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  • Economía de la crueldad / gonzalo sanguinetti

    Donde tú eres tierno, dices tu plural Roland Barthes Habiendo escuchado la intervención de Martín Kohan sobre la crueldad, converso con lo que ese señalamiento abre. Pienso la crueldad menos como una “moda” que como una moneda: un instrumento económico aplicado con fines específicos. Hasta ahora todos los "actos" de gobierno han consistido en efectuar su verdadera política económica. Digo verdadera porque es la primera, la más importante, la que ya está en pleno funcionamiento, dando resultados, y por esto mismo es la más imperceptible, la más subrepticia, la menos visible, la más indeclarada, la más tácita. Llamo "actos de gobierno" a esas escenas en las que el sufrimiento "ajeno" se usufructúa para producir el efecto de un goce apropiable: gozar con la pérdida de puestos de trabajo, con la amenaza de cierre o el cierre efectivo de espacios de trabajo, de espacios públicos, gozar con la privación de empresas nacionales estratégicas signadas con el argumento de lo deficitario, gozar con la quita de comida a comedores comunitarios, con la quita de complementos económicos para quienes el sistema de empleo no otorga lugar, gozar con la descompensación de dos adolescentes que el presidente usa como capital a favor de su incesante show en busca de aprobación, aceptación y celebración, en fin, gozar con el desmantelamiento de lo que asiste y lo que cuida. Estos son actos de gobierno: gozar del empuje al desamparo y la indefensión de vidas otras, es decir, vidas que se perciben ajenas y por eso inafectantes. Más precisamente, el sufrimiento ajeno ("ajenizado", percibido como ajeno, desasido de su dimensión común) se capitaliza como un activo apropiable. Es un capital que da sensación de indemnidad, superioridad, fortaleza: operación que reivindica el paradigma de una virilidad falocrática cimentada en una fantasía de indemnidad: una fuerza invulnerable a otras fuerzas, una fuerza capaz de someter a todas las fuerzas. Este sería un efecto que provoca la crueldad: el goce de una supremacía sobre algo inferiorizado mediante su sometimiento a través de la fuerza. Dicho de otro modo: el goce de vulnerar a la fuerza una vulnerabilidad para sentirse invulnerable. Marcelo Percia (2024) escribe: “La crueldad no se ejerce contra otro, sino contra otra vulnerabilidad. Se necesita ensañarse ante el desamparo puesto en otra parte para sentir, mientras se lastima, que se está a salvo del dolor. Se ejerce o se consiente la crueldad para participar de la ilusión de pertenecer a la comunidad inmunizada de la fuerza.” Las prácticas de humillación, degradación y denigración públicas despuntan como la moneda corriente en estos días, la moneda que funciona, la moneda que lejos de depreciarse, se valoriza. Conforman la política monetaria del gobierno: su plan económico es una economía de la crueldad, una desregulación de la economía material y anímica. Hay un trueque profundo en marcha: en concomitancia a la decisión de no dispensar ninguna condición material de bienestar -y de destruir las que había-, lo que se dispensa es una habilitación para gozar sin límites (morales, éticos, sociales, institucionales, jurídicos,, sensibles) del sufrimiento ajenizado. Ante tanto desamparo, humillación y vejación infligidos por el plan de despojo y desmantelamiento de las instancias de lo común que lleva a cabo el gobierno, las infinitas formas de la crueldad aparecen como una de las pocas cosas accesibles, un mal de primera necesidad, un activo económico al alcance de la mano. No hay plata, pero sí hay de y a quienes gozar. No hay goces con otras vidas, colectivos, comunitarios (no hay festivales, no hay fiestas, no hay cultura, las huelgas y las movilizaciones están criminalizadas, no quieren alegrías de lo común), pero sí se podrá gozar de otras vidas, hay satisfacción a costa de otras vidas. “Otredad” ya no funciona como cifra de la vida compartida, convivida, convidada, sino que designa un medio y un objeto de donde extraer satisfacción propia. No se emite moneda, no se inyecta dinero en la economía, pero sí asistimos a una emisión sin precedentes de la moneda de la crueldad y a su irrigación a través de toda la capilaridad del tejido común. Hay una satisfacción adquirida de la explotación de la desdicha en otrx, por ende, ya no hablamos de la percepción de una plusvalía económica, sino de una plusvalía anímica. Quizá por eso -todavía- la suba demencial, indudablemente asesina, del costo de las necesidades básicas para la vida no "impacta", porque hay una satisfacción sustitutiva operando efectiva e imperceptiblemente desde la economía anímica. El movimiento transfeminista en Argentina ha obrado como punta de lanza de una serie de intervenciones desde las vidas subalternizadas, que han denunciado e impulsado la desregulación de la economía de la crueldad que el patriarcado capitalista precisa para funcionar (poblaciones que históricamente han sido sometidas a sostener la economía patriarcal con sufrimientos concentrados sobre sus existencias, al ser reducidas a objeto de usufructo para el goce de otros). Un hilo que enhebró esas intervenciones consistió en situar en el centro de la discusión la noción de cuidados como condición de posibilidad mínima para que ocurra toda vida, y como premisa fundante de la pregunta por lo común. Quizá por eso la revancha comienza por ahí: esta es una economía que este liberalismo sí pretende regular, en la que sí va intervenir, en la que sí desea un estado intervencionista. El movimiento transfeminista efectuó esa desregulación materialmente: en octubre de 2016 realizó el primer paro de mujeres (así llamado entonces): un cortocircuito, un sabotaje, una interrupción literal del circuito económico, que implicó un límite, un corte, un ajuste, un recorte, un achicamiento de la satisfacción libidinal supremacista, de donde el régimen patriarcal extrae su plusvalía anímica. En tanto estructura sacrificial, la estructura patriarcal es un regulador de la economía afectiva: un modo de distribución y administración de los afectos, así como también de la posiciones y privilegios de goce. Otras estructuras sacrificiales componen la trama cotidiana de los días en que vivimos: capitalismo, colonialismo, racismo, cuerdismo, especismo. Así llama Derrida (no sin vacilación) a lugares dejados libres en la estructura de una cultura, una época, una lengua, un pensamiento, para un "matar no-criminal". Situar al movimiento transfeminista (junto al colectivo de disidencias existenciales y a la ESI) como enemigo, es el síntoma de algo más específico que una revancha: está en marcha una reconquista del goce supremacista (en esta línea estratégica se puede contar el cierre del INADI, otro límite institucional al goce de la crueldad). Esta reconquista trata de recuperar la ganancia libidinal perdida que la naturalización de la crueldad garantizaba, restituir el extractivismo anímico que goza usufructuando el sometimiento de cuerpos subalternizados, y que, a causa de ello, hace posible que otras injusticias, desigualdades, violencias, penurias, desdichas y abusos sean tolerables: porque hay un resarcimiento anímico al gozar del privilegio protector de esa posición de goce. Escribe Marcelo Percia (2023) que “La crueldad no importa, ahora, como maldad o placer que daña, sino como dadora de una sensación de inmunidad a través del ejercicio caprichoso y desquiciado de la fuerza.” La crueldad es un extractivismo de la materia vital de un cuerpo. Por eso las luchas transfeministas, anti-racistas, los activismos contra la devastación ambiental, los activismos en salud mental, el activismo disca y crip, que denuncian cómo la economía capitalista se sostiene a través del extractivismo invisibilizado sobre esos cuerpos, conforman la unidad de un eje del mal para este libertarismo, que no es sino el rostro auténtico del capitalismo, sin coartadas, sin ambages, sin diplomacias, sin vergüenza de sí, sin maquillajes, ni pinkwashing, ni greenwashing, es la cara lavada del capitalismo, la plenitud de su rostro atroz. El plan económico del gobierno consiste en restituir una economía de la crueldad o a la crueldad como operador que regula las relaciones sociales. Restituir los privilegios anímicos del varón heterosexual blanco propietario, viril, fuerte y abusador, como patrón dominante que organiza las posiciones de goce y la distribución del daño, para reorganizar las relaciones sociales en los términos del dominio, y con ello, restituir el sometimiento y el usufructo de lo inferiorizado como operaciones paradigmáticas de resarcimiento anímico ante la confiscación devastadora del poder adquisitivo. A la recesión despiadada de la economía material, le corresponde una expansión de la economía de la crueldad. Y esto no por casualidad o accidente, son las condiciones exactas que el capital necesita para viabilizar un nuevo proceso de saqueo, despojo, expropiación y concentración de los bienes comunes, que siempre se condice con una redistribución y concentración del dolor y del sufrimiento en los cuerpos inferiorizados. Por eso esta economía de la crueldad convoca el llamamiento a un nuevo pacto fundacional del patriarcado y clama: “Ahí donde pierden el poder adquisitivo de mercancías, serán resarcidos con el poder adquisitivo de cuerpos mercantilizados de los que podrán gozar para extraer las satisfacciones que no obtendrán de otra manera”. En este sentido asistimos a una colosal confesión de partes del capitalismo: capitalismo y crueldad son indisociables, no hay economía capitalista sin el soporte de una economía de la crueldad. La crueldad es su operación fundante y su sustento anímico. Sus acciones coinciden punto por punto: apropiación, extracción, explotación, usufructo y vaciamiento de las energías vitales de todo cuerpo viviente degradado a objeto de explotación. En coordenadas latinoamericanas, y a partir del encuentro entre escuchas clínicas y efectos inducidos por la tortura como paradigma político del terrorismo de estado practicado por la última dictadura cívico-militar, Fernando Ulloa ubica el cultivo de las condiciones de existencia de la crueldad en la "falencia del primer amparo": la ternura. Como gesto de hospitalidad fundante, no sólo de un viviente, sino de una común vulnerabilidad entre vivientes, la ternura se compone de tres dones que mitigan la exposición a la intemperie, que amparan el desamparo que nos constituye: abrigo frente a los rigores de la intemperie, alimento frente a los rigores del hambre y miramiento, que no es sino la consideración amorosa sobre una vida en estado de vulnerabilidad, de desamparo, de indefensión. Ese inasible don que Ulloa llama miramiento amoroso -quizá el más enigmático y sutil-, puede pensarse como un comparecer ante el llamado de lo frágil. Dufourmantelle llama dulzura a esa suavidad herida que atiende la solicitud de lo vulnerable. En su argumentación, Ulloa repone una idea freudiana: la ternura se originaría en la coartación del fin último de la pulsión, coartación que depende de una terceridad, una instancia de apelación, que oficia de "contertulio de la ternura", ¿qué quiere decir esto? Que la ternura es posible en la medida que vulnerabilidad, desamparo, indefensión no puedan ser usufructuados como objetos al servicio de una satisfacción, y para eso se necesitan al menos tres: entre yo y tú, algo que interponga un afuera al encierro en la asimetría de ese entre-dos. La ternura es en abstención de la crueldad. Ocurre, quizá como sugiere Simone Weill, cuando "no se ejerce todo el poder del que se dispone". No hay nada sencillo en esto, quizá nada más difícil que esta decisión a la que estamos arrojadxs permanentemente, porque tal abstención no es nunca definitiva: su deliberación se nos presenta cada vez como un asedio que no da tregua. Rilke supo advertirlo, se trata de "lo más difícil que nos haya sido encomendado. Lo último, la prueba suprema, la tarea final, ante la cual todas las demás tareas no son sino preparación." Para que ocurra enternecimiento en lugar de ensañamiento, es necesario que existan instancias de apelación, inscriptas en la memoria de lo común, que intercedan en esa indefensión del estar a merced. Sin el pulso de una común vulnerabilidad, un común desamparo, una común debilidad, una común fragilidad, que oficien como memorias históricas intercesoras ante el abuso y el ultraje de lo indefenso, el desamparo deviene pasible de ser usufructuado como objeto del que se extrae una plusvalía anímica que otorga la ilusión de indemnidad, supremacía y fortaleza. La activación de esta economía de la crueldad corre en paralelo con la implementación de una política de producción de desamparos y de erradicación de lo público, en tanto lo público es el lugar donde residen las memorias de lo común como instancias intercesoras de la crueldad. En la ternura y en el duelo encontramos deserciones de la crueldad. Pero ¿cómo ocurre que un cuerpo se incline hacia el encanto de las eróticas de la debilidad antes que a la embriaguez de la fuerza? No hay tanta novedad en la proposición de esta política de la crueldad, es lo que la lógica del capital ha enseñado y demostrado ya innumerables veces a lo largo de su historia: la producción masiva de dolor y desdicha en favor de unas minorías que gozan de ello. Quizás sí haya novedad en el hecho de haber sido elegida. La pregunta sobre las condiciones de esa elección podría dibujar la forma de nuestro desvelo: ¿qué crueldades ya consentíamos sin advertirlo? Bibliografía Conversada: -Percia, M (2024) Embriaguez de la fuerza. Publicada en www.revistaadynata.com /post/embriaguez-de-la-fuerza---marcelo-percia -Ulloa F. (1998) “Pensar el dispositivo de la crueldad”. Recuperado de https://www.pagina12.com.ar/1998/98-12/98-12-24/psico01.htm

