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¿Qué vamos a hacer con los abusos en psicoanálisis? Cuando la transferencia se vuelve abuso de poder / Verónica Cardozo

  • Foto del escritor: Revista Adynata
    Revista Adynata
  • hace 2 días
  • 5 Min. de lectura


En estos días circuló un video del psicoanalista influencer conocido como “Chinaski” —y no es casual que se haga llamar así: es el alter ego misógino de Bukowski. ¿Ironía, poesía o identificación? El personaje encarna literariamente una masculinidad cínica, autodestructiva, alcohólica y misógina, que erotiza la humillación y transforma la violencia en gesto estético.


El video es insoportable, pero es necesario detenerse en algunos pasajes. Cuando el autor afirma que “los psicoanalistas lidiamos con esto todo el tiempo”, universaliza su propio narcisismo y lo proyecta sobre la práctica analítica. Presenta la transferencia erótica —que puede ocurrir en un análisis— no como un acontecimiento a tratar éticamente, sino como una escena de seducción que lo confirma a él como objeto deseado. Se olvida, por decirlo de modo llano, de que no es con él la cosa. Cree que habla de las pacientes, de su “casuística”, pero en realidad se está contando a sí mismo.


Dice que, si se hace “prolijamente”, no habría impedimento moral, aunque él no lo haga porque está “enamorado del psicoanálisis”. Es, lisa y llanamente, una apología del abuso de transferencia. Aunque luego intente aclarar que uno puede meterse en la cama con la persona si la deriva —y así “respeta su deseo de analizarse”—, el mensaje es el mismo: la naturalización del poder y del deseo leído desde la superioridad del analista.


El principio de abstinencia en psicoanálisis no es un puritanismo moral: es ética analítica. “Siempre que viene una chica que se autopercibe linda al consultorio, más temprano que tarde te propone pasar a otra cosa”, dice. Frase tremenda: condensa una operación discursiva violenta. No solo porque sexualiza el espacio analítico —es él quien lee lo que trae la paciente—, sino porque reproduce una lógica patriarcal de culpabilización del deseo femenino, disfrazada de humor o de sinceridad “de bar de gomías”.


No se trata del deseo de las pacientes sino del goce del poder. Lo que aparece ahí es la proyección del narcisismo masculino. “Siempre me pasa”, repite. No habla de un fenómeno general, sino de sus propias fantasías. La transferencia, reducida a autoafirmación viril. Si le “pasa todo el tiempo”, quizá sea porque algo de eso mismo introduce en el análisis.


“Mujeres que se autoperciben lindas”: otro gesto revelador. Parodia el lenguaje de las identidades de género, intenta eximirse de determinar quién es bella, pero termina determinando que las que lo “desean” son quienes “se autoperciben lindas”. Confuso, misógino, y sintomático. Desplaza el eje: borra la asimetría estructural, el poder del analista, el lugar de la palabra. En esa escena, el deseo femenino vuelve a ser el culpable, y el analista, el pobre hombre tentado.


La transferencia no es un juego de seducción ni una oportunidad de conquista: es una lógica del dispositivo, y su tratamiento exige abstinencia, no autoelogio viril. Gozar del paciente —en acto o en fantasía— es lo que la ética analítica prohíbe justamente para sostener la escucha. Cuando la práctica se reduce a reafirmar el propio poder, el psicoanálisis se degrada a caricatura de sí mismo.


Que un profesional publique videos sobre cómo “lo desean sus pacientes” no habla del psicoanálisis, sino de su narcisismo. Y no está solo: abundan los discursos de analistas varones cisheterosexuales que se arrogan el derecho de teorizar sobre “el goce de la mujer”, sobre “la transferencia erótica”, sobre cómo “todas las pacientes se enamoran”. ¿Casualidad? Difícil pensarlo así. No se ven videos de analistas mujeres, trans, lesbianas o gays hablando de esto. Siempre los mismos varones, siempre el mismo punto de vista.


