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- Globalización académica, estudios culturales y crítica latinoamericana / Nelly Richard
Es sabido que la palabra “cultura” señala diferentes procesos y actividades cuya definición varía según los campos de resonancia (el mundo de la vida cotidiana, las tradiciones artísticas y literarias, las políticas institucionales y de mercado, etc.) en los que se la inserta para designar aquellas manifestaciones simbólicas y expresivas que desbordan el marco de racionalidad productiva de lo económico-social. Habría una dimensión –extendida– de cultura según la cual este término abarca el conjunto de los intercambios de signos y de valores mediante los cuales los grupos sociales se representan a sí mismos y para otros, comunicando así sus particulares modos de identidad y de diferencia. Frente a la amplitud de esta noción antropológico-social de la cultura, se recorta una dimensión más restringida que remite lo cultural al campo profesional (artístico, intelectual) de una producción de formas y sentido que se rige por instituciones y reglas de discurso especializadas, y que se manifiesta a través de obras (el arte, la literatura) y de debates de ideas que giran en torno a las batallas críticas de lo estético y de lo ideológico. Una tercera dimensión de uso de la palabra “cultura” se encuentra hoy funcionalizada por las redes de transmisión industrial del mercado de los bienes simbólicos: esta dimensión –familiar al vocabulario institucional de las “políticas culturales”– se preocupa sobre todo de las dinámicas de distribución y recepción de la cultura, entendiendo esta última como producto a administrar mediante las diversas agencias de coordinación de recursos, medios y agentes que articulan el mercado cultural. Estas tres dimensiones de la palabra “cultura” (la antropológico-social, la ideológico-estética, la político-institucional) pueden mezclarse complementariamente o bien contraponerse polémicamente en los análisis de cómo se expresan los imaginarios simbólicos, según el modo en que estos análisis prefieren colocar el acento, sea en el rol de la cultura como conformadora de un ethos que fija las identidades sociales y raciales (patrimonio, tradiciones, folclore, etc.), o en la fuerza de alteridad-alteración de las rupturas deconstructivas de las obras más experimentales del arte y de la literatura; sea en los mecanismos de reproducción de las leyes de campo de la cultura universitaria, o en las líneas de fuga que desvían estos mecanismos hacia la transversalidad de intervenciones extra-académicas; sea en la lógica globalizadora de la massmediatización cultural, o en los pliegues de resistencia opaca que desuniforman la gramática del mercado con nuevas poéticas de la subjetividad (García Canclini, 1989)1. Estos acentos diversos, y a menudo contrarios, que cruzan la serie “cultura”, no sólo se despliegan en la exterioridad de lo social, sino que también atraviesan el campo de las teorías y de los estudios culturales que se encargan de analizar sus desplazamientos y transformaciones bajo el impacto de las complejas mutaciones económicas y sociocomunicativas, pero también académico-disciplinarias, de este fin de siglo. Quizás uno de los aspectos más abiertamente productivos del proyecto de los estudios culturales (cultural studies), tal como se formula en los años sesenta en Inglaterra en el Centre for Contemporary Cultural Studies at Birmingham debido a la constelación de autores como Hoggart, Johnson y Williams (Grossberg, Nelson y Treichler, 1992; Morley y Chen, 1996), se deba precisamente a que dicho proyecto revisó los cruces entre estas diferentes versiones de lo cultural desde las tensiones –siempre activas– entre lo simbólico y lo institucional, lo histórico y lo formal, lo antropológico y lo literario, lo ideológico y lo estético, lo académico-universitario y lo cotidiano, lo hegemónico y lo popular, la formalización de los sistemas de signos y la conciencia práctica de sus relaciones sociales2. La recepción latinoamericana de los estudios culturales La globalización económica y comunicativa ha provocado múltiples redefiniciones sobre cómo América Latina se vive y se mira a sí misma, al fragmentar y diseminar los trazados identitarios de lo nacional y de lo continental que le servían de fronteras de integridad al discurso sustancialista de un “nosotros” puro y originario. Pero no sólo las pertenencias de identidad tradicionales y sus representaciones socioculturales se han visto, en Latinoamérica, modificadas por los flujos disolventes del régimen de circulación capitalista que cotidianamente transnacionaliza mercancías e informaciones. Más allá de aquellos procesos de desterritorialización del capital económico y de interplanetarización comunicativa, el dispositivo de la globalización atañe también a la producción de saberes y teorías, ya que entre sus agentes figura una red transnacional de universidades y de instituciones del conocimiento que administra recursos para la circulación de las ideas a la vez que programa las agendas de debate intelectual. Los territorios de lo universitario y de lo académico son uno de los sitios marcados por las divisiones entre lo global (las dinámicas expansivas del neocapitalismo que afectan también a las instituciones del saber) y lo local: la especificidad de los campos de formación intelectual y las articulaciones contextuales de sus dinámicas de pensamiento. Estas divisiones entre lo global y lo local, que rediseñan el paisaje económico y comunicativo de la sociedad y de la cultura latinoamericanas, animan también la discusión en torno a los nuevos modelos de reorganización del conocimiento susceptibles de analizar los cambios de lo social y lo cultural en América Latina. Y dentro de estos modelos, figuran los estudios culturales. Los estudios culturales (cultural studies) son hoy la novedad exportada por la red metropolitana centrada en Estados Unidos, y existen muchas discusiones en América Latina sobre los riesgos de transferencia y reproducción periféricas de su modelo. Los estudios culturales no sólo remiten en su designación al antecedente de un proyecto cuya circunstancia internacional es ajena a la tradición latinoamericana, sino que además revisten la imagen de un paquete hegemónico debido al exitoso grado de institucionalización académica que hoy exhiben desde Estados Unidos. Son muchas las sospechas y reticencias que rodean la mención a los estudios culturales en América Latina, donde se los tiende a percibir como demasiado cautivos del horizonte de referencias metropolitanas que globaliza el uso y la vigencia de los términos puestos en circulación por un mercado lingüístico de seminarios y de congresos internacionales. Para muchos, basta con que los estudios culturales hayan sido institucionalizados por la fábrica de novedades de la academia norteamericana para hacerlos cargar automáticamente con el estigma colonizador de la dominación metropolitana y para declararlos culpables de sólo favorecer las tecnologías de la reproducción que expanden el mercado académico internacional. La moda de los estudios culturales habría ido borrando la densidad histórica de lo local y de sus “regionalismos críticos”. Una posición bastante común es, por ejemplo, la que argumenta que el referente hegemónico de los estudios culturales está silenciando la tradición del ensayismo latinoamericano que, sin embargo, anticipó varios de los actuales desplazamientos de fronteras disciplinarias que tanto se celebran internacionalmente (Achúgar, 1998)3. La obliteración de esa tradición y la negación de sus memorias en español se verían reforzadas por cómo el corpus de los textos culturales de la “descolonización” ha sido desplazado por la supremacía teórico-metropolitana del nuevo tema del “poscolonialismo” (Mignolo, 1998)4: un “extraño artefacto totalmente hecho en inglés –precisamente– en el idioma de la hegemonía que habla para sí de lo marginal, subalterno, poscolonial” (Cornejo Polar, 1997: 344). A esto deberíamos agregar el reclamo que le dirigen varios críticos latinoamericanos a la “Internacional académica” por cómo se apropia indiscriminadamente de citas de autores que, en América Latina, dieron lugar –tempranamente– a construcciones heterodoxas que sirven para pensar de manera compleja ciertos conflictos ideológico-culturales y que hoy nos son devueltas completamente banalizadas por el reciclaje de saberes disciplinarios que promueve, en forma serial, la industria de los estudios culturales (Sarlo, 1995; Casullo, 1998)5. Existen razones de más para respaldar las sospechas de los críticos latinoamericanos que se muestran reticentes frente al tema de los estudios culturales. Pese a la multiplicidad diversa de pliegues que la recorren internamente, la red académico-metropolitana ejerce el poder representacional de su dominante norteamericana. La “función-centro” de esta dominante académica norteamericana controla los nombres y as categorías de discurso que entran en circulación internacional, y dota de legitimidad institucional a los términos de debate que ella misma clasifica y organiza prepotentemente de acuerdo a sus propias jerarquías conceptuales y político-institucionales. El latinoamericanismo ofrece el modelo globalizante de un discurso “sobre” América Latina que generalmente omite la singularidad constitutiva de los procesos de enunciación formulados “desde” América Latina. Es cierto que las asimetrías de poder desencadenadas por el efecto globalizador de la máquina académica norteamericana de conocimientos tienden a subordinar lo local (las especificidades, singularidades y diferencialidades de las prácticas latinoamericanas) al poder multicoordinado de lo global, que busca suprimir las irregularidades de contextos susceptibles de accidentar la lisura operacional de sus tecnologías de la reproducción. Efectivamente, la heterogeneidad de lo local latinoamericano tiende a ser homogeneizada por el aparato de traducción académica del latinoamericanismo y de los estudios latinoamericanos, que no toman en cuenta ni la densidad significante ni la materialidad operativa de sus respectivos contextos de enunciación (Moreiras, 1998)6. Todo esto es cierto, pero no creo que el debate sobre los estudios culturales deba quedar entrampado en este binarismo Norte/Sur. Desde ya, la resistencia crítica a la tendencia globalizante y abstractiva de la academia norteamericana y a sus saberes de exportación se encuentra presente en el interior mismo de los estudios culturales, al menos en las postulaciones de Stuart Hall, que siempre ha insistido en defender su carácter de “práctica coyuntural”. El manejo necesariamente localizado de las operaciones que demanda el conocimiento-en-situación de los estudios culturales, tal como Hall los concibe, supondría la microdiferenciación de las especificidades de contextos de lo latinoamericano a través del detalle práctico de cómo se trama la relación –material y contingente– entre discursos, sujetos, prácticas e instituciones, en cada sitio de intervención. La relación entre localidades geoculturales (Estados Unidos, América Latina), localizaciones institucionales (la academia norteamericana, el campo intelectual de la semi-periferia) y situaciones de discursos (hablar “desde”, “sobre”, “como”, etc.) no es una relación dada, natural y fija, sino una relación construida y mediada, es decir, permanentemente deconstruible y rearticulable. Hay una movilidad de intersecciones entre los estudios culturales norteamericanos y la crítica latinoamericana que deshomogeneiza la relación poder/conocimiento de cada bloque territorial y que puede ser recorrida multidireccionalmente, siempre y cuando no se pierda de vista la necesidad de una flexión metacrítica que someta a vigilancia cada una de estas intersecciones de discurso. Además, tal como ocurre con cualquier otro soporte institucional, la diversidad de prácticas de los estudios culturales no calza uniformemente con el bloque académico que retrata su dominante de exportación. Existen líneas de ambigüedad y de contradicción en el interior del programa académico de los estudios culturales que, incluso en Estados Unidos, abren puntos de fuga dentro de su formato aparentemente tan seriado. En contra de los propios límites de burocratización académico-universitaria de los estudios culturales, es siempre posible prestar atención a las formas alternativas mediante las cuales –para retomar una fórmula de Jameson– “‘el deseo’ llamado ‘estudios culturales’” batalla contra su propia ortodoxia institucional (1993: 93). La libertad que ganemos para desplazarnos en medio de las codificaciones institucionales del saber academizado nos permitirá recombinar estratégicamente determinadas articulaciones de debate según las prioridades de cada uno de nuestros contextos y los juegos de fuerza que los atraviesan. Me parece, en todo caso, que la discusión en torno a los estudios culturales ha renovado los términos de la reflexión latinoamericana sobre teoría y crítica de la cultura, y quisiera resumir aquí algunos puntos de discusión que tienen para mí el mérito de abrirse a preguntas más amplias sobre las relaciones entre saberes académicos, tramas ciudadanas, mercado cultural, razón crítica y práctica intelectual en tiempos de saturación capitalista y de globalización massmediática. El discurso de la otredad y la codificación metropolitana de las diferencias Lo primero que caracterizó a los estudios culturales fue su voluntad de democratizar el conocimiento y de pluralizar las fronteras de la autoridad académica, dándoles entrada a saberes que la jerarquía universitaria suele discriminar por impuros en cuanto se rozan, conflictivamente, con el fuera-de-corpus de ciertos bordes llamados “cultura popular”, “movimientos sociales”, “crítica feminista”, “grupos subalternos”, etcétera. Los estudios culturales han favorecido el libre ingreso universitario de saberes que cruzan las construcciones de objetos con las formaciones de sujetos: el “adentro” de la máquina de enseñanza con “afueras” múltiples que des-bordan el texto académico (sus archivos y bibliotecas) con los flujos conectivos de un pensar que no se basta a sí mismo y que desea poner en acción ciertas energías de transformación social. La conflictualidad política e ideológica del saber de los estudios culturales merece ser reafirmada contra el modelo de trascendencia filosófica de la universidad moderna que siempre ha buscado levantar, entre ella y la actualidad de su contexto, la barrera de la autonomía como distancia categorial y especulativa que separa lo académico de la contingencia social y política. El nudo poder cultural-hegemonías de conocimiento que analizan los estudios culturales permite repolitizar la cuestión del saber de una manera que hace falta en muchos departamentos universitarios donde la trascendencia de la categoría y la soberanía del método abstraen la relación entre sujetos y objetos de su materialidad social. Mientras la defensa de la “integridad disciplinaria” o de la “autonomía literaria del valor estético” sirva para desvincular el saber de sus heterogéneas y conflictivas redes de producción y distribución sociales, el proyecto de los estudios culturales (o de algo que se le parezca) merece ser defendido, para acoger los conocimientos urdidos fuera del refugio profesional de la tradición de las disciplinas, y polémicamente ligados a zonas de experiencias sociales y de luchas extra-académicas que arrastran también una memoria de la calle (tal como ocurre en el tránsito del “feminismo” a los “estudios de género”). Esta exterioridad política del conocimiento-en-acción que cultivan los estudios culturales mediante su solidaridad extra-disciplinaria con fuerzas sociales y movimientos ciudadanos permite que el trabajo de la crítica no se desvincule de “la resistencia y heterogeneidad de la sociedad civil” (Said, 1987: 24). Una de las formas que los estudios culturales tienen, en Estados Unidos, de manifestar su compromiso con las luchas de la sociedad civil consiste en defender a diversos grupos de identidad mediante activas “políticas de representación” que buscan corregir la injusticia de sus marginaciones y exclusiones sociales reinterpretando, universitariamente, los derechos de estos grupos a intervenir en los sistemas académicos de conocimiento para transformar sus reglas. No cabe duda de que las luchas antidiscriminatorias que promueven la inserción de los grupos minoritarios en diferentes estructuras públicas tales como la universitaria han obligado a una redefinición más amplia y flexible de los criterios de selección y valoración de las identidades culturales tradicionalmente fijadas por el aparato académico. Pero el activismo de las políticas de representación de los grupos de identidad minoritarios (latinos, chicanos, negros, feministas, homosexuales, etc.) también ha simplificado la cuestión de la identidad y de la representación, al someter generalmente a ambas a una tiranía de la ilustratividad que obliga a sus producciones de textos a la formulación monocorde de una condición de sujeto predeterminada. El discurso de las identidades minoritarias y de sus políticas de representación ha terminado por someter cuerpos y textualidades a la consigna pedagógica de una “diferencia” que casi siempre debe hablarse en tono reivindicativo y militante. Esta consigna ha dejado fuera de análisis las difusas simbolizaciones estéticas de ciertos trances de la identidad cuyos juegos interpretativos están hechos para burlar esta demanda políticamente ortodoxa de los estudios culturales –una demanda que reclasifica márgenes y marginalidades para su etiquetaje metropolitano en el gran supermercado de las subalternidades. Algo parecido ocurre con la “diferencia latinoamericana”, muchas veces emblematizada como representación de una otredad que el dispositivo metropolitano de codificación académica convierte en fetiche romántico-popular de su discurso sobre marginalidades y periferias culturales. Se organiza un complejo juego de reconocimientos y desconocimientos que lleva la “función-centro” de la teoría metropolitana, por un lado, a exaltar lo latinoamericano como una especie de alteridad radical que la desborda y la re-energetiza políticamente (tal como ocurrió con el boom del testimonio) y, por otro lado, a domesticar esa fuerza de alteridad sometiéndola a su control superior de lectura. Lo latinoamericano es llamado a representarse o a dejarse representar según las coordenadas prefijadas de una economía del sentido que es dictada por el aparato codificador del latinoamericanismo de Estados Unidos, el cual, entre otros efectos, suele trazar una cierta línea de división y jerarquía entre teoría y práctica: razón y materia, conocimiento y realidad, discurso y experiencia, mediaciones e inmediatez. La primera serie de esta cadena de oposiciones (razón, conocimiento, teoría, discurso) designa el poder intelectual de abstracción y conceptualización que define la superioridad del Centro, mientras que la segunda serie (materia, realidad, práctica, experiencia) remite en América Latina a la espontaneidad de la vivencia, al naturalismo del ser, a la empiria del dato. La crítica latinoamericana de los estudios culturales busca, entre otros efectos, revertir esa economía del sentido operando formas de descentramiento epistémico que permitan a la singularidad y diferencialidad latinoamericanas manifestarse teóricamente, con toda la fuerza heterogeneizante y desorganizadora de un contra-sistema que impida la clausura de su diferencia en una representación fija y controlada (Moreiras, 1998). Ejercer el pensamiento crítico en la brecha –siempre móvil– que separa las prácticas periféricas del control metropolitano es uno de los desafíos más arduos que espera a los estudios culturales latinoamericanos en estos tiempos de globalización académica, es decir, de descentramientos y recentramientos múltiples de las articulaciones entre lo local y lo translocal. De tal ejercicio depende que lo latinoamericano sea no una diferencia diferenciada (representada o “hablada por”), sino una diferencia diferenciadora que tenga en sí misma la capacidad de modificar el sistema de codificación de las relaciones identidad-alteridad que busca seguir administrando el poder académico metropolitano. Las tensiones entre lo estético, lo literario y lo cultural Los estudios culturales se definen por la extensividad de su nuevo modelo académico que se propone abarcarlo todo en términos de objetos (del texto vanguardista al videogame, de la ciudad benjaminiana al mall, de las marchas de derechos humanos a la performance artística, etc.) y de métodos (todo sería combinable con todo: psicoanálisis, marxismo, deconstrucción, feminismo, etcétera). Uno de los primeros movimientos críticos que diseñaron los estudios culturales consistió en desbordar y rebasar el límite esteticista de los estudios literarios, cruzando lo simbólico-cultural con las expresiones masivas y cotidianas de los medios de comunicación. Los estudios culturales partieron del rechazo a la división jerárquica entre la cultura superior o letrada (su tradición de privilegios connotada por la distinción de clase de las bellas artes) y los subgéneros de la cultura popular. Además de esta contaminación de fronteras entre lo culto y lo popular, lo simbólico y lo cotidiano, los estudios culturales sacaron la noción de “texto” del ámbito reservado y exclusivo de la literatura para extenderla a cualquier práctica social cuya articulación de mensajes (verbales o no verbales) resultara susceptible de ser analizada en términos de una teoría del discurso. Esta semiotización de lo cotidiano-social que borra la diferencia entre “texto” y “discurso” terminó desespecificando la categoría de lo literario en un contexto donde el protagonismo de la literatura –y el centralismo de su función, en América Latina, en los procesos de constitución imaginaria y simbólica de lo nacional y de lo continental (Ramos, 1996: 34-41)– había sido ya fuertemente desplazado por la hegemonía de los lenguajes audiovisuales y su imagen massmediática. La pérdida de centralidad de la literatura y de las humanidades como articuladoras de una relación entre ideología, poder y nación en el imaginario cultural y político latinoamericano afecta también el lugar y la función de los intelectuales hasta ahora encargados de interpretar dicha relación. La crisis de lo literario sería entonces uno de los síntomas de la globalización massmediática que interpretan los estudios culturales al incluir dentro de su corpus de análisis aquellas producciones de consumo masivo que habían sido desechadas por el paradigma de la cultura ilustrada, y al reivindicar para ellas nuevas formas de legitimidad crítica que ya no le hacen caso al viejo prejuicio ideológico de su supuesta complicidad con el mercado capitalista que las organiza y distribuye. El deseo de los estudios culturales de ampliar el “canon” de la institución literaria para introducir en ella producciones tradicionalmente desvalorizadas por inferiores, marginales o subalternas, contribuyó a disolver los contornos de lo estético en la masa de un sociologismo cultural, que se muestra ahora más interesado en el significado anti-hegemónico de las políticas minoritarias defendidas por estas producciones que en las maniobras textuales de su voluntad de forma. Todas estas ampliaciones y disoluciones de las marcas de exclusividad y distintividad de lo literario provocadas por los estudios culturales han ido definiendo una especie de relativismo valorativo cuyos efectos de banal promiscuidad yuxtaponen las diferencias sin nunca contraponerlas para no tener que argumentar a favor o en contra de sus demarcaciones de sentido. Sería entonces necesario reintroducir la cuestión del “valor” (del fundamento, del juicio, de la toma de partido) en este paisaje de relajo e indiferenciación de las diferencias que uniformiza todos los objetos entre sí, para no seguir complaciendo estos procesos de relativización cultural que no hacen sino debilitar la razón crítica (Sarlo, 1997). La explicación sociologista a la que recurren los estudios culturales para abordar a la cultura en su dimensión de consumo sólo se encontraría capacitada para medir los efectos de producción y circulación social de los textos, pero no para atender lo más complejo de las apuestas estético-críticas que se libran en cada una de sus batallas de la forma y de sus estrategias de lenguaje. Realzar el juego y la tensión de estas apuestas seguiría siendo una tarea necesaria que aún justifica la existencia de la crítica literaria, para que no triunfen os principios igualadores del mercado frente a los cuales los estudios culturales ofrecen muy poca resistencia. En contra de la nivelación valorativa que facilitan los estudios culturales al suspender o relativizar la cuestión del “juicio estético” a favor de consideraciones sociologistas, haría falta hacer la diferencia entre, por ejemplo, Silvina Ocampo y Laura Esquivel, y subrayar por qué los textos de la primera contienen “una densidad formal y semántica [cuyo] plus estético” los hace inigualables a los textos de la segunda (Sarlo, 1997: 38). Pero ¿cómo hacerlo para que esta defensa no recaiga en la nostalgia conservadora de una fundamentación universal, de una trascendencia del juicio que aún cree en la pureza e integridad de un sistema de la literatura que, de ser así, no podría sino resentir como amenaza los efectos políticamente emancipatorios del descentramiento del canon operado por los estudios culturales? ¿Cómo hacerlo para que la crítica a lo promiscuo e indiscriminado de las mezclas en los estudios culturales no se confunda con la defensa purista de una universalidad del canon basada en el dudoso criterio de una “autonomía” del juicio literario? Este es otro de los interesantes desafíos que plantea la discusión en torno a los estudios culturales en sus cruces polémicos con el trabajo de la crítica literaria. Creo, en todo caso, que hace falta replantear ese desafío desplazando la cuestión del “valor literario” (demasiado susceptible de interpretarse en clave de formalismo estético) a otra formulación que abra los textos al análisis de las luchas entre los diferentes sistemas de valoración sociales a través de los cuales las hegemonías culturales van modelando los significados y las representaciones de la literatura y de lo literario. La teoría y la crítica feministas nos han enseñado mucho sobre las batallas interpretativas que rodean esta hegemonización del valor, y hace falta tomarlas en cuenta para polemizar con la institucionalidad dominante o la mercantilización de lo cultural. Saberes tecnoacadémicos y pensamiento crítico Los estudios culturales nacieron con la idea de mezclar la pluridisciplinariedad (combinaciones flexibles de saberes múltiples) con la transculturalidad: apertura de las fronteras del conocimiento a problemáticas hasta ahora silenciadas por el paradigma monocultural de la razón occidental