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  • Adentro de la heladera siempre es de día / Valeria Tentoni

    Las cosas que están ahí no se quejan, no le piden a ningún dios que apague la luz. Esperan su turno. Algunas se vencen, pero se quedan igual. Me gustaría ser la botella de Coca-Cola que cargo con agua de la canilla. Algo que acepta su destino sin escándalos. Vivo arriba de un supermercado chino. El otro día colgué un pantalón de la ventana y el viento se lo llevó. Tuve que bajar, tuve que pedirles permiso. Me dejaron entrar al depósito: fue como llegar a la vasija de pepitas de oro al final del arco iris. Durante mucho tiempo pensé que el ruido ese venía de la panadería que está a mitad de cuadra. Resulta que no, que viene de lo de los chinos. Hay un enorme motor que usan para ventilar su mercadería. Las cosas que están ahí no se quejan, no le piden a ningún dios que haga silencio. Todo lo que brilla es satélite de alguna estrella opaca. Algún día esa estrella dejará de existir antes que sus rayos y caeremos a una fe ridícula. Si no hubiese cosas más tristes que esa, esa sería una cosa triste.

  • La isla / Ricardo Piglia

    1 Añoramos un lenguaje más primitivo que el nuestro. Los antepasados hablan de una época donde las palabras se extendían con la serenidad de la llanura. Era posible seguir el rumbo y vagar durante horas sin perder el sentido, porque el lenguaje no se bifurcaba y se expandía y se ramificaba, hasta convertirse en este río donde están todos los cauces y donde nadie puede vivir, porque nadie tiene patria. El insomnio es la gran enfermedad de la nación. El rumor de las voces es continuo y sus cambios suenan noche y día. Parece una turbina que marcha con el alma de los muertos, dice el viejo Berenson. No hay lamentos, sólo mutaciones interminables y significaciones perdidas. Virajes microscópicos en el corazón de las palabras. La memoria está vacía, porque uno olvida siempre la lengua en la que ha fijado los recuerdos. 2 Cuando decimos que el lenguaje es inestable, no estamos hablando de una conciencia de esa modificación. Es necesario salir de allá para percibir el cambio. Si uno está adentro, cree que el lenguaje es siempre el mismo, una especie de organismo vivo que sufre metamorfosis periódicas. La imagen más divulgada es la de un pájaro blanco que en el vuelo va cambiando de color. El aletear profundo del pájaro en la transparencia del aire da una falsa ilusión de unidad en el pasaje de los tonos. El dicho dice que el pájaro vuela interminablemente y en círculos, porque le han vaciado el ojo izquierdo y busca ver la otra mitad del mundo. Por eso nunca va a poder aterrizar, dice el viejo Berenson, y se ríe con la jarra de cerveza otra vez contra los bigotes, porque no encuentra un pedazo de tierra donde apoyar la pata derecha. Tuerto habría de ser el tero, dijo después, para perderse en el aire y venir a parar a esta isla de mierda. No empieces, Shem, le dice Teynneson tratando de hacerse oír, en el barullo del bar, entre los acordes del piano y las voces de los que cantan Three quarks for Master Mark!, todavía tenemos que ir al entierro de Pat Duncan y no quiero tener que llevarte en carretilla. Ese es el sentido del diálogo, que se repite como un chiste privado cada vez que están por irse, pero no siempre usan el mismo lenguaje. Se sostienen del brazo y cruzan muy erguidos el salón para salir. La escena se repite, pero sin saberlo hablan del pájaro tuerto y del entierro de Pat a veces en ruso, a veces en un francés del siglo XVIII. Dicen lo que quieren y lo vuelven a decir, pero ni sueñan que a lo largo de los años han usado cerca de siete lenguas para reírse del mismo chiste. Así son las cosas en la isla. 3 «El lenguaje se transforma según ciclos discontinuos que reproducen la mayoría de los idiomas conocidos (registra Turnbull). Los habitantes hablan y comprenden instantáneamente la nueva lengua, pero olvidan la anterior. Los idiomas que se han podido identificar son el inglés, el alemán, el danés, el español, el noruego, el italiano, el francés, el griego, el sánscrito, el gaélico, el latín, el sajón, el ruso; el flamenco, el polaco, el esloveno, el húngaro. Dos de las lenguas usadas son desconocidas. Pasan de una a otra, pero no las pueden concebir como idiomas distintos, sino como etapas sucesivas de una lengua única». Los ritmos son variables, a veces un idioma permanece semanas, a veces un día. Se recuerda el caso de una lengua que se mantuvo quieta durante dos años. Después se sucedieron quince modificaciones en doce días. Habíamos olvidado las letras de todas las canciones, dijo Berenson, pero no la melodía; y no hubo modo de cantar una canción. Se veía a la gente en los pubs silbando a coro como guardias escoceses, todos borrachos y alegres, marcando el ritmo con las jarras de cerveza mientras buscaban en la memoria alguna letra que coincidiera con la música. La melodía persiste y es un aire que cruza la isla desde el principio de los tiempos, pero de qué nos sirve la música si no podemos cantar, un sábado a la noche, en el bar de Humphry. Chimden Earwicker, cuando todos estamos borrachos y ya nos olvidamos de que el lunes hay que volver al trabajo. 4 En la isla se cree que los ancianos se encarnan, al morir, en los nietos, razón por la que no pueden encontrarse los dos vivos al mismo tiempo. Como ocurre a pesar de todo algunas veces, cuando un anciano se encuentra con su nieto, antes de poder hablar con él, debe darle una moneda. En esa teoría de las reencarnaciones se ha fundado la lingüística histórica. La lengua es como es, porque acumula los residuos del pasado en cada generación y renueva el recuerdo de todas las lenguas muertas y de todas las lenguas perdidas y el que recibe esa herencia ya no puede olvidar el sentido que esas palabras tuvieron en los días de los antepasados. La explicación es simple pero no resuelve los problemas que plantea la realidad. 5 El carácter inestable del lenguaje define la vida en la isla. Nunca se sabe con qué palabras serán nombrados en el futuro los estados presentes. A veces llegan cartas escritas con signos que ya no se comprenden. A veces un hombre y una mujer son amantes apasionados en una lengua y en otra son hostiles y casi desconocidos. Grandes poetas dejan de serlo y se convierten en nada y en vida ven surgir otros clásicos (que también son olvidados). Todas las obras maestras duran lo que dura la lengua en la que fueron escritas. Sólo el silencio persiste, claro como el agua, siempre igual a sí mismo. 6 La vida del día empieza al amanecer y si ha habido luna hasta el alba, los gritos de los jóvenes en la ladera pueden oírse ya antes de la aurora. Inquietos en la noche poblada de espíritus, se gritan unos a otros tratando de adivinar qué sucederá con el sol alto. La tradición dice que el lenguaje se modifica en las noches de luna llena, pero ésa es una creencia desmentida por los hechos. La lingüística científica no acepta ninguna relación entre los fenómenos naturales, como las mareas o los vientos y las mutaciones del lenguaje. Los hombres del pueblo siguen sin embargo acatando los viejos rituales y cada noche de luna esperan que llegue por fin la lengua de su madre. 7 En la isla no conocen la imagen de lo que está afuera y la categoría de extranjero no es estable. Piensan a la patria según la lengua. («La nación es un concepto lingüístico»). Los individuos pertenecen a la lengua que todos hablaban en el momento de nacer, pero ninguno sabe cuándo volverá a estar ahí. «Así surge en el mundo (le han dicho a Boas) algo que a todos se nos aparece en la infancia y donde todavía no ha estado nadie: la patria». Definen el espacio en relación con el río Liffey que atraviesa la isla de norte a sur. Pero Liffey es también el nombre que designa al lenguaje y en el río Liffey están todos los ríos del mundo. El concepto de frontera es temporal y sus límites se conjugan como los tiempos de un verbo. 8 Nos encontramos en Edemberry Dubblenn DC, dijo el guía, la capital que combina tres ciudades. En el presente la ciudad cruza de este a oeste, siguiendo la margen izquierda del Liffey por los barrios y: los ghettos japoneses y antillanos, desde el nacimiento del río en Wiclow hasta Island Bridge, un poco más abajo de Chapelizod, donde sigue su curso. La ciudad próxima se va abriendo, como si estuviera construida en potencial, siempre futura, con calles de hierro y lámparas de luz solar y androides desactivados en los galpones de la Scotland Yard. Los edificios surgen de la niebla, sin forma fija, nítidos, cambiantes, casi exclusivamente poblados por mujeres y mutantes. Del otro lado, hacia el oeste, subiendo por la zona del puerto, está la ciudad vieja. Al mirar el mapa hay que tener en cuenta que la escala está construida a la velocidad media de un kilómetro y medio por hora de marcha. Un hombre sale de 7 Eccles Street a las ocho de la mañana y sube por Westland Row y a cada lado del empedrado están las acequias que llegan hasta la orilla del río, por donde sube el canto de las lavanderas. El que avanza por la calle empinada hacia la taberna de Baerney Kiernam trata de no oír el canto y golpea con el bastón el enrejado de los sótanos. Cada vez que entra en una calle nueva, las voces envejecen, las palabras antiguas están como grabadas en las paredes de los edificios en ruinas. La mutación ha ganado las formas exteriores de la realidad. «Lo que todavía no es define la arquitectura del mundo», piensa el hombre y desciende a la playa que rodea la bahía. «Se ve ahí, en el borde del lenguaje, como la casa de la infancia en la memoria». 9 La lingüística es la ciencia más desarrollada en la isla. Durante generaciones los investigadores han trabajado en el proyecto de fijar un diccionario que incorpore las variantes futuras de las palabras conocidas. Necesitan fijar un léxico bilingüe que permita comparar una lengua con otra. Imagínese (dice el informe de Boas) a un viajero inglés que llega a un país extranjero y en el hall de la estación de ferrocarril, perdido en medio de una multitud desconocida, se detiene a revisar un pequeño diccionario de bolsillo buscando una expresión correcta. Pero la traducción es imposible, porque sólo el uso define el sentido y en la isla conocen siempre una lengua por vez. Los que persisten en la elaboración del diccionario lo consideran ya un manual de adivinación. Un nuevo Libro de las Mutaciones concebido, explicó Boas, como un diccionario etimológico que hace la historia del porvenir del lenguaje. Hubo un solo caso en la historia de la isla de un hombre que conoció dos idiomas al mismo tiempo. Se llamaba Bob Mulligan y decía que soñaba con palabras incomprensibles que tenían para él un sentido transparente. Hablaba como un místico y escribía frases desconocidas y decía que ésas eran las palabras del porvenir. En los Archivos de la Academia han quedado algunos fragmentos de los textos que escribió e incluso se puede oír la grabación de la voz aguda y lunática de Mulligan, que cuenta un relato que empieza así: «Oh New York city, sí, sí, la ciudad de Nueva York, la familia entera se fue para allá. El barco se habla llenado de piojos y hubo que quemar las sábanas y bañar a los chicos con agua mezclada con acaroína. Cada bebé tenía que estar separado de los otros, porque el olor los hacía llorar si estaban cerca. Las mujeres usaban un pañuelo de seda sobre la cara, igual que damas beduinas, aunque todas tenían el pelo colorado. El abuelo del abuelo fue police-man en Brooklyn y una vez mató de un tiro a un rengo que estaba por degollar a la cajera de un supermarket». Nadie sabía lo que estaba diciendo y Mulligan escribió ese relato y otros relatos en esa lengua desconocida y después un día dijo que había dejado de oír. Venía al bar y se sentaba ahí, en esa punta del mostrador, a tomar cerveza, sordo como una tapia, y se emborrachaba despacio, con la cara avergonzada de un hombre arrepentido de haberse hecho notar. Nunca más quiso hablar de lo que había dicho y vivió siempre un poco apartado, hasta que murió de cáncer a los cincuenta años. Pobre Bob Mulligan, dijo Berenson, de joven era un tipo expansivo y muy popular y se casó con la Belle Blue Boylan y al año la mujer se murió ahogada en el río y su cuerpo desnudo apareció en la ribera del este del Liffey, en la otra orilla. Mulligan nunca se repuso ni volvió a casarse y vivió solo toda la vida. Trabajaba de linotipista en la imprenta del Congreso y venía con nosotros al bar y le gustaba apostar a los caballos, hasta que una tarde empezó a contar esas historias que nadie entendía. Yo creo, dijo el viejo Berenson, que la Belle Blue Boylan fue la mujer más hermosa de Dublín. Todos los intentos de construir una lengua artificial se han visto perturbados por una experiencia temporal de la estructura. No han podido construir un lenguaje exterior al lenguaje de la isla, porque