El psicoanálisis no necesita más dioses fálicos, progres, cancheros o rockeros: necesita ética, responsabilidad y una escucha capaz de correrse del goce de su propio poder. Que no nos vengan a hablar de transferencia quienes hacen del abuso un método y del narcisismo una estética.


Porque los silencios también hablan. Salvo contadas excepciones, el repudio a este tipo de discursos brilla por su ausencia. No se trata solo del caso “Chinaski”: se trata de un clima institucional. Muchos de los que callan son colegas conocidos, docentes, referentes mediáticos o universitarios. Se festejan entre ellos, se invitan mutuamente a sus presentaciones y comparten escenarios.


Lo que sí abunda son mensajes de varones profesionales diciendo: “no dijo nada”, “tanto lío por una boludez”, “feminazis, por ustedes ganó Milei”, “le hacen mal al psicoanálisis estas denuncias”, “si la deriva, no viola ninguna ética”. Frases que muestran con claridad el pacto de complicidad y la incomodidad masculina ante la interpelación ética.


Ante ese panorama, la pregunta es urgente: ¿qué vamos a hacer con los abusos en psicoanálisis? No alcanza con decir “yo no soy uno de ellos”. Hace falta no encubrirlos, no aplaudirlos, no compartirles la mesa ni el escenario. Porque callar también es una forma de violencia.


Es impresionante lo que sucede cuando alguien siente que su padecer es alojado, que su palabra no cae en el vacío. Muchos testimonios han llegado en los últimos meses, y junto con ellos, la pregunta insistente: ¿por qué no se dicen los nombres? Es comprensible: hay necesidad de cuidado. Pero lo prioritario hoy es abrir una conversación pública sobre un problema estructural: los abusos de poder, de transferencia y de autoridad dentro del campo del psicoanálisis y la salud mental.


Visibilizarlo es una forma de reparar. La justicia muchas veces archiva o revictimiza; los colegios profesionales encubren; las universidades y escuelas de transmisión protegen a los suyos. Las instituciones callan, amenazan o sancionan a quienes hablan. La palabra de quien denuncia queda expuesta a nuevas violencias. El backlash es feroz.


No todos los hechos constituyen delito, pero todos constituyen daño. Son faltas éticas que no son reconocidas por las instituciones que deberían garantizar estándares mínimos de práctica. Por eso, visibilizar las violencias silenciadas, acompañar a quienes las padecieron y sostener una ética de la responsabilidad colectiva es hoy una urgencia.


Así se rompe el pacto de silencio. Nombrar no siempre es señalar individuos: es nombrar mecanismos, lógicas y complicidades. Nombramos lo que duele para que deje de repetirse.


A los colegas: los silencios también son posiciones. A quienes fueron vulneradxs: no están solxs. A la sociedad: el psicoanálisis se sostiene en la palabra y la hospitalidad del sufrimiento, no en el abuso de poder.


No, citarte en un hotel para tu sesión de análisis no es análisis: no es ético ni es legal. No, pedirte fotos desnuda de tus redes “para trabajar tu trauma” no es análisis. No, tener sexo en el consultorio no es análisis: es delito. No, proponerte “técnicas BDSM” para curar tu neurosis no es terapia. No, terminar el tratamiento para invitarte a salir al día siguiente no es análisis. No, sugerirte abrir un OnlyFans para pagar las sesiones no es análisis. Sí, todo esto sucedió. Y mucho más.


Son analistas reconocidos, mediáticos, docentes, algunos ya muertos, otros todavía activos. Y lo peor: muchos lo saben y callan. Porque comparten espacios, proyectos, o simplemente prefieren no comprometerse.


Por eso, cuidar la profesión implica hablar. Implica cuidar a les pacientes, a les colegas, y cuidar que el psicoanálisis no se convierta en cómplice de lo peor.


A los colegas hombres cis que ejercen su práctica éticamente: este problema también les incumbe. Porque no se trata solo de “casos aislados”: se trata de una cultura profesional que todavía tolera, justifica o relativiza el abuso.


Hablar, señalar, revisar las propias prácticas es el único modo de no ser parte del silencio. Porque callar, en este caso, también es hacer.



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Comentarios


Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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