top of page

Búsquedas

50 elementos encontrados para ""

  • Clínicas | Revista Adynata

    CLÍNICAS post guardia Cuidar la vida: salvar la lengua clínicas cimarronas del cuidado De lenguas madres y lenguas moras Gestión o cuidado: ¿una conciliación imposible? ENERO una novela de Sara Gallardo

  • Post guardia II | Revista Adynata

    Post Guardia II / Débora Chevnik Con la misma mano que cerré la puerta de casa al salir para la guardia abrí la puerta del ascensor. La cerré y toqué el botón de planta baja. ¿Quién habrá tocado antes ese botón? ¿El cardiólogo del 8vo? ¿El taxista del 2do? Con esa misma mano abrí la puerta de calle. Rozarán esa misma superficie…el encargado del edificio? ¿La jubilada del 4to? Abro la puerta del auto. Toco el volante, la palanca de cambios, el botón de la ventanilla. Cuántas superficies. En la radio aparecen los hombres de la cárcel de Devoto. No quieren morir ni ahí ni así. No es motín, es un grito desoído. Es la historia de tantos gritos desoídos. Al llegar al hospital, firmo la entrada. ¿Quién habrá tocado ya las planillas? Lxs kinesiólogxs que toman muestras a lxs niñxs con Ccovid-19, algúnx cirujanx, unx psicólogx, la secretaria del sector? ¿Qué rastros quedan en las superficies? Cada huella deja indicios de lo que producen esas manos, de sus trabajos. Las superficies coleccionan memorias de nuestros recorridos. En las planillas de firmas, imagino, estaré dejando huellas de la jubilada del 4to o del taxista del 2do, que ahora, ya son mías. Sigo mi recorrido. Saludo de lejos, sin tocarnos, a un enfermero, a varixs pediatras y a la trabajadora social. Con y sin barbijos, nos seguimos reconociendo. La señora de la limpieza me cuenta que al final el vecino del barrio aceptó que ella le pague el arreglo de los caños para dejar de acumular agua y que no se haga esa laguna donde va a jugar su nieto. Está menos desesperada que la semana pasada por el acecho del dengue. La miro bien; me doy cuenta que está apoyada en el pasamanos del pasillo. Pasamanos, pienso. Al fin, llego al lugar donde me quedaré hasta que llegue una consulta. Abro la canilla, me lavo las manos. Debo estar tocando las huellas que dejaron las manos de algún pediatra que se las lavó antes. Que seguramente traía las huellas de algún niñx que revisó. Y esxs niñxs, soportes de los rastros de sus casas. O de la calle. En las superficies junto con los temores de contagio, se inmiscuyen historias, barrios, acechos, cuidados. Tengo que atender. Me lavo las manos. No se puede determinar el riesgo de contagio. Salgo a la cancha con camisolín, barbijo, máscara, guantes, cofia y botas. El traje de astronauta completo. Sin historia, sin gérmenes, descartable. Piel de astronauta la barrera sanitaria. Lejos de la tierra, y en una atmósfera de cuerpos celestes. En este caso los cuerpos celestes son azules. Los tres policías que traen al pibe de 16 tienen tapabocas. Casi sin rostros, nos saludamos. Le pido al de la escopeta que se la lleve a otro lado. Dice que no puede. Se señala la pechera para mostrarme las balas. Dice que me quede tranquila que la escopeta no está cargada. El pibe cuenta historias de robos, de abandonos y de violentaciones. “Abrime la puerta de atrás”. “No quiero caer preso”. Casi sin rostros y con escopeta. Un pibe esposado y un “quedate tranquila”. La inmunidad es azul y los privilegios no son precisamente por lo principesco. Violencias enmascaradas, ¿funcionan como privilegio? El virus, el pibe, los hombres de Devoto. “No queremos morir así”. “No quiero caer preso”. En las palabras, porosas como las superficies, resuenan ecos de otras palabras. Se escuchan historias de intemperie y de violencias. Virus y palabras, van ranchando en cuerpos, en canillas, en pasamanos. Desde esos cuerpos, violencias y cuidados se diseminan hacia otras superficies. Y otras, y otras… Carlos Alonso, "Lección de Anatomía", 1970 Continuar

  • Post Guardia VIIIadynata | https://adynata.wixsite.com/inicio/post-guardia-ix Revista Adynatahttps://adynata.wixsite.com/inicio

    Post Guardia VIII / Débora Chevnik Hablar en los rincones, hablar a puerta cerrada, hablar entre nos, hablar espiando, hablar sin afuera, hablar redondo. Hablar sin dientes, hablar obediente, hablar sin hablar, hablar a blar, vivir como emoji, hablar desde lo alto, sin vuelo. Hablar sujetado, hablar despoblado, hablar por compromiso, hablar sin el cuerpo, hablar cuadriculado, hablar sin escorchar, ni descorchar. Hablar distante, hablar en la escarcha, hablar sin escrachar, sin temblar. Carlos Alonso. Adán y Eva, 1965 Continuar

  • ¿Dónde se instala el dolor?adynata | https://adynata.wixsite.com/inicio/d%C3%B3nde-se-instala-el-dolor Revista Adynatahttps://adynata.wixsite.com/inicio

    ¿Dónde se instala el dolor? / Fernando Ceballos Clínicas cimarronas del cuidado La luna enorme de esa noche otoñal inunda las ventanas del Instituto del Quemado del Hospital Córdoba, de la ciudad de Córdoba. Los trabajadores y trabajadoras nocturnas se internan en una dinámica que les va a ir cambiando su ciclo circadiano por algunos días. La noche, amiga de la luna y del silencio, amerita otra atención y otra tensión. La mujer tiene quemado casi el sesenta por ciento de su cuerpo, nadie entiende como todavía está viva. Hace meses que está postrada soportando un dolor insoportable: haber quedado viva después de ese intento de suicidio. Ese dolor la atraviesa entera y no la deja ni un instante. La demanda con el correr de los días se fue incrementando. El dolor dolía en todas partes. Al segundo mes ya era “una paciente problema” para el sistema. Sus demandas eran incomprensibles e insoportables a las temporalidades de la estructura. Y cuando el sistema se harta arremete con más saña con sus dispositivos de colonización. Y así, la medicalización se fue instalando como respuesta más cómoda a los requerimientos persistentes, y como disciplinamiento de una sensibilidad desguarnecida. Iván Illich, nos aclara el panorama, “Cuando la civilización médica cosmopolita coloniza cualquier cultura tradicional, transforma la experiencia del dolor. La civilización médica tiende a convertir al dolor en un problema técnico y, por ese medio, va a privar al sufrimiento de su significado personal intrínseco”[i] . La morfina fue entrando en su cuerpo de a puchitos y éste la fue naturalizado de tal manera, que ahora sólo dura su efecto unas pocas horas. El dolor sigue, siempre sigue ese dolor. “El dolor desborda la lógica, lo racional, el lenguaje”[ii] . El timbre invade el silencio de la noche. El enfermero, cansado por el trajín de la jornada, entra a la habitación y unos ojos desorbitados e insomnes imploran dedicación. Me duele mucho, dice. El enfermero contesta seco e impaciente: pero si hace una hora que te administré el analgésico. Ese matadolor médico[iii] potente. Sí, pero me duele mucho lo mismo. Porque no me lees algo, le dice. Por un momento se detuvo el ritmo como queriendo acceder a una súplica, pero al instante la rutinización hizo que todo volviera a la normalidad. El enfermero piensa en todo el “trabajo técnico” que le queda por resolver y no puede creer que esta paciente le pida que le lea algo. Con un gesto poco alojador, le dice que lo espere “un ratito” que enseguida vuelve. Y se interna nuevamente en su alienante tarea repetitiva y a la vez necesaria para otros: medicación, curaciones, control de signos vitales, higiene, entre otras cosas. Esta solo esta noche, y debe organizarse de otra manera para hacer su trabajo. Ya en la oficina de enfermería, y después de “un ratito”, transcribiendo datos en las historias clínicas, suena el timbre de nuevo. Es ella. Como insiste esta mujer, se dice para adentro. Deja por un momento lo administrativo y se interna nuevamente en ese ambiente cargado de sensaciones humanas que habita cada habitación del Instituto del Quemado. Y va a ver qué sucede. Se acerca con pasos silenciosos, esperando tener la suerte de encontrarla dormida. Mala suerte para él, la encuentra con la misma imagen de hace una hora atrás. Se deja llevar por el alarido suplicante de esos ojos que piden a gritos otros ojos que la miren. Y resignado a ese lamento, toma un libro de esa pila que pasaba la altura de la mesita de luz y él no se había percatado que estaba allí. Acerca la silla al costado de la cama, cerquita de la cabecera, como para leerle al oído. Y lee. Se compenetra tanto en la lectura, que lee un rato largo. El tiempo fue cómplice, lo mismo que la concentración. Tal vez pasaron cinco o diez minutos, o “un ratito”. No sabe que pasó en ese tiempo. Y mientras lee, invade al ambiente de una extraña aura atemporal que cuida. Cuida un cuerpo doliente que disimula un dolor más allá de los filetes nerviosos que quedaron expuestos ante la quemadura. Ella tolera un dolor que la atraviesa entera, en su cuerpo y en su historia. Resiste un dolor que la vulnera hasta la deshonra. No quiere dormirse sola. El miedo a cerrar los ojos y no despertar nunca, la excitan. Y se queda ahí quietita mirando como el lector intenta, ésta vez hospitalariamente seguirle su pedido. Y se queda ahí, así expuesta no en carne viva, sino en alma viva. Y viaja. Y sueña. Y vuela. “El dolor es subjetividad, experiencia común y solidaria irremisiblemente asociada al hombre desde el inicio de los tiempos. Experiencia inconmensurable desde su exterior, intransmisible desde un lenguaje que no sea el que él mismo determina. El dolor iguala, manifiesta la densidad y profundidad del hombre. Es un hecho personal, que hace palpable la condición de finito del hombre: aquél que sufre se reconoce como mortal. El dolor es proximidad a la muerte, conciencia de fin que se nos aparece de forma violenta, imprevista. Es signo de humanidad, está en el ser del hombre el sufrir, así como lo está el morir”[iv] . De pronto un ronquido, sorprende a esa voz bajita y de garganta que imposta el enfermero que intenta una calma para ese dolor. Mira de reojo aquella mirada desorbitada que lo convocó, y con asombro descubre como ha desaparecido para darle paso a un sueño profundo. Con el tiempo ese joven enfermero entenderá que el dolor nada tiene que ver con la sangre de las heridas concretas, ni con moretones o traumatismos, solamente. Entenderá que el dolor es eso que se instala en una vida como errancia y que busca desconsolado durante “un ratito” una palabra, una mirada, una lectura. [i] Illich, Iván. Némesis médica. La expropiación de la salud. breve Biblioteca de respuesta. Barral Editores, 1975. CABA. Pag. 113 [ii] Negri, Antonio. Job, la fuerza del esclavo. Buenos Aires, Paidós. 2003 [iii] Idem 45 [iv] Pérez Marc, G. [2010], “Sujeto y dolor: introducción a una filosofía de la medicina”, en Archivos Argentinos de Pediatría;108(5):434-437. Francis Alÿs, "La petite mort” collage de papel óleo, grafito, cinta adhesiva y tiza 43x28 cm, alrededor de década del 90 Biblioteca

