top of page

Lágrimas y ternura de cara al dolor: clínica y escritura en Anne Dufourmantelle* / Ana Hounie

  • Foto del escritor: Revista Adynata
    Revista Adynata
  • hace 47 minutos
  • 39 Min. de lectura

Es una alegría y un honor poder estar aquí en esta instancia, en esta conversación, recordando que “conversación” en su origen del latín conversari no significaba como ahora “charlar”, sino que el significado era otro, también muy hermoso: el de dar vueltas junto con otros, dar vueltas en las vidas. 


Entonces para ello, en esta vuelta que nos reúne hoy, quiero acercarles tan solo algunos fragmentos-relámpago, imágenes-retazos dispuestos para un montaje, siempre incierto, siempre inédito, pero deseado.  


Creo que este encuentro que se interroga sobre el deseo femenino, que se crea en el horizonte que “honra la vida y obra de Anne Dufourmantelle y Mari Ruti”, provoca algo del orden de un acontecimiento. Con acontecimiento me refiero a ese término que en el contexto filosófico no refiere a aquello que ocurre, sino a aquello que está en lo que ocurre, como bien señalaba Gilles Deleuze. Es que lo que se juega en esta convocatoria que gira en torno al deseo, es fuerza convocante que emerge como movimiento de la pulsión. La misma que nos tiene palpitando en el montaje del saber, que no es otra que la fuerza de eros. 


Y esto, me pregunto, ¿podría ser de otra manera cuando se entraman  vida, muerte, deseo y creación en el seno de lo femenino?

 

 

Primer fragmento: Escritura y no-saber en el aire conmovidos

 

Sería imposible entrar en este territorio enigmático sin sentir -como escuché murmurar a alguien hace un rato-, “algo en el aire”. Comparto este sentir y agrego aún más: en el aire conmovido. Esta imagen que surge de la poesía de García Lorca y del pensamiento de Georges Didi-Huberman, es una hermosa figura proveniente de la exposición homónima que éste realizara en octubre pasado en Madrid y que nos trae, -nada más ni nada menos- que la fuerza del pasaje indisoluble que ondea entre lo singular y lo colectivo.


Articulando una antropología política de la emoción en clave poética, esbozando vías de respiración y resistencia que “confrontan la persuasiva cultura del capitalismo que se cree haberlo atravesado todo”, el título de la muestra: “En el aire conmovido” -tomado del Romancero gitano de Federico García Lorca, el poeta de la infancia, el de la mirada de niño-, resalta la idea de la emoción como movimiento de pasaje. Un pasaje que al transmitirse a lo colectivo a través de un cuerpo singular, deriva en una «conmoción», es decir, en una concatenación de emociones que afecta a unos y a otros en conjunto. De este modo, la conmoción no es solo una cosa subjetiva: es una cosa que está en el aire que tiembla.

La idea que interesa a Didi-Huberman y a nosotros también, es que a partir de entonces, las emociones ya no pertenecen más a un único sujeto: ya no están fijas pues pasan de uno a otro, y entonces no son ni de uno ni de otro. Y al pasar por esa zona entre, vuelven al aire ambiental un espacio que tiembla, un aire conmovido.

 

Ahora bien, yo creo que todo este descentramiento es propio de una forma de saber. Un saber que no es asunto de captura, sino que más bien es fruto de un encuentro de lenguas que se alejan y aproximan en busca de puentes. Un saber disruptivo que no llena espacios sino que se despliega llamando ausencias. Un saber enfrentado a una experiencia del silencio que empuja a las palabras a decirlo, vacilando, ensayando incipientes tentativas.


Es entonces en ese titubeo de saberes que vibran, en ese umbral vacilante que sobreviene en las fronteras entre nuevos mundos, en ese lugar donde parece que estamos perdidos, precisamente allí, es cuando surgen intensidades nuevas con las que acariciar las palabras. Y es propiamente la ternura la que comanda este acto. La misma ternura sin la cual sería imposible vivir, como bien enseña Anne Dufourmantelle.


Este saber, al que preferimos llamar no-saber, incluye la partícula negativa no por ser un negativo u opuesto del saber, sino para desmantelar cualquier pretensión de consustanciación positiva, ya que es un saber que no recorta ningún campo de significaciones determinado; es decir, que no incluye definiciones que designen particularmente a referente alguno. Lo que se intenta nombrar desde una formación ciertamente paradojal, -al igual que la no-palabra o lo sin-decir-, es precisamente lo imposible de decir, de saber. El no-saber que se “sabe” fuera del sentido de cualquier saber que quiera atraparlos se encuentra en ese devenir escurridizo, inaprensible, que lo captamos, que nos alcanza fugazmente. Alcanzar eso que Lacan llamó “real”, es sorprenderse por ese toque de fuera-de-todo-sentido que acompaña a la experiencia humana.


Pero para alcanzarlo a través de la palabra, ésta debe tensionar su condición simbólica y las imágenes que soporta, haciendo pulsar ese espacio hasta abrir la rendija que lo entrama. Lugar de la ausencia cuya expresión más cercana es la de una poiesis (ποιησις).

 

En ocasiones, este no-saber alcanza la escritura. Lo hace cuando usa la palabra como carnada, para pescar lo que no es palabra. “Y cuando esa no-palabra, la entrelínea, muerde la carnada, y se la pesca, con alivio se puede echar afuera la palabra”, tal como propone Clarice Lispector en una magnífica imagen.


Pues bien, lo que quiero proponer, es que la escritura en Anne Dufourmantelle se encuentra en ese mismo registro. En cualquiera de sus libros, encontramos momentos de textualidad que invitan a entrar en una danza de puro descubrimiento y desde el terreno de lo incierto nos permiten vulnerar con osadía el ilusorio totalitarismo de las palabras que codician calles de sentido único. Porque lo que guía el trazo con el que escribe resulta fruto de un montaje de imágenes y palabras guiadas por el no-saber del que hablábamos, aquél con el que el psicoanálisis sacudió el terreno de lo subjetivo. El mismo no-saber que Georges Bataille situó en la risa y en las lágrimas y que por su relación con lo real, no permite que se congele la metáfora inscripta en los conceptos, sino que los agita, provocando al hacerlo una escritura que se desgrana. Y ante la perplejidad del lector, lo hace en el mismo acto de aguijonear la página en blanco, al igual que una especie de bisturí que abriese y cerrase las heridas al mismo tiempo.

 

Haciendo uso de una poética del detalle, ella escribe con el mínimo gesto que alcanza una experiencia muy lejana a las lógicas de mercado donde cuerpos unitarios se fusionan en estadísticas y se pierden en redes. Contrariamente, con trazo despojado y éxtimo, sitúa al problema del saber en un espacio otro, creando un lugar que como señalaría Foucault, define lo extranjero por naturaleza. Quiero decir que atravesando confines, lejos de resguardarse en el campo de las teorías, sus textos entraman psicoanálisis y filosofía abriéndose a lo literario. Yo creo que no hay espacio de mayor potencia que el que atraviesa esas fronteras que arden.

                                         

Ya Freud lo había inaugurado cuando distinguido con el premio Goethe de 1930 por sus escritos clínicos revelara al mundo su fuerza narrativa. Es que la obra del fundador del psicoanálisis no sólo fue subversiva por su contenido sino que también enseñó a considerar la multiplicidad de versiones con las que la realidad se presenta, renunciando más acá y más allá de sí, a la tradición de la clínica médica y su modo canónico de contar. Produjo así un género literario nuevo: el caso clínico psicoanalítico. Y si cada género nuevo concibe un nuevo lector, su escritura nos reinventó como sujetos capaces de crear textualidades con menos ataduras y más abiertas a lo nuevo. Nos mostró con genialidad que en las tensiones y contradicciones de la lengua y nuestro existir en ella, habita la fuente de los movimientos con los que es posible bordear un saber, disponiendo los andamios por los que aún transitamos en la búsqueda de las diversas formas de decir de la verdad que nos concierne.