dominante. Los estudios culturales responden así a los nuevos deslizamientos de categorías entre lo dominante y lo subalterno, lo central y lo periférico, lo global y lo local, que recorren las territorialidades geopolíticas, las representaciones sexuales y las clasificaciones sociales. Migraciones de objetos e hibridez del conocimiento se dan cita en los cruces que oponen los estudios culturales a las formaciones sedentarias del saber autocentrado de las tradiciones canónicas. Muy luego, sin embargo, la transdisciplinariedad que los estudios culturales parecían exaltar críticamente como un feliz “malestar de la clasificación” fue redisciplinando su gesto de la antidisciplina (Barthes, 1987)7. La transfronterización del conocimiento que inicialmente proyectaban los estudios culturales se fue acomodando en una reposada suma de saberes pacíficamente integrados: una zona de conciliaciones prácticas entre saberes diferentes y complementarios (la literatura, la sociología, la antropología, etc.) que buscan extender y diversificar su comprensión de lo social y de lo cultural, pero sin que ninguna ruptura de tono ponga en cuestión la lengua técnica y operativa del intercambio de mensajes capitalista. Más bien, los estudios culturales estarían reproduciendo el mapa de la globalización con saberes adaptados a sus zonas de libre comercio entre disciplinas, a través de los lenguajes desapasionados de la industria del paper. La funcionalización casi burocrática de un discurso que sólo describe y explica lo ya sancionado por los diagnósticos de fin de siglo (massmediatización, globalización económica, multiculturalidad, hibridez, etc.) en el idioma –bien remunerado– de las políticas de investigación universitaria llevó a los estudios culturales a reprimir y suprimir de su campo investigativo, en nombre de la practicidad del dato, todo lo que estaba antes ligado al trabajo de la teoría crítica que indagaba en los pliegues de la subjetividad y del pensamiento (González, 1993; Galende, 1996). Este problema de la burocratización del saber se hace quizás aún más notorio en el contexto latinoamericano, debido a que, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, donde varios de los especialistas en estudios culturales provienen de las humanidades, los analistas de la cultura en América Latina se vinculan prioritariamente a la sociología, la antropología o las comunicaciones sociales. Las ciencias “fuertes” que estudian la cultura en América Latina para organismos y centros de investigación internacionales, acostumbradas a los lenguajes de lo numerario y lo estadístico, han desarrollado profesionalmente un tipo de saber tecno-operativo que domina casi todo el campo académico. Los estudios culturales se han hecho también cómplices de esta instrumentalización del conocimiento al desatender las cuestiones de teoría y de escritura –vinculadas al ensayismo crítico– que le imprimen a la subjetividad y al pensamiento sus vibraciones más intensivas, para favorecer en cambio la trivialidad del dato que sólo concibe el saber reducido a conexiones empíricas. A la mercantilización de los signos y a la burocratización de las conciencias de la tecnomediación cultural corresponde esta tendencia al aplanamiento de los signos, que deberá ser contrastada por las búsquedas de lenguaje de “una crítica humanística [que] puede ser defendida como necesidad y no como lujo de la civilización científico-técnica” (Sarlo, 1994: 197). Es para salvar una diferencia –crítica– con este discurso normalizador de los estudios culturales y su sociologismo adaptativo que algunos preferimos hablar, por ejemplo, de “crítica cultural”. A mitad de camino entre los estudios culturales, las filosofías de la deconstrucción, la teoría crítica y el neoensayismo, la crítica cultural se desliza entre disciplina y disciplina mediante una práctica fronteriza de la escritura que analiza las articulaciones de poder de lo social y de lo cultural, pero sin dejar de lado las complejas refracciones simbólico-culturales de la estética. La crítica cultural busca explorar los bordes de mayor disgregación institucional donde se formulan ciertas prácticas y estéticas “menores” (en sentido deleuziano), cuyo registro de lectura –por inestable, por flotante, por desviado– no se aviene bien con las sólidas catalogaciones del saber eficiente que promueve el empirismo de los estudios culturales en su versión de conocimientos aplicados (Richard, 1998: 127-160). Pero ni los estudios culturales (como proyecto de reorganización académica del saber universitario) ni la crítica cultural (como diagonalidad del texto crítico que recorre los intersticios de diversas formaciones de discurso) cancelan la pregunta de cómo resolver las tensiones entre trabajo académico y práctica intelectual, es decir, entre la delimitada interioridad de la profesión universitaria y los bordes de intervención extra-disciplinarios a partir de los cuales ampliar socialmente la crítica a los ordenamientos burocráticos y mercantiles del neocapitalismo. Por muy transversales que diseñen sus proyectos, los estudios culturales y la crítica cultural podrían quedar reducidos a simples máquinas de conocimiento y lectura cuya hibridez marca nuevos “cambios de relación entre las disciplinas del campo intelectual”, pero sin que estos cambios afecten necesariamente la trama viva de las interrelaciones cotidianas entre socialidad, política y cultura, que desbordan el mundo de la cultura académica (Rowe, 1994/5: 42). Recorrer esa trama de interioridades y exterioridades académicas es también un desafío para la crítica de la cultura en América Latina, y quizás sea más fácil hacerlo aquí que en Estados Unidos, donde la máquina de reproducción universitaria conforma el paisaje casi total en el que se mueven los intelectuales. Pareciera, efectivamente, que la tensión entre “intelectuales” y “sociedad” ofrece aquí una mayor diversidad práctica de articulaciones profesionales porque “los investigadores de América Latina combinamos más frecuentemente nuestra pertenencia universitaria con el periodismo, la militancia política y social o la participación en organismos públicos, todo lo cual posibilita relaciones más móviles entre campos del saber y de la acción” (García Canclini, 1996: 1). Activar esta diversidad de articulaciones heterogéneas mediante una práctica intelectual que desborde el refugio academicista para intervenir en los conflictos de valores, significaciones y poder que se desatan en las redes públicas del sistema cultural, formaría quizás parte del proyecto de una crítica latinoamericana que “habla desde distintos espacios institucionales y que lo hace interpelando a diversos públicos” (Montaldo, 1999: 6): una crítica que busca romper la clausura universitaria de los saberes corporativos para poner a circular sus desacuerdos con el presente por redes amplias de intervención en el debate público, pero también una crítica vigilante de sus lenguajes que no quiere mimetizarse con la superficialidad mediática de la actualidad; una crítica intelectual cuya voz, entonces, se oponga tanto al realismo práctico del saber instrumentalizado de los expertos como al sentido común del mercado cultural y a sus trivializaciones comunicativas. Hay espacio para ensayar esta voz y diseminar sus significados de resistencia y oposición a la globalización neoliberal en las múltiples intersecciones dejadas libres entre el proyecto académico de los estudios culturales y la crítica política de la cultura. Bibliografía Achúgar, Hugo 1998 “Leones, cazadores e historiadores” en Castro-Gómez, Santiago y Mendieta, Eduardo (Coords.) Teorías sin disciplina: latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate (México: University of San Francisco/Miguel Ángel Porrúa Editor). Barthes, Roland 1987 El susurro del lenguaje (Barcelona: Paidós). Casullo, Nicolás 1998 Modernidad y cultura crítica (Buenos Aires: Paidós). Cornejo Polar, Antonio 1997 “Mestizaje e hibridez: los riesgos de las metáforas” en Revista Iberoamericana (Pittsburgh) N° 180, julio-septiembre. Galende, Federico 1996 “Un desmemoriado espíritu de época” en Revista de Crítica Cultural (Santiago) N° 13, noviembre. 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El presente artículo está incluido en la compilación de Daniel Mato Estudios latinoamericanos sobre cultura y transformaciones sociales en tiempos de globalización (Buenos Aires: CLACSO) junio de 2001. 1 En el capítulo “Poderes oblicuos”, N. García Canclini se refiere a ciertos conflictos en torno a las definiciones de lo cultural y analiza, por ejemplo, las dificultades –de parte de la política y de una cierta sociología de la cultura– para entender el hecho de que “las prácticas culturales son, más que acciones, actuaciones. Representan, simulan las acciones sociales. […] Quizás el mayor interés para la política de tomar en cuenta la problemática simbólica no reside en la eficacia puntual de ciertos bienes o mensajes, sino en que los aspectos teatrales y rituales de lo social vuelven evidente lo que en cualquier interacción hay de oblicuo, simulado y diferido” (García Canclini, 1989: 326-327). 2 Para una revisión de conjunto de las problemáticas lanzadas por el proyecto de los estudios culturales, ver Grossberg, Nels on y Treichler (1992), y Morley y Chen (1996). 3 H. Achúgar señala, por ejemplo, cómo “el lugar desde donde se lee en América Latina está nutrido por múltiples memorias que se llaman Guamán Poma, Atahualpa, el Inca Garcilaso, Bolívar, Artigas, Martí, Hostos, Mariátegui, Torres García y muchos otros [y cómo] el marco teórico de los estudios poscoloniales que intenta construir un supuesto nuevo lugar desde donde leer y dar cuenta de América Latina no sólo no toma en consideración toda una memoria (o un conjunto polémico de memorias) y una (o múltiples) tradición(es) de lectura, sino que además aspira a presentarse como algo distinto de lo realizado en nuestra América” (Achúgar, 1998: 279-280). 4 En varios de sus trabajos, W. Mignolo ensaya rearticulaciones críticas del cruce teórico entre “descolonización” y “poscolonialismo”, desplazando ese cruce hacia la noción de “posoccidentalismo” (ver Mignolo, 1998: 31-58). 5 Ver, por ejemplo, Sarlo (1995: 16-17). En otro tono, N. Casullo participa también de este reclamo: ver Casullo (1998: 43-65). 6 “El latinoamericanismo [funciona] como aparato epistémico a cargo de representar la diferencia latinoamericana[:] a través de la representación latinoamericanista, las diferencias latinoamericanas quedan controladas, catalogadas y puestas al servicio de la representación global” (Moreiras, 1998: 65-67). 7 R. Barthes critica “la simple confrontación de saberes especiales [como] cosa reposada” para defender –por el contrario– el momento “cuando se deshace la solidaridad de las antiguas disciplinas, quizás hasta violentamente […] en provecho de un objeto nuevo, de un lenguaje nuevo” (1987: 75). Rodrigo Valenzuela. "Garabato#4". Impresión a chorro de tinta 96.5 × 76.2 cm
- Cartas / Beatriz Sarlo
Abril de 1978 "Querida Beatriz: Prometo carta más extensa. Desconozco la situación real en a que te encontrás. Te pido me hagas saber cómo estás, qué necesitás, o qué querés que te haga llegar, siempre que esté a mi alcance lo haré. Con mucho cariño y recuerdos, Manuel." La carta no tiene fecha pero sé que la recibí, casi por casualidad, en abril de 1978. Manuel Gestal había trabajado en la librería Galerna, calle Tucumán entre Uruguay y Paraná. Antes de que el ejército allanara la oficina que tenía al lado, yo pasaba un rato, todas las tardes, para usar el teléfono, hojear algún libro y conversar. Cuando vinieron y se llevaron todos los contenidos de mi oficina, naturalmente dejé de ir. Le contesté a Manuel, le di la dirección de una casilla de correo y le pedí que me mandara diarios y revistas. Durante dos años, hasta que se fue de México a España, de allí volvió a México, y luego de nuevo a España donde le perdí el rastro, me llegaron unos cilindros envueltos en papel madera que eran casi mi única ventana al mundo. Desde España, Manuel enviaba catálogos (para el ejercicio de la imaginación y el deseo desesperado) y El viejo topo , la revista de los marxistas críticos que estaban convirtiéndose en socialdemócratas; desde México, Nexos y Vuelta . Nadie que no haya vivido esos años de miseria, puede saber lo que significaba una página de cualquiera de esas revistas. Poco después, desde Inglaterra, llegaron unos números de la New Left Review . Me pareció que casi no necesitaba otra cosa. Destellos de felicidad durante la dictadura: nunca tan intensos como en la oscuridad de esa noche. Como si fuera hoy, recuerdo el vértigo de leer, en Buenos Aires, una discusión sobre el "socialismo real" o sobre Nicaragua. Mi amigo librero entraba así, para siempre, en una galería privada de benefactores. A veces, alguien enviaba un libro o la dirección donde se podía conseguir una revista. A veces, otro amigo, exiliado en Caracas, mandaba cien dólares. Lo juro: nunca jamás voy a olvidarlo. Amistad De esos años conservo una carpeta de cartas, donde está la que copié más arriba. Casi todos los que las escribían estaban exiliados. Muchos de ellos, hasta ese momento, no habían sido especialmente amigos, pero el exilio y la dictadura los convertía, a mis ojos y supongo que a los de ellos, en amigos de toda la vida. Escribo "de toda la vida" en un sentido literal: eran toda la vida (o casi toda la vida) que yo podía tener en perspectiva, simplemente porque ellos vivían y yo también. En épocas de asesinatos y desapariciones, eso solo bastaba. Yo le escribía a un amigo: "Hace calor y salgo a dar una vuelta". Él me escribía: "El invierno viene frío y estoy en la cocina con mis dos gatas". Esas frases eran toda la vida. En esas cartas discutí sobre muchísimas cosas: películas, libros, fotografías, la guerra de Malvinas, trabajos que me encargaban, colaboraciones para la revista Punto de Vista que había empezado a publicar en Buenos Aires. Enterarse de qué estaban leyendo mis amigos, en Europa o en México, era como redactar una lista de bibliografía obligatoria y buscar los modos de conseguirla. Desde Francia, uno de ellos, me escribió que iba a comenzar un largo trabajo: estudiar a Walter Benjamin. En la carta, la palabra "Benjamin" vibraba como si fuera el nombre de una banda de rock. Aunque esto parezca una metáfora, leía esas cartas en el subterráneo, porque las recogía en una casilla de correo y las llevaba conmigo durante días enteros. Sabía que esto no era prudente, pero, durante la dictadura, una forma de sobrevivir consistía en permitirse algunos actos de imprudencia. Hace mucho que no leo en voz alta una carta, dirigida a mí, ante otros que no son sus destinatarios. En esos años, en cambio, las cartas que yo recibía funcionaban como una especie de noticiero, de un solo ejemplar, que algunos más podían conocer. Las cartas eran comentadas y se discutía el contenido y el tono de la respuesta (ya que abundaban en ellas las discusiones). Finalmente, después de una circulación que duraba varios días, las guardaba. Tengo, especialmente separadas del resto porque forman un fascículo casi independiente, las cartas de un amigo inglés. Cada una de ellas es un ejercicio de diferencias y contactos culturales. Son, también, cartas divertidísimas que me permitieron percibir algo de la experiencia de un intelectual vivida con un tono imposible de encontrar en un rioplatense. Todavía sigo recibiendo cartas de este amigo, a quien trato de escribirle cada dos o tres meses sólo para obtener una respuesta que renueve esa relación imaginaria con una cultura diferente. Probablemente porque son las cartas de un extranjero que le escribe a una mujer que es, para él, una extranjera, conservan algo de la novedad intensa de esas cartas escritas y recibidas durante la dictadura militar. Desconocidos En esos años también le escribí cartas a personas que no conocía, cuyos libros estaba leyendo. Interpretaba cualquier respuesta más o menos cortés como un gesto de amistad emocionante. Yo leía pocos libros y con extrema lentitud, porque estaba pasando por una transformación ideológica complicada, ese tipo de proceso en el que las amistades in-telectuales son decisivas. Pero, excepto Carlos Altamirano, no había muchos amigos alrededor, sólo aquellos tres o cuatro con quienes las discusiones eran, como en la adolescencia, hasta el amanecer y continuaban durante días y días. Entonces, las cartas a desconocidos funcionaban casi como las cartas de los amigos exiliados. Eran señales de que yo estaba leyendo lo que ellos escribían o los libros que ellos citaban. Esa coincidencia me ayudaba a pensar que ellos y nosotros no estábamos completamente separados sino que había un momento, en el mismo día o en la misma semana en que nuestros ojos recorrían las mismas páginas. Para quienes estábamos físicamente cortados del resto del mundo, esa especie de contemporaneidad era un sustituto de diálogo. Estas operaciones imaginarias, hicieron que me sintiera amiga de Raymond Williams, de Ángel Rama o de Richard Hoggart, amistades que, por supuesto, ni a Williams ni a Hoggart se le hubieran pasado por la cabeza. A Ángel Rama lo conocí en 1980 y, afortunadamente, nos hicimos amigos de inmediato, pero ésa fue una casualidad. También recibí cartas de personas a las que yo conocía casi nada, que no habían sido mis amigos, y que se convirtieron en amigos porque me escribieron una carta. Esas fueron amistades tan intensas como llenas de malentendidos futuros: amistades epistolares, que debieron superar el desafío del encuentro cara a cara. Cuando ese encuentro se produjo, a la caída de la dictadura, fue necesario traducir en gestos y en palabras "reales", los gestos escritos a los que nos habíamos acostumbrado. Sólo unas pocas amistades epistolares se convirtieron en amistades "presenciales". Sin embargo, en el momento de las cartas, para mí, esos desconocidos eran amigos del alma, tanto como los conocidos. Las cartas tenían poder, instauraban la confianza e, incluso, la confidencia. No sé cómo fueron leídas mis respuestas a las cartas que recibí en esos años. Puedo hablar de las esperanzas que yo descifraba en las que recibía, de las desilusiones y los entusiasmos. Puedo recordar la ansiedad con que abría la casilla de correos y el golpe eléctrico que subía desde el estómago en el momento en que rompía el sobre y desdoblaba la hoja de papel de la que, a veces, produciendo una felicidad todavía más intensa, caía el recorte de un diario o una fotocopia. Pero no sé qué pasaba con mis cartas. Esa otra cara de la relación se me escapa. Como en toda amistad, hay un punto que será siempre ciego. Fuente: Tiempo presente. Notas sobre el cambio de una cultura Siglo XXI Editores. 2001. Valeria Vaccaro " Carta". 2019. Mármol de carrara, tinta y sobre
- Los estudios culturales y la crítica literaria en la encrucijada valorativa / Beatriz Sarlo
El lugar de la literatura está cambiando. La popularidad creciente de los estudios culturales, que dan trabajo a cientos de críticos literarios reciclados, es una respuesta a estos cambios. Sin embargo hay algo que la crítica literaria no puede distribuir blandamente entre otras disciplinas. Se trata de la cuestión de los valores estéticos, de las cualidades específicas del texto literario. Los valores están en juego. Y está bien que esto no lo digan sólo los conservadores. Fue una mala idea la de adoptar una actitud defensiva, admitiendo implícitamente que sólo los críticos conservadores o los intelectuales tradicionales están en condiciones de enfrentar un problema que es central a la teoría política y a la teoría del arte. La discusión de valores es el gran debate en el fin de siglo. El título de mi conferencia menciona una encrucijada: lugar donde se encuentran y se separan caminos, donde se toman decisiones, donde se establece una relación o se la termina. En la encrucijada encuentro una pregunta: ¿qué vuelve a un discurso socialmente significativo? ¿Qué vale nuestro discurso y nuestra práctica en las sociedades contemporáneas? Si la respuesta a esta pregunta no nos interesara, el supuesto de la encrucijada se desvanecería. Ciertamente la pregunta sobre el impacto social de un discurso debe, a su turno, ser examinada. ¿Quién puede decir lo que es socialmente significativo si vivimos, como lo indicó Lyotard hace ya bastante tiempo, en " nubes de sociabilidad” que se caracterizan por la trama de diferentes conjuntos lingüísticos y valorativos? Los estudios culturales sostienen que es posible mirar estos conjuntos difusos, inestables (que constituyen lo que hoy se puede llamar sociedad) y descubrir interés en ciertas prácticas sobre la base de la cantidad (por ejemplo, cuántos miles de personas están viendo un show televisivo), o sobre la base de la calidad (por ejemplo, un video que sólo unos cientos de personas conocen puede ser importante porque da forma a un tema que, a su vez y circularmente, es considerado importante). Toda discusión sobre el impacto de las prácticas simbólicas prueba, al menos, que se sabe bastante poco sobre la significación de nuestro discurso o el de los medios en la esfera pública y que avanzamos sobre terreno inseguro. Sin embargo, estas preguntas y sus respuestas aproximativas no sonaron siempre del mismo modo. En América Latina, a comienzos de este siglo, la crítica literaria fue socialmente significativa. Su influencia en la construcción de una esfera pública moderna es algo reconocido no sólo por los historiadores que ven el proceso en perspectiva y subrayan lo que probablemente no vieran sus protagonistas, sino también por esos mismos protagonistas. Los debates sobre literatura y cultura nacional que transcurrieron durante las dos primeras décadas del siglo XX galvanizaron a la comunidad intelectual y desbordaron sobre la esfera pública, magnetizando a políticos y estadistas. Se avanzaron propuestas respecto a la identidad nacional, las políticas estatales sobre inmigración y minoridades étnicas, los proyectos educativos. El tema de la literatura nacional fue socialmente significativo y, a diferencia de lo que puede verse en este fin de siglo, convocó un interés más amplio que el de un círculo de académicos o de escritores. El debate acerca de la literatura nacional fue crucial en la Argentina de fin y comienzo de siglo, influyó sobre los proyectos de reforma educativa y delineó una escena donde interactuaron de modo vívido y polémico intelectuales, artistas, la élite estatal, los administradores y un sector importante del público emergente de capas medias. La discusión, promovida en un principio por literati, se abrió a cuestiones que importaban a públicos no literarios e influían en los administradores y promotores de las políticas de estado. La literatura y la crítica literaria fueron socialmente significativas porque se las consideró, junto a la historia y la lengua nacionales, como el corazón de una educación republicana. Así, en el comienzo del siglo, la crítica literaria marcó su huella en el discurso público y sus posiciones debieron ser tomadas en cuenta en el momento en que, desde el estado, se definían los patrones culturales que dibujaban el futuro del país. Permítanme otro ejemplo. Cuando examinamos las revistas y diarios de América Latina en los años sesenta y comienzos de los setenta (pero incluso desde los tardíos cincuenta), el debate crítico sobre la fundación política o ideológica de los valores estéticos y, especialmente, de los valores literarios, se desplegó con una intensidad que muestra su peso en el escenario de la nueva izquierda. Algo socialmente significativo estaba en juego en las hipótesis que relacionaban la práctica literaria y la práctica de la revolución, nada menos. Casi todos los escritores del período debieron pronunciarse sobre esta relación central en la episteme en la nueva izquierda. Fueron debates socialmente significativos, sea cual sea el juicio que se haga sobre los acontecimientos políticos que los enmarcan. Sucedieron muchas cosas en los años que siguen al clímax y la derrota revolucionaria. En muchos casos, como el argentino, un ala de la renovación estética fue condenada junto a la vanguardia política revolucionaria. Pero, más allá de la política, también culminó el proceso de reorganización de la dimensión cultural por parte de los mass-media con una hegemonía en ascenso de lo audiovisual. Así llegamos a un umbral que hoy ya hemos traspuesto . Estoy convencida de que el arte con vocación directamente pública ya ha atravesado su cénit, aunque los conflictos hoy sean tan profundos como los que antes lo impulsaron. Son conflictos, de todas formas, diferentes y, como es natural, convocan respuestas distintas. En los últimos diez o quince años, los estudios culturales aparecieron como una solución apropiada para los rasgos de la nueva escena. Sin voluntad de extremar la caracterización, diría que movimientos sociales y estudios culturales fueron compañeros de ruta extremadamente funcionales a la transición democrática, por una parte, y al naufragio de las totalizaciones modernas, por la otra. Además, a medida que la crítica literaria culminó un proceso de tecnificación y perdió su impacto sobre el público (para quien se ha vuelto francamente jeroglífica), los estudios culturales se ofrecieron para remediar esta doble impasse: ganar algún espacio a la luz pública y presentar un discurso menos hermético que el de la crítica. La redención social de la crítica literaria por el análisis cultural Examinemos muy brevemente algunos aspectos de la situación que he sintetizado. En primer lugar, la hegemonía de lo mediático audiovisual. Se sabe que nos estamos moviendo hacia y dentro de la videoesfera y que el espacio público y los escenarios políticos públicos pueden ser considerados hoy una arena electrónica. Los cambios tecnológicos son irreversibles. Vivimos en el ciberespacio, aun cuando vastas minorías en América Latina todavía deben enfrentar obstáculos gigantescos para incorporarse como ciudadanos en una nueva esfera cultural y política que es tan extensa como estratificada. Todavía la lecto-escritura es la clave para descifrar a la palabra escrita incluso cuando ésta se ha liberado del papel, se ha vuelto virtual, fluye libremente por el anillo que llamamos Internet, rodea al mundo como una gigantesca bola de texto o se desliza, sin página, sin principio y sin fin, por las pantallas de las computadoras. El ciberespacio exige una nueva alfabetización. Aunque el futuro incorpore textos no alfabéticos a la enciclopedia, los textos significativos todavía siguen siendo textos escritos. No hay ensoñación técnica que pueda negar esto. Sin embargo, el lugar de los discursos, su uso y su producción está cambiando. Y, dentro de los discursos, el lugar de la literatura. Los ciudadanos cultivados de las futuras cibernaciones se conectarán, o ya están conectados, a un flujo masivo de escritura, de imágenes y de sonidos. La literatura, la filosofía y la historia, tal como las consideramos en términos