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  • Una voz propia en la universidad / Germán Prósperi

    El presente texto se compone de extractos de una charla virtual que Germán Prósperi dio el 20 de agosto de 2020, titulada “El tábano y el parricida. La importancia de matar al Padre en la práctica filosófica”, organizada por estudiantes de la Comisión de Filosofía de la Universidad Nacional de la Plata. Yo diría que hay dos grandes momentos cuando uno hace una carrera universitaria, o al menos eso me pasó a mí. Creo que hay un primer momento que es como un deslumbramiento, un enamoramiento. Entrás a la carrera y te encontrás con un montón de autores y autoras, te deslumbrás, te enamorás. Hay un enamoramiento con la escritura o el pensamiento de ciertos autores y autoras con las cuales conectás, como pasa con las personas. Y esa conexión es fundamentalmente afectiva al inicio. Eso para mí tiene que ser así, está buenísimo que sea así, que nos relacionemos afectivamente con el pensamiento y con la filosofía y con los autores y las autoras. Porque, si no está eso, si no está esa conexión afectiva, no pasa nada. Que haya una conexión afectiva significa que, cada vez que pensamos filosóficamente, la vida misma, nuestra vida, está puesta en juego. Es comprometerse en un sentido visceral con el pensamiento. A muchos y muchas nos habrá ocurrido: empezás una carrera y te deslumbrás, conocés un montón de autores, temas y pensamientos de los cuales te enamorás. Es algo muy extraño, casi misterioso. ¿Por qué conectás con ciertas escrituras y pensamientos y no con otros? ¿Por qué te conmueven de un modo que otros no? Pero sucede eso, es muy curioso. Yo me lo explico apelando a un fenómeno de acústica. Quienes hacen música seguro lo conocen. Te ponés a tocar la guitarra o el piano y de repente tocás una nota –en general las notas más graves– y entonces vibra, por ejemplo, la chapa del calefactor. Eso se llama vibración por simpatía. Tocás una nota y vibra el calefactor, pero tocás la nota de al lado y no vibra, o al menos no lo hace con la misma intensidad. Es decir, vibra en esa frecuencia y no en otra. A mí me parece que con los textos y los autores pasa algo similar. Leés un texto, un poema o lo que fuere, y hay como una frecuencia en el texto, en ese pensamiento, que hace que algo en uno mismo vibre también. Se genera como esa simpatía casi inexplicable. Cuando eso sucede, es que se ha establecido una suerte de nexo, de gancho deseante. Y entonces hay que darle para adelante. Uno se pone a estudiar a ese autor, y es fantástico que así sea. Estamos deslumbrados: son autores que admiramos. Nos dedicamos mucho tiempo a estudiarlos. Es como el momento en que uno firma un pacto. Hay algo fáustico allí: firmás un pacto con el demonio. Le permitís de algún modo a ese autor o a esa autora de la cual te has enamorado que te posea: le das tu alma para que te conduzca y te muestre un mundo posible. Es como un pacto tácito, y está buenísimo. Ahora bien, me parece que llega un punto en donde la misma filosofía nos exige dar otro paso más. Y ese segundo paso es el que nos muestra, creo yo, la figura del extranjero, este personaje del diálogo platónico.[1] ¿Cuál es ese paso? Para seguir con nuestra imagen, digamos que es la ruptura del pacto, el parricidio. Me parece que es necesario, para responder a la exigencia de la filosofía, que el pacto que hemos firmado con ese autor sea roto. Sobre todo con los autores y autoras a quienes más amamos. Es necesario que en determinado momento sea destruido ese pacto, que, si antes le habíamos dado la mano al Padre para que nos acompañe y nos muestre un mundo posible, podamos, llegado el momento, soltar esa mano. Este segundo paso es importante que suceda, me parece a mí. Como si la última cláusula del contrato estableciera, en verdad, su autodestrucción. Si se trata verdaderamente de un pacto amoroso y filosófico, entonces ese pacto contempla que se rompa; contempla que el autor sea traicionado. Pero lo interesante es que esa traición es uno de los mayores gestos de amor hacia el autor. ¿Por qué lo traiciono? Y, lo traiciono porque lo amo. No es que amo tanto los contenidos de su pensamiento, lo que amo fundamentalmente es la relación que el autor tiene con el pensamiento. Por supuesto que se aman siempre los pensamientos, hay autores y autoras cuyas ideas amo profundamente. Lo mejor que nos puede pasar a quienes intentamos pensar alguna cosa es que venga alguien y nos diga “no, no estoy de acuerdo con esto” y nos refute. Eso significa que el pensamiento está siendo tomado en serio. Es muy exigente la filosofía en ese sentido. Nos exige ponernos en juego todo el tiempo en el pensamiento. Matar al Padre, asumir un nombre propio, es correr un riesgo. Es arriesgado, como saltar al vacío, porque no está más esa instancia, esa figura en la cual nos podíamos escudar. “Si yo estoy explicando lo que dice X, el Padre, y surge alguna crítica, bueno, esa crítica habrá que dirigírsela al Padre”. Si, en cambio, uno asume un nombre propio, el error lo cometés vos. Hay un salto, entonces, y me parece muy importante fomentarlo. A mí me interesa mucho potenciar este segundo momento, la ruptura del pacto. Uno podría preguntarse por qué es tan difícil esto, y podría haber muchas explicaciones, de índole psicológica, sociológica… Lo cierto es que hay un temor muy difundido en la institución universitaria –recordemos, pública y gratuita, de la cual yo formo parte y admiro un montón– que es una especie de temor a equivocarse o a cometer un error. Es una locura eso. No se puede pensar con todo eso; asumir un nombre propio implica cometer errores. Creo que se juega algo del orden de lo existencial, cercano a la ética existencialista. Hablar en nombre propio significa asumir la angustia y la incertidumbre de que ya no hay un otro paterno en el que podés escudarte. Me da la sensación de que a veces la propia institución universitaria fomenta este primer momento, el momento del deslumbramiento, del enamoramiento con los autores. Y esto es fundamental que suceda, como dije. Pero, de algún modo, no veo con tanta frecuencia que se fomente el segundo momento, el momento parricida. No sé por qué y tampoco tengo la respuesta para esto. A mí, y estimo que también a todos aquellos que nos dedicamos a la filosofía, me interesaría más formar parricidas que profesionales; me interesaría más formar traidores que especialistas. Porque me parece que le hacen más justicia a la filosofía en cuanto tal, responden a esa exigencia, a ese llamado del pensamiento a ponerse en juego. En la música o en la poesía también pasa eso, una suerte de lucha y de riesgo. En el caso de la literatura, por ejemplo, hay como un cuerpo a cuerpo con el lenguaje. Hay una lucha con el lenguaje, un intento por encontrar lo que sería la propia voz, el modo singular de decir algo. Hay un discurso de Leonard Cohen, cuando recibe un premio de poesía, en el que dice: “la lectura de los poemas de García Lorca me permitió encontrar mi propia voz”. Hay una búsqueda, y no importa tanto si después se encuentra o no esa voz. Lo importante es la búsqueda. Lo mismo en la pintura. El amarillo de Van Gogh: se le ha ido la vida persiguiendo ese amarillo que, al final, lo va a volver loco. Los riesgos son extremos en un punto, pero de eso se trata. Existe esa famosa pregunta de Kant, ¿qué significa orientarse en el pensamiento? A mi juicio, hay como tres momentos. Primero, cuando firmamos ese pacto fáustico y le damos la mano al Padre para que nos lleve y nos muestre un camino posible. Un segundo momento, el momento del parricidio, cuando matamos al Padre y nos desorientamos. Luego habría, creo yo, un tercer momento, cuando volvemos a orientarnos pero ahora hablando en nombre propio. Desde luego que no se piensa en la soledad, el pensamiento es siempre un diálogo, y el nombre propio es siempre un colectivo. Un colectivo y un pueblo: antes de que pueda decir yo, siempre hay un pueblo que ha permitido que el yo exista y que pueda autonombrarse. Siempre es un otro el que dice “yo” en mí. La voz nos muestra que no estamos cerrados, que no somos individuos autónomos. Estamos abiertos en una relación inevitable: la voz es aire que ingresa en nosotros. Cada vez que inspiramos es el mundo el que penetra en nuestras profundidades y, cuando surge, produce a veces un sentido, se transforma en palabras. Es como una escultura del aire, hablar es esculpir el aire. El momento parricida implica un paso de irreverencia que es importante que suceda. Al menos a mí, que doy clases de filosofía, me parece importante fomentar ese espíritu irreverente. Ese riesgo de equivocarse, de decir una estupidez. Considero mucho más valioso y potente el error de un filósofo que la meticulosidad de un especialista. Lejos. Ese riesgo custodia lo que es el espíritu mismo de la filosofía y del pensamiento. [1] Se refiere al personaje del Extranjero en el Sofista, el diálogo de Platón. Allí, para dar lugar al pensamiento, es necesario en un momento dado ir en contra de Parménides, contradecir al gran Padre de la filosofía. Se introduce, entonces, la figura del parricidio.

  • Borrascas que nos suceden. 8º entrega / Marcelo Percia.