Llegados a este punto podemos confirmar que nuestra autora es una digna seguidora de ese espíritu revolucionario propio de quien desafía lo establecido y se arriesga al encuentro con lo nuevo.

 

Para quienes somos sus lectores sería imposible no sentir todas esas intensidades que quedan en el aire surcando metáforas y aleteando en conceptos-pájaro, pensamientos-pájaro, para seguir una bella idea de la filósofa belga Vinciane Despret. Es una imagen muy contundente que nos permite pensar que a los conceptos, a las ideas, a las nociones, a los pensamientos, se los toma no para echarles mano sino para dejarlos seguir volando.


Es la misma imagen que nos trae el poeta mexicano Luis Armenta Malpica al decir que: “cuando la voz y la palabra tienen cuerpo de pájaro”, sabemos que “no hemos perdido el vuelo”.


Me importa destacar que cuando digo “concepto” lo hago en un sentido nietzscheano; de modo que habitar los conceptos es para mí un modo de entrar en un mundo que alberga la diferencia y la multiplicidad, las formaciones paradojales y la irreductibilidad a la captura de la significación inmediata. De este modo la arquitectura conceptual está muy lejos de construir el habitual “columbarium”, el gran edificio romano con el que Nietzstche designaba a esa suerte del “templo del saber” en el que los conceptos suelen  ostentar una rígida regularidad insuflada en lógicas de rigor. Contrariamente a los hálitos de frialdad en los que suelen allí envolverse, al acercarnos al trabajo de Anne Dufourmantelle nos encontramos con una fuerza nacida en la sensibilidad, cultivada en el terreno de la ternura. Es que sería imposible de otra manera. Porque ella misma es “la puissance de la douceur”.


He precisamente aquí la idea que titula uno de sus textos: La puissance de la douceur. Palabras que han emprendido un verdadero viaje atravesando lenguajes. En la deriva del original francés, “douceur” ha encontrado su traducción al inglés en el término “gentleness” al portugués  en “suavidade”, al italiano en “dolcezza”, mientras que en español, aunque la expresión elegida por la traducción oficial fue la de “dulzura”, ha sido con frecuencia nombrado como “ternura”.


Esta polisemia me resulta fascinante, pues no sólo refleja las astucias de las lenguas para encontrar palabras equivalentes, sino que en los confines de las equivalencias, incluso en sus fracasos, encontramos un sentido que no se deja atrapar por las concepciones unitarias, sino que se escurre entre las mismas diferencias. Algo sin palabras se saborea, es decir, se “sabe”. Es el juego de las raíces: sapere-sapore.


En todos los casos, traducir conlleva siempre una ética de fronteras. Son migraciones las que en la zona de pasajes provocan la traducción y crean puentes enlazando orillas que parecían inabordables, Es decir que haciendo jugar las diferencias, el otro en su otredad no desaparece sino que contrariamente, su singularidad se proyecta a primer plano, se afirma y gana evidencia al volverse inteligible.


Esta intuición que ocurre en el seno de la misma deriva, es también la que liga las ideas asociadas al concepto de “puissance” la otra palabra que inaugura el texto. Así la traducción de “puissance” como ”power”, “força” y “potencia” e incluso para algunos “pulsión” (drive) -todos términos para nada sustituibles aunque tengan aires de familia-, muestra no sólo la amplitud del espacio de pasajes en el que se negocian los significados sino también el movimiento insistente de algo que quiere ser dicho en este mismo movimiento. En otras palabras, algo de lo inasible  se revela en acto. Y si como apreciaba Clarice Lispector, “lo bueno de un acto es que nos sobrepasa”, sería precisamente esta imposibilidad de captura la que funda la potencia de esos mismos pasajes.


Podríamos imaginar, que una escena donde palabra y acto se hayan juntado performáticamente, sea quizás la que hizo decir a Catherine Malabou en su prólogo a la edición francesa del libro que: “es muy raro que un libro de filosofía tome la forma de la materia de la que habla: que se convierta en sustancia cuando aborda la materia, en geometría cuando encara la superficie, o incluso que se impaciente cuando habla del tiempo. El Poder de la ternura logra la increíble hazaña de ser un libro tierno. De ser un libro "sobre" la ternura, a ser un libro escrito "por" la ternura en sí misma –un libro donde la ternura es simultáneamente sujeto y objeto”. Y más adelante refuerza esta idea enunciando que hubo que permitir que la ternura encontrara su propia voz, inventarla ya que, como Anne Dufourmantelle explica con grandiosa claridad, la ternura nunca está dada de antemano. Es que como señalaba el filósofo Étienne Souriau, nada está dado de antemano. Todo se juega en el camino.

 

Yo creo profundamente en el valor del transitar caminos. Son mucho más importantes que las metas. Andar por desvíos, errar e incluso perderse, seguir rastros de ausencias, despliega la potencia de posibles, la fuerza de la invención. En el lenguaje, esta transformación que es propia de la función poética, es el camino que retomo cuando estoy perdida y entonces la lectura de un solo fraseo alcanza para encontrarme. Porque son los recorridos por sendas laterales imprevistas, las pausas en lugares impensados, los ritmos de la respiración del mundo, los que construyen cartografías dibujadas por los acentos pulsionales de quien anda.


Y así vamos creando en el encuentro y desencuentro con otros, espacios para habitar. Es un trabajo que ocurre en ese ámbito de disputa vital, pleno de sentidos e inconsistencias, convicciones e insignificancias, permanencias y fugacidades, supervivencias y resistencias. Y es una experiencia de riesgo en el sentido que toda experiencia lo es. Me gusta tomar el significado de “experiencia” en el sentido que proviene del alemán “ehrfahrung” (que incluye a “fahren” (peligro) y “gefahr”(conducir) señalando con ello la idea de experiencia como acontecimiento en tanto travesía arriesgada.

 

En la escritura, este encuentro es una potencia. Y en la que nos ocupa, la de Anne Dufourmantelle, esta ocurrencia es decisiva.

El ritmo al que nos vemos introducidos a través de ella mantiene una intensidad constante, y entonces, como ocurre en ausencia de gradación ascendente de una trama, nos vemos conducidos al nudo mismo de la cosa en cada comienzo. Este modo de ir al meollo es muy, muy nietzscheano, porque los conceptos, -entendamos por ello esa suerte de -aparatos de escritura en movimiento-, son ellos mismos versátiles y en tanto residuos de metáforas, nunca deben olvidar las diferencias, las notas distintivas, es decir sus sonoridades, como en la música. Por suerte para nosotros, con Anne, no corremos este peligro.



Fragmento II: Un resplandor de realidad: eros, vida, muerte

  

Tállate en la estofa de existencia que quieras, pero hace falta tallar,

y así haber elegido ser de seda o de sayal.

Étienne Souriau

 

 

Nada, -ni siquiera nosotros-, nos es dado de otra manera que en una suerte de media luz, en una penumbra donde se bosqueja lo inacabado, donde nada tiene ni plenitud de presencia, ni patencia evidente, ni consumación total, ni existencia plena”. Estas palabras del filósofo junto con aquellas que rezan de acápite, reflejan la idea que queremos acentuar: que hay algo de lo no acabado, en lo que puede reconocerse un modo de existencia, que se vislumbra en una “zona entre”, justo en el umbral donde ocurren cosas inesperadas. Esta dimensión de lo enigmático en lo inacabado, de lo que invita a jugarse componiendo escenas con fulgores de realidad “en obra”, es la propuesta de Anne Dufourmantelle en su escritura, tanto más acentuada cuando de clínica se trata.


