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  • Con el sudor de tu frente ¿Prólogo? / Osvaldo Baigorria

    ¿Prólogo? Preferiría no escribirlo Pero aún mejor sería, siguiendo el contraejemplo de Cervantes, hacer una prolongada vida de molicie, lujo, libertades, paseos, holganzas y sentarse luego un buen día a escribir. Macedonio Fernández Hace más de dos años que intento sentarme a escribir un prólogo para la reedición de este libro. Me siento, pero no consigo arrancar. O si arranco, no termino: lo descarto, me niego a reescribir. Todo lo cual resulta en una pueril pérdida de tiempo. Podría dejar el prólogo original, sin tocarle una coma, pero también esto me resulta imposible. No solo porque haya nuevos textos o falten otros, porque exista ampliación, revisión y necesarias rectificaciones, sino porque aquel prólogo ya no me despierta ni las ganas de leerlo para ver qué puedo copiar y pegar. En realidad, preferiría no mirarlo. Y la razón es solo una: Tengo fiaca. O tal vez alergia al trabajo. O me dio un ataque de pereza. Es decir, las razones pueden ser muchas, pero se reducen a una. La fiaca, la pereza, la indolencia, el deseo de retiro, la fatiga, el dolce far niente, la inacción o el wu wei no son lo mismo pero tienen cierto elemento en común, y cuando reuní por primera vez esta antología, hace casi veinte años, traté justamente de rastrear ese elemento, según aparece y atraviesa el discurso, el gesto, el acto, en forma de fragmentos y esquirlas de una línea subterránea de exigencias históricas a la economía y a la cultura. La crítica al trabajo, por ejemplo, es un tópico anarquista que por momentos ha sabido cruzarse y también tropezar con un rechazo de corte aristocrático que viene de la antigua tradición grecorromana; digo ‘tropezar’ porque en esa tradición el trabajo manual era considerado inferior y subordinado a la función intelectual que irrumpía en aquel punto cardinal de la cultura llamado otium. Desde ese punto habría generación de vida espiritual, dado que la Antigüedad entendía al ocio como contemplación, escuela, conocimiento de sí y del mundo. El ocio era, por lo tanto, efecto de una libertad que requería la esclavitud de otros que realizaran las ‘artes serviles’, o sea, que hubiera clases. En cambio, para los anarquistas no debía haber clases ni jerarquías entre trabajo manual e intelectual, y en todo caso lo repudiable era el sistema salarial y la venta forzada de la propia fuerza laboral. La cuestión es que Con el sudor de tu frente. Argumentos para la sociedad del ocio fue reunida y publicada originalmente en momentos en los que no teníamos Internet a mano. Había correo electrónico, pero aún no sentíamos realmente el impacto que la red global, la digitalización y los dispositivos de comunicación móvil tendrían sobre la vida diaria, impacto que ha seguido intensificándose y al que nos hemos acostumbrado más mal que bien con el correr de los años. La percepción del trabajo y de su contracara histórica, el ocio, ya había cambiado tanto como la percepción del tiempo y del espacio desde la Revolución Industrial. Sin embargo, en las últimas décadas del siglo XX y primeras del XXI, la interacción de computadoras y telecomunicaciones produjo una compresión aun mayor del espacio-tiempo, fragmentándolo en infinitos objetos de distracción y consumo. Pero ya vamos demasiado lejos en lo que parece ser un prólogo y no quiere serlo. Como se preguntaba Macedonio Fernández: ¿Basta con “ir antes” para ser prólogo? Se supone que no. Si alguien deseara realmente escribir un prólogo a este libro, debería primero consultar “El prólogo modelo” en Museo de la Novela de la Eterna. Se lo puede googlear, creo que ya está en pdf. Ahora bien: mi dificultad en sentarme a escribir ha sido potenciada precisamente por la presencia colonizadora de la red. Un medio dominante global que formatea la vida cotidiana ha destruido las ilusiones de cierto futurismo simplista que en décadas anteriores auguraba una ‘sociedad del ocio’ en la cual, gracias a la liberación del trabajo ofrecida por la innovación tecnológica, tendríamos más tiempo para actividades satisfactorias, significativas. Fue el revés. De todos modos, me siento con la intención de escribir y agradezco al Dios de la Iluminación que no haya cortes de energía porque soy, como todos, electrodependiente. Doy clases durante el llamado ‘año lectivo’, que en Argentina va de marzo a diciembre. Pero cuando quiero ponerme a escribir me acosan todos los efectos de la crisis social, ambiental y energética: autoacuartelamientos policiales, saqueos, cortes de luz, cortes de calles y de autopistas, olas de calor. Después del fin de año la crisis tiende a calmarse, aunque no mucho, pero la calma no incita precisamente a escribir, una actividad que, como suele decirse, requiere 10 por ciento de inspiración y 90 por ciento de transpiración. En enero transpiración hay de sobra, en axilas y entrepiernas cruzadas frente al escritorio donde pongo la notebook, pero faltan ganas de ponerme a hacer un prólogo con el sudor de ‘mi’ frente. Sobre todo, mientras muchos trabajadores precarios o de planta, en negro o en blanco, están de vacaciones. Y ya en febrero habrá que preparar las clases que empiezan en marzo (eso sin entrar en detalles: las clases no son el único trabajo; soy free-lance, no puedo vivir de la docencia exclusiva; alguien que no es rico siempre tendrá que vérselas con la condena bíblica para ganar su pan). Podría argumentarse que con ciertas modificaciones en el régimen laboral (aumentos de sueldo, reducción de horarios, rebajas impositivas, etcétera) la situación mejoraría sensiblemente. Tengo mis dudas. Todos los diciembres y los fines de ciclo anual en Argentina tienden a ser conflictivos, y algunos más o menos explosivos (este último batió varios records); todos llegan exhaustos a ese mes que preanuncia el inicio de la temporada de vacaciones, un mes que además requiere el esfuerzo extra de las compras (o los saqueos) de regalos y alimentos para las llamadas ‘fiestas’ y en el que se espera con ansias al 1ro. de enero para irse de vacaciones o –mientras algunos se van– quedarse relajados en casa, con o sin pileta o pelopincho, con o sin aire acondicionado o ventilador. No es mi caso. Aquí estoy, en pleno enero, tratando de escribir un prólogo a este libro. Tampoco me quejo; solo informo. Sé que estoy del lado privilegiado de la brecha digital, aunque también veo que mi notebook encendida se va quedando sin batería y puede que más tarde no haya corriente para enchufarla a la pared. Mi notebook está dentro de un mundo en el cual la aceleración de telecomunicaciones convive con formas tradicionales de trabajo manual, servidumbre, explotación en fábricas, aulas y talleres donde la relación es cuerpo a cuerpo, nada virtual. Y gran parte de ese trabajo del cuerpo es imprescindible, claro. Un médico de guardia ahí, un bombero allá. Por suerte, hay muchos que se sienten útiles en poder ayudar a otros. Enhorabuena. Quiero decir que en medio de tanta innovación tecnológica han crecido vastos territorios de exclusión social donde abunda el sufrimiento y esto podría ser aliviado. También puede haber goce en el trabajo, en la utilidad o la creatividad desplegada y en las formas de reconocimiento o de remuneración simbólica que hagan atractiva una tarea. Pero lo que nos iguala a trabajadores forzados o a gusto, desocupados u ocupados crónicos, es que el tiempo se presenta como un recurso cada vez más escaso. Preguntemos a nuestro alrededor. Veamos cuánto tiempo tiene cada uno y se pueda jactar de ello. Hay obvias diferencias en la percepción espacio-temporal entre personas de mayores y menores ingresos, pero también una presión que ‘democráticamente’ comprime al tiempo y al espacio dentro de un flujo continuo de atención parcial y fragmentaria, entre pantallas que ofrecen una serie interminable de objetos de consumo que nos dan una ilusión de libertad y una vida de esclavos. Los ‘amigos’ y las ‘relaciones’ ahora también son objetos de consumo, y también esclavizan. Tal vez ya estamos en la famosa ‘sociedad del ocio’ pero esta no es lo que esperábamos. En cierto sentido, los argumentos que aquí se presentan serían tanto ‘para’ como ‘contra’. El libro podría llevar como subtítulo “Argumentos ‘contra’ la sociedad del ocio” y eso no modificaría su lectura. En todo caso, se entendería al ‘ocio’ contemporáneo como entretenimiento, espectáculo, redes sociales y todo el resto de las formas que nos alejan del ocio clásico y sin comillas, aquel entendido como contemplación, conocimiento de sí, formación del ‘ser’ en lugar del ‘tener’, entre otras aspiraciones antiguas. Aclaro todo esto por si alguien se toma el trabajo de escribir un prólogo a este libro. En verdad, habría que modificar tan de raíz esta sociedad para recuperar algo de aquel ocio clásico que la tarea es desalentadora desde el vamos. Alguien dirá que el compilador de la presente es más pesimista que el que realizó la primera edición. El compilador sigo siendo yo, así que puedo responder directamente a esa observación. Y diré que es cierta, aunque solo en parte. Una parte es escéptica y la otra, crítica del optimismo. Definiciones: escéptico es quien duda y examina (Pirrón); optimista es quien prefiere “obstinarse en defender con vehemencia que todo está bien cuando está mal” (Voltaire). Hoy creo que existen razones para dudar. Para dudar, por ejemplo, del “uso racional de los recursos disponibles” o de las promesas de las “nuevas tecnologías”, cuando el planeta está ocupado casi íntegramente por la guerra y/o la carrera desenfrenada para explotar y consumir todo lo que se pueda, sin importar a quiénes se aniquila, se olvida o se deja al margen. El hecho de que los modelos económicos dominantes, desde el capitalismo transnacional al socio-capitalismo de Estado, no puedan siquiera imaginar un sistema que no se base en la incesante producción, compra y venta de mercancías para mantener ocupada a la creciente población del planeta revela una inquietante limitación o falla en la inteligencia terrícola. En el futuro, puede que alguna especie con capacidad de razonamiento dilucide y explique qué llevó a la humanidad a ocupar, manipular, comprar, vender y destruir el suelo, el agua y el aire de la Tierra. Para entonces, las preguntas que hoy nos hacemos sobre ocio, trabajo y supervivencia ya no serán las mismas. No sé cuáles serán ni si habrá alguien ahí para hacerle preguntas. Se podrá objetar que esta antología es también un objeto de consumo, ya que habrá que pagar por ella, emplear tiempo en leerla, comentarla, etcétera; por lo tanto, participaría del mismo sistema que critica. El compilador sigo siendo yo, así que puedo responder directamente a esa observación. Y diré que es cierta, aunque solo en parte. Una parte es crítica, la otra conservacionista moderada. El consumo no es malo per se, sino solo su abuso –explicitado por el énfasis o la vehemencia puesta en el sufijo ‘ismo’–. Se tiende a abusar del consumo, pero siempre es preferible consumir algo que a uno lo disuada de seguir consumiendo que cualquier otra cosa que estimule la adicción. Me parece. Aun así, el reproche final que podrá hacerse a este libro, como a tantos otros, es el uso de una determinada cantidad de pulpa de papel, árboles, suelo, y así de seguido. Al lado de lo que se gasta en publicidad e información inútil, esa cantidad ha de ser mínima, pero en aras de la coherencia diré que el reproche apunta a algo cierto, al menos en parte. Qué parte es cierta y qué parte es dudosa, lo dejo como materia de reflexión a cargo de quien desee escribir el prólogo. Soy consciente de que casi estoy escribiendo un prólogo aun cuando prefiera no hacerlo, poniéndome a mí mismo la zanahoria de dar vueltas, de hacer preámbulos, en torno al objeto ‘prólogo’. Pero si me preguntan de veras, si tuviera la opción, preferiría no sentarme a escribir sino ir a nadar, fumar, escuchar música o caminar. Preferiría no escribir, por eso reedito; pero veo que reeditar requiere justificación y por lo tanto, algún tipo de escritura. Preferiría no reescribir, porque eso también es trabajo; reescribir implica corregir, cortar, pegar y al final todo termina, como decía Borges, en tener que publicar para dejar de corregir. Preferiría que alguien escribiera un prólogo y ponerle mi firma. Tendría que ser un texto con el que yo estuviese plenamente de acuerdo aunque también puedo acomodarme a algún desacuerdo en función de preservar mi tiempo de ocio. Preferiría firmar una solicitada que luego pueda usarse como prólogo. Pero que la redacte otro. Ese otro haría bien en evitar los pasajes de tono profético o didáctico que abundaban en aquel de la primera edición. Si alguien se dejara llevar por la tentación de la reescritura, en vez del descarte completo del original podría intentar un rescate de aquellos párrafos del viejo prólogo que se alejan de la función explicativa o que la abordan mediante un rodeo. Por ejemplo: “Cuando la marca editora (aquí el nombre de la editorial habría de reemplazarse por Interzona) me propuso compilar una antología sobre el ocio, el trabajito me pareció un contrasentido: algo así como militar contra la militancia o volverse activo contra la actividad. El dilema llegó hasta mi almohada, provocando, en las horas más inapropiadas, el surgimiento de nuevas y viejas preguntas sobre la oposición entre libertad y necesidad, cultura y naturaleza, goce y supervivencia. A lo largo de la historia humana, el problema práctico que presenta el trabajo se ha desarrollado sobre el filo de este tipo de paradojas. ¿Es posible vivir sin trabajar, en esta u otra sociedad, en este u otro tiempo? Por lo que veremos, no se trata de una pregunta ociosa.” Después no importará el ‘veremos’, quizá no se retome el tema. Pero el parrafito en cuestión podría integrarse, con las modificaciones de estilo necesarias, en algún lado. Sea como fuere, convendría evitar todo esfuerzo argumentativo y mantenerse en línea con los textos en los cuales la protesta contra el trabajo o la defensa del derecho al ocio es algo lírico, existencial, no apropiado para nada y mucho menos para persuadir de una posición (Barthes). Esto debe notarse: todos los textos que han sido rescatados de la primera edición para la presente aportan desde campos diversos al “diálogo entre el utopista y el ciudadano crítico”, como dijo Horacio González en la presentación de Con el sudor de tu frente en la Feria del Libro de Buenos Aires el 22 de marzo de 1995. “El utopista busca una nueva dimensión de lo humano definida por aquello que el trabajo le sustrae, y a él se enfrenta el ciudadano crítico, que busca soluciones acentuando la cultura trabajadora”, dijo más o menos González, quien mencionó a Bartleby, el personaje de Melville que, en actitud de repudio sin violencia, sin agremiación, en solitario, con su frase I would rather not to, anunció frente a todo orden o exigencia laboral que “no entregará su conciencia a ningún otro trabajo que a la deliberación de sí”. Otro de los panelistas, Christian Ferrer, recordó que en la etimología de la palabra ‘trabajo’ se encuentra el término latino tripalium, que significa tortura. Y luego allí mismo se presentó la Fundación de Alergia al Trabajo (fat). Este no es el lugar para escribir sobre aquella iniciativa o broma libertaria, pero a quien quiera trabajar algún día en una investigación al respecto pueden servirle algunos datos sueltos. Todo empezó con la fotocopia de un volante de cierta Fundação Nacional para a Alergia ao Trabalho, proveniente de la librería Utopia, en la ciudad de Porto, que Christian Ferrer consiguió no sé dónde y que me pasó como curiosidad. De inmediato nos autoconvocamos en un grupo formado por Ferrer, Cutral –seudónimo de Carlos Gioiosa–, Guido Indij y el que escribe esto que no quiere ser prólogo y que preferiría no escribirlo. Así surgió la Fundación de Alergia al Trabajo Regional Argentina, un grupo de agitación y propaganda que cuestionó el hipócrita discurso de la “revolución productiva” dominante en esos años de neoliberalismo. El grupo ofreció entrevistas a los medios, produjo prendedores para ropa y organizó una marcha a desgano para el 2 de mayo, auto- proclamado Día Internacional del Ocio. Cutral (1959-2005), memorioso lector autodidacta de Puerto Madryn que a su llegada a Buenos Aires se había integrado a la fora (Federación Obrera Regional Argentina) de Barracas, fue el diseñador de todos los carteles y promotor de la mayoría de las consignas de la Fundación, desde la campaña “Salven al perezoso” hasta la de “El trabajo es un viaje de ida”. Fue también el principal ideólogo detrás de los textos de divulgación de la fat en sus escasos meses de existencia y quien aportó los datos para cierta reseña histórico-ficcional que incluía un supuesto levantamiento minero de Dantzig el 2 de mayo de 1868 contra el trabajo, anécdota de la que no se pueden tener certezas pero que fue reproducida en diversos medios de esos años. También ideó la formación de una Internacional Ociosa (International Idle of the World, iiw) que, en disidencia con la Primera Internacional de los Trabajadores, habría formulado en el siglo xix propuestas diametralmente opuestas a los discursos obreros de la época. Por ejemplo: “reducción de la jornada laboral a cinco horas” para “frenar en forma efectiva el desarrollo de las desigualdades sociales hasta llegar a la realización de la consigna ‘a cada uno según su necesidad, de cada uno según su voluntad’”, porque “si cada uno recibiese solo según sus necesidades, una persona que trabajara más siempre acumularía más que otro que trabajara menos y esto a largo plazo crearía diferencias de clases”. De allí la proclama anarcoindividualista: “Dicen los colectivistas que el fantasma del comunismo recorre Europa; nosotros decimos: un fantasma recorre el mundo, pero es el fantasma de la Pereza”. Cutral dictaba y uno tipeaba sobre el teclado: “La fat tiene entre sus metas promover una campaña contra la adicción al trabajo, adicción que disgrega a la familia, separa a padres e hijos, erosiona sólidos valores espirituales como la fiaca, la molicie, el dolce far niente, la abulia” y provoca “enormes desequilibrios sociales y ecológicos”. Al mismo tiempo, recomendaba asistencia a las personas que, “sobredosificadas por el trabajo, desarrollan alergias manifestadas como diversas formas de aversión a las obligaciones laborales: trabajo a desgano, ausentismo, ingresar fuera de horario…”. Y llamaba al “reconocimiento médico de credenciales de alérgico, que protejan a los empleados que necesitan faltar o tuvieron que llegar tarde al trabajo a causa de una crisis de alergia” sugiriendo que se extendiera “un subsidio a toda persona que demuestre que su alergia le impida mantener un empleo o cualquier otra ocupación remunerada”. Cutral fue también quien diseñó las credenciales que, con el dibujo de un oso perezoso colgado de una rama y el aviso “se solicita a las autoridades competentes que dispongan de los medios necesarios que eximan de toda obligación laboral al portador de la presente por su condición de alérgico al trabajo”, se repartieron entre los concurrentes a la marcha lenta y a desgano del 2 de mayo de 1995 por unos 100 metros desde Plaza San Martín hacia el Bajo. Esa tarde había más periodistas y cámaras que manifestantes, pero la Fundación, con la presencia de sus integrantes-fundadores a la cabeza, al llegar al bar Filo de la calle San Martín, pudo presentar una declaración final en la que anunciaba su autodisolución: “Esta idea nació del encuentro entre cuatro personas. A fines del verano, en un balcón contemplativo, entre cerveza y cerveza, decidimos iniciar una actividad que continuara la tradición de humor político de las vanguardias estéticas (dadaístas, situacionistas, Macedonio, el Partido Bromosódico Independiente, los grupos grafiteros de los 80…)”. Pero “nos encontramos con que las cámaras de televisión y los fotógrafos de los diarios nos estaban apuntando”, que “nuestros teléfonos no dejaban de sonar” y que los medios “que todo lo fagocitan, nos estaban convirtiendo en otra mercancía del espectáculo”. En suma: “quisimos reivindicar el derecho al ocio, absolutamente contrario a la idea de una sociedad del entretenimiento” y “nos dimos cuenta de que un discurso irónico puede interesar y permear a los medios, que lo tomarán como tema aunque al precio de desvirtuar sus ideas más relevantes y transgresivas”. La declaración finalizaba diciendo: “La consigna dadá que hicimos nuestra, ‘desempleo absoluto para todos’, quiso expresar una convicción: que la única sociedad verdaderamente justa e igualitaria será aquella en donde el ser humano no sea tratado como un animal de matadero o un número más en una serie estadística. Y esa sociedad no puede ser otra que una sociedad del ocio. ¡La Fundación ha muerto, viva la Fundación!” Espero que estas breves referencias sirvan a quien quiera reconstruir la historia de ese experimento lúdico-político que duró menos de tres meses. Gracias a ellas, por un momento me distraje de la tarea de negarme a escribir un prólogo, llevado por cierto entusiasmo que contrasta con el fondo inactivo sobre el cual reposa o del cual emerge todo este discurso. Aquel grupúsculo tal vez pudo o pretendió encarnar cierto activismo cultural atípico, inoperante, pero esta antología nunca fue, nunca quiso ser, un libro militante. Nadie podrá decir que su lectura lo convirtió en un acérrimo partidario del ocio, ni que saldrá a los balcones con el puño en alto para gritar “muera el trabajo” o “viva la pereza”. Por más proclamas o discursos convincentes, siempre habrá algo que lo saque a uno de la inacción, que lo llame a la actividad, sean demandas de supervivencia o de seducción, promesas de trascendencia, evitación del horror al vacío u otros anzuelos. Los múltiples problemas de la vida no tienen solución definitiva, pero si de algo sirve la experiencia (de haber escrito otros prólogos, por ejemplo), puedo decir a quien quiera escribir un prólogo a este libro lo siguiente: en la medida en que uno lo elija, el trabajo que no se hace por dinero paradójicamente deja de ser trabajo o deja de sentir- se como tal y tiene alta probabilidad de devenir ocio. Johan Huizinga, historiador holandés que murió olvidado en un campo de concentración durante la ocupación nazi, elaboró en Homo ludens la idea, resumida en uno de los textos de esta antología, de que el lenguaje, la cultura, la religión, la política, la economía y todas las ocupaciones primordiales de la convivencia humana brotan del juego. Para Huizinga, el juego era algo superfluo, en cierta medida desinteresado o inútil, que puede suspenderse o abandonarse por completo, y que sin embargo puede crear orden, belleza, armonía, en fin, utilidad. Y por supuesto también suele crear esas desdichas que son la guerra, la destrucción, la manipulación de quienes no han sido libres para elegir cierto juego, ni conocen sus reglas o son sometidos por ellas. O sea: no habría una frontera estricta entre trabajo y juego excepto cuando se coloca al primero en la esfera de ‘lo serio’ y al último en la esfera de ‘la broma’. Pero el juego puede ser realmente serio, y el trabajo convertirse de un día para otro en un mal chiste. En cualquier caso, el juego se inicia y desarrolla en tiempo de ocio, entendido este en su acepción más clásica, allí donde se emparenta con la nada que antecede a la forma, el vacío que pone en marcha el mundo, el tao sin nombre u hoja en blanco sobre la que podrá imprimirse una primera marca. Así que mi recomendación final a quien quiera escribir un prólogo a este libro es que jamás lo considere un trabajo, una obra, un texto construido para dar sentido al fondo o incluso a la superficie de las cosas. Si tiene ganas de jugar a que prologa, que prologue. Y si no tiene ganas, que no lo haga. Y si se le ocurre corregir, ampliar o crear indicaciones para que alguien escriba otro prólogo, adelante. Puede plagiar o citarme, si lo desea. En tal caso, muchas gracias. Hasta aquí, creo haber llegado a decir todo lo que hacía falta para no escribir un prólogo. Solo queda enviar esto por e-mail. Y que la luz no se corte. Osvaldo Baigorria Enero de 2014 Fuente: "Con el sudor de tu frente: argumentos para la sociedad del ocio" Osvaldo Baigorria compilador. Buenos Aires Interzona Editora, 2014.

