Un bebé de seis días va a morir dentro de poco. Sin saberlo, lo sabemos. “En otros lugares esta patología se desahucia”, dice una voz de la cirugía cardiovascular. La mamá, de 23, a 6 días del parto, entre sollozos, se abraza la panza. El papá, también con 23, le implora, susurrando, que no llore. Una voz de la medicina, dice que hay que operarlo por una complicación de la enfermedad con la que nació. La mamá y el papá, detrás de los barbijos, hablan. Muy poco y muy bajo y con palabras que no conocemos. Palabras que en las facultades no aprendemos. Dicen que “no”. Con un gesto, detienen todo un servicio, una institución sanitaria, una de derechos. En silencio, la mamá, gira la cabeza de lado a lado. Detiene el tiempo. Qué astucia, logar detener el tiempo justo en las vísperas. El discurso estatal dice “el niño no es de los padres, debe ser sujeto de derechos”. Insiste con “se lo va a operar, estén ustedes de acuerdo o no, porque es el derecho del niño”. La mamá y el papá no soportan estar lejos, sienten que lo dejaron solo. Quieren tenerlo upa. Y que Dios, diga. La blancura de nuestras palabras se desencuentra con las resonancias quichuas que acunan a un bebé dormido; y a sus xadres. La moral de los derechos ejerce su poder sin culpa, con ejemplaridad y en línea recta. La mamá, mira para abajo y mueve la cabeza, insiste el “no” ante el poder blanqueador. Entre torbellinos y con tenacidad, no firman el consentimiento informado. Entonces, la cirugía no puede hacerse de inmediato. Hay que hacer intervenir a un juez para que la autorice. El tiempo pasa, el bebé empeora. Una medicina tiembla, y una institución de derechos tiembla. Algunxs representantes, médicxs y no médicxs uniformados de blanco, se agarran fuerte para no caer. El bebé no empeora. El bebé está peor desde que nació. La mamá y el papá saben eso. EL saber, no sabe de caminos sinuosos. El bebé es objeto de la siempre bien intencionada aplicación de protocolos, esta vez, por los derechos. La mamá y el papá, se estremecen ante la inminencia del final; quieren irse del hospital con el hijo recién nacido. “No pueden irse, ya les explicamos y no entienden”, arremete un enunciado tan esclarecedor como impotente. Ni el papá ni la mamá conocen palabras cuyo sentido técnico se aprende en la facultad. Es la primera vez que escuchan “peritonitis”. Y “anestesia”. Y “analgesia”. La vez que conocieron un hospital fue para ir a visitar a un tío que falleció. Tratamos de armar un diccionario común, para “entendernos mejor”. La arrogancia de pensar que lo que falla son las explicaciones. La mamá y el papá, cada vez que insistimos, ansiando que firmen el consentimiento, se miran y en silencio vuelven a dar la negativa con la cabeza. Desde la inmensidad de un abismo salado, dicen que no quieren que sufra. Y nosotrxs…ay nosotrxs! Nosotrxs, sin saber cómo lidiar con lo intraducible. “Ya les explicamos y no entienden”, “aunque ustedes no lo firmen se hará lo que es mejor para el niño”, “tenemos que garantizar sus derechos”. Cuando los oídos se nos llenan de burocracia, y las bocas de palabras enfermas terminales, necesitamos hacer silencio. No para despedir al bebé, que la sigue peleando. Necesitamos hacer silencio para escuchar alguna música que arrulle nuevas palabras por nacer.
Imagen: Carlos Alonso.
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