no pueden imaginar un sistema de signos que persista sin mutaciones. Si a + b es igual a c, esa certidumbre sólo sirve un tiempo, porque en un espacio irregular de dos segundos ya a es -a y la ecuación es otra. La evidencia vale lo que tarda una proposición en ser formulada. En la isla, ser rápido es una categoría de la verdad. En esas condiciones, los lingüistas del Área-Beta del Trinity College alcanzaron lo que parece imposible: casi fijan en un paradigma lógico la forma incierta de la realidad. Definieron un sistema de signos cuya notación se transforma con el tiempo. Es decir, inventaron un lenguaje que muestra cómo es el mundo, pero que no permite nombrarlo. Hemos logrado establecer un campo unificado, le han dicho a Boas, ahora sólo nos falta que la realidad incorpore al lenguaje alguna de nuestras hipótesis. Hasta el momento, saben que han transcurrido diecisiete ciclos, pero suponen que existe una potencialidad casi infinita, calculada en ochocientos tres (porque ochocientas tres son las lenguas conocidas en el mundo). Si en casi cien años, desde que en 1939 empezó el registro de los cambios, se han detectado diecisiete formas distintas, los más optimistas imaginan que el círculo puede completarse en doce años. Ningún cálculo es seguro, porque la duración irregular de los ciclos forma parte de la estructura de la lengua. Existen tiempos lentos y tiempos rápidos, como en el cauce del Liffey. Los más afortunados, dice el proverbio, navegan en aguas tranquilas, los mejores viven en tiempos veloces, donde el sentido dura lo que dura la cólera de un gallo. Los jóvenes más radicalizados del grupo Trickster del Área-Beta del Trinity College se ríen de esos proverbios idiotas. Piensan que, mientras el lenguaje no encuentre su borde final, el mundo será sólo un conjunto de ruinas y que la verdad es como los peces que boquean en el barro hasta morir cuando el caudal del Liffey baja con la sequía del verano, hasta transformarse en un riacho de aguas oscuras. 10 He dicho que la tradición dice que los antepasados hablan de un tiempo en el que la lengua era un llano por el que se podía andar sin sorpresa. Las generaciones, afirman los antiguos, heredaban los mismos nombres para las mismas cosas y podían legarse documentos escritos con la certeza de que todo lo que escribían sería legible en los tiempos futuros. Algunos repiten (sin comprenderlo) un fragmento de aquella lengua original que ha sobrevivido a lo largo de los años. Boas dice que los escuchó recitar ese texto como si fuera un chiste de borrachos, de modo que la vocalización era pastosa y las palabras estaban cortadas por risas y expresiones que nadie sabía ya si formaban o no parte del antiguo sentido. El fragmento llamado Sobre la serpiente, dice Boas que era así: «Empezó la época de los grandes vientos. Ella siente que le arrancan el cerebro y dice que su cuerpo está hecho de tubos y conexiones eléctricas. Habla sin parar y a veces canta y dice que me lee el pensamiento y sólo pide que yo esté cerca y que no la abandone en la arena. Dice que es Eva y que la serpiente es Eva y que nadie en los siglos de los siglos se ha atrevido a decir esa verdad tan pura y que sólo María Magdalena se lo dijo al. Cristo antes de lavarle los pies. Eva es la serpiente, la mutación interminable, y Adán está solo, siempre ha estado solo. Dice que Dios es la mujer y que Eva es la serpiente. Que el árbol del bien y del mal es el árbol del lenguaje. Recién cuando se comen la manzana empiezan a hablar. Eso dice ella cuando no canta». Para muchos es un texto religioso, un fragmento del Génesis. Para otros se trata sencillamente de un rezo que persistió en la memoria a la permutación de las lenguas y que fue recordado como un juego adivinatorio. (Los historiadores afirman que se trata de un párrafo de la carta que Nolan dejó antes de matarse). 11 Algunas sectas genealógicas aseguran que los primeros habitantes de la isla son desterrados, que fueron enviados hacia aquí remontando el río. La tradición habla de doscientas familias confinadas en un campo multirracial en los arrabales de Dalkey, al norte de Dublín, detenidos en una redada en los barrios y los suburbios anarquistas de Trieste, Tokyo, México DF y Petrogrado. Embarcados en el Rosevean, un tres palos, con hélice Pohl-A, en la bahía del norte, fueron enviados por el río hacia atrás en el tiempo, según Teynneson, bajo las ráfagas heladas del viento en enero. El experimento de confinar exiliados en la isla ya había sido utilizado otras veces para enfrentar rebeliones políticas, pero siempre se usó con individuos aislados, en especial para reprimir a los líderes. El caso más recordado fue el de Nolan, un militante del grupo de resistencia gaélico-celta que se infiltró en el gabinete de la reina y llegó a ser el hombre de confianza de Möller en el comando de planificación propagandística. Lo descubrieron porque usaba los informes meteorológicos para cifrar mensajes destinados a los pobladores de los ghettos irlandeses de Oslo y de Copenhague. La historia cuenta que Nolan fue descubierto por azar, cuando un investigador del MIT de Boston procesó en una computadora los mensajes emitidos durante un año por la oficina meteorológica, con la intención de estudiar las modificaciones infinitesimales del clima en el este de Europa. Nolan fue desterrado y llegó a la isla después de navegar cerca de seis días a la deriva y vivió absolutamente solo casi cinco años, hasta que se suicidó. Su odisea es una de las grandes leyendas en la historia de la isla. Sólo un hijo de puta empecinado irlandés pudo sobrevivir todo ese tiempo aislado como una rata en esta inmensidad y cantando contra las olas, Three quarks for Muster Mark, a los gritos, en la playa, buscando siempre la huella de una pata humana en la arena, dijo el viejo Berenson. Sólo alguien como Jim pudo fabricar una mujer con la que hablar en esos años interminables de soledad. El mito dice que con los restos del naufragio construyó un grabador de doble entrada, con el que era posible improvisar conversaciones usando el sistema de los juegos lingüísticos de Wittgenstein. Sus propias palabras eran almacenadas por las cintas reelaboradas como respuestas a preguntas puntuales. Lo programó para hablar con una mujer y le habló en todas las lenguas que sabía, y al final era posible pensar que la mujer había llegado a amar a Nolan. (Por su parte él la quiso desde el primer día porque pensaba que ella era la mujer de su amigo Italo Svevo, Livia Anna, la más bella de las madonnas de Trieste, con ese hermosísimo pelo colorado que hacía pensar en todos los ríos del mundo). A los tres años de estar solo en la isla, las conversaciones se repetían cíclicamente y Nolan se aburría y la grabadora empezó a mezclar las palabras («Heremon, nolens, nolens, brood our pensies, brume in brume», le decía por ejemplo) y Nolan le preguntaba «¿Cómo?», «¿Qué?» y en esa época empezó a llamarla Anna Livia Plurabelle. Al final del sexto año de exilio, Nolan perdió las esperanzas de ser rescatado y empezó a no dormir y a tener alucinaciones y a soñar que, se pasaba la noche en vela escuchando el susurro inalámbrico y dulce de la voz de Anna Livia. Tenía un gato y cuando el gato se metió una tarde en el monte y no volvió más, Nolan escribió una carta de despedida; apoyó el codo derecho en la mesa, para que no le temblara el pulso, y se pegó un tiro en la cabeza. Los primeros que desembarcaron del Roseveau se encontraron con la voz de la mujer que seguía hablando en el grabador bifocal. Apenas si mezclaba las lenguas, según Boas, y era posible comprender perfectamente la desesperación que le había producido el suicidio de Nolan. Estaba sobre una piedra, frente a la bahía, hecha de alambres y de cintas rojas y se lamentaba con un suave murmullo metálico. He tejido y destejido la trama del tiempo, decía, pero él se ha ido y ya no va a volver. Un cuerpo es un cuerpo, sólo las voces sirven para amar. Desde hace años estoy sola aquí, en la ribera de todos los ríos, y espero que llegue la noche. Siempre es de día, en esta latitud todo es tan lento, nunca llega la noche, siempre es de día, el atardecer tarda tanto, estoy ciega, al sol, quiero arrancar «la venda de hierro» que me ciñe la frente, quiero traer aquí «la oscuridad concentrada del África». La vida está siempre amenazada por los cazadores (ha dicho Nolan), instintivamente hay que fabricar, como las abejas sus alvéolos, un sentido. Incapaz de considerar mi propio enigma, digo: no es su propio yo el que cuenta, sino su Musa, su canto universal. 12 Si la leyenda es cierta, la isla ha sido un gran asentamiento de exiliados, en la época de la represión política que siguió a la contraofensiva del IRA y a la caída del Pulp-KO. Pero ninguno de los historiadores tiene el menor vestigio de ese pasado o del tiempo en que Anna Livia estuvo sola en la ribera o de la época en que llegaron las doscientas familias y no se encuentra ningún rastro que atestigüe los hechos. La única fuente escrita en la isla es el Finnegans Wake, al que todos consideran un libro sagrado, porque siempre pueden leerlo, sea cual fuere el estado de la lengua en que se encuentren. En realidad el único libro que dura en esta lengua es el Finnegans, dijo Boas, porque, está escrito en todos los idiomas. Reproduce las permutaciones del lenguaje en escala microscópica. Parece un modelo en miniatura del mundo. A lo largo del tiempo lo han leído como un texto mágico que encierra las claves del universo y también como una historia del origen y la evolución de la vida en la isla. Nadie sabe quién lo escribió, ni cómo llegó hasta aquí. Nadie recuerda si fue escrito en la isla o si estaba en el equipaje de los primeros exiliados. Boas vio el ejemplar que se conserva en el Museo, encerrado en una caja de vidrio y como suspendido en una luz nuclear. Es una viejísima edición numerada de Faber and Faber, que tiene más de trescientos años y en la que hay notas manuscritas y un calendario con la lista de los muertos de una familia irlandesa del siglo XX. Ese ejemplar sirvió para hacer todas las copias que circulan en la isla. Muchos creen que el Finnegans es un libro de ceremonias fúnebres y lo estudian como el texto que funda la religión en la isla. El Finnegans es leído en las iglesias como una Biblia y es usado para predicar en todas las lenguas por los pastores presbiterianos y por los sacerdotes católicos. En el Génesis se habla de una maldición de Dios que provocó la Caída y transformó el lenguaje en el paisaje abrupto que es hoy. Borracho, Tim Finnegan se cayó al sótano por una escalera, que inmediatamente pasó de ladder a latter y de latter salió litter y del desorden la letter, el mensaje divino. La carta es encontrada en un vaciadero de basura por una gallina que picotea. Está firmada con una mancha de té y la prolongada permanencia en el basurero ha dañado el texto. Tiene agujeros y borrones y es tan difícil de interpretar, que los eruditos y los sacerdotes conjeturan en vano sobre el sentido verdadero de la Palabra de Dios. La carta parece escrita en todas las lenguas y cambia continuamente bajo los ojos de los hombres. Ese es el Evangelio y el basurero de donde viene el mundo. Los comentarios del Finnegans definen la tradición ideológica de la isla. El libro es como un mapa y la historia se transforma según el recorrido que se elija. Las interpretaciones se multiplican y el Finnegans cambia como cambia el mundo y nadie imagina que la vida del libro se pueda detener. Sin embargo, en el fluir del Liffey hay una recurrencia hacia Jim Nolan y Anna Livia, solos en la isla, antes de la carta final. Ese es el primer núcleo, el mito de origen tal cual lo transmiten los informantes (según Boas). En otras versiones el libro es la transcripción del mensaje de Anna Livia Plurabelle, que lee los pensamientos de su marido (Nolan) y le habla después que él está muerto (o dormido), única en la isla durante años, abandonada en una piedra, con las cintas rojas y los cables y el armazón metálico al sol, murmurando en la playa vacía hasta que llegan las doscientas familias. 13 Todos los mitos terminan ahí y también este informe. Hace dos meses que salí de la isla, dijo Boas, y todavía resuena en mí la música de esa lengua que es como un río. El que oiga el canto de las lavanderas en las orillas del Liffey no se podrá ir, dicen allá, y yo no he podido resistir la dulzura de la voz de Anna Livia. Por eso he de volver a la ciudad de los tres tiempos y a la bahía donde reposa la mujer de Bob Mulligan y al Museo de la Novela donde está el Finnegans, solo en una sala, en una caja negra de cristal. También yo voy a cantar en la taberna de Humphry Earwicker, golpeando el puño contra la madera de la mesa y tornando cerveza, una canción que habla del pájaro tuerto que vuela sin parar sobre la isla. Fuente: La ciudad ausente, Editorial Sudamericana 1992.