  • Autobiografía del hielo (tres poemas) / Choi Seung-ho

    Autobiografía del hielo Yendo a un colegio de hielo me hice de hielo. El mundo era una máquina de enfriamiento. Mi padre, el profesor, el dictador, hasta el mismo Dios, se esforzaban en la producción de hielo. Después de la veintena, endurecido por la congelación, se me congelaron incluso las bolsas de lágrimas. Era yo un castillo de hielo. Con soledad cercada por un blanco muro de hielo, insistí en mi ego de hielo. Nadie podía introducirse en mi interior. Incluso las llamas del amor, al tocarme se apagaban. En mis horas congeladas, ¿qué habría pensado mi familia de mí? Aunque nunca dijeron que era altivo, pensarían que lo era. Hachas de hielo de la caverna de hielo, los carámbanos que eran mi barba, esa etapa congelada la he vivido durante mucho tiempo. La historia del ego merece registrarse como una era glacial. La verde libélula en el desierto Aunque nunca he estado en un desierto, escribo en un papel blanco la verde libélula del desierto. Que el peregrino en el desierto de día pasa sed, que en las noches de un desierto hace frío, que la persona que camina sola en el desierto sin camello siquiera siente soledad cada vez que sopla el viento arenoso, que es tonto el que busca puertas en el desierto, que el que busca puertas es precisamente la puerta, es lo que escribo en un papel blanco, lo leo pero no lo borro. Gramática Calavera era el apodo del profesor. Con ojos hundidos y sentado en una silla, enseñaba gramática. Pómulos enrojecidos, dedos huesudos, voz tenebrosa. A pesar de los rumores de que se comía por año unas trescientas serpientes desolladas y deshidratadas, murió de una tuberculosis que sufría desde hacía mucho. Vimos cómo al profesor, sentado tranquilamente en la silla, se lo llevaban afuera a causa de la muerte. “Respeten la gramática. Ninguno puede estar libre de la gramática. Podríamos comparar a la gramática con el inspector de la cárcel y a ustedes con los prisioneros”. Aunque no era su testamento, dejó estas palabras. Ya hace treinta años que el profesor dejó este mundo. ¿Por qué intentaría yo, aún en su ausencia, respetar la gramática y seguir escribiendo? Todavía me parece estar viendo los ojos del profesor iguales a grandes uvas silvestres, mientras con un palo en la mano pasaba las páginas de mi cuaderno para revisar la tarea. Fuente: Choi Seung-ho. Autobiografía de Hielo. Traducción Kim Un-kyung. Ediciones Bajo la Luna. Buenos Aires, 2010.

