Una enfermera ataja a una mujer antes de entrar a la sala de internación.
Un milímetro antes y con un pie ya en el aire.
A la mujer y al crío de 1 año y 8 meses que lleva upa.
Decaído, febril, chiquito.
Gira noventa grados y advierte que la psicóloga y la psiquiatra están por salir de la sala.
Con una mano apuntando hacia cada pasillo logra aquietar todos los músculos.
Nadie avanza.
Nadie retrocede.
Nadie se cruza.
Silencio.
Más que silencio, pasmo.
En la inminencia de un contagio
inmovilizar el aire, dejar de respirar.
Agarrar el agua, el sonido, un perfume. Reparar las desigualdades.
Es una tormenta. Es mucho.
El virus no sabe de fronteras.
Detiene lo imparable, alucina una reparación, abraza lo inexorable.
Todo al mismo tiempo
“¿Qué puedo hacer cuando mis compas se angustian?”, “¿qué les digo?”.
En el umbral del contagio,
emergencia de cuidados, de preguntas, de cercanías.
La enfermera,
(¡hay cosas que solamente sabe unx enfermerx!),
coreografía gestos urgentes.
Imagen: Carlos Alonso.
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