de género, flotan como mutantes dentro de la densa nube de hipertextos que rodea el planeta (densa además por la frecuencia con que la tontería y el capricho son considerados en términos de libertad anti-institucionalismo y libre producción de bienes culturales). De todos modos, las posiciones personales en relación con estos desarrollos (mi propia perspectiva algo escéptica porque soy precisamente una buena ciberciudadana, que conoce su nuevo alfabeto bastante bien) son irrelevantes frente a la fuerza que exhiben. Tomemos el cambio que me parece más denso y espectacular: leer. Ese acto simple que, pese a los problemas socioeconómicos de la alfabetización, damos por sentado, debe ser revisado por completo. La lectura está pasando por un proceso de mutación. Nosotros somos quizás los últimos lectores tradicionales. La lectura es una actividad costosa, en cuanto a las habilidades y el tiempo que requiere. El desciframiento de una superficie escrita exige una atención intensa y concentrada durante un lapso relativamente largo de tiempo. Miramos el texto y miramos dentro del texto. Practicamos observaciones intensivas y extensivas de la materia escrita, nos quedamos en el texto y con el texto. Aún cuando profesemos la metafísica negativa que nos enseña que ya no hay profundidad que deba alcanzarse hundiéndose en lo escrito, ni totalidad que deba reconstruirse sobre su masa de fragmentos, somos expertos en lectura profunda que, paradójicamente, reconocen la futilidad de una pretensión metafísica de profundidad. Estas actividades 'cultivadas' que llevamos a cabo con los textos, siempre fueron diferentes de las actividades generalmente realizadas por el público lector, aunque algo del orden de las operaciones y de la intensidad de la experiencia sentaba las bases de un terreno común entre prácticas de lectura intelectuales y no intelectuales. Enfrentémoslo de una vez. Ese terreno común se ha erosionado. En la videoesfera, la lectura es extremadamente necesaria pero se está desarrollando según estilos diferentes. La intensidad se reserva a otros discursos (como el live rock, que es extremadamente intenso en sus rituales de consumo). La lectura en el ciberespacio privilegia la velocidad y la habilidad para derivar de una superficie a otra. Antes caminábamos sobre nuestros textos; en los próximos años, nos deslizaremos sobre ellos, surfeando sus planos fractales. El futuro de la crítica literaria, en un mundo donde el lugar de la literatura ha cambiado y continuará cambiando aún más velozmente, no puede hipotetizarse en los marcos de una vieja discusión de hace treinta o cuarenta años. La academia internacional ha percibido estas líneas de desarrollo y ha planificado sus propias respuestas. La popularidad creciente de los estudios culturales y del análisis cultural, que da trabajo a cientos de críticos literarios reciclados, es una de esas respuestas. Los estudios culturales existieron como disciplina por lo menos desde mediados de los años sesenta en Inglaterra. Alrededor de Richard Hoggart y Stuart Hall en Birmingham y de Raymond Williams, un solitario en Cambridge, un pequeño núcleo de académicos se planteó un conjunto de preguntas audaces que, en ese entonces, no recibieron ni una mínima atención condescendiente por parte de los críticos literarios de esa u otra parte del mundo. Pero de repente, Raymond Williams, un nombre que los críticos de literatura mencionaban poco y nada, alcanzó la celebridad. Este cambio espectacular no puede explicarse sin tomar en cuenta el desafío que la crítica literaria estaba enfrentando en el marco de las transformaciones culturales que he tratado de describir. Un proceso bastante parecido impulsó la creciente resonancia de Walter Benjamin que dejó de leerse como crítico y pensador para convertirse en inocente antecesor de estudios académicos sobre culturas urbanas, bastante lejos de las lecturas filosóficas que antes habían hecho historiadores de la arquitectura como Manfredo Tafuri o filósofos como Cacciari. Algo parecido aconteció en la academia norteamericana con Pierre Bourdieu, cuya obra alcanzó los barrios aristocráticos de la crítica literaria sólo en los ochenta. Así, en unos pocos años, muchos críticos descubrieron que su disciplina necesitaba algo nuevo, algo diferente, algo pluralista y algo muy culturalista. Este desplazamiento hacia los estudios culturales dio inició a la redención social de la crítica literaria por el análisis estructural. El sendero fue tomado en muchos países casi al mismo tiempo. Por otro lado las disciplinas bastante más difíciles de convencer, como la historia y la antropología que, también en esos años, consumaron el llamado “giro lingüístico". El proceso tenía entonces varias direcciones: la crítica literaria buscaba ayuda en los estudios culturales (a los que poco antes había despreciado como demasiado sociológicos), Mientras que la historia cortejaba a la critica en busca del método y la sensibilidad para leer textos de manera sofisticada. Cada disciplina estaba negociando , con la de al lado, descubriendo lo que le hacía falta y esperanzada en que su vecina pudiera ofrecerle algo. Esta metáfora sin pretensiones trata de describir el estado de las cosas que ustedes conocen bien. De manera más refinada, estos cruces se denominan “epistemologías postmodernas", cuyos impulsos son bien evidentes en los tópicos que cautivan el interés de la academia en América Latina y los Estados Unidos. No voy a polemizar aquí con esta tendencia que, por otra parte, es el villano en una historia de decadencia inventada por la derecha rabiosamente antirrelativista y anticulturalista. Los estudios culturales tienen una legitimidad que me parece obvia. Sin embargo, quisiera detenerme brevemente en los motivos por los cuales los estudios culturales no resuelven los problemas que la crítica literaria enfrenta. Con la disolución de la crítica literaria dentro de los estudios culturales no se responde a las preguntas que enfrentamos como críticos literarios, y los problemas no se desvanecen en el trance de nuestra reencarnación como analistas culturales. Para mencionar sólo tres: la relación entre la literatura y la dimensión simbólica del mundo social (que los estudios culturales tienden a dar por sentada, aunque gran parte de la obra de Raymond Williams sea una indagación sobre esta cuestión teórica); las cualidades específicas del discurso literario, cuestión que queda simplificada en una perspectiva sólo institucional (sería literatura todo lo que la institución literaria define como literatura en cada momento histórico y cada espacio cultural); y el diálogo entre textos literarios y textos sociales (al que no podemos seguir solucionando con la canonización de Bajtin como único santo patrono del tema). Estos tópicos pertenecen legítimamente a la crítica literaria y sería interesante no pasarlos por alto simplemente porque hasta hace poco no estaban de moda o porque no despierten pasiones sofisticadas hoy. Pero, incluso estos nudos teóricos podrían ser disimulados si se acepta que hay algo que la crítica literaria no puede distribuir blandamente entre otras disciplinas. Se trata de la cuestión de los valores, quiero decir de los valores estéticos. Ellos son un problema de la crítica, y se trata de un problema importante como lo es, en general, la cuestión de los valores en las sociedades contemporáneas. Aprendimos nuestra lección. Profesamos el relativismo como piedra de toque de nuestras convicciones multiculturales. Pero las consecuencias del relativismo extremo son arrojadas ante nuestros ojos por los antirrelativistas de la derecha, cuando nos acusan de destruir a la literatura junto con el canon occidental, masculino y blanco. Para entrar en este debate libres de una mala fe moralizante, deberíamos reconocer abiertamente que la literatura es valiosa no porque todos los textos sean iguales y todos puedan ser culturalmente explicados. Sino, por el contrario, porque son diferentes y resisten una interpretación sociocultural ilimitada. Algo siempre queda cuando explicamos socialmente a los textos literarios y ese algo es crucial. No se trata de una esencia inexpresable, sino de una resistencia, la fuerza de un sentido que permanece y varía a lo largo del tiempo. Para frasearlo de otro modo: los hombres y las mujeres son iguales; los textos no lo son. La igualdad de las personas es un presupuesto necesario (es la base conceptual del liberalismo democrático). La igualdad de los textos equivale a la supresión de las cualidades que hacen que sean valiosos. La crítica literaria necesita replantearse la cuestión de los valores si busca, superando el encierro hipertécnico, hablar sobre tópicos que no se inscriben en el territorio cubierto por otras disciplinas sociales. Los grandes críticos literarios de este siglo (de Benjamin a Barthes, de Adorno a Lukacs, de Auerbach a Bajtin) han sido maestros del debate sobre valores. La literatura es socialmente significativa porque algo, que captamos con dificultad, se queda en los textos y puede volver a activarse una vez que éstos han agotado otras funciones sociales. Me pregunto si les estamos comunicando a los estudiantes y a Ios lectores este hecho simple: nos sentimos atraídos hacia la literatura porque es un discurso de alto impacto, un discurso tensionado por el conflicto y la fusión de dimensiones estéticas e ideológicas. Me pregunto si repetimos con la frecuencia necesaria que estudiamos literatura porque ella nos afecta de un modo especial, por su densidad formal y semántica. Me pregunto si podremos decir estas cosas sin ser pedantes o elitistas o hipócritas o conservadores. La discusión de valores y el canon Quizás vivamos los últimos años de la literatura tal como se la conoció hasta ahora. Las novelas y las películas pueden estar condenadas a desaparecer en el continuum de la videoesfera. No digo que 'cosas' narradas no sigan exhibiéndose en los cines o en la televisión, sino que los films, tal como los inventó el siglo XX, pueden haber negado a su fin, excepto para un puñado de productores y una minoría de público. Podría suceder que, en el futuro, el hipertexto no sea sólo un modo cómodo de manejar notas al pie o diferentes niveles de información, sino un patrón nuevo de la sintaxis que, durante siglos, la literatura ha moldeado y cambiado. No sabemos cuáles serán los desarrollos de las próximas décadas. La apertura de la crítica literaria hacia las perspectivas del análisis cultural tuvo consecuencias positivas en la extensión del universo de discursos y prácticas que ella considera. Pero ha llegado el momento de trazar un balance. La crítica literaria en su especificidad no debería desaparecer digerida en el flujo de lo 'cultural'. Nadie quiere ser el último sacerdote autosatisfecho del gran arte. Sin embargo, no podemos prescindir sin graves pérdidas de la perspectiva que permita considerar ese tipo especial de discurso todavía existente (la literatura) que es extremadamente complejo y cuya complejidad probó, hasta hoy, que era atractivo (indispensable) para fracciones variadas de público. Los valores están en juego, y está bien que esto no lo digan sólo los conservadores. Fue una mala idea la de adoptar una actitud defensiva, admitiendo implícitamente que sólo los críticos conservadores o los intelectuales tradicionales están en condiciones de enfrentar un problema que es central a la teoría política y a la teoría del arte. La discusión de valores es el gran debate en el fin de siglo. El desafío es si podremos imaginar nuevos modos de considerar los valores, modos que (aunque parezca contradictorio) sean a la vez pluralistas, relativistas, formalistas y no convencionalistas. Una perspectiva relativista prueba que los valores varían según los contextos culturales. Según el relativismo deberíamos leer los textos en sus contextos y juzgarlos por las estrategias que emplean para resolver las preguntas que esos contextos consideran apropiadas. De este modo, la discusión de valores es siempre una discusión textualizada.Desde una perspectiva transcultural los valores son relativos en el espacio global donde las culturas son iguales (como los ciudadanos son iguales). Pero no todos los valores en una cultura (esto ya ha sido argumentado por Habermas), merecen la misma estima si se los considera desde contextos extraños a esa cultura. Los valores son relativos, pero no indiferentes, y para cada cultura los valores no son relativos desde un punto de vista intratextual. Las culturas pueden ser respetadas y, al mismo tiempo, discutidas. El relativismo demanda que las culturas sean comprendidas de manera interna, en su propia historia y dinámica. Sin embargo, en el momento en que las culturas toman contacto entre sí (y en un mundo globalizado las culturas están enredadas en un flujo ininterrumpido de contacto y conflicto), los valores entran en debate. Por ejemplo, los valores de una cultura machista basada sobre el trabajo servil no son respetables desde la perspectiva de una cultura republicana, orientada hacia la ciudadanía e igualitarista respecto de los sexos. Desde un punto de vista interno, cuanto más tradicional es una cultura más inclinados se sienten sus miembros a reclamar una fundación sustancial de los valores, y así negamos a un segundo problema. ¿Son los valores enteramente convencionales incluso en las culturas que pasaron por todas las pruebas de la modernización y la modernidad. Cuando afirmamos que una cultura pluralista y democrática se adecúa mejor a los intereses y opciones de sus miembros que una cultura fundada teológicamente (por ejemplo respecto de los derechos de las mujeres o de la libertad de los escritores para expresar sus ideas), estamos construyendo una argumentación que no es sólo formal. De algún modo toca cuestiones no convencionales (si se prefiere esta palabra a sustanciales): elegimos la libertad frente al orden teológico, la opción frente a las creencias que se presentan como naturales o se imponen por la fuerza no siempre simbólica de la tradición. Los estudios culturales desarrollan argumentos que no pueden ignorar la cuestión de los valores. Si los ignoran corren el riesgo de convertirse en una sociología de la cultura subalterna más inclinada a escuchar salsa o mirar televisión que a estudiar las instituciones educativas, el discurso político o los usos populares de la cultura letrada. Como bases de consistencia teórica, no bastan el relativismo, el sociologismo o el populismo. Creo que la crítica literaria y los estudios culturales se necesitan. La contribución de los estudios literarios a los estudios culturales podría orientarse a la respuesta de algunas cuestiones polémicas. El canon literario y artístico, qué se enseña y cómo se enseña, es una de esas cuestiones. Me pregunto: ¿el canon es intolerable por masculino, blanco y occidental, y entonces la cuestión sería ampliarlo y diversificarlo? ¿O nos oponemos a la idea de componer y aceptar un canon? ¿O sólo aceptaríamos un canon en el caso de que antes de proclamarlo se estableciera un pacto constitucional sobre los términos de su revisión, digamos un canon sujeto a modificaciones ilimitadas y periódicas? Para decirlo de manera diferente: ¿pensamos que hay grandes obras de literatura significativas pese a otras consideraciones ideológicas? Si aceptarnos esto, surge nuevamente la cuestión de los valores. Si no lo aceptamos: ¿estamos dispuestos a renunciar a nuestros derechos de apropiación de una tradición cultural y sobre todo a renunciar en nombre de otros a quienes no les trasmitiremos esa tradición en las escuelas y en las universidades porque pensamos que esa tradición no es suficientemente correcta desde un punto de vista ideológico? Los estudios culturales son hoy una fortaleza contra una versión canónica de la literatura. Vivimos entre las ruinas de la revolución foucauldiana. Aprendimos que donde había discurso había ejercicio del poder y las consecuencias de este postulado no pudieron exagerarse más. No podíamos seguir hablando de los textos sin examinar las relaciones de poder que encubrían y (al mismo tiempo) imponían con la eficacia de una máquina de guerra. Pocos años después la sociología francesa de los intelectuales establecía otro principio: donde hay discurso hay lucha por la legitimación en el campo intelectual. Finalmente, Michel de Certeau corrigió al primer Foucault: si era cierto que donde había discurso había poder, al mismo tiempo, los subordinados inventaban estrategias de lectura que implicaban respuestas activas a los textos, respuestas que podían contradecir lo que los textos significaban para otros lectores o para sus autores. Los estudios culturales siguieron las curvas que unen a estas posiciones que, convengamos, no preparaban el terreno para una discusión sobre el canon sino para su refutación. Sin embargo, se podría hacer la pregunta (como lo hace Gayatri Spivak) desde el punto de vista del derecho a la herencia cultural. Los textos tradicionales (o clásicos) poseen un significado sostenido, que varía según los horizontes de lectura, configurando un espacio hermenéutico rico y variado. Las colecciones de grandes obras establecidas por las diferentes jerarquizaciones que la práctica canónica hizo en el tiempo ¿Pueden proporcionar las bases de un programa sensible a las diferencias culturales, en cuyo marco se las lea como grandes oportunidades hermenéuticas para la producción de nuevos sentidos y la discusión de los viejos? La crítica literaria plantea a los textos no sólo preguntas sino demandas, en un sentido fuerte: cosas que un texto debería producir, cosas que los lectores quieren producir con un texto. Lo que está en juego, me parece, no es la continuidad de una actividad especializada que opera con textos literarios, sino nuestros derechos, y los derechos de otros sectores de la sociedad donde figuran los sectores populares y las minorías de todo tipo sobre el conjunto de la herencia cultural, que implica nuevas conexiones con los textos del pasado en un rico proceso de migración, en la medida en que los textos se mueven de sus épocas originales: viejos textos ocupan nuevos paisajes simbólicos. Como discurso académico que quiera mantenerse al margen de las controversias, a la crítica literaria sólo le queda mudar sus procedimientos al recién decorado ciberespacio escritural del futuro y proponer (como ya se está haciendo) los instrumentos críticos del hipertexto. La crítica literaria también puede convertirse en el estudio académico de los restos mortales de la literatura. Esta metamorfosis simplemente la borraría como discurso producido en la intersección de valores y prácticas académicas y no académicas. No estoy segura de que la crítica literaria como discurso público, como discurso socialmente significativo, pueda solucionar sus problemas con un movimiento tan simple. Los estudios culturales podrían intervenir en auxilio de la crítica y obtener algunas ganancias al hacerlo. La cuestión estética no es muy popular entre los analistas culturales, porque el análisis cultural es fuertemente relativista y ha heredado el punto de vista relativista de la sociología de la cultura y de los estudios de cultura popular. Sin embargo, la cuestión estética no puede ser ignorada sin que se pierda algo significativo. Porque si ignoramos la cuestión estética estaríamos perdiendo el objeto que los estudios culturales están tratando de construir (como objeto diferente de la cultura en términos antropológicos). Si existe un objeto de los estudios culturales es la cultura definida de modo diferente a la definición antropológica clásica. Es importante recordar (escribió Hannah Arendt) que el arte y la cultura no son lo mismo. La dificultad que enfrentamos es que ya no estamos seguros sobre qué aspectos (sean formales o sustanciales) el arte es una dimensión especializada de la cultura, una dimensión que puede ser definida separadamente de otras prácticas culturales. Así, una vez más, el punto que nos preocupa es si podemos capturar la dimensión específica del arte como rasgo que tiende a ser pasado por alto desde la perspectiva culturalista que impulsa a los estudios culturales, que hasta hoy han sido ultrarrelativistas en lo que concierne a la densidad formal y semántica. La paradoja que enfrentamos también podría ser pensada como una situación en la que los estudios culturales están perfectamente equipados para examinar casi todo en la dimensión simbólica del mundo social, excepto el arte. Sé que esta afirmación puede sonar exagerada. Sin embargo, todos sabemos que nos sentimos incómodos cuando nuestro objeto es el arte. Permítaseme evocar una experiencia personal. Siempre que formé parte de comisiones, junto con colegas europeos y americanos, cuya tarea consistía en juzgar videos y films, encontramos dificultades para establecer un piso común sobre el cual tomar decisiones: ellos (Ios no latinoamericanos) miraban los videos latinoamericanos con ojos sociológicos, subrayando sus méritos sociales o políticos y pasando por alto sus problemas discursivos. Yo me inclinaba a juzgarlos desde perspectivas estéticas, poniendo en un lugar subordinado su impacto social y político. Ellos se comportaban como analistas culturales (y, en ocasiones, como antropólogos), mientras que yo adoptaba la perspectiva de la crítica de arte. Era difícil llegar a un acuerdo porque estábamos hablando diferentes dialectos. La misma experiencia fue la de un joven director de cine argentino en un festival europeo. Mostró su película (que era una versión sumamente sofisticada de un relato de Cortázar) y los críticos presentes le señalaron que ese tipo de films eran territorio de los europeos, pero que estos mismos europeos esperaban una materia más social cuando veían un film latinoamericano. Todo parece indicar que los latinoamericanos debemos producir objetos adecuados al análisis cultural, mientras que Otros (básicamente los europeos) tienen el derecho de producir objetos adecuados a la crítica de arte. Lo mismo podría decirse acerca de las mujeres o de los sectores populares: de ellos se esperan objetos culturales, y de los hombres blancos, arte. Esta es una perspectiva racista aún cuando la adopte gente que se inscriba en izquierda internacional. Pero ese racismo no es sólo algo que pueda imputársele a ellos. También es nuestro. Nos corresponde a nosotros reclamar el derecho a la 'teoría del arte', a sus métodos de análisis. También nos corresponde comenzar una discusión sobre la definición de nuestro campo: los estudios culturales tendrán legitimidad plena si logramos separarlos de la antropología (de la que hemos aprendido tanto) y una separación requiere una redefinición de objetos y la discusión de valores. Si no percibimos una diferencia entre la música pop y el jazz o el rock, nos equivocaremos. Si no percibimos una diferencia entre un crudo film político y el cine de Hugo Santiago o Raúl Ruiz, nos equivocaremos. Si no percibimos una diferencia entre un clip brasileño para MTV y Caetano Veloso, nos equivocaremos. Si no percibimos una diferencia entre Silvina Ocampo y Laura Esquivel, nos equivocaremos: en todos los casos, hay una diferencia formal y semántica que debe discernirse a través de perspectivas que no siempre son las de los estudios culturales. Silvina Ocampo es diferente de Laura Esquivel aunque se admita que las ideas de Esquivel sobre las mujeres responden a posiciones 'políticamente correctas'. Son diferentes porque hay un plus en Ocampo que está completamente ausente en Esquivel. El arte tiene que ver con este plus. Y la significación social de una obra de arte, en una perspectiva histórica, depende de este plus, como depende de su público si la consideramos sólo en términos de su impacto presente (o sólo en términos de mercado). A veces tengo la impresión de que el canon de los estudios culturales está establecido por el mercado, que no es mejor autoridad que la de un académico elitista. Una cultura también se forma con los textos cuyo impacto está perfectamente limitado a una minoría. Afirmar esto no equivale a elitismo, sino a reconocer los modos en que funcionan las culturas, como máquinas gigantescas de traducción cuyos materiales no requieren aprobar un test de popularidad en todo momento. Aunque, a través de caminos que sólo conoce Dios, esos materiales pueden ser populares en el futuro. Tengo la impresión de que, movidos por el impulso generoso de los estudios culturales, pasamos por alto nuestro propio pasado como críticos literarios. Muchos de nosotros venimos de Roland Barthes, de Walter Benjamin, así como Hoggart llegaba de la poesía de Auden y Williams no abandonó nunca el campo de la literatura inglesa. Tenemos derecho a ambos mundos. El gran debate público hoy gira alrededor de los valores, y las bases de una política que los tome en cuenta. El gran debate cultural, una vez que atravesamos el Mar Rojo del relativismo, podría comenzar a considerar valores. Por lo menos, esta es una cuestión cuya respuesta no puede ya limitarse al relativismo tradicional o al multiculturalismo tradicional. ¿Cómo se mantiene una sociedad después del multiculturalismo? ¿Es posible juzgar después del relativismo? No tengo respuesta a estas preguntas pero pienso que las preguntas mismas valen la pena. Fuente: Publicado en "Los Estudios y la crítica literaria en la encrucijada valorativa", en Revista de Crítica Cultural, n° 15. 1997. 32-38. Una primera versión en inglés de esta conferencia fue pronunciada en Duke University, en el Department of Romance Languages, octubre 1996, con el título de “Cultural studies and literary criticism: allies or enemies?”. A Alberto Moreiras, Walter Mignolo y Jon Beasley-Murray debo agradecer incisivas críticas, algunas de las cuales quedan recogidas en la presente versión, dada en la Universidad de Chile. Esta conferencia fue leída en el marco de la visita de B. Sarlo a Chile (Mayo 1997), invitada por el programa de la Fundación Rockefeller (ARCIS-La Morada-Revista de Crítica Cultural). Michelangelo Galliani. "Matriz". 2014. Mármol de carrara y acero
- El Cuento / Úrsula K Le Guin
Solo es una parte de un cuento, en realidad de muchos cuentos, Esa en la que el tercer hijo, o la hijastra, en una empresa absurda a través del bosque extraño, Se cruzan con un zorro, la pata en una trampa, O con gorrioncitos caídos del nido, O con algunas hormigas en problemas sobre un charco. Él libera al zorro, ella acomoda a los pichones en el nido, Ponen a salvo a las hormigas en su hormiguero. Más adelante, el pequeño zorro volverá, Y a él lo llevará al castillo donde la princesa está prisionera, A ella el gorrión le indicará dónde está el huevo de oro escondido Las hormigas les separarán todas las semillas de amapola Del montículo de arena, antes de la mañana fatal, Y no creo que yo pueda agregar mucho más a esto. Toda la vida el mismo cuento Si tan solo escuchara quién es el héroe Y cómo vivir felices para siempre. Fuente: La teoría de la bolsa de la ficción. Ursula K. Le Guin Rara Avis Ediciones. 2024 Buenos Aires, Argentina.