    Agosto 2020 Miedos que nos habitan presienten la inminencia de lo peor. Se balancean entre la enfermedad y el despojo, entre la muerte y la disolución del peligro. Escritos por entregas suspenden conclusiones, aplazan desenlaces, sostienen indecisiones. Prefieren cortes y heridas, antes que argumentaciones cerradas. Serenas indeterminaciones laten en cada fragmento. Obstinadas inclinaciones por lo inacabado. Oliverio Girondo (1925) comienza Calcomanías con una sentencia tomada del Oráculo manual y arte de prudencia de Gracián (1647): “Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Lo malo, si poco, no tan malo”. Esquirlas practican brevedades, pero no para conjurar o mitigar lo malo. Se expresan encogidas y concisas, con alientos cortos y agónicos. A veces, solo se expanden en doscientos ochenta caracteres admitidos en una plataforma de micro escrituras. Esquirlas no hacen alardes minimalistas, se inclinan por lo despojado. A veces, preferible que el cuerpo duela, antes que alucinar imágenes y voces terribles. Preferible incisiones en la carne, antes que sentir nudos en la garanta, rencores que apuñalan, deseos que se ausentan. Cuando no queda defensa o resguardo que suavice lo insoportable, cuando ni siquiera la peligrosidad sirve como escudo protector, desesperaciones apelan a la última soberanía: la de dañar la excedida existencia que habitan. El riesgo de la noción de alteridad reside en que consolida reducciones, enfrentamientos, representaciones congeladas. No se cuida a otro, se cuidan orfandades, intemperies, oscilaciones. Orfandades cuidan orfandades, intemperies abrigan intemperies, oscilaciones escuchan oscilaciones. Potencias de cuidar, abrigar, escuchar: cuidan, abrigan, escuchan a otras potencias replegadas. No se trata de “hacer propio el dolor de otro”, sino saber estar en el súbito instante que disuelve fronteras. Momento que precipita un común sentir que arrastra. Una corriente de dolor que tira con fuerza hundiéndonos en tristezas que pertenecen al vivir. Se necesitan protocolos sanitarios y normativas que prescriban cómo actuar mejor en todos los casos. Pero fragilidades que requieren ayuda necesitan, también, que se atiendan excepciones. Lo que no significa privilegios, sino demoras imprevistas y derecho a la atención de lo que no encaja en la regla. Preferencias evitan discusiones tediosas. Cuando se repite la fórmula “producción de subjetividad”, se podría sugerir (por ahora) “producción de sujeciones”. Cuando se propician acciones para soltar lo que aprisiona, preferible sugerir “liberación de sensibilidades” o “emancipación de demasías”. Automatismos del habla repiten frases hechas, parasitan enunciados ya establecidos. El proceso de Kafka (1925) presenta dos de las preguntas más intrincadas de la vida en común. Una: se me acusa de algo, pero no entiendo de qué. Dos: no sé qué esperan de mí. Advenimos perplejidades hostigadas por imperativos que agitan ideales inalcanzables y por exigencias que no se satisfacen nunca. Continuas evaluaciones reprochan cosas que quedan pendientes, rechazan acciones realizadas por mal hechas o por considerarlas insuficientes. Desprecios gozan haciendo sufrir. Hablas del capital infiltran recuerdos y sentimientos como cosas vividas. Editan y acomodan memorias. Asignan gracias y desgracias entre naciones, géneros, divisiones sociales. Amansan rebeldías, sosiegan cuestionamientos, moderan disidencias. Y, después de todo eso, proclaman que cada soberanía disfrute de su libertad. Singularidades acontecen no representables, no clasificables, no particularizadas. No se trata de “mi singularidad” ni de “la singularidad de cada uno”. Ni posesión personal ni cualidad de la unidad masculinizada. Singularidades sobrevienen como momentos únicos e irrepetibles en un común estar. Una de las circunstancias difíciles de encuentros clínicos por teléfono (o por otras formas que los posibilitan en las distancias) reside en los silencios. Esos íntimos momentos callados entre cercanías. Muchas veces, ahora, violados por la pregunta ¿Estás ahí? Otra circunstancia reside en la ausencia de mirada. La mirada no acontece solo en un rostro que ve. Miradas hieren, abrazan, desnudan, abrigan, escuchan voraces, responden antes que las palabras. Incluso cuando se suspende la visión, la mirada está ahí, sosteniendo lo que dice una entrega que habla recostada sobre un diván. Casi todo puede el hablar y casi todo y más puede el silencio. En Extracción de la piedra de locura, Alejandra Pizarnik (1968) escribe: “De repente poseída por un funesto presentimiento de un viento negro que impide respirar, busqué el recuerdo de alguna alegría que me sirviera de escudo, o de arma de defensa, o aun de ataque”. Si la alegría no se reduce a una fantasía de felicidad ni a una sonrisa ejercitada, actúa como potencia que resiste el dolor, la lamentación, la pesadumbre. Incluso sobreviene como fuerza de lucha. Preguntas: ¿qué hacer ante el terror, los dolores del amor, la muerte? Dolores del amor y la muerte advienen, inevitables. Pero, el terror: una fatalidad de la civilización que se podría evitar. Ochenta y tres fortunas del planeta escriben una carta: “Hoy, nosotros, los millonarios y multimillonarios que suscribimos esta misiva les pedimos a nuestros gobiernos que nos aumenten los impuestos. Inmediatamente. Sustancialmente. Permanentemente”. ¿Vergüenzas? ¿Culpas? ¿Conveniencias? ¿Filantropías? ¿Contribuciones de capitales buenos? ¿Menudencias que disimulan grandiosas evasiones? Urgen extender prácticas planetarias de un común vivir, una común igualdad, una común justicia, una común equidad. Hace falta poner en marcha un plan detectar de alegrías que se dan a la amistad, a la fraternidad, a la cooperación, a la hospitalidad, al cuidar, al abrigar, a las ternuras que alojan. Se necesitan millonadas de sensibilidad. El dios del génesis (meticuloso, sistemático, prolijo) comienza dividiendo las todavía no cosas indiferenciadas del caos en pares opuestos. Esa pasión binaria arranca separando la luz de la oscuridad. La idea de humanidad realiza dos tareas: distinguirnos de los dioses y del resto de lo viviente. Pero esa indistinción sigue siempre presente. Aprendimos con Nietzsche que se podía habitar el vértigo: la indeterminación como condición de posibilidad, la alegría como disponibilidad alojadora de lo imprevisible. Sin deseo se vive en la nada. En el vientre de la nada espera el deseo. Katherine Mansfield (1922) anota en su Diario (un año antes de su muerte a los treinta y cuatro años) que lo peor del sufrimiento reside en que sentimos que no tiene límites. Cuando creemos haber tocado fondo, nos hundimos todavía más. Recomienda no resistirse, confiar en que no puede durar tanto, admitirlo como condición del vivir. Aconseja respirar. Escribe: “Hoy estoy en un cenagal de desaliento, y como todas las vidas que están así, estoy fea, me siento fea”. O en otro pasaje dice que sobrelleva antenas muy sensibles que reciben tal cantidad de impresiones que, por eso, se siente capaz de tanto entusiasmo y tanto desánimo. Con la muerte del amigo desertan deseos. Leonardo Favio (1978) tras despedirse de Leopoldo Torre Nilsson dijo que hacemos cosas para enamorar a la amistad, para deslumbrarla, para agasajarla, para merecerla. Y que nada se compara con el ardor de esa fuerza que nos hace hacer. El recuerdo no puede más que la muerte, pero lo poco que puede alcanza para llorarla. Deleuze (1988) piensa (en una de las entrevista que le hace Claire Parnet) que no se desea a alguien o algo, sino que se desea en un conjunto, en una constelación, en un ensamble, en una composición, en una conjunción. No solo cambia la preposición, objeta creencias en un tesoro profundo, esencial, personal: se desea en un espacio, en un tiempo, en un común estar. El siglo diecinueve europeo siente el peligro de las masas como fuerza política en las calles. Le Bon (1895) las piensa como desenfreno y amenaza, tanto del orden social como del recato individual. Cree que sin tutela de una aristocracia normalizadora, masas sin racionalidad solo pueden la destrucción. Poe (1840) en el “El hombre de la multitud” describe a la muchedumbre como conglomerado de figuras insensibles que pasan unas junto a otras, obnubiladas y ensimismadas, cada una con sus dramas y miserias. El pintor belga James Ensor (1896) realiza un pequeño grabado, “La muerte persiguiendo al rebaño humano”, en el que un esqueleto con guadaña y patas de buitre amenaza a una abigarrada multitud fantasmal que baja por una estrecha calle. Una corriente macabra de pánicos, estupores, soledades. La figura que marcha al frente, casi saliéndose del cuadro, se toma la cabeza con las manos. Se extrañan algarabías de percusiones y ritmos disímiles que concurren a una misma plaza con alegrías, dolores, silencios. Se extrañan transpiraciones disidentes que bailan y se respiran no amenazadas de muerte. No se trata de la tensión entre lo individual y lo colectivo, ni entre lo singular y lo plural, sino del derecho a vivir entre cercanías y distancias. Una opción sin coagular para soledades próximas y lejanas. El deseo de un común estar cercano y distante, a la vez. Esta idea no reitera el relato de los puercoespines de Schopenhauer citado por Freud. Esas criaturas cubiertas de púas que se aproximan para darse calor pero que, al mismo tiempo, necesitan alejarse para no lastimarse. Un común estar solicita derecho a cercanías y a distancias porque sí. Por el derecho del mero estar. No para evitar daños ni para prevenir disputas entre afectividades que se repelen. Uno de los problemas reside en que las palabras sociedad, comunidad, colectivo, arrastran uniformidades, soldaduras, homogeneidades, regimentaciones. El arrullo de las soledades necesita de la mirada, de la voz, del abrazo, del movimiento. Se repite la fórmula sujeto dividido como contraseña de pertenencia al psicoanálisis. Pero, ¿por qué privarse de decir entrañas estrujadas, recepciones traspasadas, abundancias insubordinadas, querencias que no siguen el redil normalizador? ¡Ay… las heridas coloniales! Algunas expresiones llevan un collar en el cuello. Se distinguen las arrogancias que las emplean por cómo mueven la cola. Una cosa pensamientos pre-freudianos, otra reiteraciones que emplean el vocablo sujeto como automatismo no interrogado. Se trata de cuestionar la unidad de esa ficción, no solo dividirla. Respiramos, hablamos, tosemos, estornudamos, expandimos en el aire partículas que pueden contener patógenos de un virus contagioso. Parquedad y crudeza técnica concentra la expresión “distanciamiento social”. Pero ¿cómo nombrar la conveniente lejanía entre cercanías que se aman y se necesitan? Ni temores, ni normativas, ni persuasiones, ni sabios consejos, alcanzan. Piensa Spinoza (1677) que no deseamos algo por juzgarlo bueno, sino que lo juzgamos bueno porque lo deseamos. Urge desear la distancia, volverla buena. No conviene acarrear como legado clínico la idea de psicopatía ni la etiqueta de psicópata como identidad individual o cualidad personal. La crueldad nos habita como tentación agazapada. No se la puede expulsar de la vida en común. Se necesita interrogarla como sujeción. Como embriaguez de un poder que daña. Como explotación de intemperies que se someten ilusionadas en recibir protección absoluta. Como fragilidad que niega la fragilidad abusando de ella. Se confunden delicadezas con debilidades. Sin embargo, delicadezas cuidan y sostienen. Como en esa foto en la que Evita sigue llorando abrazada a Perón. Delicadezas saben la pausa, saben la espera, saben la confianza. Saben estar ahí: en el silencio que suaviza la angustia. En el comienzo de El Banquete se asiste a la pregunta ¿quién te relató lo que me vas a contar? En el inicio de Fedón, se quiere saber quiénes acompañaron a Sócrates en sus últimas horas. A lo que se aclara que, entre los amigos allí presentes, Platón había faltado porque estaba enfermo. En ambos casos, asistimos al relato de algo que pasó contado por quien no estuvo presente en lo ocurrido. Alguien cuenta aquello que le contaron. Estos Diálogos introducen, de entrada, vacilación, duda, incertidumbre, en la credulidad que desea saber. Recuerdan que, aun eso que se considera la propia experiencia, sobreviene siempre precedida por una composición anterior que modela lo que se está viviendo. La transmisión no se realiza por la fidelidad o exactitud de lo narrado, sino por la confianza en quien narra. La recepción amorosa de un relato al que se asiste con la credulidad herida. Conviene abandonar la idea de verdad. Dejar de usar esa palabra. Recordar que en ella se instalan poderes que dominan y confunden. Asentar en su lugar no la falsedad, sino una incógnita soberana. Una indecisión que se decida por un relato. Una responsabilidad que asuma las consecuencias. Convengamos: hay quienes siguen llamando “aparato psíquico” o “psiquismo” a una ficción teórica, a una fantasía del pensamiento. Solo una fórmula convenida para mitigar el desconcierto. Así como Nietzsche considera que el yo o el alma se ofrecen como errores útiles, lo mismo cabe para el vocablo psiquismo. Errores útiles, se podrían pensar como ficciones dadoras. Fábulas que abrigan. Pero, en un momento, lo útil se torna inútil y lo que estaba para dar, sustrae. Al cabo, todos los artefactos iluminan oscureciendo. La locución preposicional “a pesar de” reseña cómo estamos viviendo. Pese al dolor, a la tristeza, a no poder abrazar, a no poder viajar, a no tener empleo, a no saber hasta cuándo. La expresión “a pesar de” atestigua cómo seguimos viviendo sin ceder a la negación, en tiempos de adversidades, fatigas, infortunios. Algunos refranes consuelan en tiempos de miedo y cansancio. Uno dice “No hay mal que dure cien años” y remata para despejar dudas “…ni cuerpo que lo resista”. Otro afirma que “No hay dolor que la muerte no acabe”. Otro alivia recordando: "Siempre que llovió, paró". Para no desanimarse por tantas desgracias que sufren, Quijote dice a Sancho: “Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca”.

  • Post Guardia IV / Débora Chevnik

    Le dicen que si necesita ayuda vaya a un hospital. Necesita ayuda. Y va a la guardia de un hospital de "emergencias psiquiátricas" (así se llama para la lengua sanitaria). Allí, dice que se quiere internar. Le dicen que "no tiene criterio de internación" (una especie de mantra emanado de una "evaluación clínica" que indica lo que deciden lxs profesionales, coincida o no con lo que dicesientepiensalepasa al usuarix-ciudadano. "Paciente", le dicen. Este mantra es la música funcional de moda en los hospitales en estos tiempos; es cantinela sanitaria; es anestesia vivida como pensamiento clínico). Le dicen que "no tiene criterio de internación" y el pibe sale de la guardia, solo, igual que como llegó. Sube al tren y de regreso a ningún lado se toma la medicación psicofarmacológica que le dieron, ahí, donde no lo internaron. Decide cambiar el rumbo y va hacia otro hospital. Llega a la guardia y cuenta que se tomó...ya no sabe cuántos comprimidos. No le creen. "Porque ya lo conocemos y siempre dice esas cosas" (en la lengua del am(b)o, ese es uno de los modos en que funciona el sabelotodismo). Cuando su respiración empieza a espaciarse, a detenerse, ahí...ahí sí le creen. Para este momento de la historia, cuando el aire ya casi no entra, lo llevan a terapia intensiva. A los dos días está recuperado de los efectos de la "sobreingesta medicamentosa con ideación suicida" (así completa la historia clínica el casillero de "motivo de internación". Todo lo demás no cuenta en la "historia clínica"). Lxs profesionales le dicen que no se puede internar en ese hospital y lo "derivan" a...a dónde? Lo derivan al mismo hospital donde le habían dicho que "no tenía criterio de internación". Al despedirlo, una profesional de carrera hospitalaria, revestida de uniforme blanco, abre la boca. Salen las palabras de la lengua de conquistas cientifico-sanitarias, palabras lava-culpas. Ese uniforme logueado de gremio anti laburante, se dirige al pibe que rebota entre hospitales. Abre su bo(c)a constrictora y enrolla unas palabras de fake ternura. Lo despide con un emotivo: "bueno bueno, a vivir contento y feliz y basta de tantos hospitales". Imagen: Carlos Alonso.

