo objetos de uso cotidiano. No le faltan encantos a este hermoso mundo ni tampoco amaneceres para los que merece la pena despertar. En los campos de Macejowice La hierba es verde, y en la hierba, como pasa en la hierba, la escarcha, transparente. Quizá no haya un lugar que no haya sido un campo de batalla, los aún recordados, los hoy ya olvidados, bosques de cedros y bosques de abedules, nieves y arenas, pantanos irisados y barrancos de negro fracaso donde en caso de urgencia satisfacemos ahora nuestras necesidades. Qué moraleja sale de todo esto: parece que ninguna. Lo que de verdad sale es la sangre que seca rápida y siempre algunos ríos, algunas nubes. En esos desfiladeros trágicos el viento se lleva los sombreros, y es inevitable: la imagen nos da risa. Traducción Abel Murcia. Fuente: Poesía no completa. Fondo de Cultura Económica, 2002.
- Carta al presidente Gral. Uriburu de Salvadora Medina de Onrubia (1931)
Gral. Uriburu, acabo de enterarme del petitorio presentado al gobierno provisional pidiendo magnanimidad para mí. Agradezco a mis compañeros de letras su leal y humanitario gesto; reconozco el valor moral que han demostrado en este momento de cobardía colectiva al atreverse por mi piedad a desafiar sus tonantes iras de Júpiter doméstico. Pero no autorizo el piadoso pedido… Magnanimidad implica perdón de una falta. Y yo ni recuerdo faltas ni necesito magnanimidades. Señor general Uriburu, yo sé sufrir. Sé sufrir con serenidad y con inteligencia. Y desde ya lo autorizo que se ensañe conmigo si eso le hace sentirse más general y más presidente. Entre todas esas cosas defectuosas y subversivas en que yo creo, hay una que se llama karma, no es un explosivo, es una ley cíclica. Esta creencia me hace ver el momento por que pasa mi país como una cosa inevitable, fatal, pero necesaria para despertar en los argentinos un sentido de moral cívica dormido en ellos. Y en cuanto a mi encierro: es una prueba espiritual más y no la más dura de las que mi destino es una larga cadena. Soporto con todo mi valor la mayor injuria y la mayor vergüenza con que puede azotarse a una mujer pura y me siento por ello como ennoblecida y dignificada. Soy, en este momento, como un símbolo de mi Patria. Soy en mi carne la Argentina misma, y los pueblos no piden magnanimidad. En este innoble rincón donde su fantasía conspiradora me ha encerrado, me siento más grande y más fuerte que Ud., que desde la silla donde los grandes hombres gestaron la Nación, dedica sus heroicas energías de militar argentino a asolar hogares respetables y a denigrar e infamar una mujer ante los ojos de sus hijos … y eso que tengo la vaga sospecha de que Ud. debió salir de algún hogar y debió también tener una madre. Pero yo sé bien que ante los verdaderos hombres y ante todos los seres dignos de mi país y del mundo, en este inverosímil asunto de los dos, el degradado y envilecido es Ud. y que usted, por enceguecido que esté, debe saber eso tan bien como yo. General Uriburu, guárdese sus magnanimidades junto a sus iras y sienta como, desde este rincón de miseria, le cruzo la cara con todo mi desprecio. Salvadora Medina Onrubia Cárcel del Buen Pastor, julio 5 de 1931 Fuente: www.elhistoriador.com.ar
Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.