  • La noción de gasto / Georges Bataille

    1. Insuficiencia del principio clásico de utilidad Cuando el sentido de un debate depende del valor fundamental de la palabra útil, es decir, siempre que se aborda una cuestión esencial relacionada con la vida de las sociedades humanas, sean cuales sean las personas que intervienen y las opiniones representadas, es posible afirmar que se falsea necesariamente el debate y se elude la cuestión fundamental. No existe, en efecto, ningún medio correcto, considerando el conjunto más o menos divergente de las concepciones actuales, que permita definir lo que es útil a los hombres. Esta laguna queda harto probada por el hecho de que es constantemente necesario recurrir, del modo más injustificable, a principios que se intentan situar más allá de lo útil y del placer. Se alude, hipócritamente, al honor y al deber combinándolos con el interés pecuniario y, sin hablar de Dios, el Espíritu se usa para enmascarar la confusión intelectual de aquellos que rehúsan aceptar un sistema coherente. Sin embargo, la práctica usual evita estas dificultades elementales, y la conciencia común parece que, en una primera aproximación, no puede oponer más que reservas verbales al principio clásico de la utilidad, es decir, de la pretendida utilidad material. Teóricamente, ésta tiene por objeto el placer -pero solamente bajo una forma atemperada, ya que el placer violento se percibe como patológico- y queda limitada a la adquisición (prácticamente a la producción) y a la conservación de bienes, de una parte, y a la reproducción y conservación de vidas humanas, por otra: (preciso es añadir, ciertamente, la lucha contra el dolor, cuya importancia hasta en sí misma para poner de manifiesto el carácter negativo del principio del placer teóricamente introducido en la base). En la serie de representaciones cuantitativas ligadas a esta concepción de la existencia, plana e insostenible, sólo el problema de la reproducción se presta seriamente a la controversia por el hecho de que un aumento exagerado del número de seres vivientes puede disminuir la parte individual. Pero, globalmente, cualquier enjuiciamiento general sobre la actividad social implica el principio de que todo esfuerzo particular debe ser reducible, para que sea válido, a las necesidades fundamentales de la producción y la conservación. El placer, tanto si se trata de arte, de vicio tolerado o de juego, queda reducido, en definitiva, en las interpretaciones intelectuales corrientes, a una concesión, es decir, a un descanso cuyo papel sería subsidiario. La parte más importante de la vida se considera constituida por la condición -a veces incluso penosa- de la actividad social productiva. Es verdad que la experiencia personal, tratándose de un joven, capaz de derrochar y destruir sin sentido, se opone, en cualquier caso, a esta concepción miserable. Pero incluso cuando éste se prodiga y se destruye sin consideración alguna, hasta el más lúcido ignora el por qué o se cree enfermo. Es incapaz de justificar utilitariamente su conducta y no cae en la cuenta de que una sociedad humana puede estar interesada, como él mismo, en pérdidas considerables, en catástrofes que provoquen, según necesidades concretas, abatimientos profundos, ataques de angustia y, en último extremo, un cierto estado orgiástico. La contradicción entre las concepciones sociales corrientes y las necesidades reales de la sociedad se asemeja, de un modo abrumador, a la estrechez de mente con que el padre trata de obstaculizar la satisfacción de las necesidades del hijo que tiene a su cargo. Esta estrechez es tal que le es imposible al hijo expresar su voluntad. La cuasi malvada protección de su padre cubre el alojamiento, la ropa, la alimentación, hasta algunas diversiones anodinas. Pero el hijo no tiene siquiera el derecho de hablar de lo que le preocupa. Está obligado a hacer creer que no se enfrenta a nada abominable. En este sentido es triste decir que la humanidad consciente continúa siendo menor de edad; admite el derecho de adquirir, de conservar o de consumir racionalmente, pero excluye, en principio, el gasto improductivo. Es cierto que esta exclusión es superficial y que no modifica la actividad práctica, del mismo modo que las prohibiciones no limitan al hijo, el cual se entrega a diversiones inconfesables en cuanto deja de estar en presencia del padre. La humanidad puede hacer suyas unas concepciones tan estúpidas y miopes como las paternas. Pero, en la práctica se comporta de tal forma que satisface necesidades que son una barbaridad atroz e incluso no parece capaz de subsistir más que al borde de lo excesivo. Por otra parte, a poco que un hombre sea capaz de aceptar plenamente las consideraciones oficiales, o que pueden llegar a serlo, a poco que tienda a someterse a la atracción de quien dedica su vida a la destrucción de la autoridad establecida, es difícil creer que la imagen de un mundo apacible y coherente con la razón pueda llegar a ser para él otra cosa que una cómoda ilusión. Las dificultades que pueden encontrarse en el desarrollo de una concepción que no siga el modelo despreciable de las relaciones del padre con su hijo no son, por lo tanto, insuperables. Se puede añadir la necesidad histórica de imágenes vagas y engañosas para uso de la mayoría, que no actúa sin un mínimo de error (del cual se sirve como si fuera una droga) y que, además, en cualquier circunstancia, rechaza reconocerse en el laberinto al que conducen las inconsecuencias humanas. Para los sectores incultos o poco cultivados de la sociedad, una simplificación extrema constituye la única posibilidad de evitar una disminución de la fuerza agresiva. Pero sería vergonzoso aceptar como un límite al conocimiento las condiciones en las que se forman tales concepciones simplificadas. Y si una concepción menos arbitraria está condenada a permanecer de hecho como esotérica, si, como tal, tropieza, en las circunstancias actuales, con un rechazo insano, hay que decir que este rechazo es precisamente la deshonra de una generación en la que los rebeldes tienen miedo del clamor de sus propias palabras. No debemos, por tanto, prestarle atención. 2. El principio de pérdida La actividad humana no es enteramente reducible a procesos de producción y conservación, y la consumición puede ser dividida en dos partes distintas. La primera, reducible, está representada por el uso de un mínimo necesario a los individuos de una sociedad dada la conservación de la vida y para la continuación de la actividad productiva. Se trata, pues, simplemente, de la condición fundamental de esta última. La segunda parte está representada por los llamados gastos improductivos: el lujo, los duelos, las guerras, la construcción de monumentos suntuarios, los juegos, los espectáculos, las artes, la actividad sexual perversa (es decir, desviada de la actividad genital), que representan actividades que, al menos en condiciones primitivas, tienen su fin en sí mismas. Por ello, es necesario reservar el nombre de gasto para estas formas improductivas, con exclusión de todos los modos de consumición que sirven como medio de producción. A pesar de que siempre resulte posible oponer unas a otras, las diversas formas enumeradas constituyen un conjunto caracterizado por el hecho de que, en cualquier caso, el énfasis se sitúa en la pérdida, la cual debe ser lo más grande posible para que adquiera su verdadero sentido. Este principio de pérdida, es decir, de gasto incondicional, por contrario que sea al principio económico de la contabilidad (el gasto regularmente compensado por la adquisición), sólo racional en el estricto sentido de la palabra, puede ponerse de manifiesto con la ayuda de un pequeño número de ejemplos extraídos de la experiencia corriente. 1) No basta con que las joyas sean bellas y deslumbrantes, lo que permitiría que fueran sustituidas por otras falsas. El sacrificio de una fortuna, en lugar de la cual se ha preferido un collar de diamantes, es lo que constituye el carácter fascinante de dicho objeto. Este hecho debe ser relacionado con el valor simbólico de las joyas, que es general en psicoanálisis. Cuando un diamante tiene en un sueño una significación relacionada con los excrementos, no se trata solamente de una asociación por contraste ya que, en el subconsciente, las joyas, como los excrementos, son materias malditas que fluyen de una herida, partes de uno mismo destinadas a un sacrificio ostensible (sirven, de hecho, para hacer regalos fastuosos cargados de deseo sexual). El carácter funcional de las joyas exige su inmenso valor material y explica el poco caso hecho a las más bellas imitaciones, que son casi inutilizables. 2) Los cultos exigen una destrucción cruenta de hombres y de animales de sacrificio. El sacrificio no es otra cosa, en el sentido etimológico de la palabra, que la producción de cosas sagradas. Es fácil darse cuenta de que las cosas sagradas tienen su origen en una pérdida. En particular, el éxito del cristianismo puede ser explicado por el valor del tema de la crucifixión del hijo de Dios, que provoca la angustia humana por equivaler a la pérdida y a la ruina sin límites. 3) En los diferentes deportes, la pérdida se produce, en general, en condiciones complejas. Cantidades de dinero considerables se gastan en mantenimiento de locales, de aparatos y de hombres. Las energías se prodigan, en lo posible, con la finalidad de provocar un sentimiento de estupefacción y, en todo caso, con una intensidad infinitamente más grande que en las empresas de producción. El peligro de muerte no se evita, ya que constituye, por el contrario, el objeto de una fuerte atracción inconsciente. Por otra parte, las competiciones son, a veces, la ocasión para repartir riquezas de un modo ostensible. Muchedumbres inmensas asisten a ellas. Sus pasiones se desencadenan con gran frecuencia sin control alguno y la pérdida de ingentes cantidades de dinero queda comprometida en forma de apuestas. Es verdad que esta circulación de dinero beneficia a un pequeño número de profesionales de la apuesta, pero no por ello esta circulación puede ser menos considerada como una carga real de las pasiones desencadenadas por la competición, que ocasiona a un gran número de apostadores pérdidas desproporcionadas con sus medios. Estas pérdidas alcanzan frecuentemente una importancia tal que los apostadores no tienen otra salida que la prisión o la muerte. Por otra parte, formas diferentes de gasto improductivo pueden estar ligadas, según las circunstancias, a los grandes espectáculos de competición que, del mismo modo que los elementos animados por un movimiento propio, se sienten atraídos por una turbulencia mayor. Así es como a las carreras de caballos se asocian procesos de clasificación social de carácter suntuario (basta mencionar la existencia de los Jockey Clubs) y la producción ostentosa de las lujosas novedades de la moda. Hay que hacer observar, además, que el conjunto de los gastos que tienen lugar actualmente en las carreras es insignificante comparado con las extravagancias de los bizantinos, que unen a las competiciones hípicas el conjunto de la actividad pública. 4) Desde el punto de vista del gasto, las producciones artísticas pueden ser divididas en dos grandes categorías, entre las cuales la primera está constituida por la arquitectura, la música y la danza. Esta categoría comporta gastos reales. No obstante, la escultura y la pintura, sin hacer referencia a la utilización de lugares concretos para ceremonias o espectáculos, introducen en la arquitectura misma el principio de la segunda categoría, el del gasto simbólico. Por su parte, la música y la danza pueden estar fácilmente cargadas de significaciones exteriores. En su forma superior, la literatura y el teatro, que constituyen la segunda categoría, provocan la angustia y el horror por medio de representaciones simbólicas de la pérdida trágica (decadencia o muerte). En su forma inferior provocan la risa por medio de representaciones cuya estructura es análoga, pero excluyen ciertos elementos de seducción. El término poesía, que se aplica a las formas menos degradadas, menos intelectualizadas de la expresión de un estado de pérdida, puede ser considerado como sinónimo de gasto; significa, en efecto, de la forma más precisa, creación por medio de la pérdida. Su sentido es equivalente a sacrificio. Es cierto que el nombre de poesía no puede ser aplicado de forma apropiada, más que a una parte bastante poco conocida de lo que viene a designar vulgarmente y que, por falta de una decantación previa, pueden introducirse las peores confusiones. Sin embargo, en una primera exposición rápida, es imposible referirse a los límites infinitamente variables que existen entre determinadas formaciones subsidiarias y el elemento residual de la poesía. Es más fácil decir que, para los pocos seres humanos que están enriquecidos por este elemento, el gasto poético deja de ser simbólico en sus consecuencias. Por tanto, en cierta medida, la función creativa compromete la vida misma del que la asume, puesto que lo expone a las actividades más decepcionantes, a la miseria, a la desesperanza, a la persecución de sombras fantasmales, que sólo pueden dar vértigo, o a la rabia. Es frecuente que el poeta no pueda disponer de las palabras más que para su propia perdición, que se vea obligado a elegir entre un destino que convierte a un hombre en un réprobo, tan drásticamente aislado de la sociedad como lo están los excrementos de la vida apariencial, y una renuncia cuyo precio es una actividad mediocre, subordinada a necesidades vulgares y superficiales. 3. Producción, intercambio y gasto improductivo Una vez demostrada la existencia del gasto como función social, es necesario tomar en consideración las relaciones de esta función con las de producción y adquisición, que son opuestas. Estas relaciones se presentan inmediatamente como las de un fin con la utilidad. Y, si bien es verdad que la producción y la adquisición, cambiando de forma al desarrollarse, introducen una variable cuyo conocimiento es fundamental para la comprensión de los procesos históricos, ambas no son, sin embargo, más que medios subordinados al gasto. A pesar de ser espantosa, la miseria humana no ha sido nunca una realidad digna de atención en las sociedades porque la preocupación por la conservación, que da a la producción la apariencia de un fin, se impone sobre el gasto improductivo. Para mantener esta preeminencia, como el poder está ejercido por las clases que gastan, la miseria ha sido excluida de toda actividad social. Y los miserables no tienen otro medio de entrar en el círculo del poder que la destrucción revolucionaria de las clases que lo ocupan, es decir, a través de un gasto social sangriento y absolutamente ilimitado. El carácter secundario de la producción y de la adquisición con respecto al gasto aparece de la forma más clara en las instituciones económicas primitivas debido a que el intercambio es todavía tratado como una pérdida suntuaria de los objetos cedidos. El intercambio se presenta así, en el fondo, como un proceso de gasto sobre el que se desarrolló un proceso de adquisición. La economía clásica creyó que el intercambio primitivo se producía bajo la forma de trueque, pues no tenía, en efecto, ninguna razón para suponer que un medio de adquisición como el intercambio hubiera podido tener como origen, no la necesidad de adquirir sino la necesidad contraria de destrucción y de pérdida. La concepción tradicional de los orígenes de la economía no ha sido arruinada más que en fecha reciente, incluso muy reciente, por lo que en gran número de economistas sigue considerando arbitrariamente el trueque como el ancestro del comercio. Opuesta a la noción artificial de trueque, la forma arcaica del intercambio ha sido identificada por Mauss con el nombre de potlatch2 tomado de los indios del noroeste americano, que practican el tipo más conocido. Instituciones análogas al potlatch indio o rastros de ellas han sido halladas con mucha frecuencia. El potlatch de los tlingit, los haïda, los tsimshian, los kwakiutl de la costa noroeste ha sido estudiado con precisión desde fines del siglo XIX (pero no fue comparado, entonces, con las formas arcaicas de intercambio de otros países). Los pueblos americanos menos avanzados practican el potlatch con ocasión de cambios en la situación de las personas -iniciaciones, matrimonios, funerales e incluso, bajo una forma menos desarrollada, nunca puede ser disociado de un fiesta, bien porque el potlatch ocasione la fiesta, bien porque tenga lugar con ocasión de ella. El potlatch excluye todo regateo y, en general, está constituido por un don considerable de riquezas que se ofrecen ostensiblemente con el objeto de humillar, de desafiar y de obligar a un rival. El carácter de intercambio del don resulta del hecho de que el donatario, para evitar la humillación y aceptar el desafío, debe cumplir con la obligación contraída por él al aceptarlo respondiendo más tarde con un don más importante; es decir, que debe devolver con usura. Pero el don no es la única forma del potlatch. Es igualmente posible desafiar rivales por medio de destrucciones espectaculares de riqueza. A través de esta última forma es como el potlatch incorpora el sacrificio religioso, siendo las destrucciones teóricamente ofrecidas a los ancestros míticos de los donatarios. En una época relativamente reciente, podía acontecer que un jefe tlingit se presentara ante su rival para degollar en su presencia algunos de sus esclavos. Esta destrucción debía ser respondida, en un plazo determinado, con el degollamiento de un número de esclavos mayor. Los tchoukchi del extremo noroeste siberiano, que conocían instituciones análogas al potlatch, degollaban colleras de perros de un valor considerable para hostigar y humillar a otros grupo. En el noroeste americano, las destrucciones consisten incluso en incendios de aldeas y en el destrozo de pequeñas flotas de canoas. Lingotes de cobre blasonados, una especie de moneda a la que se atribuía un valor convenido tal que representaban una inmensa fortuna, eran destrozadas o arrojadas al mar. El delirio propio de la fiesta se asocia lo mismo a las hecatombes de patrimonio que a los dones acumulados con la intención de maravillar y sobresalir. La usura, que interviene regularmente en estas operaciones bajo forma de plusvalor obligatorio en los potlatch de revancha, ha permitido poder decir que el préstamo con interés debería ocupar el lugar del trueque en la historia de los orígenes del intercambio. Hay que reconocer, en efecto, que la riqueza se multiplica en las civilizaciones con potlatch de una forma que recuerda el hipercrecimiento del crédito en la civilización bancaria. Es decir, que sería imposible realizar a la vez todas las riquezas poseídas por el conjunto de los donadores en base a las obligaciones contraídas por el conjunto de los donatarios. Pero esta semejanza alude a una característica secundaria del potlatch. El potlatch es la constitución de una propiedad positiva de la pérdida -de la cual emanan la nobleza, el honor, el rango en la jerarquía- que da a esta institución su valor significativo. El don debe ser considerado como una pérdida y también como una destrucción parcial, siendo el deseo de destruir transferido, en parte, al donatario. En las formas inconscientes, tales como las que describe el psicoanálisis, el don simboliza la excreción, que está ligada a la muerte según la conexión fundamental del erotismo anal y el sadismo. El simbolismo excremencial de los cobres blasonados, que constituyen en la costa noroeste objetos de don por excelencia, está basado en una mitología muy rica. En Melanesia, el donador designa como su basura a los magníficos regalos que deposita a los pies del jefe rival. Las consecuencias en el orden de la adquisición no son más que el resultado no querido -al menos en la medida en que los impulsos que rigen la operación sigan siendo primitivos- de un proceso dirigido en un sentido contrario. “El ideal, indica Mauss, sería dar un potlatch y que no fuera devuelto”. Este ideal es realizado por ciertas destrucciones en las cuales la costumbre consiste en que no tengan contrapartidas posibles. Por otra parte, cuando los frutos del potlatch se encuentran, de alguna forma, unidos a la realización de un nuevo potlatch, el sentido arcaico de la riqueza se pone de manifiesto sin ninguno de los atenuantes que resultan de la avaricia desarrollada en estadios ulteriores. La riqueza aparece así como una adquisición en tanto que el rico adquiere un poder, pero la riqueza se dirige enteramente hacia la pérdida en el sentido en que tal poder sea entendido como poder de perder. Solamente por la pérdida están unidos a la riqueza la gloria y el honor. En tanto que juego, el potlatch es lo contrario de un principio de conservación. Pone fin a la estabilidad de las fortunas tal como existían en el interior de la economía totémica, donde la posesión era hereditaria. Una actividad de cambio excesivo ha colocado en el lugar de la herencia una especie de póker ritual, en forma delirante, como fuente de la posesión. Pero los jugadores nunca pueden retirarse una vez que han hecho la fortuna. Deben permanecer expuestos a la provocación. La fortuna no tiene, pues, en ningún caso, que situar al que la posee al abrigo de las necesidades. Por el contrario, queda funcional-mente, y con la fortuna el poseedor, expuesto a la necesidad de pérdida desmesurada que existe en estado endémico en un grupo social. La producción y el consumo no suntuario que condicionan la riqueza aparecen así en tanto que utilidad relativa. 4. El gasto funcional de las clases ricas La noción del potlatch propiamente dicho debe quedar reservada a los gastos de tipo agonístico que se hacen por desafío, que entrañan contrapartidas y, más precisamente aún, a aquellas formas de gasto que las sociedades arcaicas no distinguen del intercambio. Es importante saber que el intercambio, en su origen, fue inmediatamente subordinado a un fin humano, aunque es evidente que su desarrollo ligado al progreso de los modos de producción no comenzó más que en el estadio en el que esta subordinación dejó de ser inmediata. El principio mismo de la función de producción exige que los productos sean sustraídos a la pérdida, al menos provisionalmente. En la economía mercantil, los procesos de intercambio tienen un sentido adquisitivo. Las fortunas no se ponen ya en una mesa de juego y se convierten en relativamente estables. Solamente en la medida en que la estabilidad queda asegurada, y cuando ni siquiera unas pérdidas considerables pueden ponerla en peligro, llegan a someterse al régimen de gasto improductivo. Los componentes elementales del potlatch se encuentran, en estas nuevas condiciones, bajo formas que ya no son tan directamente agonísticas 3. El gasto sigue siendo destinado a adquirir o mantener el rango, pero en principio no tiene por objeto, ya, hacérselo perder a otro. Cualesquiera que sean estas atenuaciones, el rango social está ligado a la posesión de una fortuna, pero aún con la condición de que la fortuna sea parcialmente sacrificada a los gastos sociales improductivos tales como las fiestas, los espectáculos y los juegos. Remarquemos que, en las sociedades salvajes, en las que la explotación del hombre por el hombre es todavía débil, los productos de la actividad humana no afluyen solamente hacia los ricos en razón de los servicios de protección o dirección sociales que, al parecer, prestan sino, también, en razón de los gastos espectaculares de la colectividad a los que deben hacer frente. En las sociedades llamadas civilizadas, la obligación funcional de la riqueza no ha desaparecido más que en una época relativamente reciente. La decadencia del paganismo entrañó la de los juegos y los cultos a los que los romanos ricos debían obligatoriamente hacer frente. Por esto es por lo que se ha podido decir que el cristianismo individualizó la propiedad, dando a su poseedor una plena disposición de sus productos y aboliendo su función social. Al abolir esta función, al menos en tanto que obligatoria, el cristianismo sustituyó los gastos paganos exigidos por la costumbre por la limosna libre, bien bajo la forma de donaciones extremadamente importantes a las iglesias y, más tarde, a los monasterios. Las iglesias y los monasterios asumieron precisamente en la Edad Media la mayor parte de la función espectacular. Hoy las formas sociales grandes y libres del gasto improductivo han desaparecido. Sin embargo, no debemos concluir por ello que el principio mismo del gasto improductivo haya dejado de ser el fin de la actividad económica. Semejante evolución de la riqueza, cuyos síntomas tienen el sentido de la enfermedad y el abatimiento, conduce a una vergüenza de sí mismo y, al mismo tiempo, a una mezquina hipocresía. Todo lo que era generoso, orgiástico y desmesurado ha desaparecido. Los actos de rivalidad, que continúan condicionando la actividad individual, se desarrollan en la oscuridad y se asemejan a vergonzosos regüeldos. Los representantes de la burguesía muestran un comportamiento pudoroso; la exhibición de riquezas se hace ahora en privado, conforme a unas convenciones enojosas y deprimentes. De otra parte, los burgueses de la clase media, los empleados y los pequeños comerciantes, que cuentan con una fortuna mediocre o ínfima, han acabado de envilecer el gasto ostentatorio, que ha sufrido una especie de parcelación, y del que ya no queda más que una multitud de esfuerzos vanidosos ligados a rencores fastidiantes. No obstante, tales simulacros se han convertido, con pocas excepciones, en la principal razón de vivir, de trabajar y de sufrir para todos aquellos que no tienen coraje para someter su herrumbrosa sociedad a una destrucción revolucionaria. Alrededor de los bancos modernos, como alrededor de los kwakiutl, el mismo deseo de deslumbrar anima a los individuos y los involucra en un sistema de pequeñas vanidades que ciegan a unos contra otros como si estuvieran ante una luz muy fuerte. A algunos pasos del banco, las joyas, los vestidos, los coches esperan en los escaparates el día que servirán para aumentar el esplendor de un siniestro industrial y de su vieja esposa, más siniestra aún. En un grado inferior, péndulos dorados, aparadores de comedor, flores artificiales prestarán servicios igualmente inconfesables a reatas de tenderos. La emulación del ser humano al ser humano se libera como entre los salvajes, con una brutalidad equivalente. Sólo la generosidad y la nobleza han desaparecido y con ellas la contrapartida espectacular que los ricos devolvían a los miserables. En tanto que clase poseedora de la riqueza, que ha recibido con ella la obligación del gasto funcional, la burguesía moderna se caracteriza por la negación de principio que opone a esta obligación. Se distingue de la aristocracia en que no consiente gastar más que para sí, en el interior de ella misma, es decir disimulando sus gastos, cuando es posible, a los ojos de otras clases. Esta forma particular es debida, en el origen, al desarrollo de su riqueza a la sombra de una clase noble más potente que ella. A estas concepciones humillantes de gasto restringido han respondido las concepciones racionalistas que la burguesía ha desarrollado a partir del siglo XVII y que no tienen otro sentido que una representación del mundo estrictamente económica, en sentido vulgar, en el sentido burgués de la palabra. La aversión al gasto es la razón de ser y la justificación de la burguesía y, al mismo tiempo, de su hipocresía tremenda. Los burgueses han utilizado las prodigalidades de la sociedad feudal como un abuso fundamental y, después de apropiarse del poder, se han creído, gracias a sus hábitos de disimulo, en situación de practicar una dominación aceptable por las clases pobres. Y es justo reconocer que el pueblo es incapaz de odiarlos tanto como a sus antiguos amos, en la medida en que, precisamente, es incapaz de amarlos, pues a los burgueses les es imposible disimular tanto la sordidez de su rostro como su innoble rapacidad, tan horriblemente mezquina que la vida humana queda degradada sólo con su presencia. Frente a los burgueses, la conciencia popular se reduce a mantener profundamente el principio del gasto, representando la existencia burguesa como la vergüenza del hombre y como una siniestra anulación. 5. La lucha de clases Al oponerse tanto a la esterilidad como al gasto, coherentemente con la razón propia del cálculo, la sociedad burguesa no ha conseguido más que desarrollar la mezquindad universal. La vida humana no vuelve a encontrar la agitación, según las exigencias de necesidades irreductibles, más que en el esfuerzo de quienes desorbitan las consecuencias de las concepciones racionalistas corrientes. Los modos de gasto tradicional se han atrofiado, y el suntuario tumulto viviente se ha refugiado en el desencadenamiento sorprendente de la lucha de clases. Los componentes de la lucha de clases están presentes en la evolución del gasto desde el período arcaico. En el potlatch, el rico distribuye los productos que le entregan los miserables. Busca elevarse por encima de un rival rico como él, pero el último peldaño de la elevación a la que aspira no tiene otro objetivo que alejarlo aún más de la naturaleza de los miserables. De este modo, el gasto, aunque tiene una función social, empieza por ser un acto agonístico de separación, de apariencia antisocial. El rico consume lo que pierde el pobre creando para él una categoría de decadencia y de abyección que abre la vía a la esclavitud. Por tanto, es evidente que, de la herencia indefinidamente transmitida desde el suntuario mundo antiguo, el moderno ha recibido el legado de esta categoría, actualmente reservada a los proletarios. Sin duda, la sociedad burguesa, que pretende gobernarse siguiendo principios racionales, que tiende, además, por su propio movimiento, a conseguir una cierta homogeneidad humana, no acepta sin protesta una división que parece destructiva del hombre mismo, pero es incapaz de llevar la resistencia más allá de la negación teórica. Da a los obreros derechos iguales a los de los amos y anuncia esta igualdad inscribiendo ostensiblemente la palabra sobre los muros. Sin embargo, los amos, que actúan como si ellos fueran la expresión de la sociedad misma, están preocupados - más gravemente que por cualquier otro problema- por dejar constancia de que no participan en nada de la abyección de los hombres a quienes dan empleo. El fin de la actividad obrera es producir para vivir, pero el de la actividad patronal es producir para condenar a los productores obreros a una descomunal miseria. Pues no existe ninguna disyunción posible entre la cualificación buscada en los modos de gasto propios del patrón, que tiende a elevarse muy por encima de la bajeza humana y la bajeza misma, de la cual esta cualificación es función. Oponer a esta concepción del gasto social agonístico la representación de los numerosos esfuerzos burgueses tendientes a mejorar la suerte de los obreros no es más que la expresión de la infamia de las modernas clases superiores, que no tienen el valor de reconocer sus destrucciones. Los gastos realizados por los capitalistas para socorrer a los proletarios y darles la oportunidad de elevarse en la escala humana no testimonian más que la impotencia -por extenuación- para llevar hasta el fin un proceso suntuario. Una vez que tiene lugar la pérdida del pobre, el placer del rico se encuentra poco a poco vaciado de su contenido y neutralizado, colocándolo ante una especie de indiferencia apática. En estas condiciones, a fin de mantener, a pesar de elementos (sadismo, piedad) que tienden a perturbarlo, un estado neutro que la apatía misma hace relativamente agradable, puede ser útil compensar una parte del gasto que engendra la abyección con un gasto nuevo tendiente a atenuar los resultados de la primera. El sentido político de los patronos, junto a ciertos desarrollos parciales de prosperidad, ha permitido dar a veces una amplitud notable a este proceso de compensación. Así es como, en los países anglosajones, en particular en los Estados Unidos de América, el proceso primario no se produce más que a expensas de una parte relativamente débil de la población y como, en una cierta medida, la clase obrera misma ha sido llevada a participar en él (sobre todo cuando ello estaba facilitado por la existencia previa de una clase como la de los negros, tenida por abyecta de común acuerdo). Pero estas escapatorias, cuya importancia está, por otra parte, estrictamente limitada, no modifican en nada la división fundamental de las clases de hombres en nobles e innobles. El juego cruel de la vida social no varía a través de los diversos países civilizados en los que el esplendor insultante de los ricos pierde y degrada la naturaleza humana de la clase inferior. Hay que añadir que la atenuación de la brutalidad de los amos que, por otra parte, no descansa tanto sobre la destrucción como sobre las tendencias psicológicas a la destrucción - corresponde a la atrofia general de los antiguos procesos suntuarios que caracteriza a la época moderna. La lucha de clases se convierte, por el contrario, en la forma más grandiosas de gasto social, en la medida que es retomada y desarrollada, esta vez por cuenta de los obreros, con una amplitud que amenaza la existencia misma de los amos. 6. El cristianismo y la revolución Al margen de la revuelta, a los atosigados miserables les ha sido posible rehusar la participación moral en el sistema de opresión de unos hombres por otros. En ciertas circunstancias históricas rehusaron, en particular por medio de símbolos más contundentes aún que la realidad, rebajar la “naturaleza humana” entera hasta una ignominia tan horrible que el placer de los ricos en provocar la miseria de los demás se hacía, de golpe, demasiado agudo para ser soportado sin vértigo. Se ha instituido así, independientemente de las formas rituales, un intercambio de desafíos exasperados, sobre todo del lado de los pobres, un potlatch en el que la escoria real y la inmundicia moral descubiertas han rivalizado de un modo espectacular con todo lo que el mundo contiene de riqueza, de pureza o de esplendor. Con esta clase de convulsiones espasmódicas se ha abierto una salida excepcional por la desesperanza religiosa que había en la explotación sin reserva. Con el cristianismo, la alternancia de exaltación y de angustia, de suplicios y de orgías que constituyen la vía religiosa, se plantea un contexto más trágico, confundiéndose con una estructura social enferma, desgarrándose ella misma con la crueldad más sórdida. El canto de triunfo de los cristianos magnifica a Dios porque ha entrado en el juego cruento de la guerra social, porque “ha despeñado a los poderosos de lo alto de su grandeza y exaltado a los miserables. Los místicos asocian la ignominia social, la ruina cadavérica del crucificado con el esplendor divino. Así es como el culto asume la función de total oposición de fuerzas de sentido contrario, repartidas de tal modo entre ricos y pobres que los unos llevan a los otros a la pérdida. El culto se une estrechamente a la desesperanza terrestre, no siendo el mismo más que un epifenómeno del odio sin medida que divide a los hombres, pero un epifenómeno que tiende a suplantar el conjunto de procesos divergentes que resume. Según las palabras atribuidas a Cristo, que decía que él había venido a dividir, no a reinar, la religión no busca, pues, en absoluto, hacer desaparecer lo que otros consideran como la calamidad humana. En su forma inmediata, en la medida en que su movimiento ha quedado libre, la religión se encenaga, por el contrario, en una inmundicia indispensable a sus tormentos extáticos. El sentido del cristianismo viene dado por el desenvolvimiento de las consecuencias delirantes del gasto de clases, por una orgía agonística mental practicada a expensas de la lucha real. Sin embargo, cualquiera que sea la importancia que la lucha tenga en la actividad humana, la humillación cristiana no es más que un episodio en la lucha histórica de los innobles contra los nobles, de los impuros contra los puros. Como si la sociedad, consciente de su desquiciamiento intolerable, hubiera estado por un tiempo ebria, a fin de gozarlo sádicamente. Pero la ebriedad más pesada no ha podido borrar las consecuencias de la miseria humana y, aunque las clases explotadas se opongan a las clases superiores con una lucidez creciente, ningún límite concebible puede ponerse al odio. En la agitación histórica, sólo la palabra Revolución domina la confusión reinante y comporta promesas que responden a las exigencias ilimitadas de las masas. Una simple ley de reciprocidad social exige que a los amos, a los explotadores, cuya función social consiste en crear formas despreciables, excluyentes de la naturaleza humana -tal como esta naturaleza existe en el límite de la tierra, es decir, del barro- se les entregue al miedo, al gran atardecer en el que sus bellas frases quedarán cubiertas por los gritos de muerte de los amotinados. Es la esperanza sangrienta que se confunde cada día con la existencia popular y que resume el contenido insobornable de la lucha de clases. La lucha de clases no tiene más que un fin posible: la pérdida de quienes han trabajado por perder a la “naturaleza humana”. Cualquiera que sea la forma de desarrollo elegida, sea ésta revolucionaria o servil, las convulsiones generales constituidas durante dieciocho siglos por el éxtasis religioso cristiano y, en nuestros días, por el movimiento obrero, deben ser consideradas igualmente como una impulsión decisiva que constriñe a la sociedad a utilizar la exclusión de unas clases por otras para realizar un modo de gasto tan trágico y tan libre como sea posible, al mismo tiempo que a introducir formas sagradas tan humanas que las formas tradicionales lleguen a ser comparativamente despreciables. Es el carácter cambiante de estos movimientos lo que atestigua el valor humano total de la Revolución obrera, susceptible de actuar por sí misma con una fuerza tan constrictiva como la que dirige a los organismos elementales hacia el sol. 7. La insubordinación de los hechos materiales La vida humana, distinta de su existencia jurídica, y tal como tiene lugar, de hecho, sobre un globo aislado en el espacio celeste, en cualquier momento y lugar, no puede quedar, en ningún caso, limitada a los sistemas que se le asignan en las concepciones racionales. El inmenso trabajo de abandono, de desbordamiento y de tempestad que la constituye podría ser expresado diciendo que la vida humana no comienza más que con la quiebra de tales sistemas. Al menos, lo que ella admite de orden y de ponderación no tiene sentido más que a partir del momento en el que las fuerzas ordenadas y ponderadas se liberan y se pierden en fines que no pueden estar sujetos a nada sobre lo que sea posible hacer cálculos. Sólo por una insubordinación semejante, incluso, aunque sea miserable, puede la especie humana dejar de estar  aislada en el esplendor incondicional de las cosas materiales. De hecho, de la forma más universal, aisladamente o en grupo los hombres se encuentran constantemente comprometidos en procesos de gasto. La variación de las formas no entraña alteración alguna de los caracteres fundamentales de estos procesos cuyo principio es la pérdida. Una cierta excitación, cuya intensidad se mantiene en el curso de las alternativas en un estiaje sensiblemente constante, anima las colectividades y las personas. En su forma acentuada, los estados de excitación, que son asimilables a estados tóxicos, pueden ser definidos como impulsiones ilógicas e irresistibles al rechazo de bienes materiales o morales, que habría sido posible utilizar racionalmente (según el principio de la contabilidad). A las pérdidas así realizadas se encuentra unida -tanto en el caso de la “hija perdida” como en el del gasto militar- la creación de valores improductivos, de los cuales el más absurdo y al mismo tiempo el que provoca más avidez es la gloria. Junto con la ruina, la gloria, bajo formas siniestras o deslumbrantes, no ha dejado de dominar la existencia social y hace imposible emprender nada sin ella, a pesar de que está condicionada por la práctica ciega de la pérdida personal o social. Y así es como la inmensa quiebra de la actividad arrastra a las intenciones humanas -incluidas las que se asocian con las actividades económicas- hacia el juego cualificador de la materia universal: la materia, en efecto, no puede ser definida más que por la diferencia no lógica, que representa con relación a la economía del universo lo que el crimen con relación a la ley. La gloria, que resume o simboliza (sin agotarlo) el objeto del gasto libre, como nunca puede excluir el crimen, no se diferencia de la cualificación, sobre todo si se considera la única cualificación que tiene un valor comparable al de la materia de la cualificación insubordinada, lo cual no es la condición de ninguna otra. Si se considera, por otra parte, el interés, coincidente tanto con la gloria (como con la ruina), que la colectividad humana pone necesariamente en el cambio cualitativo realizado constantemente por el movimiento de la historia, si se considera, en fin, que este movimiento no puede contener ni conducir a un objetivo limitado, es posible, una vez abandonada toda reserva, asignar a la utilidad un valor relativo. Los hombres aseguran su subsistencia o evitan el sufrimiento no porque estas funciones impliquen por sí mismas un resultado suficiente, sino para acceder a la función insubordinada del gasto libre. Extraído de “La parte maldita”, págs. 25-43, Ed. Icaria, Barcelona, 1987. Originalmente publicado en el Nº 7 de “La critique sociale”, enero de 1933.