- Entrevista a Julio Cortázar / Calac y Polanco
No es la primera vez que lo hacen, y me temo que no será la última, malditas sean, Estoy leyendo tu correspondencia cotidiana como me gusta, solo y fumando, y a veces miro la casa de enfrente donde numerosas palomas se pasean con las manos en la espalda como las vio Jean Cocteau, pero capaces de inventar unos ballets amorosos que nos estarían vedados a los humanos en tan incómoda posición. Justo al final de la pirámide postal encuentro una carta de Eduardo Galeano y otra de Vogelitis, y en el preciso instante en que me entero de que quisieran una entrevista para Crisis zas el timbre y son los monstruos una vez más, enfundados en sobretodos como para cruzar a pie el estrecho de Bering y ese aire de suficiencia que les conozco demasiado. Imposible negarles el café y el coñac que reclama la intemperie, con lo cual Calac se instala en el mejor sillón y empieza a mirar mis discos mientras Polanco elige los libros que se va a llevar como de costumbre sin la menor intención de devolverlos. Es fatal que la entrevista me la harán ellos y que yo me someteré con inútiles gruñidos, máxime cuando Polanco ha empezado de entrada a tomarme el pelo después de alcanzarme la fotocopia de una reseña sobre un libro mío publicado en Detroit, Michigan. -Che ñato, -dice Polanco sirviéndose un segundo coñac de tamaño natural- ahora resulta que además de argentino y francés, este, es el internacionalismo pagado por alguien, no me vas a negar. -No le revolvás el facón en la buseca -aconseja Calac que parece decidido a elegir entre quince y diecisiete discos de excelente música barroca – ya bastante lo escorcharon cuando estuvo en la Argentina y a cada momento venían a explicarle que al fin y al cabo el harakiri dolía menos que la vergüenza y que en el peor de los casos siempre estaban las pastillas o los pasos a nivel. -Bah, eso no es nada -digo yo-, cada vez que me enarbolaban la enseña que Belgrano nos legó se vino a descubrir al cabo de cinco minutos que los muchachos simplemente no conocían el principio de la doble nacionalidad y que se quedaban más bien confusos, la prueba es que terminábamos siempre como ustedes y yo ahora, con la diferencia de que eran ellos los que pagaban el café y la caña seca. -Hace alusiones insidiosas- le dice Polanco a Calac. -Como si uno pretendiera quedarse a almorzar -dice Calac-, y eso que ya más o menos vendría a ser la hora. -Ha perdido toda originalidad, te das cuenta. En vez de invitarnos derecho viejo, pensar que le trajimos el recorte yanqui sacrificando nuestros propios archivos, che. -¿Vos por qué decís che? -pregunta inesperadamente Calac-. Justamente a éste otra de las cosas que le reprocharon cuando su último libro es que el che ya casi no se emplea y él en cambio dale que va. En esa forma le estimulás los atrasos lexicográficos, hermano, al final es un amigo, qué tanto, aunque esté en pie lo del almuerzo y esas cosas. -Bah, si se trata de criticarme, lo del recorte es otro golpe bajo -les digo. -De lo que deberían convencerme ustedes es que el empleo de recortes revela el agotamiento de la capacidad creadora, y en cambio ya me han dejado poner uno de entrada en la entrevista. -Resuella por la herida -le dice Calac a Polanco-, desde que le enseñamos esa señera reseña preñada de saña que sobre el Libro de Manuel le hizo en Clarín una nena que ya no me acuerdo. -Yo sí -dice Polanco con sádica satisfacción-, y qué te cuento del pesto, madre querida. De los recortes le dijo que estaban pegados en forma desmañada, te juro que (sic), mirá en tu colección el ejemplar del 9/8/73. -Y eso -digo yo- que los pegué con esa goma que huele tan rico a almendras amargas, olor que sin duda deben tener los pelícanos a juzgar por la etiqueta. La nena, como irrespetuosamente la definís vos, se llama Alicia Dujovne Ortiz, aunque andá a saber por qué una revolucionaria tan vehemente usa doble apellido, y se pasó tres columnas dándome consejos, el más importante de los cuales es que me vuelva a mi cuarto y a mi identidad pequeño burguesa de «hombre de letras», puesto que jamás tomaré el fusil (sic). En esto no se equivocó, porque ni a mí ni a un montón de escritores se nos ha ocurrido que nuestros libros sólo pueden ser útiles si primero «nos agarramos a balazos con el imperialismo». La cosa ya es tan obvia que cansa repetirla, pero te voy a decir que como conozco excelentes poemas de esa chica (y me divierte que los haya publicado nada menos que en una editorial que se llama Rayuela), me da un poco de pena que siga pasando un disco tan escuchado. ¿No me creés, vos? Mirá este pasaje que voy a tratar de pegar de la manera menos desmañada posible para que Alicia no se enoje de nuevo. -Mirá -dice Calac, más bien cabrero-, a mí tu libro no me pareció gran cosa, pero de ahí a llevar el masoquismo hasta el punto de dar a leer por segunda vez un ataque de tantos megatones, haceme un poco el favor. ¿Somos argentinos o qué? -En fin -alcanzo a insertar-, que conste de paso que no estoy polemizando concretamente con Alicia, sino que a través de ella apunto a la legión de aristarcos más bien baratieri que en vez de mirar sus propios goles se van a la tribuna a tirarles botellas a los jugadores que no hacen lo que ellos mandan. -A lo mejor tiene razón -dice Polanco que siempre se pone de tu lado cuando me la arriman demasiado-. Es bastante insólito que en nuestros pagos un tipo no tenga úlcera ni se precipite al analista porque el presbítero Mujica, un tal Revol o esa nena lo sacuden contra las cuerdas. O elogios o silencios: esa es la regla de oro. -En el fondo es un vivo -resume Calac-. Saca a relucir ataques para contragolpear con la ventaja del que pega último, por escrito se entiende. Claro que la culpa la tenés vos, porque esta no es una manera de hacerle una entrevista. ¿Yo? -brama Polanco-. Fuiste vos el que empezó con lo del pasaporte, yo venía dispuesto a preguntarle después del almuerzo cosas tales como si los últimos escritos de Ronald Barthes repercuten en su traspasamiento espiritual o en su semiótica más estructurada. -Mi respuesta es muy sencilla –digo-. No hay nada para almorzar. -Ya ves -protesta Calac-, hay que hacerles preguntas fáciles y en una de ésas quién te dice que saca los sándwichs. Yo por ejemplo le quería preguntar así nomás, blandito y sin forzar el ritmo del combate, cuáles son, maestro, sus actividades del momento. ¿Puede saberse sin indiscreción si prepara algo? -Un libro de cuentos. -¿Otro más? -dice Polanco con delicadeza. -Sí. Se llama Octaedro y va a salir muy pronto. -Qué bien -me felicita el desgraciado de Calac-. ¿Y puedo preguntar si esos cuentos continúan, vamos a decir así, la línea? -¿Cuál línea? Ah, ya veo. No, son más bien cuentos fantásticos, de «una tersa escritura sabiamente burguesa que alcanzan el máximo nivel de lo correcto que suena a perfección, etcétera»; para el final de la descripción de mi estímulo mirá la reseña de que hablábamos. -A propósito de ficción me permito recordarte un libro llamado Cien años de soledad, del que se vendió un millón de ejemplares -digo astutamente-. Una cosa es rechazar lo imaginario o lo fantástico si se sospecha que encubre un escapismo fácil, y otra rechazarlo por sí mismo, cosa que afortunadamente está lejos de suceder en nuestros países. Estos cuentos de que te hablaba no tienen nada de escapistas; siguen buscando a su manera algunas raíces del bicho humano que creo inseparables de toda forma de conciencia revolucionaria en la medida en que se oponen los estereotipos fáciles, a las ideas recibidas, a todos esos itinerarios sobre rieles de viejísimos, caducos sistemas. Mirá, si alguien admira la tarea que está llevando a cabo gente como un Rodolfo Walsh en la Argentina soy yo, che (dale con el «che», que ya no se usa); pero como conozco un poco a Rodolfo sé muy bien que cualquier trabajo imaginario que no sea un ejercicio de fuga cómoda le parecería tan necesario en una perspectiva revolucionaria como Operación Masacre, Y eso, que Walsh entiende tan bien, no quieren entenderlo los que en el fondo le tienen miedo a su propio inconsciente y prefieren prenderse con las manos del «contenidismo», el «compromiso» y otras comodidades a mano. Nadie se cree más comprometido que yo en lo que hago, pero como dijo alguien de El escarabajo de oro, hay más de cuatro comprometidos que harían mejor en casarse de una buena vez. – Se largó -le informa Polanco a Calac que haciéndose el inocente maniobra las palancas de un grabador de bolsillo y pretende disimularlo detrás de la botella de coñac. -Te voy a decir una cosa -produce Polanco- lo fantástico ha dejado de interesar en América latina, la realidad supera de tal modo a la ficción que tus cuentos van a caer como sopa fría. Ahora nosotros estamos en el testimonio, che, en las aportaciones al proceso geopolítico, somos los hijos de Sánchez. Ya es tiempo de que te enteres que el conde Drácula anda de capa caída, cosa que no le gusta ni medio a un vampiro porque pierde la pinta. -De todos modos -dice Calac-, según muchos críticos sesudos, la cuota de fantástico, de lúcido o de humorístico en tu Libro de Manuel actuó en contra de tus intenciones que según vos eran buenas. -Aunque no te niego la tentación de pegar aquí mismo cuarenta y cinco recortes que prueban otra cosa, me limitaré a decirte que sólo a los contrarrevolucionarios de la revolución se les paran los pelos apenas alguien toca estos temas sin el pathos que requieren sus apolilladas preceptivas literarias y políticas: no sólo hay pobres de solemnidad sino revolucionarios de solemnidad, que son precisamente contrarrevolucionarios que se ignoran y que se destaparán el arito apenas agarren la manija como se ha visto en tantos lados. Por suerte los creo en minoría, aunque tiendan a aglomerarse en el nivel de la crítica periodística, extraño producto en el que la suma de los dos factores tiende casi siempre al cero. -Observa cómo nos veja – dice Polanco. -Es que me aburren, che. -Vos dirás lo que quieras, pero cada vez se piensa más que lo fantástico puro huele a raje -dice Polanco que ha verificado la extinción del coñac y se venga como puede. -Se puede rajar en muchas direcciones, viejo, y la fuga hacia adelante es casi siempre la mejor manera de salir del pozo. Te voy a contar una historia fantástica que empieza en Santiago de Chile. Fijate de paso que soy yo el que cita a Chile, porque ustedes hasta ahora parecen ignorar lo que pasa por ese lado, y eso que toda entrevista a un escritor latinoamericano debería partir de ahí aunque muchos argentinos pretendan que sus problemas son más importantes. -Nadie pretende eso- dice Calac. -Sí, y todos los días, y no solamente en lo que toca a Chile sino que se llega a una tal inconsciencia del contexto continental que un señor que se llama Ricardo Otero y que es ministro de Trabajo ha podido decir en un discurso que el Che Guevara era un renegado (sic), ahí tenés el recorte de La Opinión de 16/12/73. Yo seré un poeta ignorante de toda política, pero la frialdad de tantos argentinos con respecto a la revolución cubana me parece no solamente suicida sino estúpida. En fin, dejame que te cuente la historia fantástica; empezó en casa de Salvador Allende una noche de febrero del año pasado. Éramos unos pocos, y entre ellos un viejito mexicano cuyo nombre no retuve y que apenas terminadas las presentaciones me dijo que aunque no era versado en letras había seguido con mucho interés una entrevista que me habían hecho en la tevé de su país. Le hice notar que se confundía pues jamás había aparecido en esas pantallitas hogareñas que como viejo y de modo que soy, me producen espanto. Insistió en su afirmación, sosteniendo que había visto una larga entrevista hecha por una muchacha de cabellos rubios, y que le había gustado mi manera de contestar las preguntas, aparte de mi manera de pronunciar las erres, etcétera. A riesgo de crear una situación incómoda tuve que reiterar mi negativa, y como éramos gente educada buscamos la salida por el lado de los sosías y de los dobles, nos reímos un rato y pasamos a otra cosa. -Si le suprimís los dobles se desinfla como un globito -dice Polanco. -Esperá mientras te saco otra botella, porque ustedes dos están al borde de la deshidratación -les digo compadecido-. Hace apenas dos meses, en París, la mujer de Carlos Fuentes me pidió una entrevista para la televisión de su país. Como creo que una de mis obligaciones es la de hacer todo lo posible para ayudar a desenmascarar a la Junta que tiene muchos más partidarios de los que ustedes se imaginan, acepté con la condición de hablar sobre Chile, y así lo hice. Filmaron la entrevista en casa de Fuentes y yo conté mi último encuentro con Pablo Neruda en la Isla Negra, hablé del proceso chileno y de mis diálogos con Allende, y sólo mucho más tarde, mientras me volvía a mi casa, me di conscientemente cuenta de que la entrevista me la había hecho una muchacha de cabellos rubios. -De donde se sigue que el señor de aquella noche había visto en febrero un equivalente de lo que vos hiciste ocho meses después. Supongo que ese cuento figura en tu nuevo libro, claro. -No, estoy acostumbrado a que me pasen cosas así y me aburriría aprovecharlas literariamente. ¿Querés que te cuente otra historia fantástica? -Madre querida –dice Polanco. -Esta es más bien al revés. Yo empecé por escribir un cuento hace muchos años, y el otro día recibí una carta de uno de sus personajes, un tal John Howell. Aquí tenés el encabezamiento, le podés escribir si no me creés -manda Calac-, desde hace un tiempo el inglés se mezcla con el sánscrito y otras lenguas antiguas en la que estoy sumido. -Más bien te la resumo, porque si no Galeano se va a enojar por el papel que le traigo a Crisis. La carta consta de cuatro puntos. En el primero se dice que la persona en cuestión estuvo poco antes en París y que como hace años le gustan mis libros, aprovechó para comprar y leer Rayuela y los cuentos que se desarrollan en esta ciudad. A su vuelta a Nueva York leyó por casualidad una reseña de Todos los fuegos el fuego que acababa de publicarse en inglés, y se enteró de que contenía un cuento titulado Instructions for John Hoysell. Como segunda cosa apunta que hace rato que trabaja en un libro muy extenso, en el que la palabra «Instrucciones» tiene una resonancia especial para él. En tercer lugar, te acordarás de que el narrador de mi cuento va a un teatro donde lo inducen a improvisar un papel, el de «John Howell». Mi corresponsal visitó el año pasado a un amigo que dirige un teatro en Nueva York, y aunque jamás había trabajado como actor, aceptó participar en una obra que su amigo tenía planeada y que él podía ayudarle a completar desde el punto de vista del personaje: así fue, y John Howell apareció durante tres meses en escena. El último punto de la carta es que mientras estaba en París, Howell empezó a escribir un cuento que de alguna manera tendía a reflejarme a mí dentro del contexto de la ciudad. Por eso decidió proceder sin rodeos, y el personaje de su cuento terminó llamándose como yo y siendo yo mismo. Por supuesto, Howell termina su mensaje confiándome su perplejidad, su sentimiento de lo que él llama «una ficción ampliada», y también «una magia estructural que de alguna manera se prolonga desde los libros a la vida». En realidad -le dice Calac a Polanco-, nosotros no vinimos a preguntarle esta clase de cosas, vos fijate cómo se va colocando en el terreno que más le conviene, es el Archie Moore de la labia. -Me gusta la imagen -le digo-. ¿Ustedes querían hablar de boxeo o era solamente una alusión? Cuando estuve en Buenos Aires, los muchachos de El Gráfico me invitaron a ver pelear a Castellani, y yo les escribí una opinión más bien fría de su performance. ¿Qué tal anduvo el muchacho desde entonces? -Las preguntas las hacemos nosotros -dice Polanco-, pero para darte el gusto podés contamos qué te pareció Monzón frente a Bouttier. -No pude ir porque estaba con sinusitis. -Mirá los nombres que tienen sus rebusques -dice Polanco a quien de cuando en cuando hay que dejarle hacer un mal chiste. -Pero la vi enterita en la televisión y te diré que algo no andaba en Monzón, ganó como quiso, claro, pero no estaba frente a Tony Mundine ni a José Nápoles. Si al final se hace la pelea con Nápoles, ojalá que el dicho famoso no se le aplique a Carlitos, lo deseo de todo corazón. -No es necesario que te arrodilles ni llores -dice Calac conmovido-. Todo el mundo empezando por Monzón sabe que sos un hincha de veras, y va vas a ver que el pibe se porta. Pasemos a otros deportes: ¿Qué libros te han gustado en esta temporada? -Gran parte de los que me está afanando Polanco -dijo más bien hosco-, o sea ése, ése y sobre todo aquél de ahí. -En efecto -dice Calac a quien jamás lo agarré desprevenido-, son excelentes, sobre todo ése y ése. ¿Y qué viste en el cine últimamente? -Malas películas que a mí me parecen buenas, y viceversa. Casi me han golpeado por decir que Gritos y susurros no valía el gran Bergman de otros tiempos, y que en cambio una película erótica holandesa llamada Turkish Delights, que empieza de una manera perfectamente asquerosa, va mostrando una segunda intención que la agranda y la hermosea. Qué querés, sigo prefiriendo cosas marginales a las grandes máquinas tipo Doctor Zhivago y Odisea del espacio, aunque hay que decir que en ésta la parte de los monos al principio era para llorar de risa, cosa que no abunda en estos tiempos pinochescos. -¿Y El Último tango en París? -dice Calac como haciéndose el idiota. -Ah, esto es un caso especial porque le toca un poco personalmente. Uno de los primeros lectores del Libro de Manuel me hizo notar diversas y curiosas simetrías, sin hablar de la última, escandalosa y boca abajo, entre el libro y la película, digamos entre Bertolucci y yo. Como se trataba de un crítico profesional, cayó rápidamente en la trampa de las «influencias» sin las cuales estos muchachos andan medio perdidos, y pensó que la película había marcado la conducta de mis personajes. Pero aparte de que ese tango se tocó en París mucho después de terminado el libro, y que Bertolucci y yo no nos hemos visto nunca, las simetrías me parecen curiosas y significativas; una vez más siento como una figura, una red que de alguna manera nos incluye a los dos. ¿Te fijaste que la acción de la película empieza en la calle Julio Veme, que el protagonista es un americano en París, que la chica es una burguesita, que el héroe y el amante de su difunta mujer son quizá la misma persona y su doble? -Al final no nos invitó a almorzar – dice Polanco recogiendo los libros después de una última selección que consiste en agregar siete u ocho. Ya están en la puerta llevándose gran parte de mis pertenencias, cuando Calac me larga una mirada al bies y me pregunta: -¿Y cómo anda el boom, maestro? -Mejor que nunca -le digo satisfecho de que al fin me hagan una de las grandes preguntas del día-. Nos hemos organizado de la manera más perfecta, partiendo del principio general de llevar a la práctica las fábulas que a lo largo de estos años urdieron esos intelectuales que tanto se preocupan del porvenir de los demás. Esto no lo publiquen: nos reunimos cada tres meses en hoteles de superlujo, eligiendo cada vez una ciudad diferente en la que podamos organizar nuestras orgías sin llamar la atención. García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa, Asturias, Carpentier, y yo (generosamente aceptamos de cuando en cuando a dos o tres más, cuyos nombres me callo para no herir a otros postulantes) discutimos la