  • Post Guardia III / Débora Chevnik

    Un bebé de seis días va a morir dentro de poco. Sin saberlo, lo sabemos. “En otros lugares esta patología se desahucia”, dice una voz de la cirugía cardiovascular. La mamá, de 23, a 6 días del parto, entre sollozos, se abraza la panza. El papá, también con 23, le implora, susurrando, que no llore. Una voz de la medicina, dice que hay que operarlo por una complicación de la enfermedad con la que nació. La mamá y el papá, detrás de los barbijos, hablan. Muy poco y muy bajo y con palabras que no conocemos. Palabras que en las facultades no aprendemos. Dicen que “no”. Con un gesto, detienen todo un servicio, una institución sanitaria, una de derechos. En silencio, la mamá, gira la cabeza de lado a lado. Detiene el tiempo. Qué astucia, logar detener el tiempo justo en las vísperas. El discurso estatal dice “el niño no es de los padres, debe ser sujeto de derechos”. Insiste con “se lo va a operar, estén ustedes de acuerdo o no, porque es el derecho del niño”. La mamá y el papá no soportan estar lejos, sienten que lo dejaron solo. Quieren tenerlo upa. Y que Dios, diga. La blancura de nuestras palabras se desencuentra con las resonancias quichuas que acunan a un bebé dormido; y a sus xadres. La moral de los derechos ejerce su poder sin culpa, con ejemplaridad y en línea recta. La mamá, mira para abajo y mueve la cabeza, insiste el “no” ante el poder blanqueador. Entre torbellinos y con tenacidad, no firman el consentimiento informado. Entonces, la cirugía no puede hacerse de inmediato. Hay que hacer intervenir a un juez para que la autorice. El tiempo pasa, el bebé empeora. Una medicina tiembla, y una institución de derechos tiembla. Algunxs representantes, médicxs y no médicxs uniformados de blanco, se agarran fuerte para no caer. El bebé no empeora. El bebé está peor desde que nació. La mamá y el papá saben eso. EL saber, no sabe de caminos sinuosos. El bebé es objeto de la siempre bien intencionada aplicación de protocolos, esta vez, por los derechos. La mamá y el papá, se estremecen ante la inminencia del final; quieren irse del hospital con el hijo recién nacido. “No pueden irse, ya les explicamos y no entienden”, arremete un enunciado tan esclarecedor como impotente. Ni el papá ni la mamá conocen palabras cuyo sentido técnico se aprende en la facultad. Es la primera vez que escuchan “peritonitis”. Y “anestesia”. Y “analgesia”. La vez que conocieron un hospital fue para ir a visitar a un tío que falleció. Tratamos de armar un diccionario común, para “entendernos mejor”. La arrogancia de pensar que lo que falla son las explicaciones. La mamá y el papá, cada vez que insistimos, ansiando que firmen el consentimiento, se miran y en silencio vuelven a dar la negativa con la cabeza. Desde la inmensidad de un abismo salado, dicen que no quieren que sufra. Y nosotrxs…ay nosotrxs! Nosotrxs, sin saber cómo lidiar con lo intraducible. “Ya les explicamos y no entienden”, “aunque ustedes no lo firmen se hará lo que es mejor para el niño”, “tenemos que garantizar sus derechos”. Cuando los oídos se nos llenan de burocracia, y las bocas de palabras enfermas terminales, necesitamos hacer silencio. No para despedir al bebé, que la sigue peleando. Necesitamos hacer silencio para escuchar alguna música que arrulle nuevas palabras por nacer. Imagen: Carlos Alonso.

  • Post Guardia II / Débora Chevnik

    Con la misma mano que cerré la puerta de casa al salir para la guardia abrí la puerta del ascensor. La cerré y toqué el botón de planta baja. ¿Quién habrá tocado antes ese botón? ¿El cardiólogo del 8vo? ¿El taxista del 2do? Con esa misma mano abrí la puerta de calle. Rozarán esa misma superficie…el encargado del edificio? ¿La jubilada del 4to? Abro la puerta del auto. Toco el volante, la palanca de cambios, el botón de la ventanilla. Cuántas superficies. En la radio aparecen los hombres de la cárcel de Devoto. No quieren morir ni ahí ni así. No es motín, es un grito desoído. Es la historia de tantos gritos desoídos. Al llegar al hospital, firmo la entrada. ¿Quién habrá tocado ya las planillas? Lxs kinesiólogxs que toman muestras a lxs niñxs con Ccovid-19, algúnx cirujanx, unx psicólogx, la secretaria del sector? ¿Qué rastros quedan en las superficies? Cada huella deja indicios de lo que producen esas manos, de sus trabajos. Las superficies coleccionan memorias de nuestros recorridos. En las planillas de firmas, imagino, estaré dejando huellas de la jubilada del 4to o del taxista del 2do, que ahora, ya son mías. Sigo mi recorrido. Saludo de lejos, sin tocarnos, a un enfermero, a varixs pediatras y a la trabajadora social. Con y sin barbijos, nos seguimos reconociendo. La señora de la limpieza me cuenta que al final el vecino del barrio aceptó que ella le pague el arreglo de los caños para dejar de acumular agua y que no se haga esa laguna donde va a jugar su nieto. Está menos desesperada que la semana pasada por el acecho del dengue. La miro bien; me doy cuenta que está apoyada en el pasamanos del pasillo. Pasamanos, pienso. Al fin, llego al lugar donde me quedaré hasta que llegue una consulta. Abro la canilla, me lavo las manos. Debo estar tocando las huellas que dejaron las manos de algún pediatra que se las lavó antes. Que seguramente traía las huellas de algún niñx que revisó. Y esxs niñxs, soportes de los rastros de sus casas. O de la calle. En las superficies junto con los temores de contagio, se inmiscuyen historias, barrios, acechos, cuidados. Tengo que atender. Me lavo las manos. No se puede determinar el riesgo de contagio. Salgo a la cancha con camisolín, barbijo, máscara, guantes, cofia y botas. El traje de astronauta completo. Sin historia, sin gérmenes, descartable. Piel de astronauta la barrera sanitaria. Lejos de la tierra, y en una atmósfera de cuerpos celestes. En este caso los cuerpos celestes son azules. Los tres policías que traen al pibe de 16 tienen tapabocas. Casi sin rostros, nos saludamos. Le pido al de la escopeta que se la lleve a otro lado. Dice que no puede. Se señala la pechera para mostrarme las balas. Dice que me quede tranquila que la escopeta no está cargada. El pibe cuenta historias de robos, de abandonos y de violentaciones. “Abrime la puerta de atrás”. “No quiero caer preso”. Casi sin rostros y con escopeta. Un pibe esposado y un “quedate tranquila”. La inmunidad es azul y los privilegios no son precisamente por lo principesco. Violencias enmascaradas, ¿funcionan como privilegio? El virus, el pibe, los hombres de Devoto. “No queremos morir así”. “No quiero caer preso”. En las palabras, porosas como las superficies, resuenan ecos de otras palabras. Se escuchan historias de intemperie y de violencias. Virus y palabras, van ranchando en cuerpos, en canillas, en pasamanos. Desde esos cuerpos, violencias y cuidados se diseminan hacia otras superficies. Y otras, y otras… Imagen: Carlos Alonso.

  • Post Guardia I / Débora Chevnik

    Una enfermera ataja a una mujer antes de entrar a la sala de internación. Un milímetro antes y con un pie ya en el aire. A la mujer y al crío de 1 año y 8 meses que lleva upa. Decaído, febril, chiquito. Gira noventa grados y advierte que la psicóloga y la psiquiatra están por salir de la sala. Con una mano apuntando hacia cada pasillo logra aquietar todos los músculos. Nadie avanza. Nadie retrocede. Nadie se cruza. Silencio. Más que silencio, pasmo. En la inminencia de un contagio inmovilizar el aire, dejar de respirar. Agarrar el agua, el sonido, un perfume. Reparar las desigualdades. Es una tormenta. Es mucho. El virus no sabe de fronteras. Detiene lo imparable, alucina una reparación, abraza lo inexorable. Todo al mismo tiempo “¿Qué puedo hacer cuando mis compas se angustian?”, “¿qué les digo?”. En el umbral del contagio, emergencia de cuidados, de preguntas, de cercanías. La enfermera, (¡hay cosas que solamente sabe unx enfermerx!), coreografía gestos urgentes. Imagen: Carlos Alonso.