  • Hannah Arendt: Cómo la soledad alimenta el autoritarismo / Samantha Rose Hill

    Lo que prepara a los hombres para el dominio totalitario en el mundo no totalitario es el hecho de que la soledad, antaño una experiencia liminal habitualmente sufrida en ciertas condiciones sociales marginales como la vejez, se ha convertido en una experiencia cotidiana. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (1951). 1. “Por favor, escríbeme regularmente, si no me voy a morir aquí.” Hannah Arendt no solía empezar así las cartas a su marido, pero en la primavera de 1955 se encontró sola en un “páramo”. Tras la publicación de Los orígenes del totalitarismo, recibió una invitación para ser profesora visitante en la Universidad de California, Berkeley. No le gustaba la atmósfera intelectual. Sus colegas no tenían sentido del humor y la nube del macartismo sobrevolaba la vida social. Le dijeron que habría treinta alumnos en sus clases de licenciatura: había ciento veinte en cada una. Detestaba dar clases magistrales cada día: “Sencillamente no puedo exponerme ante el público cinco veces por semana: es decir, no salir nunca del ojo público. Es como si tuviera que ir por ahí buscándome a mí misma.” El oasis que encontró era el estibador convertido en filósofo Eric Hoffer, pero también tenía dudas sobre él: le dijo a su amigo Karl Jaspers que Hoffer era “lo mejor que puede ofrecer este país”; le dijo a su marido Heinrich Blücher que Hoffer era “muy encantador, pero no brillante”. Los períodos de soledad no eran raros para Arendt. Desde muy pequeña, tenía una aguda percepción de ser diferente, una outsider, una paria, y a menudo prefería estar sola. Su padre murió de sífilis cuando ella tenía siete años; ella fingió toda clase de enfermedades para evitar ir al colegio y quedarse en casa; su primer marido la dejó en Berlín tras la quema del Reichstag; fue apátrida durante casi veinte años. Pero, como sabía Arendt, la soledad es parte de la condición humana. Todo el mundo se siente solo de vez en cuando. Al escribir sobre la soledad a menudo se cae en uno de estos dos campos: la memoria excesivamente indulgente, o la medicalización racional que trata la soledad como algo que puede curarse. Los dos enfoques dejan al lector un poco frío. Uno se obsesiona con la soledad, mientras que el otro intenta librarse de ella por completo. Y esto en parte se debe a que la soledad es muy difícil de comunicar. En cuanto empezamos a hablar de soledad, transformamos una de las experiencias que se perciben de manera más profunda en un objeto de contemplación y algo sometido a la razón. El lenguaje no consigue capturar la soledad porque la soledad es un término universal que se aplica a una experiencia particular. Todo el mundo experimenta la soledad, pero lo hace de forma distinta. Como palabra, loneliness es relativamente nueva para el idioma inglés. Uno de sus primeros usos está en la tragedia Hamlet de William Shakespeare, que se escribió en torno a 1600. Polonio ruega a Ofelia: “Lee de este libro, que mostrar ese ejercicio puede dar color a tu soledad.” (Le aconseja que lea un libro de oraciones, para que nadie sospeche de que esté sola: la connotación es no estar con los demás, en vez de cualquier sentimiento de desear estarlo.) A lo largo del siglo XVI, a menudo se evoca a la soledad en sermones para asustar a los parroquianos y alejarlos del pecado: a la gente se le pedía que se imaginara en lugares solitarios como el infierno o una tumba. Pero bien avanzado el siglo XVII, la palabra se utilizaba pocas veces. En 1674, el naturalista inglés John Ray incluyó “soledad” en una lista de palabras de uso poco frecuente, y la definió como un término para describir lugares y personas “lejos de sus vecinos”. Un siglo más tarde, la palabra no había cambiado mucho. En el Diccionario de la lengua inglesa (1755), Samuel Johnson describió el adjetivo lonely únicamente en los términos de estar solo (el “zorro solitario”) o un lugar desierto (“rocas solitarias”), de manera similar a como Shakespeare utilizó el término en el ejemplo anterior de Hamlet. Hasta el siglo XIX, la soledad estaba vinculada con una acción –cruzar un umbral, viajar a un lugar fuera de una ciudad– y tenía menos que ver con las emociones. Descripciones de la soledad y el abandono se utilizaban para inducir el terror de la inexistencia en los hombres, para hacer que imaginaran el aislamiento absoluto, separados del mundo y el amor de Dios. Y, en cierto modo, tiene sentido. La primera palabra negativa que dice Dios sobre su creación en la Biblia aparece en el Génesis tras hacer a Adán: “Y el señor Dios dijo: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él.” En el siglo XIX, en la modernidad, la soledad perdió su conexión con la religión y empezó a ser asociada con los sentimientos laicos de la alienación. El uso del término empezó a aumentar bruscamente después de 1800 con la llegada de la Revolución industrial, siguió subiendo hasta los años noventa del siglo XX y se estabilizó, para ascender de nuevo en las primeras décadas del siglo XXI. La soledad tomó carácter y causa en Bartleby, el escribiente de Herman Melville (1853), en las pinturas realistas de Edward Hopper y en el poema La tierra baldía de T. S. Eliot (1922). Estaba enraizada en el paisaje social y político, se le daba un aire romántico, se poetizaba, se lamentaba. Pero a mediados del siglo XX, Arendt se acercó a la soledad de otro modo. Para ella, era algo que podía hacerse y algo que podía experimentarse. En los años cincuenta, cuando intentaba escribir un libro sobre Karl Marx en el apogeo del macartismo, empezó a pensar en la soledad y su relación con la ideología y el terror. Arendt pensaba que la experiencia de la soledad había cambiado bajo las condiciones del totalitarismo: “Lo que prepara a los hombres para el dominio totalitario en el mundo no totalitario es el hecho de que la soledad, antaño una experiencia liminal habitualmente sufrida en ciertas condiciones sociales marginales como la vejez, se ha convertido en una experiencia cotidiana.” El totalitarismo en el poder encontró una forma de cristalizar la experiencia ocasional de la soledad en un estado permanente. A través del uso del aislamiento y el terror, los regímenes totalitarios crearon las condiciones para la soledad, y luego apelaron con propaganda ideológica a la soledad de la gente. Antes de marcharse a dar clase en Berkeley, Arendt había publicado un ensayo sobre “Ideología y terror” (1953) que abordaba el aislamiento y la soledad (tanto en el sentido de loneliness como en el de solitude, a veces traducido como “vida solitaria”) en un Festschrift por el setenta cumpleaños de Jaspers. Este ensayo, junto a su libro Los orígenes del totalitarismo, se convirtió en la base de su muy solicitado curso en Berkeley, Totalitarismo. Se dividía en cuatro partes: la decadencia de las instituciones políticas, el crecimiento de las masas, el imperialismo y el surgimiento de partidos políticos como ideologías de grupos de interés. En su conferencia inaugural, presentó la asignatura reflexionando en torno a cómo la relación entre la teoría política y la ideología se ha vuelto dudosa en la era moderna. Argumentó que había una voluntad creciente y general de prescindir de la teoría en favor de meras opiniones e ideologías. “Muchos”, dijo, “creen que pueden dispensar de la teoría por completo, lo que por supuesto significa que solo quieren que su propia teoría, la que subyace a sus opiniones, se acepte como la verdad del evangelio”. Arendt se refería al modo en el que la “ideología” se había empleado como deseo para divorciar el pensamiento de la acción: ideology en inglés viene del francés idéologie, y se utilizó por primera vez durante la Revolución francesa, pero no se volvió popular hasta la publicación de La ideología alemana (escrito en 1846) de Marx y Friedrich Engels y luego Ideología y utopía (1929) de Karl Mannheim, que Arendt reseñó para Die Gesellschaft en 1930. En 1958 se añadió una versión revisada de “Ideología y terror” como nueva conclusión a la segunda edición de Los orígenes del totalitarismo. Los orígenes del totalitarismo es una obra de seiscientas páginas dividida en tres secciones sobre el antisemitismo, el imperialismo y el totalitarismo. A medida que Arendt trabajaba en él, el texto fue cambiando para incorporar nueva información sobre Hitler y Stalin que llegaba de Europa. La conclusión inicial, publicada en 1951, giraba en torno a la idea de que, aunque los regímenes totalitarios desaparecieran, los elementos del totalitarismo permanecerían. “Las soluciones totalitarias”, escribió, “pueden sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios en forma de fuertes tentaciones que aparecerán cada vez que parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica en una manera digna de los hombres”. Cuando Arendt añadió “Ideología y terror” a Los orígenes del totalitarismo en 1958, el tenor de la obra cambió. Los elementos del totalitarismo eran numerosos, pero en la soledad encontró la esencia del gobierno totalitario, y el terreno común del terror. ¿Por qué la soledad no es obvia? La respuesta de Arendt era: porque la soledad separa radicalmente a la gente de la conexión humana. Definió la soledad como una especie de páramo donde una persona se siente abandonada por todo lo humano y por la compañía humana, incluso cuando la rodean los demás. La palabra que utilizaba en su lengua materna para designar la soledad era Verlassenheit: un estado de ser abandonado, o de abandono. La soledad, argüía, “es una de las experiencias más radicales y desesperadas de la humanidad”, porque en la soledad somos incapaces de realizar toda nuestra capacidad para la acción como seres humanos. Cuando experimentamos la soledad, perdemos la capacidad de experimentar cualquier otra cosa; y en soledad no podemos empezar de nuevo. Para ilustrar por qué la soledad es la esencia del totalitarismo y el terreno común del terror, Arendt distinguía la soledad del aislamiento, y soledad en sentido de loneliness, de soledad como solitude. El aislamiento, argumentaba, a veces es necesario para la actividad creativa. Incluso la mera lectura de un libro, dice, requiere cierto grado de aislamiento. Uno debe apartarse a propósito del mundo para hacer sitio a la experiencia de la soledad pero, una vez que está solo, siempre puede volver: “El aislamiento y la soledad no son lo mismo. Yo puedo estar aislado: es decir, hallarme en una situación en la que no pueda actuar porque no hay nadie que actúe conmigo, sin estar solo; y puedo estar solo: es decir, en una situación en la que yo, como persona, me siento abandonado de toda compañía humana, sin hallarme aislado”. El totalitarismo utiliza el aislamiento para privar a la gente de compañía humana, imposibilitando la acción en el mundo, y a la vez destruye el espacio para estar solo. La banda de hierro del totalitarismo, como la llamaba Arendt, destruye la capacidad humana de moverse, de actuar y de pensar, mientras enfrenta a cada individuo en este aislamiento contra los demás y contra sí mismo. El mundo se vuelve un páramo, donde no son posibles ni la experiencia ni el pensamiento. Los movimientos totalitarios utilizan la ideología para aislar a los individuos. Aislar significa “hacer que una persona esté o permanezca sola o lejos de los demás”. Arendt dedica la primera parte de “Ideología y terror” a descomponer las “recetas de ideologías” en sus componentes básicos para mostrar cómo se hace: “Las ideologías están separadas del mundo de la experiencia vivida, e impiden la posibilidad de nuevas experiencias; Las ideologías se ocupan de controlar y predecir la marea de la historia; Las ideologías no explican lo que es, sino lo que ha llegado a ser; Las ideologías dependen de procedimientos lógicos de pensamiento que están separados de la realidad; El pensamiento ideológico insiste en una “realidad más verdadera”, oculta tras el mundo de las cosas perceptibles”. Nuestra forma de pensar en el mundo afecta a las relaciones que tenemos con los demás. Al inyectar un significado secreto en cada acontecimiento y experiencia, los movimientos ideológicos se ven forzados a cambiar la realidad de acuerdo con sus afirmaciones cuando llegan al poder. Y eso significa que uno ya no puede confiar en la realidad de sus experiencias vividas en el mundo. En vez de eso, debe aprender a desconfiar de sí mismo y de los demás, y a confiar siempre en la ideología del movimiento, que debe ser correcta. Pero para hacer que los individuos sean susceptibles a la ideología, primero debes destruir su relación consigo mismos y con los demás haciéndolos escépticos y cínicos, de forma que ya no puedan confiar en su propio juicio: De la misma manera que el terror, incluso en su forma pretotalitaria y simplemente tiránica, arruina todas las relaciones entre los hombres, así la autocoacción del pensamiento ideológico arruina todas las relaciones con la realidad. La preparación ha tenido éxito cuando los hombres pierden el contacto con sus semejantes tanto como con la realidad que existe en torno de ellos; porque, junto con estos contactos, los hombres pierden la capacidad tanto para la experiencia como para el pensamiento. El objeto ideal de la dominación solitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción (es decir, la realidad empírica) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento). La soledad organizada, engendrada a partir de la ideología, conduce al pensamiento tiránico, y destruye la capacidad que tiene un individuo para distinguir entre hechos y ficción, de hacer juicios. En soledad, uno es incapaz de llevar una conversación consigo mismo, porque la capacidad que tiene para pensar se ve en un compromiso. El pensamiento ideológico nos aparta del mundo de la experiencia vivida, mata de hambre la imaginación, niega la pluralidad y destruye el espacio entre los hombres que permite que se relacionen de formas significativas. Y una vez que el pensamiento ideológico ha arraigado, la experiencia y la realidad ya no tienen efecto sobre el pensamiento. En vez de eso, la experiencia se somete a la ideología al pensar. Por eso cuando Arendt habla de la soledad, no solo habla de experiencia afectiva de la soledad: habla de una forma de pensar. La soledad surge cuando el pensamiento está separado de la realidad, cuando el mundo común ha sido reemplazado por la tiranía de las demandas lógicas coercitivas. Pensamos a partir de la experiencia, y cuando ya no tenemos nuevas experiencias en el mundo a partir de las cuales pensar, perdemos los criterios de pensamiento que nos guían a la hora de pensar en el mundo. Y cuando uno se somete a la autocompulsión del pensamiento ideológico, renuncia a la libertad interior de pensar. Es este sometimiento forzoso de la deducción lógica lo que “prepara a cada individuo para la tiranía en su solitario aislamiento frente a todos los demás”. El libre movimiento para pensar se ve sustituido por la corriente propulsiva y singular del pensamiento ideológico. En uno de sus diarios, Arendt se pregunta “Gibt es ein Denken das nicht Tyrannisches ist?” (“¿Hay una forma de pensar que no sea tiránica?”). Sigue la pregunta con la afirmación de que la cuestión es evitar que te lleve la marea. ¿Qué permite a los hombres dejarse llevar? Arendt arguye que el miedo subyacente que atrae a alguien a una ideología es el miedo a la autocontradicción. Este miedo a la autocontradicción es el motivo por el que pensar es peligroso: porque pensar tiene el poder de desarraigar nuestra fe, nuestras creencias, nuestro conocimiento de nosotros mismos. Pensar puede desnudar todo lo que apreciamos, en lo que confiamos, lo que damos por sentado día a día. Pensar tiene el poder de deshacernos. Pero la vida es caótica. Entre el caos y la incertidumbre de la existencia humana, necesitamos una sensación de lugar y sentido. Necesitamos raíces. Y las ideologías, como las sirenas en la Odisea de Homero, nos atraen. Pero quienes sucumben al canto de sirena del pensamiento ideológico deben apartarse del mundo de la experiencia vivida. Al hacerlo, no pueden confrontarse consigo mismos al pensar porque si lo hacen se arriesgan a socavar las creencias ideológicas que les han dado su concepción de propósito y lugar. Por decirlo de manera muy sencilla: la gente que se suscribe a una ideología tiene ideas, pero es incapaz de pensar por sí misma. Y esa incapacidad de pensar, de hacerse compañía a sí mismos, provoca que se sientan solos. El argumento de Arendt sobre la soledad y el totalitarismo no es fácil de tragar, porque implica un elemento de ordinariedad en las tendencias totalitarias que apelan a la soledad: si no te satisface la realidad, si olvidas lo bueno y siempre pides algo mejor, si no estás dispuesto a enfrentarte cara a cara con el mundo tal como es, serás susceptible al pensamiento ideológico. Serás susceptible a la soledad organizada. Cuando Arendt escribió a su marido: “Sencillamente no puedo exponerme ante el público cinco veces por semana: es decir, no salir nunca del ojo público. Es como si tuviera que ir por ahí buscándome a mí misma”, no se quejaba vanidosamente del foco. La exposición constante a una audiencia pública hacía que le resultara imposible mantener compañía consigo misma. Era incapaz de encontrar el espacio privado y reflexivo para pensar. Era incapaz de poblar su soledad. Esa es una de las paradojas de la soledad. La soledad como solitude o vida solitaria requiere estar solo mientras que la soledad como loneliness se revela de forma más aguda en compañía de otros. Del mismo modo que dependemos del mundo público de las apariencias para obtener reconocimiento, necesitamos el dominio privado de la vía solitaria para estar solos con nosotros mismos y pensar. Y eso es lo que perdía Arendt cuando perdía el espacio para estar sola consigo misma. “Lo que torna la soledad tan insoportable”, escribía, “es la pérdida del propio yo, que puede realizarse en la vida solitaria…”. En la vida solitaria puedes hacerte compañía a ti mismo, entablar una conversación contigo mismo. En esa soledad, no pierdes contacto con el mundo, porque el mundo de la experiencia siempre está presente en nuestros pensamientos. Por citar a Arendt (que a su vez citaba a Cicerón): “Un hombre nunca está más activo que cuando no hace nada, nunca menos solo que cuando carece de compañía. Eso es lo que el pensamiento ideológico y el pensamiento tiránico destruyen: nuestra capacidad para pensar con y para nosotros. Esa es la raíz de la soledad organizada.” ~ Fuente:https://letraslibres.com/revista/hannah-arendt-como-la-soledad-alimenta-el-autoritarismo/

  • Por qué se escribe / María Zambrano (1933)

    Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que sólo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que, precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas. Pero es una soledad que necesita ser defendida, que es lo mismo que necesitar de una justificación. El escritor defiende su soledad, mostrando lo que en ella y únicamente en ella, encuentra. Habiendo un hablar, ¿por qué el escribir? Pero lo inmediato, lo que brota de nuestra espontaneidad, es algo de lo que íntegramente no nos hacemos responsables, porque no brota de la totalidad íntegra de nuestra persona; es una reacción siempre urgente, apremiante. Hablamos porque algo nos apremia y el apremio llega de fuera, de una trampa en que las circunstancias pretenden cazarnos, y la palabra nos libra de ella. Por la palabra nos hacemos libres, libres del momento, de la circunstancia apremiante e instantánea. Pero la palabra no nos recoge, ni por tanto, nos crea y, por el contrario, el mucho uso de ella produce siempre una disgregación; vencemos por la palabra al momento y luego somos vencidos por él, por la sucesión de ellos que van llevándose nuestro ataque sin dejarnos responder. Es una continua victoria que al fin se transmuta en derrota. Y de esta derrota, derrota íntima, humana, no de un hombre particular, sino del ser humano, nace la exigencia de escribir. Se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente. Y la victoria sólo puede darse allí donde ha sido sufrida la derrota, en las mismas palabras. Estas mismas palabras tendrán ahora en el escribir distinta función; no estarán al servicio del momento opresor; ya no servirán para justificarnos ante el ataque de lo momentáneo, sino que, partiendo del centro de nuestro ser en recogimiento, irán a defendernos ante la totalidad de los momentos, ante la totalidad de las circunstancias, ante la vida íntegra. Hay en el escribir siempre un retener las palabras, como en el hablar hay un soltarlas, un desprenderse de ellas, que puede ser un ir desprendiéndose ellas de nosotros. Al escribir se retienen las palabras, se hacen propias, sujetas a ritmo, selladas por el dominio humano de quien así las maneja. Y esto, independientemente de que el escritor se preocupe de las palabras y con plena conciencia las elija y coloque en un orden racional, esto es, sabido. Lejos de ello, basta con ser escritor, con escribir por esta íntima necesidad de librarse de las palabras, de vencer en su totalidad la derrota sufrida, para que esta retención de las palabras se verifique. Esta voluntad de retención se encuentra ya al principio, en la raíz del acto mismo de escribir y permanentemente le acompaña. Las palabras van así cayendo, precisas, en un proceso de reconciliación del hombre que las suelta reteniéndolas, de quien las dice en comedida generosidad. Toda victoria humana ha de ser reconciliación, reencuentro de una perdida amistad, reafirmación después de un desastre en que el hombre ha sido la víctima; victoria en que no podría existir humillación del contrario, porque ya no sería victoria, esto es, gloria para el hombre. Y así, el escritor busca la gloria, la gloria de una reconciliación con las palabras, anteriores tiranas de su potencia de comunicación. Victoria de un poder de comunicar. Porque no sólo ejercita el escritor un derecho requerido por su atenazante necesidad, sino un poder, potencia de comunicación, que acrecienta su humanidad, que lleva la humanidad del hombre a límites recién descubiertos, a límites de la hombría, del ser hombre, que va ganando terreno al mundo de lo inhumano, que sin cesar le presenta combate. A este combate del hombre con lo inhumano, acude el escritor, venciendo en un glorioso encuentro de reconciliación con las tantas veces traidoras palabras. Salvar a las palabras de su vanidad, de su vacuidad, endureciéndolas, forjándolas perdurablemente, es tras de lo que corre, aun sin saberlo, quien de veras escribe. Porque hay un escribir hablando, el que escribe “como si hablara”; y ya este “como si” es para hacer desconfiar, pues la razón de ser algo ha de ser razón de ser esto y sólo esto. Y el hacer una cosa “como si” fuese otra, le resta y socava todo su sentido, y pone en entredicho su necesidad. Escribir viene a ser lo contrario de hablar; se habla por necesidad momentánea inmediata y al hablar nos hacemos prisioneros de lo que hemos pronunciado, mientras que en el escribir se halla liberación y perdurabilidad -sólo se encuentra liberación cuando arribamos a algo permanente-. Salvar a las palabras de su momentaneidad, de su ser transitorio, y conducirlas en nuestra reconciliación hacia lo perdurable es el oficio del que escribe. Mas las palabras dicen algo. ¿Qué es lo que quiere decir el escritor y para qué quiere decirlo? ¿Para qué y para quién? Quiere decir el secreto; lo que no puede decirse con la voz por ser demasiado verdad; y las grandes verdades no suelen decirse hablando. La verdad de lo que pasa en el secreto seno del tiempo, en el silencio de las vidas, y que no puede decirse. “Hay cosas que no pueden decirse”, y es cierto. Pero esto que no puede decirse, es lo que se tienen que escribir. Descubrir el secreto y comunicarlo, son los dos acicates que mueven al escritor. El secreto se revela al escritor mientras lo escribe y no si lo habla. El hablar sólo dice secretos en el éxtasis, fuera del tiempo, en la poesía. La poesía es secreto hablado, que necesita escribirse para fijarse, pero no para producirse. El poeta dice con su voz la poesía, el poeta tiene siempre voz, canta dice o llora su secreto. El poeta habla, reteniendo en el decir, midiendo y creando en el decir con su voz las palabras. Se rescata de ellas sin hacerlas enmudecer, sin reducirlas al solo mundo visible, sin borrarlas del sonido. La poesía descubre con la voz el secreto. Pero el escritor lo graba, lo fija ya sin voz. Y es porque su soledad es otra que la del poeta. En su soledad se le descubre al escritor el secreto, no del todo, sino en un devenir progresivo. Va descubriendo el secreto en el aire y necesita ir fijando su trazo para acabar al fin por abarcar la totalidad de su figura… Y esto, aunque posea un esquema previo a la última realización. El esquema mismo ya dice que ha sido preciso irlo fijando en una figura; irlo recogiendo trazo a trazo. Afán de desvelar y afán irreprimible de comunicar lo desvelado; doble tábano que persiguen al hombre, haciendo de él un escritor. ¿Qué doble sed es ésta? ¿Qué ser incompleto es éste que produce en sí esta sed que sólo escribiendo se sacia? ¿Sólo escribiendo? No; sólo por el escribir; pues lo que persigue el escritor, ¿es lo escrito, o algo que por lo escrito se consigue? El escritor sale de su soledad a comunicar el secreto. Luego ya no es el secreto mismo conocido por él lo que le colma, puesto que necesita comunicarle. ¿Será esta comunicación? Si es ella, el acto de escribir es sólo medio, y lo escrito, el instrumento forjado. Pero caracteriza el instrumento el que se forja en vista de algo, y ese algo es lo que presta su nobleza y esplendor. Es noble la espada por estar hecha para el combate, y su nobleza crece si la mano de obra la forjó con primor, sin que esta belleza de forma socave el primer sentido: el estar formada para la lucha. Lo escrito es igualmente un instrumento para este ansia incontenible de comunicar, de “publicar” el secreto encontrado, y lo que tiene de belleza formal no puede restarle su primer sentido; el de producir un efecto, el hacer que alguien se entere de algo. Un libro, mientras no se lee, es solamente un ser en potencia, tan en potencia como una bomba que no ha estallado. Y todo libro ha de tener algo de bomba, de acontecimiento que al suceder amenaza y pone en evidencia, aunque sólo sea con su temblor, a la falsedad. Como quien pone una bomba, el escritor arroja fuera de sí, de su mundo y, por tanto, de su ambiente controlable, el secreto hallado. No sabe el efecto que va a causar, qué va a seguir de su revelación, ni puede con su voluntad dominarlo. Por eso es un acto de fe, como el poner una bomba o el prender fuego a una ciudad; es un acto de fe como lanzarse a algo cuya trayectoria no es por nosotros dominable. Puro acto de fe el escribir, y más, porque el secreto revelado no deja de serlo para quien lo comunica escribiéndolo. El secreto se muestra al escritor, pero no se le hace explicable; es decir, no deja de ser secreto para él primero que para nadie, y tal vez para él únicamente, pues él sino de todo aquel que primeramente tropieza con una verdad es encontrarla para mostrarla a los demás y que sean ellos, su público, quienes desentrañen su sentido. Acto de fe el escribir, y como toda fe, de fidelidad. El escritor pide la fidelidad antes que cosa alguna. Ser fiel a aquello que pide ser sacado del silencio. Una mala trascripción, una interferencia de las pasiones del hombre que es escritor destruirían la fidelidad debida. Y así hay el escritor opaco, que pone sus pasiones entre la verdad transcrita y aquellos a quienes va a comunicársela. Y es que el escritor no ha de ponerse a sí mismo, aunque sea de sí de donde saque lo que escribe. Sacar de sí mismo es todo lo contrario que ponerse a sí mismo. Y si el sacar de sí con seguro pulso la fiel imagen da transparencia a la verdad de lo escrito, el poner con vacua inconsciencia las propias pasiones delante de la verdad, la empaña y oscurece. Fidelidad que, para lograrse, exige una total purificación de las pasiones, que han de acallarse para hacer sitio a la verdad. La verdad necesita de un gran vacío, de un silencio donde pueda aposentarse, sin que ninguna otra presencia se entremezcle con la suya, desfigurándola. El que escribe, mientras lo hace necesita acallar sus pasiones y, sobre todo, su vanidad. La vanidad es una hinchazón de algo que no ha logrado ser y se hincha para recubrir su interior vacío. El escritor vanidoso dirá todo lo que debe callarse por su falta de entidad, todo lo que por no ser verdaderamente no debe ser puesto de manifiesto, y por decirlo, callará lo que debe ser manifestado, lo callará o lo desfigurará por su intromisión vanidosa. La fidelidad crea en quien la guarda la solidez, la integridad de ser uno mismo. La fidelidad excluye la vanidad, que es apoyarse en lo que no es, en lo que es verdad. Y esta verdad es lo que ordena las pasiones, sin arrancarlas de raíz, las hace servir, las pone en su sitio, en el único desde el cual sostienen el edificio de la persona moral que con ellas se forma, por obra de la fidelidad a lo que es verdadero. Así, el ser del hombre escritor se forma en esta fidelidad con que transcribe el secreto que publica, siendo fiel espejo de su figura, sin permitir la vanidad que proyecte su sombra, desfigurándola. Porque si el escritor revela el secreto no es por obra de su voluntad, ni de su apetito de aparecer él tal cual es (es decir, tal cual no logra ser) ante el público. Es que existen secretos que exigen ellos mismos ser revelados, publicados. Lo que se publica es para algo, para que alguien, uno o muchos, al saberlo, vivan sabiéndolo, para que vivan de otro modo después de haberlo sabido; para librar a alguien de la cárcel de la mentira, o de las nieblas del tedio, que es la mentira vital. Pero a este resultado no puede tal vez llegarse cuando es querido por sí mismo, filantrópicamente. Libera aquello que, independientemente de que lo pretenda o no, tenga poder para ello, y por el contrario, sin este poder de nada sirve pretenderlo. Hay un amor impotente que se llama filantropía. “Sin la caridad, la fe que transporta las montañas no sirve de nada”, dice San Pablo, pero también: “La caridad es el amor de Dios”. Sin fe, la caridad desciende a impotente afán de liberar a nuestros semejantes de una cárcel, cuya salida ni tan siquiera presentimos, en cuya salida tan ni siquiera creemos. Sólo da la libertad quien es libre. “La verdad os hará libres”. La verdad, obtenida mediante la fidelidad purificadora del hombre que escribe. Hay secretos que requieren ser publicados y ellos son los que visitan al escritor aprovechando su soledad, su efectivo aislamiento, que le hace tener sed. Un ser sediento y solitario necesita el secreto para posarse sobre él, pidiéndole, al darle su presencia progresivamente, que la vaya fijando, por palabra, en trazos permanentes. Solitario de sí y de los hombres y también de las cosas, pues sólo en soledad se siente la sed de verdad que colma la vida humana. Sed también de rescate, de victoria sobre las palabras que se nos han escapado traicionándonos. Sed de vencer por la palabra los instantes vacíos, idos, el fracaso incesante de dejarnos ir por el tiempo. En esta soledad sedienta, la verdad aun oculta aparece, y es ella, ella misma la que requiere ser puesta de manifiesto. Quien ha ido progresivamente viéndola, no la conoce si no la escribe, y la escribe para que los demás la conozcan. Es que en rigor si se muestra a él, no es a él, en cuanto a individuo determinado, sino en cuanto individuo del mismo género de los que deben conocerla, y se muestra a él, aprovechando su soledad y ansia, su acallamiento de la algarabía de las pasiones. Pero no es a él a quien se le muestra propiamente, pues si el escritor conoce según escribe y escribe ya para comunicar a los demás el secreto hallado, a quien en verdad se muestra es a esta conjunción de una persona que dice a otras, a esta comunicación, comunidad espiritual del escritor con su público. Y esta comunicación de lo oculto, que a todos se hace mediante el escritor, es la gloria, la gloria que es la manifestación de la verdad oculta hasta el presente, que dilatará los instantes transfigurando las vidas. Es la gloria que el escritor espera aún sin decírselo y que logra, cuando escuchando en su soledad sedienta con fe, sabe transcribir fielmente el secreto desvelado. Gloria de la que es sujeto recipiendario después del activo martirio de perseguir, capturar y retener las palabras para ajustarlas a la verdad. Por esta búsqueda heroica recae la gloria sobre la cabeza del escritor, se refleja sobre ella. Pero la gloria es en rigor de todos; se manifiesta en la comunidad espiritual del escritor con su público y la traspasa. Comunidad de escritor y público que, en contra de lo que primeramente se cree, no se forma después de que el público ha leído la obra publicada, sino antes, en el acto mismo de escribir el escritor su obra. Es entonces, al hacerse patente el secreto, cuando se crea esta comunidad del escritor con su público. El público existe antes de que la obra haya sido o no leída, existe desde el comienzo de la obra, coexiste con ella y con el escritor en cuanto a tal. Y sólo llegarán a tener público, en la realidad, aquellas obras que ya lo tuvieren desde un principio. Y así el escritor no necesita hacerse cuestión de la existencia de ese público, puesto que existe con él desde que comenzó a escribir. Y eso es su gloria, que siempre llega respondiendo a quien no la ha buscado ni deseado, aunque sí la presente y espere para transmutar con ella la multiplicidad del tiempo, ido, perdido, por un solo instante, único, compacto y eterno». Fuente: Zambrano, María (1987). En Hacia un saber sobre el alma. Alianza Editorial, Madrid, 1987.