  • Caligrafía Nómade XXI / Patricia Mercado

    Cruzó la puerta del supermercado. Se dejó atrapar por el destello de luces blancas, la profusión de mercaderías, el vaivén de los carritos. La sordina de una música intrascendente le impregnó el alma. Se hundió en el enjambre de cuerpos ensimismados. Como moscas erráticas y voluptuosas las manos se posaban sobre la carnadura de los productos. Comprar la aliviaba. Comenzó la peregrinación de cada semana por el mismo lugar, el sector de las galletitas. Descartó de memoria todas las que le gustaban y tomó un par de paquetes de las insulsas, con poco excedente en sodio. Avanzó hacia las latas de tomate. Alguien se detuvo demasiado cerca a mirar lo mismo. El olor del desodorante ajeno le golpeó el estómago. Podía convivir con las cosas. La gente, en cambio, la enfermaba. Huyó al sector de artículos de limpieza que parecía solitario. Los envases alineados en los estantes, simétricos y pulcros, simulaban una abundancia que enseguida desmentía el fatídico cartelito blanco con números negros, oficiando una advertencia al gesto posesivo de la mano. Una abundancia de otros, para otros. Una abundancia inaccesible. Hacía semanas que había dejado de hacer la lista de los mandados. Podía anhelar, para eso le alcanzaba. Caminó entre las góndolas dejándose bendecir por el encanto de los envoltorios. Sumó mentalmente cada cosa que puso en el carrito. Después hizo fila frente a la caja. Cuando fue su turno la cajera anunció, con voz indiferente, un número mayor a los billetes apretujados que tenía en el monedero. Esa fatalidad la obligó a dejar en la caja el frasco de aceitunas rellenas. Tembló apenas, como si la golpeara una ráfaga imprevista. Al contado. Aferró la bolsa. Salió a la calle derrotada por la constatación. Llegó a la esquina y esperó que el semáforo la dejara cruzar. Mientras se aproximaba a la otra vereda sintió el peso moderado de las cosas en la bolsa, como una contraseña mínima para volver a casa.