  • Sesiones en el naufragio (16) Después del después / Marcelo Percia

    Nos preguntamos: ¿qué vendrá después de lo que está pasando?, ¿cuándo conoceremos el después del ahora y el después del antes cuando ignorábamos lo que estaba por ocurrir?, ¿cómo saber si nuestra vida después recuperará su forma anterior o quedará afectada para siempre por lo acontecido? No resulta indiferente hacer o no estas preguntas. Se entiende que quienes se rehúsan a pasar por estos tembladerales reclamen volver a gozar de antiguos privilegios. Y que llamen a eso luchar por la libertad. La palabra después actúa como adverbio, como sustantivo, como adjetivo. Dice el paso del tiempo, fijezas, cualidades. Adverbios acarician estados cambiantes de lo vivo. Detectan salidas de la inmovilidad, la inacción, la rigidez. Si anotamos Después de la pandemia, el adverbio localiza un antes e invita a imaginar un porvenir. Puede haber en ese después premuras restauradoras, huídas retenidas, ahogos esclerosados. También interesa el después de como anuncio de lo venidero. Víspera de lo que todavía no se sabe, aunque sí se sepa lo que no se quiere. El después de… solicita una demora. Un intervalo entre el después de y el antes de. Una interrupción, un interregno, un mientras tanto. Convalecencias piden descansos, lentos goteos que decanten lo indiscernible, sus enigmáticas marcas, sus mudeces. Convalecencias solicitan tiempo para la pregunta ¿qué nos pasó en lo que nos estuvo pasando? Como sustantivo el después intenta anclar en el tiempo. Fuerza una detención, un congelamiento. Asume la responsabilidad o decide señalar una diferencia, como cuando alguien dice “Mi vida se divide en un antes y un después”. Inolvidable ese después como desgarradura y oscuridad sin vida del verso de Homero Expósito: “Después... ¿qué importa el después? / Toda mi vida es el ayer/ que me detiene en el pasado”. En el enunciado El día después… la palabra después funciona como adjetivo, significa el día siguiente o posterior. La anotación El día después pone a la vista la cualidad indefinida de la jornada que se avecina. La emergencia de un tiempo ignorante de sí, que -sin embargo- soporta la memoria de un antes. En la obra Mi vida después, de Lola Arias (2009), seis actores nacidos en la década del setenta y principios del ochenta reconstruyen juventudes de sus padres a partir de fotos, cartas, grabaciones, relatos, recuerdos imprecisos. Se ponen sus ropas y tratan de sentir indicios de esas vidas. El después carga con dolores del pasado. Con la memoria de lo sufrido. No se trata de un después amnésico. El después lleva pesadumbres. La vida después narra cómo el pasado, aun no vivido, prevalece en quienes siguen vivos. Sobrevivir significa saber la muerte, la ausencia, lo irremediable. También, a veces, la gratitud. Significa saber la soledad nunca del todo sabida. Sobrevivir significa saber la culpa, el arrebato, lo irrefrenable, el dolor. Un personaje de la novela Los topos de Félix Bruzzone (2008) arma una serie reverberante del después: neo/post/ post-post. Dice: “Ya imaginaba al tipo de las manchas en los ojos hablando de los neodesaparecidos o los postdesaparecidos. En realidad, sobre los postpostdesaparecidos, es decir, los desaparecidos que venían después de los que habían desaparecido durante la dictadura y después de los desaparecidos sociales que vinieron más adelante”. El después del después del después expresa cómo la historia lleva consigo dolores enmudecidos que se actualizan mudos junto a otros dolores que nos están enmudeciendo ahora. Vivimos tiempos desventurados. Después de la pandemia se presenta como adverbio de un tiempo que no termina. El después de la pandemia se ofrece como sustantivo frágil y descascarado que nombra invisibles mutaciones del presente. Nuestra vida después adviene como un adjetivo que, aunque no se quiera, implanta la inminencia de nuevas catástrofes. En momentos así, dan ganas de huir de todo, pero en ese todo habita la vida; entonces exclamamos ¡Qué desastre! y nos reímos -si tenemos con quién reír- y barajamos y damos de nuevo -si tenemos con quién jugar-. Después de tantos años de estar acá, ¿qué piensa hacer cuando salga? Buscar un trabajo, ahorrar para comprar una casa, encontrar una compañera, formar una familia y hacer un asado para todo el equipo. Ah…y ese día voy a dejar la medicación. Muchas veces el después de los manicomios se deletrea como escenografía programada de un buen destino restaurado. Tiempos de pestes recuerdan tiempos manicomiales. Tal vez porque todas las catástrofes de la civilización repiten comunidades de terror, campos de desolación, compendios de inclemencias. No estamos preparados, ni sabemos qué hacer ante tanta desesperación. Entonces, no hacemos nada, hacemos poco, hacemos tarde, o demandamos que el Estado primero vacune y después nos restituya la normalidad perdida. Pero, no hay manera de calmar el miedo a la muerte, el miedo al hambre, el miedo a perder todo, el miedo a estar peor de lo que ya estamos. Y tampoco hay manera de suprimir un saber continuamente desmentido que nos espera en el funesto después del después: el capitalismo está destruyendo la vida con nuestro consentimiento. Fuente: https://lateclaenerevista.com/un-despues-que-no-se-quiere-saber-por-marcelo-percia/

  • Emancipación ante libertad / Alejandro Kaufman

    Hace rato ya que de este lado hemos dejado de decir libertad para decir emancipación, tal vez de modo casi inadvertido, solo porque la opresión se autodesigna como libertad desde hace demasiado tiempo. La libertad de los opresores es la libertad para oprimir, es la libertad para cazar y depredar. Es la célebre libertad del zorro en el gallinero. Si no se le deja ingresar al gallinero, el zorro aduce ausencia de república, censura, aherrojamientos inmorales. Nuestro problema de ahora, por seguir con la fábula, es cuántas gallinas piden que se le deje ingresar al gallinero, y votan por el zorro entusiasmadas con el destino que él les augura con sus mentiras tan poco esforzadas y tan eficaces. La fábula, como toda fábula, es asimismo engañosa. Algunas o hasta muchas promesas del zorro son plausibles y verosímiles (anuncios de quienes realizan lo que auguran). Como dicen ellos, la evidencia los avala. De lo que no hablan es sobre el precio a pagar por ello -ilimitadamente sacrificial-, y sobre lo que mienten es acerca de las criminales taras que atribuyen a sus adversarios. Prosperan porque cuentan con coreutas que les dan eco con complacencia obtusa y fascinación. Pueden decir cualquier macana, semiverdades, crueldades encubiertas, vaticinios fallidos y otras supersticiones, y todo ello es objeto de miradas cálidas de aprobación. Postulan como fundamento del lazo social el derecho incondicionado a la propiedad, un derecho que en toda sociedad comprometida con la justicia habrá de tener limitaciones, y que en el capitalismo desatado que nos agobia se formula como ilimitado. No debe haber límites a la acumulación privada de la riqueza. Una sola persona debería poder entonces en teoría poseerlo todo, todo lo existente. Alguien, si lo lograra por los medios que fueran, podría por ejemplo ser dueño del aire de la biosfera y negarle la respiración a quien fuere que no pudiera pagar por respirar. Parece una hipótesis desmesurada, pero no lo es ni estamos tan lejos de ello. La verdad de lo que postulan como libertad no reside en las respectivas frases filosóficas que citan malamente ni en pretendidas “ideas” sino, a los efectos de lo que en verdad importa, que es lo que en verdad les importa: la libertad de apropiación. Demasiada gravitación ha tenido en la historia cultural y ética la adversidad opuesta a las prácticas de la apropiación, origen encubierto de la propiedad, de la acumulación de riqueza. La apropiación que la historia revela y el derecho olvida, que el arte, la literatura y las teologías liberadoras recuerdan siempre, y que la propaganda dispensada hasta el hartazgo por los poderes más formidables presenta como incitación alucinatoria y fraudulenta. Su verdad reside en una moral de la apropiación, la conquista, la explotación y el sometimiento. Se nos señalará siempre la existencia de dominios “vírgenes”, “desiertos” o “vacíos”, que no pertenecen a “nadie”, y que ya pueden estar situados en tierras lejanas, en las entrañas terrestres, en los lejanos espacios estelares, o en los cuerpos subyugados que por esclavitud, salario o “emprendimiento” se ven destinados a luchar por su sustento para que ellos se enriquezcan. Este es su secreto: determinar que todo lo que todavía no les pertenece, entonces no pertenece a nadie, y es por lo tanto meritorio y legítimo que se lo apropien no importa cómo ni a qué precio. Se trate de imperios coloniales, saqueos racistas, ocupaciones territoriales, “patrimonios” culturales o extractivismos mineros y agroganaderos (la palabra patrimonio fue acuñada por el régimen de apropiación). El crimen de la apropiación cuenta en su favor con los bienes de cultura: ¿cuántas veces se ha dicho y repetido, cuántas veces, durante siglos? Libertad para designar aquello de qué apropiarse, referida a todo aquello que todavía no les pertenezca, y que es todo lo que existe y pueda “ponerse en valor”. Libertad para desentenderse del costo de tales apropiaciones, costo tan infinito como la codicia que mueve a la apropiación. Solemos hablar de maneras dispersas de otras formas de existencia, como es el caso de la propiedad comunitaria, o lo común, o también lo distante y desconocido, y de cada una por separado, cuando lo que las reúne es la apropiación, para la cual todo lo que no es su inherente lógica bélica de conquista y de conformación jurídica reconocible para sus mismos criterios es de “nadie”, y por lo tanto es apropiable. La apropiación es siempre violencia de algún tipo, ya sea contra quien se interponga, por habitar y existir sin poseer, o por la “competencia” y rivales. Es la libertad como desconocimiento de la responsabilidad por los propios actos y sus consecuencias. Es la libertad como impunidad frente al lazo social. Es la libertad del crimen frente a las otredades, libertad cuyo destino es el exterminio de las otredades. De ahí que la historia cultural de la emancipación es una historia contra el crimen impune de las libertades apropiadoras. El auge depredador, con su indumentaria de cuero negro, viene a reprimir el rumbo emancipador que cada vez pone más en tela de juicio el régimen colonial patriarcal de la propiedad privada de cuerpos, ideas y mundos. Fuente: https://contraeditorial.com/emancipacion-ante-libertad/

  • Poemas para no ir a trabajar (selección) / Fernando Aíta

    Licencia psiquiátrica Tengo un presentimiento, si abro la puerta de calle, nunca voy a poder cerrarla más; la casa queda abierta y yo, echado. No me veo entrando a mi refugio en mi ausencia todo el día abierto. Se van a llevar todo, o miren si quedan gente adentro. Otro yo en el baño o en la cama, ¿me entienden? Ahora, si me permiten dormir en la empresa, podría llevar unas mudas, jabón, toalla. Me ducho a la noche, paso el secador. Guardo antes de que lleguen el colchón. Tengo el mate listo. Licencia poética Hola, soy yo. Salí para allá y estoy acá de nuevo. No sabría explicar... en un poema. Un engaña-pichanga del destino: crucé la puerta maquinalmente, vi el paisaje habitual, hice los gestos. Caminé, respiré, sístole y diástole, el clima de, o la época, que cambian las manecillas de dirección, manifestaciones, el fragor del tráfico, no se siente bien, y no le gusta la figura del doctor con pichicata... de ahí a experimentar o fingir culpa... Si duele todo, un gran malestar indistinguible de mí o el resto, sin sufrir agudamente nada. Salí, crucé, llegué afuera y en un desvío de atención, un cartel, vidriera o epifanía, reaparecí en mi lugar, aturdido, descolocado. Sin saber quién, me siento en casa. En compañía de otro yo, de uno mismo. No llego a conclusión, no interesa. Salí y estoy acá de vuelta con un verso que tal vez a usted no le dice nada. Trabajo inconsciente Soñé que me quedaba dormido, y me despertaba tarde, dentro del sueño, una puesta en abismo: salía de una casa que no es mía, y viajaba largo en bondi, en bici, en tren, ¿o subte? Llegaba tarde mal, alto sol, pasando el mediodía, lugares entremezclados, personas superpuestas: con desvíos y extrañezas cumplo mi rutina, tareas, papel, termino temprano, y pido si por favor podría retirarme antes... Y me lo niegan. Ahí despierto del todo. Hoy ya fui. Hoy no voy. Días de estudio El pasado no está quieto, se rehace con relatos, registros, hallazgos, El futuro es una hipótesis. Y el presente nuestro campo de acción. Acá estamos. No pienso jubilarme y me cultivo. Al inscribirme, creo el valor de la materia, programa, bibliografía: después me decepciono, sorprendo, felicito... Recuerdo la lección de ayer, y mañana sé que rindo, y a eso apunto. Son dos parciales por cuatrimestre, recuperatorio, final... El éxito o el fracaso, decía un prócer, no son medida de la justeza de una línea. Se quejan: que cada año cambio de carrera, que debería conocer mi vocación, que estoy grande, y que no apruebo todas. ¡Por discutir las cátedras, los métodos, por no callar las discrepancias, las visiones! ¿O no es que alientan el pensamiento crítico? Un aporte modesto, así los cambios se producen: cuando egrese espero dejar la institución más libre. Humanista y holístico, aprendo de todo, de todos: los genios de exactas, el patio de filo, bellezas sociales, las fiestas de psico... ¿Observar la realidad desde un cubículo, de qué sirve, especialistas en compartimentos? Si el mundo se compone trans-disciplinario de coincidencias y singularidades. Acá mismo machacan con trabajo en equipo. Bien que nadie resulta imprescindible. Yo mañana no vengo, doy examen. Deséenme la suerte que preciso. Descompostura Hoy me desperté con vómitos. La noche entera pesadilla febril, entrecortada de retorcijones, luchando con una quimera a puros piedrazos y corridas. Volví todo chivado, abatido, y no llegué hasta el baño. Vomité la remera, la polenta de anoche, la colcha, las ojotas, la cortina, el diario, una sopa de letras, papel picado y pelotitas de goma, un rencor agrio, atragantado, el vino, una lata de látex, lo callable, unas bolas de pelo, que puaj, que puaj, que puájala. Me recontravomité todo, puertas y ventanas, pisos y paredes, pieza por pieza, terminé auto-evacuado en el baño. Después diarrea, después mocos, después llanto y me reservo la enumeración escatológica. Me siento vacío y exhausto. Necesito horas de sueño. Vuelvo limpio. A.R.T. En el próximo semáforo me tiro sobre un coche caro que venga despacio. Si no me rompo nada, mejor. Igual, para no trabajar, hay que arriesgarse. En un momento momia del jornal, elegir la esquina, estudiar la jugada, calcular el impacto, cuestión de dar contra algo sin filo ni peso. Se podrían tomar clases de yudo. El brazo contra el parante del que pasa en amarillo, aguantar el golpe y dejarse caer en la vereda, charlar con testigos y esperar echado el socorro, y el juicio. Una semana se gana seguro. Y todo en buena ley, con un abogado capaz queda diferencia para vacaciones; acaso en yeso o en cama... en casa, poniéndose al día con tantos pendientes, arreglos, juntadas, películas, libros, y sin perder el tiempo de no hacer nada, nada, nada, nada de nada. Plus vacacional Estoy acá y no hay más pasajes: vuelos cancelados, micros suspendidos, el tren no anda. No sé cuándo vuelvo. Quince días en medio de la nada, charlando con plantas, arroyos, estrellas, necesidades básicas, placeres sencillos. Sin pantallas, sin autos, sin carteles, puras montañas, lagos, bosques... Ya van a ver las fotos, qué lugares. Medio flotando, caigo en la ciudad, y me recibe tamaño conflicto: humo negro de gomas y bombas de estruendo. Fuerza mayor. ¿Qué querés que haga? Yo no soy el ministerio de trabajo. Se tienen que arreglar los sindicatos y patronales: plata y condiciones. No es que no quiera: no estoy en la hamaca paraguaya con un libro o con mi amada, gozando los sonidos de la naturaleza, el correr del agua, de las nubes. En la terminal, miles varados, nerviosos todos, todos casos únicos, y creéme que hay graves. Dos días más ausente, o tres... no hacen la diferencia, si mirás la vastedad del universo: ya van a ver las fotos, qué lugares. Apenas pueda, salgo y aviso. Telegrama En el día de la fecha renuncio a mi puesto en esta mierda de empresa y modo de vida. Stop. Fuente: Poemas para no ir a trabajar. Fernando Aíta. Ed. La Libre 2019. Trabajo de selección Verónica Scardamaglia.