  • Roberto Jacobyadynata | https://adynata.wixsite.com/inicio/roberto-jacoby Revista Adynatahttps://adynata.wixsite.com/inicio

    Roberto Jacoby, inabarcable / V. Nicolás Koralsky we call communism todo lo solido se esfuma 01_1968-El-Culo-Te-Abrocho_2008 we call communism 1/111 Agradecemos las imágenes a Ana Longoni y a archivosenuso.org “La utopía es un falansterio razonable donde algo puede concretarse solo con el deseo de hacerlo”. Ana Longoni sobre Roberto Jacoby,Museo Reina Sofía 2011 Roberto Jacoby parece no haber parado nunca. Escuché a Ana Longoni decir que Roberto no lleva registro de lo que hace, que no se da tiempo: de una cosa pasa a la otra y a otra y a otra. Muchas de las historias que tenemos de Jacoby se las debemos a las investigaciones de Longoni, quien se dedicó a poner todas las piezas en orden, curando su trayectoria para la exposición “El deseo nace del derrumbe” en el Museo Reina Sofía (2011). Aunque Jacoby crea que quienes llegan a los espacios centrales del arte son los muertos -muertos en vida, muertos reales- él fue el primer argentino en tener una exposición individual allí. Cuando vemos a Roberto mirar a cámara nos encontramos con la cara de alguien que está a punto de hacer una picardía, casi a punto de montar una broma. Otras veces puede parecer un tipo grande, tierno, escurridizo ante los halagos y con una capacidad de relato conmovedora. En una entrevista, en donde se le reconoce esa cara de pícaro, define al arte como la única actividad humana legítima que no persigue ninguna finalidad en sí misma. Jacoby, ganador de la Beca Guggenheim (Fine Arts category, 2002), ha comparado a algunos artistas famosos con agencias de publicidad con cientos de asistentes y una “creatividad” que no produce “actos de creación”. Interesado en el arte que está en los procesos de surgir, Jacoby distingue entre obra pública -la del circuito institucional y del mercado- donde se la presenta ya “digerida” y el artista debe falsificarse a sí mismo, de la obra secreta. Para nosotrxs, la inabarcable. Nacido en Buenos Aires en 1944, sociólogo de profesión, con gran interés por los medios de comunicación y de masas, Jacoby desarrolló el Primer Manifiesto del Arte y Los Medios en 1966 junto a Eduardo Costa y Raúl Escari donde se adelantaron a Debord en pronunciarse y demostrar que los medios construyen acontecimientos. Parte de la “Generación Di Tella”, cercano a los happenings y antihappenings, a desmaterializaciones y performances recibió el abrigo de Oscar Masotta con quién viajó a Nueva York en 1967, al Be in donde a donde llevó su “Mao y Perón, un solo corazón”, foto que ilustra la tapa de su libro ensayo sobre filosofía política “El asalto al cielo” escrito entre 1975 y 1985 y editado en 2014. Formó parte de Tucumán Arde (1968) donde realizó investigaciones de sociología política junto con artistas e intelectuales que, indiferenciados entre sí, expusieron/denunciaron en la sede de la CGT de los argentinos, datos e imágenes de la desastrosa situación social en el Jardín de la República. Documentalismo que se volvería, de cierto modo, un opuesto del conceptualismo que vendría después. En los 70 trabajó como periodista. Escribió sobre teatro en el diario La Opinión donde llegó a tener de jefe a Juan Gelman. A mediados de la misma década, intentó volver a la sociología pero una hepatitis lo dejó varios meses en cama y terminó escribiendo letras de canciones, poesías y cuentos. Allí, apartado, hizo que suceda otra vi(d)a en la misma vida. Poesías que tomaron su curso y mutaron a canciones cuando se encontró, junto a Federico Moura, en un activismo tan radical que tomaba a la alegría como herramienta de transformación social. Explica en una entrevista hablando del cantante de Virus, que encontró en él la expresión de una elegante radicalidad política que tendía a ser banalizada, quizás por incomprendida y por adelantarse a su tiempo. Alegría estratégica en tanto “momento de encuentro de libertad en medio de la quema de libros” como reparó Ana Longoni en la presentación de “El deseo nace del derrumbe” (Libro y Exposición, 2011). Ana explica allí que las intervenciones de Jacoby y sus cómplices operaban como estrategias de la alegría en los circuitos subterráneos, casi invisibles donde se recomponían los lazos que la dictadura asesina buscaba desactivar. La comisaria agrega que operaron como algunos modos de resistir al terror de Estado: vivir en comunidad, inventar formas de resistencia. Para Roberto, estas tácticas alegres, serían experiencias moleculares que buscaron producir redes de afecto y solidaridad. Como el Museo Bailable, donde a fines de los 80 superponía y transformaba a diferentes espacios bailables en espacios donde se producían hechos artísticos. En 1994, junto a su compañera Kiwi Sainz viralizó las calles de Buenos con camisetas y afiches publicitarios que decían “Yo tengo SIDA”, golpeando así las barreras de estigmas y exclusiones. A fines de los 90 investigó sobre comunidades experimentales. Creó la fundación START (fundación sociedad tecnología arte) con sede en su mismísimo dormitorio. Esta plataforma le permitió engendrar monstruos enormes, tecnologías de la amistad: chacra 99, un “laboratorio tecno bucólico de experiencias multi-sensoriales” que funcionó en el último verano de la década del 90, por donde pasaron más de 40 artistas que se instalaron en una casa de campo en las afueras de Buenos Aires para realizar diferentes proyectos creativos. Revista Ramona (2000), publicación mensual que tuvo su versión en papel por más de 10 años (con 101 números) dedicada a las artes visuales con la finalidad de “reflexionar acerca de las condiciones de producción en el mundo del arte”, en ella escribieron Nelly Richard, Claire Bishop, Suely Rolnik, Gianni Vattimo, entre otrxs. Proyecto Venus, también llamado proyecto V (1999), en este buscó llevar al máximo la capacidad del arte de inventar nuevas formas de vida, la invención de una sociedad paralela desde donde sostener trueques económico-profesionales, a través de la formación de redes, mucho antes de que Facebook existiera en la nube. Venus acuñó su propia moneda y llegó a tener más de 500 artistas-participantes-venusinxs. Bola de Nieve (1998) una web aún activa, que produce “reacciones en cadena” donde un artista referencia a otrx y ese otrx a otrx. Funciona enlazando a partir del reconocimiento y la legitimación entre pares para dar lugar a una “constelación de afinidades estéticas y sentido”. Y Vivo Dito (2008), un “archivo sobre performance realizadas en Argentina o por artistas argentinos en el mundo”, web-base de datos que lleva el nombre en homenaje a las intervenciones urbanas que realizaba el artista Alberto Greco. Roberto tuvo su primera muestra individual “No soy un clown” en la mítica Belleza y Felicidad en 2002 y hacia 2010 fue convidado a participar en la 29o Bienal de San Pablo donde también fue invitado a retirar la instalación presentada… Para la bienal, Jacoby presentó con la BRIGADA ARGENTINA POR DILMA la obra "El alma nunca piensa sin imágenes", que simulaba una unidad básica in situ donde se realizaban diferentes actividades. El eje de ese año era “arte y política”, Roberto destinó todo el presupuesto de obra a pasajes de avión y alojamiento de alrededor de 30 artistas e intelectuales que formaban la brigada proselitista. Luego de montada la obra, los comisarios se vieron obligados a pedirle que la retire del pabellón porque incumplía las leyes brasileñas de proselitismo político que prohíben toda propaganda política (que no sea por radio o TV), por lo cual requisaron el material impreso y cubrieron las imágenes de los candidatos. Premio a la Trayectoria Artística Fondo Nacional de las Artes 2013, inaugura en la antigua casa de Victoria Ocampo, hoy Casa de la Cultura FNA, en 2014, la ya icónica Diarios del odio junto a Sid Krochmalny curado por Mariela Scafati, a partir de comentarios de lectores seleccionados de diarios en la web, explicaba en una entrevista "todo este trabajo está hecho con palabras, con una zona de las palabras que tiene que ver con la basura, algo muy frecuente en el arte contemporáneo: muchos artistas trabajan desde elementos de la basura. Esto tiene que ver con el propio contenido de los mensajes: degradación, putrefacción, a la idea de limpiar a la sociedad de las plagas". Así como Duchamp existió como Rrose Sélavy, Roberto devino alguna vez Berta Jacobs, personaje que le sirvió para seguir el manual de instrucciones para una conferencia, creado por Paul B Preciado en 2018. El mismo año en que presentó su álbum “Golosina caníbal”, con Nacho Marciano, al mismo tiempo que Exposición, Poema Rosales, Rara, El castillo inflable y Tadzio, sus poemarios. Roberto expresa en otra entrevista con esa picardía que le adivinamos, que odia el arte político porque piensa que allí ocurre una regulación del arte. Dice que cree nefasta la idea de producir un efecto, decir una verdad y, si el arte es político, reduce su fin. Pero cree que es en la elección de los materiales donde yace el acto político, entiende que en la definición del público yace la ética y concibe que Medios-Públicos-Materiales son un fenómeno político. Cree que en la figura del arte político se esconde una “comodidad curatorial”, que adecenta el rol de curador y lo corre del de comisario. Este “escapista del aburrimiento”, este ensamble admirable de picardía, audacia, frescura, diversión, activismo, intelecto, pop, conceptualismos, humor, erótica, vértigo, canciones y bailes. Este inabarcable e incansable Roberto Jacoby se dibuja y se diluye en algo de esto que, hace días, intenta decirse en estas líneas. “ya no sé si es hoy, ayer o mañana” Líneas arrebatadas, que ya prefieren moverse al ritmo de “Sin disfraz” antes que seguir intentando aprehender todo aquello que Roberto ha creado, todas aquellas anécdotas en las que lo hemos cruzado y todo aquello en lo que Roberto podría devenir en estos años. Continuar

  • Post Guardia Xadynata | https://adynata.wixsite.com/inicio/post-guardia-x Revista Adynatahttps://adynata.wixsite.com/inicio