  • Bataille: la experiencia soberana / Silvio Mattoni

    Al tratar de pensar la economía no desde el punto de vista de la producción de bienes, sino desde su destrucción, Bataille incluyó a la poesía entre las formas del gasto improductivo, sin finalidad, forma que socavaría la supuesta naturaleza comunicativa y utilitaria del lenguaje. El fin último del lenguaje, y quizá su origen, sería lo contrario de la comunicación. "El término de poesía", escribe en 1933, "significa en efecto, de la manera más precisa, creación por medio de la pérdida". Unas décadas más tarde, Bataille define el aspecto afirmativo de aquello que había vislumbrado como negatividad y bajo los nombres de gasto, pérdida, sacrificio. La parte maldita gira entonces en torno al "principio de soberanía". De un punto al otro de la obra de Bataille, la poesía se definirá siempre de esa manera doble: afirmativamente, como la palabra soberana por antonomasia, y negativamente, como la pérdida en el lenguaje y del lenguaje que niega las funciones sociales productivas que comúnmente se le adjudican. Me pregunto: ¿qué quiere decir Bataille cuando afirma que la poesía es creación por medio de la pérdida? Sin duda que tal como las prácticas del gasto improductivo, es decir, el lujo, el derroche, la guerra, la experiencia mística, el erotismo, se oponen al orden de la producción de bienes, de la conservación y reproducción mecánicas de la sociedad, así también la poesía se opondría al orden acumulativo del lenguaje, a la transmisión de un saber utilizable. La poesía, imponiéndole un ritmo al uso de la lengua y revelando así el carácter material del lenguaje, la articulación sonora y sin sentido sobre la que se asienta violentamente el sentido, haría caer de ese modo el velo de la instrumentalidad de las palabras. En ese lugar acaso inaccesible pero del cual tenemos noticias de vez en cuando y que Bataille sigue llamando poesía, las palabras dejan de designar, se dilapidan, se derramar en servicio de un ritmo que no les pide sino el sacrificio del sentido. Pero, ¿qué sacrifica un poema? Podríamos decir que sólo es representación de la pérdida, gasto meramente simbólico. No obstante, esa representación tiene consecuencias reales, tiene la eficacia de un acto propiciatorio. Cuando verdaderamente ocurre, lleva a quien efectúa esa rara actividad inmóvil, esa creación del máximo de sentido a través de la destrucción parcial del sentido subordinado al ritmo, a una zona donde sólo puede revestirse de gloria o de ruina, bañarse en oro o en desperdicios, y quizás siempre una cosa y la otra. Debemos señalar además que el gasto improductivo, la destrucción gratuita de bienes, y en el caso de la poesía la dilapidación del bien por excelencia, la pérdida buscada de la expresión de uno mismo, de la propiedad del lenguaje para damos un lugar y un nombre, no son simplemente el reverso de lo útil, del mundo productivo y de la transparencia comunicativa, antes bien la destrucción es el fundamento y la finalidad última de la producción. De modo que Bataille podrá decir que una sociedad no vive para producir los bienes necesarios a su conservación, sino para destruir el excedente y llegar hasta el límite de la miseria con tal que un símbolo brille un instante antes de la extinción. Por lo tanto, el valor otorgado a las cosas no estaría en función de su utilidad, sino de su investidura simbólica que las hace ocasión de gasto. La economía se basa en el exceso, no en la escasez. ¿Y acaso la literatura, que a nadie sirve, que nadie pide, no expone la sobreabundancia perpetua del lenguaje, su exceso de representación con respecto al mundo? Desde Bataille, habría que invertir el principio de la escasez del lenguaje que en Occidente diera lugar a la idea de una inefabilidad del mundo. No es el lenguaje el que no alcanza a nombrar, a describir todo lo que hay, sino que todo lo que hay no logra colmar, darle su trascendencia significativa al infinito exceso de sentido que está en las posibilidades de cualquier idioma humano. Lo sagrado se hace así en el lenguaje, como un más allá de lo describible, ante lo escasez de lo que hay para ser descripto. Porque el crecimiento perpetuo sólo es posible en el exceso de límites que impone el lenguaje, y cada lengua, cada hablante definido por su vida limitada, cada nombre atravesado por la pérdida de sentido y que podemos agregar a nuestra utilitaria lista de poetas, vale decir, negamos a leer, todo es otra vez limitado, a lo cual el poeta añade su arbitrio métrico o respiratorio, su limitada invención, y siempre el límite provoca esa ebullición del sentido, esa fuente que no se agota. Mientras que la naturaleza o el mundo, en su evidente infinitud, en su carácter indefinido, siempre se toman escasos para el sentido. Su silencio atestigua que alguna vez la palabra faltó y que siempre puede faltar y que la mayor parte del tiempo falta, en ese tiempo del trabajo que ignora el gasto, que acumula sin perder un stock de silencio imitando la disponibilidad muda de la naturaleza. Hay una soberanía otorgada por el gasto frente a todo lo que sirve. El prestigio es la forma degradada, vista desde una perspectiva utilitaria, de esa soberanía que cae sobre el sujeto de un gasto, simbólico o no. Pero la soberanía del que gasta no es un atesoramiento de valores, sería lo opuesto al prestigio en cuanto que no puede acrecentarse, se da de una vez y para siempre. Si el prestigio se despliega en el tiempo siguiendo la línea de formación de una vida y culminando quizá en la suposición generalizada de cierta sabiduría, la soberanía en cambio reside en una capacidad de pérdida, en la disponibilidad de la palabra para nada. Y la promesa de la soberanía es la experiencia del no-saber absoluto. Si el prestigio supone una ventaja en la lucha por el rango, una salida anticipada en la carrera por el reconocimiento, la soberanía no otorga ningún abrigo ante la necesidad, no funciona como escudo del nombre propio, antes bien, escribe Bataille, pone a quien le toca esa suerte "a merced de una necesidad de pérdida desmesurada". La soberanía exige seguir apostando, seguir destruyendo en el vaciamiento de las palabras a través del ritmo, que a su vez se va volviendo cualidad irrepetible, todo lo que se ofrece como contrapartida de los dones sacrificados en primer término. El prestigio es ganado, pero en el sentido de un rebaño que puede inmolarse en aras de la soberanía. Esto podría explicar por qué algunos poetas siguen excavando el sentido, interrogando un ritmo para alcanzar su transparencia en el vacío del lenguaje que se vuelve simulacro del mundo, un entrechocarse de cosas: por qué Juan L. Ortiz llega hasta el deshilachamiento de la frase en sus últimos poemas, hasta esa supremacía del ritmo que quiere ser naturaleza, menos que eso, hebras, ramitas, gotas de agua en el pasto; o por qué Mallarmé naufraga en la métrica absoluta, lejos de la ribera del sentido, y lanza entonces su golpe de dados donde estallan las unidades musicales del verso. Ahora bien, dentro de las prácticas que Bataille identifica con la función insubordinada del gasto, a cuyo acceso aspira toda sociedad, cuya promesa justifica la existencia de una comunidad, y que en nuestro sistema corpuscular se ha convertido en anhelo, miseria y dolor individuales, la literatura puede ser pensada como lujo, juego, sacrificio, perversión, duelo, espectáculo. En realidad, el hecho de que Bataille prefiera siempre hablar de poesía indica un rechazo del aspecto institucional que exhibe la palabra "literatura". Pues si la poesía, etimológicamente, remite a un surgimiento, a algo que se pone súbitamente en juego, la literatura recuerda la conservación de lo escrito, el atesoramiento de la biblioteca, es decir, lo contrario del gasto. Por lo tanto, poesía aquí no debe entenderse como un género literario. Y Proust mostró que la pérdida ocurre en las formas más variadas del tiempo entre las cuales está la lectura, y que el sacrificio de sí mismo que implica escribir a partir de allí puede conducir a la aniquilación, la ruina del cuerpo, la enfermedad y todo lo que no quedará en el libro sino como huella desafiante de una soberanía alcanzada e intransmisible. Por otro lado, cuando Bataille señalaba en "La noción de gasto", texto del cual partimos, que el fin último de la economía social no era la producción y autoconservación sino el gasto, invertía no sólo el pensamiento tradicional de la economía política, trastocaba además una idea que encuentra quizá su forma sistemática ya en Platón. Como para todo lo que vale la pena preguntar, surge entonces una pregunta griega: ¿a qué llamamos el bien para los hombres, el bien común? La tan célebre como incomprendida expulsión de los poetas de la república ideal esconde tal vez una respuesta anterior a aquella pregunta que habría fundado el pensamiento político occidental. No se trata de una exclusión arbitraria, sino que más bien lo excluido le daría consistencia al conjunto de la comunidad racional. Los poetas no son allí sino el símbolo del gasto improductivo que se niega en su totalidad. Y si toda comunidad, en cuanto conjunto, se define por los elementos que no la integran, podríamos decir que la racionalidad del discurso práctico, la utilidad política, comienzan con el exilio de la palabra sin propiedad, inoperante y ajena a esa responsabilidad legaliforme de los que poseen el saber y obran en consecuencia. Incluso hasta Sartre, quien no podía ver de qué modo contribuiría la poesía a la toma de conciencia y a la acción políticas, se extendió esta sospecha. Y no porque los filósofos estén ciegos ante la eficacia de esa representación inconducente, sino porque el discurso del saber define el conjunto de sus objetos de aplicación mediante la exclusión de lo imposible. La discusión entre Sartre y Bataille acerca de la figura de Baudelaire, en cuya lucidez desesperada el primero ve una claudicación y el segundo una prueba de la eficacia no calculable de la poesía, muestra la inversión de la idea del bien que podemos seguir llamando platónica. Si el bien es lo deseable, como argumenta Sócrates, lo deseable sería perderse, perder el dominio de sí, caer en el entusiasmo, el goce. Y no puede ser otro el bien para la sociedad: el goce en la fiesta común. Sólo que Occidente se dedicará a una vasta empresa de dominio, de saber; y la locura, el crimen, el éxtasis místico serán definidos e investigados, una y otra vez, para conocer y poseer el control de los propios actos, el dominio de sí. Y el gasto, reducido a la mezquindad de un lujo privado, sin peligro, sin otra pérdida que la de aquellos pocos que lo llevan hasta el fin, se transformará masivamente en horror, mostrará su faz terrible en la guerra y el exterminio, donde se destruye un excedente cada vez mayor de bienes producidos y donde se aplica a los individuos, si todavía pueden llamarse así, el rango miserable de la pieza de recambio. Sin embargo, lo otro no puede ser expulsado sin la abolición del mismo conjunto excluyente. Y Platón aún podía describir la eficacia de la poesía, en el Ión, como la de una cadena magnética. La suerte, o un dios -como quieran llamarlo-, imanta a un poeta, éste despierta a su vez el entusiasmo de otros y así sucesivamente. De modo que la poesía, dada de una vez, se engendra en esa manía imitativa, aun cuando nosotros, desde la invención de la moda que nos dio el nombre de modernos, podamos ver esa cadena como si un eslabón rechazara el anterior y le demos la apariencia de un movimiento, de una historia. Platón había percibido entonces algo que Bataille describirá como el principio del contagio en el gasto. La risa, la excitación sexual, la destrucción violenta pueden expandirse mediante el contagio. De allí la necesaria expulsión de los poetas al menos fuera de la academia, ya que la república sólo es ideal, porque la poesía no enseña, apenas contagia algo. Si la fe en que un concepto sigue siendo el mismo en sus diversas formas de exposición está en la base de la transmisión del saber, el poema se expone primero, se obstina en esa exposición anterior a toda transmisión. En la modernidad, resulta difícil precisar el lugar reservado a esa soberanía de quien se dedica a encarar una representación del gasto, cuando todo parece orientado a la utilidad práctica de las acciones. Ni el loco está ya poseído por un demonio respetable, ni el criminal ha violado un tabú que lo exilia del género humano pero que quizás lo acerque a los dioses, ni los sacrificios individuales cargan con el sentido de volver a unir a la comunidad que ya no los encomienda. Caídos los reyes, últimos representantes de la soberanía como seres del lujo absoluto, pero que ya mutilaban la parte excrementicia de lo soberano, la miseria y la ruindad creadas por el mismo movimiento que aparta al rey de su comunidad, la soberanía del artista, que rechaza toda empresa útil en cuanto tal, se descubre a cada paso en una estrecha afinidad con la indigencia. Lo que no significa que el artista en sí mismo tenga algún tipo de cercanía con el indigente, simplemente pertenecen a la misma zona de improductividad donde se escarba la basura. Pero, ¿qué es la soberanía, qué es eso que encuentra su ocurrencia en el gasto y que no puede perdurar más allá de la pérdida misma, que significa esa cualidad imposible de atesorar, de transmitir? "La soberanía no es NADA", anota Bataille en uno de sus últimos escritos. Y antes ha dicho: "lo que es soberano no puede venir sino de lo arbitrario, de la suerte". Si podía pensarse que entre el gasto y la producción se establecían ciertas relaciones, puesto que se gastan bienes producidos y el gasto le da sentido a su acumulación, desde que consideramos la insubordinación absoluta de las prácticas de gasto frente a las acciones tendientes a un fin, la soberanía que deriva de ellas se encuentra ya tan separada del orden conservador del servicio que instaura otro tiempo, no la línea de la duración ni el curso del relato que ésta permite, sino el instante irrepetible, el golpe de suerte. Así los poetas sólo cuentan, con la mímesis y con los dedos, para alcanzar ese akmé, filo, cumbre, punto culminante de una crisis, para prepararlo pero también para salir de ese "reino milagroso del no-saber" y no arder íntegramente allí. La salida es el momento productivo de la poesía, momento servicial y no soberano, donde se comunica mediante la recuperación del sentido la experiencia del ritmo que lo había negado. ¿Y qué puede hacer el que lee el poema, llamémoslo crítico, si no poner en crisis también el acceso y la recuperación que rodean al instante soberano? ¿Buscar acaso su propia pérdida en la variedad infinita de textos acumulados como bienes para la lectura? Quizá para la crítica sólo en la máxima variación de los objetos pueda vislumbrarse lo que le resulta inaccesible, la soberanía, el saber de nada. Nosotros, serviciales y poco soberanos, podríamos entonces reconocer a un crítico por su disposición constante a perder los objetos adquiridos. El gasto también es el fin último en ese caso: la destrucción o el abandono de todo lo que parecía transmisible (como saber) para ponerse en juego y recibir entonces de la suerte una experiencia arbitraria, a fin de cuentas inutilizable. Buscar el acceso a lo arbitrario sin poder instalarse nunca allí sería la miseria de la crítica. Pero es igualmente, por la búsqueda misma, y en esto como la poesía, una promesa de libertad, es decir, de soberanía. No obstante, si pensamos que en la modernidad la poesía es ya la crítica de la poesía, si quisiéramos librarnos de esa palabra demasiado rutilante, hay algo en la escritura, un impulso de liberación que la aleja de la vocación por la lectura. En ésta, la ilusión de una continuidad de los textos, de lo necesario en lo aleatorio, oculta la proximidad de la muerte, que es en cambio el intolerable sol negro que no deja de contemplar el poema. La soberanía con que muere el sentido en el ritmo, para no renacer sino en la veladura tranquilizadora de la lección, refleja el acto soberano de entregarse a la muerte. Acto cuya insignificancia lo vuelve jovial y cuyo vacío lo hace emblema del presente más absoluto. Por esto la poesía no puede convertirse del todo en su crítica, por su convulsa alegoría del instante presente, donde la poesía leída anteriormente se reduce a lo que pueda decir ahora, a lo que el instante dicte, y donde la salida del poema no aparece todavía, no se sospecha siquiera. La crítica, que no puede deshacerse de la historia, sacrifica el instante leído, revisado, rastreado, a sus reminiscencias de otros presentes, a sus proyecciones en inciertos mañanas del sentido. De allí que la crítica se sitúe bajo el manto de lo perdurable y tome entonces el poema, cada vez, como si fuera un testimonio. Como si cada poeta le pasara un objeto inmemorial del poema que lo precede al poema que lo seguirá, como si la poesía tuviera un curso. ¿Y no se dio de una sola vez, no dijo siempre lo que dice, hoy, ya? En un principio, en cualquiera, se pensó que glorificaba; en un origen, cualquiera, de lo que nos hace pensar, se supuso que más bien execraba, es decir, sacralizaba. Gloria y miseria de estar ahí, o acá, hablando, imitando el habla, para rodear eso que no puede decirse, la certeza de la muerte, un día, cualquiera. Ser uno, y no poder ser más que este paso, este momento, la risa llorona de poner en otro lado, en las palabras, en la boca, en los oídos, el pánico y el éxtasis reunidos, el eclipse del plexo solar, el interruptor que nos sacará definitivamente de la noche y del día para hundimos en esa única metáfora enigmática, en el sueño sin despertar. Llamarlo eterno sería añadirle una fe que cada instante desmiente. En ese pánico todo falta, hasta la poesía, pero su ausencia es ya la experiencia de su retorno inminente, el reinado del instante, la atención. Mirar, escuchar, leer porque estamos aquí. Escribir porque nada más importa. En el poema, la rememoración sigue siendo soberana porque no se separa nunca de un origen involuntario, de un encuentro, presente. La poesía se acuerda de otra cosa para poner en evidencia que la esencia del presente no está en el lenguaje. La mera repetición de pronombres y deícticos no alcanza ni a rozar la experiencia del presente, la mortalidad soberanamente desnuda, cuerpo deseable o repugnante, espectáculo lacrimógeno o irrisorio. Seguimos pensando en Bataille, para quien la misma subordinación de la crítica, su servicialidad la vuelven útil. No económicamente utilizable, depósito de técnicas de lectura, sino remedio, fármaco para entrar y salir de aquello que no está allí. Por eso cumple a veces el insidioso papel de hacernos olvidar aquello de lo que habla. "El gasto es simplemente útil para el acceso al ser", escribió Bataille; para nada más, fundamento único de la soberanía. El gasto de lenguaje en la poesía permitirá el acceso al ser hablante, al hecho de que hablemos. La utilidad de la crítica, con su pensamiento paradójico que apunta al mismo tiempo al gasto y al orden práctico, a la poesía y al discurso, al presente y a la historia, será curarnos de ese acceso, no sin antes prometemos una repetición. ¿Repetimos la poesía en cada poema? ¿Nos leemos a nosotros mismos en lo que leemos? ¿Es idéntico el instante a todos los instantes? Pero si lo preguntamos, ¿no hemos salido ya del instante soberano, único, mortal? Lo que escribe un poeta no sería entonces un testimonio, personal o histórico, sino el registro de una voz imposible, el sonido del instante detenido en un idioma detenido. En el límite y más allá, nada se mueve, cada lengua es el instante que la eternidad no cambia. Leyendo a un poeta, no nos remontamos a "su" mundo, a "su" presente, sino que entrevemos una experiencia originaria que cualquiera tiene, que todos pueden revivir. ¿Cómo decirlo? Pareciera que empezó en ese único momento, que retorna siempre, en el que aprendimos suficientes palabras como para tener idea de la muerte, fabricarla como idea para defendernos de la sensación de estar muriendo, guardar la idea como un tesoro, recibir la idea del cielo, redonda, y partirla en los pedazos de lo que sentimos, una vez, de una vez y para siempre. Mattoni, S (2003) "Bataille, la experiencia soberana" en El cuenco de plata, literatura, poesía, mundo. Ed. Interzona.

  • Qué tiempos son estos / Adrienne Rich

    Hay un lugar entre dos arboledas donde el pasto crece cuesta arriba, y el viejo camino a la revolución se pierde entre las sombras cerca de una casa de reunión abandonada por los perseguidos que desaparecieron en estas mismas  sombras. Yo anduve ahí juntando hongos al filo del terror pero no te engañes, no es un poema ruso, esto no es otra parte, esto está acá, nuestro país se acerca más y más a su verdad y a su terror, a sus propias maneras de hacer desaparecer gente. No te pienso decir dónde queda ese lugar, donde se encuentran la maraña tenebrosa del bosque y la franja de luz sin señalización: encrucijada llena de fantasmas, paraíso mohoso: ya sé quien quiere comprarlo, venderlo, hacerlo desaparecer. Y no pienso decirte adónde queda, ¿para qué hablo, entonces? Porque vos todavía sos capaz de escuchar, porque en tiempos como éste, para que vos te dignes a escuchar, es necesario hablar sobre los árboles. Fuente: Oscuros campos de la república (1995) traducido por Jorge Yglesias

  • A tientas / Fabio Morábito

    Cada libro que escribo me envejece, me vuelve un descreído. Escribo en contra de mis pensamientos y en contra del ruido de mis hábitos. Con cada libro pago un viaje que no hice. En cada página que acabo cumplo con un acuerdo, me digo adiós desde lo más recóndito, pero sin alcanzar a ir muy lejos. Escribo para no quedar en medio de mi carne, para que no me tiente el centro, para rodear y resistir, escribo para hacerme a un lado, pero sin alcanzar a desprenderme. Fuente: De lunes todo el año, 1992. Editorial: Joaquín Mortiz / Instituto Nacional de Bellas Artes. Poeta mexicano aunque nacido en Alejandría en 1955.