  • El derecho a la pereza (selección) / Paul Lafargue

    Refutación de El derecho al trabajo de 1848 Nota del autor Decía el señor Thiers[i],en el seno de la Comisión sobre enseñanza elemental de 1849: Quiero hacer omnipotente la influencia del clero, porque cuento con él para difundir esa sana filosofía que enseña al hombre que está aquí abajo a sufrir, y no esa otra que, por el contrario, le dice: ¡Disfruta! El señor Thiers[ii] expresaba así la moral de la clase burguesa, de la que él encarnaba el egoísmo feroz y la estupidez. La burguesía, en su lucha contra la nobleza apoyada por el clero, enarboló la bandera del librepensamiento y del ateísmo; pero, una vez triunfante, cambió de tono y de apariencia, y hoy la vemos haciendo todo lo posible por apoyar en la religión su supremacía económica y política. Durante los siglos xv y xvi, la burguesía había abrazado alegremente el paganismo y glorificaba la carne y sus pasiones, algo que el cristianismo reprobaba. Sin embargo, hoy que nada entre riquezas y placeres, reniega de las doctrinas de sus pensadores, los Rabelais, los Diderot, y predica la abstinencia para los asalariados. La moral capitalista, mezquina parodia de la cristiana, castiga con un solemne anatema la carne del trabajador; su ideal consiste en reducir al mínimo las necesidades del productor, en suprimir sus goces y sus pasiones, y en condenarlo al papel de máquina redentora del trabajo sin tregua ni misericordia. Los socialistas revolucionarios deben, por consiguiente, retomar la lucha mantenida en su tiempo por los filósofos y los panfletistas de la burguesía; deben asaltar la moral y las teorías sociales del capitalismo; extirpar de la mente de «la clase llamada a la acción» los prejuicios sembrados por la clase dominante; deben espetar a la cara de todos los hipócritas de la moral, que la tierra dejará de ser el valle de lágrimas de los trabajadores; que en la sociedad comunista que nosotros fundaremos —pacíficamente si es posible; si no violentamente— las pasiones humanas tendrán rienda suelta, ya que «todas son buenas por naturaleza; sólo debemos evitar su mal uso y su exceso»,[iii] y esto último sólo se evitará con el contrapunto mutuo de las pasiones y con el desarrollo armónico del organismo humano, puesto que —dice el doctor Beddoe— «sólo cuando una raza alcanza el máximo de su desarrollo físico llega también al más alto grado de energía y vigor moral».[iv] Ésa era también la opinión del gran naturalista Charles Darwin[v]. La refutación de El derecho al trabajo, que reedito con algunas notas adicionales, apareció en L’Egalité, semanario de 1880, serie segunda. Paul Lafargue, Prisión de Saint-Pélagie, 1883 A nuevo aire, nueva canción Si disminuyendo las horas de trabajo se conquistan nuevas fuerzas mecánicas para la producción social, obligando a los obreros a consumir sus productos, se conquistará un inmenso ejército de fuerzas de trabajo. La burguesía, aliviada así de su tarea de consumidora universal, se apresurará a licenciar a esa turba de soldados, magistrados, rufianes, proxenetas, etc., que ha sacado del trabajo útil para que la ayuden a consumir y derrochar. El mercado del trabajo estará entonces desbordante, y habrá necesidad de imponer una ley de hierro para prohibirlo: será imposible encontrar ocupación para esta multitud humana, más numerosa que los piojos en el bosque y hasta ahora improductiva. Y después habrá que pensar en todos los que proveían sus necesidades y sus gustos fútiles y dispendiosos. Cuando no haya más lacayos ni generales que condecorar, ni prostitutas libres ni casadas que cubrir con encajes, ni cañones que horadar, ni palacios que construir, será preciso imponer leyes severas a los obreros y obreras de la pasamanería, del encaje, del hierro y de la construcción, saludables ejercicios de remo y danza para la conservación de su salud y el perfeccionamiento de la raza.[vi] En el momento en que los productos europeos se consuman donde se fabrican y no se envíen a la otra punta del mundo, los marineros, los mozos de cordel, los recadistas, los cocheros deberán empezar a sentarse y a aprender a estar de brazos cruzados. Los felices habitantes de la Polinesia podrán entregarse entonces al amor libre, sin temer las iras de la Venus civilizada ni los sermones de la moral europea. Más aún. Para encontrar trabajo suficiente a todos los improductivos de la sociedad actual, y lograr que el utillaje industrial se desarrolle indefinidamente, la clase obrera deberá, como la burguesía, violentar sus inclinaciones a la abstinencia y desarrollar indefinidamente sus capacidades consumidoras. En vez de comer una o dos onzas de carne dura al día, cuando las come, deberá comer jugosos beefsteaks de una o dos libras, y en lugar de beber modestamente malos vinos, más católicos que el papa, beberá a grandes sorbos bordeaux y bourgogne, sin bautizo industrial, y dejará el agua para las bestias. Los proletarios han dado en la extraña idea de querer imponer a los capitalistas diez horas de fundición o de refinería; éste es el gran error, la causa de los antagonismos sociales y de las guerras civiles. Será necesario prohibir, y no imponer, el trabajo. A los Rothschild, a los Say,[vii] les será permitido presentar las pruebas de haber sido holgazanes durante toda su vida, y si, a pesar del entrenamiento general para el trabajo, ellos persisten en vivir como verdaderos holgazanes, serán anotados y recibirán cada mañana una moneda de veinte francos para sus caprichos. Las discordias sociales desaparecerán. Los capitalistas y los rentistas serán los primeros en aliarse al partido popular, una vez convencidos de que, lejos de hacerles daño, se quiere, por el contrario, liberarlos del trabajo de sobreconsumo y de derroche a que han estado sujetos desde su nacimiento. En cuanto a los burgueses, incapaces de probar sus títulos de holgazanería, se los dejará seguir sus instintos. Hay suficientes ocupaciones desagradables para colocarlos. Dufaure, por ejemplo, limpiaría las letrinas públicas; Galliffet[viii] mataría a los cerdos y los caballos roñosos; los miembros de la Comisión de gracias, enviados a Poissy,[ix] marcarían el ganado en los mataderos públicos, y los senadores podrían servir de enterradores en las ceremonias fúnebres. Para los demás, se buscarían oficios al alcance de sus inteligencias. Lorgeril[x] y Broglie[xi] taponarían las botellas de champagne, pero se les pondría de antemano un bozal para evitar que se embriagasen. Ferry,[xii] Freycinet[xiii] y Tirard[xiv] destruirían las chinches y los demás insectos de los ministerios y de otros albergues públicos. No obstante, se deberá poner fuera del alcance de los burgueses el dinero público para evitar que sigan ejerciendo ciertas costumbres adquiridas. Pero dura y terrible será la venganza sobre los moralistas que han pervertido la naturaleza humana; sobre los mojigatos, los farsantes, los hipócritas y ...otras sectas de individuos que han hecho uso de máscaras y disfraces para engañar al mundo. Han dado a entender al pueblo que sólo viven para ayunos y maceraciones de la sensualidad, desde la contemplación y la devoción, para sustentar y alimentar la pequeña fragilidad de su humanidad: pero nos han dado por el culo. ¡Bien sabe Dios! et Curios simulant sed Bacchanalia vivunt.[xv] Podéis leerlo en grandes letras de falso brillo, en sus rojos hocicos y sus desmesurados vientres cuando se perfuman con azufre.[xvi] En los días de las grandes fiestas populares, cuando, en vez de engullir polvo, como en los 15 de agosto y los 14 de julio de la burguesía, los comunistas y colectivistas se sacien de perfumes, de suculentos jamones y generosos vasos de vino, los miembros de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, los clérigos de frac y de sotana de la iglesia económica, católica, protestante, judía, positivista y librepensadora, los propagandistas del malthusianismo y de la moral cristiana, altruista, independiente o sumisa, vestidos de amarillo, todos ellos, sostendrán la vela hasta quemarse los dedos y vivirán en el hambre junto a las mujeres galas y las mesas cargadas de carne, de frutas y flores, y morirán de sed junto a grandes toneles desbordantes de vino. Los abogados y los legisladores sufrirán la misma pena. En nuestro régimen de pereza, para matar el tiempo que nos mata segundo a segundo, habrá espectáculos y representaciones teatrales permanentemente. Es éste un trabajo adecuado a nuestros legisladores, quienes, organizados en cuadrillas, irán por las ferias y los villorrios dando representaciones legislativas. Los generales, con sus botas de jinete, el pecho cruzado de cordones y escarapelas, y cubierto de cruces de la legión de honor, irán por las calles reclutando a gente para el espectáculo. Gambetta y Cassagnac,[xvii] su compadre, se encargarán de la charlatanería inicial. Cassagnac, en traje de matamoros, girando los ojos, torciendo el bigote, escupiendo estopa en llamas, amenazará a todo el mundo con la pistola de su padre, y desaparecerá por un agujero apenas se le enseñe el retrato de Lullier;[xviii] Gambetta discurrirá sobre política extranjera, sobre la pequeña Grecia, que a la vez que lo adoctrina, daría fuego a toda Europa para estafar a Turquía; sobre la gran Rusia, que se burla de él con el revoltijo que promete hacer con Prusia, y que desea heridas y chichones al oeste de Europa para hacer su labor en el este, y ahogar así el nihilismo en el interior de su país; sobre Bismark, cuya bondad le ha permitido pronunciarse sobre la amnistía..., y después, desnudando su gran panza pintada con tres colores, le tocará llamada y enumerará los deliciosos animalitos, las aves hortelanas, las trufas, los vasos de Margaux y de Yquem, que han engullido para fomentar la agricultura y contentar a los electores de Belleville. En la barraca comenzará la Farsa electoral. Delante de los electores cabeza-de-serrín y orejas de burro, los candidatos burgueses, vestidos de payasos y cubiertos de programas electorales de múltiples promesas, ejecutarán la danza de las libertades políticas y hablarán, con lágrimas en los ojos, de las miserias del pueblo y, con voz sonora, de las miserias de la patria. Y los electores cabeza-de-serrín rebuznarán a coro, fuerte y sostenido: ¡hiaaa, hiaaa! Acto seguido, empezará la función: El robo de los bienes de la nación. La Francia capitalista, esa enorme hembra de cara vellosa y cabeza calva, deformada como una vaca, de carnes flojas, hinchadas y descoloridas, con los ojos apagados, se recuesta sobre un sofá de terciopelo. A sus pies, el capitalismo industrial, gigantesco organismo de hierro, con máscara de mono, devora mecánicamente hombres, mujeres y niños, cuyos gritos lúgubres y desgarradores llenan el aire; la banca, con el hocico de garduña, el cuerpo de hiena y las manos de arpía, le roba rápidamente las perras chicas. Hordas de miserables proletarios, descarnados y andrajosos, escoltados por gendarmes que llevan la espada desenvainada, empujados por las furias que los azotan con los látigos del hambre, llevan a los pies de la Francia capitalista montones de mercancías de todas clases, toneles de vino, bolsas de oro y de trigo. Langlois,[xix] con los calzones en una mano, el testamento de Proudhon en la otra y el libro de cuentas entre los dientes, se planta a la cabeza de los defensores de los bienes de la nación y monta guardia. Apenas han dejado los fardos, los obreros son arrojados a culatazos y bayonetazos, y se abren las puertas a los industriales, comerciantes y banqueros, quienes se precipitan sobre los objetos de valor, engullendo géneros de algodón, sacos de trigo, lingotes de oro y vaciando toneles de vino. No pudiendo tragar más, sucios, asquerosos, se hunden en sus despojos y en sus vómitos... Finalmente, estalla el temporal: la tierra se sacude y se abre; la Fatalidad histórica surge. Con pie de hierro aplasta las cabezas de los que hipan, titubean, caen y ya no pueden huir, y con su larga mano abate a la Francia capitalista, aturdida y que suda de miedo. Si desarraigando de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza, la clase obrera se alzara en su fuerza terrible para reclamar, no ya los Derechos del hombre, que son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el Derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias, la Tierra, la vieja Tierra, estremeciéndose de alegría, sentiría agitarse en su seno un nuevo mundo... Pero ¿cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral capitalista una resolución viril? ¡Como Cristo, la doliente personificación de la esclavitud antigua, los hombres, las mujeres, los niños del proletariado suben arrastrándose desde hace un siglo por el duro calvario del dolor; desde hace un siglo, el trabajo forzoso rompe sus huesos, destruye sus carnes y atenaza sus nervios; desde hace un siglo, el hombre desgarra sus vísceras y alucinan sus cerebros! ¡Oh, Pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh, Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas! Apéndice Nuestros moralistas son gente muy modesta. Si bien han inventado el dogma del trabajo, dudan de su eficacia para tranquilizar el alma, satisfacer la mente y mantener el buen funcionamiento de los riñones y de otros órganos; quieren experimentar con las masas populares, in anima vili, antes de aplicarlo a los capitalistas, cuyos vicios tienen la misión de explicar y autorizar. Pero ¿por qué, filósofos de pacotilla, atormentáis tanto vuestro cerebro para elucubrar una moral cuya práctica no osáis aconsejar a vuestros patronos? ¿Queréis ver ridiculizado y deshonrado ese dogma del trabajo, por el cual os mostráis tan orgullosos? Consultad la historia de los pueblos antiguos y los escritos de sus filósofos y legisladores. Yo no podría afirmar ―dice el padre de la historia, Heródoto― que los griegos hayan recibido de los egipcios el desprecio al trabajo, por cuanto encuentro establecido el mismo desprecio entre los tracios, los escitas, los persas y los árabes; en una palabra, porque en la mayoría de los bárbaros, los que aprenden las artes mecánicas y también sus hijos son considerados como los últimos de los ciudadanos... Todos los griegos han sido educados en este principio, particularmente los lacedemonios.