  • Una introducción a la vida no fascista / Michel Foucault

    Entre los años 1945-1965 -me refiero a Europa-, había cierta manera correcta de pensar, cierto estilo de discurso político, cierta ética de lo intelectual. Era necesario tutearse con Marx, no dejar vagabundear los sueños demasiado lejos de Freud y tratar los sistemas de signos –el significante- con el mayor respeto. Tales eran las tres condiciones que hacían aceptable esta singular ocupación de escribir y de enunciar una parte de la verdad sobre sí mismo y sobre la época. Luego vinieron cinco años breves, apasionados, cinco años de júbilo y de enigma. En las puertas de nuestro mundo, Vietnam, evidentemente, y el primer gran golpe asestado a los poderes constituidos. Pero ¿qué pasaba exactamente aquí, en el interior de nuestros muros? ¿Una amalgama de política revolucionaria y antirrepresiva? ¿Una guerra librada en dos frentes –la explotación social y la represión psíquica–? ¿Un ascenso de la libido modulada por el conflicto de clases? Puede ser. Sea lo que fuere, es por medio de esta interpretación familiar y dualista que se ha pretendido explicar los acontecimientos de esos años. El sueño que, entre la Primera Guerra Mundial y el advenimiento del fascismo, había encantado a la fracciones más utopistas de Europa –la Alemania de Wilhem Reich y la Francia de los surrealistas–, había vuelto para iluminar la realidad misma: Marx y Freud esclarecidos por la misma incandescencia. ¿Pero realmente ha pasado esto?, ¿se trata realmente de una recuperación del proyecto utópico de la década de 1930, esta vez en la escala de la práctica histórica? ¿O hubo, por el contrario, un movimiento hacia luchas políticas que no se constituyen más según el modelo descripto por la tradición marxista?, ¿un movimiento hacia una experiencia y una tecnología del deseo que no es más la freudiana? Se han enarbolado, ciertamente, viejos estandartes, pero el combate se ha desplazado y ha ganado nuevos terrenos. El Anti-Edipo (Deleuze y Guattari) muestra, ante todo, la extensión del terreno cubierto. Pero hace mucho más que eso. No se agota en la denigración de los viejos ídolos, aunque se divierte mucho con Freud. Este libro, fundamentalmente, nos incita a ir más lejos. Sería un error leer El Anti-Edipo como la nueva referencia teórica (esa famosa teoría que se nos anunció con tanta frecuencia: que englobaría todo, quesería absolutamente totalizante, aquella –se nos aseguraba– de la que “tenemos tanta necesidad” en esta época de dispersión y de especialización, en la que “la esperanza” ha desaparecido).No es preciso buscar una “filosofía” en esta extraordinaria profusión de nociones nuevas y de conceptos-sorpresas: El Anti-Edipo no es un Hegel relumbrante. La mejor manera, creo, de leer El Anti-Edipo es abordarlo como un “arte” en el sentido, por ejemplo, que se habla de un “arte erótico”. Apoyándose en las nociones aparentemente abstractas de multiplicidad, de flujos i, de dispositivos y de ramificaciones, el análisis de la relación del deseo con la realidad y con la “máquina” capitalista ofrece respuestas a preguntas concretas. Preguntas que se preocupan más por el cómo que por el porqué delas cosas. ¿Cómo se introduce el deseo en el pensamiento, en el discurso, en la acción? ¿Cómo el deseo puede y debe desplegar sus fuerzas en la esfera de la política e intensificarse en el proceso del derrumbe del orden establecido? Ars erotica, ars theoretica, ars politica. De ahí surgen los tres adversarios que no tienen la misma fuerza, que representan distintos grados de amenaza, y que el libro combate por diferentes medios. 1. Los ascetas políticos, los militantes tristes, los terroristas de la teoría, aquellos que querrían preservar el orden puro de la política y del discurso político. Los burócratas de la revolución y los funcionarios de la Verdad. 2. Los lamentables técnicos del deseo –los psicoanalistas y los semiólogos– que registran cada signo y cada síntoma, y que quisieran reducir la múltiple organización del deseo a la ley binaria de la estructura y de la falta. 3. Finalmente, el mayor enemigo, el adversario estratégico (mientras que la oposición de El Anti-Edipo a sus otros enemigos constituye más bien un compromiso táctico): el fascismo. Y no solamente el fascismo histórico de Hitler y Mussolini –que supo movilizar y utilizar muy bien el deseo de las masas- sino también el fascismo que reside en cada uno de nosotros, que invade nuestros espíritus y nuestras conductas cotidianas, el fascismo que nos hace amar el poder, y desear a quienes nos dominan y explotan. Diría que El Anti-Edipo(que me perdonen sus autores) es un libro de ética, el primer libro de ética que se haya escrito en Francia desde hace mucho tiempo (tal vez sea ésta la razón de que su éxito no se limite a un “lectorado” particular: ser anti-Edipo se ha vuelto un estilo de vida, un modo de pensar y de vivir). ¿Cómo hacer para no volverse fascista incluso cuando(sobre todo cuando) uno cree ser un militante revolucionario? ¿Cómo desembarazar del fascismo nuestro discurso y nuestros actos, nuestro corazón y nuestros placeres? ¿Cómo hacer salir de su refugio al fascismo que se incrustó en nuestro comportamiento? Los moralistas cristianos buscaban las huellas de la carne que se había alojado en los repliegues del alma. Deleuze y Guattari, por su parte, acechan las huellas ínfimas del fascismo en el cuerpo. Rindiendo un modesto homenaje a San Francisco de Sales ii, se podría decir que El Anti-Edipo es una introducción a la vida no fascista. Este arte de vivir contrario a todas las formas del fascismo (instaladas o por instalarse) se acompaña de cierto número de principios esenciales que, si yo tuviera quehacer de este gran libro un manual, o guía de la vida cotidiana, resumiría así: Despoje la acción política de toda forma de paranoia unitaria y totalizante. Desarrolle la acción, el pensamiento y los deseos por proliferación, yuxtaposición y disyunción, antes que por subdivisión, y jerarquización piramidal. iii Libérese de las viejas categorías de lo Negativo (la ley, el límite, la castración, la falta, la laguna) que el pensamiento occidental, desde hace tanto tiempo, ha considerado sagradas en tanto formas de poder y modo de acceso a la realidad. Prefiera lo positivo y lo múltiple, la diferencia antes que la uniformidad, los flujos, antes que las unidades, los agenciamientos móviles antes que los sistemas. Considere que lo productivo no es sedentario, sino nómada. iv No imagine que es necesario ser triste para ser militante, incluso si la cosa que se combate es abominable. El lazo entre deseo y realidad es lo que posee fuerza revolucionaria (y no su huida hacia las formas de la representación). No utilice el pensamiento para dar a una práctica política un valor de Verdad: ni la acción política para desacreditar un pensamiento, como si éste fuera mera especulación. Utilice la práctica política como un intensificador del pensamiento, y el análisis como un multiplicador de las formas y de los dominios de intervención de la acción política. No exija de la política que restablezca los “derechos” del individuo tal como lo ha definido la filosofía. El individuo es producto del poder. Es necesario “desindividualizar” por medio de la multiplicación y el desplazamiento, el agenciamiento de diferentes combinaciones. El grupo no debe ser el lazo orgánico que une los individuos jerarquizados, sino un generador constante de “desindividualización”. No se enamore del poder. Se podría decir que Deleuze y Guattari aman tan poco el poder que buscaron neutralizarlos efectos del poder ligados a sus propios discursos. De ahí los juegos y las trampas que se encuentran un poco por todo el libro, y que hacen que su traducción sea un verdadero esfuerzo. Pero no son la trampa familiar de la retórica, que busca seducir al lector sin que sea conciente de la manipulación y que termina por convencerlo contra su voluntad. Las trampas de El Anti-Edipo son las del humor: invita a dejarse expulsar, a liberarse del texto dando un portazo. El libro hace pensar a menudo que es sólo humor, juego, allí donde ocurre, sin embargo, algo esencial, algo muy serio: el acoso de todas las formas de fascismo, desde aquellas, colosales que nos rodean y nos aplastan, hasta las formas menores que constituyen la amarga tiranía de nuestras vidas cotidianas. i L’Anti-OEdipo. Capitalisme et schizophrénie, de Gilles Deleuze y Félix Guattari, se publicó por primera vez en 1972 (Paris, Editions de Minuit); los mismos autores publicaron una “continuación” de la problemática (en la misma ciudad y la misma editorial): Mil plateaux. Capitalisme et schizophrénie , en 1980. En el segundo texto el término “flujo” pierde presencia y aparece el concepto de “rizoma” que, de alguna manera, retoma y enriquece al primero, (nota de la traductora). ii Hombre de la iglesia, del siglo XVII. Fue obispo de Génova. Es conocido por su Introducción a la vida devota. iii Foucault está aludiendo a las izquierdas maoístas, con bastante presencia en la militancia francesa de la época en que se realizó el libro aquí comentado, que postulaban una jerarquía piramidal del poder y “el uno deviene dos” de todo lo real; hacían extensivo esa postura a los análisis sociales en los que primaba la duplicidad. Los autores comentados por el filósofo, en cambio, apuestan a la multiplicidad de la realidad y de su analítica, (nota de la traductora). iv He aquí una crítica pos-estructuralista en general como también a ciertos aspectos particulares del psicoanálisis (nota de la traductora). Fuente: Este texto ha sido escrito por Michel Foucault como prólogo a la edición estadounidense de El Anti- Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, de Gilles Deleuze y Félix Gauttai, fue publicado en Magazine Littéraire, París, en setiembre de 1988. Traducción del francés de Esther Díaz.

  • Un beso que tensiona identidades políticas y potencias subversivas / Ezequiel Buyatti

    Está lo importante, que es la revolución social, y lo secundario, que son los placeres de los sentidos Manuel Puig, El beso de la mujer araña El beso de la mujer araña de Manuel Puig construye una relación relativamente antagónica a partir del diálogo entre los dos personajes: Luis Molina y Valentín Arregui Paz. Construcción edificada por el encierro como espacio de agobio y clausura que permite problematizar la identidad sexual, la identificación como sujeto político y la potencia subversiva. Molina todavía no es un sujeto político. Sí lo es Valentín Arregui Paz, claramente. Esta tensión entre militante de izquierda identificado como sujeto político y el “maricón” que no merece tal caracterización dialoga con lo que diez años después recitará Lemebel en el acto político de la izquierda en Santiago de Chile: Hablo por mi diferencia / Defiendo lo que soy / Y no soy tan raro / Me apesta la injusticia / Y sospecho de esta cueca democrática / Pero no me hable del proletariado / Porque ser pobre y maricón es peor / Hay que ser ácido para soportarlo / Es darle un rodeo a los machitos de la esquina / Es un padre que te odia / Porque al hijo se le dobla la patita / Es tener una madre de manos tajeadas por el cloro / Envejecidas de limpieza / Acunándote de enfermo / Por malas costumbres / Por mala suerte / Como la dictadura / Peor que la dictadura / Porque la dictadura pasa / Y viene la democracia / Y detrasito el socialismo / ¿Y entonces? / ¿Qué harán con nosotros compañero? [...] Yo no pongo la otra mejilla / Pongo el culo compañero / Que los machos se hagan viejos / Porque a esta altura del partido / La izquierda tranza su culo lacio / En el parlamento / Mi hombría fue difícil / Por eso a este tren no me subo / Sin saber dónde va / Yo no voy a cambiar por el marxismo / Que me rechazó tantas veces / No necesito cambiar / Soy más subversivo que usted. (Lemebel, 1997, pp. 83-90) Se construye, entonces, entre Molina y Valentín un conflicto entre posiciones políticas: militancia de izquierda/homosexualidad. La prisión, por ejemplo, es un castigo para Molina, pero un premio dotado de valor político para Valentín. Su lucha es por “[...] el marxismo, si querés que te defina todo con una palabra. Y ese placer lo puedo sentir en cualquier parte, acá mismo en esta celda, y hasta en la tortura. Y esa es mi fuerza” (Puig, 2017, p. 30). Se problematiza sobre cuánto hay de subversivo en cada una de las identidades, sobre las tensiones que generan, sus supuestas incompatibilidades y sus diálogos: “Todo lo que yo puedo aguantar acá, que es bastante..., pero que es nada si pensás en la tortura..., que vos no sabés lo que es” (Puig, 2017, p. 29), le dice Valentín a Molina, negando o ignorando la tortura hacia Molina por su condición de homosexual. Para Valentín “Está lo importante, que es la revolución social, y lo secundario, que son los placeres de los sentidos” (Puig, 2017, p. 29). La relación relativamente antagónica, sin embargo, es un eje que sostiene la novela: “—Un día de estos se va a descubrir que sos más loca que yo”, enuncia Molina; “—Puede ser, pero ahora seguí con la película” (Puig, 2017, p. 70), contesta Valentín. Se construye en la novela una tensión entre el código homosexual y el del militante marxista. En relación con las películas que le cuenta Molina, el personaje de Valentín, ni bien comienza la novela, sostiene que “Hay cosas más importantes en qué pensar” (Puig, 2017, p. 14) y que no es “un tipo que sepa escuchar mucho” (Puig, 2017, p. 19). Se erige un personaje, entonces, que cumple con el estereotipo de hombre incapaz de escuchar, de sentir, de ser “blando” como una mujer —“[...] si todos los hombres fueran como mujeres no habría torturadores” (Puig, 2017, p. 31), le contestará Molina—. Un estereotipo al cual pareciera que no le interesan estas historias superfluas. Valentín, sin embargo, escucha atentamente a Molina pero le pide intervenir a medida que este narra las historias. Las intervenciones que realiza contienen un lenguaje de militante político de izquierda que tensiona el estilo con el que se cuentan las películas: —Sí, está siempre impecable [la madre del amante de la mujer pantera, una de las películas]. Perfecto. Tiene sirvientes, explota a la gente que no tiene más remedio que servirla, por unas monedas. Y claro, fue muy feliz con su marido, que la explotó a su vez a ella. Que le hizo hacer todo lo él quiso, que estuviera encerrada en su casa como una esclava, para esperarlo... (Puig, 2017, p. 20). A medida que la novela avanza, se despierta un interés diferente de Valentín por las películas que narra Molina. Ya no habrá intervención en un tono de hombre de izquierda, sino de un hombre con una sensibilidad y un tono diferente al del militante político que solo se ocupa de temas “importantes”. “Seguí” y “No pares” son palabras cada vez más recurrentes en la boca de Valentín que desvanecen la figura férrea del militante marxista. En la quinta película, hasta pareciera ser que el personaje al cual “le da vergüenza ser hombre y estar llorando” (Puig, 2017, p. 202) sería una representación de esa evolución paulatina del personaje de Valentín. Molina no se ve como sujeto político. Valentín, sí. Molina, sin embargo, a pesar de adoptar una posición burguesa y patriarcal: “—Pero si un hombre... es mi marido, él tiene que mandar, para que se sienta bien. Eso es lo natural [...]” (Puig, 2017, p. 211), con su sola existencia ya incomoda la normalidad heterosexual. La homosexualidad es disruptiva frente al propio conservadurismo de Molina y al reduccionismo anclado en la diferencia sexo genérica varón-mujer: “[...] soy otra persona, que no es ni hombre ni mujer” (Puig, 2017, p. 204). Esta posición no fijada en identidades interpela a Valentín de manera tácita por su condición de heterosexual. El beso de la mujer araña corroe, desde la intimidad de una celda, al modelo heteropatriarcal. Valentín, por otra parte, defiende y justifica al amante de Molina al no poder visitarlo. La sentencia que realiza Molina al respecto es un ejemplo de la complicidad que se establece entre la masculinidad del sistema patriarcal: “Son buenos ustedes para defenderse, entre ustedes” (Puig, 2017, p. 55). Ese “ustedes” son los hombres, “buena raza de hijos de puta”, en palabras de Molina. Hay un lugar de la construcción de la subjetividad que se juega en el diálogo pero sin datos, con elipsis descriptivas de los cuerpos y de las relaciones sexuales entre ellos, la cual pareciera ser el punto cúlmine que funde las dos identidades relativamente separadas: —Ahora sin querer me llevé la mano a mi ceja, buscándome un lunar. —¿Qué lunar?… Yo tengo un lunar, no vos. —Sí, ya sé. Pero me llevé la mano a mi ceja, para tocarme el lunar,… que no tengo. [...] —Me pareció que yo no estaba... que estabas vos solo. —... —O que yo no era yo. Que ahora yo... eras vos. (Puig, 2017, p. 191) Los procedimientos literarios del beso de la mujer araña rompen con la novela clásica: el cruce de diferentes géneros discursivos, la lectura incómoda que nos invita a incorporarnos a una conversación que ya comenzó, los vestigios de oralidad que rompen con la estructura gramatical, la eliminación del narrador, los diálogos permanentes con elementos de la cultura popular: el cine de Hollywood, el folletín y los boleros son procedimientos que inundan toda la obra. La novela responde, sin embargo, a una unicidad de cada capítulo mediante una cronología y una extensión calculada. Podemos decir que funcionan tres niveles en El beso de la mujer araña: la conversación, la irrupción del Estado y las notas al pie. Con respecto al primer nivel, la oralidad vehiculiza las voces de la cotidianeidad. La densidad y el agobio del encierro producen, por un lado, diálogos de situaciones particulares de la vida y, por el otro, una ética del cuidado cada vez más presente en Molina: “Y te hice esa comida, con mis provisiones, y lo peor de todo: con lo que me gusta la palta te di la mitad, que podría haberme quedado la mitad para mañana. Y para qué... para que me eches en cara que te acostumbro mal” (Puig, 2017, p. 30); —“Ya estás quedando bien limpito... Y ahora con una punta seca... Lástima que ya no me quede talco” (Puig, 2017, p. 126). Las películas se convierten, también, en un modo de protección para conocer los datos de Valentín: “A tu compañera le podemos decir Jane Raldoph [la arquitecta de la película de la mujer pantera]” (Puig, 2017, p. 43). Aparece otro modo de contar a través del monólogo interior que sigue tensionando las identidades políticas de ambos protagonistas: [...] ni una palabra más le voy a contar de cosas que me gusten, que se ría no más que soy blando, vamos a ver si él nunca afloja, no le voy a contar más ninguna película de las que más me gustan, esas son para mí solo, en mi recuerdo, que no me las toquen con palabras sucias, este hijo de puta y su puta mierda de revolución. (Puig, 2017, p. 100) A partir de estas tensiones, también, existe un vínculo entre la violencia política y la violencia sexual. La violación de Valentín a la mujer campesina, por ejemplo, problematiza este vínculo. A través del monólogo interior de Valentín, nos enteramos como lectores que el militante político ejerce violencia sexual sobre la campesina: “[...] una muchacha tratada como una cosa, [...] una a la que se usa y luego se deja arrumbada, una muchacha en la que se vuelca el semen” (Puig, 2017, p. 114). En relación con el segundo nivel, la irrupción del Estado, como lectores nos encontramos como un tono más formal a partir del informe y la entrevista. En el capítulo 8 se dan a conocer los datos objetivos básicos de la novela a través de otro género discursivo: un informe de la Penitenciaría de la Ciudad de Buenos Aires: “Condena de 8 años de reclusión por delito de corrupción de menores” (Puig, 2017, p. 131). En el 14 también se narra una conversación de estas características. Una conversación a una sola voz del director de la Penitenciaría con un político de alto rango en la que leemos: “Es difícil prever las reacciones de un tipo como Molina, un amoral a fin de cuentas” (Puig, 2017, p. 213). Y, finalmente, en el 15 leemos el último informe sobre Molina una vez que ha logrado la libertad condicional. En este nivel, es interesante detenerse en la injerencia del Estado en los códigos que se hablan: conoce los códigos de la guerrilla pero no los de la comunidad homosexual. Se tensiona qué posición política, qué posicionamiento en el mundo tiene más potencial subversivo. Por último, el tercer nivel es el de las notas al pie. La mayoría de estas notas contienen un discurso de la ciencia sobre la homosexualidad. Se utiliza un estilo académico que produce una ruptura con la escritura clásica de la novela: “El investigador inglés D. J. West considera que son tres las teorías principales sobre el origen físico de la homosexualidad, y refuta a las tres” (Puig, 2017, p. 56). Se podría problematizar la ausencia de notas al pie sobre el marxismo. Que no haya notas al pie sobre el marxismo y sí sobre la homosexualidad puede ser visto como una identificación del homosexual como sujet político. La nota el pie de la doctora Anneli Taube sería un ejemplo, por un lado, de la reproducción de los roles patriarcales en Molina por la adhesión de este al mundo sumiso de la madre y, por el otro, del potencial subversivo de su identidad al no adherir al mundo violento y patriarcal del padre: El niño, en el momento que decide no adherirse al mundo que le propone ese padre —la práctica con armas, los deportes violentamente competitivos, el desprecio de la sensibilidad como atributo femenino, etc.—, está tomando una determinación libre, y, más aún, revolucionaria, puesto que rechaza el rol del más fuerte, del explotador. (Puig, 2017, p. 180) En relación con el espacio de encierro, existe una movilidad más fluida en Molina. Se familiariza con el espacio y lo recorre con soltura a medida que construye una ética del cuidado que interpela a la masculinidad de Valentín. Molina, en el final de la novela, no escapa al melodrama: da su vida por el enamorado y se convierte en mártir, en “heroína”. En el capítulo 15 se construye el melodrama de Molina pero desde la voz del Estado, lo que da lugar a la construcción, ahora sí, de un sujeto político: peligroso por su contacto con la célula de Valentín. En el último capítulo, nuevamente se evidencia en el monólogo interior el contagio y la fusión de identidades, el cruce entre los episodios vividos en el encierro y todo lo que ello desencadenó: “[...] y la mujer araña me señaló con el dedo un camino en la selva, y ahora no sé por dónde empezar a comer tantas cosas que me encontré” (Puig, 2017, p. 244). Un camino en la selva que, quizás, ya no es transitable por la dureza de las identidades prefijadas por las ideologías, sino por potencias subversivas más allá de ellas. Referencias bibliográficas Lemebel, P. (1997). Loco Afán, Crónicas de sidario. Santiago: Lom Ediciones. Puig, M. (2017). El beso de la mujer araña. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Booket.