situación con nuestro gerente general, que nos fue recomendado por Lucky Luciano himself y que tiene certificados de Onassis y de Spiro Agnew. Nuestras acciones están dando dividendos satisfactorios; Feisal nos consulta para lo del petróleo, hemos comprado tierras y propiedades en todas partes, y de cuando en cuando donamos algún premio o algunos derechos de autor por aquello del qué dirán. Yo he agregado otros cinco pisos y dos ascensores a mi suntuosa residencia de verano en Saigón que, como se sabe, no es más que una manera de disimular que de allí estoy a un paso de mi yate en Marsella, que me lleva hasta el castillo que tengo en el sur de Italia y en el cual guardo secuestrada a una chica de quince años (algunos sostienen que es un chico, y me parece bien mantener el suspenso). Con eso y la salud, ya te darás cuenta. -Nos arruinó el almuerzo -dice Polanco. -Son mentiras pero lo mismo te alteran el jugo gástrico -murmura Calac-. En realidad antes de retirarnos tendríamos que haberle preguntado qué piensa de la situación nacional, ¿no te parece? – Hum -dice Polanco, y me mira despacito. -El error -digo yo sabiamente- es hablar de situación, palabra que da una idea de emplazamiento fijo, de cosa más o menos definida, situada, cuando por lo visto en la Argentina todo se desplaza, vira, tantea dentro de un panorama cada vez más moviente y complejo. Si este vocabulario les gusta, agregaré que el optimismo crítico que tantas veces marcó mis opiniones cuando estuve por allá en la época de las elecciones presidenciales, no se ha modificado en lo esencial, aunque el componente crítico tienda a tener mucho más a raya un optimismo que resultó prematuro. En ese entonces creí (y mi fe en lo mejor del pueblo sigue siendo inquebrantable) que el proceso se iba a acelerar rápidamente en la dirección que ustedes saben: conmigo lo creyó también una cantidad de gente que hoy se ve obligado a un duro compás de espera y que incluso sigue en la obligación de apoyar un estado de cosas que ha de resultarle bien amargo. ¿Pero qué significa, en la historia como en la música, un compás de espera, sino esa tensión que duplicará luego la fuerza del avance de la melodía? Ya ves, no puedo pensar lo histórico sin imaginarlo en términos estéticos, es evidente que Pitágoras no ha muerto. Me acuerdo ahora de que en ese cuento mío que se llama Reunión, el Che sentía que un determinado cuarteto de Mozart contenía el dibujo de sus ideales y sus esperanzas. Y a propósito, supongo que saben que la Junta chilena me quemó un librito de bolsillo que incluía a Reunión entre otros relatos y que se iba a vender en los quioscos por unos centavos, como parte del formidable trabajo que estaba cumpliendo el gobierno en el plano de la cultura popular. Cuando leí que también los libros de Jack London habían caído en la hoguera me quedé estupefacto, pero después me acordé que mi cuento tiene un epígrafe de La sierra y el llano en el que el Che piensa en un personaje de London, y deduje que entre él y yo lo arrastramos a las llamas al pobre Jack, vos fijate las atrocidades de que es capaz la pérfida literatura marxista. -Empieza a perder el aliento -dice Calac-, vámonos antes de que cierren los boliches. -No dijo gran cosa -observa Polanco-, y en cambio nos da todas estas fotos para llenar los penosos huecos de su pensamiento. -Me las pidió Galeano, che. -¿Te pidió una con un hipopótamo en los brazos? -Hipopótamo tu abuela. Es mi cronopio más querido, completamente verde y lleno de inteligencia. Entérense de que en Estocolmo hay un grupo de españoles de izquierda que hace más de diez años fundaron un Club de los Cronopios; nunca he podido ir a verlos pero no importa porque lo mismo estamos juntos, cosa que muchos no comprenden si no te ven la cara todos los días. Cuando Pablo Neruda volvió a recibir el Premio Nobel, me contó que los del Club le regalaron un cronopio de felpa roja, que él guardaba con cariño y que naturalmente le habrán quemado en Chile; unos días después me llegó un paquete postal; con un cronopio verde; creo que comprenderán ahora por qué lo tengo en los brazos, por qué lo guardaré siempre conmigo, y comprenderán también este texto de Pablo que nació de una hoja de libreta, se agrandó hasta dar un póster del Club, y volverá a reducirse para que Crisis pueda mostrarlo. -En fin -dice Calac-, las cosas más interesantes las venís a eruptar cuando ya estamos en la escalera. -Aprendan a hacer entrevistas, qué joder. Les podría decir muchas otras cosas, pero no falta gente que las está gritando desde los cuatro rincones del planeta y no hace tanta falta que yo las repita. Tomá, por ejemplo, llevate esta página de La Opinión del 2 de enero, donde Miguel Cabezas cuenta la forma en que los militares chilenos mutilaron y asesinaron a Víctor Jara. Ya sé, ni ustedes ni yo podemos echar abajo a la Junta; pero en cambio podemos luchar contra el olvido fácil, la vuelta de hoja de todo lector de la historia. ¿No les ha llamado la atención que de todos los que escriben en pro o en contra de mi Libro de Manuel, NINGUNO se ha referido concretamente a las muchas páginas finales donde, en columnas paralelas, se detalla el horror de las torturas en la Argentina y en Vietnam? Dan ganas de elegir entre varias hipótesis: 1) Que poco les importa puesto que no les tocó a ellos; 2) Que los jode que yo haya equiparado a los torturadores argentinos y a los yanquis, mostrando que no hay ninguna diferencia esencial; 3) Que los archijode que les jabonen el piso literario con evidencias históricas o, viceversa, que les jabonen la historia con una novela que no niega su condición de tal. Elijan nomás, yo pienso en Víctor Jara, en el caso Garretón, en tanto de lo que sigue pasando en casa y fuera de ella. Aquí, en todo caso, estamos haciendo lo posible para que en Europa se siga con la vista fija en Chile; sólo así se irán dando las condiciones para poder terminar en un día no lejano con esa ralea de asesinos y de fascistas. Ya ves, el póster de Pablo no era una fantasía de poeta. Detrás de su liviana broma estaba latiendo la premonición de lo que iba a suceder muy poco después: los dogmáticos, los siniestros, los acurrucados, los implacables. Claro que no quisiera que tomen frío en la escalera, de modo que buen provecho y todas esas cosas. Fuente: Revista Crisis No 11, marzo de 1974. Publicado en https://www.nodal.am/2014/02/polanco-y-calac-entrevistan-a-julio-cortazar/ Nota: Eduardo Galeano quería una nota y no lograba encontrar a Julio Cortázar. Cuando Cortázar se enteró, estableció un juego y usó a Polanco y Calac, personajes aparecidos por primera vez en "62 Modelo para armar" y que irrumpen también en otros textos, para que realicen la entrevista. Sylvie Bourdeau. Hippopotamus. 2024. Cerámica Raku 17 × 34 × 13 cm
- Ministerio de Aneconomía Libidinal
Un ministerio cuya improbabilidad e inexistencia lo consagran como el más idóneo rector de políticas lúdicas imprescindibles para la imaginación de otro porvenir para lo común. Considerando: - Que las coordenadas históricas que definen a las derechas son, antes que ideológicas, anímico-libidinales: Ajuste, Reducción, Recorte, Achicamiento, Explotación, Extractivismo, Confiscación, Devaluación, Privación, Saqueo, Degradación, Humillación y Represión anímicas. - Que la puesta en marcha de un nuevo proceso de saqueo, despojo, expropiación y concentración de los bienes comunes, se condice necesariamente con una redistribución y concentración del dolor y del sufrimiento en vidas despojadas, desposeídas, deshechadas y subalternizadas. Visto: -Que el programa económico-político del Ministerio de Economía es, en lo esencial, un proceso de intervención, reorganización y refundación de la economía afectiva. -Que la activación de la economía de la crueldad corre en paralelo con la implementación de una política de producción de desamparos y de erradicación de lo común, siendo lo común el lugar donde anidan las memorias colectivas capaces de intervenir y desregular el circuito económico de la crueldad. El Ministerio de Aneconomía Libidinal deja establecido sus lineamientos para el desajuste de la economía del placer : Artículo 1° Ubicar coordenadas de porvenir en el desbarajuste, el derroche, la ampliación, la diseminación, la profusión, la prodigalidad y la insurrección de los placeres. Artículo 2° Placeres constituyen formas lúdicas de cuidado, extensión, despliegue, repliegue, éxtasis, embriaguez y convalecencia de lo vivo. Artículo 3° No hay democracia posible sin democratización del Eros. No más desdichas populares manteniendo goces individuales. Ningún subsidio anímico de mayorías explotadas para el goce privado de minorías explotadoras. No nos interesa el déficit fiscal sino el déficit sensual. La deuda es con los placeres. Artículo 4° El problema que nos concierne es menos el agotamiento de reservas en dólares, que el agotamiento de las reservas anímicas y vitales producto del vampirismo de los capitales concentrados. Artículo 5° Adoptamos una teoría del derrame de los placeres sin jerarquías, asimetrías, ni subordinaciones: Irradiación, dispersión y diseminación afectiva entre todas las formas de la materia. Artículo 6° Ni fuga de capitales, ni paraísos fiscales: fuga de erotismos y paraísos sensuales. Artículo 7° Planteamos la necesidad de imaginar un índice de afección mensual que permita poner a conversar qué afecciones genera vivir este modo de vida miserable y desagraciado que se nos impone como única vida vivible, a la que deberíamos poder y desear adaptarnos. Artículo 8° A las metas y programas del fondo monetario internacional contraponemos la superficie erógena popular : un organismo de la gratuidad que garantiza el acceso y la insubordinación de los placeres frente a toda meta y finalidad programática. Artículo 9° Frente a toda política que considere sensato difundir la existencia como tristeza, pesadumbre, deuda y sacrificio, contraponemos la voluptuosidad, la embriaguez, el sensualismo, la fruición, el embeleso y la exuberancia de existir. Si la política económica decreta la abolición de los placeres en común, nos declaramos en estado de insurrección sensible. Un deseo de deleites populares es nuestra desobediencia embelesada. Artículo 10° El único placer inadmisible es aquel provenido del daño, la humillación, el abuso, el ultraje, el sometimiento, la usura, la explotación, la desaparición de otras formas de vida. Publíquese, comuníquese, difúndase y disfrútese. Jenny Holzer - Lápices “Survival” - 1991 - lápices 20,3 x 15,2 cm
- Algunas palabras sobre “Acompañar es político. Ensayo transfeminista sobre la situación de calle” de Florencia Montes Páez / V. Nicolás Koralsky
“Lo que sea que haya que hacer hay que salir a hacerlo”. Susy shock (noviembre 2024) “ El extraño en nosotros . Suely Rolnik en un artículo sobre el pensamiento de Félix Guattari, se refiere a la necesidad de acoger al extraño. De hospedar al ajeno que somos. Piensa la experiencia del extraño-en-nosotros sin la vivencia de terror. Y sin la tragedia de la desintegración. Imagina al extraño como un aliado precioso. La posibilidad del asombro. Y la invención de territorios existenciales que sean su encarnación. Recuerda que para Guattari la subjetividad neurótico capitalista se caracteriza por el terror al otro. Y que la compulsión a la integración, la unidad y la sintésis están reguladas por el terror al extraño. Al que se cree peligroso, se sospecha de extranjero. No se admite el "carácter intrínsecamente procesual, heterogénico del ser." Y se conspira contra el extraño. Entiende por intercesor algo o alguien que funciona como soporte del extraño-en-nosotros. Y dice que Félix Guattari fue su amigo intercesor.” Marcelo Percia, Una Subjetividad que se inveta. Diálogo, demora y recepción. Lugar Editorial (1994) “Lo que es moralmente obligatorio no es algo que yo me impongo; no proviene de mi autonomía o de mi reflexividad. Viene hacia mí de otro lugar de improviso, inesperadamente y de forma espontánea. De hecho, tiende a arruinar mis planes, y que mis planes resulten arruinados bien puede ser el signo de que algo es moralmente obligatorio para mí” Judith Butler, Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Paidós (2009) Más de 16 años. 2008, Perdidos en Retiro. 2011, No tan distintas. 2015, Frida. 2019, No tan distintes. Hablar de este libro es hablar de caminatas largas. Caminatas que, afortunadamente estos últimos días el libro nos volvió a regalar, hizo que vuelvan a pasar. Nuestras caminatas nacieron del después de servir la merienda a jóvenes que venían a buscar apoyo educativo y después de pensar o haber dado talleres sobre cómo ficcionar la propia vida teniendo la gran excusa para juntar a les pibes alrededor de la literatura. Ese fue nuestro “arranque”. Caminatas interferidas por palabras a borbotones, por pausas largas y miradas tranquilas, por cervezas en los lugares menos pensados, conversaciones sobre muchas de las cosas que hoy se relatan en este libro y en otros libros que todavía no se han escrito. Este libro se escribe desde “intercesores” que se respiran en un Félix Guattari que deviene imperceptible cuando es hecho cuerpo en la práctica y una serie de otres que lo acompañan como Judith Butler, Marlene Wayar, Sarah Ahmed, Paul Preciado, pero ahí también una casa, una abuela, una compañera, otra y otra: Leonor, Laura, Sole, Yani, Beba, la Chuqui, Dani… solo por nombrar algunas de las que se me aparecen ahora. Un libro que habla desde lo poroso de los cuerpos, que se hace cargo de lo que se venía escuchando, viviendo, soportando, sosteniendo. Un libro enloqueciendo a través de la conjunción “y” que es yo, es nosotras y, podrías ser tú. Es un libro que transcurre en la tozudez por lo colectivo. Sabe que lo colectivo no existe como unidad completa o monolítica es sólo en un precario estar en común que se teje cada vez. Es un libro que deja sin palabras. Un libro que deja sin palabras porque tiene las palabras justas. Quedarse sin palabras como un modo de estar afectado. Sin que esto sea por una catástrofe sino porque sabemos que es a partir de la experiencia que se relata que hubo una acción. Es el haber salido a hacer, a intentarlo lo que mueve cada letra, cada palabra, cada guiño filosófico. Un libro entonces sin palabras de sobra, sin palabrerías, sin teorías explicadas al lectore, sin la explotación de un anecdotario infinito de situaciones que podrían estar relatadas, sin la aparición de la especialista siendo especialista, sin una operación de simplificación que podría subestimar al lectore, sin la receta mágica de cómo hacer para que una organización funcione, sin garantías de éxito siguiendo un paso a paso preciso. Es un libro “fragmento a fragmento”, escombro por escombro, paso a paso, pateada a pateada, patada a patada. Un libro arriesgado, un libro que nos pone en riesgo. Riesgo de pensar de otro modo y saber del inminente fracaso donde le lectore asume un riesgo: comprometerse con les otres a partir del mismo acto lector. El riesgo de dejar de ser quienes somos. El riesgo de las prácticas que se prueban sin buscar aprobación, sino como ensayo, como práctica abierta, que torsiona el cuerpo de la orga de una forma y de otra y encuentra una posición que momentáneamente puede sostener al propio cuerpo y al del otre, sin sentir tanto dolor. Un libro-pensamiento que necesita hacerse de la fragilidad para poder estar interviniente y así hacer venir otra cosa. Un libro que recupera pensar-actuar-registrar-componer-fantasear-desear-ordenar-manifestar, que por momentos consigue abrigar a otres y quizás a sí misme . Es un libro que abraza en el intento, en los intentos. Es un libro desde el “me caigo, me levanto”. Es un libro desde el saber del agotamiento del cuerpo del que acompaña. Un libro que delira en lo preposicional es: para, por, con, hacia, desde, según, en hasta, mediante, sin sobre, vía…pero sobre todo se dice desde el entre . Un libro que habla del deseo de otro mundo en las calles. Un libro que fue forzado a hacerse en un acto de creación, insistencias que se reúnen en prácticas que buscan: re-habitar y reparar el mundo, interpelar al Estado, conquistar derechos, consolidar políticas públicas y sobre todo coordinar. Es un libro que parte de pensar cómo estar en los espacios de otra forma a intentar la forma. Es un libro que por ejemplo nos dice: “…qué pasaría si en vez de expulsar ante la violencia la alojamos y la ponemos a circular, la nombramos…” Entonces es un libro escurridizo. Un libro en suspensión. Un libro estallido del sentido común de lo que hay o habría que hacer. Para hacer un acompañar transversalmente , el libro ensaya sobre la práctica, porque la escritura es la práctica de volver a ensayar la experiencia: cuestionarla y abrirla. La calle, el libro, la propia mirada se vuelven un campo de constante mutación, variabilidad, contradicción, repregunta. Un libro que cuando nota que puede haber una captura desarma con una in(ter)vención afectiva, una acción de descapturamiento. Un libro sobre la cuestión “situación de calle” que se vuelve cuestionamiento sobre la calle y los automatismos del asistencialismo. Libro que se sabe en total diversidad. Una diversidad, pensada desde cada versidad y contra la adversidad. Libro que subraya la interdependencia de las vidas, la fragilidad vital de todo lo viviente, no solo de les acompañantes-acompañados. Es un libro que se vuelve el tejo donde repararse cuando las frustraciones y el desamparo (las violencias, las crueldades, los hostigamientos, los gestos patriarcales, las competencias, los desencantos, el chisme y el chusmerío y los cansancios) hacen que no sepamos cómo caminar, cómo parar, cómo re-parar. Un libro que podría, si me lo permiten, reversionar a June Jordan: Estos [ fragmentos] son las cosas que hago en la oscuridad alcanzándote quienquiera que seas ¿y estás listo? Estas palabras son piedras en el agua que pasa. Estos versos escuálidos son los desesperados brazos de mi anhelo y de mi amor. Soy una extraña aprendiendo a adorar a los extraños a mi alrededor quienquiera que seas quienquiera que yo pueda llegar a ser. Un libro que dice no “tener una causa” sino agenciar complicidad, un acompañamiento relacional cómo efectuación del acompañar. Un acompañar como multiplicidad. Un tratar de hacer algo. Un buen tratar. ¿Y si probamos con buentratar ? Un libro, quizás, para no entristecernos. Un libro que se piensa con en (nos) otres. Un libro que recuerda la necesidad del descansar, del descansar en otres, rehabitar el cuerpo. Un libro que, por momentos, está en carne viva pero nunca pierde la suavidad. Libro sudado por los poros. Un libro poroso. Libro que avisa y lo ha comprobado: Las instituciones enseñan frustrando pero aún así podemos politizarlas. Un libro como un modo de politizar los espacios, conectar con otros temas. Un libro, un llamado a solidarizarse, a componer con otres, reponer existentes, ingeniar existencias. Un libro que se podría acompañar de preguntas: ¿Cómo hacer existir lo que no existió? ¿Cómo inventar una nueva existencia? Otro poema de June Jordan que interfiere y es interferido: HEY VENGAN SALGAN DONDE QUIERA QUE ESTÉN NECESITAMOS REUNIRNOS [Con este libro] EN ESTE ÁRBOL QUE NO HA SIDO PLANTADO TODAVÍA…** *Poemas de June Jordan. Cosas que hago en la oscuridad. 31 poemas sobre lo personal y político. BAJO LA LUNA. NOTA: Presentación realizada en noviembre 2024 del libro “Acompañar es político. Ensayo transfeminista sobre la situación de calle” de Florencia Montes Páez, Abduciendo Ediciones, 2024.
