La intensidad del instante es el único remedio.
Venimos de una escena en la que no estábamos.
El hombre es aquel a quien le falta una imagen.
La ventana, como el cuadro, hace un templo de un pedazo del mundo.
El hombre no tiene el poder de permanecer erecto. Está condenado a la alternancia incomprensible e involuntaria de la potentia y la impotentia. Ora es pene, ora es falo (mentula y fascinus). Por eso el poder es el problema masculino por excelencia, porque su fragilidad específica y la ansiedad le preocupan a todas horas.
La fascinación significa lo siguiente: aquel que ve ya no puede apartar la vista. En el cara a cara frontal, tanto en el mundo humano como en el mundo animal, la muerte petrifica.
Así es la “coquetería”, una palabra que recuerda el fondo animal de donde la seducción humana extrae lo esencial de sus recursos. Es prolongar el deseo. Es hacer que el deseo se alargue y es hacerse deseable durante largo tiempo. Poseer es imposible: ahí radica la esencia del premio, y este aplazamiento vuelve inapreciable el goce. La coquetería es una finalidad sin fin.
Lo que no es bello, lo que es terrible, lo que es más bello que lo bello, lo que obsesiona la curiosidad que mueve a buscar unos ojos, esto es lo fascinante.
La intensidad del instante es el único remedio. Es preciso combatir el terror a la muerte mediante el furor, instantáneo e imperturbable, de vivir.
El hombre se siente acosado por el deseo como por un lobo.
Incluso el placer tiene como primer efecto sustraernos a su atracción mediante la detumescencia.
Es difícil ver las ruinas porque siempre estamos viendo detrás de ellas el fantasma de un edificio completo que pretende explicarlas. Pero las imaginamos.
Fuente: Quignard, Pascal. El sexo y el espanto. Traducción de Ana Becciú. Editorial Minúscula. Barcelona, 2005.
Trabajo de selección: Luigi Amara
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