  • Una revista en la plaza / Román Mazzilli

    “Yo la compraba cuando publicaban notas de psicología. Ahora no me interesa”. Así de sincera fue una ex lectora de Campo Grupal, cuando se acercó a una mesa donde vendíamos ejemplares de la revista en un evento, a mediados del 2002. Al contrario de lo que podría suponerse, su comentario no me cayó mal ni me sorprendió demasiado. Sucede que Campo Grupal desde el mismo momento en que se produjo la rebelión del 19/20 de diciembre del 2001, abrió sus páginas a pensar y seguir los acontecimientos, a proponer ideas, a describir lo nuevo, a pedirle a sus colaboradorxs notas y artículos que respiren por fuera de la biblioteca, de los claustros y de los consultorios. De hecho, dos días después del estallido, convocamos de urgencia en la Casona de Humahuaca a un encuentro abierto donde participaron unos 80 colegas de distintos costados psi para conversar, pensar juntos y proponer acciones ante la nueva situación social y política -y de salud, sin dudas-, lo que se constituyó en un anticipo de las asambleas barriales que empezaron a nacer por esos días. El segundo encuentro fue el último, ya que propusimos que cada unx continúe en las convocatorias de su barrio. Mientras tanto, comenzamos a confeccionar una edición especial de la revista para que pudiese estar en la calle los primeros días de enero. Una vez lista para ser enviada a imprenta, no dudamos que título poner en tapa: “El acontecimiento”. Había tiempo para eso. Había tiempo para participar en la asamblea barrial que comenzó la última semana de diciembre. Había tiempo para salir a graffitear por las calles “Me enamoro en asamblea”, “Chiapas es tu barrio”, “Que venga lo que nunca ha sido” “El último que prenda la luz” (en el portón de acceso a Edenor del barrio Colegiales) Había tiempo. Había deseo. Había encuentro. Y por suerte, había también una revista ya instalada en el ambiente después de 30 ediciones, que decidimos abrir de par en par para que se convierta en fuente de agua fresca, en fogón ardiendo, en lámpara de noche en medio de una situación inédita e impredecible. Todo el 2002 y buena parte del 2003 Campo Grupal fue siguiendo el pulso de la calle, de las plazas, de los nuevos movimientos. Las cuestiones de la salud mental estaban presentes en el material presentado, atravesando de manera transversal los textos, mas cercanos a las preguntas y a sostener la incomodidad de lo nuevo que a la teorización disciplinaria, a los conceptos repetidos, a la bajada de línea. Si la subjetividad académica, experta, sentía cierto escozor por el rumbo que estaba tomando la revista, -y si, perdimos algunos lectores, que va!- para muchxs colegas fue la posibilidad de ampliar sus modos de trabajar, de pensar y de pararse desde su profesión, integrando el escenario social de otros modos, casi abrazándolo. Comparto aquí algunas de las tapas de las revistas que publicamos en aquellos tiempos, y la editorial de enero del 2002, presentando la edición y -no lo sabíamos en ese momento- el nuevo rumbo de la revista: "En su famoso prólogo a Los lanzallamas (novela que compuso en plena crisis del treinta), Roberto Arlt admitió que la belleza era su debilidad; pero enseguida agregó que “hoy -o sea en aquel tiempo- entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, ya no es posible pensar en bordados”. Salvando las distancias podríamos ahora, desde Campo Grupal, decir algo parecido. Habíamos previsto quebrar la rutina y alumbrar, por primera vez, una edición veraniega que se extendiera hasta febrero. La habíamos imaginado liviana, poética y bonita como un bordado refinado y barroco. Pero -la referencia es obvia- algo sucedió en el medio. El edificio social de la Argentina se desmoronó inevitablemente, las cacerolas abandonaron las hornallas, ganaron la calle y derrocaron -hasta ahora- a un par de presidentes, a varios ministros, a unos cuantos asesores y demás representantes de grupos económicos y políticos sumamente cuestionados. Por eso mismo, a la manera de los siete locos de Arlt, decidimos conspirar y hacernos cargo de este inédito acontecimiento. Convocamos entonces a una fervorosa tribu de psiconalistas, filósofos, historiadores, psicólogos sociales, psicodramatistas, epistemólogos, corporalistas y otros lanzallamas que se subieron al tren con la mochila cargada de ideas y reflexiones. El resultado de ese esfuerzo es la presente edición -monotemática y obsesiva como el color amarillo en los cuadros de Van Gogh- pero fuerte como sus estrellas, sus cuervos, sus orejas cortadas y sus esperanzas de que se produzcan -contra todo escepticismo y frialdad- enormes cambios en el último minuto". Campo Grupal siguió saliendo mensualmente hasta diciembre de 2016. Pero hojeando sus páginas, sobre todo las del aquel período, me doy cuenta de que todavía late. Román Mazzilli - Director de Campo Grupal-.

  • Sobreviviente / Marcelo Percia

    Lo llamaban El Profeta. De joven, se instalaba en un semáforo del barrio de Monserrat para comunicar a viva voz que estaba por llegar un virus que mataría a todos. Como detectaba aguijones infectados en el aire, comenzó a salir con un traje de apicultor. Entonces, lo internaron. Cuando le preguntaron si tenía la capacidad para predecir el futuro, respondió que no se trataba de un don, sino de un castigo. Se sentía más seguro durmiendo con los zapatos puestos. Se despertaba sobresaltado por el sonido de una alarma que se disparaba en sus sueños. No se sabía más de su vida. En una reunión del taller de literatura, contó que antes de conocer su misión, estuvo muy enamorado de una bióloga, pero que ella nunca lo supo. Vivía muy preocupado, pero lo que más lo angustiaba era quedar como único sobreviviente de la tierra. Salvo estas visiones que lo mantenían distante y retraído, tenía relaciones cordiales con quienes estaban en el hospital. Y, cuando estaba de buen humor, se despedía -en cualquier momento del año- diciendo ¡Feliz Navidad!

  • Sublevaciones / Georges Didi-Huberman

    ¿Qué nos subleva? Una serie de fuerzas: psíquicas, corporales, sociales. Con ellas transformamos lo inmóvil en movimiento, el abatimiento en energía, la sumisión en rebeldía, la renuncia en alegría expansiva. Las insurrecciones ocurren como gestos: los brazos se levantan, los corazones palpitan más fuerte, los cuerpos se despliegan, las bocas se liberan. Las sublevaciones no llegan nunca sin pensamientos, que a menudo se convierten en frases: la gente reflexiona, se expresa, discute, canta, garabatea un mensaje, fabrica un cartel, distribuye un panfleto, escribe un libro de resistencia. Son formas, gracias a las cuales todo esto podrá aparecer, hacerse visible en el espacio público. Se trata, pues, de imágenes; a ellas está dedicada esta exposición. Imágenes de todos los tiempos, desde Goya hasta hoy, y de todo tipo: pinturas, dibujos o esculturas, películas o fotografías, videos, instalaciones, documentos... Dialogan más allá de las diferentes épocas. Aparecen en un relato donde se presentan en sucesión elementos desencadenados, cuando la energía del rechazo se apodera del espacio entero; gestos intensos, cuando los cuerpos saben decir “¡no!”; palabras exclamadas, cuando la palabra presenta una denuncia ante el tribunal de la historia; conflictos enardecidos, cuando se levantan las barricadas y la violencia se hace inevitable; finalmente, existen deseos indestructibles, cuando la potencia de las sublevaciones consigue sobrevivir más allá de su represión o de su desaparición. De todas maneras, cada vez que se levanta un muro, habrá “insurrectos” para “saltarlo”, es decir, para atravesar las fronteras. Aunque solo fuera imaginando. Como si inventar imágenes contribuyera –unas veces modestamente, otras con fuerza– a reinventar nuestras esperanzas políticas. I. Por elementos (desencadenados) Sublevarse, como cuando decimos “se levanta tormenta, se encrespan las aguas”. Revertir la pesadez que nos clavaba al suelo. Son situaciones en las que se contrarían todas las leyes de la atmósfera. Superficies –paños, pliegues, banderas– vuelan al viento. Luces que explotan con fuegos de artificio. Polvo que sale de sus escondites, que se eleva. Tiempo que sale de sus goznes. Mundo patas arriba. De Victor Hugo a Eisenstein y más allá, las sublevaciones serán comparadas a menudo con huracanes o con grandes olas rompientes. Porque es entonces cuando se desencadenan los elementos (de la historia). Nos sublevamos primero poniendo en juego a la imaginación, aunque más no fuera en sus “caprichos” o sus “disparates”, como decía Goya. La imaginación levanta montañas. Y cuando uno se subleva contra un “desastre” real, eso significa que a lo que nos oprime, a los que quieren imposibilitarnos el movimiento, oponemos la resistencia de fuerzas que, en un principio, son deseos e imaginaciones, es decir, fuerzas psíquicas de desencadenamiento y reapertura de lo posible. II. Por gestos (intensos) Sublevarse es un gesto. Incluso antes de emprender y de llevar a buen término una “acción” voluntaria y compartida, uno se subleva a través de un simple gesto que, de pronto, derriba el abatimiento que hasta entonces nos hacía padecer la sumisión (ya fuera por cobardía, cinismo o desesperación). Sublevarse es arrojar lejos el fardo que pesaba sobre nuestros hombros y nos impedía movernos. Es romper un determinado presente –aunque fuera a martillazos, como habrán querido hacerlo Friedrich Nietzsche o Antonin Artaud– y levantar los brazos hacia el futuro que se abre. Es un signo de esperanza y de resistencia. Es un gesto y es una emoción. Los republicanos españoles lo asumieron plenamente. Su cultura visual había estado formada por Goya y Picasso, y también por todos los fotógrafos que captaban sobre el terreno los gestos de los prisioneros liberados, de los combatientes voluntarios, de los niños o de la famosa Pasionaria, Dolores Ibárruri. En el gesto de sublevarse, cada cuerpo protesta con todos y cada uno de sus miembros, cada boca se abre y exclama en el no, rechazo, y en el sí, deseo. III. Por palabras (exclamadas) Los brazos se levantaron, las bocas exclamaron. Ahora hacen falta palabras, hacen falta frases para decir, cantar, pensar, discutir, imprimir, transmitir la sublevación. Por eso, los poetas se ubican “por delante” de la acción misma, como decía Rimbaud en tiempos de la Comuna. Antes los románticos, después los dadaístas, los surrealistas, los letristas, los situacionistas, etcétera, llevaron adelante poéticas insurrecciones. “Poética” no significa “lejos de la historia”, sino más bien al contrario. Existe una poesía de los panfletos, desde la impresa en los de protesta escritos por Georg Büchner en 1834 hasta la de las resistencias digitales actuales, pasando por René Char en 1943 y los “ciné-tracts” de 1968. Hay una poesía propia en la utilización de periódicos en papel y de las redes sociales. Hay una inteligencia particular –atenta a la forma– que es inherente a los libros de resistencia o de sublevaciones. Hasta que los muros mismos tomen la palabra y esta invista al espacio público, al espacio sensible en su totalidad. IV. Por conflictos (encendidos) Entonces todo se enciende. Algunos solo ven puro caos. Otros ven surgir, en fin, las formas mismas de un deseo de ser libre. Durante las huelgas se inventan maneras de vivir en conjunto. Decir que “nos manifestamos” es comprobar –incluso para asombrarse por eso, incluso para no comprender– que algo surgió y es decisivo. Pero habrá sido necesario un conflicto para esto. Motivo importante de la pintura histórica moderna (de Manet a Polke) y de las artes visuales en general (foto, cine, vídeo, artes digitales). Ocurre que las sublevaciones solo producen la imagen de imágenes rotas: vandalismos, ese tipo de fiestas en negativo. Pero sobre esas ruinas se construirá la arquitectura provisoria de las sublevaciones: cosas paradójicas, movedizas, hechas de cascotes y cachivaches, que son las barricadas. Luego, las fuerzas del orden reprimen la manifestación, cuando los que se sublevan solo tenían la potencia de su deseo (la potencia, pero no el poder). Y por eso, hay tanta gente, en la historia, que murió por haberse sublevado. V. Por deseos (indestructibles) Pero la potencia sobrevive al poder. Freud decía del deseo que es indestructible. Incluso los que saben que están condenados –en los campos de concentración, en las prisiones– buscan todos los medios para transmitir un testimonio, una llamada. Es lo que Joan Miró evocó en una serie de obras titulada La esperanza del condenado a muerte, homenaje al estudiante anarquista Salvador Puig Antich, ejecutado por el régimen franquista en 1974. Una sublevación puede terminar en las lágrimas de las madres sobre el cuerpo de sus hijos muertos. Pero esas lágrimas no son solo de abatimiento: pueden todavía darse como potencias de sublevación, como en esas “marchas de la resistencia” de las Madres y las Abuelas de Buenos Aires. Son nuestros propios hijos quienes se sublevan: ¡Cero en conducta! ¿Acaso Antígona no era casi una niña? Ya sea en la selva de Chiapas, en la frontera greco-macedonia, en alguna parte de China, en Egipto, en Gaza o en la jungla de las redes informáticas pensadas como una vox populi, habrá siempre niños rebeldes. Fuente: Texto de curaduría para la exposición “Sublevaciones”, presentada en el Museo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero en el año 2018. Recuperado de https://untref.edu.ar/muntref/sublevaciones/