Ya en su texto sobre los sueños, formaciones del inconsciente habitualmente consideradas  deshechos de la actividad de vigilia, el sueño se afirmaba como la dimensión subjetiva por excelencia puesta en el mundo. En “La inteligencia del sueño”, su libro homónimo, ella desarrolla un lúcido y sensible abordaje de la experiencia onírica señalando que “la nueva relación con el mundo que viene dentro del sueño a nuestro encuentro instruye nuestro ser en la noche de nuestra sensibilidad”.


Me impresiona la fuerza de esta imagen: la noche de nuestra sensibilidad. ¿No sugiere acaso que atraviesamos múltiples dimensiones de existencia en distintos tiempos en cada uno de nuestros días? ¿No es en los instantes fugaces cuando nos encendemos —habitando extrañamientos, anacronismos, contradicciones, mezclas de sentido— como si fuésemos tocados por la obscura claridad de la noche misma?


En efecto, una vez que cruzamos el umbral y entramos en ese mundo disruptivo, el sueño se despliega como un extraño despertar de verdades dormidas. Cuando soñamos, soñamos el mundo que nos sueña —una intimidad proyectada hacia afuera, un exterior vuelto hacia adentro, el reverso necesario de lo que somos. No hay sustancia unitaria. Sumisos frente al desfile de imágenes cuyo sentido sólo ocasionalmente golpeará interrogante al despertar, experimentamos temporalidades habitualmente disimuladas bajo la esfera del tiempo de Cronos que rige la vigilia Fragmentados en múltiples piezas, somos a la vez actores y espectadores, cautivos y errantes, moviéndonos por lugares donde todo lo desarreglado se esfuerza por componerse de nuevo.

 

En la escritura de lo clínico, especialmente en su texto llamado “En caso de amor”, con belleza decisiva Anne Dufourmantelle guía al lector por atmósferas oníricas que envuelven, logrando que tanto por el camino de los sueños como por el de las narraciones del acontecer analítico, no podamos sentir menos que el temblor de la vida ante las heridas que nos habitan. Entonces por un instante escapamos. Una fuga entre los muros del tiempo que nos impusieron la inmovilidad frenética en la que nos encontramos sumidos en nuestros días, una salida momentánea de la máquina arrasadora del horror, una sublevación ante las negaciones colectivas, una fortaleza de junco ante todo quiebre de la acción humana que desconoce al propio sujeto que la sujeta.


Allí despertamos a otras existencias, cuando el pensar, -en una constelación saturada de tensiones, llega a detenerse. Porque “pensar es abismarse a un silencio en el que las cosas, de pronto, vuelven a carecer de nombres” como sugiere este maravilloso pensamiento-pájaro de Marcelo Percia.

 

Lo que quiero transmitir con todo esto es que con este modo de pensar al que nos conducen sus palabras, nos vemos llevados al seno de  experiencias de umbral; esas de las que Benjamin decía que nos habíamos vuelto pobres en la vida cotidiana. Pero claramente no aquí.


En el espacio furtivo de la lectura del texto volvemos a ser rico en ellas, por lo tanto, volvemos a ser ricos en pérdidas. Hay una hermosa imagen que tomo de Rebecca Solnit, de su “Una guía sobre el arte de perderse” donde ella ve en el concepto de “perdido” al menos dos significados diferentes. “Perder cosas tiene que ver con la desaparición de lo conocido, perderse tiene que ver con la aparición de lo desconocido”. Y explica: “hay objetos y personas que desaparecen de tu vista, tu conocimiento o tu propiedad: pierdes una pulsera, un amigo, la llave. Sigue sabiendo dónde estás tú. Todo lo que te rodea resulta conocido, pero hay una cosa de menos un elemento que falta.

O bien te pierdes tú, y en ese caso el mundo se ha vuelto mayor que tu conocimiento de él”.


Pues bien, para mi ese es el encuentro que Anne desenmascara en este texto, donde el mundo de la experiencia clínica  se revela como lo que es, a saber: el lugar de los sueños, del sexo y de la muerte. Lugar de lo indecible que involucra al cuerpo en su condición de ser el más puro enigma, y por lo tanto, aquello que ningún saber puede cubrir porque lo que allí se juega es el no-saber disarmónico que se ve en lo que renguea, en lo que lo hace vacilar: una borradura, un agujero, una falla, una inadecuación.

El sujeto de referencia, lejos de un “individuo”, es el sujeto como intervalo, tal como lo infiere el poeta Fernando Pessoa al preguntarse: “¿a quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es este intervalo que hay entre mí y mí?


Así entonces, el acercamiento al escenario clínico que Anne Dufourmantelle nos propone es una invitación a correr un riesgo Y nos adentrarnos con pies desnudos, como estamos siempre ante el fondo de lo real en el que se hunden nuestras imágenes heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida (Miguel Hernández)[1]

 

Y sin embargo, aunque tal despojo del yo haga parecer que deja nuestra soledad en carne viva, expuesta, en verdad ocurre lo contrario.


En la textualidad que se despliega y que nos involucra se va diseñando un nuevo territorio de existencia, un terreno donde nuevas formas comienzan a titilar, y en la calidez de esas figuras incipientes e inciertas sabemos que no estamos solos. Compartimos el dolor. Compartimos el asombro. Compartimos el temblor —el milagro de sabernos vivos. Fuertes, y a la vez vulnerables. Arrojados, sumergidos en el abismo; y al mismo tiempo, sostenidos en ternuras.


En el umbral de esta intuición, las formas ya no son lo que eran, y resplandece lo inacabado. Desde ese lugar sentimos la fuerza de la trama que nos impulsa a elegir, a tomar posición.


Sí, esta es la clínica que hoy nos convoca: una clínica fundada en la ética del acto analítico. Aquí, el acontecimiento es una apertura del tiempo, una frontera temblorosa, un encuentro que nos desestabiliza donde nuevas intensidades se encienden en el borde mismo del no-saber.



Fragmento III: O que será que mi dá

 

Les propongo detenernos en uno de los relatos, uno de los casos de amor como los llamó la autora; más precisamente en aquel al que nombra de una forma extraña aunque contundente: “el amor el niño”. Digo extraña por la ausencia de conector explícito, aunque imagino que de esta forma, en esta continuidad, es donde precisamente se nos revela lo que los une, lo que los enlaza de forma indisoluble.

Se trata de un texto paradigmático que refleja lo que hemos venido señalando: una escritura jugada, una analista que se juega, una vida jugada, una muerte jugando y por sobre todo, un deseo para hacer jugar. Todo ello en el orden de un acontecimiento, lo que supone  claramente, una conmoción del tiempo.

La escena narrada es multidimensional. Quien escribe relata una historia de una historia ocurrida mucho tiempo atrás, al tiempo que relanza una nueva historia. Habla del que habla, escritura del que escribe, recursividad que en el límite de su posibilidad, nos arroja como analistas al acto de andar por esos extraños escenarios en los que intervenimos y a los que llamamos “clínicos”.

 

En el texto, “el hombre”, “la analista”; esas son las voces que hablan. Mientras que la autora desdoblada en multiplicidades construye una narrativa sin la linealidad oficial usual en los hilos de las historias. Aquí, pasado, presente y futuro se conjugan. Y tal como suele ocurrir en la experiencia analítica, los diálogos se yuxtaponen y los pronombres se alternan. En todo caso, lo que parece dejar claro quien escribe, es que estamos todos, lector incluido por supuesto, fuera de la escena del pronombre yo.


En esta atmósfera casi onírica que la escritura propone, como lectores nos fragmentamos en distintos lugares: los que parecen dados y los que piden invención. Siempre asistiendo al estallido de los sentidos únicos bajo la asombrosa pluralidad de miradas sostenidas en la tensión de un montaje en el que imágenes y palabras entretejen silencios.