[xx] En Atenas, los ciudadanos eran verdaderos nobles, que no debían ocuparse más que de la defensa y de la administración de la comunidad, como los guerreros salvajes de los cuales descendían. Debiendo tener todo su tiempo libre para velar con su fuerza intelectual y corporal por los intereses de la República, encargaban todo trabajo a los esclavos. Lo mismo sucedía en Lacedemonia, donde a las mujeres les estaba prohibido hilar y tejer, so pena de quedarse derogada su nobleza[xxi]. Los romanos sólo conocían dos oficios nobles y libres: la agricultura y las armas. Todos los ciudadanos vivían de derecho a expensas del Tesoro, sin poder ser obligados a proveer su subsistencia con ninguna de las sordidae artes, como designaban ellos a los oficios, que estaban reservados únicamente para los esclavos. Cuando Bruto, el antiguo, quiso levantar al pueblo, acusó sobre todo a Tarquino, el tirano, de haber convertido a libres ciudadanos en artesanos y albañiles.[xxii] Los filósofos antiguos se disputaban el origen de las ideas, pero estaban de acuerdo cuando se trataba de aborrecer el trabajo. La naturaleza ―escribe Platón en su utopía social, en su República modelo― no ha hecho al zapatero ni al herrero; tales ocupaciones degradan a los que las ejercen: viles mercenarios, miserables sin nombre, que son excluidos por su mismo Estado de los derechos políticos. En cuanto a los negociantes, habituados a mentir y engañar, serán tolerados en la ciudad como un mal necesario. El ciudadano que se degrada con los negocios comerciales debe ser castigado por este delito. Si está convicto, será condenado a un año de prisión, y la pena será doblada cada vez que reincida.[xxiii] En su obra El económico, Jenofonte escribe: Las personas que se dan a los trabajos manuales nunca son elevadas a cargos públicos, y con razón. Condenados casi siempre a estar sentados todo el día y a soportar, algunos, un fuego continuo, no pueden menos que tener el cuerpo alterado, y es bien difícil que el espíritu no se resienta.[xxiv] ¿Qué puede salir de honorable de un negocio? ―exclama Cicerón―. ¿Y qué puede producir de honesto el comercio? Todo lo que se llama negocio es indigno de un hombre honrado... Los negociantes no pueden ganar sin mentir, y ¿qué hay más vergonzoso que la mentira? Por lo tanto, es necesario considerar como algo bajo y vil el oficio de todos los que venden su pena o su industria; puesto que cualquiera que cambie su trabajo por dinero, se vende y se pone a nivel de los esclavos.[xxv] Proletarios embrutecidos por el dogma del trabajo, ¿escucháis el lenguaje de estos filósofos, que se os oculta con un cuidado especial? Un ciudadano que da su trabajo por dinero se degrada al nivel de los esclavos; comete un crimen que merece años de prisión. La tartufería cristiana y el utilitarismo capitalista no habían pervertido a esos filósofos de las repúblicas antiguas, quienes, discurriendo como hombres libres, hablaban ingenuamente de su pensamiento. Platón y Aristóteles, esos pensadores gigantes, a quienes nuestros filósofos de moda, los Cousin, los Caro, los Simón, etc., apenas les llegan al tobillo apoyándose sobre la punta de los pies, querían que los ciudadanos de sus repúblicas ideales viviesen en el mayor ocio, ya que, como decía Jenofonte: El trabajo ocupa todo el tiempo y no queda nada de él para la República y los amigos.[xxvi] Según Plutarco, el gran título de Licurgo ―el más sabio de los hombres― a la admiración de la posteridad era el haber concedido ocios a los ciudadanos de la República, prohibiéndoles toda clase de oficios.[xxvii] Pero ―responderán los Bastiat,[xxviii] los Dupanloup,[xxix] los Beaulieu, y todos los moralistas cristiano-capitalistas― esos pensadores, esos filósofos preconizaban la esclavitud. Muy cierto, pero ¿podía ser de otra manera, dadas las condiciones económicas y políticas de su época? La guerra era el estado normal de las sociedades antiguas: el hombre libre debía consagrar su tiempo a discutir las leyes del Estado y a velar por su defensa. Los oficios eran entonces demasiado primitivos y groseros para poder cumplir, ejercitándolos, con su propia misión de soldado y ciudadano. Para tener guerreros y ciudadanos, los filósofos y los legisladores antiguos toleraban a los esclavos en sus repúblicas heroicas. Pero los moralistas y economistas del capitalismo ¿no preconizan el asalariado, la esclavitud moderna? Y ¿a quiénes otorga ocios la esclavitud capitalista? A los Rothschild, a los Schneider, a las madame Boucicaut,[xxx] inútiles y nocivos, esclavos de sus vicios y de sus criados. «El prejuicio de la esclavitud dominaba el espíritu de Aristóteles y de Pitágoras», se ha escrito desdeñosamente y, sin embargo, Aristóteles pensaba que «si todo instrumento pudiera ejecutar por sí solo su propia función, moviéndose por sí mismo, como las cabezas de Dédalo o los trípodes de Vulcano, que se dedicaban espontáneamente a su trabajo sagrado; si, por ejemplo, los husos de los tejedores tejieran por sí solos, ni el maestro tendría necesidad de ayudantes ni el patrono, de esclavos». El sueño de Aristóteles es nuestra realidad. Nuestras máquinas con aliento de fuego, miembros de acero, infatigables, y de fecundidad maravillosa, inagotable, cumplen dócilmente y por sí mismas su trabajo sagrado y, a pesar de esto, el genio de los grandes filósofos del capitalismo permanece dominado por el prejuicio del asalariado, la peor de las esclavitudes. Aún no han alcanzado a comprender que la máquina es la redentora de la humanidad, la diosa que rescatará al hombre de las sordidae artes y del trabajo asalariado, la diosa que le dará ocios y libertad. [i] Cito al señor Thiers no por su mérito científico, cuya nulidad sólo es comparable con su bajeza, sino porque esta pulga, que ha vivido en las costuras de todos los gobiernos, es la encarnación de la burguesía moderna. (N. del A.) [ii] Louis-Adolphe Thiers (1797-1877). Historiador y estadista francés. Figura clave en la Monarquía de Julio (1830-1848). Fue ministro del Interior (1832 y 1834), presidente del Gobierno (1836 y 1840), presidente de la República (1871-1873), y verdugo de la Comuna de París. En 1871 firmó los preliminares de paz en Versalles, poniéndose fin así a la guerra franco-prusiana, tras la rendición de Francia. Partidario de una «república conservadora», se vio obligado a abandonar la presidencia de la República en 1873, ante la resistencia que su política encontró en la Asamblea Nacional. [iii] René Descartes: Les Passions de l’âme. (N. del A.) [iv] Doctor Beddoe: Memoirs of the Anthropological Society. (N. del A.) [v] Charles Darwin: Descent of man. (N. del A.) [vi] Podríamos considerar este capítulo como una oda celebratoria, en la que el autor, embriagado por la música maquinal que nos salvará del martirio del trabajo asalariado, da rienda suelta a su imaginación. Su analogía con el remo y la danza son ejemplos rápidos del cuidado del cuerpo, sin ver en éste templo alguno de culto. No obstante, en este pasaje es donde reproduce más clichés moralizantes, a saber, en el disciplinamiento de los cuerpos, la naturalización de los roles, la estereotipación de las profesiones. No falta el catequismo de la antiprostitución y el perfeccionamiento de la raza (eugenesia), como amenaza disgénica. En la actualidad, quizá resulta más evidente cuando hablamos de higienismo social, racial, étnico, religioso, por opción sexual, etc. Bajo la excusa de la potencial liberación de la humanidad, el sueño ha acabado siendo demasiadas veces sinónimo de control social y totalitarismo, cuando no de filofascismo y exterminio. [vii] Jean-Baptiste-Léon Say (1826-1896). Ministro de Finanzas de varios gobiernos de la Tercera República y enemigo contumaz del pensamiento socialista, al que combatió en Jean-Baptiste-Léon Say (1826-1896). Ministro de Finanzas de varios gobiernos de la Tercera República y enemigo contumaz del pensamiento socialista, al que combatió en varias de sus obras. Lafargue se refiere a la saga Say, industriales, economistas y políticos. El abuelo de Léon Say es el autor de la ley clásica de Say o «ley de los mercados», que indica que no puede haber demanda sin oferta [viii] Gaston Alexandre Auguste de Galliffet (1830-1909). General de caballería hecho prisionero en Sedan por las tropas alemanas. Tras su liberación llegó a ser presidente del Comité del Arma de Caballería y gobernador militar de París [ix] Prisión central de Poissy. (N. del A.) [x] Lorgeril (linaje). Familia de la nobleza francesa, conocida desde finales del siglo xiv por la antigua casa señorial de Lorgeril. Pensamos que Lafargue se refiere a Hippolyte-Louis Lorgeril (1811-1888), diputado legitimista y clerical durante la Tercera República. Fue director de El Imparcial en 1842 y senador por la Bretaña en 1875. [xi] Jacques-Victor-Albert de Broglie (1821-1901). Hijo de familia nobiliaria y dirigente de la oposición monárquica contra la política republicana de Thiers. Tras conseguir su caída, formó gobierno en 1873, y fue de nuevo presidente del Consejo en 1877. [xii] Jules Ferry (1832-1893). Abogado y político francés; fue ministro de Instrucción Pública en la Tercera República y consiguió la aprobación de una ley que establecía el carácter obligatorio, laico y gratuito, de la enseñanza primaria (1882). Presidente del Consejo al año siguiente, defendió y promovió la expansión colonial francesa. [xiii] Charles Louis de Saulces de Freycinet (1828-1923). Ingeniero y político, fue colaborador de Léon Gambetta y organizador de la Defensa Nacional al comienzo de la Tercera República. Posteriormente se convirtió en ministro y fue presidente del Consejo en varias ocasiones [xiv] Pierre-Emmanuel Tirard (1827-1893). Político que desempeñó diversos puestos durante la Tercera República; había sido alcalde del Segundo Distrito de París en 1870, y fue después diputado, ministro en varias ocasiones y presidente del Consejo en 1887 [xv] «Aparentan ser Curios y viven como en las bacanales», Juvenal. (N. del A.) [xvi] Pantagruel, libro II, cap. LXXIV. (N. del A.) [xvii]Paul de Cassagnac (1843-1904). Hijo de Bernard Granier de Cassagnac (bonapartista y diputado durante el Segundo Imperio y la Tercera República), fue, a su vez, diputado en el período republicano [xviii]Charles-Ernest Lullier (1838-1891). Militar nombrado general en jefe de las tropas de la Comuna. Detenido y condenado a muerte, tras la derrota de ésta, le fue conmutada la pena por la de trabajos a perpetuidad. En 1880 se benefició de la amnistía. En 1868, Lullie había abofeteado a Paul de Cassagnac, indignado por sus convicciones antirrepublicanas. Cassagnac, pese a la ofensa, se negó a batirse en duelo (lo que explica la alusión de Lafargue). Este párrafo, suprimido en la versión castellana de 1929, junto con las alusiones anteriores a Dufaure, Galliffet, etc., representa la sátira más violenta escrita por Lafargue de los personajes políticos de la Tercera República francesa. [xix] Amédée-Jérôme Langlois (1819-1902). Discípulo y albacea de Proudhon, fue elegido diputado en 1871 y se mantuvo al margen de la actividad de la Comuna, sin apoyarla abiertamente [xx] Heródoto: Tomo II, traducción Larcher, 1786. (N. del A.) [xxi] Biot: De l’abolition de l’esclavage ancien en Occident, 1840. (N. del A.) [xxii] Tito Livio: Libro I. (N. del A.) [xxiii] Platón: República, libro V. (N. del A.) [xxiv] Jenofonte: El económico, IV y VI [xxv] Cicerón: De los deberes, Título II, cap. XLII. (N. del A.) [xxvi] Jenofonte, ob. cit. [xxvii] Plutarco: Vida de Licurgo; Platón: La República, V, y Las leyes, III; Aristóteles: Política, II y VII. (N. del A.) [xxviii] Claude Frédéric Bastiat (1801-1850). Economista y político, defensor ardiente del librecambismo y crítico riguroso del proteccionismo y del socialismo. Murió dejando incompleta su obra principal, Armonías económicas. [xxix] Félix-Antoine-Philibert Dupanloup (1802-1878). Obispo de Orleans y miembro de la Academia Francesa, fue, durante el Segundo Imperio, defensor de la libertad de enseñanza, jefe de fila de los católicos liberales, y diputado y senador en la Tercera República [xxx] Madame Boucicaut, nombre de soltera Marguerite Guérin (1816-1887), esposa de Jacques Aristide Boucicaut, propietario del Bon Marché y famoso por su preocupación por el bienestar de sus empleados. Tras la muerte de Aristide, madame Boucicaut mantuvo la dirección del negocio y continuó las obras filantrópicas de su marido. Fundó el Hospital Boucicaut de París. Como en otras ocasiones, Lafargue dirige sus ataques a los burgueses más conocidos por su paternalismo, para señalar las diferencias de clase que los separan del proletariado. Fuente: Primera publicación en 1880 en el diario L'Egalité, luego en 1883 como folleto. Traducción del francés: Meritxell Martínez. Primera edición en Virus: marzo de 2016, a partir de la de Anagal, la máquina textual deseante (2008). Trabajo de selección Verónica Scardamaglia.