  • Vencido / Guillermo Giampietro

    Me doy por vencido quiero hablarles de quien escribe estos versos antes de que se vaya enredado en el tùrbido esplendor de palmeras luminosas en patrulla entre esferas celestes y sueños inmorales Me doy por vencido entre las cosas que fueron y hoy no son un sol dibujado la hermana que se fue de la vida juguetes de plástico bajo la lluvia crema de cacao labios que detienen la luz y el viento de los infiernos en una siesta de verano. Me doy por vencido entre licàntropos, murciélagos y espasmos lavado con piedra pómez en el frío del inframondo mintiendo para terminar en el barro acuchillado en lo profundo de la noche siguiendo perros de la calle y marcianos fumigados con extintores en las terrazas de una ciudad perdida en el sur del mundo. Me doy por vencido mirando una comadreja con tres cabezas a los hijos de las arañas peludas y a los flamencos distantes de la laguna oscura. Velando un lagarto gigante muerto en el borde de la carretera mientras me rindo errando secando el yo que confirma en el sol de la mañana la voluntad de su credo me doy por vencido y por ello con palabras e intervalos intento sin lograrlo hablar a quienes leen de quien escribe estos versos.

  • Interrumpir la crueldad / Ariel Rivero

    “Toda ética es una óptica”i Carlos Skliar I- La ajena El 26 de febrero los docentes cordobeses hicimos paro. Fuimos un montón en las calles: la policía contó nueve cuadras. Mientras cruzábamos la esquina de Colón y Rivadavia, vi a una compañera, con su cartelito, parada frente a un auto; a una fila de autos. Ninguno de los cientos que éramos se quedaba al lado suyo. Yo también seguí caminando, aunque volví a mirarla y decidí regresar. Tomar conciencia puede obligarnos a un coraje que no queremos, por eso a veces preferimos no advertir nada. Vengo para que no estés sola, le dije y nos pusimos a conversar. Parado ahí me resultaba más notorio todavía que nadie nos viera. Tal vez la alegría de sentir esa fuerza colectiva en el propio cuerpo les impedía percibir lo expuestos que los dos estábamos a la bronca que íbamos generando. Por supuesto que varios conocidos nos saludaron agitando las manos o con un beso y un abrazo, pero siguieron de largo. Tampoco yo me animé a decirles que se quedaran. Fue rara esa intemperie. Raro sentir el motor del auto que encabezaba la fila tan cerquita, además. La imagen que se me aparecía era la de un perro gruñendo a punto de morder. Qué exagerado, pensé, pararse frente a un auto es un gesto simbólico más que otra cosa. Cuando la marcha se hizo menos compacta, un motociclista amagó a cruzar sin apagar el motor. Mi compañera quiso detenerlo y como yo fui detrás, el auto frente al cual estábamos parados, avanzó. Ella volvió y alcanzó a colocar su mano sobre una de las luces delanteras, pero el conductor aceleró de todos modos. Tengo grabada la imagen de su salto hacia el costado y el sonido de las gomas, como al inicio de una picada, acelerando. Durante los segundos que duró todo no supe qué hacer. Atiné a agarrar el celular para sacarle fotos a la patente, pero me temblaban las manos. Intenté aprenderla de memoria, pero el susto me había vuelto inútil hasta como testigo. Lo que sí pude fue pedirles a quienes pasaban que se quedaran porque le habían tirado el auto encima a una compañera, mientras ella, visiblemente alterada, trataba de comunicarse con alguien del gremio. Varios oyeron el pedido, pero la mayoría continuó circulando más alegre y distraída que atenta. Quizás porque el incidente no había dejado más huellas que la del temblor y el miedo en dos o tres cuerpos; no había sangre, nadie tirado o algún vidrio roto. O tal vez porque la atención depende de la predisposición más que de lo que acontece. Hechos terribles –o hermosos– pueden no ser percibidos si no estamos predispuestos a ello. Sea como fuere, mientras continuábamos caminando y conversando, me resultó evidente una cosa: nunca estamos preparados para la crueldad. Hasta cierto punto, podemos anticipar el peligro o la violencia, pero no es posible saber cuándo un gesto de cuidado nos expondrá a la saña de alguien. A la crueldad no la preceden indicios. Incluso, tal vez sea inevitable y trágico que nos agarre desprevenidos. Y acaso sea justamente eso lo que las políticas a las que nos oponemos tengan a su favor. Por otra parte ¿qué queda cuando no es prevista la crueldad de Estado? Me refiero a decisiones políticas que, como la acción del conductor, expresan el deseo de destrucción que se fue construyendo en una parte de la sociedad; la ira acumulada admite crueldades. ¿Qué queda? La vulnerabilidad de miles de seres humanos que se convierten en víctimas a causa de encontrarse solos. Les compartí esta historia a mis alumnos con el objetivo de conversar sobre el valor de la protesta social para la democracia y me dejaron mudo. Además de indicarme que la docente también estuvo mal, me plantearon: ¿y si la persona que aceleró era un médico que iba a operar de urgencia? ¿O alguien que iba a perder el presentismo? Les respondí que si se resuelve con crueldad una urgencia es probable que no se trate tanto de una urgencia; y que los ejemplos extremos predisponen a la justificación en lugar del análisis y cierran los problemas en vez de abrirlos. No quedé conforme: ¿qué hacer cuando llegamos tarde, cuando ya se encuentran aprobados los gestos crueles y circulan como más deseables que la indocilidad ante el no respeto de los derechos por parte del gobierno o la lucha política misma? Nunca estamos preparados para la crueldad, pero cabe preverla, es decir, exagerar los cuidados, así reducimos las chances de errar en el cálculo respecto del riesgo que corremos. Y acompañarnos. Y conversar, al menos hasta lograr una pregunta ética que nos reúna. II- La propia Ayer murió mi gato. La primera vez que estuve seguro de querer mucho a alguien fue a él porque no me daba nada y sin embargo me encantaba que estuviera. Disfrutaba de verlo indiferente a mis movimientos, tirado en la cama como si fuera el dueño. Ayer, temprano, recibí una llamada desesperada de mi hermana porque a Yaguarundi le costaba respirar, pero me surgió decirle en cinco tengo una entrevista. ¿Por qué no me habrá salido responderle voy? Cuestión que, a pesar de mi primera reacción, volví a la casa, lo subí al auto y en el camino murió. Lo toqué. No sabemos muy bien cómo es la muerte cuando se presenta. Todavía tenía tiempo para la reunión: pensé en mandar un mensaje y avisar que estaba listo. ¿Listo? No sentir no da derecho a hacer como si nada, eso aprendí. Llamé a mi hermana y ahí mismo entendí que lo mejor era, para despedirlo, orientarme por quien sentía más amor de los dos. Le propuse enterrarlo al costado de las vías después de que despertara a su hijito. Me pareció mejor acompañarlo en sus emociones en lugar de esconderle la muerte, que hubiera sido como esconderle la capacidad de sentir. Cavé un pozo y él le dejó flores. Ellos lloraron, yo no. Mi sobrinito inventó una explicación: los animales que enterramos se convierten en tierra. Es así: soportamos la muerte con teorías. ¿En qué clase de persona me habría transformado si no hubiese atendido de inmediato el pedido de auxilio de mi hermana? ¿En qué se transformaría alguien que ignora peticiones parecidas? No lo sé, pero agradezco a la vida por la persona en la que, por esta vez, no me convertí. ¿Qué pasaría si no sentir nos diera derecho a hacer como si nada? Nos volveríamos capaces incluso de desatender el dolor de nuestros seres queridos y de una crueldad que no percibiríamos como tal. Continuar fríamente con un plan –casi escribo económico– es posible si minimizamos los efectos de la muerte. Uno puede guiarse por amores de otros, eso también aprendí. i Valenzuela Gambín, Bárbara. 2017. Entrevista a Carlos Skliar. Polyphōnía. Revista de Educación Inclusiva, 1 (1). Pág. 6. En la web: https://www.aacademica.org/polyphnia.revista.de.educacion.inclusiva/3.pdf