    Post Guardia X / Débora Chevnik Hay vidas dolidas que de tan dolidas, ni se enferman; saben que no hay quién las cuide. Vidas arrasadas, expulsadas. Viven al ras, con poco, con nada, con sobreabundancias deshabitadas; con fuerzas desconocidas. Saben vivir yéndose. Saben cobijarse cerca de la muerte. También saben cuándo las instituciones son la muerte. Saben de vagabundeos; y de lo inaceptable. Vidas en situación de deserción (¿de los fracasos de la civilización?). Vidas lastimadas que no aceptan amparos a cualquier precio. Sin quererlo, llegan a un hospital que, con sus leyes, con sus gramáticas, no sabe qué hacer. Entonces, se hacen protocolos. El orden ampara (a ese no saber qué hacer). Pero fracasa. Entonces, advienen palabras técnicas. Otro amparo inútil para desafectaciones que hablan y dicen aquello que, de otro modo, de tan políticamente incorrecto, sería impronunciable. Desamparos profesionales, a veces incluso en coros interdisciplinarios, dicen “acá no”, escriben “caso social”, “pibe en situación de calle”, “no tiene criterio para esta institución”, “derivémoslx a una institución acorde a sus necesidades”. Acaban diciendo “la idea es llenar la planilla”. Lxs devotxs del “acá no”, digamos, lxs “acanoistas”, acogen una lengua tan añeja como entrenada. Máximas que se posan en bocas acanoistas, dicen “esto no depende de mí”, “esto es algo que me excede”, “lo hice porque me lo pidió el jefe, pero ni idea”. Axiomas que arman cuerpos y gestos. Acanoismos sostienen resplandecientes tramas de reconocimientos institucionales. Lxs acanoistas tienen la burocracia musculosa. Así, vidas guarecidas en desamparos callejeros, una vez más dan con LA repetición de las instituciones, tan civilizadas todas ellas. Ahora, el turno del acanoismo en los hospitales, con su especificidad, con sus brillos y engranajes. Sigue girando la calesita, y esas vidas amparadas en orfandades nómades, que nunca acceden, tampoco acceden a la hospitalidad que los hospitales, virtualmente, atesoran. Indolentologías, se encargan. Pero… Pero, ¿qué pasa? Esas vidas estranguladas y amarronadas, que cuando cruzan la puerta del hospital se llaman “pacientes”, y que si se zafan de las abreviaturas diagnósticas, se llaman “caso social”, se obstinan en volver. Qué curioso. Se obstinan en volver. En respirar, se obstinan. Acanoismos y expulsionismos saben su-misión, y lxs lanzan con fuerza. Lxs derivamos ¡¿y vuelven?! ¿Qué pasa que no entienden? ¿Están deterioradxs por el consumo, son manipuladorxs? ¿Estaremos ante una nueva presentación clínica? ¿Creerán que son un boomerang? ¿Una alteración identitaria? ¿Estaremos descubriendo un nuevo trastorno? ¿Seremos Cristobal Colón? ¿Deberíamos responder al llamado de la ciencia científica y hacer una nueva clasificación? Demasiado opaca esa vitalidad para tanto monumento diagnóstico. La gran mole vetusta deviene tembladeral. Demasiado sufrimiento para la ideología especializacionista. ¿Nos comimos un hostis sin darnos cuenta? Una y otra vez “acá no” y una y otra vez vuelven. Violencias actuales traen memorias de violencias pasadas. ¿Qué parte de la historia no estamos leyendo, suturando, ficcionando? ¿Qué tinieblas del presente nos hace falta escribir? Precisamos urgente diseñar anamnesis que alojen esas fuerzas vagabundas que, volviendo, se obstinan en respirar. “Not Afraid of love” (2000) Maurizio Cattelan. Continuar