Tal es el lugar siempre descolocado en el que nos vemos sumergidos y en esa travesía por el lenguaje conmocionado, dinamitado y vuelto a crear, el respeto y el asombro se imponen como guía. Quiero decir que en este sentido, Anne Dufourmantelle respira humildad ante lo real y el lector se descompone caleidoscópicamente en las múltiples figuras que quien escribe ha dejado en el aire.

Dispersar al lector en múltiples figuras es, en sí mismo, un recurso literario, un gesto cuya relación con el devenir analista, la autora había vinculado a su deseo de leer y narrar historias desde niña (como reza en una entrevista que le fuera realizada años atrás).

 

¡Ah! ¡La niñez! Esa dimensión que conjuga tan especialmente supervivencias y porvenir. Allí donde habita la fuerza del deseo, su origen, su vientre. Indestructible como enseñó Freud, tenaz y enigmático como surge de la experiencia analítica. Por esto otorgamos a la niñez un lugar central, y aun cuando su reflexión no nos sea dada en primer plano, la imagen se presenta como fondo permanente y difuminado como aire. Nada más ni nada menos que el que necesitamos para respirar.

 

Reparemos entonces que es precisamente la imagen de la niñez la que inaugura al escrito: el niño unido al amor. Y agreguemos aún: amor prendido a la vida. Vida hilada a la muerte. Amor que sobrevive. Vida y muerte que lloran.

El hombre que relata, narra una escena de desesperación, pero las palabras cargadas parecen suspensas. El aire parece cortado. Eros ensombrecido no nombra todavía pasiones ni tristezas y un dolor silencioso inunda la atmósfera. Pero la pulsión tienta un decir. Aún. Como un pequeño fuego que tímidamente quiere surgir de las cenizas. Unas palabras que tiemblan en busca de un oído por dónde entrar, una escucha que las abrace.

 

Mucho tiempo atrás había ocurrido una escena en la que él rescataba del río a un niño, hijo de  amigos. El niño se ahogaba y él lo había salvado.

Ese río nunca estuvo tan solo, un río en el que un niño agita sus brazos.  El hombre lo ve. Y se hunde para arrastrarlo hacia la orilla donde luego de reanimarlo boca con boca empujando aire en sus pequeños pulmones, sintiéndose suspendido en ese instante eterno, deja caer su cuerpo en la tierra acunando al niño en sus brazos. No llama a nadie. Siente palpitar la vida en esa cercanía, en ese cuerpo frágil que no hace tanto ha entrado en este mundo. Sensaciones turbulentas surgen más allá de las palabras, más allá del sentido en el acontecimiento puro del cuerpo a cuerpo. Es puro vértigo de supervivencias.  Un abismo que se sabe de repente. Un destello certero. Una fuerza de verdad. Y es precisamente allí donde algo agujereará el sentido pues aún en el colmo de la plenitud de presencia se bosqueja lo inacabado. Paradoja de la experiencia traumática, irrupción del acontecimiento.

Pero como la verdad nunca es unitaria y absoluta sino paradojal y difusa, ocurre que florecen en un mismo momento verdades unas y verdades otras. Ellas surgen de la trama del caleidoscopio de miradas que componen el mundo en la complejidad de sus relaciones. Es así que de la boca de una testigo, una joven extranjera que cuidaba al niño y que miraba desde lejos esa escena, surge radical y golpea, una interpretación muy lejana a la experiencia de la ternura que enlaza la vida y la muerte. Colmada por un sentido unilateral, ella no duda en afirmar que aunque puede no saber exactamente lo que allí ha ocurrido, lo que vio es una escena de seducción. De ahí en más, sexualidad, abuso, temeridad, estallarán rompiendo lazos de amistad bajo el signo de la traición. Habrá juicio, esa escena de lo social que nombrará y juzgará acciones y voluntades separando víctimas de victimarios, imaginación de realidad. Pero ninguna sentencia surgirá de allí bajo declaración de inocencia pues el martillo sonará contundente: “la acusación no ha lugar”.

 

Mientras tanto para el hombre todo es una bruma pues él se encuentra en una penumbra. Desbordado, sobrepasado, sin entender nada, se ha dejado llevar por los decires y actos de los otros, ya que él se siente “des-subjetivado” -podría decirse un poco apuradamente-. Es que preguntas tales como: “¿qué pasó en mi verdaderamente” ?, ¿quién soy? ¿cuál es mi deseo?, o -como se interroga el poeta Fernando Pessoa en el libro del desasosiego-: “¿a cuántos asisto? ¿cuál es el intervalo que hay entre mí y mi?”, no podrán ser desplegadas en ese entonces.

No será sino largo tiempo después, tras muchos años de silencio, cuando ellas asomarán intentando esbozarse y lo harán en el encuentro con Anne Dufourmantelle, la analista que pondrá lágrimas a ese dolor.

 

Es cierto que un suceso no menos fuerte provoca la búsqueda de un escenario analítico donde poder hablar. Lo que despierta el deseo de saber es el encuentro casi fortuito con un joven que lo busca hace tiempo con una pregunta existencial. Es que el niño crecido ya, en un acto pulsional desesperado, quiere una respuesta urgente a su pregunta: ¿Quién es el hombre a quien le debe la vida? o mejor dicho, ¿quién es él para ese hombre?

Entonces, en un encuentro que ocurre en una ciudad extranjera, perdidos en voces y cuerpos que buscan palabras, se aman apasionadamente. Ninguno había tenido sexo con hombres nunca antes y quizás pueda no hacerlo nunca después porque el pathos no parece desplegado en torno a la elección de objeto, sino en algo que lo toma y lo trasciende, poniendo en escena la fuerza de la vida conmovida por las supervivencias. Y aun cuando se trate de una sola y única noche y no volverán a verse, sabemos que un gesto mínimo de ese orden pulsional, como un detalle de una imagen en un sueño, alcanza para conmover el todo.

Es así que llega a la escena analítica y es desde allí que bajo la narrativa de Anne que hoy reescribimos, acontece lo inesperado.

Algunos años atrás ella había dicho a un entrevistador que en las historias y temas que todos tenemos, -réplicas de la repetición que nos habita-, un acontecimiento está ahí:

es el acontecimiento que irrumpe, que no puede leerse en continuidad con lo real que es por definición lo que sucede. Sí, estoy muy concernida—trabajo mucho en este momento sobre esta cuestión del acontecimiento, porque creo que la sesión analítica en sí misma debería ser cada vez un acontecimiento. No puede serlo siempre, pero hay algo que sucede verdaderamente en el instante cuando estamos en cierta disponibilidad hacia aquello que nos desborda, nos sobrepasa. Y me parece que si no aceptamos adentrarnos a tientas en ese espacio de penumbra que se forma entre uno mismo y el otro no sucede gran cosa, precisamente.”

 

He elegido ese párrafo porque efectivamente muestra cómo en nuestra autora saber y verdad están imbricados en un pensamiento vivo pues ella posee esa rara cualidad donde pensar, sentir y habitar son de alguna manera la misma cosa, tres acciones cuya comunidad de sentido Heidegger ya había señalado. Es por esto que su narrativa permitirá leer el acontecimiento propio en el seno de su escritura. Y también dirá, refiriéndose a la experiencia analítica:

 

“Aún queda amor en un paisaje devastado...Todos tenemos zonas de tierra quemada y otras exuberantes. Y tendemos a convertir esas zonas devastadas, maltratadas, abandonadas o yermas en territorios prohibidos. Somos nosotros quienes colocamos las barreras y los alambres de púas diciendo: "Ahí no se va".