  • ¿Cómo no temblar? / Jacques Derrida

    Hace veinte años en Jerusalén, que en la actualidad sigue siendo uno de los epicentros de los seísmos que sacuden a todo el mundo, había comenzado una conferencia con una frase en la que la sintaxis era más o menos la misma, y decía, para comenzar, “¿cómo no hablar?”. (1) Hoy digo: cómo no temblar. Aún antes de comenzar, y para ya no hablarles de mí, querría relatar dos pequeñas anécdotas, dos pequeñas cosas que me sucedieron (arrivées) (2) —y lo que sucede, si algo sucede, sucede imprevisiblemente, ya que un acontecimiento, lo que sucede, o quien llega, es siempre imprevisto—, dos acontecimientos relacionados con el temblor: un temblor de miedo y el miedo del temblor. Durante la guerra, en 1942-1943, por única vez en mi vida, sentí lo que llamamos físicamente, literalmente, propiamente, un temblor del cuerpo. Fue durante los bombardeos. En Argelia había bombardeos todas las noches, a menudo de aviones italianos; nos refugiábamos en casa de un vecino, y un día, recuerdo que tenía exactamente doce años, mis rodillas se pusieron a temblar de manera incontenible. Temblaba de miedo. Y después, este verano y, como se dice, por el efecto secundario de una quimioterapia, me di cuenta un día que mi mano temblaba y que no podía continuar escribiendo, ya no lograba firmar y era aterrador, en particular para alguien que consagra su vida a escribir. No temblaba de miedo, pero tenía miedo de temblar, de ese temblor que me sucedía. Entonces, se puede temblar de miedo y se puede tener miedo de temblar. ¿Cómo no temblar? ¿Cómo hacer para no temblar? Literalmente o como figura, porque esta cuestión, en apariencia estrictamente retórica, no es secundaria. Hay que explicar a la vez la posibilidad y justificación del uso (metafórico o no, catacrético o no —y la metáfora y la permiten también la comparación con los desplazamientos tectónicos, con las sorpresas que puede reservar un terreno que se desliza o un terremoto); hay que explicar, entonces, a la vez, esa posibilidad y justificación del uso (metafórico o no, catacrético o no) del sustantivo “tremor”, del verbo “temblar”, del adjetivo o del atributo, es decir, del sustantivo tremor (3), a saber, del trazo trazado por una mano temblorosa, del trémolo que la mano del instrumentista imprime intencionalmente, activamente, temblando sobre la cuerda del violín o del órgano, es decir, del trémolo de la voz por la cual el cantante, el orador, el sacerdote, el cantor o el rabino revelan la emoción, o aún más, en el código de la tipografía, de esa línea sinuosa que alterna lo grueso y lo delgado, o aún más, el nombre del árbol que llamamos “álamo temblón” (Zitterpappel en alemán), ese álamo de corteza lisa, de tronco recto cuyas hojas provistas de delgados pecíolos se estremecen con el más leve soplo; hay que, entonces, decía, explicar la posibilidad y justificar el uso de todas esas figuras más allá de su literalidad física o, más precisamente, corporal, ya sea que se trate del propio cuerpo del viviente humano o no, animal, vegetal o divino o del cuerpo o de la corteza terrestre; este último ejemplo, el del terremoto, no se reduce, trataré de mostrarlo, a un ejemplo en una serie, ya que una cierta excepcionalidad le confiere un privilegio paradójico en esta retórica embrollada. El terremoto, el seísmo, la sacudida sísmica y sus réplicas pueden convertirse en metáforas para designar toda mutación perturbadora (social, psíquica, política, geopolítica, poética, artística) que obliga a cambiar de terreno brutalmente, es decir, imprevisiblemente. Si yo mismo he usado y abusado a menudo de esta figura o de ese léxico sísmico, lo que veo en éste, y trataré de explicarme, es algo más o distinto que una salida fácil o que una aproximación retórica. No podemos no temblar en el momento de pensar, de escribir y, sobre todo, de tomar la palabra, en particular cuando a falta de fuerza y de tiempo, lo hacemos de manera más o menos improvisada; y sobre todo cuando se trata de interrogarse, como a menudo estuve tentado a hacerlo en el pasado, explícitamente, literalmente, y de manera sistemática, sobre el sentido, los sentidos, los diferentes sentidos, a veces heterogéneos, así como sobre la esencia del temblor, sobre lo que quiere decir temblar. Acabo de decir “¿cómo no temblar?” y después “no podemos no temblar”. Preciso: parece que fuera preciso temblar. Se debe en el doble sentido de la necesidad o de la obligación irresistible, pero hay que hacerlo, también, en el sentido del deber, del pudor, de la decencia y de la modestia, también del valor, incluso ahí donde se tiembla de miedo. El “hay que” del deber, el “hay que deber y temblar”: comprendo por ello que se debe aceptar la falla, el fracaso, el desfallecimiento, la “fault line” como se diría en inglés, para nombrar la línea del terreno amenazado por el terremoto —y falter (4) significa dudar, tartamudear, hablar con voz entrecortada—. Parece entonces que fuera preciso temblar, no escoger temblar, como por deber, sino ceder ante la necesidad del desfallecimiento, de la debilidad, abandonando toda complacencia o todo sentimiento ingenuo o inocente de tener una firme capacidad, o el dogmatismo de saber dónde se está parado, toda presunción segura acerca del temblor; no hay que hacer como si se supiera lo que quiere decir temblar, o saber lo que es verdaderamente temblar, en verdad, ya que el temblor se mantendrá siempre heterogéneo al saber, es el único saber posible al respecto. Sabemos que no sabremos jamás nada esencial al respecto, incluso si sabemos algo, incluso si podemos parlotear, discutir al respecto. El pensamiento del temblor es una experiencia singular del no-saber; y preciso aún más, después de haber dicho: “hay que temblar, no temblamos jamás lo suficiente cuando proponemos un discurso, una filosofía o una política del temblor”, agrego que el temblor, si es que existe, excede todo “hay que”, toda decisión voluntaria y organizada, todo deber bajo la forma de la ética, del derecho y de la política. La experiencia del temblor es siempre la experiencia de una pasividad absoluta, absolutamente expuesta, absolutamente vulnerable, pasiva ante un pasado irreversible así como ante un porvenir imprevisible. Tiemblo entonces, pero yo mismo no estoy seguro de tener el derecho de decir y de pensar “yo tiemblo”. Ni siquiera estoy seguro de que este enunciado no sea ya una falta o un desconocimiento de lo que un temblor digno de ese nombre desestabiliza, corroe desde una falla subterránea a la autoridad, corroe la continuidad, la identidad del “yo” y sobre todo del “yo” como sujeto, como sustancia o soporte, sostén, sustrato, fundación subterránea de una experiencia en la que el temblor no sería más que un accidente, un atributo, un momento pasajero. “Yo tiemblo” debe en principio querer decir que el “yo” mismo ya no está seguro de ser lo que es, como un cogito que acompañaría a todas mis representaciones (dirían aquí al unísono Descartes y Kant). El temblor digno de ese nombre hace temblar a un “yo” al punto en que ya no puede plantearse como el sujeto (activo o pasivo) de un temblor violento que le sucede, de un acontecimiento que lo priva de su dominio, de su voluntad, de su libertad, por lo tanto, de su derecho a la ipseidad, ya sea al poder de pensar o de decirse autoafectivamente “yo” y, como lo significa toda ipseidad, el poder a secas, al “yo puedo” a secas o al “yo puedo saber”, “yo puedo decidir”, “yo puedo asumir una responsabilidad que sea solamente mía y no la de otro”. Temblar hace temblar la autonomía del yo, lo instala bajo la ley del otro —heterológicamente. Reconocer, como lo hago aquí, que “tiemblo”, es admitir que el ego mismo no resiste a lo que le sacude así y lo amenaza en su facultad de decir legítimamente “yo”. Es como si “yo” se pusiera a balbucir, a hablar atropelladamente, a ya no encontrar ni formar sus palabras, como si el “yo” tartamudeara, incapaz de terminar la frase autoposicional que justamente interrumpe el temblor. Entonces, lo que sucede al “yo”, lo que me sucede cuando tiemblo, es que yo no tengo, ni de hecho ni por derecho, el poder de decir o de pensar “yo” o la ipseidad del “yo”. Si como acabo de hacerlo, a manera de ejemplo, dijera “yo tiemblo”, sería una suerte de mistificación o de ilusión trascendental, una gran estupidez, incluso si, respetando el carácter específicamente intransitivo del verbo “temblar”, yo lo completara, lo determinara con la ayuda de complementos que no serían los complementos de objeto directo de un verbo transitivo. Nuestra gramática nos permite decir, en rigor, “hago temblar a alguien”, o aún más, “alguien o alguna cosa me hace temblar” (solamente en este sentido puedo entonces ser, en efecto, sujeto, pero no en el sentido de un sujeto dueño de sí mismo, sino de sujeto sometido al temblor). Pero la gramática francesa priva al “temblar” de toda transitividad: el verbo temblar es intransitivo. No nos autoriza decir “tiemblo a alguna cosa” o “tiemblo a alguien”, aunque la ley de la lengua francesa nos permita decir (complemento directo) “tiemblo de frío”, “tiemblo de miedo”, “tiemblo ante la catástrofe que se anuncia” o aún más y sobre todo, “tiemblo ante el otro, ante aquélla o aquél”, por ejemplo: tiemblo de miedo o de temor frente a mi padre, frente a mi maestro o frente a Dios —que no está aquí, regresaré a eso. Un ejemplo entre otros, otro entre otros—. Trataré de sugerir ahora, y hasta demostrar que más allá de la tradición abrahámica que nos lega, al menos desde san Pablo a Kierkegaard, el temor o el temblor ante Dios, una suerte de quakerismo universal (el quaker es alguien que tiembla ante la palabra de Dios), sugerir pues que todo temblor de manera literal o metonímica, tiembla ante Dios, o más aún: Dios es en principio el nombre que nombra aquello ante lo que siempre temblamos, lo sepamos o no. O más aún, Dios es el nombre de todo otro que, como todo otro, y como todo otro es todo otro, hace temblar. Desde que me enteré que nuestro amigo Édouard Glissant nos había propuesto este tema temible (que hace temblar) y que me invitaba a hablar de ello en Italia, es decir, en italiano, en todo caso por referencia a una lengua o a una poética de tradición italiana, y a hacerlo, más precisamente, en una institución italo-europea de diseño donde no se impedía jamás asociar la música y la escritura, la pintura y la poesía, tanto artes que requieren el uso de los dedos y de la mano como artes que piensan y se piensan como una cierta experiencia de la mano; ¿me equivoqué entonces al suponer que detrás de este tema, el Paraíso no estaba lejos? (en Italia, pues, repito, y en estos lugares consagrados por nuestros amigos, el diseñador y pintor, Valerio y Camilla —que aúnan el diseño y la música). Quiero decir el Paraíso de Dante y esos versos del libro XIII (76-78), conocidos por todos: Ma la natura la dà sempre scena, Símilmente operando a l’artista Ch’ a l’abito de l’arte ha man ché trema. (5) No puedo reconstruir aquí el contexto inmediato de estos versos, ni la filosofía en general, ni la filosofía del arte o la poética, ni la ontoteología implicadas por Dante en esta aserción sobre el necesario temblor de la mano de un artista que tiene, sin embargo, el hábito y la experiencia de su arte. Pero yo diría que la verdad profunda que se dice a través de estos versos de Dante es que el artista es alguien que se convierte en artista ahí donde la mano tiembla, es decir, donde él no sabe en el fondo lo que va a suceder o que aquello que va a suceder le es dictado por el otro. El momento propiamente artístico de la obra de arte es el momento en que la mano tiembla porque el artista ya no tiene el dominio, porque lo que le sucede y le sorprende como verticalmente le viene del otro. El artista no es responsable. Puede ser responsable de su saber, de su técnica, no es responsable de aquello que es lo más irreductible de su arte y que viene del otro y que hace temblar su mano. Y entonces, hay ahí, en ese temblor, una alianza de responsabilidad y de irresponsabilidad: porque el artista sabe que va a tener que asumir la responsabilidad, es decir, firmar aquello mismo de lo que no es responsable, que le viene del otro. Temblar. ¿Qué hacemos cuando temblamos? ¿Qué es lo que hace temblar? Un secreto siempre hace temblar. No solamente estremecerse o sentir escalofríos, cosa que sucede también alguna vez, sino temblar. El estremecimiento puede ciertamente manifestar el miedo, la angustia, la aprehensión ante la muerte, cuando nos estremecemos con anticipación frente al anuncio de lo que va a venir. Pero puede ser ligero, a flor de piel, cuando el estremecimiento anuncia el placer o el goce. Momento de pasaje, tiempo suspendido de la seducción. Un estremecimiento no es siempre muy grave, a veces es discreto, apenas sensible, un poco epifenomenal. Prepara más bien que seguir al acontecimiento. El agua, decimos, se estremece antes de hervir; es lo que llamamos la seducción: una pre-ebullición superficial, una agitación preliminar y visible. Como en el terremoto o cuando uno tiembla con todos sus miembros, el temblor, al menos en tanto que señal o síntoma, ya tuvo lugar. Ya no es preliminar, incluso si al estremecer el cuerpo violentamente e imprimirle una tremulación incontrolable, el acontecimiento que hace temblar anuncia y