  • La hipótesis cibernética -puntos VII, VIII y IX- (2001) / Tiqqun

    VII Cuando se es escritor, poeta o filósofo es costumbre apostar por la potencia del Verbo para trabar, desbaratar o traspasar los flujos de información del Imperio, las máquinas binarias de enunciación. Hemos comprendido que estos cantores de la poesía serían algo así como la última defensa ante la barbarie de la comunicación. Incluso cuando identifica su posición con la de las literaturas menores, de excéntricos, de «locos literatos», cuando se acorralan los idiolectos que en toda lengua trabajan para mostrar aquello que se escapa del código, para que implosione la idea misma de comprensión, para exponer el malentendido fundamental que echa por tierra la tiranía de la información, el autor que, además, se sabe actuado, hablado, atravesado por intensidades, no deja por ello de estar menos animado ante su página en blanco por una concepción profética del enunciado. Para el «receptor» que soy, los efectos de sideración [buscar en mesetas.net, por ejemplo, sobre este neologismo] que ciertas escrituras se han puesto a buscar conscientemente a partir de los años 1960 no son a este respecto menos paralizantes que lo era la vieja teoría crítica categórica y sentenciosa. Ver desde mi silla a Guyotat o Guattari gozando cada línea, retorciéndose, eructando, peyéndose y vomitando su devenir-delirio, no es algo que me haga correrme, empalmarme, o refunfuñar más que raramente, es decir, solamente cuando cierto deseo me lleva hasta las riberas del voyeurismo. Performances, es seguro, ¿pero performances de qué? [performance tiene un sentido —en francés— en 'arte' como el que podríamos conocer en castellano, pero también tiene un sentido en francés en el ámbito del deporte, en el cual quiere decir resultado, marca conseguida; también en el ámbito de la empresa con el sentido de resultado; así como en lingüística, que es el conjunto de enunciados producidos por el locutor de una lengua]. Performances de una alquimia de internado donde la piedra filosofal es acorralada a golpe de tinta y de jodienda mezcladas. En cuanto a la teoría y la crítica, éstas permanecen enclaustradas en una policía del enunciado claro y distinto, tan transparente como debiera serlo el pasaje de la «falsa consciencia» a la conciencia ilustrada. Lejos de ceder a cualquier mitología del Verbo o a una esencialización del sentido, Burroughs propone en Revolución electrónica ciertas formas de lucha contra la circulación controlada de enunciados, ciertas estrategias ofensivas de enunciación que resalten esas operaciones de «manipulación mental» que le inspiran sus experiencias de «cut-up», una combinatoria de enunciados fundada sobre el azar. Proponiendo hacer de la «interferencia» [brouillage] un arma revolucionaria, consigue innegablemente sofisticar [= viciar, falsificar algo] las anteriores búsquedas de un lenguaje ofensivo. Pero al igual que la práctica situacionista del «desvío», que nada en su modus operandi permite distinguir de la «recuperación» —lo cual explica su espectacular fortuna—, dicha «interferencia» no es más que una operación reactiva. Lo mismo ocurre en esas formas de lucha contemporáneas en Internet que se inspiran en estas instrucciones de Burroughs: pirateo, propagación de virus, spamming, no pueden servir in fine más que para desestabilizar temporalmente el funcionamiento de la red de comunicación. Pero en lo que nos ocupa aquí y ahora, Burroughs está obligado a admitirlo en términos desde luego heredados de las teorías de la comunicación, que hipostasían el vínculo emisor-receptor: «Sería más útil descubrir cómo podrían ser alterados los modelos de exploración a fin de permitir al sujeto liberar sus propios modelos espontáneos». El envite de toda enunciación no es la recepción sino más bien el contagio. Denomino insinuación —el illapsus de la filosofía medieval— a la estrategia que consistirá en seguir la sinuosidad del pensamiento, las palabras errantes que se apoderan de mí constituyendo al mismo tiempo el terreno vago donde vendrá a establecerse su recepción. Jugando con el vínculo entre el signo y sus referentes, usando clichés contraindicados, como en la caricatura, dejando que el lector se aproxime, la insinuación hace posible un encuentro, una presencia íntima, entre el sujeto de enunciación y aquellos que se conectan al enunciado. «Existen contraseñas bajo las consignas [des mots de passe sous les mots d'ordre], escriben Deleuze y Guattari. Palabras que serían como de pasaje, componentes de paso, mientras que las consignas marcan las paradas, las composiciones estratificadas organizadas». La insinuación es la bruma de la teoría y conviene a un discurso cuyo objetivo es el permitir las luchas contra el culto a la transparencia que, desde el origen, está asociado a la hipótesis cibernética. Que la visión cibernética del mundo sea una máquina abstracta, una fábula mística, una fría elocuencia a la que continuamente se le escapan múltiples cuerpos, gestos, palabras, no basta como para concluir que ha fracasado ineluctablemente. Si a este respecto hay algo que le falta a la cibernética, es precisamente aquello mismo que la sustenta: el placer de la racionalización excesiva, el ardor que provoca el «tautismo» [contracción —en francés tautisme— de tautología y autismo], la pasión de la reducción, el goce del aplanamiento binario. Ir en cierto modo contra la hipótesis cibernética, es preciso repetirlo, no es criticarla y oponerle una visión concurrente del mundo social, sino experimentar a su lado, efectuar otros protocolos, crearlos de una pieza y gozar de ellos. A partir de los años 1950, la hipótesis cibernética ha ejercido una fascinación inconfesada en toda una generación «crítica», de los situacionistas a Castoriadis, de Lyotard a Foucault, Deleuze y Guattari. Se podrían cartografiar sus respuestas como sigue: los primeros se han opuesto desarrollando un pensamiento desde fuera, que se descuelga; los segundos han usado un pensamiento del medio [milieu], por un lado «un tipo metafísico de diferendo con el mundo, que apunta hacia los mundos supraterrenos trascendentes o hacia los contra-mundos utópicos», por otro «un tipo poiético de diferendo con el mundo que ve en lo real mismo la pista que conduce a la libertad», como lo resume Peter Sloterdijk. El éxito de toda experimentación revolucionaria futura se medirá esencialmente por su capacidad en convertir en caduca esta oposición. Esto comienza cuando los cuerpos cambian de escala, se sienten espesar, son atravesados por fenómenos moleculares que escapan a los puntos de vista sistémicos, a las representaciones molares, haciendo de cada uno de sus poros una máquina de visión enganchada a los devenires más que una cámara fotográfica que enmarque, delimite o asigne a los seres. En las líneas que siguen insinúo un protocolo de experimentación destinado a deshacer la hipótesis cibernética y el mundo que ella construye con perseverancia. Pero como en otros artes eróticos o estratégicos, su uso ni se decide ni se impone. Solo puede provenir del más puro involuntarismo, lo cual implica claramente una cierta desenvoltura. VIII No todos los individuos, los grupos, todas las formas-de-vida pueden ser montadas en bucle de retroacción. Las hay demasiado frágiles, que amenazan con romperse. También demasiado fuertes, que amenazan con romper. Estos devenires, a modo de separación, suponen que en un momento de la experiencia vivida los cuerpos pasen por el agudo sentimiento de que todo esto se puede acabar abruptamente, en uno u otro momento, que la nada, que el silencio, que la muerte están al alcance de cuerpo y de gesto. Esto puede acabar. La amenaza. Hacer que fracase el proceso de cibernetización, hacer bascular al Imperio pasará por una apertura al pánico. La caída del Imperio será siempre percibida por sus agentes y sus aparatos de control como el más irracional de los fenómenos, puesto que el Imperio es un conjunto de dispositivos que apuntan a conjurar el acontecimiento, en un proceso de control y de racionalización. Las líneas que siguen echan un vistazo hacia lo que podría ser un tal punto de vista cibernético sobre el pánico, e indican bastante bien, a contrario, su potencia efectiva: «El pánico es por tanto un comportamiento colectivo ineficaz, puesto que no está adaptado al peligro (real o supuesto); se caracteriza por la regresión de las mentalidades hacia un nivel arcaico y gregario, y conduce a apasionadas y primitivas reacciones de fuga, agitación desordenada, violencias físicas y, de modo general, a actos de auto- o hetero-agresividad; las reacciones de pánico derivan de las características del alma colectiva: alteración de las percepciones y del juicio, alineación respecto a los comportamientos más frustrados, sugestionabilidad, participación en la violencia sin noción de responsabilidad individual.» El pánico es lo que aterroriza a los cibernéticos. Representa el riesgo absoluto, la amenaza potencial permanente que ofrece la intensificación de los vínculos entre formas-de-vida. Por ello, es preciso hacer que se torne algo espantoso, tal y como para ello se esfuerza el mismo aguzado cibernético: «El pánico es peligroso para la población a la que afecta; aumenta el número de víctimas que resultan de un accidente debido a reacciones inapropiadas de fuga, puede incluso ser el único responsable de muertes y heridos; siempre se repiten los mismos escenarios: actos de furor ciego, pisoteo, aplastamiento…». La mentira de una tal descripción consiste en imaginar los fenómenos de pánico como siendo algo exclusivo de un medio cerrado: en tanto que liberación de los cuerpos, el pánico se autodestruye, puesto que todo el mundo busca la huida por una salida demasiado estrecha. Pero es posible considerar, como en Génova en el año 2001, que un pánico a la escala suficiente como para desbaratar las programaciones cibernéticas y atravesar varios medios, sobrepase el estado de abatimiento, como lo sugiere Canetti en Masa y poder: «Si no se estuviera en un teatro, se podría huir conjuntamente, como una tropa de bestias en peligro, y aumentar la energía de la huida mediante movimientos aunados en la misma dirección. Un miedo de masa de esta especie, activo, es ese gran acontecimiento colectivo que experimentan todos los animales que viven en manada, y que se salvan juntos, puesto que son buenos corredores.» A este respecto creo que es un hecho político de la mayor importancia el pánico que provocó Orson Welles en más de un millón de personas en octubre de 1938, anunciando en las ondas la llegada inminente de los marcianos a Nueva Jersey, en una época en que la radiofonía estaba lo suficientemente virgen como para poder atribuir todavía a las emisiones un cierto valor de verdad. Debido a que «cuanto más se lucha por la propia vida, más se torna evidente que se lucha contra los demás, y que entonces éstos os estorbarán desde todos lados», el pánico revela también, aparte de un gasto inaudito e incontrolable, la guerra civil en su estado puro [nu]: es una «desintegración de la masa en la masa». En situación de pánico, las comunidades se desprenden del cuerpo social concebido como totalidad y quieren escapar de él. Pero como están aún cautivas de dicho cuerpo social, física y socialmente, están obligadas a atacarlo. El pánico manifiesta, más que cualquier otro fenómeno, el cuerpo plural e inorgánico de la especie. Sloterdijk, este último hombre de la filosofía, prolonga esta concepción positiva del pánico: «En una perspectiva histórica, los alternativos son probablemente los primeros hombres en desarrollar un vínculo no histérico con el posible apocalipsis. […] La conciencia alternativa actual se caracteriza por algo que se podría calificar de vínculo pragmático con la catástrofe.» A la cuestión de que, tal y como implica la hipótesis cibernética, «la civilización, en la medida en que debe edificarse sobre esperanzas, repeticiones, seguridades e instituciones, tiene como condición la ausencia, incluso la exclusión del elemento pánico», Sloterdijk opone que «solamente son posibles las civilizaciones vivas gracias a la proximidad para con experiencias pánicas», que así conjuran las potencialidades catastróficas de la época reencontrando su familiaridad originaria. Ofrecen la posibilidad de convertir estas energías en «un éxtasis racional por el cual el individuo se abre a la intuición: 'soy el mundo'». Lo que en el pánico rompe las barreras y se transforma en carga potencial positiva, en intuición confusa (en la con-fusión) de su sobrepasamiento, es que cada uno es en él algo así como la fundación viviente de su propia crisis, en vez de sufrirla en tanto que fatalidad exterior. La búsqueda del pánico activo —«La experiencia pánica del mundo»— es por tanto una técnica de asunción de ese riesgo de desintegración que cada cual representa para la sociedad en tanto que dividuos de riesgos. Lo que aquí cobra forma es el fin de la esperanza y de toda utopía concreta, y la cobra en tanto un cierto tender puentes hacia el hecho de no esperar ya nada, de no tener nada que perder. Y es una forma de volver a introducir, mediante una sensibilidad particular hacia los posibles de las situaciones vividas, para con sus posibilidades de hundimiento, para con la extrema fragilidad de su planificación [ordonnancement], un vínculo sereno con el movimiento de fuga que va delante del capitalismo cibernético. En el crepúsculo del nihilismo, se trata de hacer del miedo algo tan extravagante como la esperanza. En el marco de la hipótesis cibernética, el pánico se comprende como un cambio de estado del sistema autorregulado. Para un cibernético, todo desorden no puede partir más que de las variaciones entre comportamientos medidos y comportamientos efectivos en los elementos del sistema. Se denomina «ruido» a un comportamiento que escape del control, manteniéndose indiferente al sistema, y que, por consiguiente, no puede ser tratado por una máquina binaria, reducido a un 0 o a un 1. Estos ruidos son las líneas de fuga, la errancias de los deseos que no han entrado todavía en el circuito de valorización, lo no-inscrito. Hemos denominado Partido Imaginario al conjunto heterogéneo de tales ruidos que proliferan bajo el Imperio sin por ello invertir su equilibrio inestable, sin modificar su estado, siendo por ejemplo la soledad la forma más extendida de estos pasajes hacia el Partido Imaginario. Wiener, cuando funda la hipótesis cibernética, imagina la existencia de sistemas —denominados «circuitos cerrados reverberantes»— donde proliferarían los desvíos entre comportamientos deseados por el conjunto y comportamientos efectivos de tales elementos. Considera entonces que estos ruidos podrían acrecentarse brutalmente y en serie, como cuando las reacciones de un piloto hacen que se rompa su vehículo tras haberse metido por una vía congelada, o tras haber golpeado una barrera de seguridad de una autopista. Al ser por tanto una cierta sobreproducción de malos feedbacks, que distorsionan lo que se debería señalar, que amplifican lo que se debería contener, todas estas situaciones señalan la vía de una pura potencia reverberante. La práctica actual de bombardeo de informaciones sobre ciertos puntos nodales de la red Internet —el spamming— apunta a producir tales situaciones. Toda revuelta bajo y contra el Imperio solo puede concebirse a partir de una amplificación de tales «ruidos» capaces de constituir lo que Prigogine y Stengers —que invitan a una analogía entre mundo físico y mundo social— han denominado «puntos de bifurcación», umbrales críticos a partir de los cuales deviene posible un nuevo estado del sistema. El error común a Marx y Bataille, con sus categorías de «fuerza de trabajo» o de «gasto», habría sido el haber situado la potencia de inversión del sistema fuera de la circulación de los flujos mercantiles, en una exterioridad pre-sistémica, antes y después del capitalismo, estando tal potencia para uno en la naturaleza, y para el otro encontrándose en un sacrificio fundador; unas potencias que deberían ser la palanca a partir de la cual pensar la metamorfosis sin fin del sistema capitalista. En el primer número de Grand Jeu, el problema de la ruptura del equilibrio es planteado en términos del todo inmanentes, aunque aún un poco ambiguos: «Esta fuerza que es, no puede quedarse sin empleo en un cosmos lleno como un huevo, y en el seno del cual todo actúa y todo reacciona sobre todo. Solamente entonces, un chasquido, una palanca desconocida, debe hacer que de repente esta corriente de violencia se desvíe en otro sentido. O más bien, en un sentido paralelo, pero gracias a un desajuste súbito, en otro plano. Su revuelta debe devenir la Revuelta invisible». No se trata simplemente de la «insurrección invisible de un millón de espíritus», como lo pensaba el celestial Trocchi. La fuerza de eso que denominamos política extática no viene de un afuera sustancial sino del desvío, de la pequeña variación, de los remolinos que, partiendo del interior del sistema, lo empujan localmente hacia su punto de ruptura y por tanto hacia las intensidades que todavía se dan entre formas-de-vida, a pesar de la atenuación de las intensidades que se alimentan. Más precisamente, viene [dicha fuerza] del deseo que excede el flujo en tanto que lo nutre sin ser ahí trazable, en tanto que pasa bajo su trazado y que a veces se fija, se ejemplifica entre formas-de-vida que tienen, en situación, el papel de atractores. Está, como se sabe, en la naturaleza del deseo, no dejar trazas allí por donde pase. Volvamos a ese instante en el que el sistema en equilibrio puede bascular: «Cerca de los puntos de bifurcación, escriben Prigogine y Stengers, allí donde el sistema puede 'elegir' entre dos regímenes de funcionamiento, y donde no está, propiamente hablando, ni en uno ni en el otro, el desvío respecto a la ley general es total: las fluctuaciones pueden alcanzar el mismo orden de magnitud que los valores macroscópicos medios. […] Regiones separadas por distancias macroscópicas están correlacionadas: las velocidades de las reacciones que se producen ahí se regulan una sobre la otra, los acontecimientos locales repercuten por tanto a través de todo el sistema. Se trata aquí de un estado verdaderamente paradójico, que desafía todas nuestras 'intuiciones' en lo que respecta al comportamiento de las poblaciones, un estado en el que las pequeñas diferencias, lejos de anularse, se suceden y se propagan sin respiro. El caos indiferente del equilibrio deja el paso a un caos creador, tal y como lo evocaron los antiguos, un caos fecundo de donde puedan salir estructuras diferentes». Sería ingenuo deducir directamente un nuevo arte político a partir de esta descripción científica de los potenciales de desorden. El error de los filósofos y de todo pensamiento que se despliegue sin reconocer en él, en su propia enunciación, aquello que debe al deseo, es el de situarse artificialmente por encima de los procesos que objetiva, incluso desde una experiencia; de lo cual por otra parte no se libran Stengers y Prigogine. La experimentación, que no es la experiencia acabada sino su proceso de cumplimiento, se sitúa en la fluctuación, en medio de los ruidos, al acecho de la bifurcación. Los acontecimientos que se verifican en lo social en un nivel lo bastante significativo como para influir en los destinos generales, no constituyen la simple suma de los comportamientos generales. Inversamente, los comportamientos individuales no influyen por sí mismos sobre los destinos generales. Quedan no obstante tres etapas que no hacen más que una, y que a falta de ser representadas se experimentarán directamente sobre los cuerpos como problemas inmediatamente políticos: quiero hablar aquí de la amplificación de comportamientos no conformes; de la intensificación de los deseos y de su acuerdo rítmico; de la disposición [agencement] de un territorio, suponiendo que «la fluctuación no puede penetrar de un solo golpe el sistema entero. De entrada debe establecerse en una región. Según que esta región inicial sea más o menos pequeña que una dimensión crítica, la fluctuación experimentará una regresión o bien penetrará todo el sistema.» Son tres problemas, por tanto, que demandan ejercicios en vistas de una ofensiva anti-imperial: problema de fuerza, problema de ritmo, problema de impulso [élan]. Estas cuestiones, que han sido consideradas desde el punto de vista neutralizado y neutralizante del observador de laboratorio o de salón, es preciso retomarlas a partir de sí mismo, hacer de ellas la prueba. ¿Qué significa amplificar las fluctuaciones para mí? ¿Cómo pueden las desviaciones [déviances], las mías por ejemplo, provocar el desorden? ¿Cómo pasar de las fluctuaciones dispersas y singulares, de los desvíos de cada cual respecto a la norma y los dispositivos, hacia devenires, hacia destinos? ¿Cómo aquello que huye en el capitalismo y que escapa a la valorización puede hacer fuerza y tornarse contra él? Este problema lo ha resuelto la política clásica mediante la movilización. Movilizar quería decir adicionar, agregar, reunir, sintetizar; unificar las pequeñas diferencias, las fluctuaciones, haciéndolas pasar por un gran fallo, una injusticia irreparable y como algo que queda por reparar. Las singularidades estarían ya ahí; bastaría subsumirlas bajo un único predicado. La energía también estaría siempre ya ahí; bastaría con organizarla. Yo sería la cabeza, ellos el cuerpo. Así, el teórico, el vanguardista, el partido, han hecho que la fuerza funcione del mismo modo que el capitalismo, a golpe de puesta en circulación y de control con las miras puestas en asir el corazón del enemigo, como en la guerra clásica, y de tomar el poder tomando su cabeza. La revuelta invisible, el «golpe-del-mundo» del que hablaba Trocchi, juega por el contrario con la potencia. Es invisible puesto que es imprevisible a ojos del sistema imperial. Amplificadas, las fluctuaciones con respecto a los dispositivos imperiales nunca se agregan. Son tan heterogéneas como lo puedan ser los deseos, y nunca podrán formar una totalidad cerrada, y menos una multitud, cuyo nombre no es más que un señuelo a no ser que signifique multiplicidad irreconciliable de las formas-de-vida. Los deseos huyen, haciendo o no haciendo clinamen, produciendo o sin producir intensidades, y, más allá de la fuga, continúan huyendo. Permanecen rebeldes a toda forma de representación, sea en forma de cuerpo, clase o partido. Es necesario por tanto deducir de esto que toda propagación de fluctuaciones será también propagación de la guerra civil. La guerrilla difusa es la forma de lucha que debe producir una tal invisibilidad a ojos del enemigo. El que una fracción de la Autonomía en la Italia de los 70 recurriera a la guerrilla difusa se explica precisamente en virtud del carácter cibernético avanzado del gobierno italiano. Esos años eran los del desarrollo del «consociativismo», que anunciaba el actual ciudadanismo: la asociación de partidos, sindicatos y asociaciones para el reparto y la cogestión del poder. Pero lo más importante aquí no es la repartición sino la gestión y el control. Este modo de gobierno va bastante más allá del Estado-providencia creando cadenas de interdependencia más largas entre ciudadanos y dispositivos, extendiendo así los principios de control y de gestión de la burocracia administrativa. IX Debemos a T. E. Lawrence la elaboración de los principios de la guerrilla a partir de su experiencia en el combate al lado de los Árabes contra los Turcos, en 1916. ¿Qué dice Lawrence? Que la batalla no es el único desarrollo dentro de la guerra, así como que la destrucción del corazón del enemigo no es su objetivo central, a fortiori si este enemigo no tiene rostro, como sucede frente al poder impersonal que materializan los dispositivos cibernéticos del Imperio: «La mayor parte de las guerras son guerras de contacto, esforzándose ambas fuerzas en permanecer cercanas a fin de evitar toda sorpresa táctica. En cuanto a la guerra árabe, debía ser una guerra de ruptura: contener al enemigo por la amenaza silenciosa de un vasto desierto desconocido, no descubriéndose más que en el momento del ataque.» Deleuze, incluso si opone demasiado rígidamente la guerrilla, que plantea el problema de la individualidad, a la guerra, que plantea el de la organización colectiva, precisa que se trata de abrir lo más posible el espacio, y profetizar, o, mejor aún, de «fabricar lo real, no de responderle». La revuelta invisible, la guerrilla difusa, no sancionan una injusticia, crean un mundo posible. En el lenguaje de la hipótesis cibernética, la revuelta invisible, la guerrilla difusa, en el nivel molecular, la sabría crear de dos maneras. Primer gesto, fabrico lo real, trastorno [détraque] y me trastorno trastornando. Todos los sabotajes tienen ahí su fuente. Lo que representa mi comportamiento en este momento no existe para el dispositivo que se trastorna conmigo. Ni 0 ni 1, soy el tercero absoluto. Mi goce excede el dispositivo. Segundo gesto, no respondo a los bucles retroactivos humanos o maquínicos que intentan acotarme, tal y como Bartleby con su «preferiría no hacer», me mantengo en el desvío, no entro en el espacio de los flujos, no me conecto, me quedo. Hago uso de mi pasividad en tanto que potencia contra los dispositivos. Ni 0 ni 1, soy la nada absoluta. Primer tiempo: gozo perversamente. Segundo tiempo: me reservo; más allá, por debajo; cortocircuito y desconexión. En ambos casos, el feedback no ha lugar, existiendo la alimentación del inicio de una línea de fuga, una línea de fuga que es por un lado exterior, y que parece surgir de mí, y que, por otro lado, es interior, y me vuelve a llevar hacia mí. Todas las formas de interferencia parten de estos dos gestos, líneas de fuga exteriores e interiores, sabotajes y repliegues, búsqueda de formas de lucha y asunción de formas-de-vida. En adelante, el problema revolucionario consiste en conjugar ambos momentos. Lawrence cuenta que esta fue también la cuestión que debieron resolver los Árabes entre los cuales se alistó contra los Turcos. En efecto, su táctica consistía «en siempre proceder por toques y repliegues [touches et replis]; no con empujones ni golpes [ni poussées ni coups]. Jamás el ejército árabe buscará conservar o mejorar la ventaja, sino retirarse e ir a impactar [frapper] más lejos. Empleaba la más pequeña fuerza en el mínimo de tiempo y en el lugar más alejado». Se privilegian los ataques contra lo material, y especialmente contra los canales de comunicación más que contra las instituciones mismas, como privar a un tramo de vías férreas de sus raíles. La revuelta solo deviene invisible cuando alcanza su objetivo, que es el de «privar al adversario de cualquier objetivo», de no proveer de blancos al enemigo. En tal caso impone al enemigo una «defensa pasiva» muy costosa en términos de material y de hombres, en energías, extendiendo al mismo tiempo su propio frente ligando entre sí los focos de ataque. Por tanto, desde su invención, la guerrilla tiende a la guerrilla difusa. Por añadidura, este tipo de lucha produce vínculos nuevos muy distintos a los que están en curso en los ejércitos tradicionales: «Se buscaba un máximo de irregularidad y de soltura [souplesse]. La diversidad desorientaba los servicios de información enemigos. […] Cada cual podía regresar a sí mismo cuando flaqueaba su convicción. El único contrato que les unía era el honor. En consecuencia, el ejército árabe no tenía disciplina en el sentido en que ésta restringe y extingue [étouffe] la individualidad, y en que constituye el más pequeño denominador común de los hombres.» Por tanto Lawrence no idealiza el espíritu libertario de sus tropas, tal y como sí intentan hacer en general los espontaneístas. Lo más importante es poder contar con una población simpatizante, que tiene el papel de lugar de reclutamiento potencial a la vez que de difusión de la lucha. «Se puede llevar adelante una revolución por un dos por ciento de elementos activos y un noventa y ocho de simpatizantes pasivos», pero esto necesita tiempo y operaciones de propaganda. Recíprocamente, todas las ofensivas de interferencia de las líneas adversas conllevan un servicio de información perfecto «que debe permitir elaborar planes con una certidumbre absoluta» a fin de jamás proveer de objetivos al enemigo. Este es precisamente el papel que en adelante podría tener una organización, en el sentido que este término tenía en la política clásica, de tal función de información y transmisión de saberes-poderes acumulados. Así, la espontaneidad de los guerrilleros no será necesariamente algo que se oponga a una cierta organización, en tanto que reservorio de informaciones estratégicas. Pero lo importante es que la práctica de la interferencia, tal y como la concibe Burroughs, y según los hackers, es vana si no se ve acompañada por una práctica organizada de informaciones acerca de la dominación. Esta necesidad se refuerza por el hecho de que el espacio en el cual podría tener la revuelta no es el desierto del que habla Lawrence. El espacio electrónico de Internet no es tampoco ese espacio liso y neutro del que hablan los ideólogos de la era de la información. Los estudios más recientes confirman por otra parte que Internet está a merced de un ataque dirigido y coordinado. El mallado ha sido concebido de tal manera que la red todavía podría funcionar tras una pérdida del 99% de los 10 millones de «enrutadores» —los «nodos» de la red de comunicación donde se concentra la información—, destruidos de forma aleatoria, lo cual es algo conforme a lo que inicialmente habían querido los militares norteamericanos. Por contra, un ataque selectivo, concebido a partir de informaciones precisas sobre el tráfico bastaría para provocar un hundimiento del sistema con tal que apuntara al 5% de los nodos más estratégicos —los nodos de las redes de flujo-alto, en las grandes operadoras, los puntos de entrada de las líneas transatlánticas. Sean virtuales o reales, los espacios del Imperio están estructurados en territorios, están estriados por cascadas de dispositivos que trazan fronteras que luego borran cuando devienen inútiles, y todo en un constante barrido, que es el motor mismo de los flujos de circulación. Y en un tal espacio estructurado, territorializado y desterritorializado, la línea del frente con el enemigo no puede ser tan clara como en el desierto de Lawrence. Tanto el carácter flotante del poder como la dimensión nómada de la dominación exigen por consiguiente un acrecentamiento de la actividad de información, lo cual significa una organización de la circulación de los saberes-poderes. Ese debería ser el papel de la Sociedad para el Avance de la Ciencia Criminal (SASC [las siglas vienen del francés]). En Cibernética y Sociedad, Wiener, aunque presintiendo demasiado tardíamente que el uso político de la cibernética tiende a reforzar el ejercicio de la dominación, se plantea una cuestión similar, previamente a la crisis mística en la cual acabará su vida: «Toda la técnica del secreto, de la interferencia y del bluff consiste en asegurar que el propio campo puede hacer un uso más eficaz de las fuerzas y operaciones de comunicación que el otro campo. En este uso combativo de la información, es tan importante dejar abiertos los propios canales de información como destruir los canales de los que dispone el adversario. Una política global en materia de secreto casi siempre conlleva la consideración de bastantes más cosas que el secreto mismo». El problema de la fuerza, reformulado en problema de la invisibilidad, deviene por tanto un problema de modulación de la apertura y el cerramiento. Requiere a la vez organización y espontaneidad. O por decirlo de otra manera, la guerrilla difusa requiere hoy de la constitución de dos planos de consistencia distintos, aunque entremezclados, uno donde se organice la apertura, la transformación del juego de formas-de-vida en información, otro donde se organice el cerramiento, la resistencia de las formas-de-vida a su puesta en información. Curcio: «El partido-guerrilla es el máximo agente de la invisibilidad y de la exteriorización del saber-poder del proletariado, en él cohabitan —y en el más alto nivel de síntesis— invisibilidad con respecto al enemigo y exteriorización hacia el enemigo». Se objetará que después de todo no se trata más que de una forma de máquina binaria, ni mejor ni peor que las que lleva a cabo la cibernética. Así, se estará equivocado, puesto que con eso no se está viendo que al principio de estos dos gestos encontramos una distancia fundamental con respecto a los flujos regulados, una distancia que es la condición misma de la experiencia en el seno de un mundo de dispositivos, una distancia que es una potencia que puedo convertir en espesor y en devenir. Pero sobre todo, se estará equivocado porque pensar así conlleva no comprender que la alternancia entre soberanía e impoder no es algo que se programe, de que el curso que dibuja estas posturas es del orden de la errancia, que los lugares en él elegidos son imprevisibles —en el cuerpo, en la fábrica, en los no-lugares urbanos y periurbanos… Fuente: Publicado en https://tiqqunim.blogspot.com/2013/01/cibernetica.html "La Hipótesis cibernética" Acuarela / Machado Libros, Madrid 2015, Editorial Hekht, Buenos Aires, 2016. Se puede leer también La hipótesis cibernética puntos I, II, III La hipótesis cibernética puntos IV, V, VI