  • Bajo ese azul dilatado. Esquirlas del miedo. 7º entrega / Marcelo Percia

    Agosto 2020 Esquirlas van y vienen con sus heridas. Dicen cosas y se desdicen. Saben y no saben qué pensar. Se extienden como notas inconexas, sin ataduras ni costuras. Fragmentan sueños prendidos fuegos. Cavilan ruinas del presente. Recogen mudeces. Verifican si hay cuerpos que todavía respiran. Lo saben sensibilidades esquirladas: después de un largo tiempo de catástrofe, para no rendirse, se aprende a prescindir del miedo, de la seguridad, de las metas, de la ficción de sí. Esquirlas implosionan palabras. Las rompen por dentro. Derrumban paredes que separan unas de otras. Una lengua, así despedazada, no vela dolores. Aforismos y fragmentos coinciden en el escaso número de líneas herméticas, pero mientras aforismos se cierran con satisfacción en el último punto, fragmentos se saben restos irreconocibles de continuos naufragios. Se necesitan para sobrevivir cuidados y suertes. A las suertes (buenas o malas) se las inclina y se las ayuda con cuidados y a los cuidados se los acompaña con suertes. Pero nada de eso alcanza sin el relevo de cercanías amorosas y atentas que tejen súbitas redes que sostienen. Héctor Libertella (2000) calcula las proporciones de una gran red: “98,5 por ciento de huecos y agujeros entre nudos, y apenas 1,5 por ciento de materia concreta hilo”. Así, como esos necesarios lazos entre vacíos que respiran respetados, se puede pensar un amor, una amistad, un común estar. Interesan las redes más por lo que sostienen que por lo que atrapan, más por lo que dejan escurrir que por lo que retienen. La idea de “un común cuidar” no concierne solo a urgencias sanitarias en tiempos de pandemias, postula un modo de vivir. Así piensa Deligny una clínica, en casas de convivencia, como derecho a la vida en red: como vagabundeo sostenido entre cercanías respetuosas de las distancias. Añoranzas que temen lo peor se aferran a lo que hace daño. Un dibujo de Tute presenta a una mujer parada de perfil con la mirada hacia un frente vacío que dice: “Quiero volver a la vida miserable que tenía antes”. No tenemos angustia, pertenecemos a ella. Pertenecer a la angustia quiere decir pertenecer a la vida. Lo viviente tiembla en sensibilidades que, cuando se aproximan confiadas, calman temores, causan abrigos, alojan deseos. Avideces hostiles lastiman proximidades y lejanías. También traicionan confianzas. Así la vida en común, siempre en peligro. Negaciones de que el virus enferma y mata, apelan también a desmentidas que dicen que, aun cuando se necesitan cuidados, resulta peor la cuarentena porque mata a la economía. Angustias perciben, de un modo difuso, que peligra la vida y que se necesita protegerla del capitalismo. No se puede escapar a lo inevitable. Las fugas fallidas no evitan el dolor. A veces, lo congelan, lo mantienen intacto, amurallado, y alargan, así, sufrimientos sin fin. Alegrías sobrevienen como burbujas que se elevan desde la aflicción. Espumas porosas se agitan en el aire, vagabundean disponibles, estallan en un común reír, por el solo gusto de hacerlo. Sin discontinuidades, intervalos, separaciones, golpes, disrupciones, iluminaciones, como dice Bergson, solo pasaríamos -sin saberlo- por un continuo fluir sin fin. La demasiada vida arranca voces que repiten, una y otra vez, sin bastarse: ¡Qué difícil vivir! ¡Qué difícil saber cómo! ¡Qué difícil no poder! Así, entre dudas y asfixias, se tienta una posibilidad. Tentativas deciden actuar, aunque no consigan ni resuelvan nada. Horacio González, a propósito de una sombra de hollín que quedó como huella de una mujer quemada debajo de un puente en el que dormía en esta ciudad, pregunta: “¿Quién sabe lo que puede un Odio? ¿Quién se anima en nombre de esas tinieblas del corazón a hacer brasas de una vida?”. Maldades y odios no se explican por personalidades viciosas y criminales. Se trata de sentimientos siempre disponibles en una civilización que incita lucros y decide qué vidas tienen valor. Maldades y odios colonizan arrogancias fallidas que se defienden y cobran valentía dañando. En El corazón en las tinieblas (Heart of darkness), Joseph Conrad (1899) expresa algo difícil de admitir: “La fascinación de lo abominable”. La fuerza cautivante de un nocivo poder que se hace temer acatar, imitar. Dolores acontecen en sensibilidades como avatares de la vida. Maldades y odios, amores y solidaridades, rondan tiempos del capital como disponibilidades sentimentales que alfabetizan corporeidades clasificadas y disciplinadas. Se dice “no puedo creer lo que está pasando”, mientras se está viviendo, cada día, eso que se sigue sin poder creer. Se declara “increíble” lo que desconcierta, asombra, se teme, se rechaza. Manotazos de ahogo, hasta que llegue (o no) el auxilio de un común pensar. No se tiene una personalidad ni muchas como prefería Oliverio Girondo (1932): “Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades”. Adherimos a colecciones de reacciones automatizadas. Esas afiliaciones, al comienzo involuntarias, con el tiempo se imponen como necesarias y eternas. Repertorios ayudan a vivir abreviando la vida. Pululamos como intérpretes especializados en unas pocas reacciones. Se dice: “Tengo que tomar las riendas de mi vida”. Pero la vida no tiene riendas. No se la conduce como a una bestia domesticada. Se vive, sin riendas y sin dominios. Solo eso. Roland Barthes (1977), en Fragmentos de un discurso amoroso, detecta un falso dilema del mercado de consumos afectivos: durar o arder. Cuestión que recorre la literatura romántica desde el siglo XVIII. Tras el fastidio respecto de lo que se llama un amor viable, pregunta: “¿Por qué durar es mejor que arder?”. Advierte que la idea de viabilidad actúa como botón de sujeción biopolítica. Se trata de arder y, también, de hacer durar el ardor. Como una lectura que se lamenta que termine y se la hace durar contándola. La simplificada opción entre arder o durar tensiona también la vida del rock. Kurt Cobain (1994) deja una carta, antes de dispararse con una escopeta, en la que cita un verso de Neil Young (1979) que dice: “Se me ha acabado la pasión, y recuerden que es mejor quemarse que apagarse lentamente”. John Lennon (1980), consultado por esa canción, meses antes de que lo mataran, responde: “Es mejor desvanecerse como un viejo soldado que quemarse”. Gustavo Cerati (2006), haciendo alusión a la misma cuestión, escribe: “Y que durar sea mejor que arder”. Se suele citar esta confesión de Bukowski: “A veces solo duele existir: respirar duele, levantarse cada mañana duele, sonreír y llorar duele. No se puede reprochar a alguien que quiera abandonar la vida. No siempre se soporta tanto dolor. Me salvaron el alcohol, los cigarrillos, la literatura; pero no siempre se encuentra una salvación”. No se trata de salvarnos del peligro de vivir, no hay resguardo seguro. Tal vez se podría aspirar, como quería Artaud, a extraer -de un común hacer- ideas que tengan la fuerza del hambre, la persistencia del dolor, el rigor y la implacabilidad de la peste. “Nos falta una válvula de escape”. Se llama válvula de escape a una pieza de metal que permite la expulsión de gases que se generan dentro del cilindro de un motor cuando se quema la mezcla de aire y combustible durante el tiempo de explosión. En una precisa traducción de Silvina Ocampo, el comienzo de un poema de Emily Dickinson (1886) dice “Sentí un funeral en mi cerebro”. Así el dolor, el repicar de culpas, reproches, frustraciones. Hostilidades que no cesan. No poder un silencio sereno. “…como si todos los cielos fueran campanas / y existir solo una oreja”. Sensibilidades excedidas, sobrepasadas por la tanta vida, a veces, no despiertan de la pesadilla. Difícil admitir el lado funesto del mundo del Capital. Crueldades y destrucciones embotan deseos. Y algo todavía peor: pesimismos y escepticismos conceden protagonismo a goces mortíferos y quejosos. Esta civilización niega la vulnerabilidad. Niega la muerte irremediable. Niega la fragilidad de sensibilidades expuestas a las vejeces. Niega la acumulación de violencias del común vivir. Divide poblaciones entre vidas protegidas en abundantes dineros y muchedumbres apiladas en zonas de desprecio. Esta civilización niega la vulnerabilidad. Culpabiliza a quienes se enferman e incluso se mueren. Economías depredan, concentran riquezas, condenan existencias, pero responsabiliza a quienes no tienen trabajo. La fantasía de invulnerabilidad solo cuenta con una equivalencia: la de la inmortalidad. Privilegios de la juventud, desmesuradas riquezas, provisorias inmunidades, no garantizan la gracia de lo invulnerable. Tetis sumerge a su hijo Aquiles en el río Estigia para hacerlo inmortal, solo el talón en el que lo sostenía no pudo recibir la protección de las aguas. Sigfrido mata al dragón que custodia el tesoro de los nibelungos. Se baña en su sangre para volverse invulnerable, pero una hoja de tilo adherida a su espalda impide el milagro completo. Literaturas escriben muchas veces estas historias bajo diferentes formas. Normalidades dicen “todos somos mortales, pero los pobres son vulnerables”. La sensación de invulnerabilidad -que se paga a precios altos- necesita desigualdades, sufrimientos, injusticias, para fortalecerse. La ruptura de la normalidad supone, entre otras cosas, la suspensión de la fantasía de invulnerabilidad que difunden hablas de la producción, el rendimiento, el consumo. Hablas de los bancos, los seguros, las medicinas privadas. Esta civilización practica la crueldad vulnerando vulnerabilidades. La actual pandemia (si no persiste el ensañamiento) podría oficiar como rito de iniciación planetaria, como aprendizaje de cuidado de una común vulnerabilidad. Cuando la muerte se muestra irremediable, solo cuenta la despedida, el darse a una serena aflicción que no la repudie ni la niegue. Entonces esa común vulnerabilidad se abraza (aunque a veces con rabia) a la tristeza. Una cosa depresiones; otra, tristezas. Depresiones no tienen ganas de vivir, tristezas se apenan por las ganas de vivir malogradas, contenidas, contrariadas. Una cosa el regodeo en el desaliento, otra la tristeza que se duele por lo perdido. Una cosa el lamento sin fin, otra la pena que transita lo inevitable. En los bajos fondos planetarios, la expresión “población de riesgo” equivale a una condena estadística: mucha edad, mala salud, ningún dinero, exigua suerte, confirman el perfil de las vidas sentenciadas. Números, estadísticas, descripciones de sucedidos, interpretaciones, sentencias: consumimos datos como alimentos balanceados para mascotas. Los datos no pueden ni saben traducir sensibilidades. La diferencia entre un sentimiento y un dato reside en la vida estremecida. Versiones sobre acoso escolar describen sufrimientos de las víctimas (aislamientos, marginaciones, estigmatizaciones, exclusiones, hostigamientos, coacciones, intimidaciones, amenazas, violencias). También analizan características de quienes agreden, quienes padecen y las situaciones en las que se encuentran. Quienes repiten el término bullying, desconocen enseñanzas de Pichon-Rivière: fragilidades amuralladas en bravuconadas, se defienden depositando lo silenciado, lo negado, lo temido, lo insoportable, en receptividades que, entonces, cargan con esos males y negatividades. Lo silenciado, lo negado, lo temido, lo insoportable (la enfermedad y la muerte), ¿se transfiere a la cuarentena como causa del mal? Juan José Saer (1982) cuenta la historia de un grumete español que, a principios del siglo XVI, se embarca en una expedición al Río de la Plata. Al llegar se encuentran con una tribu pacífica -aunque antropófaga- que siguiendo la costumbre se come a toda la tripulación, salvo al muchacho, a quien adopta. El sobreviviente vive entre existencias que hablan una lengua que desconoce, que no entiende, que no sospecha. La novela narra la serena perplejidad ante lo extranjero, lo extraño, lo ajeno, lo otro. El entenado comienza con estas palabras: “De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo. Más de una vez me sentí diminuto bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos como hormigas en el centro de un desierto”.