  • Derechos (después De Los Manicomios) | Revista Adynata

    Derechos (después de los manicomios) / Marcelo Percia Consignas A las luchas contra las servidumbres del capital, del colonialismo, del patriarcado, conviene incorporar la lucha contra las sujeciones de la normalidad. ¡Demasías no enferman, normalidades sí! Evocaciones Resulta inevitable que hablas clínicas desemboquen en la cuestión de las leyes, la justicia, el derecho. Estas páginas comienzan por mencionar derechos no jurídicos que provienen de enseñanzas cercanas: derecho a la fantasía (Pichon-Rivière), derecho a las mateadas (Moffatt), derecho a la ternura y al miramiento (Ulloa), derecho a jugar (Pavlovsky), derecho a pensar (De Brasi), derecho a la poesía (Zito Lema). Bóvedas Lacan (1955-1956) piensa que en las psicosis el inconsciente está en la superficie: a cielo abierto. Sin represión. Carente de frenos, disfraces y olvidos. El tinglado de demasías se llama normalidades. Reclusiones Tras largas internaciones que apartan, ocultan, olvidan, asistimos a otro escenario: el del desparramo de sensibilidades excedidas. Se comienza a entrever que las ciudades se configuran como encierros a cielo abierto. Perímetros de miedos, violencias, amenazas. Derribados los muros, manicomios extienden sus vigilancias, controles, castigos, por todas partes. Lagunas Entre civilizaciones sin manicomios y vidas después de los manicomios todavía habitamos tiempos intermedios. Antonio Gramsci (1929-1935) escribe en sus cuadernos de la cárcel: “La crisis consiste en el hecho de que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer: en este interregno, aparecen diferentes síntomas de enfermedad”. Momentos de interregno suspenden eficacias de los poderes, entonces -en esos mínimos intervalos- se abren oportunidades para des aprender modos de vivir establecidos. Manicomios no terminan de desaparecer y otras formas de estar en común entre demasías liberadas apenas comienzan a vislumbrarse. Cenizas No alcanza con incendiar instituciones totales. Nunca más manicomios, supone nunca más represión de las rarezas, las anomalías, las discrepancias, las disidencias, las demasías. Chispas La expresión vidas después no designa una circunstancia de pasaje en el tiempo. La palabra después, en este enunciado, trabaja más como adjetivo que como adverbio. El después, en este caso, califica vidas resabiadas. Vidas deshabituadas, desenredadas de las costumbres, con mañas y astucias para rebuscárselas. Vidas, con candores y recelos, que han sobrevivido a intemperies, vacíos, desamparos. A desamores y a todas las drogas. Lecciones La civilización que conoció Auschwitz, ¿qué aprendió en más de cien años de encierros?, ¿qué supo de exterminios, exclusiones, expulsiones, privaciones, violencias, abusos, violaciones?, ¿qué entendió de alcoholes, pastillas, angustias, tristezas, ausencias? Locuciones Este capítulo trata -extendiendo una idea de Austin (1955)- de derechos performativos, antes que jurídicos. Derechos que se proponen como actos de futuras insurgencias clínicas. Derechos que realizan y avispan potencias por el solo hecho de enunciarse. En estas páginas se ofrecen como derechos performativos enunciaciones que adelantan lo por venir. Si se dice no olvidaremos este instante, en el hecho de estar diciéndolo, el instante señalado se vuelve inolvidable. No importa verificar el enunciado dentro de cien años. Derrida (1989) destaca a propósito del derecho que las fuerzas performativas actúan como “fuerzas persuasivas y retóricas”. Los enunciados que siguen más abajo se presentan como promesas y apuestas urgentes. Aunque los derechos sugeridos se podrían componer y descomponer de muchas maneras hasta devenir innumerables. Discrepancias Quizás un día se declare el derecho a las demasías. Al brote de intensidades sensibles sin capturas patológicas. Al arrojo en la demasiada vida. Al estar en común sin mensuras afectivas y morales coercitivas. En derecho administrativo, se denomina usuario al destinatario de servicios públicos. También se establece la participación de usuarios, a través de sus organizaciones, en la gestión de esos servicios. El enunciado usuarios de salud mental instaló la idea de que las sensibilidades que sufren tienen derechos. En el pasaje de la idea de pacientes a la de actores sociales con derechos ciudadanos reside una discusión todavía inacabada. En el porvenir, ¿se empleará la palabra usuarios para mencionar a destemplanzas que requieran servicios de salud mental? ¿Se apelará a las ideas de servicios, mente, salud? ¿Se confiará en la idea de humanidad (en nombre de la que se cometen crimines tremendos)? Dos citas de Susy Shock (una del 2011, otra del 2017): “Reivindico mi derecho a ser un monstruo ¡Que otros sean lo Normal!”. “No queremos ser más esta humanidad”. Quizás en tiempos venideros se piensen sensibilidades. Quizás un día se declare el derecho a vivir, a existir, a estar en demasías. Actos clínicos, no atienden pacientes, enfermos, usuarios, clientes, consumidores; merodean -con ternuras habladas- demasías. Quizás en el porvenir se atiendan sensibilidades vivas: afectos antes que personas. Tal vez se alojen intensidades que no pertenecen a alguien, aflicciones que vagabundean, pesadumbres negadas de la civilización. Así como tierras, aguas, brisas, montañas, bosques, se pensarán como sujetos de derecho, se solicitarán derechos a las demasías. Demasías viven en común con todas las sensibilidades vivas. Conquistas Quizás un día se declare el derecho a no tener que ganarse la vida. Alguna vez todas las sensibilidades tendrán derecho a recibir un ingreso económico que permita vivir, por el solo hecho de existir. Un ingreso sin condiciones, no subsidio ni pensión estigmatizadora. Entonces, la vida en común estará garantizada sin que las existencias que hablan tengan que padecer o hacer nada. Ni tampoco se vean conminadas a reinserciones, rehabilitaciones, resocializaciones según patrones comunitarios que someten o expulsan. Se terminará con la idea de que hay que ganarse la vida trabajando. Solo se trabajará por gusto, placer, porque sí. El trabajo como vehículo de la ambición de acumular dinero, prestigio, poder, no se impondrá como único sentido. La idea de ganancia individual estará disponible como excedente innecesario o arrogancia de quienes todavía deliren grandezas. La sentencia de que hay que ganarse la vida sobrevuela como extorsión de la civilización. Como amenaza de que se la puede perder. Así, se enhebra la imposición de trabajar como carga, infortunio, castigo. Inevitables. La vida no se recibe como regalo, como don, como derecho. Proliferaciones Quizás un día se declare el derecho a la irreductibilidad. Una convicción en común que afirme que la vida no puede reducirse a un compendio de explicaciones. Que ninguna existencia puede quedar ceñida a diagnósticos, clasificaciones, desciframientos, ejecutados por un poder. Una convicción, tejida entre proximidades, que acentúe que las potencias de lo vivo residen en la indeterminación y en la inconmensurabilidad. Una convicción, hilada entre cercanías, que impida que se condenen sensibilidades a tener que cargar con identidades que estrechan el porvenir. No hay una historia ni miles, sino infinitas composiciones posibles. Padecemos reducciones espantosas realizadas a través de lenguas triunfantes, géneros, clases sociales, territorios colonizados. Posteridades pensarán una clínica como expansión de lo incomprensible. Y como custodia de lo indescifrable. Doctas Quizás un día se declarare el derecho al poco saber. Sobre las vicisitudes de la vida en común cualquier saber tiene gusto a poco. En una reunión con todas las especialidades médicas en un hospital general, una voz dice: “Sí, las chicas de salud mental vienen al servicio cada vez que las necesitamos, muy dispuestas escuchan al equipo y conversan con los pacientes, pero lo que hacen sabe a poco. No resuelven los problemas que tenemos. No traen soluciones”. Poco saber no significa escaso saber, alude a lo ilimitado, inalcanzable, inconcebible del saber clínico. Estar en posición de poco saber previene omnipotencias, soberbias, individualismos profesionales. Estar en posición de poco saber no equivale a saber poco. Saber poco revela negligencia, desinterés, indiferencia, celebración del sentido común. Mientras que la posición de poco saber -que requiere devaneos, estudio, discusiones compartidas- apuesta a la potencia del diálogo clínico, antes que al poder de un saber. La idea de poco saber se precipita pensando en situaciones de equipos clínicos. Pero, ¿a qué se sigue llamando equipos? A las cercanías entre variaciones. A las proximidades que se entrelazan cuando potencian saberes y se desenlazan cuando se juegan solo poderes. La idea de equipo, como utopía, perdura como posibilidad hasta que queda astillada por imperativos de dominio que capturan tarde o temprano susceptibilidades que piensan. Si se dijo que el saber poco incurre en apatía y en no implicación, su contrario el saber mucho alardea suficiencia como logro individual. El saber mucho, cuando se trata de alojar demasías, se presenta como una de las peores formas de ignorancia. Si se pretende dar con una cura para la enfermedad de Chagas se necesita mucho saber; pero si trata de estar en cercanía con la angustia, se necesita la posición de poco saber. Saber mucho equivale, cuando se trata del vivir, a jactancia y necedad. La posición de poco saber se aprende en interminables discusiones con otras agudezas clínicas. La posición de poco saber comienza como transmisión oral. Se aprende cuando muchas perplejidades expresan, en voz alta, dudas y desánimos. Cuando se escucha cómo trabajan, cómo piensan, cómo actúan, cómo hablan, sensibilidades clínicas que intentan alojar demasías sin normalizarlas, se tiene -recién ahí- dimensión de la posición de poco saber. Saber que sabe de lo ilimitado. Saber que piensa la clínica como simultaneidad de pocos saberes que se componen entre sí. Se podría pensar un equipo como aquelarre de oralidades clínicas que dramatizan posiciones de poco saber. Contrapunto de conjeturas indecidibles. En el enunciado poco saber, poco no funciona como adverbio de cantidad que designa escasez o insuficiencia, sino como cualidad clínica, como potencia de la memoria de un común saber. Barullos amables, tensos, en disidencias, de pocos saberes, componen la posición de común saber. Aperturas Quizás un día se declare el derecho a las súbitas ventanas clínicas. Clínicas acontecen, a veces, en momentos y en lugares no previstos ni planeados. Acontecen, cada vez que se hace posible la pregunta “qué te está pasando”. Cada vez que una borrasca tiene ganas de contar algo. En esas circunstancias, no se trata de remitir o enviar a las aflicciones que desean hablar al lugar indicado o al sitio especializado. Deseos de hablar solicitan recepción en circunstancias en las que pinta la confianza, la confidencia, el desahogo, los bueyes perdidos. Equipos clínicos están ahí, como disponibilidades atentas a llamados que se precipitan de repente. Esas irrupciones hablantes eligen y no eligen cuando ponerse hablar: en un viaje en colectivo con una acompañante, en el momento de preparar el té con la profesora de plástica, mientras acomodan los equipos con el psicólogo de la radio, mientras esperan con la psicóloga una entrevista en el juzgado, cuando se cruzan con el enfermero en la puerta del servicio. Y, así, con o sin premeditación, las palabras salen o sobrevienen como impulsos de hablar. Ventanas que se abren y se cierran para contar algo mientras se están haciendo otras cosas: preparando una comida, esperando debajo de un árbol, tomando mate, serruchando una madera, tocando la guitarra, escuchando llover, interceptando una disponibilidad que justo pasaba por ahí. Derecho a las súbitas ventanas clínicas supone no reducir la clínica a formatos pautados y planificados, a estereotipos de las entrevistas médicas o psicológicas, a los grupos o talleres terapéuticos. Súbitas ventanas clínicas desconocen jerarquías profesionales y especializaciones universitarias. Súbitas ventanas clínicas suponen equipos que conjugan sensibilidades disponibles que se preparan para llegar a tiempo a citas no convenidas. Calmas Quizás un día se declare el derecho a que no pase nada. Si se atiende a pautas de rendimiento, progreso, alcance de objetivos, logros, en muchas situaciones clínicas no pasa nada. No se evidencian cambios o suceden nimiedades imperceptibles. Pero ¿qué pasa en ese no pasar nada? Pasa la vida sin estridencias. Pasan expectativas, confianzas, entusiasmos, reconocimientos, cansancios, curiosidades, desahogos, complicidades, respiros, autorizaciones, recuerdos, duelos, risas, dudas, decisiones, excesos, arrepentimientos, días de lluvia, fases lunares, dolores de espalda, despedidas. Clínicas en las que no pasa nada sensacional, se corresponden con vidas exentas de sensacionalismos. Clínicas en las que no pasa nada espectacular, se corresponden con vidas que no ostentan famas, victorias, hazañas, requeridas por las hablas del capital. La distinción entre vivir bien y vivir mejor retorna como legado inmemorial de sensibilidades que están en la vida de otras maneras. Hablas del capital imponen la urgencia de tener que pasar de la nada a algo, que conciben como mejora. Instituyen el imperio de la mejora como ideal de satisfacción, como bienestar superior, como resolución de carencias que la idea misma de mejora crea. Encantar la nada supone encantar la vida, sin más. Sin requerimientos, sin resultados, sin nerviosismos consumidores. Encantar la nada o, tal vez, encantar la vida sin temor a la nada. Vidas encantadas sin el imperativo de la hazaña ni el sacrificio, sin épicas de triunfos y derrotas, alientan potencias que no dominan, no poseen, no gobiernan. Perseverancias La pequeña, abusada y violada, ofrecida por su padre como carne de intercambio, tras una larga semana en la que se sintió encerrada en el hospital, llena de furias y violencias, no queriendo hablar con nadie, de pronto, ya cansada de rechazarla, pregunta a la psicóloga que vuelve cada mañana sin ninguna demanda: “Pero, vos, ¿por qué venís?”