amenaza de nuevo. La violencia va a desencadenarse otra vez, un traumatismo podría continuar repitiéndose. A pesar de lo diferentes que son entre ellos, el temor, el miedo, la ansiedad, el terror, el pánico o la angustia ya han comenzado en el temblor, y lo que los ha provocado continúa o amenaza con continuar haciéndonos temblar. La mayoría de las veces no sabemos y no vemos el origen —por tanto, secreto— de lo que cae sobre nosotros. Tenemos miedo del miedo, estamos angustiados por la angustia —y temblamos—. Temblamos en esta extraña repetición que une un pasado innegable. Un golpe tuvo lugar, un traumatismo nos ha afectado ya en un futuro no anticipable, anticipado pero no anticipable, aprehendido pero justamente, y por ello existe el futuro, aprehendido como imprevisible, impredecible, tan cercano como inaccesible. Incluso si creemos saber lo que va a suceder, el nuevo instante, el acontecimiento de esta llegada permanece virgen, aún inaccesible, en el fondo, invivible. En la repetición de lo que permanece impredecible, al principio temblamos por no saber de dónde ha venido ya el golpe, desde dónde fue dado (el buen o mal golpe, a veces el bueno al igual que el malo) y de no saber, un secreto duplicado, y de no saber si va a continuar, recomenzar, insistir, repetirse: si, cómo, dónde, cuándo. Y cuál es la razón de este golpe. Tiemblo entonces de tener aún miedo de aquello que ya me da miedo y que no veo ni preveo. Tiemblo ante lo que excede mi ver y mi saber mientras que eso me concierne hasta lo más profundo, hasta el alma y, como se dice, hasta los huesos. Dirigido hacia lo que engaña tanto el ver como el saber, el temblor es realmente una experiencia del secreto o del misterio, pero otro secreto, otro enigma u otro misterio viene a sellar la experiencia invivible agregando un sello o un ocultamiento de más al tremor (la palabra latina para temblor, de tremo, que en griego como en latín quiere decir tiemblo, estoy agitado por temblores; en griego también existe troméô: tiemblo, me estremezco, temo; y trómos, es el temblor, el temor, el terror. Tremendus, tremendum, como en el mysterium tremendum, en latín [adjetivo verbal de tremo] lo que hace temblar, lo aterrador, lo angustiante, lo terrorífico). ¿De dónde viene el sello suplementario? No se sabe por qué temblamos. El límite del saber ya no concierne solamente a la causa o al acontecimiento, a lo desconocido, lo invisible o ignorado que nos hace temblar. No sabemos tampoco por qué eso produce este síntoma, una cierta agitación irreprimible del cuerpo, la inestabilidad incontrolable de los miembros, este tremor de la piel o de los músculos. ¿Por qué lo incoercible toma esta forma? ¿Por qué el terror hace temblar mientras que podemos también temblar de frío, y por qué estas manifestaciones fisiológicas análogas traducen experiencias y afectos que no tienen, aparentemente al menos, nada en común? Esta sintomatología es tan enigmática como la de las lágrimas. Incluso si supiéramos por qué lloramos, en qué situación y para significar qué (lloro porque he perdido a uno de los míos, el niño llora porque le han pegado o porque no lo quieren: se acongoja, se queja, pide o se deja consolar), eso no explicaría sin embargo que las glándulas lagrimales comiencen a secretar esas gotas de agua que asoman a los ojos y no en otro lugar, la boca o las orejas. Habría entonces que abrir nuevas vías en el pensamiento del cuerpo, sin disociar los registros del discurso (del pensamiento, la filosofía, las ciencias bio-genético-psicoanalíticas, la filo —y la ontogénesis) para acercarse un día a lo que hace temblar o a lo que hace llorar, a esta causa que no es la causa última, que podemos llamar Dios o la muerte (Dios es la causa del mysterium tremendum, y la muerte dada es siempre lo que hace temblar o también lo que hace llorar), pero la causa más cercana, no la causa cercana, es decir, el accidente o la circunstancia, sino la causa más cercana a nuestro cuerpo, eso mismo que hace que en ese momento temblemos o lloremos en lugar de hacer otra cosa. ¿Qué es lo que se metaforiza o se figura entonces? ¿Qué quiere decir el cuerpo, suponiendo que pudiéramos aún hablar aquí de cuerpo, de decir y de retórica? ¿Qué es lo que hace temblar en el mysterium tremendum? Es el don del amor infinito, la disimetría entre la mirada divina que me ve y yo mismo que no veo aquello mismo que me mira, es la muerte de lo irremplazable dada y sobrellevada, es la desproporción entre el don infinito y mi finitud, la responsabilidad como culpabilidad, el pecado, la salvación, el arrepentimiento y el sacrificio. Al igual que el título de Kierkegaard, Temor y temblor, el mysterium tremendum comporta una referencia al menos indirecta e implícita a san Pablo. Ahora, para ganar tiempo, paso a san Pablo. En la epístola a los Filipenses (2:12), se pide a los discípulos que trabajen por su salvación en el temor y en el temblor. Deberán obrar para su salvación sabiendo que Dios decide: el Otro no tiene ninguna razón para darnos y ninguna cuenta que rendirnos, ni razones que compartir con nosotros. Tememos y temblamos porque estamos ya en las manos de Dios, libres sin embargo de trabajar, pero en las manos y bajo la mirada de Dios a quien no vemos, y de quien no conocemos ni las voluntades ni las decisiones por venir, ni las razones de querer esto o lo otro; nuestra vida o nuestra muerte, nuestra perdición o nuestra salvación. Tememos y temblamos ante el secreto inaccesible de un Dios que decide por nosotros, mientras que nosotros somos sin embargo responsables, es decir, libres de decidir, de trabajar, de asumir nuestra vida y nuestra muerte. Pablo dice, y éste es uno de sus “adioses” de los que hablábamos: “Así pues, queridos míos, de la misma manera que habéis obedecido siempre, no sólo cuando estaba presente sino mucho más ahora que estoy ausente [ non ut in praesentia mei tantum, sed multo magis nunc in absentia mea; mè hos en tê parousía mou mónon allà nûn pollô mâllon en tê apousía mou], trabajad con temor y temblor [cum metu et tremore; metà phóbou kaì trómou] por vuestra salvación” (Flp. 2:12). Primera explicación del temor y del temblor, de ese “temor y temblor”: se pide a los discípulos trabajar por su salvación no en presencia (parousía) sino en ausencia (apousía) del maestro: sin ver ni saber, sin comprender la ley o las razones de la ley. Sin saber de dónde viene todo ello y lo que nos espera, estamos abandonados a la soledad absoluta. Nadie puede hablar con nosotros, nadie puede hablar por nosotros, debemos hacernos cargo de nosotros, cada uno debe encargarse (auf sich nehmen [tomar a su cargo], decía Heidegger respecto de la muerte, de nuestra muerte, de lo que es siempre “mi muerte” y de la cual nadie puede hacerse cargo en mi lugar). Pero hay algo aún más grave en el origen de este temblor: si Pablo dice “adiós” y se ausenta demandando obedecer, al ordenar en verdad obedecer (ya que no se pide obedecer, se ordena), es porque Dios mismo está ausente, oculto y silencioso, separado, secreto —en el momento en que hay que obedecerlo—. Dios no da sus razones, actúa como él lo entiende, no tiene que dar sus razones ni compartir nada con nosotros: ni sus motivos, si es que existen, ni sus deliberaciones, ni siquiera sus decisiones. Él no sería Dios de otra manera, no tendríamos nada que ver con el Otro como Dios o con Dios como todo otro. Si el otro compartiera con nosotros sus razones explicándonoslas, si nos hablara todo el tiempo sin ningún secreto, no sería el otro, estaríamos en un elemento de homogeneidad: en la homología, es decir, en lo monológico. El discurso es también un elemento de lo Mismo. No hablamos con Dios ni a Dios; no hablamos con Dios ni a Dios como con los hombres o con nuestros semejantes. Pablo continúa, en efecto: “Pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece” (Flp. 2:13). Comprendemos que Kierkegaard eligiera, para su título, el discurso de un gran judío convertido, Pablo, en el momento de meditar sobre una experiencia también judía del Dios oculto, secreto, separado, ausente o misterioso, el mismo que, sin revelar sus razones, decide exigir de Abraham el gesto más cruel y el más imposible, el más insostenible: ofrecer a su hijo Isaac en sacrificio. Todo eso sucede en secreto. Dios guarda silencio sobre sus razones, Abraham también, y el libro no está firmado por Kierkegaard, sino por Johannes de Silentio. Quiero una vez más hacer el salto hacia este extraño funcionamiento de la figura y de la cosa llamada terremoto. Sabemos lo que es el terremoto en sentido literal; y luego, hay un terremoto figural, por ejemplo, como lo que sucede ahora en el mundo, el seísmo que sacude la fundación misma del orden internacional, del derecho internacional, todo el mundo sufre un terremoto en la actualidad, por lo tanto el terremoto es ahí una figura. Pero lo que querría mostrar para terminar es que el terremoto como figura no es una figura, y dice algo esencial con respecto del temblor. El terremoto como figura no es una figura entre otras. ¿Qué quiere decir esto? Hay un texto de Celan, un poema de Celan que recientemente me interesó mucho, (6) que dice “Die Welt ist fort, ich muss dich tragen”: “El mundo ha partido, yo debo cargarte”.(7) Cuando he tratado de interpretar este verso que desde hace años me fascina, he insistido, por una parte, en el hecho de que en el momento en el que ya no existe el mundo, o que el mundo pierde su fundamento, donde ya no hay suelo —en el terremoto ya no hay suelo ni fundamento que nos sostenga—, ahí donde ya no hay mundo ni suelo, debo cargarte, tengo la responsabilidad de cargarte porque ya no tenemos apoyo, ya no puedes pisar un suelo confiable y por lo tanto tengo la responsabilidad de cargarte. O bien, cuando ya estás muerto —y es pues un pensamiento del duelo, otra interpretación—, cuando ya no hay mundo porque el otro está muerto, y la muerte es cada vez el fin del mundo, cuando el otro está muerto, debo cargarlo según la lógica clásica de Freud según la cual el llamado trabajo de duelo consiste en cargar consigo, en ingerir, en comer y en beber al muerto, para llevarlo dentro de uno. Cuando el mundo ya no existe debo cargarte, es mi responsabilidad ante ti: es pues una declaración de responsabilidad hacia el otro amado. Pero tragen pertenece también al vocabulario de la gestación (la madre que carga en su vientre a un niño): para el niño que aún no ha nacido no existe el mundo, aún no existe mundo, y ahí, donde no hay mundo, debo cargarte. Lo que quiere decir es que ya sea que se trate de la relación de la madre con el niño o que se trate de uno al otro, de quien sea a quien sea, la responsabilidad del debo cargarte supone la desaparición, el alejamiento, el fin del mundo. No existe más responsabilidad que ahí donde se halla el fin del mundo, ahí donde ya no hay suelo, ni tierra, ni fundamento. Para ser responsable es necesario que ya no exista mundo. Entonces se puede decir: ahí donde ya no hay mundo, soy responsable de ti; o bien, desde que soy responsable de ti, y te cargo, en ese mismo momento aniquilo al mundo, ya no hay mundo; en el momento en que soy responsable ante ti, el mundo desaparece. Para ser verdaderamente, singularmente responsable ante la singularidad del otro es necesario que ya no haya mundo. Notas Agradezco profundamente a Cristina Azuela el tiempo dedicado a discutir conmigo cada palabra del texto de Derrida. Sin su ayuda, este texto no sería el mismo. (1 ) Cfr. J. Derrida, Comment ne pas parler. Dénégations. (2) No obstante la cantidad de significados que implica el verbo arriver, (llegar, lograr, alcanzar, pasar, suceder, acontecer), he optado por traducirlo en la mayoría de los casos por “suceder”. El autor juega con estos múltiples significados, pero después de una lectura atenta, considero que lo que destaca Derrida en el caso del temblor es su característica de pasividad frente al acontecimiento del temblor, del pensamiento y de la muerte. (3) En el original “t.r.e.m.b.l.é”. (4) falter en el original. El término podría relacionarse con “falla” (N. T.). (5) “Pero la naturaleza es siempre imperfecta, operando a semejanza del artista que posee su arte, pero le tiembla la mano”. (6) Cfr. J. Derrida, Béliers. Le dialogue ininterroumpu: entre deux infinis, le poème. (7) P. Celan, Groβe, glühende Wölbung. Referencias -Celan, Paul, Groβe, glühende Wölbung, en Atemwende, Suhrkamp, Frankfurt sur Main, 1967, 93 [Renverse du souffle, trad. fr. J.-P. Lefebvre, París, Le Seuil, 2003, 113]. -Dante, Alighieri, “El paraíso”, en La Divina Comedia, trad. Nicolás González Ruiz, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1973. -Derrida, Jacques, Comment ne pas parler. Dénégations en Psyché. Inventions de l’autre, Galilée, París 1987, 535-595 [Cómo no hablar. Denegaciones, trad. Patricio Peñalver, en Psyché. Invenciones del otro. Ediciones La Cebra. Adrogué. 2016]. -----------, Béliers. Le dialogue ininterroumpu: entre deux infinis, le poème, Galilée, París, 2003 [Carneros. El dialogo ininterrumpido: entre dos infinitos, el poema, trad. I. Agoff, Madrid/Buenos Aires, Amorrortu, 2009]. Fuente: Derrida, Jacques. ¿Cómo no temblar? Acta poét [online]. 2009, vol.30, n.2, pp.19-34. ISSN 2448-735X.Revista A partir de la conferencia publicada póstumamente en 2006. Traducción y notas Esther Cohen.

