En el próximo declinar del año que corre se cumplirán veinte años desde las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. Es propio de días intensos, sean felices o desgraciados, recordar mucho tiempo después con detalle minucioso lo experimentado en persona en aquellas horas. Dónde se estaba, qué se pensó, cómo se actuó. Recuerdos precisos e imborrables. Fue nuestro 2001 argentino, el mismo año que en otras latitudes, sin por ello resultarnos ajenos esos eventos, también dejó marcas imborrables y traumáticas. Lo traumático como bisagra epocal, como antes y después que tramitar durante años sin solución de continuidad.
Y lo extraño de coincidir en el número redondo veinte con otra situación tan extrema y límite como la del colapso pandémico que lentamente parece ir quedando atrás, aun con un horizonte de inquietud y exención de certidumbres todavía vigente.
Siglo XXI que asoma con la carga del acento distópico de la extinción anunciada, regresiones sociales aterradoras, fascismos de nuevo tipo, violencias inesperadas y abrumadoras. Lo vivido en 2001 como colapso social, económico, financiero e institucional, retorna años después también como ficción distópica, como proyección hacia un vago futuro cercano de lo que nos aconteció efectivamente, en una miniserie lanzada en mayo de 2019, donde los bancos se derrumban y los ahorros se pierden: Years and Years, notable, entre tantas otras ficciones que se suponen entretenimientos para ritmar el ocio. Mismo año, 2019, que en sus días finales marcó la fecha en que surgió la pandemia que aun nos embarga.
Normalidades de lo anómalo e inquietante, inestabilidades constantes y sucesivas, experiencias de caos y apocalipsis nutren debates en que lo político y las ciencias antes regidas por los saberes socioeconómicos -ahora deambulantes entre dominios geológicos, epidemiológicos y conductuales-alternan con supersticiones, terraplanismos, antivacunas, teologismos punitivos... Hasta todo ello parece tan interesante… Y lo será para épocas futuras si sobrevivimos.
Una intuición nos acompaña desde hace tiempo, primero tal vez como crítica de la economía política, y por lo tanto como conciencia desarticuladora de las ideologías encubridoras del movimiento real de los sucesos sociales. El capitalismo, con su devenir impune e interminable, impermeable frente a todos sus tropiezos, sus crisis, cada una de ellas terminal pero siempre precedente de nuevos ciclos resurrectos, se nos vuelve hábito alegadamente irreversible de mortificación perenne. En los intersticios de tal experiencia mórbida surge una hipótesis, llamemos así a la intuición: los fascismos del siglo XX apelaron a un seudo saber científico bajo caución racial, racista, fundamentación de segregaciones y exterminios. Otro lenguaje sucede al racial, y es el de un supuesto saber económico. La alegación científica de nuevas segregaciones y exterminios futuros -amenaza apenas velada- se presenta como discurso fundado en inapelables leyes económicas, macroeconómicas. Son discursos estructurados como una gramática de la atención sobre la temporalidad. Mientras tanto se someten multitudes a sufrimientos inenarrables para que en el futuro la prosperidad redima a quienes sobrevivan. No es casual en absoluto que tales discursos aparezcan identificados como patriarcales: basan su designio en teorías de la subjetividad regidas por la mortificación, el sometimiento de los cuerpos a urgencias y necesidades extremas. Al borde de la asfixia los cuerpos se agitan en esfuerzos superlativos. Son esas energías las que se convocan. La opresión del terrorismo económico invoca la agonía como fuerza motriz de la inversión próspera. La política del régimen de dominación realmente existente es inclemente y cruel. Compone una tragicidad paródica y tanática que ejerce fascinación sobre sus mismas víctimas. Los espíritus emancipadores somos ingenuos frente al mal. Hundir la cabeza en ese abismo arriesga la perdición. Dirimir tribulaciones de una conciencia ética en ese borde es nuestro problema decisivo. Y esto es porque la figuración de los fascismos bajo la forma de una oscuridad inequívoca es solo un relato historicista tranquilizador después de que supuestamente se los habría derrotado, cosa que nunca sucedió en verdad. Cuando emergen como ahora, lo hacen con el signo de lo siniestro, el de aquello que nos constituye en nuestro hogar, nuestra intimidad. Es de lo más propio y querido que el fascismo extrae las fibras con las que se trama la soga destinada a nuestro patíbulo. En ello reside su eficacia, el engaño con que nos distrae hasta que es demasiado tarde. Ahora agitan el número creciente de pobres para culparnos de ese acaecimiento. Hay cada vez más pobres porque nos resistimos a que se enriquezcan de modo ilimitado para que por fin las sobras de su prosperidad nos mantengan a flote en el océano de abundancia que prometen.
La palabra que hace veinte años se nos presentó como necesaria para designar lo que sucedía hoy está de moda. En aquel entonces asomaba como un término en soledad: la cancelación de millones, de la población que quedaba desempleada y sin destino, arrojada a su propia suerte. La cancelación, en un sentido o en otro, de un lado o del otro, parece entramar las nuevas formas de la violencia. En un mundo que se hunde no es necesario matar o encerrar, basta con el abandono cuando todo se vuelve inhóspito. No es nueva esta modalidad de la violencia. En la historia cultural formó parte de la vida social en condiciones extremas, en intemperies inclementes bastaba con dejar fuera de los muros, sin abrigo y sin alimento a quienes se destinaba a la exclusión. En el mundo compacto, ultraconectado, hipercontrolado y abigarrado del Siglo XXI, por sobre las cenizas de los exterminios del siglo anterior, surgen nuevos métodos de exclusión y abandono. Nuevas intemperies, nuevas retóricas que hagan posible tomar desprevenidas a las multitudes hasta que sea demasiado tarde.