  • Abril Adynata / VPS MP

    Devenir niebla: opacos al poder cibernético, irrepresentables a la maquinaria binaria de transparencia y sentido, ilegibles para sus códigos, imprevisibles ante los dispositivos de control y vigilancia algorítmica y digital. Experimentación, fluctuaciones, intensificaciones de formas-de-vida. Borrarse, devenir nómadas, atacar la identidad, la identificación. Difuminar las líneas fijas de la razón y que el suelo enfríe el aire. “Es la incertidumbre la que nos seduce, todo se vuelve maravilloso en la bruma” (Dostoievski). Adynata asume múltiples formas. Muchas veces, reúne meditaciones estremecidas en forma de textos, muchas otras deviene biblioteca en la que perderse en búsqueda de lecturas que aquí se reúnen casi como un reservorio de memorias compartidas de aquellos textos que, alguna vez, amamos. (Sí, sabemos que muchxs de quienes andamos por Adynata nos constituimos en el amor por los textos.) A veces se trata de un espacio en el que compartir escrituras sobre eso que inquieta, sobre eso que necesitamos y nos urge pensar. A veces, solo está ahí, en el ciberespacio. Descubrimos que la curiosean desde cibergeografías que componen una serie digna del Diccionario chino de Borges, una cartografía insólita que acerca Mérida, Barcelona, Lanús, Manizales, París, Berazategui y Berlín. Que incluye rarezas como Wright Patterson Air Force Base, Palm Spings, Bucaramanga, Sahagún y La Ceja. En esta Adynata, insistimos en hacer visible lo que podríamos llamar gramática existencial de la fuerza. Leemos en "Embriaguez de la fuerza": “En el abismo del miedo, se dibujan dos opciones: sobrevivir en la pesadilla o salvarse comprando fuerza.” Una pista queda afrecida “Tal vez la crueldad no tenga que pensarse como insensibilidad, sino como adherencia a la fuerza, como repulsión de la debilidad, como huida de la vulnerabilidad provocando daño.” y, entre muchisimas otras cuestiones, el texto se pregunta “¿Qué le hace esta trama a los cuerpos que habitamos?, ¿qué le hace a los sentimientos que encarnamos?, ¿qué le hace al amor, a la sexualidad, al erotismo, al trabajo, a la vida en común?, ¿qué le hace al aire, al agua, a la tierra?”. Alejandro Kaufman reúne asuntos del presente. Pone a la vista la escena del consumo como incubadora de una libertad de elección de la que nacen servidumbres consentidas. Kaufman insiste en que pensamos en la cuestión de la estatalidad ("la vida contemporánea sería inhabitable sin la estatalidad, o lo que sea que se haga responsable de lo que la estatalidad tiene la obligación de garantizar"). Propone pensar las ideas de "apropiación y apreciación" una junto a la otra. Y denuncia el silencio atroz ante tantas afirmaciones que destrozan el porvenir de lo común. En una de las Aguafuertes de Arlt (1928), "El pan dulce del cesante", cuando una pareja se debate sobre qué vender para hacer el pan deseado por las infancias, se lee la expresión “no hay plata”. Desde entonces, esas tres palabras dicen la trama de crueldad, angustia y desigualdad. Antoni Jesús Aguiló recupera un texto que Walter Benjamin escribe en 1942 en el que recuerda que la vida peligra, que se la está matando e insta detener la locomotora sin freno de una época que está por estrellarse. En 1991, en su último viaje a Buenos Aires, Néstor Perlongher dicta, invitado por Tomás Abraham, un seminario en el Colegio Argentino de Filosofía con el título “Las formas del éxtasis”. En esa ocasión, presenta su trabajo en curso sobre la religiosidad pagana y el uso de plantas alucinógenas en comunidades del sur. Un trabajo acerca de tradiciones culturales de las experiencias de éxtasis o salidas de sí. La desgrabación de esas clases se publica en el año 2004 en la revista Sociedad de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Buenos Aires. Una versión establecida por Christian Ferrer y Osvaldo Baigorria. Patricia Mercado nos invita a leer "Satisfaction en la ESMA", “Todo el libro es ese gesto. Descubrir que se sabía lo que se sabía: somos parte de esa historia. Como en un buen análisis.” escribe. Matías E. Wendt en "Acerca de la irreparable inmadurez", entre muchas otras cuestiones, recuerda que a Deleuze le preocupa que no nos imaginemos una salida y advierte que el caminante de Nietzsche no camina en dirección a una meta final sino que en el caminar, al liberar el mirar y perder el horizonte, se abre y encuentra nuevas visiones. El texto "Creer o no creer, esa es la cuestión" también incita a la necesidad de despojarse de lo dado, de “vaciarse de las creencias dominantes” e inquiere “¿Todavía podemos creer?”. Nos insta a recuperar la confianza en lo que no existe. Y nos deja, algo así como un mantra político-afectivo: “Creer es vincularse con lo que no existe.” A su vez, el texto "Sobre verla y no verla" advierte acerca de lo estafable del sentido de la vista y analiza que no hay videncia sin creencia. Dice “Vidente es, ante todo, quien cree para ver, quien cree en un monoteísmo del ver.” Y nos instiga, desafiante, a “aprender a leer con el tacto, con la piel, con el olfato, con el gusto, con el oído”. Quizás pueda aprenderse también a escribir así. Quizás en estas Caligrafías Nómades escriba el oído, la ensoñación, el estupor. “Parpadeó y vio de costado que la aguja se había desplazado de número en el cuadrante. Le pareció que algo se había fugado. Pero su cuerpo seguía allí, intacto. Como una constancia que se extiende frente al empleado de alguna ventanilla.” Quizás esto se aproxime a aquello que nos plantea Clarice Lispector “hay un trabajo, digamos cósmico, que debe ser hecho, y los casos individuales lamentablemente no pueden ser tomados en cuenta. Para los que sucumben y se vuelven individuales existen las instrucciones, la caridad, la comprensión que no distingue motivos, nuestra vida humana en fin.” Quizás los despliegues acerca de la atención que nos ofrece el texto "Atención poética, política, ética" se aproximen también hacia esos modos, afirma “una relación singular entre atención, política y cierta memoria. Una atención poética.” Hay también otra invitación, no sólo a leer "La hipótesis cibernética" sino, y sobretodo, a “devenir opaco como la niebla (...) reconocer que uno no representa nada, que uno no es identificable, es asumir el carácter intotalizable del cuerpo físico así como del cuerpo político, es abrirse a posibles desconocidos.” Joaquín Allaria Mena, en "30 notas de un viajante" advierte “Lo único que se puede inferir sin importar latitudes, temperaturas o paisajes: todxs estamos tratándonos de inventar una existencia.” Estas escrituras de este Abril Adynata, se dan a leer en pueblos y ciudades de coordenadas que asoman tanto a otoños como a primaveras, a tardes cálidas como a mañanas destempladas. ¿Lograrán, alguna vez, escrituras y lecturas reunirse en ese momento en el que “crueldades y desigualdades se sabrán innecesarias.”?

  • Embriaguez de la fuerza / Marcelo Percia

    1. Desdichas de la vida en común no se alivian con las ciencias. Necesitan tiempo, demoras estremecidas, suavidades que palpen espinas del daño, delicadezas que se sienten a conversar la vida. 2. La civilización del capital practica la crueldad. La realiza en tres formas: dañar, dañarse, consentir el daño. 3. Crueldades de estos tiempos empujan, a sensibilidades dañadas, a hacerse más daño. Ofrecen, a cada cual, la opción de elegir cómo lastimarse. 4. Sublimar consiste en tornar lo abyecto en sublime. Quizás en interponer tiempo entre el impulso y la acción. En introducir una pausa entre el terror y la huida, entre el incendio y la fascinación del fuego. Puede que algunas psicologías crean que carnicerías y quirófanos dan asilo a almas homicidas. O que la sublimación sirva para canalizar, reformar, civilizar, tendencias malsanas. 5. La crueldad no quiere transformarse en otra cosa. Concibe la piedad como declinación, como caída en la debilidad, como enfermedad del amor, inclinación al remordimiento. Para la crueldad la culpa la tienen las víctimas. La crueldad alienta la autodestrucción como última vanidad de existencias que se sienten fracasadas. 6. Entre el impulso de dañar y la acción que daña, casi no hay pausa, intervalo, posibilidad de detención. El impulso de dañar no se siente como el solo empuje que va a lastimar, sino como fantasía de cancelación de algo insoportable: una excitación, un nerviosismo, una obsesión, un desamparo, una maldición. La acción de dañar, desencadenada, no se puede parar. El después del daño, en ocasiones, sobreviene como adormecimiento, culpa, odio, derrota, indolencia. Como arrepentimiento o un no querer pensar en nada. A veces, lo que no tiene vuelta atrás impulsa a ahondar lo que daña. Componemos una civilización habituada al daño. O expuesta al daño. O aturdida de tanto daño. 7. Existencias que hablan viven en riesgo de dañar o dañarse. Amores pueden sanar y lastimar, amistades pueden alojar y decepcionar, afectos que ahíjan pueden arropar y condenar, alimentos pueden nutrir o enfermar. Y, así cada cosa que imaginemos. Una paradoja del daño reside en que puede proteger destruyendo. 8. Hablas del capital prometen felicidades, de consumos y posesiones, que dañan la vida. Aunque la crueldad no procura la felicidad: aspira a una efímera omnipotencia que adormezca la angustia. 9. Hablas del capital admiten el daño como costo necesario, como exageración sentimental, como insistencia de lo negativo. Como accidente, error, mala suerte. Dividen el presente en mundos paralelos: uno, de pesadilla, en el que quienes tienen fuerza mandan, amenazan, suplician, matan; y otro, de una conflictividad de baja intensidad, el que quienes tienen dinero pagan por su seguridad. Uno del daño liberado y otro del daño administrado y atemperado. En el abismo del miedo, se dibujan dos opciones: sobrevivir en la pesadilla o salvarse comprando fuerza. 10. De alguna manera que no se sabría decir, en la bruma de los días se entraman crueldad, angustia, desigualdad. ¿Qué le hace esta trama a los cuerpos que habitamos?, ¿qué le hace a los sentimientos que encarnamos?, ¿qué le hace al amor, a la sexualidad, al erotismo, al trabajo, a la vida en común?, ¿qué le hace al aire, al agua, a la tierra? 11. Clínicas que practicamos se desvelan ante esas preguntas y ante esta otra: ¿por qué saber lo que daña no detiene el acto de dañar o dañarse? 12. La fuerza luce arrogante, fascinada de sí, satisfecha. Daña para confirmar su poder. Tal vez la crueldad no tenga que pensarse como insensibilidad, sino como adherencia a la fuerza, como repulsión de la debilidad, como huida de la vulnerabilidad provocando daño. 13. Uno de los traductores de la obra de Freud al castellano, José Luis Etcheverry (1995), relata que se inclinaba a traducir el vocablo alemán Trieb como querencia en lugar de emplear la palabra pulsión siguiendo la tradición francesa. Se podría pensar que asistimos a una cultura aquerenciada en la mortificación. Una cultura aquerenciada en la crueldad. Mortificación y crueldad se ofrecen como lugares a los que acudir en estados de confusión y de miedo. Mortificación y crueldad se postulan como sitios a los que volver para untarse con el aceite de la fuerza. 14. El proyecto de la Ilustración de arrancar de su minoría de edad a la humanidad, como pensaba Kant (1784), no derivó en el progreso ilimitado de la razón, sino en el creciente anhelo de invulnerabilidad. En la ilusión de alcanzar un lugar seguro y protector: el hogar de la fuerza. Vivimos en una época aquerenciada en la figura de la fuerza. En su parada de poder y suficiencia, en su alarde de inmunidad e impunidad. 15. El nazismo sigue orbitando en el mundo como fantasma de poderío. La fuerza como orgullo de la razón, como elegancia viril, como agregado de heroísmos individuales. El ideal de participar en una selecta sumatoria de vidas blindadas se impone sobre la posibilidad de imaginarnos como habitantes de una común debilidad. 16. La fuerza practica la crueldad para autoafirmarse. Necesita hacer sufrir para sentirse a salvo del sufrimiento. La crueldad no se ejerce contra otro, sino contra otra vulnerabilidad. Se necesita ensañarse ante el desamparo puesto en otra parte para sentir, mientras se lastima, que se está a salvo del dolor. Se ejerce o se consiente la crueldad para participar de la ilusión de pertenecer a la comunidad inmunizada de la fuerza. 17. Hace tiempo que están sonando las alarmas: hablas del capital habilitan el daño. Legitiman el alarde y la celebración de la crueldad. 18. En el después cruel de la crueldad, el verdugo dice a la víctima: “No te victimices”. 19. En tiempos de crueldades racionalizadas, la palabra crueldad pierde su capacidad de denuncia o detención del daño. 20. Una disyuntiva reciente se expresó así: tener una moneda fuerte o una moneda de mierda. Lo que no se piensa como fuerte, se piensa como excremento. Hablas del capital profesan el éxito de la fuerza, de la guerra, de la virilidad. Cultivan el ensañamiento contra las debilidades sucias, feas, malas, mendigantes. 21. En una de las Aguafuertes de Arlt (1928), El pan dulce del cesante, cuando una pareja se debate sobre qué vender para hacer el pan deseado por las infancias, se lee la expresión “no hay plata”. Desde entonces, esas tres palabras dicen la trama de crueldad, angustia y desigualdad en nuestra literatura. Los sustantivos injusticia, inequidad, encarnizamiento, maldad, exclusión, vejación, estigmatización, abuso, violación, atrocidad, mortificación, ensañamiento, segregación, recuerdan algunos de los nombres que entran y salen de esa trama. 22. Fernando Ulloa (1995) introduce la expresión cultura de la mortificación para indagar qué pasó en nuestras vidas durante los años del terrorismo de Estado. Piensa la mortificación como imposición de una vida mortecina: apagada, sin ánimo, sin deseo. La languidez de existencias abatidas que acatan el daño creyendo que, a través de la sumisión, se protegen de peores sufrimientos. El terror de Estado conquista la complicidad y el consentimiento de quienes, entre cuestionar la crueldad de la desigualdad o acatarla, optan por lo último para quedar del lado de la protección de la fuerza. 23. La espectacularización del daño en series, películas, noticieros, videos, pone a la vista cómo trabaja la incubadora de la servidumbre consentida que se vive como libertad. 24. Alguna vez, en las sombras de los manicomios -recordando una idea de Bataille (1962)- se pensó que quienes no tienen ningún derecho, ninguna esperanza, ningún sosiego, ningún porvenir, terminan ejerciendo la única soberanía que les queda: cortarse la piel con un vidrio, tragarse algo cortante, tomar alcohol, exponerse a golpes y violencias, terminar en una zanja. Ejercer la soberanía de hacerse mierda. No dejarse excretar, una y otra vez, por poderes de una crueldad sumaria o fantasmas del ensañamiento. Actuar el único dominio posible: provocarse y consumirse en el dolor. A veces, en el límite de la desesperación, sensibilidades aturdidas intentan anestesiar el dolor con más dolor. 25. Para pensar la crueldad se necesita recordar dos cosas que supimos en la pandemia: la población del planeta puede desaparecer y las lógicas capitalistas están más preparadas para sacrificar y destruir que para cuidar. La crueldad no importa, ahora, como maldad o placer que daña, sino como dadora de una sensación de inmunidad a través del ejercicio caprichoso y desquiciado de la fuerza. 26. La idea de que siempre hay alguien que la está pasando peor compone la última suerte de sobrevivencias desencantadas. 27. Angustias no se pueden evitar, pero un día crueldades y desigualdades se sabrán innecesarias. 28. El peligro que enfrentamos reside en que el común vivir pierda, sin que nos demos cuenta o deje de importarnos, sus encantos. Que se expulse de la imaginación la potencia de una común debilidad sanadora, de una común suavidad de acogida, de una común delicadeza de la mano que se extiende, de la mano que sostiene, de la mano que evita la caída. Se necesita, una y otra vez, el contento de lo común para reducir el daño. Y enfurecer la protesta. Fuente (con agregados para esta edición): https://lateclaenerevista.com/embriaguez-de-la-fuerza-por-marcelo-percia/