  • Brujería Apocalíptica. Manifiesto / Peter Grey

    1. Si la tierra está envenenada, la brujería debe responder. 2. No es nuestra manera de vivir, es lo vivo mismo lo que se encuentra bajo amenaza. 3. La brujería está en nuestra conexión íntima con la red de lo vivo. 4. Somos Brujería. 5. Nuestro mundo ha cambiado para siempre. Los senderos recorridos ya no se corresponden. Brujería florece en este reino liminal, lunar sin pistas. 6. Somos tormenta, fuego y pantano. 7. No estaremos negados. 8. Brujería es la salida a la desposesión, a la impotencia, al hambre y al abuso. Le da corazón y lengua a piedras y árboles. Viste la piel áspera de las bestias. Enciende una civilización que sabe el precio de todo y el valor de nada. 9. Si no tiene precio, no puede ser comprado. Si no quiere, no puede ser sobornado. Si no existe el miedo, no puede haber control. 10. Brujería es magia popular, la magia del pueblo y para el pueblo. 11. Llamamos al fin de la pretensión de respetabilidad. 12. No nos desarmaremos. 13. La guerra está sobre nosotros. 14. Elige entonces convertirte en una Máscara. 15. Aquellos que lxs que ya no les queda nada que perder, se atreverán a todo. 16. Existe una brujería con múltiples nombres. Hay un Gran Sabbat en una montaña. Existen muchas maneras de volar. No hay ningún testigo presente en el Sabbat. 17. Brujería es una fuerza, no una orden. Brujería es rizomática, no jerárquica. Brujería desafía la organización, no el sentido. Simplemente portamos las marcas. 18. La brujería es poder y lo posee en la ekstasis, el sexo y la ordalía[1]. Brujería es una sexualidad desenfrenada. 19. En la brujería es la mujer quien inicia. Desafiamos al hombre a ser igual a esta mujer. 20. Brujería es el arte de la inversión. 21. Brujería es belleza que es espanto. 22. Brujería es mito que, inspirándose en el pasado, se reviste con los símbolos de (su) tiempo. Brujería no confunde mitos con historia, los aprovecha para transformar el futuro. Brujería conoce el terreno sobre el que se asienta. 23. Brujería honra a lxs espíritus. Brujería encanta a la derrota. Brujería no olvidará. 24. Brujería encarna a nuestrxs antepasadxs ​​y santxs, nos llevan con ellxs. 25. A Ella se le ofrece la sangre, para usarla al cuidado de ceniza y huesos. 26. Seguimos nuestro ejemplo. 27. La práctica de la brujería es una de las revoluciones y uno de los poderes de mujeres, trans, travas, maricas, queers y no binaries. 28. La Diosa que habla a través de nosotrxs se conoce entre humanxs como Babalon. 29. Brujería se preocupa por el misterio. A través de las puertas del misterio llegamos al conocimiento. El conocimiento entra a través del cuerpo. La forma más elevada de este conocimiento es el amor. 30. Cada gota de sangre se sacrifica al grial. El amor no puede comprarse con moneda alguna. 31. Juntxs buscamos y bebemos este vino. 32. La voluntad es limitada, la pasión infinitamente renovada. 33. Brujería está presente, es sanguínea y viva. Brujería presiente, mira fijamente al futuro. Brujería es un oráculo, no se muerde la lengua. Nuestro tiempo ha llegado. [1] Prueba a la que eran sometidos los acusados en la Edad Media para averiguar su culpabilidad o inocencia Traducción y adaptación Verónica Scardamaglia Fuente: Apocalyptic Witchcraft (2013) Editorial Scarlet imprint.

  • El sexo y el espanto (fragmentos) / Pascal Quignard

    La intensidad del instante es el único remedio. Venimos de una escena en la que no estábamos. El hombre es aquel a quien le falta una imagen. La ventana, como el cuadro, hace un templo de un pedazo del mundo. El hombre no tiene el poder de permanecer erecto. Está condenado a la alternancia incomprensible e involuntaria de la potentia y la impotentia. Ora es pene, ora es falo (mentula y fascinus). Por eso el poder es el problema masculino por excelencia, porque su fragilidad específica y la ansiedad le preocupan a todas horas. La fascinación significa lo siguiente: aquel que ve ya no puede apartar la vista. En el cara a cara frontal, tanto en el mundo humano como en el mundo animal, la muerte petrifica. Así es la “coquetería”, una palabra que recuerda el fondo animal de donde la seducción humana extrae lo esencial de sus recursos. Es prolongar el deseo. Es hacer que el deseo se alargue y es hacerse deseable durante largo tiempo. Poseer es imposible: ahí radica la esencia del premio, y este aplazamiento vuelve inapreciable el goce. La coquetería es una finalidad sin fin. Lo que no es bello, lo que es terrible, lo que es más bello que lo bello, lo que obsesiona la curiosidad que mueve a buscar unos ojos, esto es lo fascinante. La intensidad del instante es el único remedio. Es preciso combatir el terror a la muerte mediante el furor, instantáneo e imperturbable, de vivir. El hombre se siente acosado por el deseo como por un lobo. Incluso el placer tiene como primer efecto sustraernos a su atracción mediante la detumescencia. Es difícil ver las ruinas porque siempre estamos viendo detrás de ellas el fantasma de un edificio completo que pretende explicarlas. Pero las imaginamos. Fuente: Quignard, Pascal. El sexo y el espanto. Traducción de Ana Becciú. Editorial Minúscula. Barcelona, 2005. Trabajo de selección: Luigi Amara

  • Post Guardia XXXV / Débora Chevnik

    evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar se nos evaporó el deseo, Cómo evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar puede el deseo sacarle tornillos evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar desmaquinar la pura máquina evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar desear desear deseo flaneur evaluar, derivar evaluar, derivar evaluar, derivar

  • Poemas elegidos / Cristina Peri Rossi

    Si el lenguaje este modo austero de convocarte en medio de fríos rascacielos y ciudades europeas Fuera el modo de hacer el amor entre sonidos o el modo de meterme entre tu pelo *** Ninguna palabra nunca ningún discurso -ni Freud, ni Martí- sirvió para detener la mano la máquina del torturador. Pero cuando una palabra escrita en el margen en la página en la pared sirve para aliviar el dolor de un torturado, la literatura tiene sentido. *** Los exiliados Persiguen por las calles sombras antiguas retratos de muertos voces balbuceadas hasta que alguien les dice que las sombras los pasos las voces son un truco del inconsciente Entonces dudan miran con incertidumbre y de pronto echan a correr detrás de un rostro que les recuerda otro antiguo. No es diferente el origen de los fantasmas. *** Eludir el nombre directo de las cosas es convocarlas de manera más elocuente. por eso cuando hablo de ti te llamo Amaranta, Lanceolada, Himenea y Yocasta. Como sabiéndolo tú respondes desde el fondo de la lengua, allí donde el nombre de las cosas es todavía víscera profunda antes que acuerdo y convención. *** Ella es ella más todas las veces que leí la palabra ella escrita en cualquier texto más las veces que soñé ella más sus evocaciones, diferentes a las mías. *** Genealogía (Safo, V. Woolf y otras) dulces antepasadas mías ahogadas en el mar o suicidadas en jardines imaginarios encerradas en castillos de muros lilas y arrogantes espléndidas en su desafío a la biología elemental que hace de una mujer una paridora antes de ser en realidad una mujer soberbias en su soledad y en el pequeño escándalo de sus vidas Tienen lugar en el herbolario junto a ejemplares raros de diversa nervadura. *** Segunda vez En el acto ingenuo de tropezar dos veces con la misma piedra algunos perciben tozudez Yo me limito a comprobar la persistencia de las piedras el hecho insólito de que permanezcan en el mismo lugar después de haber herido a alguien. *** Estrategias del deseo Las palabras no pueden decir la verdad la verdad no es decible la verdad no es lenguaje hablado la verdad no es un dicho la verdad no es un relato en el diván del psicoanalista o en las páginas de un libro. Considera, pues, todo lo que hemos hablado tú y yo en noches de vela en apasionadas tardes de café -London, Astoria, Arlequín- sólo como seducción en el mismo lugar que las medias negras y el liguero de encaje: estrategias del deseo. Fuente: Peri Rossi, Cristina. Detente, instante, eres tan bello: poesía reunida. Compilado por Alejo Carbonell. Caballo Negro Editora, 2021. Córdoba. Trabajo de selección: Gonzalo Sanguinetti

  • Revelación de un mundo (fragmentos) / Clarice Lispector

    Quién no se ha preguntado alguna vez ¿soy un monstruo, o es esto ser una persona? Es lo que menos se ha dado en mí: la delicadeza infinita de la alegría. Pues cuando me detengo demasiado en ella y trato de apoderarme de su levísima vastedad, me vienen a los ojos lágrimas de cansancio. Soy débil ante la belleza de lo que existe y de lo que habrá de existir. Y no logro, en este adiestramiento continuo, apoderarme del primer regocijo de la vida. Y si a usted le parezco rara, respéteme. Incluso yo me vi obligada a respetarme. Sé que lo que escribo aquí no se puede llamar crónica ni columna ni nota. Pero sé que hoy es un grito. Un grito de cansancio. Estoy cansada. Es obvio que mi amor por el mundo nunca impidió guerras ni muertes. Amar nunca impidió que por dentro yo llorase lágrimas de sangre. Ni impidió separaciones mortales. Los hijos dan mucha alegría. Pero también tengo dolores de parto todos los días. El mundo me falló, yo le fallé al mundo. Por lo tanto no quiero amar más. ¿Qué me queda? Vivir automáticamente hasta que la muerte natural llegue. Pero sé que no puedo vivir automáticamente: necesito amparo y amparo del amor. Estoy segura de que en la cuna mi primer deseo fue el de pertenecer. Por motivos que no interesan aquí, de alguna manera yo debía estar sintiendo que no pertenecía ni a nada ni a nadie. Creo que nací sin motivo. Incluso mis alegrías, qué solitarias son a veces. Y una alegría solitaria puede tornarse patética. Es como quedarse con un presente todo envuelto con papel de regalo en las manos, y no tener a quien decirle: tome, es suyo, ábralo. No queriendo verme en situaciones patéticas y, por una especie de contención, que evita el tono de tragedia, raramente envuelvo entonces con papel de regalo mis sentimientos. Fuente: Lispector, Clarice. Revelación de un mundo. Adriana Hidalgo editora. Buenos Aires, 2004. Trabajo de selección: Facundo Abalo

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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