  • El 2001 en el 2021 / Alejandro Kaufman

    En el próximo declinar del año que corre se cumplirán veinte años desde las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. Es propio de días intensos, sean felices o desgraciados, recordar mucho tiempo después con detalle minucioso lo experimentado en persona en aquellas horas. Dónde se estaba, qué se pensó, cómo se actuó. Recuerdos precisos e imborrables. Fue nuestro 2001 argentino, el mismo año que en otras latitudes, sin por ello resultarnos ajenos esos eventos, también dejó marcas imborrables y traumáticas. Lo traumático como bisagra epocal, como antes y después que tramitar durante años sin solución de continuidad. Y lo extraño de coincidir en el número redondo veinte con otra situación tan extrema y límite como la del colapso pandémico que lentamente parece ir quedando atrás, aun con un horizonte de inquietud y exención de certidumbres todavía vigente. Siglo XXI que asoma con la carga del acento distópico de la extinción anunciada, regresiones sociales aterradoras, fascismos de nuevo tipo, violencias inesperadas y abrumadoras. Lo vivido en 2001 como colapso social, económico, financiero e institucional, retorna años después también como ficción distópica, como proyección hacia un vago futuro cercano de lo que nos aconteció efectivamente, en una miniserie lanzada en mayo de 2019, donde los bancos se derrumban y los ahorros se pierden: Years and Years, notable, entre tantas otras ficciones que se suponen entretenimientos para ritmar el ocio. Mismo año, 2019, que en sus días finales marcó la fecha en que surgió la pandemia que aun nos embarga. Normalidades de lo anómalo e inquietante, inestabilidades constantes y sucesivas, experiencias de caos y apocalipsis nutren debates en que lo político y las ciencias antes regidas por los saberes socioeconómicos -ahora deambulantes entre dominios geológicos, epidemiológicos y conductuales-alternan con supersticiones, terraplanismos, antivacunas, teologismos punitivos... Hasta todo ello parece tan interesante… Y lo será para épocas futuras si sobrevivimos. Una intuición nos acompaña desde hace tiempo, primero tal vez como crítica de la economía política, y por lo tanto como conciencia desarticuladora de las ideologías encubridoras del movimiento real de los sucesos sociales. El capitalismo, con su devenir impune e interminable, impermeable frente a todos sus tropiezos, sus crisis, cada una de ellas terminal pero siempre precedente de nuevos ciclos resurrectos, se nos vuelve hábito alegadamente irreversible de mortificación perenne. En los intersticios de tal experiencia mórbida surge una hipótesis, llamemos así a la intuición: los fascismos del siglo XX apelaron a un seudo saber científico bajo caución racial, racista, fundamentación de segregaciones y exterminios. Otro lenguaje sucede al racial, y es el de un supuesto saber económico. La alegación científica de nuevas segregaciones y exterminios futuros -amenaza apenas velada- se presenta como discurso fundado en inapelables leyes económicas, macroeconómicas. Son discursos estructurados como una gramática de la atención sobre la temporalidad. Mientras tanto se someten multitudes a sufrimientos inenarrables para que en el futuro la prosperidad redima a quienes sobrevivan. No es casual en absoluto que tales discursos aparezcan identificados como patriarcales: basan su designio en teorías de la subjetividad regidas por la mortificación, el sometimiento de los cuerpos a urgencias y necesidades extremas. Al borde de la asfixia los cuerpos se agitan en esfuerzos superlativos. Son esas energías las que se convocan. La opresión del terrorismo económico invoca la agonía como fuerza motriz de la inversión próspera. La política del régimen de dominación realmente existente es inclemente y cruel. Compone una tragicidad paródica y tanática que ejerce fascinación sobre sus mismas víctimas. Los espíritus emancipadores somos ingenuos frente al mal. Hundir la cabeza en ese abismo arriesga la perdición. Dirimir tribulaciones de una conciencia ética en ese borde es nuestro problema decisivo. Y esto es porque la figuración de los fascismos bajo la forma de una oscuridad inequívoca es solo un relato historicista tranquilizador después de que supuestamente se los habría derrotado, cosa que nunca sucedió en verdad. Cuando emergen como ahora, lo hacen con el signo de lo siniestro, el de aquello que nos constituye en nuestro hogar, nuestra intimidad. Es de lo más propio y querido que el fascismo extrae las fibras con las que se trama la soga destinada a nuestro patíbulo. En ello reside su eficacia, el engaño con que nos distrae hasta que es demasiado tarde. Ahora agitan el número creciente de pobres para culparnos de ese acaecimiento. Hay cada vez más pobres porque nos resistimos a que se enriquezcan de modo ilimitado para que por fin las sobras de su prosperidad nos mantengan a flote en el océano de abundancia que prometen. La palabra que hace veinte años se nos presentó como necesaria para designar lo que sucedía hoy está de moda. En aquel entonces asomaba como un término en soledad: la cancelación de millones, de la población que quedaba desempleada y sin destino, arrojada a su propia suerte. La cancelación, en un sentido o en otro, de un lado o del otro, parece entramar las nuevas formas de la violencia. En un mundo que se hunde no es necesario matar o encerrar, basta con el abandono cuando todo se vuelve inhóspito. No es nueva esta modalidad de la violencia. En la historia cultural formó parte de la vida social en condiciones extremas, en intemperies inclementes bastaba con dejar fuera de los muros, sin abrigo y sin alimento a quienes se destinaba a la exclusión. En el mundo compacto, ultraconectado, hipercontrolado y abigarrado del Siglo XXI, por sobre las cenizas de los exterminios del siglo anterior, surgen nuevos métodos de exclusión y abandono. Nuevas intemperies, nuevas retóricas que hagan posible tomar desprevenidas a las multitudes hasta que sea demasiado tarde. Lo sucedido en 2001-2002 no necesita insertarse en los grandes acontecimientos revolucionarios/insurreccionales para ser reconocido como gran evento popular. Lo fue a su manera. Surgieron grandes movimientos sociales que organizaron de maneras supervivientes a quienes habían sido objeto de cancelación por la impiedad neoliberal. A diferencia de otros acontecimientos transformadores, representados en la conciencia colectiva como fechas o sucesos, el 17 de octubre de 1945, el Cordobazo, el movimiento revolucionario setentista y el Colectivo Ni una menos, lo sucedido en el 2001 llevó la impronta confusa y recargada de los devenires apocalípticos del siglo XXI. Fue un acontecer de nuevo tipo si se lo pretende vincular con las historias y memorias de los levantamientos emancipadores. El 2001-2002 albergó vectores emancipadores, aunque la abundantísima acción social organizada, asamblearia, piquetera, recuperadora de fábricas, fundante de las economías populares no fue su signo decisivo. Y ello no solo porque todas las acciones enumeradas fueron anteriores a esas fechas y concomitantes con la devastación menemista sino porque lo nuevo emergente de esas fechas tuvo más bien un signo contrario incómodo para cualquier retórica tranquilizadora. Tres fueron los hechos que diseñaron el legado de la llamada crisis del 2001 y su especificidad, de la que no consideramos pertenecientes los logros emancipatorios que se le suelen adjudicar, y que fueron independientes de esos días aciagos. Tres legitimaciones: del derecho a la propiedad a expensas de la vida en común, del desprecio a las multitudes canceladas, de la destitución de la política, hoy descrita como “casta” entre muchísimas otras designaciones y maltratos. La consigna organizadora de aquellas jornadas, “que se vayan todos y no quede ninguno” podría haber sido revolucionaria si quienes pretendidamente se tendrían que haber ido fueran sustituidos por quienes ofrecerían una congruente alternativa. Pero el problema no es solo la ausencia de tal alternativa, porque un movimiento destituyente puede ser justiciero si su negatividad va orientada en tal sentido, pero este no fue el caso. Se trató de fluir la indignación contra las instancias políticas como tales, sin rozar un pelo de los grandes capitales, incluso los bancarios. Se demandaba el sacro derecho a la propiedad de aquello que se obtuvo en el marco de la convertibilidad y la reelección de Menem: “devuélvanme mis dólares”. Consecuciones que tuvieron como condición de posibilidad la cancelación de millones, pretendidamente compensada con que “la lucha es una sola”. Nunca fue una sola. Millones comieron de la basura en las calles de nuestras ciudades durante meses. Una generación se crió en ese espectáculo, como víctima o como audiencia. Hoy sabemos bien que nada de lo que sucedió en los años siguientes fue suficiente para borrar lo destrozado. Dicho esto sin perjuicio de que los años transcurridos entre 2003 y 2015 fueron lo que sabemos que fueron y por eso mismo, tan denostados hasta el hartazgo más absoluto. Hay que decirlo: el odio superlativo contra el kirchnerismo y el peronismo retornante a las fuentes se consolidó en el espectáculo precedente de las multitudes canceladas, humilladas hasta lo más abyecto, abandonadas a su suerte y denostadas con odio y desprecio cada vez que se organizaron y se organizan para recuperar su dignidad. Que los ultrajantes desmanes contra el barrio de la Tupac Amaru en Alto Comedero nos desmientan. Que el derecho a la propiedad fuera el móvil de una protesta masiva, insurrecta, es lo que sostiene desde el fondo la actual irrupción neofascista alegadamente demandante de libertades -para los poderosos-. Cuando las alusiones van dirigidas de modo crítico hacia la clase media, como tan brillante y elocuentemente se manifestó Nicolás Casullo en esos días del verano de 2001-2002, se destaca la incomodidad revestida de progresismo, incomodidad culposa que no alcanza a colegir que tal crítica no va dirigida moralmente contra el módico bienestar alcanzado por una parte de la población a expensas de millones, sino contra las consecuencias profundas de todo lo que ocupa nuestra conciencia pública a fin de distraernos hasta el estupor. El alza justiciero emancipatorio que nos abrigó entre 2003 y 2015 puede haber sucumbido frente a lo que se consolidó en la llamada crisis del 2001 bajo la forma de un populismo de derecha que viene ahora a solicitar, ratificar y ampliar su legitimidad primeramente obtenida por el giro neoliberal del peronismo cuando Menem. No es nostalgia lo que nos solicita el 2001 ni inspiraciones insurreccionales, sino reflexión prudente frente al abismo. Fuente: Conrado Yasenza (comp.) 2001 La rebelión inconclusa. Libro/ Cuaderno N°3 de la Revista La Tecl@ Eñe / Grupo Editorial Sur.