Y continúa diciendo respecto de ese lugar excluido:

Pienso que uno de los intentos del análisis es reintegrar esos territorios como también amables, incluso cuando no podemos hacer nada por ellos. O sea, aunque sepamos que la tierra seguirá estéril o que, por decirlo de alguna manera, nada crezca, al menos podamos atravesarlos, porque forman parte de nosotros. No son detestables ni deben quedar fuera de campo, y justamente creo que ganamos mucha movilidad con ello”.

 

Es por este trabajo necesario con lo excluido que Anne habilita esta movilidad. Lo hace cuando comprende que en la escena traumática que surge del relato, “el deseo en su esencia se opone a la muerte; es el único verdadero adversario, pues aun cuando se haya hecho pacto con ella es para volver a encontrar vida, excitación, intensidad, el deseo de vivir en el lugar de un otro –el niño– al que ya le había sido concedido morir.

¿Y cuál es el precio que pagamos por haber deseado la vida a todo precio en el lugar de él?”, se pregunta.

Bellísima y valiente reflexión que los analistas han dejado atrás demasiado rápidamente por procurar hacer del deseo una conformidad, una asepsia, una operación regulada. Pero el deseo es voluble y no se ajusta a ninguna norma. Es el enigma que en palabras de Chico Buarque, compositor y poeta brasileño, nos hace sentir su fuerza enigmática con desparpajo:

 

O que será que me dá

Que me bole por dentro, será que me dá

Que brota à flor da pele, será que me dá

E que me sobe às faces e me faz corar

E que me salta aos olhos a me atraiçoar

E que me aperta o peito e me faz confessar

O que não tem mais jeito de dissimular

E que nem é direito ninguém recusar

E que me faz mendigo, me faz suplicar

O que não tem medida, nem nunca terá

O que não tem remédio, nem nunca terá

O que não tem receita

 

O que será que será

Que dá dentro da gente e que não devia

Que desacata a gente, que é revelia

Que é feito uma aguardente que não sacia

Que é feito estar doente de uma folia

Que nem dez mandamentos vão conciliar

Nem todos os unguentos vão aliviar

Nem todos os quebrantos, toda alquimia

E nem todos os santos, será que será

O que não tem descanso, nem nunca terá

O que não tem cansaço, nem nunca terá

O que não tem limite

 

O que será que me dá

Que me queima por dentro, será que me dá

Que me perturba o sono, será que me dá

Que todos os tremores me vêm agitar

Que todos os ardores me vêm atiçar

Que todos os suores me vêm encharcar

Que todos os meus nervos estão a rogar

Que todos os meus órgãos estão a clamar

E uma aflição medonha me faz implorar

O que não tem vergonha, nem nunca terá

O que não tem governo, nem nunca terá

O que não tem juízo

 

En la lectura de Anne, ese deseo que lo había turbado era un deseo de vida contra la muerte. En sus palabras, “no era extranjero al deseo sexual pues de hecho bebía de la misma fuente”, pero -y yo creo que esta diferencia es esencial- “no era el deseo de tomarlo a él, de satisfacerse en él o con él, sino que al contrario”, dice Anne, “era una suerte de respeto sagrado lo que lo había mantenido a distancia del cuerpo del niño toda la reanimación”.

 

Debo confesarles que jamás había yo visto un acercamiento a la experiencia del trauma tan certero, imágenes más precisas, pues Anne Dufourmantelle hace que las palabras rasguñen las piedras hasta nosotros:

El horror tan próximo. Haber pasado tan cerca de la muerte, como por debajo de ella misma, sosteniendo sus cabellos, enlazando sus brazos al niño, rozándola justo para entrever la nada, la respiración que se detiene… ¿y después? nada más?

El hombre está absolutamente conmocionado, -quiero decir existencialmente-, pero él no sabe nada aún. ¿Cómo explicar que un deseo carnal nace en la pena más expuesta, de cara a la fragilidad?

 

Esta última pregunta es de un valor teórico-clínico indiscutible y podríamos extendernos mucho más sobre esto pues constituye una de las referencias más certeras de la experiencia de las heridas que habitan lo humano; pero por ahora, sigamos la fuerza de la pregunta de Anne: ¿quién no puede entender que él se excita también por amor?

Ah! He aquí un punto nodal que Anne Dufourmantelle reconoce y sobre el que avanzará diciendo:

 

 “el trauma se establece en la vergüenza, es decir ahí donde el sujeto se abandona o se traiciona él mismo y solo él lo sabe. Entonces se obstinará en “revivir” no exactamente ese trauma  y sobre todo no ése (es esa obsesión de que aquello puede “volver”). Va a hacer un círculo alrededor de él hasta quedar devastado interiormente al punto que el acontecimiento se introduce en el centro de su vida y lo carcome interiormente. Ya que ahí también está la intensidad. Ya que ahí sobrevivió. Nada más intenso que lo que jamás  ocurrió”.

 

Me impresiona el alcance de sus palabras que muestra que no se trata solo de una comprensión “intelectual” sino de un verdadero cobijo para estos gritos del alma muda, ya que nuestra analista acoge esta verdad sin tapujos creando “hospitalidad a dos”. Esta ha sido la forma en que ella misma suele nombrar al espacio creado por la experiencia analítica y lo hace “suscitando preguntas prohibidas, filiaciones ocultas, secretos, imágenes confiscadas” … aun cuando al final, como dirá, “quede siempre una grieta que nada podrá hacer desaparecer pues vivimos dentro de nosotros con palabras de una lengua extranjera”.

 

Es muy importante para mí señalar aquello que no deja de sorprenderme de la posición analítica de nuestra autora y tal es el coraje con el que sostiene su ética.  Creo que en verdad son gestos que devienen claves para la formación en psicoanálisis. Son aquellas formas suscitadas en el espacio analítico, que proviniendo de claroscuros, adquieren visibilidad como puro movimiento sin más duración que la de una vislumbre. Estas astillas del mundo, restos únicos que van que vienen y que empiezan a desaparecer en cuanto aparecen, son -tal como lo define Didi-Huberman2-  “estelas de una pregunta, un recuerdo o un deseo, algo que dura poco más que la aparición en sí misma, una remanencia, una asociación que merece entonces siempre el hábito o bricolaje de escritura”.  

Es precisamente en esta escritura, donde “la analista no buscaba volver aséptica esta historia ni justificar de ninguna manera lo que habría podido turbarlo”. Contrariamente buscaba “comprender esta turbación como un acontecimiento que atraviesa el cuerpo y la psique toda entera, arco y flecha contra la muerte que toma el cuerpo”.

 

¡Qué imagen! ¿Habría mejor forma de decir cuánto la experiencia analítica nos concierne? ¿Podría haber una imagen más potente que la persistencia de un Eros desesperado y palpitante?



Ultimo fragmento: Las lágrimas de Ulises


Si existe una posibilidad para lo amable en la tierra desasosegada donde la sensibilidad del hombre agonizaba, fue la que precisamente Anne supo conmover; porque como ella muy bien había dicho, “en la superficie del lamento, nada se mueve”. Y será  así como en ese terreno desolado algo hizo de abertura, de pasaje a través de las vibraciones de los cuerpos. Allí, algo aconteció. Unas lágrimas que la analista deja correr en la primera sesión de análisis inesperadamente y que luego entenderá como marca de la transferencia misma, se asoman decisivas. 


Leamos juntos: 

 

“la analista se había puesto a llorar, o más exactamente, había sentido las lágrimas subir a los ojos. Ella se había disculpado y se había alejado para poder respirar, secándose las lágrimas que, inexplicablemente, amenazaban con llevársela, de cara a ese hombre tan contenido, tan cansado, que le contaba un acontecimiento que había sucedido hacía treinta años y del que buscaba entender alguna cosa.