  • No me olvides. Esquirlas del miedo. 6º entrega / Marcelo Percia

    Julio 2020 No se trata de aforismos ni de sentencias, tampoco proverbios de la peste. Insisten las esquirlas como contundencias heridas, certezas perplejas. Más anonadadas que reflexivas. Restos de las noches y los días. Meditaciones que casi no meditan, que apenas posan una mano en la frente de sensibilidades fatigadas. A veces, pensar -más allá de goces y espantos del vivir- se impone como responsabilidad. Congojas no personales arrastran los pies de los días. Eso que se nombra como incertidumbre no se presenta, hoy, como falta de certezas: sobrevuela como percepción de un mañana desganado. Certidumbres se presentan como casilleros previstos por las normalidades. No interesan ahora esos paneles de futuros destinados, importa tentar de ganas al porvenir. Sujeciones engendran soberanías alucinadas, ficciones de libertad, autonomías ensoñadas. Así lo relata Kafka (1924): “El animal arrebata el látigo al amo y se azota a sí mismo para volverse amo. No se da cuenta de que solo se trata de una fantasía creada por un nuevo nudo en la correa”. No se trata de un Amo interiorizado ni de auto explotación, sino del placer que da el poder que se siente al dominar y al destruir, aunque se trate del único cuerpo sobre que se pueda reinar. Urgencias sanitarias necesitan acompañar el morir. Requieren ternuras que sepan, en ese momento, a quiénes llamar para que llegue una voz o una imagen querida cuando no se puede abrazar o acariciar estando ahí. Despedidas piden un tiempo: el que solo se da, muchas veces sin hablar. Agitan el terror al aislamiento mientras repiten la imagen desaforada de desahogos que corren alrededor de un lago. Contingentes aturdidos escapan trotando hacia lo que temen. Estampidas de confusión relucen muecas de libertad. El aislamiento que más daña se llama individualismo. Carla Vizzotti, voz pacificadora del Ministerio de Salud, dijo entre otras cosas: “Es difícil para alguien a quien nosotros le decimos que todavía no puede salir a hacer una changa, ver gente corriendo en Palermo”. Se aplazan deseos para no morir ni propagar la enfermedad. Se contienen caricias y abrazos del amor, eróticas de los contactos, sentimientos que se rozan, para poder sobrevivir. Pero, ¿por cuánto tiempo más? Subsistencias sin casas, sin dineros, sin cuidados, llevan decenas de años haciéndose esta pregunta. Sufrimientos sobrellevan dolores que no saben o que no tienen con quién hablar. Cuando se repliegan callados, llega un momento en el que no pueden “distinguir dichas de quebrantos”. Escribe Alejandra Pizarnik (1968) en “Extracción de la piedra de locura”: “De repente poseída por un funesto presentimiento de un viento negro que impide respirar, busqué el recuerdo de alguna alegría que me sirviera de escudo, o de arma de defensa, o aun de ataque”. Estrecheces de los aislamientos magnifican tristezas de lo triste, dolores de lo que duele, distancias de lo distante. Sartre veía en las filas, para subir a un colectivo, series de figuras indiferentes. Hileras anónimas de existencias insignificantes. Sin embargo, en las colas de barbijos a metro y medio, de repente, estallan conversaciones que cuentan que el dinero no alcanza, que se extraña a una hija, que el sol abriga, que un doctor de la televisión dijo no me acuerdo qué cosa. Si nos permitimos glosar un pasaje de Hamlet, volveríamos a decir que hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que sueñan nuestras psicologías. Necesitamos aprender a acompañar lo inescrutable, a pacificar lo incomprensible. Acciones de cuidar, obsequiar el presente, acompañar despedidas, necesitan despojarse de apoltronados lujos pesimistas e inútiles omnipotencias heridas. Lo que no se cura, no se remedia, no se sana, necesita tiempos que, a veces, se dan en un común silencio o en la sola mirada. Asaltan desasosiegos cuando después de hablar, ante no se sabe bien quiénes, se apaga la cámara, el audio, la ilusión de contacto. Sobreviene un páramo en el que solo se escuchan ruidos monótonos de una casa. Sin corporeidades que vibran, las palabras se quedan rumiando desecadas. Esta normalidad planetaria no va más. Aunque la restituyan como si no estuviera pasando nada. Habrá que volver a decir que no va más. Sensibilidades envejecidas con el psicoanálisis albergamos una fe inconfesable. Cuando nos enteramos que alguien se enferma, preguntamos -sin que se note- si se analizaba. Confiamos en la fuerza inmunológica de un estar que se da a la palabra, al silencio, al por fin “andar sin pensamientos”. Las Naciones Unidas afirman que una nueva enfermedad infecciosa sobreviene cada cuatro meses. Esta pandemia no será la última ni la peor. Se conocen virus que matan más, pero que se transmiten menos. ¿Qué pasará cuando combinen facilidad de transmisión y feroz mortandad? Se dice el miedo no es zonzo para recordar que detecta y señala peligros. Pero cuando esos peligros no se pueden pensar ni contener, los miedos se tornan fanáticos. Certeros se movilizan detrás de poderes que prometen seguridad y desmienten lo insoportable: la común vulnerabilidad. En casi todo el planeta se advierten economías de cuidados uniformes. Imperativos de género (sin contar crudas violencias y explotaciones) imponen patrones que incitan a las mujeres a desvivirse cuidando. El problema no reside en la vulnerabilidad sino en los individualismos y en los agrupamientos que actúan omnipotencias. Una común vulnerabilidad, que no se niega ni desmiente, levanta defensas. Desdramatiza lo irremediable entre cercanías que frotan deseos. Necesitamos ideas que nos ayuden a vivir, aunque la vida no necesite de nuestras ideas. Escribe Faulkner (1939) en Las Palmeras Salvajes: “No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne, no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejaría de ser, la mitad de la memoria dejaría de ser y si yo dejaría de ser, todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena”. En El ser y la nada, Sartre (1943) escribe “La nada es siempre un en-otra-parte”. Entre la pena y el hambre no hay elección. La nada no está entre las opciones. La demasiada nada lleva casi un siglo dándose atracones con la ficción del ser. Hablas del capital desestiman visiones que conciben otras formas de vivir, llamándolas utópicas e ingenuas. Bloquean imaginaciones futuras cegando historias disidentes. En tiempos coloniales, ingleses llevan fútbol a todas partes. Se sabe de una tribu en Nueva Guinea, los tangu, que se opusieron a que el desenlace de tan hermoso juego contemplara el ganar y perder. Disfrutaban empatando. A veces se extendían varios días hasta conseguirlo. Frotamos potencias clínicas sin impacientarnos si, de nuestras lámparas, no se liberan genios. Hablas del capital se desconciertan con el solo dar que no espera nada a cambio, se ponen nerviosas con gratitudes que se sienten y se declaran sin especular ni pretender ganar algo. Hasta ahora no hay instituciones que entreguen certificados de “tranquilidad emocional”. Se suele hablar de una “dimensión subjetiva” como si se tratara de zonas desconocidas que se necesitan calcular, indagar, medir. Tensiones de época no se expresan tanto entre subjetivación y objetivación, sino entre sensibilidades e indolencias; estas últimas entendidas como sensibilidades normalizadas, disciplinadas, deslumbradas por brillos que incitan consumos, competencias, rendimientos, perfecciones. Un observatorio de Psicología Social Aplicada de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, tras setenta días de cuarentena, concluye que el sentimiento que predomina en la población, formulado en términos personales, se llama “incertidumbre”. La encuesta que hace, no concibe respuestas que expresen “vivimos la común perplejidad de habitar un presente sin certezas”. El observatorio concluye que la incertidumbre actual “constituye una incubadora de inseguridad, estrés, ansiedad, angustia y temor al futuro”. No imagina que las no certezas puedan sacudir conformismos y agitar deseos de porvenires no normalizados. El observatorio concluye que largos aislamientos impactan sobre la “salud mental”. Sus gráficos de sentimientos negativos no contemplan que la suspensión de las inercias pueda hacer lugar al proyecto de un común habitar sin desidias, vejaciones, crueldades. El observatorio concluye que aislamientos incrementan miedos y angustias. No considera que malestares intensificados puedan liberar tristezas furiosas que disientan con la destrucción de la vida y por la ausencia de un común cuidado planetario. El observatorio hace preguntas que miden el temor a contagiarse o enfermarse, en clave ensimismada. No interroga vivencias de una común vulnerabilidad ni enojos cansados por tantas desigualdades que matan. El observatorio indaga perspectivas futuras de sensibilidades que responden aisladas sobre cómo creen que seguirán sus vidas. No estima que se podría pensar en un común porvenir o conjeturar otras formas de economía, de trabajo, de cercanías y lejanías que no dañen. Un texto de Kant (1798) “El conflicto de las facultades” postula que la Facultad de Filosofía que en su tiempo incluía lo que hoy llamamos psicologías, ejercía la libertad de pensar y producir en contra de poderes que ahora estamos considerando normalizadores. Vidas estremecidas se confían a las palabras para decir sentimientos. Pero ¿cómo saber lo que nos pasa? Facultades de Psicologías podrían participar de las discusiones sobre cómo nombrar lo que estamos viviendo, sin reforzar automatismos del sentido común que tanto complacen a las derechas. Instrumentos que recogen “información” editan sentimientos con sus preguntas. Silencian lo que no saben, no pueden, no quieren escuchar fuera de sus matrices, de sus normalidades establecidas. El observatorio mencionado interroga a su muestra sobre la preocupación por la economía personal y la del país. Pero no pregunta cómo la pandemia permite percibir que vivimos a merced de capitales que sólo persiguen rentabilidad y acumulación, ajenos a la idea de un común bienestar. Derechas emplean la palabra “economía” como fachada que encubre que se padece una vida mercantilizada. Cuando una encuesta del observatorio interroga a un perfil de edad, clase, género, localidad, cómo percibe “su economía”, evita una pregunta urgente: ¿cómo sufre el lugar que le tocó, las telarañas de la sumisión, las pesadumbres de las lógicas del capital? No se sabe qué pensar ni en qué versión de lo que está pasando confiar. Se seleccionan, repiten, amplifican voces que se escuchan. Nos sostenemos en creencias y adhesiones. Hacen falta bares, pasillos de la facultad, entusiasmos que trabajan y discuten en un hospital, amistosas reuniones, confidencias amorosas, para no ahogarse en la confusión. Sentimos simultaneidades, pero el pensamiento ordena lo vivido en tiempos sucesivos. El lenguaje recupera apenas algo de la demasiada vida que se agolpa en un solo soplo. Se llama realidad a una representación que se presenta como el recuerdo de un sueño reprimido y fragmentado. Como el montaje de una película que ensambla, yuxtapone, suprime cuadros. Como narrativa de un poder que ordena, selecciona, jerarquiza, traduce, un verosímil que impone como verdad. Realidades editadas (no hay otras) no se componen como mentiras ni falsedades, sino como enunciados que verifican visiones instaladas en el sentido común. Como retóricas que hacen pasar intereses y percepciones de pequeños grupos dominantes como punto de vista de las mayorías. Se dice que tanta la vida que, cuando se la siente de un solo golpe, se precipita como angustia de muerte. Demasías angustian, pero no hace falta el miedo a la muerte para aplacarlas. El deseo de cuidar cada vida, todas las vidas, no tiene que nacer del terror, necesita advenir de temperaturas de la proximidad, del abrazo, de la decisión de alojar. Angustias que arremolinan sensibilidades no tendrían que apaciguarse con pastillas ni con desgastes de energías; quizás portan deseos impensados de un común vivir. Tal vez sin desamparos ni imperativos productivistas. Cercanías y distancias no interesan como reflejo confirmatorio de semejanzas, sino como inflexiones, desvíos, saltos, combas, que sorteen la ilusión de mismidad. Se comienza por el olvido de la sagrada identidad personal, de a poco se trata de llegar al momento en que la ficción del yo pierda importancia. En Hyperion, Hölderlin (1799) propone el olvido de sí para devenir existencia entre todas las existencias vivientes. Lamenta la racionalidad que enseña a diferenciarse del mundo. Piensa que dolores ensimismados debilitan la conexión con las bellezas de lo vivo. Fortalezas insomnes que no descansan ahondan llagas que ensombrecen las mañanas. “No me puedo quejar” dicen receptividades que se saben privilegiadas. Pero, una cosa la queja y otra el cansancio que protesta. Quejas demandan resarcimiento personal. Protestas solicitan cercanías que ayuden a traspasar lamentos complacidos en una voz que dice “pobre de mí”. Adorno (1945) en su Mínima Moralia toma precauciones respecto de la queja por “la marcha del mundo”, no tanto por ese lícito pesar, sino porque el fastidio quejoso corre el riesgo de quedarse detenido y embelesado en la sola descarga, consintiendo -tras ese gasto- la misma marcha del mundo. Se extrañan barullos de la vida y sus sentimientos. Flores pequeñas que se llaman nomeolvides recuerdan ruidos superpuestos, algarabías de las fiestas, bullas de la amistad. Recuerdan emociones celestes de la vida. Imagen: Gisela Candas