. Dispersiones Quizás un día se declare el derecho a no ensamblar. A permanecer en estado de desunión, desajuste, soltura. O el derecho a desencajes parciales, momentáneos, circunstanciales. Un derecho que prevenga fanatismos de la vida en común. Derecho a no ensamblar no abona individualismos. Individualismos viven ensamblados en parejas, familias, empresas, cátedras, hospitales, gobiernos. Incluso muchas veces subordinan las fuerzas que concurren a esos ensambles en beneficio de los propios individualismos. Soledades que no ensamblan no alientan aislamientos: resisten coerciones de la unidad. El derecho a no ensamblar incluye el derecho a dormir en cualquier momento del día. En proximidad con esta idea se encuentra “…el derecho a desertar de las sociabilidades mortíferas”, sugerido por Peter Pal Pelbart (2009). Hormas No se halla en ninguna parte. No se puede acomodar en un rincón de la vida. No encuentra lugar en el bote repleto de historias naufragadas. Y no hay a donde ir. Andanzas Quizás un día se declare el derecho a no hallarse. Se necesita imaginar un estar en común de soledades que no se encuentran a gusto o no quieren permanecer en un sitio. Incluso un común sin obligación de lo común para quienes no pueden, no saben, no desean, estar en cercanías. “No me hallo en ninguna parte. No me siento bien en la casa con los muchachos, en el barrio. No tengo a dónde volver”. El derecho a no hallarse requiere la invención continua de espacios de pasaje y no enraizamiento. Supone el derecho a juntadas imprevisibles, a vagabundeos que pasan por un lugar solo para estar un rato. Inclinaciones Se lee en Pichon-Rivière (1965) que las sensibilidades se aquerencian a rigideces a las que vuelven siempre. Un lugar, papel, perfil, imagen, al que se regresa por el recuerdo o por la ilusión de que alguna vez se estuvo bien allí. Pero, ¿a dónde retornan aflicciones que no se sintieron bien en ninguna parte? Pichon-Rivière sospechó que el secreto consiste en no aquerenciarse a un único lugar. Pensó el estar en común como posible remoción de fijezas y expansión de querencias. Tendencias En la traducción de la correspondencia de Freud con Fliess, José Luis Etcheverry (1994) decide traducir el vocablo alemán Trieb por querencia en lugar del vocablo pulsión que había empleado en su versión de las obras completas. Se lee en Cervantes (1605): “Con este pensamiento guio a Rocinante hacia su aldea, el cual casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo”. La palabra querencia está lejos de la idea de instinto. Describe la propensión a volver al lugar en el que se ha vivido bien. Deportaciones Como se dijo, vidas después de los manicomios, a veces, no tienen a dónde regresar. Ponen a la vista un mundo sin querencias. Un mundo sin lugares en lo que se ha vivido bien. Como en exilios y migraciones forzadas, no hay dónde ir ni a dónde volver. Desconfianzas Quizás un día se declare el derecho al recelo. A la sospecha de que lo mismo que protege puede dañar. Al temor a las disciplinas, las inter disciplinas, las trans disciplinas. Recelos que guardan memorias de violencias, sometimientos, manipulaciones, dominaciones. Recelos ante las ideas de progreso, orden, técnica, ciencia. Recelo de sensibilidades que no terminan de pertenecer a las rutinas de las normalidades aunque participen de muchas de ellas. Recelo como extrañeza sin fin. El derecho al recelo supone la suspensión de las interpretaciones. Como advertía Musil (1911), vivimos una época en la que cada acto sufre disputado por una disciplina o una especialidad que lo estudia. Saberes autorizados, que aprueba el sentido común, confiscan rarezas para normalizarlas, apartarlas o declararlas excepciones tolerables. Espinas Mientras paranoias sospechan de casi todo o se obsesionan por algo, recelos toman precauciones ante las buenas intenciones de quienes presumen de almas buenas. Derecho al recelo ante la compasión, la piedad, la lástima. Recelo ante cualquier forma de desigualdad. Buenas intenciones (aun cuando actúen de corazón) pueden dañar. Conviene tener con el corazón las mismas precauciones que con los neurolépticos. No se trata de amar, sino de respetar cuidando, lo que no se entiende, incluso lo que no se quiere o se rechaza. Lesiones Expectativas de mejorías o logros terapéuticos, pueden dañar. Necesidades de reconocimiento que tienen quienes hacen clínica, pueden dañar. Amores que desean el bien, que ejercen presiones y extorsionan a través de los afectos, pueden dañar. Clínicas insurgentes tratan de estar lo menos nocivas posible. A veces, accionan impulsos, presentimientos, intuiciones. Desarraigos que tratan de orientarse entre flujos emocionales que apabullan. Subestimaciones Advierte Vicente Zito Lema (2002) -en una obra de teatro que tiene por escenario un hospital psiquiátrico- una voz que desbarata las bondades de voluntades clínicas. Una existencia encerrada, llena de ira y desprecio, grita a una persona que la visita: “¡Palabras, palabras, que me tirás como si yo fuera un perro que devora las basuras de la vida!”. Pervivencias Quizás un día se declare el derecho a las astucias resabiadas. Una proposición arraigada en el sentido común dice: “La astucia es la inteligencia de los débiles”. La oposición entre fortaleza y debilidad se presenta como motivo común de patriarcados, capitalismos, colonialismos, normalizaciones. Clínicas que atienden demasías necesitan considerar que están ante sensibilidades que saben sobrevivir. Sobrevivir a la coerción de las normalidades. Sensibilidades que no temen a la intemperie ni al desamparo ni a quedar en la calle. Sensibilidades que saben andar sin posesiones. Habrá que sostener, en días venideros, clínicas que alojen vidas resabiadas. Vidas resabiadas que recelan, a veces, se entregan al amor aunque vislumbren desamores en todas las suavidades. Fragancias Quizás un día se declare el derecho al hedor. ¿Cómo huelen emociones desmesuradas? ¿Sentimientos excesivos? ¿Pieles que transpiran abundancias afectivas? Quizás se declare el derecho al vaho que desprenden corporeidades que sienten demasías. Al vapor que secretan vidas doloridas. Derecho a lo salvaje, bárbaro, indómito. Derecho a la crasitud, a vidas descamisadas y cimarronas. Reflejos defensivos ante desprecios coloniales y elitismos que huelen bien. Derecho a las pestilencias que cobijan miedos y desamparos Escribe Rodolfo Kusch (1961): “La verdad es que somos hedientos y que simulamos una pulcritud demasiado ficticia”. Demasías hieden, normalidades se perfuman. Locuras cada tanto se bañan. En el sintagma Civilización o barbarie, demasías están del lado de la barbarie, mientras las normalidades del lado de la civilización. Como diría Kusch, un derecho que parte de reconocer que hay un hedor negado en la pulcritud de las normalidades. Un hedor que se llama noche interminable, angustias que inundan mares, amores que no terminan de lastimar, perderse, olvidarse. Quizá un día se declare el derecho a gozar y liberar sabidurías del hedor. Sabidurías del sobrevivir. Astucias y tretas del hedor. Fuerzas nacidas de la intemperie y el desamparo. Se trata de pensar lo maloliente no como falta de limpieza, sino como presencias de materias que pujan por abrirse lugar en una civilización adversa a los fluidos que la vida secreta. Al final, el hedor de la muerte. Degluciones Quizás un día se declare el derecho a la antropofagia. A devorar la moral del amo, junto con sus lenguajes y sus libros. A fagocitar ternuras y excrementar violencias. No se trata de comer carne humana. Derecho a la antropofagia alude a incorporar ideas sin subordinarse a ellas. Derecho a la antropofagia en homenaje a una de las primeras revueltas literarias del Brasil. Insurgencia irónica ante pensamientos europeos que desestiman y desprecian extrañezas declarándolas primitivas o salvajes. Tupí or not tupí that is the question, una de las primeras proposiciones del Manifiesto Antropófago, firmado por Oswald de Andrade (1928). Culturas consideradas primitivas y salvajes, de pueblos originarios y esclavos traídos de África, se comen al mundo moderno civilizado. Alegrías matriarcales, de antiguas comunidades, degluten burguesías patriarcales. Consignas del derecho a la antropofagia: “Devorar la cultura de la normalización, sin dejarse devorar por ella”. “Devorar teorías de la falta, la carencia, la castración, la insuficiencia, el desamparo, la intemperie, sin inhabilitarse a pensar fuera de ellas”. Impertinencias Quizás un día se declare el derecho a molestar. A incomodar las costumbres dominantes. A trastornar la calma de lo establecido. A alterar las relaciones de poder. A frustrar diagnósticos que disciplinan. A perturbar el orden de las normalidades. A inquietar el sentido común. A fastidiar a las políticas sanitarias y al Derecho. A estar ahí como piedra en el zapato de la civilización para que no olvide que lo que molesta tiene tanto derecho como lo que se acomoda complaciente. Derecho a molestar equivale a legitimar la posibilidad de pensar. Se recuerda esa página de Platón en las que Sócrates, conocido como el tábano de Atenas, importuna al Estado, como una mosca que con su mordida despierta a un inmenso caballo. Intangibilidades Quizás un día se declare el derecho a devenir imperceptibles. Derecho a la desnudez y al pudor, al reconocimiento y a la invisibilidad. Nunca lo uno sin lo otro. Derecho a que la vida no quede capturada por una mirada que juzga y controla. Derecho a lo que Fernando Ulloa (1995) llama el miramiento: una mirada que no evalúa, que no demanda, no vigila. Una mirada que acompaña y espera sin expectativas. Derecho a resguardarse en la invisibilidad. Sensibilidades que reaccionan con pudores (perdidos o nunca vividos) encantan carnes despreciadas. Pudores no como recatos, vergüenzas, velos morales, sino como suavidades que resisten violencias de la visibilidad. Pudores ejercen soberanías de lo incomprensible. Desquicias Quizás un día se declare el derecho a los animismos. Animismos no como creencias fantasiosas, sino como percepciones que perturban realidades regladas y disciplinas sentimentales. El derecho a personificar pasiones. A que se reconozca que, a veces, emociones se imponen, gobiernan, esclavizan, voluntades. Derecho de escuchar voces de dolores acallados de la civilización. Derecho a tener visiones de afectos expulsados del mundo del Capital. Derecho a reconocer vida en lo que se considera inanimado. Quizás algún día resultarán legítimos animismos que dramatizan sufrimientos no solo personales. Animismos que encarnan crueldades comunitarias naturalizadas. Animismos que ponen en escena voces de injurias y odios, de culpas y castigos, de horrores y miedos. Vidas animadas de lluvias y pájaros. Quizás algún día tendrá fuerza de ley la consideración de que todo lo viviente siente. Y también habla. Como escribe, desde las selvas guatemaltecas, Humberto Ak'abal (1988) poeta Maya' K'iche': “No es que las piedras no sepan hablar, solo guardan silencio”. Algarabías Quizás un día se declare el derecho a jugar sin rigideces normativas. En el horizonte regulador se juega para disfrutar, pero ese bienestar está pautado por las circunstancias de ganar, empatar, perder. El juego como pasatiempo administra tedios, el juego por dinero administra ambiciones y desesperaciones, el juego como heroicidad de una habilidad individual administra reconocimientos y superioridades. Deleuze (1969) valora en la literatura de Carroll la capacidad de inventar juegos o transformar reglas: una carrera en la que cada cual comienza cuando quiere y termina cuando tiene ganas. Infancias recuerdan que a veces alcanza con aprender la mímica o un gesto de un juego para hacer estallar las risas de las cercanías. Quizás un día se declare el derecho a jugar entre soledades que celebran proximidades prescindiendo de reglas, pero no del gusto y la alegría por un momento en común. Inalcanzables Quizás un día se declare el derecho a lo intraducible Una paradoja: hablas del capital difunden voces uniformes y unánimes que declaran la necesidad de respetar las diferencias. La palabra diferencia discrimina y parcela. Quizá se podría decir respetar lo intraducible. Tomar precauciones ante la invisible tiranía de lo mismo que fuerza semejanzas, clasifica equivalencias y separaciones. Respetar lo vivo que difiere incesante, como el tiempo y el movimiento. Respetar lo intraducible supone espetar el encanto, el misterio, el secreto, ese no sé qué que se posa en cada vida. La traducción entre lenguas, intenta, entre otras cosas, transformar la diferencia en algo reconocible. Por eso se podría decir que las buenas traducciones respetan las diferencias, pero más respetan el diferir que permanece intraducible. A veces se llama respeto a una mezcla de devoción y temor, a una forma de veneración especial o excepcional. Respetar lo intraducible supone declarar a todo lo viviente sagrado, inclasificable, irreductible. Libre de posesiones y capturas. Expansiones Quizás un día se declarare el derecho a alojar todos los sentimientos posibles. Antes que las agitaciones que hablan se representen comunicadas e incomunicadas, habitan sentimientos que entrelazan sentimientos. Amores, odios, alegrías, tristezas, atracciones, rechazos, aterrizan -en lo viviente que tiene el don de la palabra- como narrativas entretejidas. Un solo sentimiento (supongamos rechazos), aun cuando sobreviene como repentina sensación, condensa pedagogías y memorias no sabidas. Tal vez vivir consista en animarse o resignarse a recorrer la larga noche de algunos pocos sentimientos. Hoy sabemos que el fanatismo de la desigualdad se llama destino. Hay vidas condenadas a alojar miedos, mansedumbres, violencias, desprecios y menoscabos. Un signo de la civilización actual reside en que reparto desigual de las riquezas, se corresponde con un reparto sentimental cada vez más selectivo, excluyente y restrictivo. Indómitas Quizás un día se declare el derecho a las vidas desapropiadas No se trata de que cada cual tenga derecho a vivir su propia vida, de disponer de su propio cuerpo, decidir su propio destino. No se trata de duplicar la propiedad de lo propio sino de dar lugar a lo despropiado. Vidas desapropiadas no quiere decir desposeídas del dominio de lo propio, sino liberadas de toda condena posesiva, de toda individualidad clasificada. Vidas con derecho también a lo inapropiado, a lo que no se ajusta ni se conforma según patrón, necesidad, demanda, explicación normalizadora. Cuando en Copenhague, Ibsen (1879) estrena Una casa de muñecas escandaliza la decisión inapropiada de Nora. Borges (1988) recuerda que en Londres agregan a la obra una escena final en la que Nora, arrepentida, vuelve a su hogar y a su familia o que en París le inventan un amante para que el público entendiera la fuerza de tal desatino. Mudanzas Quizás un día se declare el derecho a las inconstancias. Sentimientos acontecen inconstantes. Esas sensaciones dispersas explican la fragilidad de los consentimientos. Afectividades advienen a borbotones, en constelaciones, concurrencias, simultaneidades. Acuerdos entre deseos se sostienen en hebras provisorias. En cada Sí que desea actúan excitaciones y terrores, atrevimientos y controles, curiosidades y pudores. A veces, se sienten ganas de decir Sí, pero también se sienten precauciones, desconfianzas, molestias, expectativas de ternura, memorias de dolor, arrebatos insumisos, vacilaciones que dudan. Entonces, las ganas dicen Sí, y enseguida pueden estar diciendo No. Gramaticales Quizás un día se declare el derecho a no ser. En ese momento prescribirán las sentencias predicativas. No hará falta cargar con atribuciones que lastiman. No se declarará que alguien es tal cosa. Se admitirán emotividades que no son, que existen moviéndose, que se afectan afectadas, que hablan habladas, que se agitan pasajeras. Fuente: Percia, Marcelo (2020). Derechos. En Sensibilidades en tiempos de hablas del capital. Ediciones La Cebra. Buenos Aires, 2020. "Habladuría", Gisela Candas, 2020.