Era la primera vez que le pasaba esto y Dios sabe que en tantos años de práctica había escuchado cosas terribles, injustas, dolorosas. Entonces, es en ese momento que ella se dice que este hombre, cuando había salvado al niño, había con todo su deseo de hombre expulsado la muerte, habiéndole impedido que tomara su cuerpo, su alma, y que ese combate había tenido lugar en su cuerpo de alguna manera”.

 

Creo que aquí radica la clave de todo. Esa fuerza de Eros que busca vencer la muerte. Una suerte de pensamiento mágico que nos habita, dirá Anne, como Orfeo que se acerca lo más posible a la frontera con los muertos y no deja a Eurídice descender entre ellos.

 

Advirtamos entonces. Las lágrimas surgen como respuesta de la analista en la escena. Ellas no se piensan, no se preparan, no se saben de antemano, simplemente, son. Como la risa, revelan una verdad del sujeto sin mediaciones pues ante lo real siempre es posible engendrar síntomas-imágenes, aportando saber a jirones por súbitos resplandores. Son fulguraciones que queman, como diría Didi-Huberman: “aunque sólo nos enfrentemos al manto plomizo de las cenizas mezcladas, ellas siempre son la memoria del fuego y allí, es preciso atreverse: soplar suavemente con el rostro aproximado a la ceniza, para que la brasa recupere su incandescencia y vuelva a emitir su luminosidad.”


Propongo pensar que el llanto que se produce surge de tales cenizas, como el ave fénix que representa la fuerza de la vida que insiste en sobrevivir. Es un fulgor que no es de uno ni de otro, no es un asunto sentimental ni de identificaciones, no es la compasión ni el altruismo lo que guían el gesto, sino que es la grieta misma por donde emerge el vacío que nos constituye y habita.

“En la escena, él, el hombre, jamás había podido llorar. Y cuando ella vuelve a la habitación, ella percibe en su mirada que allí se sellaba eso que llamamos transferencia, esa cosa que existe en ese espacio alrededor de una ficción que elabora lentamente esa visión de nuestra propia vida que dejamos junto al otro mientras la vida continúa”.

Yo no pienso que se trate de una pura sustitución, quiero decir que no es que ella llore en su lugar, o por él. Es una sustitución sólo en el sentido de la metáfora. Porque opera como metáfora, que no es otra cosa que el transporte mismo. Tampoco llora por ella, sino “desde” ella pues la emoción está en el aire que al moverse permite respirar. Es el aire conmovido.


He de volver aquí al gesto que compone lágrimas como marcas de transferencia. Anne Dufourmantelle, la analista que se arriesga a escribir algo fuera de lo común, algo que casi ningún analista hace: decir que llora en sesión,


Ahora bien, ¿qué puede esto significar? En principio nada tan sencillo como lo que la historia de la filosofía del llanto y de las lágrimas ha sugerido quizás por haber colocado equivocadamente las preguntas -como señala el investigador Bernardo García González en Prolegómenos para una fenomenología del llanto-, donde todo parece haber desconocido su complejidad inherente.


En todo caso, a nosotros nos interesa su espesor y por ello acompañamos la pregunta de  Barthes: “¿Quién escribirá la historia de las lágrimas?” y su respuesta: “Todos lo haremos.”


Y llegados a este punto podemos enfatizar: y Anne Dufourmantelle, sin duda alguna.


Entonces les propongo seguir avanzando por esta vía. Creo que el tratamiento del punto es de orden para la teoría y práctica clínicas ya que algunos lugares comunes dentro del mismo pensamiento psicoanalítico suelen llevar a pensar que el llanto del analista supone indefectiblemente la puesta en juego de sentimientos propios y el desborde de la emoción en el plano identificatorio al modo del contagio de un dolor duplicado. Una puesta en juego de lo personal que nada parece tener que ver con la lógica analítica del inconsciente y su ética.


Pero la penetración de la especularidad y su vertiente imaginaria que podrían primar como lectura, dejarían de lado la complejidad de una construcción de la realidad que al menos desde el paradigma del RSI propuesto por Lacan, -que articula los registros de lo real, lo simbólico y lo imaginario-, pide una mirada más amplia. Entonces, acentuando esta inquietud, no cabría preguntarnos por el registro por el que las lágrimas podrían alcanzar lo real?  

 

La respuesta que hoy les alcanzo proviene de una isla perdida en el océano Atlántico, cuna mítica de la polis griega. Les propongo atravesar el tiempo hacia la corte del rey Alcinoo, cuya hospitalidad acoge a un náufrago rescatado de las aguas abismales, y que liberado de su tormento estará a punto de regresar a la tierra amada que alguna vez se vio obligado a abandonar.  Escuchemos junto con este hombre -antes abatido y ahora agasajado- en ese festejo pleno de algarabía, el canto del aedo. Un canto que canta las hazañas de un héroe llamado Ulises sin saber que el náufrago que han acogido y al que ofrecen la fiesta y el canto, es él mismo, el verdadero protagonista del relato.Lo que oímos es una historia colectiva, en la voz de quien parece haber estado allí, contando lo vivido, aunque nunca lo haya estado. Una equiparación entre narrador y testigo incita esa experiencia de desdoblamiento que pone en juego la tensión entre ausencias y presencias, ese preciso movimiento a través del cual inventamos al mundo para poderlo habitar.


Pero en efecto, es Ulises —el único que sabe por experiencia que esta historia es, al mismo tiempo, su historia y la historia misma.


En su libro “Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencias del tiempo”, François Hartog retoma y desarrolla la idea de Hanna Arendt por la que tal desdoblamiento formaría parte de una poética de saberes percibida “como un rayo lanzado sobre una configuración de saber que designa un lugar que todavía no tiene nombre”.  Esto podría leerse nada más ni nada menos que como el principio de la operación historiográfica misma ya que “lo que había sido un puro acontecimiento se volvía ahora historia”. Es que en este acto de reconocimiento que la escena homérica propone, la autoridad ya no emana de la musa (a través del aedo) sino del propio Ulises que es quien puede atestiguar lo escuchado por haberlo vivido. De este modo “se diseña allí una configuración hasta entonces inédita, una "anomalía", donde la veracidad ya no depende completamente de la autoridad de la musa, inspiradora y garante a la vez. Pero para quien la pregunta se plantea primero es para Ulises, ya que él es también el único en saber por experiencia que esta historia es, a la vez su historia y la historia.


Detengámonos un poco más en esto. Conjugar la historia colectiva con la propia es lo que precisamente la experiencia analítica testifica revelando con mínimos gestos de lenguaje desatado que no hay sujeto conocido de antemano, que quien habla no es el yo. Y en el punto de cruce entre lo colectivo y lo singular, una puesta en juego de lo común redobla la ausencia que nos constituye, desplegando coreografías de la alteridad que se mueven sin apuro, siguiendo sus propios ritmos. Así tendiendo puentes, vacilando pasos, circulan palabras que nos hacen testigos de historias deseantes en un movimiento de pliegue.


Ah! ¡Un pliegue! Esa contorsión que hace desaparecer en un tris la distancia como tal y transforma el espacio como efecto de ese mismo movimiento. Y aún con mayor osadía, al permitir pasajes y continuidades dentro-fuera, el pliegue rompe la habitual dicotomía simbólica inserta en el par individual-colectivo como lo señalara magistralmente Gilles Deleuze.


Pues esto es lo que precisamente le ocurre a Ulises cuando oye el canto de Ulises en boca del aedo, y es precisamente en ese pliegue, en la emergencia de ese movimiento acontecido, que Ulises, llora.

Pero ¿qué cosa podrían significar estas lágrimas? ¿son lágrimas de nostalgia ante lo perdido?, ¿son de rememoración?  O en la línea que interroga Hartog-: “¿Se ve él evocando las desgracias de los aqueos y como Penélope o Menelao, presa del dolor? ¿Lo lleva a este trabajo de duelo aún inacabado o imposible?