  • Angustias del aire. Esquirlas del miedo. 5º entrega / Marcelo Percia

    Junio 2020 Lo fragmentario recuerda que vivimos asediados por cosas que se superponen. Afecciones que, todas juntas, no se pueden pensar o se sueñan, en los días que se escurren. Cada fragmento carga con el equívoco de que se lo considere parte de un todo o comienzo de un asunto que necesita desarrollo. Fragmentos se presentan como astillas de algo. Pronombre indefinido que alude aquí a la vida como indeterminación que no cesa. Tienen razón las derechas: si no mata el virus, mata la economía. Por eso, si los Estados quieren salvar vidas tienen que cuidarlas, al mismo tiempo, del virus y del capitalismo. Angustias se sienten, pero no se explican ni se cancelan. Angustias se expresan calladas haciendo hablar a todas las cosas. Cuando un Estado está presente, ayudando a vivir y a no enfermar, acompaña angustias que no se pueden derogar. Cinco perros atacan a una existencia internada en el Hospital Borda. Horas después, esa vida muy herida muere. El sustantivo colectivo jauría designa a un grupo que sale a cazar y perseguir con saña. La responsabilidad no la tienen los perros. Sueños de las normalidades engendran voracidades que merodean manicomios. Contrastes de la devastación: perros en manadas hambrientas y mascotas perfumadas con paseador, parques del abandono en los psiquiátricos y plazas cuidadas con rejas, villas hacinadas sin agua y barrios espaciados en otoño, merenderos sin leche y cacerolas que piden más normalidad. A veces, en lugar de cliquear un corazón, dan ganas de tirar una piedra. En días de pandemia retorna la pregunta sobre en qué reside la dicha. En el último acto de Los días felices de Beckett (1961) la protagonista está enterrada hasta el cuello con el sombrero puesto. Con la cabeza inmóvil mira hacia el frente. Dice con frivolidad “¡Vaya, éste sí que es un placer inesperado! (Pausa.) Me recuerda el día que viniste a suplicar mi mano”. Se puede ver la silueta de un hombre que, desde el principio, asiste mudo a su monólogo. Casi al final, ella dice: “En fin, qué importa, eso es lo que siempre digo, habrá sido un día feliz, después de todo, otro día feliz. (Pausa.) No queda mucho…”. En el Seminario El reverso del psicoanálisis, Lacan (1970) admite que resulta difícil saber a qué llamar felicidad, salvo que se apele a la triste versión que sugiere que la felicidad consiste en vivir como lo hace todo el mundo. Normalidades gozan del inesperado placer de la inmovilidad que da la ilusión de pertenecer a una mayoría. Se pueden dar clases virtuales, pero -con suerte- funcionan como fiestas de cumpleaños por zomm: la alegría por la ansiada conexión va acompañada de una gran tristeza por lo perdido: el fluir desordenado de afectos que actúan cercanías y distancias, miradas e intimidades fugaces. Pantallas divididas en cuadraditos con figuras que, desde sus celdas, se turnan para hablar. Mosaico inmóvil de lo común en el que, de pronto, irrumpen voces que, desprevenidas, comentan un crimen, recomiendan un plazo fijo, alertan que las milanesas se están quemando. En las superficies parceladas cada partecita, cuando asiste en silencio, no sabe qué otras partecitas pueden estar mirándola. No hay el vértigo de los suspiros furtivos, las pericias de la interrupción, los guiños y malicias de las complicidades. ¡Ay… la aplicación! Tecnologías no asombran, actualizan costumbres; no quebrantan automatismos, los estilizan; no enseñan a alojar lo imprevisto, refuerzan lo previsible; no incitan a abandonar certezas, las consagran; no procuran demoras, aceleran ansiedades. Componen fachadas, mismidades performáticas, escenografías sentimentales. Se establecen protocolos para casi todo. Conversaciones clínicas, sin embargo, no siguen reglas ni pasos ordenados sobre cómo actuar. Cuentan con saberes no normativos y con astucias que intentan escuchar lo que se está diciendo de muchas maneras e incluso de ninguna. Entre las soberanías populares que urgen no se tienen que olvidar las soberanías conversacionales. El derecho a un común hablar de lo que nos está pasando, aunque eso, a veces, se considere estar hablando de nada. Una quejosa sentencia dice: “Cuando teníamos todas las respuestas nos cambiaron las preguntas”. No conviene pensar así. Pasiones que piensan no tienen ni pretenden respuestas. Viven una común interrogación que no termina, que no se detiene. Sombras virtuales hablan, se agitan, sonríen, se emocionan, comen, beben, se extrañan en las planicies robotizadas de una imagen. Tras infructuosos intentos de traspasar las pantallas, resbalan fatigadas sin poder abrazar nada. La propiedad vale más que la vida. Comete el delito de comprar un paquete de cigarrillos con un billete falso de veinte dólares. Detenido y esposado pide que lo dejen respirar, implora, mientras un policía arrodillado con saña sobre su espalda ahoga, hasta matar, su existencia negra. Dolores no se coparan, no se traducen, no componen analogías. Un relato de Germán Rozenmacher (1961) “Cabecita negra” y un poema de Leónidas Lamborghini (1965) “Las patas en las fuentes” testimonian racismos de las normalidades blancas, ilustradas, civilizadas. Prepotencias y fanatismos de indolencias acomodadas en sus beneficios de clase. En tiempos de miedos y amenazas se cuentan sueños. Empatías actúan arrogantes y violentas cuando pretenden analizar o comprender relatos que hacen confiadas perplejidades matutinas. Solo se trata de escuchar sin concluir, valorando imprevistos y respetando callejones cerrados. Enamoramientos se presentan como certidumbres, aunque se sepa que, en cuestión de amores, nada sabe a seguro. No hay leyes que obliguen a las pasiones. Barbijos y tapabocas, fantasmean en la ciudad como semblantes de muerte: ponen a la vista la inminencia del fin, aunque solo se muestren como asépticos signos de prevención, cuidado, disfraz. George Floyd vive en el Chaco. Policías de esa provincia, escudados en controlar el cumplimiento de la cuarentena, reprimen y torturan a una familia qom gritando con aversión “indios infectados”, “hay que matarlos a todos”. No hay panteones ni fosas comunes que alojen familias del dolor Escribe Arnaldo Calveyra (1985): “Se diría que allá abajo, ocultos por la pesada losa como antes por el bosque, siguen conspirando hermosuras…”. Hace unos años, museos idearon visitas guiadas por computadoras portátiles livianas. Reproducían cada obra con comentarios en audio, videos, imágenes fijas, juegos interactivos. Pronto advirtieron que las visitas prestaban más atención a las tabletas que llevaban en las manos que a las obras expuestas en salas. El personal tenía que instar a que miraran en directo las pinturas que estaban allí, colgadas en las paredes. En San Genet comediante y mártir, relata Sartre (1952) que un rey encarga el retrato de la mujer que ama, antes de partir a la guerra. Lleva la imagen consigo, la besa por las noches, conversa con la pintura. Al volver, sin embargo, pasa más tiempo con el lienzo que con la mujer de sangre tibia. En un incendio, el fuego destruye el cuadro. El rey vuelve con la mujer, pero busca en ella el lejano parecido con la imagen perdida. En pleno sitio de Leningrado (1940-1943), mientras tropas alemanas avanzan, el gobierno soviético esconde las obras de arte del Museo Hermitage, para protegerlas del saqueo nazi. El guía del museo, Pavel Filipovich, sin embargo, no abandona su trabajo. En momentos en que el pueblo ruso se desmorona por el hambre, el frío, el miedo, la pérdida de toda ilusión, Pavel realiza sus visitas guiadas en el museo como si estuvieran allí todas las piezas. Presenta durante años, a través de su relato emocionado, toda la fuerza y belleza de cada una de esas ausencias. Pantallas, pinturas, relatos, no se trata de meros juegos de sustituciones, sino de retóricas que abrazan ausencias. Aplicaciones para encuentros virtuales ordenan movimientos, los endurecen. Solo están permitidas algunas pulsaciones, pero faltan las infinitas acciones que se precipitan en el vértigo de cercanías que se afectan y friccionan indisciplinadas. Como sucede en las infancias que juegan sin pantallas, el encanto del contacto reside en los roces. Una broma de Mallarmé pone a la vista amores entre música y poesía. Cuando Debussy pide permiso al poeta para poner música a “La siesta de un fauno”, Mallarmé responde: “Pero… yo creí que ya la tenía”. No se necesitan: se atraen, se solicitan, se potencian. Así se tocan sensibilidades. En las clases virtuales se extraña ese algo que Benjamin (1936) advierte que falta en la más lograda reproducción técnica de una obra de arte: el aquí y ahora fugaz e irrepetible, la inasible lejanía que se insinúa en cada cercanía, el instante secreto de un común suspiro. Bosques se incendian, temperaturas aumentan, enjambres de langostas arrasan. Suelos devastados, aves y otras criaturas producidas en masa, vidas silvestres manipuladas. Dicen las Naciones Unidas que enfermedades nuevas irrumpen cada cuatro meses. La mayoría proviene de animales que sufren tensiones. Angustias del aire. Hablas del capital no emplean la palabra capitalismo. Por temor espantar prefieren mercado, ciudadanía, gente de bien, inversiones, democracia, libertad, estrés financiero. Hablas del capital lamentan guerras y pandemias, pero aún en la desesperación vislumbran formas de cautivar desamparos con ilusiones que se pueden vender y comprar. Negacionismos funcionan más como desmentidas que como negaciones. Actúan más como decisiones políticas que como defensas. Suelen consentir crueldades imputando a las víctimas el vicio de la exageración. Operan como reservas fanáticas del sentido común. Además de capitalismos, patriarcados, colonialismos, el común vivir peligra por el imperio de normalidades que respaldan y consolidan la ilusión de una mayoría segura y ensimismada. Hablas del capital no emplean la palabra explotación. Suelen referirse a la igualdad de oportunidades, al flagelo de la pobreza, a los barrios desfavorecidos. Difunden ideales de libertad y felicidad para la gente normal. Sin olvidar sus tiempos de terror ni idealizar su papel benefactor, ¿se puede esperar que el Estado limite estragos provocados por indolencias y codicias que gobiernan el llamado “mercado” y proteja poblaciones asoladas, cobrando impuestos a quienes poseen sobradas riquezas? Se nombra como “posicionamiento subjetivo” algo que merecería llamarse “podio de sujeción”. Pedestal en el que normalidades premian docilidades y osadías admitidas. Tarima de ascensos y descensos rutilantes. Instantáneas de fragilidades que piden reconocimiento y aprobación. Tal vez solo se trata de buscar descampes en los que se den cita solicitudes deshabituadas o soledades descolocadas. Más que posiciones, deposiciones: evacuaciones del yo, del sí mismo, de identidades sorbidas por el miedo. Si como admite José Luis Etcheverry, traductor de las obras de Freud al castellano, que la palabra Trieb podría traducirse más por querencia que por pulsión, cabe una pregunta: ¿cómo ocurre que sensibilidades de una civilización se aquerencien a la muerte, a la mortificación, a la crueldad? Ensañamientos no provocan sufrimientos porque actúan sin empatía, disfrutan percibiendo el daño que hacen. No conviene pensar en tendencias del ser, ni en impulsos polarizados que imitan a una supuesta naturaleza humanizada. La insistencia de esa terriblez que goza destruyendo, interroga el porvenir de lo común. La civilización del capital hace alianzas con la crueldad. La posibilidad de dominar, poseer, manipular, explotar, destruir, otras vidas reducidas a meros objetos, seduce avideces que, así, participan de la ilusión de sentirse poderosas y seguras. Como escribe Juan L. Ortiz: “¡Qué torpe las palabras para las presencias misteriosas y ardidas!”. Imagen: Gisela Candas