  • Post Guardia Vadynata | https://adynata.wixsite.com/inicio/post-guardia-v Revista Adynatahttps://adynata.wixsite.com/inicio

    Post Guardia V / Débora Chevnik Tierra de diagnósticos, de clasificaciones, de criterios, de ordenamientos y protocolos. Incluso en eso que llaman el “campo de la salud mental”. Ay! Los hospitales. Tierra de servicios, divisiones, departamentos, con sus jefes de esto y sus jefes de aquello otro, y lxs de planta y lxs residentes, y lxs concurrentes. Geografías de variadas alturas. Categorizaciones para las enfermedades, para las jerarquías. Parece que clasificando se entiende la gente. Se clasifica lo inclasificable. Y se descalifica a unxs que nunca califican. Esxs, ni clasifican para la final de un torneo ni mucho menos para algún final de análisis. Tierras habitadas por (d)evaluaciones, (d)evaluadorxs y (d)evaluadxs. Tierras habladas por un dialecto de hablas claras y precisas. Poca contradicción y ambiguedad, para ese género literario que son los informes, y ese otro, el de las historias clínicas. Tierras lisas sin polvareda, sin ripio. Y una nube clara, repleta de signos inteligibles. Un cielo transparente donde mirar y encontrar soluciones. Sin planteo de problemas, sin bruma. Cada tanto, eso sí, los días de suerte, aparece algún abrumadx. Traen a N. Que a los 9, y a los 13, y a los 10, y también con 14, y a los 16, supo de las calles; por dormirlas, por inhalarlas. Con sabiduría cimarrona y ya sin edad, llega, una vez más, al hospital. Y con informes, y con oficios judiciales, y con (d)evaluaciones de desarrollo social, y con un plan de medicación psicofarmacológica equivalente a planes para noquear a cuatro. La distribución, como siempre, injusta. Hasta un nombre lo espera en el hospital, “caso social” le dicen. Nos piden una (d)evaluación interdisciplinaria de salud para informar al juez, para que se diga “qué es lo mejor para él y cuál es el mejor lugar para que viva”. Con ternura cruel vamos a conversar pero N. se levanta, camina. Habla caminando. En los informes, “inquietud psicomotriz”. No decimos “nuestro hablar sentado, y quieto es efecto de un disciplinamiento desde nuestra más tierna infancia”. No, eso no. Entre ojos achinados y un boleo notable se asoman pocas palabras. N. recuerda un día que el Duki fue al hospital. “Subí la foto que me saqué con él al feibu. La tengo todavía”. Sigue caminando, se acuesta, se duerme. Hasta que no sepamos mezclar nuestras lenguas: Nico, Joni, Bren, Lu, Marquitos, y tantxs más… perdónennos. Carlos Alonso. El hospital, 1974 Continuar