La respuesta a todo ello surge de una sorprendente comparación que viene de la mano del poeta. Ulises llora, dirá Homero: “como mujer ante su esposo caído frente a la ciudad defendiendo al pueblo y a su familia, y viéndolo moribundo y palpitante se lanza sobre él con gritos agudos mientras los lanceros le golpean la espalda y los hombros y la llevan cautiva a sufrir pena y dolor, y sus mejillas quedan marchitas por la más lastimosa angustia; de igual forma, -agrega- Ulises tenía sus párpados llenos de lágrimas”.

He aquí algo harto interesante: “que llore, se entiende, pero ¿por qué "como una esposa'? se pregunta el autor y entonces arriesga esta respuesta:

contrariamente a la afirmación de Auerbach, no hay aquí más que un "primer plano" y puro presente. Ulises, llorando, está de duelo por sí mismo: llora por él mismo. ¿Quién es él? Desde el comienzo de su errar, en el espacio no humano que se ha abierto en el cabo Malea, él es un desaparecido: ni muerto ni vivo; ha perdido hasta su nombre”.


Es en este sentido, en el canto histórico, como una esposa que desde el día en que su marido murió ya no tiene más el lugar desde donde percibía su existencia y se siente nada.

Al escuchar a Demódoco el cantor, Ulises se reencuentra en la posición agotadora de percibir el relato de sus propias hazañas en tercera persona. Como si estuviera ausente, como si él ya no estuviera, o como si no se tratara de él. Más aún cuando para los feacios, al oír a su aedo, Ulises es sólo el nombre de uno de esos héroes a los cuales los dioses han dado la muerte para nutrir de cantos a la gente del futuro. Brutalmente, a través de las mismas palabras de Demódoco, la experiencia de la distancia consigo mismo se hace más grande; él se ve ocupando el lugar que más tarde será el del muerto en el relato histórico.” Entonces, “¿está él mismo muerto o vivo, él, el sobreviviente?”

 

Hace poco en una conferencia en México a propósito las “Supervivencias” proponía que sobrevivir emerge como energía que reconoce la dialéctica pulsional freudiana donde la vida montada en la muerte y hundida en el letargo, genera imágenes que nos reinventan como supervivientes de nuestra propia muerte. Sobrevivir entonces no sería escaparle a la muerte con la ilusión de desplazarla a un tiempo futuro, sino que sería la experiencia misma de sus irrupciones en un gesto de pasajes permanentes. Así adentrados en estas zonas de umbral, en una composición siempre móvil, siempre abierta a espacios otros, se hace posible reinventar formas del lenguaje que construyen ficciones de alteridad y recuperan gestos de insumisión.


El llanto de Ulises al igual que el de la analista en el texto de Anne Dufourmantelle, son un acontecimiento en ese preciso sentido.  Ambos fenómenos pertenecen a esa zona de pasajes, al umbral que suspende el tiempo por un instante y aloja las palabras en la punta de la lengua.


Las lágrimas tornan presente esa condición de exiliados que nos habita, esa inadecuación que nos conforma subjetivamente.   


Ulises, al igual que el analizante en la escena relatada,

“no puede todavía pasar de este presente (pasado) al presente de ahora, uniéndolos mediante una historia, la suya, y hacer de ella un pasado Precisamente de este presente él está exiliado; de ahí la conmoción cuando Demódoco lo hace surgir. Es como si soñara acerca de sí mismo, siempre sabiendo que no duerme. Como si un muerto se le apareciera en sueños, como cuando Patroclo visitaba en sueños a Aquiles, pero esta muerte no es otra más que la suya. Él se sobrevive de alguna manera a sí mismo, y al igual que Aquiles, no logró abrazar al alma de su compañero. De pronto no se puede contener, y llora. Para Ulises, esta repentina confrontación consigo mismo a medida que el aedo canta, precipita una experiencia dolorosa de no coincidencia consigo mismo. Un descubrimiento que no tiene palabras todavía para expresarse, pero que Homero vuelve visible, casi palpable, por el llanto, mientras que a la comparación le corresponde "explicarlos". Ulises se encuentra aún en ese intervalo, donde él ya no es Ulises, pero no es todavía Ulises, pues no ha sido aún capaz de pronunciar: "Yo soy Ulises."

Será precisamente el llanto lo que abrirá regiones de espacio-tiempo, permitiéndole la entrada en una dimensión simbólica, la misma que lo hará articular a continuación de sus lágrimas unas palabras, las que reúnen “las dos partes de su existencia, la troyana y la errante:

"Yo soy Ulises, hijo de Laertes", gritará finalmente en respuesta a las preguntas.”


Lo mismo ocurre con el analizante en la escena relatada por Anne. Él se encuentra en los umbrales del discurso analítico; en el tiempo en el que aún su relato no se historiza por si mismo, atrapado por bloques del tiempo del Otro; aún su palabra gira apesadumbrada, aún no ha hecho de la presencia de la ausencia una posibilidad de juego en la que recrearse, y es justo allí, cuando unas lágrimas emergen golpeando su decir.


Nuestra autora nombra a esto transferencia con justa razón, pues ese acto contiene toda la fuerza de una transmisión que hace que allí donde la angustia se arremolinaba sin posibilidad de circulación, pueda abrirse una grieta haciendo pasar al tiempo. No es que se transmita el tiempo-en-sí pues no se trata de ninguna abstracción. Contrariamente lo que se transmite es un nudo de escrito-palabra que  llama al tiempo, que lo pide, que lo desea, y entonces el tiempo se transmite al pasar. Es eso que pasa y queda vibrando en el aire y pulsando los cuerpos. En el aire ahora conmovido.


A esta experiencia de pasaje, a ese gesto de lenguaje que hace que algo pase, lo llamamos “interpretación” y  el acontecimiento se encuentra en la apertura misma. Es en este sentido que propongo que las lágrimas son interpretación cuyo efecto, -que Lacan ubicaba en el orden del desconcierto-, resulta verificable sólo aprés-coup.  

 

Conviene despejar algunas ideas con relación a la interpretación y recuperar su carácter poiético. En el encuentro con lo real, no puede ser jamás considerada unitaria en tanto individual (y la clínica psicoanalítica por fuera de la ilusión yoica crea un escenario privilegiado para advertirse sobre ello), pues la interpretación no es algo que surja de un uno para dirigirse a otro uno. Podría parecer obvio pero lo cierto es que no lo es y esto quizás sea la mayor sorpresa de la interpretación.


También importa recordar que al modo de un rayo que al impactar libera energía, la interpretación es fugaz y fulminante. Toca el cuerpo como una ola, a veces convertida en risa o emoción, o en nuestro caso, lágrimas. Lacan ya había advertido que no estaba hecha para ser comprendida sino para producir “des vagues” (oleaje). Entonces lo que llamamos interpretación es eso que opera como un golpe, un pequeño gesto, un choque y contacto herido donde se le abre al sujeto lo mínimo de inconsciente que requiere para vivir, para desear.


Quisiera rescatar también el valor político de este gesto. Su fuerza de insumisión. Es preciso dejarnos sacudir por la interrogación para dar lugar a esa dimensión del no-saber sin la cual nuestras prácticas carecerían de sentido. ¿Acaso estaríamos en situación de decir que nada de esto concierne al espacio clínico? ¿Habrá perdido la interpretación su carácter disruptivo, su potencia de sublevación? ¿Ha sido condenada a una hermenéutica tomada por lógicas de sentido? ¿Acaso sobrevive la interpretación a la cooptación por parte del saber disciplinado?

Creo que debemos mantener vivas estas preguntas para trabajar con ellas y es precisamente en este punto donde el texto de Anne Dufourmantelle se nos presenta revelador.