- Lecturas / Verónica Scardamaglia
1. Así como existen diferentes lecturas, existen diferentes experiencias de lectura. Darse a la lectura, ¿se enseña? 2. Infancias obligadas a través de las prácticas pedagógicas desplegadas hacia mediados de los 70, quedaron sujetadas a disciplinarse hasta en los ritmos de la respiración y la pausa al leer. Esto también implicaba un modo de erigir el cuerpo y una forma de ubicar ambos brazos: uno sosteniendo el libro por el medio, justo en el ángulo que se produce al quedar abierto, con el pulgar sobre la cara derecha y el resto de los dedos, en abanico, respaldando al libro; el otro brazo, erguido, con la mano sosteniendo el extremo superior de la página pinzándola entre el pulgar y el índice para anticipar su pasaje acompañado por el gesto prescripto de una caricia que cae. Acto que debía ceñirse, inexorablemente, a la obligación de cumplir también con el ritmo de la respiración que pretendía encontrarse regido por los signos de puntuación a los que obligaba la lectura. Toda pausa requería su correlato con el conteo interior correspondiente. Coma, uno dos. Punto y coma, uno dos tres. Punto seguido, uno dos tres. Punto aparte, uno dos tres cuatro. Estos disciplinamientos existieron y existen más allá y más acá de dictaduras. Pareciera que, en ciertos sentidos, las prácticas en educación corren una carrera desenfrenada en pos de instalar la obligación de leer, si y sólo si como esas prácticas lo prescriben. Y además involucran qué leer, cuándo leer, dónde, desde dónde y para qué hacerlo. Lógica de la obligación que implica la moralización de las lecturas. Trae consigo el dominio de lo uno, abona lo excluyente e intenta erradicar lo múltiple. Esto es, hay lecturas que sirven y se valoran, y otras que no. Libros que sí y otras formas que no. Cierto mundo que sí, el resto, desvalorizado y perdido. Si, además, ciertos análisis sitúan estrechas relaciones entre leer y pensar y se acusa a las juventudes de no leer, desde estas lógicas, también podrían quedar acusadas, una vez más, de no pensar. ¿Otra vez la juventud está perdida? 3. Leemos en la clase quinta “Musicalidad y humor en la literatura” de Julio Cortázar en Berkeley en 1980: “Esto me ha llevado a situaciones un poco penosas pero al mismo tiempo sumamente cómicas: cada vez que recibo pruebas de imprenta de un libro de cuentos míos hay siempre en la editorial ese señor que se llama “El corrector de estilo” que lo primero que hace es ponerme comas por todos lados. Me acuerdo que en el último libro de cuentos que se imprimió en Madrid (y en otro que me había llegado de Buenos Aires, pero el de Madrid batió el récord) en una de las páginas me habían agregado treinta y siete comas, ¡en una sola página!, lo cual mostraba que el corrector de estilo tenía perfecta razón desde un punto de vista gramatical y sintáctico: las comas separaban, modulaban las frases para que lo que se estaba diciendo pasara sin ningún inconveniente; pero yo no quería que pasara así, necesitaba que pasara de otra manera, que con otro ritmo y otra cadencia se convirtiera en otra cosa que, siendo la misma, viniera con esa atmósfera, con esa especie de luces exterior o interior que puede dar lo musical tal como lo entiendo dentro de la prosa. Tuve que devolver esa página de pruebas sacando flechas para todos lados y suprimiendo treinta y siete comas, lo que convirtió la prueba en algo que se parecía a esos pictogramas donde los indios describen una batalla y hay flechas por todos lados. Eso sin duda produce una sorpresa en los profesionales que saben perfectamente dónde hay que colocar una coma y dónde es todavía mejor un punto y coma que una coma. Sucede que en mi manera de colocarlas es diferente, no porque ignore dónde deberían ir en cierto tipo de prosa sino porque la supresión de esa coma, como muchos otros cambios internos, son -y esto es lo difícil de transmitir- mi obediencia a una especie de pulsación, a una especie de latido que hay mientras escribe y que hace que las frases me lleguen como dentro de un balanceo, dentro de un movimiento absolutamente implacable contra el cual no puedo hacer nada: tengo que dejarlo salir así porque justamente es así que estoy acercándome a lo que quería decir y es la única manera en que puedo decirlo. (…) una palpitación que nada tiene que ver con la sintaxis es la prosa de muchos escritores que amo particularmente y que cumple una doble función que no siempre se advierte: la primera es su función específica en la prosa literaria (transmite un contenido relata una historia muestra una situación) pero junto con eso está creando un contacto especial que el lector puede no sospechar pero que está despertando en él esa misma cosa quizá ancestral, ese mismo sentido del ritmo que tenemos todos y que nos lleva a aceptar ciertos movimientos, ciertas fuerzas, ciertos latidos” i 4. Una de las experiencias de lectura que más me han conmovido, las provocaron y provocan los libros de Vicente Zito Lema. La imagen que más se le acerca toca eso que sucede en una montaña rusa. Darse a esas lecturas produce esa atracción a un vértigo extraño que circula entre lo placentero y la posibilidad de recorrer cierto abismo. Lecturas a las que resulta muy difícil ofrecerse de corrido y sin pausa, dada la capacidad de conmoción que provocan en el cuerpo. Recuerdo que tanto al leer Cantos Oscuros Días Crueles como Peste y Memoria me encontré como obligada a leer en voz alta. Algunos poemas se me imponían casi como invocaciones y la lectura en voz alta me permitió recuperar la respiración ante tanta emoción. Quizás en la escuela y en algunas facultades podrían enseñar cómo hacer para obligar a los cuerpos a ver aun con ojos repletos de lágrimas y a mantener la lectura casi asfixiados. 5. Las ocasiones en las que más he disfrutado el darse a la lectura en voz alta han acontecido cada vez que se encuentran en relación con alguna transmisión posible y/o con algo de la posibilidad del juego. Jugar y encantar una transmisión: antes de dormir y para divertirnos con las jóvenes que he criado; en las aulas y para sorprender a estudiantes en los espacios de educación que he habitado. Muy pero muy contadas veces en congresos y muestras, donde la exhibición y el reconocimiento (me) abducen casi toda posibilidad de placer. 6. Interrupción, distracción, despedazamiento, irreverencia. Justo todo eso que no se enseña ni en muchas crianzas ni en las mejores academias. Pareciera que escribir la lectura se aprende como el permiso a la desobediencia. 7. Durante 1986, algunas estudiantes de 5to año se escabullían por los pasillos del Instituto Social Militar Doctor Dámaso Centeno, escuela que supo educar, entre otrxs, a Charly García, Nito Mestre, Hilda Lizarazu, Fernando Noy y Victoria Villarroel. El libro se encontraba forrado. Su título, Nunca Más. 8. Parte del capítulo The narrator is out of joint de Dysphoria Mundis de Paul Preciado, se ocupa de esas extrañas relaciones entre bibliotecas y amores. Sólo dos citas “Algunas relaciones dejan detrás de ellas un solo libro congelado, que no podremos volver a leer nunca. Otras fundan una nueva biblioteca.” “¿Puede alguien amar a alguien sin conocer y abrazar su biblioteca?” 9. Hace varios años me enteré de una amorosa tradición anarquista que me ofreció una maravillosa tranquilidad: cuando alguien afín al espacio de militancia muere, suele legar a él su biblioteca. i Julio Cortázar “Clases de literatura” Edición Carlos Álvarez Garriga, Alfaguara, 2013.
- Adynata Diciembre / VPS
Que nadie se entregue… Allí están los cantos, todavía venturosos en sus cicatrices, refugio y reparo… Cantos, revulsivos y refulgentes, subversivos y subvirtiendo … Vicente Zito Lema Las escrituras de este Diciembre zigzaguean entre “quedarse sin palabras como un modo de estar afectado” como presenta Nicolás Koralsky al libro “Acompañar es político” y la “obediencia a una especie de pulsación, a una especie de latido que hay mientras escribe” que nos comparte vía el texto Lecturas, Julio Cortázar. Entre una comisión que necesita una apuesta asamblearia, una “clase pública en el marco, entre el aula y el pasillo” que acerca el texto de Mercedes Na. Ramírez , u n anillo de amatista como talismán y el olvido del corazón de las Caligrafías Nómades. Entre las series “ pensar, pintar, actuar, jugar, crear, compartir, en fin, producir salud” del texto Salud mental y justicia social, y “ pensar-actuar-registrar-componer-fantasear-desear-ordenar-manifestar” de Koralsky. Entre la proliferación de sentidos del leer que construye Fernando Stivala y la proliferación de silencios de las intervenciones del Proyecto Silencio General realizada por Pepe Miralle. Habitan en Adynata Diciembre la escritura y los ruidos y la noche y los zumbidos y la ciudad y las murmuraciones y el buentratar y caminatas interferidas y largas pausas y los amores y las bibliotecas y 20 años de Cromañón... Un tiempo en el que, a veces, quedarse sin palabras, paradójicamente, puede impulsar a escribir y, sobre todo, a darse a la lectura.
- Darse a la lectura / Marcelo Percia
1. A veces se lee para hacer amistad con quienes sienten la vida de un modo que nos hace bien. También leemos para saber lo que nos pasa. Leyendo aprendemos a reconocer y nombrar lo que sentimos. Aprendemos a amar. Aprendemos la soledad y el silencio. Aprendemos qué decir y cómo decirlo. Aprendemos cómo amanecer cada vez y cómo partir. 2. Perturba en el aula. En el momento de escribir no guarda silencio. Pronuncia en voz alta cada sílaba como si estuviera hablando. Necesita oír lo que escribe. No conoce la escritura como conjunto de signos mudos. Requiere la materia evocadora del habla. La vida bulliciosa de las palabras. 3. Leer supone olfatear y dejarse olfatear por la soledad. Imposible precisar cuándo se comienza a leer en silencio. Pero da gusto el pasaje de Confesiones en el que san Agustín, en el siglo IV de los tiempos cristianos, describe la práctica silenciosa de lectura de su maestro san Ambrosio: “Cuando leía sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas” . 4. Hans Georg Gadamer (1984) publica un texto que se llama Oír-Ver-Leer . Escribe: “Desde Nietzsche, se califica a la filología como arte de la lectura lenta. Demorarse en algo en lugar de pasar rápidamente por los textos cosechando informaciones es, en verdad, un arte que va desapareciendo” . Lecturas despaciosas hacen lugar entre una cosa y otra, dan tiempo, respiran, escuchan pensamientos. Escribe: “Leer es dejar que le hablen a uno” . Se trata de consentir que las palabras nos hablen, aun sin entender lo que nos dicen. Escribe: “…cuando hablamos del oír y el ver en relación con el leer, no se trata de que haya que ver para poder descifrar lo escrito, sino que lo que importa es que hay que oír lo que dice lo escrito” . Darle voz a lo escrito. Darle un tono, una cadencia, un volumen, un brillo, un espesor. Se trata de vibrar antes que entender. Escribe: “Leer no es, por supuesto, yuxtaponer una palabra y otra palabra y otra palabra. Esto es deletrear o decir de memoria. Leer es, por el contrario, una manera silenciosa de dejarse decir nuevamente algo…” . No hace falta que un texto nos repita lo que dice. Se trata de la disposición a escuchar eso y otra cosa y más en lo que está diciendo. 5. Conviene la palabra leyente : sortea estereotipos de género fijados en los sustantivos lector o lectora , a la vez que acentúa una acción, un estado, un transcurrir, un arrojo, una movilización: una afectación. 6. El fotógrafo húngaro André Kertész retrata entre 1915 y 1970 imágenes de personas leyendo en diferentes lugares del mundo y en circunstancias diversas: en bibliotecas, en calles, en plazas, en trenes, en balcones, en bares, en iglesias, en aulas, en el borde de una ventana, frente a una mesa de ofertas en una librería. Momentos en que los cuerpos flotan en la lectura. Las sesenta y seis imágenes en blanco y negro están reunidas en un libro que se publicó en castellano con el título Leer . Sin embargo, On Reading -que se traduce como En lectura - sugiere un trance o una intimidad en movimiento. Kertész, que estuvo en Buenos Aires varias veces, fotografía en julio de 1962 a un hombre vestido con un largo sobretodo leyendo mientras camina en una calle por delante de un muro atestado de pintadas políticas entre las que se destacan las dos letras de la insignia Perón Vuelve . En la última página del libro se ve a una mujer leyendo en su cama en el hospicio de Beaune, Francia, en 1929. 7. Tres escenas de lectura en la pintura de Antonio Berni. En 1935, pinta Chacareros , un óleo sobre bolsas de arpillera de tres por dos metros. Retrata una escena de lectura grupal con un periódico ( El Campo ) como protagonista principal. La lectura como comunión leyente de un pueblo rural en estado de asamblea. Años después, en 1961, pinta un óleo también sobre una arpillera de dos por tres metros que se llama Juanito Laguna aprende a leer . En una villa empobrecida, una niña de pie sostiene un libro, mientras Juanito y otros dos compañeros escuchan sentados en el piso con cuadernos y lápices en la mano. La lectura como ilusión de ascenso social. En 1978, en años de dictadura, realiza Juanito dormido . Un óleo con un collage en el que utilizó madera, papel mache, telas de algodón, alpargatas, latas y otros desechos industriales. Juanito adolescente, apoyado en una cerca de madera, se ha dormido mientras leía una revista de historietas que quedó tirada entre sus piernas junto a un avioncito de hojalata. La lectura como tedio y fatiga en tiempos sin horizontes. 8. Darse a la lectura supone hacer algo con el tiempo. Se dice no tengo tiempo para leer y, también, se dice no pierdas tiempo leyendo cosas que no sirven para nada . Si no se lee para informarse de algo, o para dar un examen, o para pasar el rato, o para saber cómo funciona un lavarropas, o para espiar existencias famosas y exitosas, o para que nos digan cómo ayudarnos sin necesitar de nadie; ¿para qué se lee? Se conoce la pasión de Proust por la lectura. Se cuenta que tapizó las paredes de su habitación con corcho y que regaló a los vecinos del piso de arriba zapatillas con suelas de lana para que no hicieran ruido al caminar. Un ensayo suyo (1905), que se llama Días de lectura , comienza así: “Aunque se crea que los dejamos de vivir, no hay días de nuestra infancia que hayamos vivido tan plenamente como aquellos que hemos pasado con un libro favorito” . Proust piensa que se lee para habitar la vida. No piensa la lectura como tiempo sin vivir o como recepción pasiva de lo escrito, sino como inmersión meditativa, como despertar de la perezosa soledad, como incentivo de creación. Así se lee en un pasaje de En busca del tiempo perdido : “La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura” . Sin embargo, la pregunta de por qué se lee sobrevuela sin respuestas. A veces, el tiempo que se pierde leyendo se asemeje al tiempo que lleva, estando en prisión, cavar un túnel para escapar de una celda. Sin importar si la fuga tendrá éxito o no. Darse a la lectura abre pasadizos en el muro de los días. 9. ¿Cuántos libros se pueden leer en una vida? Intensidades leyentes no se miden por cantidad de volúmenes acumulados. Sólo cuentan los libros vividos. No sorprende que bibliotecas alberguen más libros no leídos que leídos. Los no leídos esperan a que les llegue una oportunidad. Aunque la ocasión no les llegue nunca. Promesas contentan el momento sin tener obligación de cumplirse. Intensidades necesitan encuentros. 10. Bibliotecas, aunque sigan el cómodo orden alfabético o la fatalidad temática, componen agrupaciones raras y caprichosas. Lo accidental juega a favor de la labor leyente. Escribe Calasso (2001): “La única regla áurea es la del buen vecino, formulada y aplicada por Aby Warburg, según la cual en la biblioteca perfecta, cuando se busca un determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil que el que buscábamos” . Convicciones tempranas componen destinos. Aby Warburg, nacido en Hamburgo en una familia de banqueros judíos, a los trece años cede su herencia a su hermano a cambio de que le comprara, durante el resto de su vida, todos los libros que quisiera. Así, creó su biblioteca en Hamburgo según singulares y, a veces, insólitas decisiones. Proyecto que se pudo trasladar a Londres en los primeros tiempos del nazismo. 11. Lecturas conducen a otras lecturas. Libros se escriben con libros. Así lo sugieren las bibliografías. Si las citas de fuentes no se presentan como avales, se ofrecen como tesoros. Bibliografías componen mapas de lecturas. Como se dice en este texto de Paulo Leminski (1989): “Quién me diera / un mapa del tesoro / que me lleve a un viejo baúl / lleno de mapas del tesoro” . 12. Al comienzo se exhibe la biblioteca con orgullo. Más tarde, a pesar de que se la hizo crecer, se comienza a percibir su insuficiencia. Con el tiempo se la visita cada tanto con polvorienta indiferencia. Al final, se la siente como acusación desencantada. 13. Desde que Jean Armour Polly (1992) publica su artículo Navegando por internet , la voz navegar , que al comienzo se consideró una alusión empobrecida del acto de leer, se ha vuelto su equivalente más empleado. Estar navegante, por momentos, se confunde con estar leyente. La cuestión consiste en interrogar cuándo estados navegantes y leyentes se tornan pensantes. Tal vez navegar en un océano saturado de datos no ayude a pensar. Quizás estar leyente suponga navegar entre silencios. Acaso pensar quiera decir deslizarse sobre un espacio en blanco sin pensar en nada hasta que, quizás, se piense (o no) en algo. 14. A partir de que, en los primeros años de este siglo, google anunció que escaneó los libros de cinco grandes bibliotecas del mundo, los textos digitalizados en la red exceden lo abarcable. Sin contar que, en cada momento, se escanean miles y miles más. Asistimos a los tiempos de una biblioteca universal que supera las ficciones borgeanas de la Biblioteca de Babel (1941) en la que se imaginaba una biblioteca que tenía las mismas dimensiones que el universo. Vivimos sumergidos en una nube desencuadernada en la que los libros se expanden y se mezclan y entretejen y actúan por su cuenta y se ligan entre sí y comparten palabras que llevan a otras palabras y arman series de referencias y, así, sin pausas ni descansos. La voz inglesa link (que se traduce como conexión ) nombra la lectura como vértigo. Un frenesí que desborda las palabras enlace , vínculo , nexo , ensamble , acople . La excitación digital anonada calmas que piensan y meditan. Inteligencias ya no se presentan como destellos de ocurrencias personales. Estamos ante inteligencias de inteligencias que no pertenecen a nadie. Artificios de asociaciones que se conectan solas. Roberto Calasso (2013) en La marca del editor (título que alude a su condición de lector, escritor y, también, editor) ofrece esta imagen: “Como el cien pies, no queremos saber cómo se mueven, en este momento, las mil minúsculas partes de nuestra mente. Porque sabemos que quedaríamos paralizados” . 15. Juan Carlos De Brasi confiaba que había reunido en su biblioteca dos mil libros. Muchos más que los que tuvo Montaigne en el gabinete en el que escribió sus ensayos o los cuarenta libros que rodeaban a Spinoza el día de su muerte. Con algo de modestia, un poco de tristeza y mucha picardía, concluía que eso probaba que poseer una gran biblioteca no aseguraba llegar a tener una escuálida idea o poder escribir una página buena. 16. Sentir el peso de un libro entre las manos. Calcular su extensión en un solo vistazo. Acariciar la suavidad o aspereza de la tapa. Considerar si el diseño e imagen de la portada atrae o no. Hojear pasando las páginas de un lado a otro. Tomar contacto con la textura del papel y las tipografías. Curiosear la contratapa y las solapas, la fecha y el lugar de edición. Sentir la emoción o la pesadumbre de tener que leer. Subrayar con un lápiz y escribir en los márgenes. El libro como una lámpara que espera sentirse frotada. 17. Algo así la ceremonia de la lectura antes de las pantallas. Y, ¿la lectura en las pantallas? Una superficie lumínica plana en la que las páginas se pasan deslizando un dedo o con un cursor. Lecturas interferidas o acompañadas por la apertura de decenas de ventanas. Lecturas de dispersiones y asociaciones facilitadas. Lecturas que, si nos descuidamos, quedan más tentadas por la información, la curiosidad, la sorpresa, que por la afectación, el temblor, el silencio. 18. Pantallas conviven con dibujos y letras en un papel. Quienes estén creciendo viéndonos leer en pantallas, aunque sus crianzas estén rodeadas de hermosas e ingeniosas literaturas para infancias, ¿sentirán más atracción por las pantallas que por el papel? 19. A veces, se lee para tener algo que decir, algo que contar, algo que pensar. En eso radica una de las fatalidades universitarias: leer para contar lo leído. Quizás se trate de darse a la lectura, para dar lo leído, para darse a la palabra dándola. ¿Clases componen un diario de lecturas? Voces que ofician clases, con el tiempo, no se dedican a leer para transmitir, sino a leer para pesquisar. 20. Se buscan pistas, señales, indicios, restos, para llevar a una clase. Se coleccionan joyas encontradas. Quizás no se trasmiten saberes, sino pesquisas. O, mejor dicho, se trasmite el oficio de pesquisar . A veces, se lee un libro con la ansiedad de encontrar una línea, una frase, una idea, una palabra todavía no empleada o una antigua palabra olvidada. 21. Pesquisar no como investigación de un delito, de una intención oculta, de una circunstancia borrada. Pesquisar no como labor de detectives o policías secretas. Pesquisar como despiste buscado. Tal vez como lectura flotante . El hallazgo como inesperada detención en lo insignificante. La pesquisa como disposición que supone saberes inesperados casi en cualquier parte. 22. Darse a la lectura (se dijo) supone dar a leer. A veces, leyentes devienen intérpretes : dan a leer dándose en voz alta en un párrafo o en una página querida. Poniendo en escena épicas y agonías de las ideas. Leyentes, navegantes, intérpretes, interesan como preludios de la acción de pensar. 23. Bibliotecas universitarias, colecciones de apuntes, innumerables páginas digitales, no transmiten saberes, acumulan información. 24. Dice Borges (1979) en una entrevista: “Creo que la frase ‘lectura obligatoria’ es un contrasentido; la lectura no debe ser obligatoria. ¿Hablamos de placer obligatorio? El placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. ¿Hablamos de felicidad obligatoria? La felicidad también la buscamos. Yo he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un libro les aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lo lean porque es moderno, no lo lean porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo; aunque ese libro sea el ‘Paraíso Perdido’ —para mí no es tedioso— o ‘el Quijote’ —que para mí tampoco es tedioso—. Pero si hay un libro tedioso para ustedes, no lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad…” . Borges no concibe la lectura como imposición, sino como felicidad. Profesa una lectura hedonista: leer sólo por placer. La lectura como ensueño deseado. 25. No se trata de volver a repetir que la obligación mata al deseo. Deseos también pueden responder a obligaciones secretas. Se trata de decir que más allá de todas las obligaciones, por momentos se abre paso la dicha de leer. Y que eso puede ocurrir o no en las aulas. ¿Alcanza con sacar esa denominación de los programas? ¿Sustituirla por lecturas imprescindibles , lecturas urgentes , lecturas sugeridas , lecturas recomendadas , lecturas acompañantes , lecturas para salvar el mundo , lecturas con miedo , lecturas con rabia ? 26. Cada vez que Borges se refirió a sus clases, insistía en que no enseñó literatura inglesa, sino en que trasmitió el amor por esa literatura. “O mejor dicho, ya que la literatura es virtualmente infinita, el amor a ciertos libros, a ciertas páginas, quizá a ciertos versos” . Sostenía que para dar a conocer una cosa bella antes se necesitaba haberla sentido. 