  • Qué clase mi clase sin clase / Nicolás Casullo

    La dificultad para dar cuenta de los elementos que componen la encrucijada argentina termina convirtiéndose –en nuestras intensidades mentales y café por medio– en la tentación cotidiana de encontrar cada quince minutos y sin mayor dificultad el enigma revelado de lo nacional que nos hace. Esto es, descifrar después de cualquier noticiero de estos días –con el resto de saliva que nos queda y haciendo que miramos la ventana cuando ya no miramos nada– los secretos increíbles y finales del ser argentino, desde una divagación reduccionista y apenada por el papelón de nosotros a los ojos del mundo. Así es, se trata de autoorientarnos en un presente tenebroso, teniendo claro únicamente que nuestra inspiración se agiganta cuando nos topamos, de tanto en tanto, con el protagonismo de los descuajeringados “segmentos” de clase media. Representantes diversos de las clases medias sobre todo capitalinas, con su protesta y cacerolas en las calles del estío y diciendo al resto de la familia después de agarrar la champañera y un tenedor salgo y vuelvo, voy a voltear a un presidente, déjenme la cena arriba de la heladera. En ésa estamos. Digo, de pronto encontrarse no ya con Walter Benjamin o Michael Foucault sino persiguiendo el arcano cultural de tía Matilde. Si uno hace historia de esta clase media, historia barata, que no cuesta mucho, gratis diría cuando tenemos el sueldo encanutado, podría argumentarse: una clase media que viene de un radiante y a la vez penumbroso viaje. Viene desde aquélla, su ingenua estación inaugural de los años 50, donde él se puso el sombrero y la corbata con alfiler, ella la permanente y la pollera tubo, y ambos salieron casi virginales pero envenenados a festejar en la Plaza de Mayo la caída de Perón al grito de “no venimos por decreto ni nos pagan el boleto”. Cancioncilla tan escueta como cierta, interrumpida por saltos en ronda a la Pirámide para entonar “ay, ay, ay, que lo aguante el Paraguay” sin ningún tipo de grosería ni mala palabra con las que hoy se luce cualquier animador de pantalla, pero nunca mi padre. Después la clase volvió a meterse en casa para advertir, con menos recelo, que los morochos sobrevivían a todos los insecticidas ideológicos y censuras, y para dedicarse no sin cierto cansino asombro a departamentos en consorcio, Fiats en cuotas y palmitos con salsa golf y rosado. Recién a fines de los 60, principios de los 70 el gran estamento medio recibió la primera monografía fuerte a componer, de la cual culturalmente no se repuso nunca jamás, para entrar en cambio en el jolgorio y la confusión liberadora de distintos eros. Fue cuando los hijos, ya grandulones, arruinaron cada cena o almuerzo dominguero con la “nacionalización de las clases medias”, al grito en el comedor en L de “duro, duro, duro, vivan los montoneros que mataron a Aramburu”. Tamaña reivindicación de arrabaleros no estaba en los cálculos de la clase media blanca de abuelos migradores, pero nadie se arredró en la cabecera de las mesas –ni escurrió el cuerpo en la patriada, hay que admitirlo– aunque apenas entendiesen la metamorfosis de la nena que además copulaba en serie con novios maoístas, peronistas y con dudosos nuevos cristianos. La cuestión era la liberación de la patria frente a una vergonzosa dependencia al imperialismo, también tirarles flores desde los balcones de las avenidas a las columnas infinitas de la JP que gritaban “paredón”, y votar sin vacilaciones en marzo del ‘73 a ese candidato cuyo lema en los carteles decía: “ni olvido ni perdón, la sangre derramada no será negociada”. Tiempo y silencio le costó a la clase volver a salir otra vez a la plaza después de esa canita al aire. Prefirió desde el ‘76 salir a Europa, a Miami, o a la frontera del norte misionero en largas columnas de autos compradores de TV a color, al grito desaforado en los embotellamientos de “Argentina, Argentina” tal vez porque también en colores habían sido los goles de Kempes. Sin duda se trataba ya de una mentalidad o imaginario de clase más bien desquiciada, pero no culpable del todo: en historiografía todas las conductas colectivas no tienen un psicoanalista sino la justificación de los contextos. Regresó a la plaza, emocionada y agradecida por no escuchar más sirenas policiales ni rumores sobre la casa de la esquina, para vociferarle presente con banderitas argentinas al beodo general de las Malvinas desde un resto patógeno del nacionalismo de los 60/70 guardados en alcanfor. Para pensar trascartón que los chicos, allá en el sur bélico, eran como los del exilio o los que seguían en cosas raras: era fatalidad, violencia, guerra, delirio, caminos ciegos de la multitud en la plaza que siempre le pusieron, a la clase, la piel de gallina emocionada. Dulce y patriota tilinga. Es una clase, entendamos, que no descarta ni parte en dos nunca las aguas. Que los amontona, sin decidirse por ningún telos de la historia. Los acumula escondidos en el placard como cartas de otro novio, no del marido cuando joven. Coleccionista histérica y siempre arrepentida: así apuntan algunos sesudos que la estudiaron por años. En el ‘83 caminó las calles con los jóvenes de Peugeot y boinas blancas apostando por la vida radical frente a un peronismo cadavérico cadaverizador. Festejó, danzó, cantó, se olvidó de sí misma y sus años recientes. Más tarde mandó a los más jóvenes a las plazas de la memoria de la muerte, pero ya no pudo relatar su sencilla biografía como sucedía en los 50 y 60, sino sólo fugazmente, a retazos: ¿qué, cómo, cuándo, dónde estoy, estuve, no estaba, quién, ella, no, yo? ¿Hasta Ezeiza caminando, papá, y vos qué hiciste ese día abuela, y donde murió el tío? Una última vez salió la ingrata con el gorro frigio, en absoluta dignidad y defensa de los valores señeros de una crónica tan patria como esquiva. Gritó, entonó, puteó como siempre, pero justo ese día empezaron a decirle canallescamente pura verdura: la casa está en orden, festejen tranquilos las Pascuas. Al otro día nadie confabuló, nadie se reunió a decidir, no se conoció un solo panfleto que resumiese el programa nacional clasemediero, pero lo cierto es que no volvió a vérsela junta, sobre el asfalto, por quince larguísimos años. Ella es entonces como napas inclementes de ella misma. Como subsuelos abollados de sus gestos unos contra otros. Como recuerdos surcados por lombrices. Como una maroma amontonada de liberación nacional, Evita socialista, déme dos, plazo fijo, abajo Holanda, la tablita, el miedo, algunas locas de la plaza, piratas ingleses son argentinas, nos los representantes de la nación, democracia, aparición con vida, si se atreven incendiamos los cuarteles, están asaltando las góndolas, cerrá las celosías, espiá por la ranura, ¿qué pasa mi amor, son los cabezas otra vez? Como amasijo, un día finalmente le llegó el cansancio en el alma. Que es la venta del alma, dicho de otra forma. Para colmo se moría la clase obrera, testigo de todo para el día del juicio final. Para colmo se vendió el país, el peronista Menem instrumentó la utopía y pesadilla: la convidó, la invitó, la enajenó, la cosificó según Marx, la subyugó “uno a uno”, remató una vieja nación coronada su sien, liquidó identidades, lenguaje, nombres, pequeñas tradiciones, recuerdos, ideología. Y tuvo en esa clase media uno de sus buenos soportes simbólicos, concretos y votantes, cuando la ilusionó de que no existían más ni peronistas ni gorilas, ni izquierdas ni derechas, ni arriba ni abajo, ni ricos ni pobres, ni primer ni tercer mundo. Cuando ya no existían tampoco políticos. Sino sólo la promesa de bancos siempre abiertos para cualquier hombre de bien. Y para que nada de eso se tocase, para que nada torciese el espejismo ni el rumbo, el hombre nada fue votado por la clase: Fernando. Ahora vienen los sociólogos exitistas o agoreros de siempre. Intelectuales. Apuntan: clase media heroica en las calles anulando la dieta de los diputados de Formosa como salida histórica para toda América latina. Clase media corajuda, pueblo irredento de las cacerolas con las cabezas de los nueve delincuentes de la Corte adentro. Clase media volteadora a ollazo limpio de gobiernos impostores que parecían eternos. Clase media puta, nieta legítima de sus abuelos tanos y gallegos angurrientos de morlacos, dicen. La Argentina únicamente valió si te daba guita, después no existe: así dicen de la pobre clasecita, ahora a los alaridos frente a la Rosada y rodeada de temibles saqueadores casi en pelotas. Porque salió otra vez a la calle por fin. Acorralada. A corralito y lanza en mano esencialmente. Ahí anda embistiendo. El enemigo son los políticos. No, es la izquierda. No, los corruptos. No, es la petrolera. No, es el populismo y la demagogia. No, son los bancos. No, son las empresas privatizadas. No, es el liberalismo. No, son los gallegos imperialistas como en 1810. No, son los negros peronistas otra vez en la capital. Anda desorientada la pobre, pero soliviantada como nunca. La propia historia que relato –antojadiza, falsa, liviana, inoportuna– devela el interesante claroscuro de la clase analizada. Sus extrañas medias tintas. Sus románticas luces y sombras espirituales. Sus insondables claros de luna. Sus materialistas intracontradicciones objetivas, diríamos allá por 1972 donde todo era salvable. Ahí está cenicienta y ramera con su fuerza y su talón de Aquiles. Llama a las revoluciones, pero un plazo fijo la embota como niña enamorada adentro de un granero. Ahora su lógica navega al compás de movileros descerebrados, cámaras amarillas de Crónica TV, al ritmo de su justa furia por dólares encarcelados, por su real hartazgo de una clase política que nada hizo cuando el país desapareció, sino que casi se fue con él. A lo mejor algún día pueda volver a contar su biografía. Igual que antes, allá por los 50, cuando no había salido del patio de magnolias. Fuente: Página 12, 13-1-02, Nicolás Casullo (2002)

  • Entrevista a Maite Amaya, TRANSPIQUETERA / AjiTamos revista

    El espacio social y cultural Caracol lleva más de una década de recorrido de autonomía y construcción colectiva, demostrando que es un camino posible, concreto. Estamos en Córdoba capital, en un barrio de clase media alta. Es aquí donde hace 13 años se okupo este predio hoy llamado Caracol, fue Maite una activista transpiquetera, a quien podemos encontrar cortando una calle o tomando la palabra en el encuentro nacional de mujeres quien dio ese primer paso para entrar y recuperar el lugar. Desde afuera se divisa una casa y un gran portón con las siglas FOB (federación Obrera de Base) también el nombre del espacio, la radio cooperativa y un texto bien claro: por abajo y afuera del estado. Maite cuenta que inicialmente pensaban que solo era la casa, pero a medida que avanzaban con la limpieza de la vegetación esa casa se trasformó en un gran patio, un galpón, otra casa al fondo y más patio, el sitio ideal para una visionaria y activista como ella. Presentate y contanos de que se trata esto de la casa Caracol… -Soy Maite Amaya, trans y anarcofeminista, militante social, activista lgtb, milito en una villa que se llama Barranca Yaco y en la FOB Federación de Organizaciones de Base, una organización piquetera. Aquí, nosotras somos hijas e hijos del 2001, de la revuelta del 19 y 20 de diciembre de la crisis de representatividad que hubo en Argentina, de esa experiencia que nos dejó la recuperación de los espacios privados para transfórmalos en espacios con fines comunitarios. Fue así que en el 2002 ocupamos este lugar que se llama Caracol, en reconocimiento a la población aborigen más grande o más visible de Córdoba, también en sintonía con los caracoles autónomos del ejército zapatista de liberación nacional EZLN y en esa época en el 2001 veíamos una película colombiana que se llama La estrategia del caracol, entonces nos sentimos muy bien con el nombre y quedó. Hoy es el espacio social y cultural Caracol, acá tenemos entrenamientos y capacitaciones en oficio y núcleos productivos, como cooperativas de trabajo, como panadería, textil, velas artesanales, carpintería, serigrafía, entre otras. El trabajo de estos caracoles no ha quedado solo en la ciudad, junto a la FOB, Maite acompaña el trabajo en la Villa Barranca Yaco en las afueras de la ciudad, allí han construido un espacio propio que funciona como comedor, ropero, punto de encuentro y lugar para talleres y organización que alberga a mujeres y niñes de la villa. ¿Cómo conviven los espacios lgbt con la lucha y organización social? Son espacios diferentes y no, nosotras como organización asumimos el principio antipatriarcal así como somos clasistas, internacionalistas y creemos en la democracia directa y la horizontalidad. Todo esto en la práctica concreta implica haber generado espacios y asambleas de géneros que a diferencia de otras organizaciones o movimientos sociales la nuestra es de géneros en plural, y nos ubicamos en la lucha de los géneros y entonces viene a ser de géneros en lucha, o sea, lesbianas, trans y mujeres somos quienes integramos esta asamblea. No hay en este momento un movimiento de hombres fuerte laburando en la deconstrucción de los privilegios o de la identidad avanzando hacia una construcción diferente a la patriarcal y acá en la organización eso se refleja también ya que los varones no están organizados, y por más que estuviesen organizados, no estarían en el mismo espacio dentro de la asamblea de géneros, porque nosotras ocupamos diferentes lugares en la sociedad patriarcal y a nosotras nos hace falta empoderarnos juntas, porque compartimos una raíz y un tronco en común en la opresión, lesbianas, trans y mujeres, y nos pone en una situación un poco antagónica, asimétrica respecto a los varones, por eso no compartiríamos el espacio. Por otro lado esa situación de asimetría de poder hace que las asambleas de géneros, al estar nosotras nada más, podamos hablar y desenvolvernos mucho más entre nosotras y generar una sororidad más fuerte entre nosotras. El espacio de géneros es un espacio trasversal, o sea, todo lo que ahí problematicemos y nos politicemos y formemos en ese espacio, atraviesa todas las actividades de la organización. Todos los planteos que surgen se llevan a la asamblea general que compartimos con los compañeros, no somos segregacionistas ni separatistas, creemos que el proceso hay que hacerlo con los compañeros, en la asamblea general se defienden las argumentaciones y se trabaja en profundidad la violencia, la asimetría en la organización. ¿Cómo se construye esta escuela feminista? La escuela feminista y antipatriarcal es una escuela que a nosotras, particularmente, nos hace diferente de otras organizaciones porque nombramos subjetividades que, por ahí, como que subyacen en lo que es la mujer. Nosotras no somos mujeristas, no somos biologisistas, no creemos que el feminismo porte vagina, sino que creemos en una construcción de subjetividades mucho más amplia, no estancas sino más bien dinámicas. Hoy, el nombrarnos lesbianas, tras y mujeres son solo referencias de que estamos siendo ahora porque sino lo ponemos en palabras no existimos. Pero laburamos desde una perspectiva de dejar abierta y desarrollar el indagar la sexualidad, la identidad, el autoplacer, la autogestión del placer, la no dependencia, no medirse en relación de otros. Y esta escuela se complementa también, un poco, en la relación en el trabajo que generamos en la cooperativa. No depender de otros, no dejarse pisar por alguien, que nadie te mande, generar relaciones en el trabajo más igualitarias, también va de la mano de lo antipatriarcal y lo feminista. Entonces la escuela que estamos buscando es en cada uno de los aspectos de nuestra vida, poder ser autónomas, independientes y tratar de combatir la asimetría de poder construyendo hoy algo más igualitario, en todas las áreas. Por ejemplo, nosotras en la organización somos autodefensa, formadoras, carpinteras, albañilas, soldamos, construimos nuestros locales y todos vamos rotando para que ni las compañeras, ni los compañeros queden siempre a cargo de las mismas tareas. Nosotras nos ubicamos mucho en la situación latinoamericana, como izquierda autónoma, construyendo desde abajo, como dice el zapatismo. Nosotras decimos desde abajo y por fuera del estado como una estrategia, no es que mañana aspiramos a tomar el poder, no generar ni ocupar las estructuras de opresión, tratar de redistribuir el poder en todo los actores sociales, entre las subjetividades y demás. Pero nos situamos en la construcción latinoamericana, una construcción muy latinoamericana, somos mestizas, somos negras, somos descendientes de originarias, de guerreras y, también, desde una perspectiva de memoria histórica intentamos recuperar toda nuestra historia tapada por este sistema de opresión que nos hace siempre empezar de vuelta. Así, recuperando nuestra historia, podemos entender que no empezamos hoy y recuperamos un legado de rebeldía y con ese piso ir buscando techos, pero techos que cada vez sean más inalcanzables. Como en la película colombiana y como en el movimiento zapatista, el caracol ha dado sus frutos, la organización de los de abajo ha hecho que las palabras se vuelvan acción en la búsqueda, no de cambiar el mundo sino de construir otro, juntxs. Fuente: Ají Revista en AjiTamos Comunicación Libre del Sur, junio 2017. http://ajitamos.blogspot.com/

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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