 

Después de las lágrimas, ella nos dice poco acerca de los avatares durante el desarrollo del proceso analítico que siguió, sin embargo su escritura transmite claramente el tono —la sutil sensibilidad— en el que éste tuvo lugar: una escena de soltura, donde las palabras comienzan a fluir libremente, animadas por un nuevo ritmo vital. “Todo se volvió fácil”, escribe, “porque sus palabras, animadas, habían cobrado vida propia.”  


Podemos pensar que ocurre como si toda esa libido encapsulada, toda esa energía atada y retenida se hubiera liberado y cobrado vida; y sabemos que animar la vida es la condición mínima para que surja el deseo.

Pero la vida nunca existe sin su lazo con la muerte y ésta irrumpe inevitablemente en sus distintas formas dentro del juego del tiempo que todo análisis presupone una vez que los instantes petrificados comienzan a temblar. A veces son figuraciones transitables, necesarias, como distintas formas de las separaciones o los duelos, tan ligados a la vida también, pero a veces no. A veces la muerte reclama finalmente su objeto.


No mucho después de haber comenzado las sesiones, el hombre muere. Su coche parece precipitarse al río; no se describe con detalle, pero se vislumbra algo de ello: una desaparición súbita, opaca. Un accidente cuya densidad de sentido la analista se niega a leer hermenéuticamente. En su lugar, nos deja una sola imagen —brumosa pero poderosa—: “Después de su muerte, ella fue a caminar a orillas del Sena, sin buscar libélulas inexistentes, sin pensar en nada preciso, observando cómo se apagaba la luz persistente del día sobre las riberas, los transeúntes, las siluetas de los barcos, los arcos de los puentes—y pensó que en esa desaparición precipitada (¿quizás deseada?) yacía el enigma de una vida que había vuelto al punto de la vacilación, ante esa muerte que durante tanto tiempo había mantenido a distancia.

 

¿Pero cuánto tiempo puede la vida mantener a distancia a la muerte?

 

Al igual que Anne Dufourmantelle en ese entonces, prefiero detener mis palabras aquí, para poder respirar con Ustedes mientras caminamos juntos a lo largo de los senderos que el pensamiento va trazando, siempre tan vivos cuando se disponen a los encuentros.


La interpretación que busca comprender capturando sentidos únicos no nos interesa. Es precisamente esto lo que ella nos ha dejado como enseñanza.


Mucho se ha dicho sobre la relación entre su obra y su vida, entre sus textos y su muerte encontrando las conexiones entre escribir sobre el riesgo y morir en riesgo, entre escribir sobre la ternura con ternura y las múltiples imágenes sobre las aguas, la niñez y la muerte que buscan la determinación de un destino. Pero les propongo mantener con firmeza nuestra lectura abierta. Primero porque pienso que a lo que está escrito es preciso leerlo y ese acto es movimiento de puras multiplicidades. Y en segundo lugar porque mantener el enigma, es mantener la vida. Una vida que puja abriendo conexiones mientras la muerte coloca bloques, en el entretiempo en el que vamos perviviendo. Finalmente se trata de un trabajo de las “nachleben”, esas formas sutiles y fantasmales en las que Aby Warburg reconocía la potencia de las formaciones históricas. Tales supervivencias recogen en su etimología el doble significado de sobrevivir e imitar, al tomar algo de la muerte para poder seguir viviendo, como los vestigios de la vida de un muerto en el recuerdo de sus deudos. Si esto es posible es porque la vida es un empuje hacia lo abierto. Un abierto que se extiende, se pliega, se recoge y se agrieta pulsando formas de existencia bosquejadas en lo inacabado.


¿No es esto lo que estamos haciendo aquí hoy componiendo lo indecible no para decirlo sino para decir de lo imposible de decir, resistiéndonos a toda clausura? ¿No es esta convocatoria una forma de homenaje, -esto es: un resplandor de realidad- para el pensamiento vivo de mujeres que viendo en el psicoanálisis la aventura de posiciones deseantes, desordenaron y reinventaron lenguajes creando disponibilidades instituyentes?

 

Para terminar, quiero compartir otra escena de la interpretación, esta vez: la interpretación musical, tan, tan cercana a la psicoanalítica que nos ocupa, donde encuentra su resonancia.


En la voz de Mariza se despliega un fado magnífico que se expande en el espacio público de Lisboa. Desafiando con valentía lo que se considera políticamente correcto, la postura esperable para una artista, Mariza hace algo que perturba, que descoloca. Ella se ve sorprendida por unas lágrimas que irrumpen conmoviendo todo lo que allí ocurre.


Es un gran momento más allá de las palabras y por eso lo compartí con varios amigos en distintas ocasiones. Una vez, uno de ellos recordó el consejo de un psiquiatra renombrado que había señalado que un acto así debía entenderse como un desmoronamiento y que esa especie de quiebre era precisamente lo único que un analista jamás debía hacer en sesión. Y en otra oportunidad un amigo psicoanalista me dijo: “Aunque eso no le quita valor, no debemos olvidar que es una performance”, en un tono que sugería estar convencido de que después de todo, había allí algo del orden de una cierta ficción a la que parecía atribuir el carácter de un fingimiento.


¡Ah! Esa última observación me retrotrajo de golpe a las mismas salas frías de La Salpêtrière donde más de un siglo atrás, cuerpos de mujeres expuestos y dóciles, se enfrentaban a la exaltación de hombres ávidos de saber, de explicación y de poder. Pensé que fue necesario desordenar el propio lugar de la verdad a partir de un nuevo discurso, para que en un movimiento que cambió la historia de la subjetividad, toda una fuente de riqueza emergiera. Es que en un acto así, verdad y ficción ensanchan la realidad hasta su punto más luminoso.


Y es allí, en la misma llaga en la que hoy duele nuestro tiempo, en el temblor de los lazos que apenas nos sostienen, donde el erotismo insiste todavía en inundar nuestros cuerpos de vida.


Lo que veo en este fado, y en sus lágrimas, es un minúsculo grano—una voz de resistencia a través de una canción que nos ata a la misma tierra a la que estamos ligados entre la vida y la muerte. En la boca abierta de Mariza, entre sus dientes como armas, hay un grito que canta que es posible transformar el dolor en ternura.  Y lo hace en los propios pasajes entre unos y otros que crean nuestra existencia en común, pues “esta tristeza que trago, foi de vós que a recebi”. 


De ello las lágrimas son testimonio




[1]Llegó con tres heridas: la del amor, la de la muerte, la de la vida. Con tres heridas viene: la de la vida, la del amor, la de la muerte. Con tres heridas yo: la de la vida, la de la muerte, la del amor.





*Este texto fue presentado en octubre de 2025 en Vancouver, Canadá en LaConference de Corpo freudiano Vancouver sobre “El deseo femenino. Homenajeando la vida y obra de Mari Ruti y Anne Dufourmantelle”. https://corpofreudianovancouver.com/2025/09/30/la-conference-2025-registration/

Surge de un deseo macerado como vino en barrica desde pequeña pues el tema de las lágrimas me ronda como pensamiento que vuela insistente. Así parece que un día decidió posarse en una conversación con Andrés Gordillo en México, cuando al contarle lo que pensaba trabajar sobre las lágrimas, él me recordó las de Ulises. Hay conexiones que abren puertas, y con ella y el libro de Hertog del que me habló, encontré la clave que estalló en escritura. Gracias a Andrés y a los encuentros.


Rene Crystal - "Lágrimas silenciosas en el lienzo de la Tierra" - 2024 - Fotografía a color sobre impresión acrílica - 76,2 × 50,8 × 2,5 cm
Rene Crystal - "Lágrimas silenciosas en el lienzo de la Tierra" - 2024 - Fotografía a color sobre impresión acrílica - 76,2 × 50,8 × 2,5 cm

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

bottom of page