27. Doris Lessing (1962) en el prólogo a El cuaderno dorado hace algunas recomendaciones. Sólo leer lo que nos atraiga. No leer lo que nos aburre. Saltear las partes pesadas. Nunca leer por deber ni seguir modas. Saber que algunas lecturas llegan antes de tiempo y se valoran mucho después. Aceptar que algunos libros no llegan nunca y que esa pena no se puede evitar. Recordar que hay más libros no publicados -y ni si quiera escritos- que los impresos. Tener en cuenta que no todos los saberes están en los libros. Considerar que muchas transmisiones orales invitan a leer con los oídos, con la memoria de los cuerpos, con los jadeos del alma. 28. Italo Calvino (1992) en Por qué leer los clásicos presenta, también, algunas ideas sobre la lectura. Escribe: “Los clásicos son esos libros sobre los cuales se suele oír decir: ‘Estoy releyendo…’ y nunca ‘Estoy leyendo…’” . Como si lecturas famosas actuaran como pruebas de valor y nos diera vergüenza confesar no haberlas leído. Calvino considera clásicos libros que no se leen por deber o respeto, sino por amor. Libros que se leen por el solo deseo de leer. Libros que se guardan como momentos luminosos. Libros que se leen por primera vez aunque se los haya leído antes. Libros que nunca terminan de decir lo que tienen que decir. Libros que tienen la memoria de innumerables lecturas. Libros que conversan con otros libros. Libros que nos acompañan como talismanes. Los llama clásicos no por pertenecer a un canon, sino por sus propagaciones, resonancias, capacidades de afectación. Escribe: “Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo” . Y agrega: “Un clásico persiste de ruido de fondo incluso cuando la actualidad desesperante se impone” . 29. Lecturas en las aulas ocurren como citas amorosas o suceden como cargas bibliográficas. Inquietudes y curiosidades que no se sienten convocadas por esas citas, convendría que se reserven para otros llamados. Lecturas pueden imponer sus impresiones y moldes, pero no pueden, sin entusiasmos que leen, avivar saberes. 30. Manuales se leen para clasificar. Tratados se leen para ahondar en las clasificaciones. Algunos libros se leen para iniciarse en el conocimiento de algo o para saber más de lo que creíamos conocer. A veces se lee por presión de una moda o para estar al tanto de algo o para entender de qué hablan quienes presumen saber sobre lo que hay que saber. Se lee por muchas razones. También se lee por una urgencia, para calmar un desasosiego, para acompañar un desconcierto, una confusión, un enmudecimiento. En ocasiones, incluso se lee por la responsabilidad, sospecha o temor de que podemos no saber pensar lo que creemos que sabemos pensar. Hay lecturas por conveniencias, lecturas prescindibles, lecturas inerciales, lecturas desesperadas. Pero, al cabo, sólo importan las lecturas que se agradecen. A veces, se lee para concluir y alcanzar sentencias diagnósticas tranquilizadoras. Otras, para habitar el tembladeral de la diagnosis como drama interminable del saber. 31. Interrupción, distracción, despedazamiento: tres condiciones del acto de leer. Escribe Gombrowicz (1937) en Ferdydurke : “Decidme, ¿cómo pensáis?, ¿acaso, según vuestra opinión, el lector no asimila sólo partes y sólo en parte? Lee, digamos, una parte o un pedazo y se interrumpe para, dentro de algún tiempo, leer otro pedazo; y a menudo ocurre que empieza desde el medio o, incluso, desde el final, prosiguiendo desde atrás hasta el principio. A veces ocurre que lee dos o tres pedazos y lo deja... y no porque no le interese, sino porque algo distinto se le ha ocurrido. Pero aun en el caso de leer el todo, ¿creéis que lo abarcará con la mirada y sabrá apreciar la armonía constructiva de las partes, si un especialista no le dice algo al respecto? ¿Para eso, pues, el escritor, durante años, corta, ajusta, arregla, suda, sufre y se esfuerza: para que el especialista diga al lector que la construcción es buena? ¡Pero vayamos, más lejos aún, al campo de la experiencia cotidiana! ¿No ocurre acaso que cualquier llamada telefónica o cualquier mosca pueden distraer al lector de la lectura justamente en ese supremo momento en que todas las partes y tramas se juntan en la unidad de la solución final? ¿Y si en ese momento entrase, digamos, su hermano y dijese algo? La noble labor del escritor se echa a perder a causa de una mosca, un hermano o un teléfono” . 32. Interrupción, distracción, despedazamiento: soberanías de las almas leyentes. “ Escribir la lectura” se titula un texto de Roland Barthes publicado en 1970 en un suplemento de los domingos de un diario. Se lee: “¿Nunca te ha sucedido, leyendo un libro, que te has parado continuamente a lo largo de la lectura, y no por desinterés, sino al contrario, a causa de una gran afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no te ha pasado nunca eso de leer levantando la cabeza?” . Leer levantando la cabeza. Saltando de un mundo a otro. Interrupción que hace lugar a lo incontenible. Extravío momentáneo. Suspiro leyente como súbita dulzura del acto de pensar. Ganas de escribir la lectura : deseo de hacer nacer algo entre las palabras. 33. Lecturas marcan vidas. Roberto Calasso (2001) sostiene que no dejar huellas en un libro se considera una prueba de “indiferencia o de mudo estupor” . En Cómo ordenar una biblioteca , escribe: “Siempre he desconfiado de quienes quieren conservar los libros intactos, sin ninguna marca de uso. Son malos lectores. Toda lectura deja una marca, aunque no quede ningún signo visible en la página. Un ojo experto sabe enseguida distinguir si un ejemplar ha sido leído o no. En cuanto a las señales en los libros, todo está permitido excepto escribir o subrayar con bolígrafo, porque es una especie de lesión irreparable al objeto” . Una estudiante mostró cómo marcaba un apunte hasta con siete colores. Alguien dijo que usaba bolígrafos sin culpa y que, incluso, arrancaba páginas que no le interesaban. Una voz dijo que no subrayaba los libros que amaba para poder leerlos siempre por primera vez. Otra voz dijo que los libros sagrados no se debían marcar. A lo que alguien replicó, que leer significa profanar. 34. A veces, asistimos a la perplejidad de las marcas: encontramos notas y subrayados, en los libros leídos, que no recordamos. 35. George Steiner (2014), en una conversación que se publicó con el título de Un largo sábado , invita, también, a leer con un lápiz en la mano, subrayando, tomando notas, escribiendo ideas en los márgenes, luchando con la literalidad línea por línea y atendiendo a todas las asociaciones o digresiones. Dice: “La lectura de un libro puede cambiar una vida” . Sabemos que se puede leer sin pensar. El lápiz que subraya señala “Ahí hay algo” . Una escritura en el margen autoriza la inmediatez y el arrebato de ideas que, si no, se pierden. Signos de admiración o de interrogación señalan aprobaciones, desacuerdos o pasajes que no se entienden. Trazos de grafito que ocupan los blancos que quedan en un papel impreso ponen en acto el arrojo de pensar. Momento en el que darse a la lectura concita una irreverencia. Se suma, así, otra condición de las soberanías leyentes: interrupción, distracción, despedazamiento, irreverencia. 36. No se trata sólo de leer lo leído, sino también de leer cómo nos afecta lo leído. La lectura se comporta como una red de arrastre en una embarcación de pesca. Al examinar lo capturado no importa tanto lo aprisionado. El momento logrado de la lectura no reside en lo contenido en la red, sino en la posibilidad de vislumbrar lo que queda afuera. 37. Leer: infinitivo de la vista que se levanta, distracción, derrame. No imperativo de instrucción y acatamiento. Llamado e incitación a ocurrencias pasajeras. Momento de iluminación o epifanía. Oportunidad de rapto, desvío, fuga. Suspiro robado a la concentración. Extravío en segundos en los que no se piensa en nada. 38. Se comienza a leer por muchas razones. Aquiles trabajaba en una librería en Primera Junta. Hablaba soñando ideas. Le encantaba recomendar libros. Sabía percibir lo que cada cual andaba buscando aunque no lo supiera. Cada tanto traía del sótano joyitas que tenía reservadas para ocasiones únicas. Transformaba la sugerencia en una ceremonia de iniciación. Detrás de unos lentes redondos le brillaban los ojos de entusiasmo. Leía embriagado en voz alta fragmentos del libro elegido. Daba ganas de leer sólo para revivir ese momento maravilloso. En esa pequeña cueva de libros, Aquiles oficiaba lecturas célibes. Lecturas sueltas, libres de compromisos editoriales, desamarradas de las modas culturales, indiferentes a los cánones universitarios, autónomas de los compromisos militantes. Daba a leer extravagancias de la historia. A leer no se enseña. Tal vez se trasmite la soledad que se necesita para reconocer lo que nos conmueve. 39. Ismaíl Kadaré (1971) en su novela Crónica de piedra narra su infancia en una Albania invadida por el fascismo italiano y las tropas nazis. Cuenta, en esos días, su encuentro con la lectura. El librero del pueblo le había prometido un libro. Le enseñó cómo identificar el nombre de quien lo escribió y el título que le puso para orientar a quienes lo quisieran leer. Tras buscar un rato, elige uno que cree hablaba de magia. El librero lo desalienta: “No vas a entender nada de Jung y además no está escrito en albanés. Busca otro” . Al rato vuelve decidido: “Finalmente encontré uno en cuyas primeras páginas leí las palabras espíritu, brujas, asesino primero e incluso asesino segundo. Mira, me llevo éste, le dije sin mirar siquiera el título, ¿Macbeth? Es fuerte para ti. Quiero éste. Llévatelo, dijo, pero no lo pierdas” . Y así por primera vez entró un libro en su casa. 40. Arlt (1926), en El juguete rabioso , sitúa la lectura como privilegio. Escribe: “Cuando cumplí los quince años, cierto atardecer mi madre me dijo: –Silvio, es necesario que trabajes. Yo que leía un libro junto a la mesa, levanté los ojos mirándola con rencor. Pensé: trabajar, siempre trabajar. Pero no contesté” . Arlt sabe que la lectura tiene relación con el tiempo. Pero, no a la manera de Proust como búsqueda estética vivencial de un tiempo perdido, sino como un tiempo robado a la obligación de trabajar. Un tiempo de clase. 41. Erich Fromm (1980) cuenta una anécdota de su bisabuelo. Todo el día se pasaba estudiando el Talmud en la tienda en la que trabajaba y de la que vivía. Cuando llegaba un cliente levantaba la vista del libro con fastidio y preguntaba, ¿qué… no hay otra tienda? La pasión por leer se imponía al negocio. 42. Si no gravitaran los libros sagrados, los manuales de instrucciones, las literaturas de autoayuda, los diarios y revistas de empresas del poder, los folletos turísticos, los anuncios de publicidad y las incalculables selecciones algorítmicas; tal vez leer compondría una afición anticapitalista. 43. Los libros nos llegan por la escuela, o como regalos, o como recomendaciones, o como compras intuitivas. A Nicolás Rosa (1992) le gustaba decir que si una biblioteca no se hereda, la otra manera de conseguirla consiste en robarla. Sabemos que una herencia puede recibirse como una suerte o como una desgracia. Por su parte, robar libros para leerlos (no para acumularlos) compone un delito del deseo que nos hace dudar si merece castigo, aplauso o contrariedad moral. Este último sentimiento, si consideramos las desventuras de quienes se empeñan en sostener tiendas de libros. 44. Editorial Cactus edita en 2023 [Risas] Fuera de contexto , una antología de fragmentos de clases de Deleuze en Vincennes entre 1959 y 1987. El título alude al hecho de que, en las desgrabaciones, se repite una anotación teatral [risas] . Los primeros fragmentos están reunidos con el título [cómo leer] . Allí se escucha la fórmula de Deleuze para la lectura: sólo leer aquello que se ama, encontrar la escritura que nos enamore. Dice: “Yo abogo por relaciones moleculares con los autores que leen. Encuentren lo que les gusta. (…) Leer es eso: encontrar vuestras propias moléculas. Están en los libros. Vuestras moléculas están en los libros. Es preciso que encuentren esos libros. Nada es más triste, en los jóvenes en principio dotados, que envejecer sin haber encontrado los libros que verdaderamente hubieran amado. (…) No encontrar los libros que uno ama nos vuelve amargos. (…) Es preciso que solo tengan relación con lo que aman” . Deleuze, en otro momento, bromea que la lectura de Spinoza puede darnos respuestas sobre las cosas que nos pasan. Dice: “Sería muy bueno saber la Ética de memoria. ¡Apréndanla de memoria! [risas] Aprender Kant de memoria no tiene ningún sentido, no sirve de nada. Aprender Spinoza de memoria sirve para la vida. En cada situación, ustedes se pueden preguntar: ‘¿A qué proposición remite esto?’. Siempre hay una respuesta en Spinoza” . Una cosa una escritura con dolor y otra el regodeo en el dolor. Las risas de Deleuze se ofrecen como antídotos de ese goce. Dice: “(…) la gran literatura es la cosa más divertida del mundo, y es por eso que escribir es una alegría. Quiero decir que escribir es siempre literalmente una manera de reír. Y entonces lo que hace la diferencia entre los lectores es que, por una parte, hay quienes no saben esta verdad elemental. Entonces, como suele decirse, ‘se toman todo en serio’ [risas]. Eso es una catástrofe. Produce a los que lloran leyendo a Beckett o a Kafka [risas]” . 45. A los cuerpos leyentes les pasan cosas. Esas cosas que les pasan se nombran de muchas maneras. Horacio González (1998) en un artículo que se llama El ensayo como lectura de curación , a propósito de un comentario de Lacan que dice que la lectura de Hamlet nos hace revolcarnos por el suelo, retoma una observación de Martínez Estrada sobre una lectura con miedo. No una lectura mecánica y escolar, sino una lectura viva. Una lectura que se estremece, se convulsiona, se sobresalta. Una lectura crispada que pasa por el cuerpo. 46. Hay lecturas que buscan secretos entre líneas. Leo Strauss (1952), en La persecución y el arte de la escritura , piensa cómo, en circunstancias de censuras y acechanzas, se esconden ideas en los textos. El arte de las escrituras blindadas y defendidas. Escrituras esotéricas y, a la vez, exotéricas . Esotéricas, en tanto, que diseminan pistas entre líneas que sólo lecturas aliadas puedan descifrar y exotéricas, en tanto, están destinadas a burlar controles de poderes, autoridades, instituciones inquisidoras, servicios de inteligencia. A veces leer nos pone en peligro. Hay muchas maneras de forrar libros. Se trata de una práctica para proteger las tapas o para resguardar la privacidad de lo que se está leyendo. En tiempos del terror de estado , se conoció la lectura como disimulación . Se forraban los libros por miedo. No se ocultaban preferencias ni se resguardaban intimidades, se procuraba preservar la vida. Aunque, al cabo, andar con un libro forrado resultaba sospechoso. 47. Dashiell Hammett, el autor del Halcón Maltés , compadece en un juicio el 26 de marzo de 1953 como presunto autor pro comunista. Tras un largo interrogatorio, McCarthey pregunta a Hammett: “Si usted se propusiera luchar contra el comunismo, ¿qué libros prohibiría?” . El escritor, que hasta el momento se mantenía en silencio amparado en la constitución norteamericana, ya no se contuvo: “Bueno, si estuviera luchando contra el comunismo, yo pienso que prohibiría todos los libros” . Entonces, el senador McCarthey, ante esa evidencia que lo delataba, dijo “Muchas gracias, ha terminado el interrogatorio” . 48. En diferentes entrevistas, Piglia narra una anécdota que le sirve para reírse de la escena mítica de la primera lectura. La historia resta solemnidad al acto de leer, a la vez que pone a la vista la lectura como arma de seducción. Cuenta: “La peste fue el primer libro que leí con conciencia, digamos, literaria. Tengo muy clara la escena. Porque íbamos caminando por la calle y enfrente había un muro, y tengo esa imagen muy nítida porque entonces ella me hace la pregunta. Teníamos quince, dieciséis años. Yo cursaba el secundario y no estaba interesado mayormente en la cultura, jugaba al billar, qué sé yo, pero estaba esta chica que venía de una familia anarquista y era abanderada y tenía esa tradición cultural de los anarquistas. Íbamos caminando por esa calle cuando ella me preguntó qué estaba leyendo. Yo no estaba leyendo nada, pero recordé un libro que había visto expuesto en una librería y dije su título. Era La peste, de Camus. Pero entonces ella me lo pide prestado. Ese día lo compré, lo leí esa noche, lo arruiné un poco para que pareciese usado y se lo presté” . 49. Una bella historia sobre la lectura concierne a la primera traducción del Quijote de Cervantes al chino mandarín. La hizo, en 1922, Lin Shu que no hablaba castellano ni ninguna otra lengua occidental. La novela en chino se llama Historia del caballero encantado . Para suplir su falta de conocimiento de idiomas, Lin se respaldaba en ayudantes que le contaban lo que habían leído. El mismo se explica así: “No conozco lenguas occidentales, ello me obliga a tener junto a mí a dos o tres caballeros del ámbito de la traducción que me cuentan con la boca las palabras [escritas]. Mis oídos las reciben y mi mano los sigue. Cuando cesan sus voces, el pincel se detiene. En un día, con cuatro horas de trabajo consigo escribir seis mil caracteres” . Para hacer la traslación del libro de Cervantes contó con un ayudante que había leído una versión del libro en lengua inglesa. Así, su oído escuchaba las aventuras de “ la triste figura” en mandarín coloquial y las vertía al mandarín clásico. El Quijote de Lin Shu se presenta como un caballero más romántico que extraviado. Un sabio y modesto guerrero que domina las artes marciales. Sancho de escudero se convierte en discípulo. Y Rocinante reluce como un corcel vigoroso, veloz y orgulloso y no como un viejo caballo flaco y cansado. Se lee en el Quijote de Cervantes: “Píntola en mi imaginación como la deseo” . Se lee en el Quijote de Lin Shu: “En realidad todo es inventado” . 50. Escribimos imitando a quienes leemos. Con el tiempo nos damos cuenta qué cosas nos gustan y qué cosas no. Al final, comenzamos a escribir sólo lo que nos da ganas de leer. En ese momento, ya no interesa si imitamos. Sólo importa que la cosa nos guste. 51. Cuando se lee un libro siempre quedan cosas sin entender, restos que se escurren sin que los lleguemos a sospechar. Pero eso no importa: solo cuenta saber que la vida sigue ahí dando que pensar. Según César Aira, John Cage tenía una manera sencilla para saber qué le gustaba leer y qué no: le gustaba lo que no entendía . Observación que completaba con esta cita de Proust: “Los libros que amamos parecen escritos en una lengua extranjera” . En ese mismo sentido, Horacio González (2017) escribe a propósito de la lectura de Lezama Lima: “O se lo entiende o se lo lee” . 52. Cuando nos preguntamos hacia dónde va un texto o de qué se trata o qué quiere decir, estamos en problemas. Ese momento provoca desinterés, nos hace sentir mal o nos invita a seguir sin entender. A veces, depende de la confianza que nos inspire la letra. 53. Leer no equivale a interpretar. Leer supone navegar la ilegibilidad, la indecisión, el silencio. Leer supone saber la decepción de no entender. Y, también, correr el riesgo de saber lo que no se quiere entender. Octave Mannoni (1962) cuenta que la madre de Rimbaud inquieta después de leer Una temporada en el infierno , quiso saber qué quería decir Arthur en ese escabroso libro. A lo que su hijo respondió: “Quiere decir literalmente lo que dice y en todos los sentidos” . Leer literalmente y en todos los sentidos compone la sabiduría íntima del darse a la lectura. En Cartas del vidente , Rimbaud (1871) proponía leer la vida como visión , pero no en el sentido de adivinar el futuro, sino en el del desarreglo de los sentidos. Una disposición a sentir más allá de lo reglado. En los preludios de la acción de pensar, entonces, tenemos: leyentes, navegantes, intérpretes, videntes. 54. En Pequeños tratados 1 , Pascal Quignard (2004) escribe: “El libro es un pedazo de silencio en las manos del lector. Quien escribe calla. Quien lee no rompe el silencio” . Uno de los grandes desafíos de leer consiste en llegar a habitar ese silencio. Pero, ¿cómo se habita un silencio? Una escritura fragmentaria, ¿ayuda a habitarlo? La inconclusión, ¿lo repone? La irrupción de una repentina emoción, ¿posibilita sentirlo entre las manos? Silencios en la lectura tocan lo irrepresentable. 55. James Joyce en una carta del 4 de abril de 1905 a su hermano Stanislaus, hablando del Ulises , dice: “Ya he terminado otro capítulo y ahora voy por el veinte. Ésta es una obra terrible: no sé cómo tengo paciencia de escribirla. ¿Crees que la gente tendrá paciencia de leerla?” . El escritor irlandés pregunta algo que no se podía responder entonces y tampoco ahora: ¿quiénes tendrán paciencia para leer las más de seiscientas páginas que tardó siete años en escribir? Pero la paciencia que solicita no equivale a tolerancia o condescendencia con una novela extensa. Esa paciencia quiere decir tiempo . ¿Habrá un porvenir de lecturas sin prisas, de lecturas sustraídas a los relojes, de lecturas en las que la vida pase sin que nos demos cuenta? 56. En ocasiones, se sigue leyendo esperando saber el final. Tal vez eso ocurre en las novelas policiales o románticas. O cuando se leen obras completas de alguien para asegurarse un conocimiento. Pero, ¿por qué se leen poéticas o ensayísticas que carecen de desenlaces, conclusiones, cierres? Algunos textos prometen sorpresas más adelante para que no se los abandone. Tal vez esa percepción tuvo Macedonio Fernández que comienza a escribir en 1925 su Museo de la novela de la Eterna compuesta de prólogos que anuncian una narración que nunca comienza. 57. En el mejor de los casos el yo se fatiga y se encoge leyendo. Virginia Woolf en una carta a Ethel Smyth, del 29 de julio de 1934, cuenta que después de leer muchas horas seguidas se siente abatida. Explica que eso le sucede por leer como ella lee: vaciándose de suficiencia, de arrogancia, de embriaguez de sí. Escribe: “Hoy, como si fuera una mariposa cuyas alas se hubiesen arrugado hasta la extenuación, empiezo a reabrirlas, a batirlas y a planear a través del aire. No he leído tantas horas seguidas desde hace no sé cuantos meses. A veces pienso que el cielo debe ser una continua e inagotable lectura. Es un arrebato impalpable, como un trance que me atrapaba cuando era niña y que vuelve una y otra vez con una violencia que me deja agotada. ¿He dicho que estaba volando? ¿Por qué entonces estoy tan baja de ánimo? Porque, querida Ethel, leer consiste en eliminar completamente el propio ego, y es el ego el que se pone erecto, igual que otra parte del cuerpo cuyo nombre no me atrevo a decir” . Después del trance de la lectura reposa en una rama como una mariposa exhausta. Pero ese abatimiento no corresponde a su pasión leyente, sino al ego que no sabe ni puede volar, que se resiste a devenir crisálida. 