  • El hecho maldito. Esquirlas del miedo. 4º entrega / Marcelo Percia

    Mayo 2020 Estas entregas no persiguen un producto ni se presentan como líneas de una elaboración en curso. Se ofrecen como anotaciones sin articular. Work in progress de un texto que marcha sin progresar. Insinuaciones de una falsa totalidad que no se completa. Así lo inconcluso que, en sus caprichosas expansiones, hace tambalear el mundo comprendido. Y, sin embargo, la pregunta de siempre: “¿Qué saberes puedan ayudar a pensar lo que nos está pasando, lo que mortifica la vida en común?”. Nunca antes se vivió algo así. Ese nunca antes revela la potencia de lo vivo en su singularidad y desemejanza. Normalidades cancelan el nunca antes. Suprimen lo inédito, lo inimaginable, la primicia. Persuaden que, salvo algunos detalles, está pasando lo mismo de siempre. Noticieros confunden tremendismo con sensibilidad. Compasión calculada con cercanía. Violencias del espectáculo con suavidades calladas que asisten en el desamparo. Tremendismos se complacen mostrando buenos sentimientos ante un dolor que exhiben a la distancia. Tremendismos actúan formas de la negación. Clínicas insurgentes atienden aflicciones que no entienden y quieren entender, que no saben y quieren saber, que no pueden y quieren poder. Y, sin embargo, practican un estar ahí que no entiende, no sabe, no puede, no desespera. No conviene traducir egocentrismo como atributo personal. Se llama ego a la ficción de un universo individual. Daña la idea de un centro propio, se ponga allí al yo, al nosotros, a la patria. Egocentrismos componen pasiones de la propiedad. En el desconsuelo, el desamparo, la devastación, queda la confortación. Un habla callada que ahonda el tiempo. Una secreta conversación entre soledades que no piden nada, que se acarician sin darse cuenta. Redes sociales actúan como arquitecturas carcelarias. Pantallas generan, en voracidades cautivas, la constante sensación de estar conectadas, admiradas, ignoradas, incitadas. La vigilancia perpetua, la ciudad panóptica -que advertía Foucault- se perfecciona. De pronto, estallan villas, barriadas, paradores, hospitales, geriátricos, manicomios, cárceles, cementerios. También violencias, maltratos, abusos, feminicidios. Sin embargo, el sentido común refuerza y blinda sus visiones con repudios y desmentidas que dicen: “Ya lo sé, pero aun así quiero volver a mi vida normal”. Conectividades en dispositivos remotos imponen contundencias inmunológicas y practicidades. Ganan protagonismo por sobre las crudas osamentas que expanden alientos y se frotan. Conectividades destacan ventajas de estar en las redes antes que en las calles. Negocios de las pantallas están de parabienes. Sensibilidades necesitan estar en un mismo espacio y tiempo para sorber cercanías y distancias. Cuando se sustrae una común presencia, imágenes animadas que no se palpan se fijan en los monitores como maquetas inmóviles, como escenografías planas que extrañan la vida. EE.UU. acusa a China por espiar vacunas. China acusa a EE.UU. por mentir. Laboratorio francés, en caso de tener la vacuna, privilegiará a pacientes estadounidenses como retribución por el dinero recibido. Capital, nacionalidad, propiedad, identidad, mismidad, blanden el adjetivo posesivo de la hostilidad “La vacuna: ¡mía!”. Erosiones, desertificaciones, sequías, incendios, extinción de especies, calentamiento y catástrofes climáticas, enferman la vida. Una común salud o nada. No importa si el capitalismo tiene o no fecha de defunción. Urge otra cosa: practicar la deshabituación de sus maneras de hablar, pensar, actuar. Se necesita deshabituar sus modos de desatar y adormecer pasiones. El capitalismo no se siente amenazado por utopías alternativas que se organizan políticamente para derribarlo. La inminente adversidad del capitalismo reside en su necesidad ilimitada de acumulación. Sensibilidades incuban rabias de una común aflicción. Vidas después de los manicomios conocen, antes del virus, el distanciamiento social. Lo padecen en la ciudad que estigmatiza. Y, a veces, lo practican para no absorber tanto dolor, tanta amenaza, tanto nerviosismo, tanta presión, tanto imperativo de éxito y rendimiento. Sensibilidades llevan máscaras. Máscaras que aíslan y protegen. Máscaras que esconden, asustan, fascinan, infaman, dan risa, alivian timideces, ayudan a respirar. Ahora se portan barbijos como signos de miedo, fragilidad, amenaza, fastidio, cuidado. Una común mascarada de tristeza. Convocaron a través de las redes, hace unos días, a una marcha contra el comunismo del gobierno. El llamado revela el pánico de las derechas anti estatales cuando una decisión política prioriza la salud pública. Peter Sloterdijk razonó, hace unos años, que si “el sistema jurídico es el sistema inmunológico de la sociedad”, no necesitamos un comunismo, sino un coinmunismo. Por ahora, sistemas jurídicos del sur están lejos de componer sistemas inmunológicos confiables. Urge una común inmunidad como condición planetaria que asegure la salud, sin fronteras privatistas de los estados nacionales. El miedo tiene que ceder lugar a la indignación. En toda la extensión terrestre se precisa garantizar derechos a la alimentación, a la salud, a la educación, a la vivienda, a las rarezas. Si hay Estados que aseguren -por lo menos- eso. Si no, que no los haya. Un animal encerrado en una jaula, transportado kilómetros, mal alimentado, hacinado durante días hasta que lo vendan, lo maten, lo coman, se encuentra estresado, con el sistema inmunitario bajo y la carga viral alta. La civilización lo transforma en un peligro biológico. No se trata de “barrios vulnerables”, sino de poblaciones expulsadas, heridas, abusadas. Distanciadas de las opulencias de la ciudad, condenadas a padecer amontonadas. Exclusiones, prescindencias, descartes no ocurren de un día para otro. Tampoco abandonos y expulsiones se ejecutan de una vez. Al tiempo sin porvenir no se entra de repente. Hambres y desnutriciones maceran vidas desechables. Al padre Carlos Mugica lo matan catorce balas en el pecho. Cuarenta y seis años después, también en mayo, a Ramona la matan doce días sin agua en el barrio que lleva el nombre de Carlos. ¿Quiénes morirán en la villa que, en un tiempo, bauticen con el nombre de Ramona Medina? En la misma ciudad, sensibilidades estudiosas del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, en colaboración con el Instituto de Ciencia y Tecnología Milstein, desarrollaron un test molecular para diagnosticar la Covid-19. Automatismos de moda repiten que se trata de que “cada sujeto se relacione con su propio deseo”. Cuestionan el capitalismo, pero siguen creyendo en sujetos libres, dueños (en masculino, claro) de optar, entre misteriosos y apetecibles objetos. Además de vacunas hará falta inventar algo que posibilite un común vivir que no acepte la crueldad. Concebir ideas que ayuden a soltar lastres de sufrimientos ensimismados como culpas, odios, envidias, resentimientos Ni el capitalismo ni la crueldad se comportan como un virus. El capitalismo no representa una peste. Aunque la metáfora conmueva, el capitalismo no equivale a una enfermedad, resulta de una decisión civilizatoria. La crueldad no representa un mal inherente o contagioso. Se trata de un goce que solicita una decisión en su contra. Una decisión que rehúse dañar, que se abstenga de lastimar, que resista el poderío que hacen sentir actos de dominio y ensañamiento. Rehusarse aún queriendo, abstenerse aún deseando, impedirse mortificar aún disfrutando: esa decisión se vuelve condición de un común vivir, de un común cuidar, de un común amar. Espiar, desconfiar, delatar, expulsar, actúan como infinitivos de individualismos vecinales que confunde un común vivir con cóleras comunitarias que exaltan seguridades personales e intereses propietarios. Cuando se cree tener más tiempo, se constata que una sola vida (ni muchas) alcanzan para hacer todo lo que se desea. Para colmo, no se puede dar un paseo o tomar un café, con otras cercanías también saturadas, para aventar, por un rato, lo inconmensurable. Hablas del capital prefieren ansiedades, apatías, aburrimientos, antes que angustias. Prefieren medicar, entretener, fascinar, orientar, estimular, antes que perplejidades que no se medican, no se entretienen, no se fascinan, no se orientan, no se estimulan. Angustias moran la vida sin velos. Lo común no se reduce a las relaciones que tenemos con otros, buenas o malas. Tal vez la idea de lo común tendría que desprenderse de la idea de los unos y los otros. Lo común modula cercanías y distancias que alojan soledades sin clasificar. La literatura argentina comienza con una escena de tortura en la que la víctima, antes de sufrir más humillación y vejación, revienta de rabia e impotencia dejando un río de sangre. Un elegante joven unitario, extraviado, que entra en el matadero, se encuentra con la chusma plebeya. Animales que carnean animales. Echeverría (1840) identifica la barbarie con la animalidad. Y lo popular con la irracionalidad. El matadero relata una ciudad segmentada. La vida social como territorios paralelos que, cada tanto, se tocan por accidente, error, fatalidad. Paralelismos se extienden como pentagramas en los que diferentes fantasmas de una ciudad cuelgan sus notas. Para la ciudad blindada, una de las catástrofes de esta enfermedad reside en que el virus cruza todas las vallas. Se suele designar (con el artículo y en masculino) a quien se considera otro, como el semejante. Pero se trata de sensibilidades que se aproximan y se alejan, a la vez, en sus infatigables desemejanzas. Se suele designar (en masculino) como prójimo a quien se admite en proximidad. Se instala la distinción entre próximos y lejanos, entre familiares y extraños, entre compatriotas y extranjeros. Se establece el nosotros y el ellos, se opta entre la hospitalidad y la hostilidad. La idea de un común no solo se puede pensar como lo cercano, próximo, semejante, necesita alojar, en simultaneidad, extrañezas, distancias, desemejanzas. Se necesita desmontar, en el lenguaje, gramáticas razonadas de guerra. Una común extrañeza no reside en compartir una misma extrañeza, sino en un común respeto por rarezas irreducibles, no agrupables, no compartibles. Ciertos modos de hablar y nombrar lastiman la vida. Los tiempos del virus podrían actuar como oportunidad alfabetizadora. Se necesita aprender a vocalizar la vida como si comenzáramos por primera vez. John William Cooke (1967) en La revolución y el peronismo, escribe: “el peronismo es el hecho maldito de la política del país burgués”. A lo que agrega que el ciclo capitalista “está decrépito sin haber pasado por la lozanía”. Ampliando una observación de Horacio González sobre el malditismo como astucia de las lecturas políticas paradojales, se podría decir que el coronavirus se presenta como hecho maldito del capitalismo planetario. Epidemia que cuestiona el mundo conocido, a la vez que lo conserva y lo afirma. Imagen: Gisela Candas

  • Un común sentir. Esquirlas del miedo. 3º entrega / Marcelo Percia

    Mayo 2020 Estos tiempos incitan a imaginar otros modos de lo común. En la expresión “el sentido común” el adjetivo común indica que se trata de algo que pertenece y aúna a la mayoría normalizada. Mientras que en el sintagma “un común sentir”, el infinitivo adviene sujeto intervenido por un común que no totaliza ni permanece. Se vive en el terror cuando se siente que un dolor no tiene límites. Cuando no se puede prever su final. Cuando no hay afuera de lo que aflige y amenaza. Cuando no se cuenta con suavidades que, con la sola convicción del deseo, digan: “Esto pasará, si no pasa hoy, pasará mañana”. Solidaridad no se reduce a retóricas altruistas: de la filantropía, de la caridad, de la beneficencia, de las morales sacrificiales, de las buenas conciencias. Conviene reservar la palabra solidaridad para nombrar una común alegría de dar la cercanía. En el ascensor de una casa de departamentos, en un barrio de la ciudad, colocan un cartel que dice: “Si sos médico, enfermero, farmacéutico o te dedicas a la salud, ¡Andate del edificio porque nos vas a contagiar a todos, hdp! Tus vecinos”. De pronto, la cualidad de la vecindad, de la cercanía, de la proximidad, se vuelve peligrosa enemistad. Individualismos urbanos incuban secretas violencias comunitarias que, además de vigilar, delatar, husmear, pueden -bajo la forma de tumultos anónimos- amenazar, dañar, expulsar, golpear, matar. Queda llorar cuando duele la vida, cuando entristecen las distancias, cuando lastiman las proximidades, cuando se está ante lo irremediable, cuando no hay a quién llamar, cuando no se puede otra cosa. La expresión mano dura aproxima medicinas con policías. Una mano dura sanitaria corre el riesgo de olvidar suavidades y firmezas de hospitalidades que cuidan. Ante el riesgo de muerte, entre el Estado y el Mercado, preferible confiar en el Estado. Una autoridad pública responsable que decida, que contenga, que informe, que frene poderes crueles y suicidas. Pero, ante los límites del Estado, se necesita habitar un común proteger, un común cuidar, un común escuchar. Políticas de cercanías que los Estados no pueden, no saben y que, a veces, temen. La preferencia se presenta como condición débil y restrictiva de la decisión. Se opta por la preferencia cuando solo queda elegir entre alternativas dadas, sin posibilidad ni tiempo de suscitar otros escenarios. La idea de bien común calcula conveniencias. Instala una representación y autoriza voces que hablan en su nombre. Poderes dicen qué hace bien y qué hace mal para el conjunto, la totalidad, la mayoría. Amparan y persuaden fragilidades que se entregan subyugadas al poder. Que rehúyen conflictividades del estar cerca. Pero no hay EL bien común. No se puede pretender lo común como uno solo. Se trata de bienestares y malestares desparramados, dispersiones de intereses y afectividades. Un común bienestar se presenta como pregunta insidiosa sobre qué beneficia y perjudica a la no totalidad comunitaria. Lo común no se ajusta ni se acomoda en conjuntos cerrados. No se impone como unidad coercitiva. Lo común transcurre en franjas de afectaciones que, muchas veces, no se tocan. Paralelismos de bienestares y malestares que, cada tanto, colisionan. Choques negados o, a veces, admitidos como anomalías, excepciones, escándalos, noticias de color. La vida como presión de productividad resume una exigencia que embelesa a las hablas del capital. Increíble el consejo psicológico que recomienda aplicar ese patrón de rendimiento en las obligadas estadías en las casas. Para quienes las tienen, claro. “Todo está muy raro”. Rarezas nombran desconciertos, extrañezas, suspensiones de lo conocido. Las rutinas están dislocadas. Las palabras están fatigadas. Una común perplejidad solicita ternuras que piensen sin premuras. Sin la compulsión de volver a la normalidad. Paranoias tienen un enemigo del que protegerse. Depresiones se abrazan a lo perdido. Pero cuando no se sabe por dónde viene el ataque ni qué se va a perder, se cae en la incertidumbre. Incertidumbres y angustias hablan una misma lengua intraducible. Grupos racistas, neonazis, supremacistas amenazan con salir a propagar el virus entre la comunidad judía de Nueva York. Acciones de contagio como armas de exterminio sobrevuelan como verosímiles de una civilización habituada, en situaciones de pánico, a protegerse seleccionando vidas. Se respiran peligros: no se sabe si sí o si no, ni dónde ni hasta cuándo, que no te beso, ni te abrazo, ni me acerco, que si estuve o no estuve, que si toqué o no toqué, que si me despido o espero. La inminencia no cesa. La indeterminación no da descanso. La declaración “Hoy no hice nada” se escucha como confesión de un delito o una falta de iniciativa, de voluntad, de creatividad. El sentido común confunde tiempos de perplejidad, con desgano o depresión. Un día sin logros ni resultados se sentencia como perdido. “Cuando esto pase, te voy a abrazar”. Solo una frase alcanza para alojar lo venidero. En películas del fin del mundo, se ven multitudes desesperadas dispuestas a cualquier cosa para no morir. Poderes que disciplinan y castigan no alcanzan, incluso muchas veces no sirven. Además de gobernar, se necesita encantar lo común: un deseo de cercanías que dan el dar. A la jefa de la terapia intensiva del hospital Vera Barros de la ciudad de La Rioja, el test de coronavirus le da positivo. Incendian su auto, dejan sobre el parabrisas un cartel que dice: “Ratas infestadas. Váyanse”. Aunque cueste decirlo, una común violencia resquebraja utopías e idealizaciones de la vida en común. No somos seres biológicos ni seres matemáticos, acontecemos como sensibilidades que se tocan, se huelen, se respiran, mientras encantamos o destruimos la vida con palabras. Una cosa vidas que tienen donde ir y se protegen en un común estar. Otra, hacinamientos que amontonan y apilan vidas menospreciadas. Una cosa quedarse en casa, otra en manicomios y cárceles. Instituciones que encierran ejecutan muertes encubiertas. Ahora que el sentido común choca y se escandaliza con los horrores de los encierros, duele más no haber terminado todavía con los manicomios. Ni con el sentido común. El virus no iguala, ahonda desigualdades. El 2 de mayo La Garganta Poderosa publica este tuit: “Murió por coronavirus una vecina de la Villa 31. No murió, ¡la mataron de abandono!”. La mujer de 84 años, madre de la primera joven que enferma en la villa, compartía en baño con once personas. Cuando se ven los mapas llenos de puntitos rojos, se piensa: “No hay a dónde ir”. No hay protección por fuera de un común cuidar. La pregunta: “Alguna novedad” revela, en estos días, un lado incómodo: la obligación de tener algo que contar por encima de los números que reportan muertes y contagios. De golpe, sentimos angustias no solo personales y comunitarias, también sentimos aflicciones de todas las existencias que respiran, de las que no se ven, de las que se comen y se corrompen. Sentimos aflicciones de la tierra, del agua, del aire. Sentimos la común angustia de lo vivo. Racionalidades epidemiológicas vaticinan que tras el virus (sin contar la mala suerte) sobrevivirán las criaturas más aisladas, más fuertes, más sanas, más jóvenes, más ricas. Esos destinos estadísticos no tienen en cuenta amores y cercanías, ni siquiera como albures inmunitarios. Las palabras están más indecisas que nunca. Cada tanto un pensamiento tropieza con una idea, entonces caen montones de preguntas. La destrucción del hábitat de vivientes que no hablan y la crianza de esas vidas cautivas, hacinadas, deprimidas, mal alimentadas, tratadas con químicos; favorecen mutaciones de virus que luego pasan a arrogancias hablantes, cada vez más indefensas. La vida no depende de sistemas inmunológicos personales, sino de necesarios equilibrios entre ecosistemas de todas las existencias que alberga la Tierra. Cada muerte por el virus ocurre como deceso individual, pero recuerda que se está extinguiendo la común corporeidad. Asistimos a frustradas explicaciones que comienzan diciendo “siento que…”. Sentimientos que no se terminan de decir, que no se saben decir, que se está viviendo sin que se puedan saber. Sentimientos a la deriva que pasan de una cosa a otra, sin poder reconocerse en los fragmentos desacoplados de las normalidades rotas. Así, las angustias. Imagen: Gisela Candas