  • Equipo Editoradynata | https://adynata.wixsite.com/inicio/edici%C3%B3n Revista Adynatahttps://adynata.wixsite.com/inicio

    Equipo Editor ISSN 2796-9533 ​ ​ Marcelo Percia Verónica Scardamaglia V. Nicolás Koralsky Santiago Samara Gonzalo Sanguinetti Dalila Iphais Fuxman Ezequiel Buyatti Pol Alvarez Santiago Rodríguez Ro Feltrez ​ ​ ​ Curaduría Estética ​ V. Nicolás Koralsky ​ ​ ​ Consejo Asesor ​ Mónica Cragnolini Patricia Digilio Alejandro Kaufman María Pía López Liliana Lukin Vicente Zito Lema ​ ​ Colaboraciones: ​ Patricia Mercado Fernando Stivala Gabriela Cardaci Débora Chevnik Fabio García Gisela Candas ​

  • Post Guardia IXadynata | https://adynata.wixsite.com/inicio/post-guardia-ix-1 Revista Adynatahttps://adynata.wixsite.com/inicio

    Post Guardia IX / Débora Chevnik Una piba de 15 va a un hospital porque siente ataques de crisis. Profesionales psi lo cuentan con los ojitos achinados, una sonrisa con hoyuelos en las mejillas, con el mentón levemente hacia adelante, los hombros amistosamente encogidos, las cejas inclinadas hacia arriba, solo en su extremo interno. Voces psi dicen: “nosotros le explicamos. Lo que tenés no son ataques de crisis. Pueden ser: ataques de pánico o crisis de angustia”. Al decir ataques de crisis, la gestualidad psi, pone dos deditos de cada mano, juntos, en el aire, imitando unas comillas. El tono del relato y la sonrisa recuerdan esa ternura que provocan lxs chicxs cuando empiezan a hablar y confunden las palabras. Los gestos psi evocan eso bonachón y exigente de las buenas maestras de primer grado en el primer día de clases cuando toman, tiernamente, con sus dos manos, la carita delx niñx recién egresado del jardín para explicarle cómo son las cosas a partir de ahora. En esta ocasión, se trataba de una joven que había perdido mucho peso. Estaba gravemente adelgazada y la pediatra le había indicado dejar de ir a la escuela para reducir el gasto de energía. Una joven que no se había animado a decirle que no tenía un trastorno de la imagen corporal, como ella le había sugerido durante el interrogatorio (1). Una piba que había perdido a su padre y a su mejor amiga, ambxs por enfermedades despiadadas. En la casa, sola, cumpliendo las indicaciones, ahorrando energía, descubría una tristeza infinita; sentía ataques de crisis. Eso, ataques de crisis. Ni “ataques de crisis”, ni ataques de pánico ni crisis de angustia. Comprender el dolor, ordenarlo, acariciarlo con gestos de ternura apócrifos. Hilvanarlo con manuales, formarlo, nombrarlo en U.S. english pero en castellano. Consentir los nombres colonizados que la urgencia acostumbra suscitar. Ausentar una poética, un presentimiento, una experiencia (sensible) que busca jugar. (1) En los hospitales, también, algunas “conversaciones” se llaman así. Carlos Alonso. Manos anónimas XI 1984 Continuar

  • Post Guardia VIIadynata | https://adynata.wixsite.com/inicio/post-guardia-vii Revista Adynatahttps://adynata.wixsite.com/inicio

    Post Guardia VII / Débora Chevnik Pibe de la calle → Pibe en situación de calle → Pibx en situación de calle → Pibx en situación de calle que ingresa al hospital con oficio judicial que indica su permanencia para desintoxicación → … ¿algún futuro asombro gramatical podrá revestir de otro modo aquellas vidas a las que el estado y su lengua y sus instituciones*, les debe todo? * sus instituciones: somos nosotrxs. Carlos Alonso Lección de anatomía 1979 Continuar