58. Henri trabaja de cajero en un banco. Un personaje amable y soñador que lleva lentes grandes con mucho aumento. Vive apasionado por la lectura. Su jefe le dice que le pagan para atender clientes y no para leer. Le prohíbe que use, en su horario de almuerzo, la bóveda para leer. Le advierte “o se dedica a trabajar y olvida la lectura o pronto estará en el banco de una plaza leyendo los anuncios de empleos” . Henri vive un infierno. Su esposa tampoco lo deja leer en su casa: le saca el periódico de las manos, le esconde las revistas, le tacha y le arranca las páginas de los libros. Al día siguiente en el horario de almuerzo, a pesar de la restricción de su jefe, se escabulle y se refugia en la bóveda para leer. El titular del diario alerta sobre el peligro de una bomba que podría causar una destrucción total. En ese momento, tras un terrible estallido en el que explota su reloj, se desvanece. Al despertar, confundido abre la puerta de la bóveda. Asiste a la devastación del mundo. No hay sobrevivientes. Se desespera. Cuando está a punto de quitarse la vida, descubre las ruinas de una biblioteca pública. Encuentra miles de libros intactos. Los libros que siempre quiso. Piensa que, por fin, tendrá tiempo para leer. En eso, tropieza. Se le caen los lentes, se rompen los cristales. Entonces, otra vez solo, se vuelve un fragmento más entre las ruinas. Al fin, suficiente tiempo , octavo episodio de una serie que se conoció en Argentina con el nombre de La dimensión desconocida , se emite por primera vez el 20 de noviembre de 1959. Presenta la lectura como obsesión contraria a los bancos y a los matrimonios. Y, a la vez, como quimera evasiva en tiempos de la destrucción del planeta. Pocos años antes, en agosto de 1945, Estados Unidos había lanzado bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Darse a la lectura no puede significar sólo darse al placer o a la evasión. Leer quiere decir, también, probar otras maneras de leer. Decidir con quienes pensar la vida y con quienes salvarla. 59. Nietzsche (1882) en el parágrafo 366 de Die fröhliche Wissenschaft, una obra traducida al castellano como La ciencia jovial o La gaya ciencia y alguna vez como El alegre saber , escribe: “No formamos parte de esos que sólo llegan a pensar entre libros, sólo estimulados por libros: estamos habituados a pensar al aire libre, andando, saltando, ascendiendo, bailando, y donde más nos gusta hacerlo es en montañas solitarias o justo al lado del mar o, incluso allí donde los caminos se repliegan y vuelven ensimismados. Nuestras primeras preguntas sobre el valor de un libro, una persona o una música rezan así: ¿sabe andar?, o, mejor aún, ¿sabe bailar?” . 60. Sabemos la atracción o fascinación que ejerce la creencia en una palabra revelada. Sabemos lecturas de libros sagrados. Darse a la lectura no quiere decir darse al acatamiento que organiza, sostiene, establece, qué pensar. Darse a la lectura supone darse a una soledad que baila con otras soledades. Soledad como extraña niebla o como un súbito despertar en el que todavía tenemos imágenes insólitas y dolorosas de un sueño. 61. En Para leer el capital de Louis Althusser y Étienne Balibar publicado en Francia en 1967 se esboza una teoría de la lectura que reúne marxismo con psicoanálisis. En uno de los textos del libro solo firmado por Althusser se distingue una lectura literal de otra sintomática . Se plantea la necesidad de una lectura no inmediata ni ingenua. Una lectura que vuelva perceptibles lagunas, blancos, ausencias, omisiones, de un texto. Una lectura de lo velado en una página. Una lectura asomada al umbral de lo que se abre. Una lectura de superficie, pero no superficial. Una lectura de lo que late sin estar a la vista. Escribe: “una lectura en la que el discurso de Marx no es más que lo no-dicho de su silencio”. Una lectura que sondea lo que el texto dice sin saber. Sin embargo, no se trata de oponer lo literal a lo sintomático, sino de saber el inconsciente como vapor de agua que humedece la letra. 62. Ricardo Piglia (2005) recuerda la figura el detective como el gran lector. Menciona La carta robada de Poe como relato que ilustra una teoría de la lectura. El mismo escrito que le sirvió a Lacan para pensar, entre otras cosas, al inconsciente estructurado como un lenguaje. Giorgio Colli (1977), refiriéndose el nacimiento de la filosofía, a propósito del pensamiento de Heráclito, llama phatos de lo oculto a la tendencia (muy arraigada en la razón europea) a considerar como fundamento último del mundo algo escondido. Leer no se reduce a descubrir, ni a investigar, ni a des-ocultar. Leer se propone leer, como le decía Rimbaud a su madre, literalmente y en todos los sentido s. Pensar no equivale a descifrar. Desciframientos pretenden resolver enigmas. Pensamientos recorren misterios que no terminan. Desciframientos conciben problemas finitos. Pensamientos avanzan hacia lo abierto, evitando la luz cegadora de lo infinito. 63. Saberes clínicos advienen por el súbito encuentro entre la urgencia de pensar algo que duele y una hoja escrita por alguien que sintió algo cercano a ese dolor. En diferentes ocasiones, Nietzsche piensa la lectura como bálsamo que reconcilia el alma con el cuerpo. En el prólogo a la segunda edición de La gaya ciencia , llegando a Génova en 1886, Nietzsche agradece su curación. Se declara recuperado de la tiranía del dolor. Celebra la lectura como convalecencia alegre, como calmante, como medicamento de sanación. Algunas lecturas detectan páginas escritas y pensadas desde el dolor. No se trata de exhibiciones trágicas ni dramáticas, sino de páginas que saben el dolor, sin necesidad de mostrarlo. No se trata de dolores puros ni santos, sino de dolores mezclados con cosas de la vida. Dolores se presentan de muchas maneras. En algunas escrituras con comicidad y con silencios; en otras con información e ingenio; en otras con soledad, juego, indocilidad. 64. Saberes clínicos no se alcanzan sólo con lecturas, pero sin lecturas no se tienen. Saberes clínicos sobrevienen como trances. Momentos que conjugan deseos, dolores, pensamientos. Estremecimientos que practican deslecturas de lo sabido. A veces, la acción de desleer importa más que la de leer. Desleer supone leer por primera vez lo ya leído. Leer escrutando lo leído con un oído por aparecer. Escribe Juan L. Ortiz: “Todas las cosas decían algo, querían decir algo. Había que tener el oído atento u otro oído fino, muy fino, que debía aparecer” . 65. Saberes clínicos solicitan lecturas. Las solicitan como memorias del estar ahí. Las solicitan como conversación sobre cómo escuchamos, cómo pensamos, cómo decimos. Las solicitan como moradas del ansia de pensar. Las solicitan como lugares de confidencias. Las solicitan para contar leyendo que algo salió mal o que algo provocó daño. Las solicitan para admitir que estamos sintiendo desinterés, que no tenemos nada que decir o que sólo decimos algo para constatar que seguimos ahí. Las solicitan para habitar desvelos, vigilias de pensamientos que no llegan. Muchas veces se necesita leer para salir del marasmo o como se llamen apagones o vacíos que nos duelen. 66. Blanchot (1959) escribe un artículo sobre Mallarmé, que titula El libro que vendrá . Tal vez inspirado en la idea soñada por el poeta de un libro total. No podemos imaginar una lectura por venir. Pero de alguna forma sabemos que eso que llamamos porvenir se nos presentará como otra forma de leer. Y otra forma de leer como otra forma de sentir y pensar la vida. Así lo percibe Borges (1951) en Nota sobre (hacia) Bernard Shaw . Escribe: “Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída: si me fuera otorgado leer cualquier página actual —ésta, por ejemplo— como la leerán el año 2000 yo sabría cómo será la literatura del año 2000” . 67. Leyentes del vuelo de las aves, de las huellas en la arena, de la dirección de los vientos, de las estrellas y otros astros, de las cenizas que dejan los fuegos; y, sin embargo, apenas deletreamos unas pocas cosas sobre las vidas que vivimos. Conversaciones clínicas, se dijo, no se asemejan a ninguna otra conversación. Se trata de conversaciones llenas de malicias. Tal vez la malicia más pertinaz resida en la interpretación. El psicoanálisis inventó una sorpresiva hermenéutica de la conversación. Una hermenéutica mensajera y alada, caprichosa y disparatada, tormentosa y atormentada, silenciosa e incisiva. Inventó la conversación como lectura de páginas borroneadas, mezcladas, ausentes, perdidas, de un libro que no se termina de componer ni descomponer. Derrida (1977) pensó el psicoanálisis como escena de la escritura . Se podría pensar, en ese mismo sentido, como escena de lectura . Como inminencia alfabética. Como deletreo que no alcanza a discernir una palabra que sigue. Como lectura profanadora de historias establecidas. Como detección de páginas en blanco, de páginas arrancadas, de páginas ajadas por el paso del tiempo, la acción de la humedad, el estupor. Se podría pensar el psicoanálisis como escena de reescritura o como escena de lectura de páginas todavía no escritas. La clínica como escena de lectura se presenta de diferentes maneras. Una, de pronto, levantar la vista de la conversación: escuchar lo que se está diciendo. Leyentes moran en el aullido y en el silencio de las palabras. 68. Conversaciones clínicas tientan lecturas por venir. Lecturas por venir no necesitan pensarse como nuevas. No interesa la novedad. Por venir supone lecturas inesperadas. A veces se trata de lecturas despistadas, ingenuas, extrañadas, impertinentes. Lecturas por venir que interrogan lo sabido, que sacuden lo no sabido en lo sabido, que desleen lo tantas veces leído. Deslecturas se presentan como momentos de invidencia . Lo venidero se espera, pero no se ve venir. No se ve venir lo que daña ni lo que contenta y acaricia la vida. 69. Hay lecturas que no sabemos cuándo comienzan ni cuándo terminan. Borges (1975) piensa El libro de arena como un volumen infinito. Un texto inabarcable, ilimitado, inagotable. Tan insondable que, si de pronto se llegara a ver una ilustración, luego esa misma imagen no se podrá verse otra vez. Las páginas llevan números insólitos. Se llama el Libro de Arena “porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin” . 70. ¿Cómo decir lecturas que se encuentran con algo que no se puede borrar ni se puede leer? ¿Cómo decir lecturas que se chocan con lo indeleble e ilegible, a la vez? A veces no se lee o se lee sin leer. O se lee hojeando un libro de cientos de páginas tentando al azar, a la suerte, al hallazgo. O se lee flotando por sobre lo leído, en estado de distracción o dejándose llevar por otras cosas o errando fuera de los límites de una página. O se lee deteniéndose en algo mínimo o en una frase rara, disonante, atrayente, enigmática, marginal. O se lee en forma dispersiva tentando o propiciando desvíos. O se lee saltando, de piedra en piedra, lugares comunes. Lecturas que no leen como se espera ¿desleen? Harold Bloom (1975) emplea la expresión misreading que suele traducirse como deslectura . No como mala lectura o mala interpretación, sino como lectura desviada. 71. Una de las primeras narrativas de resistencia feminista de la historia se relaciona con el libro Las mil y una noches . Sherezade, entre un relato que termina y otro que comienza, aplaza la muerte y preserva el devenir inesperado de la vida. Hipatia de Alejandría sufre el primer lectofemicidio de la historia. La asesinan por mujer. Por mujer lectora. Por maestra lectora en filosofía, matemáticas, astronomía. Nace a mediados del siglo IV en una de las ciudades más importantes de la cultura de ese tiempo. Hija del director del Museo de Alejandría que albergó los restos de la Biblioteca de Alejandría. Se le atribuye esta idea: “Defiende tu derecho a pensar, porque incluso pensar en forma errónea es mejor que no pensar” . Christine de Pizan escribe, a comienzos del siglo XV, La ciudad de las damas , la primera utopía de un modo de habitar feminista. Una ciudad sólo para mujeres de cualquier condición social. Un proyecto que polemiza con el modelo de la República de Platón o La ciudad de Dios de san Agustín. Una comarca que sirva de refugio contra prejuicios y violencias de los hombres. Una comunidad de lectoras. La palabra quechua quipu se traduce como nudo o anudar. Hace referencia a un conjunto de cuerdas y lanas de colores que no sólo configuraban un sistema numérico, sino también narraciones de una antigua civilización. Los quipus componían libros con una escritura alfanumérica. Un encordado para el reencuentro con lo acontecido. María Pía López (2021), en su libro Quipu, nudos para una narración feminista , recupera la idea de tejido como potencia textual de voces acalladas y doblegadas. Lecturas de relatos cosidos y bordados, lecturas que tiran de un hilo destejiendo memorias, lecturas que hacen conexiones, lecturas gozosas e insurgentes. 72. ¿Soledades burbujean sumergidas en un momento en común? Lecturas en voz alta, ¿intensifican lo que cada cual sentiría leyendo por su cuenta? Afectaciones, ¿se mezclan con otras afectaciones? Una escucha con otras escuchas, ¿acentúa lo escuchado? Una audición, ¿se enrarece con la concurrencia simultánea de muchas audiciones disímiles? En noviembre del 2003, en uno de los congresos de Madres, se ideó una intervención de lectura ininterrumpida que duró doce horas. Se llamó: “Sin fantasía, es mucho el dolor” . Un verso robado a Macedonio Fernández. La acción contaba con diez cómplices muñidos de textos para ocupar lugares o huecos cada vez que hiciera falta. La lectura no tenía que decaer, ni pausarse, ni agotarse. Se invitaron amistades para que también vinieran a leer. Además se armó un cronograma de lecturas discrepantes e insumisas en diferentes horarios. Cuando quienes participaban en el congreso se asomaban a la sala por amistad, curiosidad o porque les había atraído la convocatoria, en la puerta se les entregaba un impreso con el nombre de la intervención y una descripción del procedimiento. Al costado de la entrada, en una enorme caja con alas, se ofrecían libros, páginas sueltas, diarios, revistas, panfletos, publicidades, folletos, manuales de instrucciones para arreglar lavarropas. En el escenario había una mesa con tres sillas siempre ocupadas por leyentes. Cuando la persona sentada en el extremo izquierdo terminaba de leer decía, mientras se levantaba, “Dejo aquí estas palabras” y depositaba el texto que había leído sobre la mesa. Entonces, ingresaba otra persona por la derecha y las otras dos se corrían una silla dejándole lugar. Cualquiera podía participar. Si en ese momento no tenían nada escrito para leer, podían improvisar algo en un papel o tomar alguna página de la caja de lecturas o recoger algo ya leído que había quedado en la mesa de lectura. Con las horas, el escenario se iba llenando con libros y hojas sueltas, con diarios y revistas, con fotocopias y escritos improvisados en hojas de cuadernos o agendas. La sala por ratos estaba casi vacía, pero de tanto en tanto se llenaba. En un momento, Hebe visitó la instalación. Enseguida quiso participar. Cuando se desocupó una silla subió al escenario. No esperó su turno. Avisó que iba a decir algo que tenía grabado en el alma. Dijo: “Hubo un tiempo en el que yo leía, pero no sabía leer. Aprendí a leer luchando, aprendí a leer leyendo lo que leían las vidas que tanto queríamos. Aprendí a leer para no dejar de luchar nunca” . Se levantó y se retiró por la izquierda como había ingresado. Un poco antes de las 20 el salón estaba repleto. Muchas personas querían leer. Mientras todavía estaba leyendo alguien en el escenario, se repartieron los textos ya leídos durante la jornada. Se pidió que los mostraran con una mano en alto. Entonces, se invitó a que cada cual leyera a viva voz, casi gritando, la página que le tocó, durante un minuto. Una lectura coral superpuesta de todas las voces a la vez con diferentes textos. Durante ese minuto no se podía dejar de leer. Si el texto terminaba antes, se comenzaba de nuevo. Se alentaba a que se levantara la voz más y más. Quienes estaban en la plaza intentaron volver a entrar para ver qué estaba pasando. Al terminar el minuto, se gritó y se aplaudió. Esa noche del mes de noviembre se sintió cálida. El entusiasmo continuó. Se propuso hacer una intervención similar en la Facultad de Psicología de UBA. La idea consistía en una sesión de lecturas ininterrumpidas de bibliografías que circulaban en la carrera. Salvo en cuatro intervalos de una hora en los que se abriría la invitación a lo que venga. Se convocó al Centro de Estudiantes, a las agrupaciones estudiantiles, a todas las aulas. Se pegaron carteles en los baños, en los pasillos, en los bares, en las paradas de los colectivos. Se programó para el primer viernes de diciembre del 2003 entre las 20 y las 8 de la mañana del sábado. No se autorizó. En ese momento, se proyectó hacer la acción el día en que se tomara la Facultad. 73. Leer equivale a beber un canto. A beberlo con los ojos, como quien saborea una voz íntima, dedicada, sin premuras. El tecomate consiste en una calabaza con cintura estrecha a la que se le hace un pequeño corte en el extremo superior. Se le extraen las semillas y se deja secar. Suele utilizarse para cargar agua fresca, para fabricar instrumentos musicales, para guardar y transportar medicinas. Humberto Ak’abal (1952), poeta que escribe tanto en castellano como en lengua maya k’iche’, tiene en el libro Kamoyoyik , publicado en 2002, un texto que se titula “El curandero” que dice así: “El abuelo estaba enfermo. / Subimos montes / y cruzamos valles / fuimos en busca del curandero. / El señor Tzun / era un viejecito alegre. / Tomó un tecomate / y cantó dentro de él… / –Llévenselo y que beba el canto. / El abuelo puso el tecomate / junto a sus oídos / y poco a poco cambió su rostro, / al día siguiente comenzó a cantar / y después hasta bailaba” .
- Proyecto Silencio General / Pepe Miralles
P R O Y E C T O S I L E N C I O G E N E R A L TRES INTERVENCIONES SOBRE UN MISMO TEMA Pepe Miralles, Valencia, 1993 1. El silencio premeditado puede ser consecuencia del miedo, de la prudencia, de la no conveniencia de decir aquello que se sabe, o de no saber que decir. También el silencio puede ser una actitud de protesta, aunque no siempre es efectiva. 2. Es difícil encontrarnos en una situación de silencio absoluto a no ser que recurramos a habitáculos especiales construidos para tal fin. Estamos, pues, acostumbrados a oír ruidos de todo tipo: murmullos, ecos y quejas. 3. Pero también podemos encontrar silencio en la convulsión y el griterío. Este silencio es ausencia, premeditada o no, pero siempre significante. 4. El silencio puede ser fruto del olvido, y éste, en la medida en que propone un cese de afecto, se convierte en la más ingrata de las consecuencias del silencio. Pero así mismo, el olvido esta relacionado con el descuido y la falta de interés hacia algo. 5. El silencio intencionado, voluntario, evita enfrentarse con algo que al nombrarlo públicamente, es susceptible de ser rebatido o cuestionado. 6. Cuando alguien, haciendo uso de su profesión no habla sobre algo que debe ser tratado, implica que no se considera importante lo que se silencia. ... FUENTE: ( http://www.pepemiralles.com/wp-content/uploads/2015/05/Proyecto-PSG.pdf )
- Cromañón, culpa y peligro / Alejandro Kaufman
Veinte o treinta años atrás, las cerraduras de las puertas de entrada de los edificios de propiedad horizontal estaban diseñadas de manera que se necesitara una llave para ingresar, pero no para salir a la calle. Bastaba con el picaporte. Nuestros edificios no disponen de escaleras de incendio ni de otras medidas pertinentes de seguridad, aparte de un número de matafuegos de discutible utilidad y de incierto conocimiento por parte de sus eventuales usuarios. En aquellos tiempos al menos se podía salir de la propia casa, corriendo en caso de necesidad. Varias décadas atrás, en caso de emergencia, un niño, un anciano o una persona recién levantada de la cama en medio de la noche hallarían el escape oportuno de la eventual trampa mortal en que se puede convertir una casa en una situación de peligro. Ahora vemos locutorios de internet en los que se encierra a niños y adolescentes mediante una puerta a veces enrejada con un portero eléctrico controlado desde una cabina, también enrejada o protegida por gruesos vidrios. En su interior se atrinchera el encargado del local. Esta situación, análoga a la que se vive en cada una de las viviendas de propiedad horizontal, es bastante frecuente -a simple vista- en nuestra ciudad. ¿Alguien se habrá preguntado en estos años si esas medidas de clausura -por completo contrarias a la sensatez más elemental- tuvieron alguna eficacia sobre la disminución del delito contra la propiedad? Porque también cabría preguntarse qué obstáculos mortales fueron o pudieron haber sido en situaciones de peligro, de esas que no son percibidas como frecuentes, pero que a la vez no aparecen en la agenda mediática (salvo en el último mes, claro: ahora estamos al tanto de todos los incendios del mundo). La generalización de un hábito insensato sólo se puede explicar por el pánico que el otro suscita en nuestra corroída sociedad posdictatorial. Las normas no imponen ni impiden clausurar la salida de la propia vivienda. Es suficiente con el pánico, que suspende el juicio y suscita respuestas siempre peligrosas. Es el círculo vicioso que precede a las catástrofes. ¿Nuestra reacción predominante ante el accidente? Antes que la pregunta por la disposición de los objetos, por los hábitos que merecerían ser revisados o por las medidas prácticas que se podrían adoptar, se caracteriza por un estado generalizado de crispación vengadora que pide satisfacción mediante el encierro (¡que se pudran en la cárcel!, esa horrible y reiterada expresión) del mayor número posible de culpables. No se formulan preguntas por el propio involucramiento en lo acontecido, y por lo tanto, tampoco por el involucramiento futuro, esencial para prevenir nuevos eventos. Los llamados a la no repetición son experimentados en relación con el castigo, que cambiará mágicamente el curso de la historia, sin otra intervención. El uso del fuego marca uno de los primeros acontecimientos civilizatorios, pero no así su control. Casi por definición toda ciudad es un bocado para el fuego, y los cuerpos de bomberos son tan indispensables como los cimientos. Siendo el fuego inherente a la civilización resulta que también es inseparable del teatro. El teatro (en un sentido amplio) es un quehacer arriesgado, tanto porque expone las emociones, los temores y las pasiones, como porque para cumplir su cometido emplea recursos espectaculares, que suelen ser inseguros: escenografías, efectos especiales, aglomeraciones abstraídas por lo que sucede en el escenario. No debería ser en absoluto digno de desprecio ni de estigmatización el que los concurrentes a recitales hagan empleo de algunos de esos recursos. De lo que se trata es de evitar consecuencias catastróficas ¿o no existen maneras de reducir el riesgo de artificios luminosos o sonoros de cualquier naturaleza? Sin necesidad de moralizar represivamente sobre el goce festivo del otro. Fiesta y teatro resultan emblemas de la libertad, y son antagonistas de las cárceles, esos lugares carecientes por definición de salidas de emergencia, como sucede también con los departamentos de propiedad horizontal de nuestra clase media (dado que los más pudientes disponen de seguridad privada las 24 horas, y por lo tanto de una salida expedita). Nuestros niños y adolescentes crecieron masivamente encerrados de esa manera, con el alegado propósito de evitar el ingreso ¡y la salida! de los delincuentes. Para ellos es natural el encastillamiento que para los adultos fue una elección timorata. Se dijo que la seguridad de los recitales estaba ausente de la agenda parlamentaria y mediática antes del accidente de Cromañón, pero el ámbito de esa ausencia es mucho más amplio. En general, en todas las sociedades, las medidas de prevención de accidentes se adoptan cuando los accidentes ocurren, no antes. Es el tributo que pagamos las sociedades urbanas por vivir de la única manera en que es viable el habitar contemporáneo. No se conciben viviendas antisísmicas en lugares que no han padecido terremotos. En favor de nuestros vínculos recíprocos y condiciones de vida necesitamos tomar distancia tanto del pánico como de la pulsión culpabilizadora (sin por ello suspender la responsabilidad, como debería ser obvio en un marco de sensatez). Necesitamos crear condiciones para la asunción de la complejidad que caracteriza hoy a la experiencia urbana. Son condiciones que también requiere la ineludible prosecución del duelo, esa dimensión de lo humano ofendida y lesionada por el horror de la última dictadura. Publicado en Página 12 el 4 de febrero de 2005
Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.