  • Argumentos de la fiebre. Esquirlas del miedo. 2º entrega / Marcelo Percia

    abril 2020 Se llama esquirlas a las astillas desprendidas de un cristal, de una piedra, de un metal, de la vida común detonada. Estos tiempos necesitan argumentaciones que ayuden a entender e interpretar lo que está pasando, recomendaciones que ayuden a actuar, cercanías y confianzas que ayuden a estar, decisiones de gobiernos que cuiden. También necesitan pensamientos espasmódicos, contracciones de ideas que duelen,  argumentos inacabados de conversaciones por venir. Los fragmentos que siguen intentan esto último. Un virus que mata logra, por el momento, parar un mundo que marcha hacia el desastre. Logra lo que hasta ahora nada pudo: frenar la desidia de un modelo económico cruel y violento, que extrema las desigualdades y que está destruyendo el planeta. De repente, se amanece con deseos de semilla. Semilla no como plan concentrado, sino como impulso hacia lo no sabido ni imaginado. Una sola letra distingue estar cercanos de estar cercados. Una sola letra distingue sueños de dueños. Entre el sentido común y el sentido de lo común flotan galaxias. No se sabe, no se puede imaginar, cómo sigue la vida después del virus. Pero, sí se sabe que no se quiere morir así: sin un beso, sin una caricia, sin el último abrazo. Sin el común dolor de cercanías que se despiden para siempre. Escrutando, en el abismo de estos días, no se hayan reflejos de una figura propia, personal, identificable; se entrevén tramas de sensibilidades que tiemblan, se atraen, se despedazan, en las aguas borrosas de la historia. Si no se puede otra cosa, la sesión clínica por teléfono sin imagen ayuda a sumergirse en la voz. A entregarse a una llamada, a una palabra, a tonos que se apagan y a cadencias que sorprenden. Un momento de análisis puede acontecer en cualquier parte si se encuentra con una disponibilidad que escucha en estado de demora. Que asiste al vértigo de un silencio que solicita una señal de presencia, para no caer. El problema no reside en la sociedad de control y vigilancia ni en las clases virtuales. El problema, aquí y ahora, consiste en el hambre, en la brutalidad policial, en los muchachos a los que “les tocó la hora de ganar menos”. Hablas del capital tambalean desquiciadas. Naciones poderosas luchan entre sí para acaparar barbijos y respiradores. Francia acusa a Estados Unidos de comprar en aeropuertos chinos (al contado y a un precio cuatro veces superior) tapabocas destinadas a Europa. Estadounidenses se protegen de las consecuencias del virus. Autorizan a funcionar tiendas de alimentos, de medicinas, de armas. Aumenta la venta de rifles, pistolas, municiones y cuchillos. Normalidades niegan, disfrazan, desestiman, cualquier cosa que las desestabilice. Postulan que sigamos con la vida normal desde nuestras casas: que trabajemos, estudiemos, cumplamos años, hagamos el amor, nos analicemos, asistamos a un recital, estando en línea. Nos encontramos ante la inesperada oportunidad de no seguir una vida normal, de no actuar como si no estuviera pasando nada. Nos encontramos ante la oportunidad de no normalizar el sinsentido de correr hacia ninguna parte. De no encubrir la visión de la desigualdad, de la concentración de riquezas, de la destrucción del planeta, de las violencias y crueldades, de las guerras coloniales y financieras. Estamos ante la oportunidad de una común demora, de una común detención, de una común angustia. De una común convicción de que “Esta normalidad no va más”. Aunque no propongamos ninguna otra. Cerrar el día, entrar en la noche, amanecer otra vez, andar en un círculo cerrado: sucedía así antes, pero colosales distracciones ayudaban a olvidarlo. En tiempos de tormentas, catástrofes, epidemias, urgen conducciones. Pero, no como el descollante papel que asume un liderazgo fuerte, sino como diferentes posiciones por las que pasan sensibilidades que, en momentáneos entramados, pueden conducir fuerzas del común cuidado. La cuarentena reduce lo aleatorio. La ciudad como reserva de imprevistos deseados. No crecen los infectados. No se trata de infectados, sino de vidas que padecen una infección. No expresa lo mismo si se dice invadidos, corrompidos, emponzoñados, que si se dice receptividades afectadas. No expresa lo mismo si se dice contaminados, que si se dice inocencias afiebradas que temen contagiar, que se ahogan, que pueden morir. Resistir lenguajes de la crueldad, tecnicismos que anestesian dramatizando, la vida y la muerte traducida en gráficos estadísticos. Si se percibe lo que está pasando, cuesta no enfermar de miedo. El miedo enferma cuando calla, niega, rebasa. Cuando se complace de sí. Cuando desespera y no se cuida. Cuando adhiere a todos los desastres. Cuando solo piensa con miedo. Cuando no ríe entre cercanías que se gustan. Se extrañan barullos de voces superpuestas. Algarabías que se aproximan con ganas. Encuentros súbitos. Seducciones de una sola mirada. Roces accidentales. Sudores que se mezclan. Alientos que no dañan. Temores habituales. Sin contar otras cosas que ya se están sabiendo. Las etiquetas yo me quedo en casa y nos cuidamos entre todos comienzan a servir como argumentos de venta y autopistas de consumo para muchas empresas. El mercado de los cuidados aprovecha al yo y al entre todos. El común cuidado necesita inventar una lengua que las hablas del capital no puedan absorber. Cuidar a quienes cuidan con barbijos, guantes, trajes, alcoholes, salarios. También con demoras en las que cada cual pueda contar qué le está pasando. Sin negaciones ni temeridades. Sin pánicos ni alarmismos. En confianzas que socializan astucias que ayudan a seguir viviendo. El sentido común quiere que esto termine pronto y se adapta para seguir sin detenerse a pensar el mundo. Negaciones engendran fanatismos. La común curiosidad decide demorarse en lo que está pasando, aun sin saber cómo alojar lo que se siente. Ese común no saber abraza soledades. Hoy la medicina está pasando por un momento transitorio de poco saber. Como estamos siempre quienes asistimos aflicciones de la vida en común. Poco saber no equivale a saber poco, alude a lo ilimitado, inalcanzable, inconcebible del saber clínico. Estar en posición de poco saber previene omnipotencias, soberbias, individualismos profesionales. En algún momento estas preguntas pasan por la cabeza: ¿Estoy viviendo los últimos días? ¿Los astronautas me van a sacar de mi casa? ¿Saldremos de esto? A veces, la cabeza no dice nada, duele callada. Cuando la memoria de los besos se borre, el deseo de lo común carecerá de sentido. Alejandro Kaufman piensa que para el capitalismo las vidas que hablan cuentan lo mismo que para el póker las voluntades que juegan. Al póker no le interesa quienes participan de la partida, le da igual quién gana o quién pierde. De la mesa del capitalismo nadie se puede retirar. La cuestión más difícil no reside en las incertidumbres por venir, sino en soltar las certezas del hasta ahora. El gobierno de México emite una Guía Bioética de Asignación de Recursos de Medicina Crítica. Da este ejemplo. Hay dos pacientes: A tiene 80 años y B tiene 20 años. Se dispone de un solo respirador. A puede vivir 7 años más, mientras B 65 años más. El respirador corresponde a B. Se presenta la condena como cálculo racional, la indolencia como asignación de recursos, el consentimiento con la crueldad como razón de fuerza mayor. No se concibe ni se imagina la posibilidad de una común decisión amorosa y solidaria entre sensibilidades que padecen. Desamparos tutelados por el pánico, en la desesperación, se envalentonan levantando banderas fanáticas. Fanatismos de la prevención señalan, desprecian, estigmatizan. Se vive un presente pleno que cierra sus fronteras amenazas. Los días pasan sin que pase nada. Se asiste a la inminencia de que está por venir lo peor. ¿Cómo preparar el común cuidado para ese momento? Cuidar a quienes cuidan. A quienes se disponen a acompañar duelos sin despedidas. Sensibilidades que tienen casa, agua y jabón, alimentos, algún dinero, amorosas distancias conectadas, tiempo para ver películas, leer un libro, remover la tierra de una maceta, rescatar una foto vieja, se declaran privilegiadas. El privilegio de transcurrir las horas sin premuras. Tras años de atener consultas de las aflicciones del vivir, sensibilidades que se entregan a cuidadosas demoras, aprenden a visitar casi todas las afecciones, incluso las de la felicidad. La negación protege inmovilizando lo negado. Hablar todo el tiempo del virus cansa, aburre, fastidia. La tácita presencia del miedo, el modo callado de saberlo, las formas amables de distraerlo, se presentan como tretas de una común evasión que reconforta. La disyuntiva no se presenta entre salud y economía, sino entre la mera vida y el común vivir. Cuesta contar con el tapabocas puesto cómo nos estamos sintiendo, si dormimos o no, si tenemos miedo, o si nos pasa algo que no sabemos explicar. No está de más decirlo otra vez: uno de los mayores riesgos después del virus y del desamparo, reside en ahogarse en el auto padecimiento. Vivimos tiempos en los que urge estar aunque no se sepa cómo. Imagen: Gisela Candas

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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