  • Clínicas Cimarronas Del Cuidado | Revista Adynata

    Clínicas cimarronas del cuidado / Fernando Ceballos Salir de la romantización de las demasías ​ Es largo explicar, pero un día me vi literalmente con el ambo puesto nuevamente, la tijera punta roma que me compré en las prácticas cuando estudiaba y está intacta, el termómetro, una birome y unos guantes descartables. Todo eso llenando los bolsillos de la chaquetilla pulcra y necesaria en ese reducto médico. Sin eso, no podés entrar, me dice la jefa de enfermería de ese servicio. El arsenal necesario para arrancar las actividades que hacía mucho tiempo no hacía tan linealmente y que me horrorizaban hasta la desesperación por la extensa falta de práctica de más de 20 años. Al cabo de las semanas, la rutina me había hipnotizado colonizando cada movimiento de mis intervenciones, y me encontraba buscando los horarios de la medicación, organizando las actividades para un número de pacientes, cambiando camas, limpiando cuerpos, cambiando sueros, y todo eso que hace un enfermero “normal”, en una sala de un hospital general. Tenía la tarea de asistir a los pacientes de salud mental que estaban internados en esa sala. Había ingresado hacía dos días, todos ya la conocíamos. Una “figurita repetida”. De esas que han sido iluminadas por el haz de luz de la discriminación y estigmatización social: la que se tira del segundo puente del camino al puerto. Sí, esa adolescente intratable, que no para de producir ¿intentos de suicidios? Una inconforme. Sí, esa misma. Hace dos días está internada. Otra vez. A nuestro grupo de salud mental nos conoce de memoria. Sabe qué provocar en cada uno de nosotros. Tiene esa sabia capacidad de incomodar a algunos que muchas veces caemos bajo sus armados cristalizados en representaciones de actos que construyen una crisis o una excitación psicomotriz o una urgencia o un desmayo. Eso parece. Alertado por ciertos hechos pasados, intenté armarme de una actitud que, al mismo tiempo que era distante, ambicionaba ser cordial. Esa tarde, apenas me vio entrar a la habitación, en ese mismo instante sentí, prejuiciosamente, que ya estaba planeando algo. Saludé, me presenté y me fui a cambiar el suero de la paciente que estaba en la otra cama. Eso lo había hecho muchas veces en otras internaciones y no había pasado nada. Graso error. O tal vez no. Nunca lo voy a saber. Pero bueno, según mi deducción eso bastó para que saliera del sopor de la medicación casi mágicamente. Parecía profundamente dormida. Atinó a mover los párpados que le pesaban como una morsa. No contestó el saludo, y como dando a entender no se que cosa, se acomoda en la cama dándome la espalda. Hago mi trabajo. Hasta que, de repente, sale de su letargo y salta de la cama como escupida. Nada tenía que ver esa reacción con el cuerpo que estaba observando. Vertiginosamente y a paso raudo se mete en el baño. Más allá de lo que vimos, la oleada de ese movimiento capturó a los cuerpos que estábamos ahí. Capaz tenía muchas ganas de ir al baño, pensé sin querer estigmatizar. Espero un momento atrás de la puerta cerrada y juntos con el acompañante de la cama de al lado empezamos a sentir golpes en la pared. Le pregunto al acompañante si estaba escuchando lo mismo que yo. Y asiente con la cabeza, todavía perplejo por aquel salto de canguro. Intento abrir la puerta y estaba trabada. Un seguro de afuera de la cerradura me permite abrirla sin problemas. Estaba pegándose la cabeza contra la pared. No me mira. Intento sacarla de esa escena, pero toda su fuerza se concentra y se me hace difícil poder romper ese instante. Coloco la mano entre su cabeza y la pared. Hace dos o tres golpes más sobre mi mano y se tira al piso. Dejáme, me dice. La dejo. Me siento en el piso apoyándome en el inodoro, para estar a su altura. Me mira así con unos ojos rojos y sin expresión, como no coincidiendo con lo que estaba pasando. Le digo que sería mejor ir a la cama, que ya llega la leche de las cuatro de la tarde. Y con la misma agilidad del salto canguro, se incorpora y sale del baño esquivando mi mano que intenta en vano detenerla. Abre la puerta de la habitación y se perfila para el pasillo, con la misma decisión maradoniana en el segundo gol a los ingleses. Hace una finta y deja atrás al que reparte la comida, se desprende de la enfermera que salía de una habitación e intenta pararla. Un familiar que se anima a intervenir recibe un manotazo en la cara, y sigue cual barrilete cósmico. Va derechito a la puerta. Les hago señas a todos que la dejen. Llega a la puerta y un policía, advertido por el ruido, detiene su recorrido. Ahí se para. La agarra de un brazo, yo del otro y la llevamos a la habitación, mientras calmo el ímpetu del policía que quería seguir con su rutina represiva. La acostamos. Ya tenía preparada la merienda. El policía me pregunta si se queda. Le digo que no que ya estoy yo, que cualquier cosa lo llamo. Apenas sale el policía de la habitación. Nuevamente la escena. Se levanta e intenta salir de la habitación. Me voy a matar, dice. Me interpongo en la puerta. Me empuja. No me pega, podría tranquilamente hacerlo. Pero no me pega. Se tira con sus casi 80 kilos sobre mí. Y ahí empezamos como una lucha de sumo o un pogo. Primero con los hombros que se chocan. Después las manos que se repelen, pero en un movimiento no violento, como cuidando cualquier golpe. Que no haya violencia, parece decir. ¿Será un juego? Estuvimos así durante 45 minutos. Mis músculos ya no daban más. Embate tras embate, arremetida tras arremetida, se hacían sentir en mi cuerpo ya avejentado. Por momentos, nos perdíamos en un abrazo forzado. Un abrazo que uno no da comúnmente. Apretado. A eso le seguía después un paso de baile torpe, para un lado y para el otro. Paraba un momento y encaraba de nuevo, diciendo la frase: Me voy a matar, dejáme. Y otra vez. Y otra vez. Y otra vez. ¿Cómo poner un torniquete a esa hemorragia de intensidad? Ella seguía a su ritmo, mientras el mío se iba agotando. En cada embate me decía ¿Y ahora qué hago? ¿Cómo sigo esto? Por momentos, pensaba en dejarla salir para ver a dónde iba. Pero después me desdecía calculando lo peor. Cuando podía abrazarla y hacerla retroceder caíamos los dos en la cama. Se quedaba un ratito así y acometía de nuevo. De nada me servía a mí ese descanso, necesitaba por lo menos dos días. A ella poco le importaba, la fiereza de cada carga seguía intacta. El acompañante de la usuaria de la cama de al lado, se había puesto a merendar y miraba en un lugar preferencial esa escena casi bizarra de tomas de yudo. En medio de ese trajín desbastador se abre la puerta de la habitación. Creo que los dos pensamos que era el policía. Pero no, era uno de sus hermanos. Ese que siempre la cuida y la defiende. Con la misma rapidez de aquel primer salto, cambia su ropaje de crisis, y entra en otra dimensión de relación. Se deshace de mí como puede. Y saluda a su hermano cálidamente como siempre. ¿Querés que vayamos a tomar unos mates al bar? La invita. Acepta inmediatamente y juntos se van para el bar. Pasan a mi lado como si todo lo sucedido no hubiera pasado. Y recorren ese mismo pasillo, que unos minutos atrás había recorrido casi como una fuga en la Casa de papel, a paso cansino y hablando de la vida. “Las demasías no están todo el tiempo en estado de demasías, muchas veces se envuelven en la normalidad caricaturizándola, la rigidizan con lo cual hacen percibir que las normalidades son ficciones insoportables”[1] . Es difícil trabajar con lo insoportable de lo insoportable, pero ¿por qué no creer que quería matarse hace unos minutos atrás, y ahora no quiere eso? ¿Por qué no creer, al menos provisoriamente, que se ha calmado porque necesitaba ver a su hermano? ¿Por qué no creer que tenía ganas de tomar unos mates con su hermano? ¿Qué necesitaba verlo, y que eso la tranquiliza, por lo menos por ahora? ¿Por qué no creer en ese descanso, en ese parate de esa intensidad abrumada? ¿Y si afuera de todo ese armado no hay nada, y esa nada se vive como una catástrofe? ¿Y si ese armado de crisis es lo único que tiene, lo único suyo, propio? Soportar, demorar, ser paciente, tranquilizarse, son mandatos que, así como nos proponemos nosotros, también se los trasladamos a los usuarios. Obviamente que los umbrales de esas palabras son muy subjetivos en estas situaciones. Está aquel que ante el primer forcejeo ya prepara el triple esquema. Está aquel que espera unos forcejeos más como dándole alguna chance, porque tiene preparado el triple esquema. Está aquel que habla, intenta buscarle otro cause, pero también tiene preparado el triple esquema. Y está ese otro que ni ha pensado en el triple esquema, todavía. La verdad no quiero hablar de cual está bien y cual está mal. Precisamente el umbral de lo insoportable es el que determina cada intervención. La idea es poder pensar esa precisa intervención a veces insoportable, como modeladora de otra práctica que posibilite un cuidado. Un viaje hacia el cuidado ​ Era jubilada, creo que era docente. No me acuerdo bien. De todos modos ella venía de una familia acomodada, además su marido también tenía mucho dinero. Había quedado viuda y se había dedicado a recorrer el mundo. Iba por el tercer pasaporte ya. A mí me encantaba escucharla, porque tenía una manera de narrar sus viajes que te hacía viajar a vos también. Yo estuve en cada uno de esos lugares recorrido por ella. Cuando llega uno de sus hijos al consultorio y me dice que su madre necesita un psiquiatra, y me muestra que había recibido asistencia en diferentes partes del mundo (Estados Unidos, Francia, España, entre otros países), no me salió otra que decirle, porque venían a mí. No sabemos ya que hacer, me dijo. Por favor, doctor atiéndala. Bueno, la verdad me pagaba muy bien. Así que no me hice esperar mucho. Depresión, era su diagnóstico. Ella tenía una relación muy particular con la medicación, pero a mí me parecía que en su situación la medicación, podía influir de otra manera. Yo venía trabajando con unos placebos que me hacían en la farmacia de acá a la vuelta. Los preparaban muy bien. Diferentes colores, tamaños y formas. Eran perfectos. Yo le había agregado a cada color su importancia y a cada forma su duración en el tiempo. Por ejemplo, la redonda amarilla sólo se podía administrar a la noche, la azul alargada media en el almuerzo. Y así con todas. Casi al final de la consulta, le expliqué como iba a ser su tratamiento. Le dije de la importancia de la medicación, de ESTA MEDICACIÓN. Que no podía tomar más de lo que yo le prescribía. Y que si o si necesitaba todo su apoyo y responsabilidad. Sin eso no podíamos empezar, porque una vez que empezáramos, si se vulneraba el tratamiento podría tener consecuencias muy negativas para su salud. Debía tomar medio comprimido amarillo en la cena. Y no más de eso. Un aura[2] , al decir de Benjamin, invadió ese encuentro. Sensibilidades estaban tocándose con las palabras. “La expresión sensibilidades que hablan sugiere que las palabras gravitan sobre las afectividades, que las memorias gravitan sobre las percepciones, que las hablas gravitan sobre las morosidades”[3] . Hablé con la familia y le expuse la estrategia, y que era fundamental su acompañamiento en esto. La cosa funcionó de maravillas durante mucho tiempo. Ella venía a la consulta, me contaba de sus últimos viajes y de lo bien que se sentía, y yo viajaba. Y así se fue construyendo una cercanía que nos sostenía a ambos en ese acontecimiento alojador: un cuidado. Su casa quedaba cerca del consultorio, así que además a veces la veía cuando pasaba y nos saludábamos. Un día camino al consultorio veo la ambulancia al frente de su casa. Me acerco preocupado. Justo estaba de médico de emergencia, un amigo. Le pregunto qué pasaba y me dice que parecía un infarto. Le digo que era mi paciente desde hacía bastante tiempo. Y le solicito hablar con ella. El pelado me dijo: gordo, no me metas en quilombos, por favor. No le dí mucha importancia y pasé a verla. Estaba desparramada en la cama. Acerco una silla y me siento al costado y empezamos a hablar. Se sorprendió por mi presencia. Al cabo de un momento de charla, le pregunto concretamente porque estaba dándome rodeos. ¿Qué te pasó? Bueno doctor, a usted no le puedo mentir. Me tomé esta mañana una pastilla de esas amarillas entera. Le remarqué la importancia que tenía el tratamiento como lo habíamos acordado. Puse mi mejor cara de preocupado, pero en realidad el alivio iba por dentro. Al instante inventé una estrategia para poder revertir la situación. Le dije, que estas situaciones podían pasar, pero era importante poder hablarlas conmigo, y que yo para estos momentos había previsto otras cosas. Le digo: “No te hagas problemas, yo tengo el antídoto que va a contrarrestar el efecto de esa medicación”. Hablo con el pelado, que me estaba escuchando atentamente desde la puerta. Y le digo: “Dame una aspirineta o una buscapina algo que sea rosita”. Mientras sacudía la cabeza, para un lado y para el otro, no entendiendo casi nada, me trae una aspirineta. Bueno ahora se toma esta pastillita, el doctor acá le va a realizar un electrocardiograma y después yo la llamo. Cuando salía, me detuve y le expliqué al pelado la situación. A la tarde cuando la llamé estaba haciendo un bizcochuelo para invitar a una amiga con mates. La mismísima materialidad de un quehacer o un saber hacer que funda oficio escapando de las especializaciones y la mercatilización de un tratamiento. Oficio que se hace cuerpo entre la experiencia, la trayectoria, la vida y las historias que produce un encuentro. Un saber hacer que escarba sus memorias e inventa nuevas posibilidades, no las estandariza, las potencia como insurgencia que se hamaca entre lo que se sabe, lo que se hace y lo que se piensa. Después de escuchar atentamente este relato, me propuse escribirlo de la mejor manera que pudiera, además me pareció de una riqueza impresionante. Se me apersonaron un sinfín de interrogantes. Lo primero que me puse a pensar es en lo que significa la palabra de un médico para una persona que sufre. Totalmente desguarnecida, entregada a ese otro que la mira, que la escucha, que la cuida. Palabras que esa persona sufriente hace suyas, ya sea por transferencia, por empatía, por confianza, o por la hospitalidad entregada en ese primer encuentro. Pero también me preguntaba casi cuestionando esa decisión ¿Porqué atar a una persona a medio comprimido? ¿Medicalización? Y pensé en los muchos que quedan atrapados, encerrados, tomados por un tratamiento psicofarmacológico cruel haloperidoniano, que los robotiza, les ensombrece la mirada, les precariza los vínculos, les empobrece las palabras, en fin, les envilece la vida, y encima les dicen que ese tratamiento les va hacer bien. Y pensé en esos muchos que no tuvieron ni tienen la posibilidad de esta señora: ser escuchada y de poder hablar. Porque ahí, en ese acontecimiento donde se cruzan las miradas y se respetan las palabras, está la esencia del trabajo clínico entre este psiquiatra y esta señora. Recuperar experiencias como la del gordo, en donde el oficio se empecina en acercar el trabajo a la vida, es recuperar el arte en el trabajo cotidiano, la alegría en cada intervención, la invención en cada posibilidad y la potencia del cuidado con el otro. Tal vez esa señora había recorrido el mundo buscando ese lugar, que no lo encontró en los supuestos mejores lugares de atención, ni en las mejores clínicas, ni con los supuestos mejores profesionales, y lo encontró ahí, justo ahí en donde el cuidado se hizo presente, a escasa media cuadra de su domicilio. Impregnar desde el cuidado ​ El manicomio sigue intacto más allá de la pandemia. Intervenciones que intentan disciplinar cuerpos exhaustos e inconformes no desaparecen, ni siquiera cuando hay un temor mayor en el mundo. La medicalización hace estragos en esas intervenciones. Pócimas que paralizan pensamientos, movimientos, relaciones, vidas, posibilidades y aparecen como una solución de normalización a demasías que se resisten. Cuerpos avasallados por una supuesta lógica formal que permite la prescripción de fármacos a mansalva. Los rotulados seguirán así más allá de otros designios. Hace casi un mes que ha sido dada de alta. Costó mucho traerla de vuelta a este mundo. La opacidad de su mirada fue dando paso a un tenue brillo alentador. Las palabras ayudaron a relajar los momentos de encuentro. La escucha, más allá de los monosílabos que se podían decir, fue definitoria. La paciencia de la espera por esa palabra y el reconocimiento y agradecimiento por la demora ayudaron a empezar. De nada sirve el apuro cuando la palabra está trabada. Hay que aceitar esa mandíbula, lo mismo que las cuerdas vocales y ese pensamiento atascado químicamente. Y a eso sólo lo da el detenerse y esperar que algo va a salir. Varios encuentros en su domicilio le han devuelto la confianza. La confianza en ella misma. Cree que puede estar mejor. Se preocupa por llevar adelante cada consejo. Sigue al pie de la letra cada recomendación. Pero los efectos de la medicación son demoledores, con eso no puede. Esa internación hizo que, por orden del psiquiatra, se la “impregnara” de haloperidol. Impregnar: adherencia de una sustancia al cuerpo, dice el diccionario. Adherencia que por sus efectos colaterales le ha opacado y petrificado la vida. Adherencia que ha conquistado sus movimientos y enquistado sus pensamientos. Vive en la piecita de atrás. Mugrienta, húmeda, helada y deprimente. Su madre para que “no haga problemas”, a eso de las ocho de la noche le da la cena, la medica y la encierra en esa habitación lúgubre con un candado. Y queda ahí hasta el otro día. No basta con esa impregnación artera, encima hay que encerrarla y no precisamente como aislamiento social preventivo y obligatorio. Como si no tuviera bastante con ese encierro que la ha rotulado con un diagnóstico: esquizofrenia. La lógica manicomial intacta en esa escena. El prejuicio de la peligrosidad merodea cada intervención que se haga con ella. Una madre discapacitada, dice que le tiene miedo. Que así está mejor. Una muralla de prejuicios “impregna” y justifica cada acción que se toma con relación a ella. Pero claro, nadie piensa que esa otra vida envilece con cada miligramo de neuroléptico y en cada vuelta de llave del candado. La imposibilidad para caminar, se contradice con ese temblequeo insistente e incontrolable que “impregna” sus movimientos básicos. Sus manos y sus pies se mueven acompasadamente. Pero cuando se incorpora para caminar, no puede. Se queda ahí, clavada en su andar más allá de que su cerebro ordena marchar. Endurecida por un fármaco que supuestamente cura. Después de ver semejante escenario, se habla con otra psiquiatra para poder plantear los devastadores efectos adversos que produce la medicación en esa vida. La dejamos una semana sin medicación para que se “desimpregne”. Se cambia el esquema de la medicación, se baja a dosis mínimas. Después de varios días, cuando llego a su casa es ella quien me espera en la puerta. Su semblante de máscara ha dado lugar a una mirada vívida, sus movimientos son más descontracturados, sus palabras se acompasan a un ritmo acorde y coherente. Me abre la puertita de rejas con movimientos finos y suaves de sus manos. En una semana ha vuelto a hacer cosas que no podía. Tenderse la cama, prepararse el desayuno, caminar, ayudar a hacer la comida, caminar, peinarse sin lastimarse, cepillarse bien los dientes, caminar, doblar su ropa, cortar la comida, caminar, y también impedir que su madre le cierre la puerta con candado. Me cambió la vida, me dice. Cosas que parecen insignificantes pero cuando una persona no las puede realizar, la libertad empieza a ser vulnerable lo mismo que la independencia. Pero uno de los síntomas producidos por la medicación persiste todavía, eso la pone muy mal. Una enorme cantidad de saliva hace que tenga que usar un babero. Secreta y secreta saliva sin parar. Toda su ropa se moja. Eso la altera, por momentos la hace irritable. Me dice que se ve sucia, asquerosa, es la palabra que utiliza. Tengo que cambiarme este babero cada dos o tres horas, dice. Hablo nuevamente con la psiquiatra para pensar juntos la situación, sabiendo que la medicación es prescripción médica, pero responsabilidad de todo el equipo de salud. Vemos otros esquemas posibles. Trae al debate clínico otras situaciones similares que le ayudan a pensar ésta. Una decisión en equipo interpreta que hay que cambiar nuevamente el esquema de la medicación. Por momentos veo a la psiquiatra más relajada, intentando salirse de los estándares protocolizados. Luchando interiormente contra ese poder que le dice que no debe alejarse de la protección del vademécum, y menos dejarse llevar por las corazonadas y por la experiencia. La ciencia no sabe de intuición, y menos de arrebatos que hilvanan posibilidades. Hegemonías que al pensar, se deshilachan, se sueltan y crean. Modalidades que se flexibilizan para producir un cuidado. Especialidades que se enriquecen en las discusiones desde la experiencia. Normalidades que sucumben ante gestos hospitalarios. Innovación que recorre el espinel de clasificaciones farmacológicas buscando otros posibles. Hace dos semanas que está con esta nueva medicación. Llego a su casa para otra visita domiciliaria. Me atiende la madre. No está, me dice. Un escalofrío controlador me recorrió la espalda. Se fue hasta la verdulería. Tenía ganas de comer mandarinas, dice. Impaciente, la esperé en la vereda. Quería ver cómo camina una persona cuando recupera la libertad. Y venía así espléndida con el barbijo un poco caído que le hizo ver una sonrisa cuando me vio. Y en cada paso que daba iba soltando aquellas amarras que la habían atado a la cronicidad. Tenía ganas de comer esas mandarinas criollitas, las que tienen semillas. Esas tienen más jugo, me dijo mientras me invitaba con una y a pasar a su casa. Uno se imagina la libertad de muchas maneras, y ahí en ese mismo instante me di cuenta que frente a mí estaba una de las muchísimas maneras de ser libre. Se sentó en una silla de plástico, donde le daba de pleno el solcito de junio, metió la mano en una bolsa y sacó un ovillo de lana azul, otro negro y dos agujas enormes. Empecé a tejer de nuevo, me dijo. Y pensé en ese enorme tejido clínico que habíamos podido construir, tejiendo y destejiendo ideas que iban siguiendo un hilo impregnado de cuidado. La importancia de recuperar los detalles ​ Los detalles de un cuidado son esos destellos que comienzan libres, imperceptibles, chiquitos, clandestinos, cimarrones, casi desde la casualidad de una acción decidida en la periferia de una escena, pero cuando la agudeza de una sensibilidad emergente está presta y atenta, los hace aparecer redondamente en el terreno de una situación de salud, en donde dos cuerpos o más se envuelven, se tensan, resistiéndose a los embates de los discursos que los quieren estigmatizar, normalizar, domesticar o medicalizar, cristalizándolos en una técnica y/o en un diagnóstico. Y los detalles aparecen ahí, así produciendo un acontecimiento que pide relatos de historias deseantes, que intentan rescatar y provocar suspiros de artistas del cuidado, para crear nuevas potencias en cada trabajador y en cada trabajadora del cuidado, que buscan salirse por un momento de las verdades únicas para pensar una ampliación en la clínica sin la necesidad de imposiciones clasificatorias. Es el armado de un rompecabezas de piezas que con el aumento de la lupa del oficio, puede rescatar aquellas partes distantes, distintas, alejadas, descartadas, cajoneadas por la inoperancia de las respuestas procedimentales. Visibilizarlas, hasta hacerlas aparecer como posibilidades entre las opciones clínicas para la construcción de una estrategia terapéutica interdisciplinaria, es nuestro norte. ¿Puede una pequeña señal alterar el desenlace de las cosas? Que es posible transformar el curso de cualquier situación de salud con sólo una señal, deja de ser una quimera en el mismo instante en que un suceso compromete al menos dos cuerpos en la inmensidad de un cuidado. Esa pequeña mueca, esa mínima mueca de significación que nos alcanza, que nos toca, que nos conmueve concierne a la conformación de todo lazo humano. Esa coyuntura exacta en donde el encuentro es posible, las miradas se miran, las manos se acarician, las palabras se hablan, los oídos se escuchan. Son la representación concreta de esos instantes precisos fundados por los trabajadores y las trabajadoras del cuidado a través de la producción de acontecimientos contaminados de sutiles detalles, produciendo oficio. Son esos momentos cuando algo pasa atravesando muros de tiempo creando un paisaje nuevo, distinto, diferente, ajeno pero agradable, vivible y que termina distinguiendo un antes y un después, para por un instante suspender el pulso, para permitir un respiro necesario en la vorágine de nuestra experiencia cotidiana. Momentos que detienen aquellos cuerpos que vibran y permiten escuchar esas palabras que habitan sus silencios. Son esos momentos en donde uno los recuerda por lo que nos produjo entender que el otro estaba ahí, esperando esa creación y respondiendo en consecuencia. Alteraciones que permiten las alteridades. Momentos vividos en la vorágine de una guardia de fin de semana, o en la tensión y la precisión de una sala de UTI, o en una charla casual en el pasillo con un familiar desconsolado por información, o en un diálogo ameno en la oficina de enfermería del centro de salud donde ese ambiente creado posibilita que alguien rompa un silencio de años y denuncie un abuso, o en el medio de esa crisis subjetiva que parece desbaratar el día, o en esos descansos compartidos entre trabajadores y trabajadoras con mates y criollos, o en ese instante justo del cambio de suero que se encuentran las miradas y aparece una palabra atestiguando relatos que estremecen, o en ese pasaje de guardia en donde justo brota un relato que resignifica una acción más allá de lo procedimental. Cuando cada palabra es despojada de sus posibles ropajes de prejuicio, hegemonía, cientificidad o normalización, se le da otro lugar, ya no aparece como una queja, ni como una certeza, sino como una necesidad, ya no es una impostura sino una posibilidad de diálogo, ya no asoma un agravio sino un malestar ante el sufrimiento, ya no aparece un cuchicheo sino los susurros de un silenciamiento. Hay un momento para pensarla y un momento para inventarla. Cuando se le ha dado lugar para poder desplegarse libre, esa palabra tiene una historia para narrar, un sometimiento para emancipar, un acto de salud para producir, o una profesión para oficiar. ​ Chiquitita así, así de chiquitita. De sonrisa enorme, grande, así de grande. De mirada negra y brillante como reflejo de luna en el río marrón. Cabellos oscuros que tienen movimiento propio y agigantan su figura diminuta. El volumen del renegrido pelaje se mueve al compás de sus movimientos. Su risa fácil, no se relaciona mucho con la hondura de su tristeza. De voz también chiquita. Que va pidiendo permiso para aparecer en una conversación. Puede pasar de una tremenda carcajada o un llanto desconsolado, en segundos. Cuando era más chiquita, sus padres murieron. Fue criada por una de sus abuelas, que lo único que heredó de ella es su tamaño. Tiene algo con la ropa. Ella pide ropa. A los pocos minutos de estar charlado, al primera vez que nos vimos, ya me estaba mangueando alguna camisa, o remera o pantalón. Es recurrente con eso. A su abuela le hierve la sangre cuando la escucha pedir. Y arremete con un maltrato que no se condice con lo que ha escuchado. La conocimos el año pasado cuando estuvo internada unos días por depresión. Pero antes de esa internación ya venía con un “tratamiento” psiquiátrico. El psiquiatra la medicaba y ella cada mes iba a retirar la medicación. Ese era su tratamiento. Un amigo psiquiatra decía con respecto al tratamiento: “mientras trato, miento”. Cuando tenía suerte lo podía ver esos valiosos cinco minutos que le dedicaba para decirle cosas como: no tenés que abandonar por nada la toma de la medicación, sino vas a seguir alucinando. Pero doctor yo… bueno, decía el galeno, el mes que viene nos vemos. Y salía así con la pregunta atragantaba en la garganta. Eso se daba en el mejor de los casos. Porque si no era así, la que le entregaba la medicación era la administrativa que daba los turnos. Y que al estilo empleada pública de Gassalla, la maltrataba. Por su estatura no podía llegar a escuchar bien lo que le decía la administrativa cuando le entregaba la medicación. Y siempre al final de cada entrega la terminaba retando. Ella le insistía con las mismas preguntas que le había hecho al doctor el mes pasado. [1] Percia, Marcelo. Demasías, normalidades, locuras [2] Benjamin, Walter. Discursos Interrumpidos I, Taurus, Buenos Aires, 1989. Aura: Definiremos esta última como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar). [3] Percia, Marcelo. Sensibilidades en tiempos de hablas de capital. – 1a ed. – Adrogué: Ediciones La Cebra, 2020. Adieu Amenhotep. Leonora Carrington, 1955. Continuar

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

bottom of page