Lo sucedido en 2001-2002 no necesita insertarse en los grandes acontecimientos revolucionarios/insurreccionales para ser reconocido como gran evento popular. Lo fue a su manera. Surgieron grandes movimientos sociales que organizaron de maneras supervivientes a quienes habían sido objeto de cancelación por la impiedad neoliberal. A diferencia de otros acontecimientos transformadores, representados en la conciencia colectiva como fechas o sucesos, el 17 de octubre de 1945, el Cordobazo, el movimiento revolucionario setentista y el Colectivo Ni una menos, lo sucedido en el 2001 llevó la impronta confusa y recargada de los devenires apocalípticos del siglo XXI. Fue un acontecer de nuevo tipo si se lo pretende vincular con las historias y memorias de los levantamientos emancipadores. El 2001-2002 albergó vectores emancipadores, aunque la abundantísima acción social organizada, asamblearia, piquetera, recuperadora de fábricas, fundante de las economías populares no fue su signo decisivo. Y ello no solo porque todas las acciones enumeradas fueron anteriores a esas fechas y concomitantes con la devastación menemista sino porque lo nuevo emergente de esas fechas tuvo más bien un signo contrario incómodo para cualquier retórica tranquilizadora. Tres fueron los hechos que diseñaron el legado de la llamada crisis del 2001 y su especificidad, de la que no consideramos pertenecientes los logros emancipatorios que se le suelen adjudicar, y que fueron independientes de esos días aciagos. Tres legitimaciones: del derecho a la propiedad a expensas de la vida en común, del desprecio a las multitudes canceladas, de la destitución de la política, hoy descrita como “casta” entre muchísimas otras designaciones y maltratos.
La consigna organizadora de aquellas jornadas, “que se vayan todos y no quede ninguno” podría haber sido revolucionaria si quienes pretendidamente se tendrían que haber ido fueran sustituidos por quienes ofrecerían una congruente alternativa. Pero el problema no es solo la ausencia de tal alternativa, porque un movimiento destituyente puede ser justiciero si su negatividad va orientada en tal sentido, pero este no fue el caso. Se trató de fluir la indignación contra las instancias políticas como tales, sin rozar un pelo de los grandes capitales, incluso los bancarios. Se demandaba el sacro derecho a la propiedad de aquello que se obtuvo en el marco de la convertibilidad y la reelección de Menem: “devuélvanme mis dólares”. Consecuciones que tuvieron como condición de posibilidad la cancelación de millones, pretendidamente compensada con que “la lucha es una sola”. Nunca fue una sola. Millones comieron de la basura en las calles de nuestras ciudades durante meses. Una generación se crió en ese espectáculo, como víctima o como audiencia. Hoy sabemos bien que nada de lo que sucedió en los años siguientes fue suficiente para borrar lo destrozado. Dicho esto sin perjuicio de que los años transcurridos entre 2003 y 2015 fueron lo que sabemos que fueron y por eso mismo, tan denostados hasta el hartazgo más absoluto. Hay que decirlo: el odio superlativo contra el kirchnerismo y el peronismo retornante a las fuentes se consolidó en el espectáculo precedente de las multitudes canceladas, humilladas hasta lo más abyecto, abandonadas a su suerte y denostadas con odio y desprecio cada vez que se organizaron y se organizan para recuperar su dignidad. Que los ultrajantes desmanes contra el barrio de la Tupac Amaru en Alto Comedero nos desmientan. Que el derecho a la propiedad fuera el móvil de una protesta masiva, insurrecta, es lo que sostiene desde el fondo la actual irrupción neofascista alegadamente demandante de libertades -para los poderosos-. Cuando las alusiones van dirigidas de modo crítico hacia la clase media, como tan brillante y elocuentemente se manifestó Nicolás Casullo en esos días del verano de 2001-2002, se destaca la incomodidad revestida de progresismo, incomodidad culposa que no alcanza a colegir que tal crítica no va dirigida moralmente contra el módico bienestar alcanzado por una parte de la población a expensas de millones, sino contra las consecuencias profundas de todo lo que ocupa nuestra conciencia pública a fin de distraernos hasta el estupor.
El alza justiciero emancipatorio que nos abrigó entre 2003 y 2015 puede haber sucumbido frente a lo que se consolidó en la llamada crisis del 2001 bajo la forma de un populismo de derecha que viene ahora a solicitar, ratificar y ampliar su legitimidad primeramente obtenida por el giro neoliberal del peronismo cuando Menem. No es nostalgia lo que nos solicita el 2001 ni inspiraciones insurreccionales, sino reflexión prudente frente al abismo.
Fuente: Conrado Yasenza (comp.) 2001 La rebelión inconclusa. Libro/ Cuaderno N°3 de la Revista La Tecl@ Eñe / Grupo Editorial Sur.
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