  • Experimento Milei / Alejandro Kaufman

    Poder y verdad. Entre opresores y oprimidos, la asimetría constitutiva que así nos los hace nombrar está obturada y negada por los primeros, porque de ello depende la eficacia de la sujeción. Aun en tiempos de oscuridad como los actuales, en que se ostenta la crueldad hacia los más vulnerables y el goce que embarga de modo exhibicionista a quienes así proceden, nunca tales significantes se propalan de manera que alguien que apoye este horror se sepa concernido de modo explícito. La clave es siempre: la crueldad es contra el otro. En la medida en que los hechos van desmintiendo tal exención emerge una nueva escena acerca de la cual solemos albergar un optimismo injustificado. No es prudente ni cierta la espera respecto de que cuando se vean perjudicados directamente entonces van a reaccionar. No lo es porque el daño efectivo no se correlaciona con las representaciones. No hay un límite que defina cuándo el daño determina la decepción. Esto es inherente a la relación entre el embargo fascista de las masas y el modo en que el curso de los acontecimientos les afecta. Es tan falso que el daño enajene voluntades que antes apoyaban, como que cuando apoyaban antes de llegar a la actualidad hubiera habido solo un engaño. Hubo un engaño, pero no lo explica todo, o no era el que se cree. El engaño describe una condición heterónoma, ajena, para los engañados. El engaño vale como descripción de quien no participa de la falacia. Quien es engañado no se sabe engañado y no lo quiere saber. Ese no querer saberlo no es posterior al instante del engaño sino incluso anterior, se quiso ser engañado. Hubo deseo, pulsión, atracción hacia el engaño. El engaño autoinfligido es perseverante, se autorreproduce. Es un serio error, en parte causado por las narrativas circulantes de modo hegemónicamente victimista, el supuesto de una relación directa entre padecimiento y conciencia. Esto nunca fue así y por ello se explica la historia misma, contempladora de padecimientos seculares irredentos. No obstante, esta creencia equivocada, en tanto alegación sobre lo real, contiene una valencia utópica irrenunciable sobre la emergencia de una conciencia emancipadora. El propio deseo utópico la favorece, la motiva, la enciende. Porque la conciencia emancipadora, a diferencia de los emprendimientos del mercado que se nos ofrecen como nueva moral, no se incentiva, no se rige por las oportunidades, no calcula el rédito, y es por eso que se llama entre tantos otros nombres: estallido. Los negocios no estallan, sino que son pasiones tristes disciplinadas frente al cálculo contable, ante el cual representan escenas de falsa felicidad solo perceptible como lo hace el discurso publicitario que late en la vigilia estuporosa de nuestros días. Monopolio. El actual auge totalitario no surge de un destitución directa y explícita contra la sustancia democrática, aunque tales erosiones también suceden. Un deterioro de mayor magnitud y menor transparencia de la condición política de las multitudes tiene lugar por un desplazamiento, una derivación de la condición subjetiva de ciudadanía, deseante, demandante, opinante. Tal condición se orienta hacia una subyugación inmanente a una interfase metabólica funcionante como un régimen de intercambio asimétrico. Las tramas digitales encarnadas en redes sociales y plataformas no son “medios” de comunicación, porque no mediatizan, no establecen una conexión entre dos puntos, sino que articulan un tejido denso en el que las subjetividades son asimiladas a un régimen funcional sin perder una conciencia superestructural de presunción libre. La conciencia es continuamente interrogada sobre opiniones, consentimientos y deseos, y se ve compelida de un modo que parece voluntario a elegir entre opciones que no son sino calles de un laberinto que no conduce a ninguna parte, sino que conforma un móvil perpetuo, circular, en el que la extracción de materia significante ocurre a la manera de la minería, sin retribución a la matriz de donde es obtenida. Permiten tales disposiciones acumular una riqueza ilimitada sin costo alguno. Es pura ganancia para el propietariado (término propuesto por Úrsula K. Le Guin). El monopolio como exclusivismo economicista que definía economías de fases anteriores del capitalismo vacila como término para describir la contemporánea acumulación de riqueza en pocas manos. Antes las grandes corporaciones traficaban con bienes materiales como combustibles y alimentos. Ahora estos bienes están en curso de desmaterialización, aunque aún mantienen su conflictiva vigencia, conflictiva porque están irremediablemente destinados a mutar por otras formas en ciernes, tanto unos como otros. Los combustibles fósiles, por otras formas de producir energía no destructiva del ambiente, y los alimentos también, aunque resulte menos obvio para el conocimiento público. La agroindustria ya se esboza en modo “artificial” en el laboratorio, promesa de una futura obsolescencia del “campo”. Nuestras principales riquezas, energías convencionales y agroindustria tienen fecha de vencimiento, fuera por completo de toda inscripción en las agendas políticas corrientes. Habitamos un territorio con fecha de caducidad para sus principales producciones, además susceptible de manera vulnerable a ser afectado por el cambio climático. La noción de monopolio se encuentra en trance de trasformaciones pronunciadas. Si antes era una noción peyorativa hacia formas desleales de competencia en el mercado, ahora se instala como una forma virtuosa de administrar la revolución tecnológica en curso. Los nuevos bienes producidos no son materiales tangibles sino informáticos. Las principales acumulaciones mundiales de riqueza lo son. Tal intangibilidad le es conferida a los bienes antaño tangibles. Baste mencionar aquí solo la impresión 3D o algunas funciones de la IA. Todavía no hemos incorporado a los debates el hecho de que aparecen modalidades de producción y consumo consistentes en tramas relacionales más eficaces cuanto más concentradas. No rinden varias plataformas digitales o redes sociales que ofrezcan lo mismo, Facebook I, Facebook II, Facebook III. Estas nuevas corporaciones miden su valor en tanto sus cuentas usuarias representen una proporción lo mayor posible de la población mundial. Tendencialmente, en su totalidad. No nos sirve estar en una plataforma y no en otra, sino en una que abarque todo el planeta. Sí puede haber diversas redes sociales o plataformas que compitan entre sí de manera indirecta, aunque de hecho se complementan, mimetizan o combinan, pero cada una debe abarcar todo el globo sin ser excluyentes entre sí. La gramática de la revolución urbana, aunque se inscribe en las revoluciones anteriores, radicaliza su carácter urbano. Urbanizar implica adoptar modalidades de homogeneidad, continuidad y concentración, porque lo urbano es sistémico, no discreto como lo eran antes las mercancías. Lo urbano se plasma en relaciones, no en objetos como alfileres o manzanas. Se instala en la intuición multitudinaria un escepticismo acerca de que el monopolio pueda ser indeseable por una ética comercial de igualdad de oportunidades. Lo que sucede con redes sociales y plataformas va ocurriendo con otras tecnologías, como el transporte aéreo, las universidades y la investigación científica, los regímenes de traducción de las lenguas, la propia huella de carbono como articuladora de lo que se produce; luego la moneda; desde hace ya un tiempo, incluso los derechos humanos. Los estados proliferaron, hay más de dos centenares, y en cambio pocas corporaciones globales disponen de poderes inéditos, no solo por la necesidad de que sus productos sean homogéneos y generalizados sino porque esos productos consisten en dispositivos extractivistas de la subjetividad a la que eslabonan de manera subyugada y no consciente. Multitudes sedentarias, existencialmente enclaustradas en tramas informáticas, bien pueden ser físicamente móviles y aun así constatar el encierro de las conciencias y los cuerpos en filigranas binarias mientras recorren superficies e interfases conformes con ese orden de cosas. Las corporaciones pretenden no necesitar de los Estados, cuyos recursos territoriales y administrativos son sistemáticamente ridiculizados por caducos e ineficientes, por obstaculizadores de la vida virtual en ciernes. Todo ello en devenir de sensibilidades impotentes para toda reflexión que trascienda el laberinto algorítmico que se nos traza, para deambular imaginariamente por aventuras infinitas en cuyo carácter de rueda de cobayo reside el hastío que nos conduce a la desesperación, la ira y el odio. No es cierto que se vaya a abolir la estatalidad ni tanto que se la aminore o reduzca como se pretende. El propósito no es ese sino prevalecer sobre la estatalidad en términos de poder totalitario. Instaurar tramas desenvueltas como matrices de sujeción que nos enreden de manera subrepticia e irreversible. Asumir un poder ejecutivo y emprender una destrucción torrencial de las tramas societales imbricadas en el estado no solo sirve para negocios financieros inmediatos, sino para arrasar con toda competencia que erosione la entrega generalizada del mercado a las corporaciones globales. Donde prosperaban innumerables pymes y profesionales, así como también grandes empresas, arruinados sus medios de vida, se habrán de convertir en un proletariado asalariado por las corporaciones, cuando pueda emplearse y no sumarse a la parte cancelada de la población, o en adquisiciones de empresas por grandes corporaciones globales. Esto no es nuevo, sino un impulso aceleracionista en aprovechamiento de la oportunidad por la que un voto masivo incauto puso a un país entero en subasta. Estado y sociedad. Lo que nos agobia no viene a abolir, ni a suprimir, ni a atacar al estado. Al contrario, lo necesita más fuerte que nunca para reprimir y controlar a las poblaciones. Viene a atacar a la sociedad en su relación con el estado. Porque todo lo que suprimen como regulaciones del estado son prácticas y normas en su mayoría logradas como condiciones de existencia de la sociedad según propias conveniencias e intereses, eventualmente de carácter parcial, aunque se trate de poderes locales, o de derechos humanos, sociales, laborales, previsionales, etc. etc. Todos los movimientos de la índole de que se trate, que han luchado por reconocimiento, derechos, amparo, todo lo que abarcan miles de “regulaciones” proceden de la sociedad civil a través de la acción social y política, y se imbrican en el plexo normativo de la estatalidad. Todo ello colosalmente trabajoso, esforzado, sacrificado durante cien años, que es el lapso que se quiere clausurar, desde el sufragio universal. Claro que la institucionalidad democrática, sus interminables conversaciones, decisiones empeñosas de adoptar, con contradicciones, conflictos, idas y venidas, resultan contraproductivas para las grandes corporaciones, que se presentan frente a la sociedad como oferentes de bienes y servicios organizados de manera simple, directa, accesible y eficaz. Los bienes y servicios ofrecidos no son conflictivos, tienen delimitadas sus responsabilidades, no suscitan preguntas ni debates, solo habilitan lo que se nos dice cada vez que adquirimos algo de todo ello: “que lo disfrute”. No recuerdo si las casas de sepelios lo profieren también cuando venden ataúdes, pero deben tener algún equivalente funcional. Tales condiciones de fluidez y tersura tienen como trasfondo de sustentación las propias regulaciones estatales que se quieren demoler. Sin ellas los bienes y servicios circulantes adoptarían la calidad y seguridad de los bienes y servicios ilegales. Porque qué es la legalidad, en sociedades hipercomplejas, sino una garantía técnica de la calidad de lo producido, de la famosa confianza que tanto se proclama y que no existe en la ilegalidad, es decir en la libertad de vender y comprar cualquier cosa sin ninguna agencia que establezca criterios regulatorios universales, no acordados por las partes, sino establecidos normativamente. La complejidad existente en el presente vuelve por completo irrealizable acordar todo lo que hay que acordar entre partes. Sin las normas interestatales IATA, subirnos a un avión sería una aventura arrojada al azar. Basta mirar alrededor para hallar miles o decenas de miles de ejemplos, de cómo la vida contemporánea sería inhabitable sin la estatalidad, o lo que sea que se haga responsable de lo que la estatalidad tiene la obligación de garantizar. Hay que tener la imaginación y la conciencia muy estragadas para pasar por alto el modo en que vivimos efectivamente. Sin decenas o miles de agencias de regulación de todo lo que nos constituye y habitamos en el mundo contemporáneo, la vida en común sería imposible. Todo se parecería a una distopía narcotráfico-terrorista. De resultar perjudicados por bienes y servicios solo podríamos vengarnos. La célebre seguridad jurídica que tanto proclaman implosionaría. Pero no pretenden tal cosa. Sus discursos son supersticiones para engañar mentes pasmadas. Aunque el canófilo mayor nos pretenda persuadir de su convicción falsamente inspirada. De lo que se trata es de que mediante esos discursos se acumule más poder y riqueza en pocas manos a expensas de la sociedad. En el experimento actualmente en curso en la Argentina, nuestra sociedad está desafiada para ver qué límites y defensas podrá oponer al ataque liquidador que se nos enfrenta. Escena del consumo. El sustrato de la llamada antipolítica reside en la escena del consumo. La limpidez y premura con que las mercancías se presentan con sus publicidades y empaquetamiento físico y semiótico desmiente toda usura dada por la deliberación, la incertidumbre o el poder. Todo lo que constituye a la sociedad implosiona en la escena del consumo, en su temporalidad, en su falso otorgamiento de libertades decisorias, en la opacidad con que se omite la historia y las memorias sobre cómo ese bien, ese servicio, esa interfase digital han llegado adonde están y cómo permanecen, evolucionan y nos afectan. Todo ello reside como el secreto mejor guardado bajo la forma de la carta robada (fetichismo de la mercancía). El “cambio” era respecto del viejo mundo conversacional, decisorio, regulador, protector con todos sus defectos conocidos, por la dispensa del mundo corporativo del consumo radical. Sin la menor advertencia de que lo que hace posible deambular con tersura y fluidez por el shopping virtual o físico es un trasfondo denso, histórico, técnico, político de relaciones entre sociedad y estado sin las cuales el rédito hedónico sería inviable, o se parecería más al consumo de fentanilo, quien sabe si anuncio de lo que viene. La escena del shopping es asimismo la escena de plataformas, pero también la del streaming, donde figuras humanas retórica y estéticamente desprovistas de materialidad representan un teatro de lo que se nos estructura como destitución intensiva de las subjetividades. Se cultivan nuevas modalidades de perplejidad hedónica en las que la responsabilidad por lo que sea se convierte en una palabra incomprensible. De eso se ocuparon las corporaciones. Su rasgo decisivo es la delimitación de la responsabilidad al contrato por el que tal producto o servicio codificado y empaquetado se consume en determinadas condiciones restringidas al mínimo. El apogeo fue dado porque todo lo que se compra se puede devolver sin motivo, con lo cual se cierra el círculo paradisíaco del goce lineal sin tropiezos, sin discusiones, sin incertidumbres y sin dudas. Por fuera de ello todo lo concerniente a la política, el amor, la poesía, la responsabilidad, la espera, todo queda interdicto, abolido, es superfluo, viejo, obsoleto e inservible. Cualidades todas que preceden al acto culminante: todo ello es delito, crimen, engaño, inmoralidad, y hay que terminar con ese estado de las cosas para habilitar una vida definitivamente feliz. El macrismo quiso ser una mixtura del viejo y del nuevo mundo. El mileísmo impone directamente la liquidación del viejo mundo. En ambos casos son alucinaciones, grandes fraudes, porque lo que esperamos que siga al imperio corporativo son nuevas formas de configurar luchas por la convivencia en un mundo al que no nos habremos de rendir. La pretensión distópica es muy dañina pero no puede prevalecer sin socavar su propia entidad. El voto incauto al mileísmo tuvo lugar bajo la premisa de las mercancías del presente. Son inofensivas, están reguladas por controles previos y por un garantismo jurídico, están destinadas a ser elegidas como en un juego que solo tiene como regla el poder adquisitivo (el mismo que se promovió bajo gobiernos aspiracionales distributivos), y que finalmente se puede devolver sin costo alguno. Comprar lo que sea se torna, en una tendencia hegemónica, un acto meramente lúdico sujeto a la voluntad o al capricho. Si no se dispone de saldo hay crédito… Y además se puede devolver. Hay botón de arrepentimiento. De modo que tampoco hay que saber nada sobre el producto ni asumir ninguna responsabilidad. Eso significa el “cambio”, no me gusta, o me cansé, o simplemente quiero probar otra cosa: cambio. Puedo hacerlo sin la menor huella en la conciencia ni responsabilidad sobre el colosal sistema técnico, social, normativo y de control que garantiza la inocuidad de todo ello. Así es como votaron, igual que como se consume, y tal como no hay casi otra forma de proceder, salvo acción deliberada y consciente: política. La crueldad que concierne a este orden de cosas procede desde afuera, como el clima helado que le quitaría la vida muy rápidamente a quien se expusiera a la intemperie pero que en el refugio calefaccionado es como si no existiera. Alcanza con no mirar por la ventana ni escuchar los gritos que puedan provenir del exterior. Justicia social. Bajo sus diversas interpretaciones y designaciones, la justicia social es el fundamento de la vida en común desde hace milenios. Siempre vulnerada, siempre motivo de conflictos e interpretaciones, su abolición en favor de un naufragio generalizado en que cada individualidad se oponga a las demás por su exclusivo beneficio, de modo que todos contra todos arrojen una suma cero, es simplemente una idea estúpida, irrealizable, que como gobierno solo puede redundar en una catástrofe, tal como vamos viendo su transcurso sin asumir que eso es lo que está sucediendo. Abolir la justicia social es algo que, en su sentido esencial, solo ha sido el núcleo decisivo del fascismo y del nazismo. No hay ninguna experiencia sociocultural histórica que haya procedido sobre esa premisa. Es una completa aberración enunciar tal atrocidad. Y es aberrante haber escuchado tal cosa en público durante un largo lapso sin réplica. Hay ahí un problema mayúsculo, en esa pasividad. No vemos la emergencia de una nueva subjetividad política, como se obstinan en repetir algunas voces rutinarias y obtusas, porque no hay tal subjetividad política, sino que adviene su liquidación, la deriva a una condición de fentanilo, de zombis que deambulan en la oscuridad empujados por oligarquías acumuladoras de infinitos poderes y riquezas. Todo mientras mentes letradas permanecen en repositorios discursivos metafísicos laudando subjetividades políticas inexistentes, configuraciones culturales inventadas, todo lo cual también repiten como guión muchas otras voces, incluidas algunas de las involucradas en el sometimiento, la mortificación y el desprecio. “¿Y por qué tenemos que ser solidarios? ¿Y por qué no podemos ser egoístas? ¿Y por qué no podemos tener mujeres? ¿Y por qué no podemos aspirar a ser ricos? ¿Qué tiene de malo ser rico?” Derechos humanos. Cifra de la nueva condición de implosión de subjetividades es la reducción de todo lo existente y concebible a apropiación y apreciación. Todo lo existente debe ser propiedad de alguien para que se le reconozca entidad, y debe tener un precio, y todos los precios se regularán entre sí en un equilibrio virtuoso. Entonces solo existe un derecho que es el derecho de propiedad, que abarca el cuerpo y la palabra como mercancías también susceptibles de intercambio. No existen los derechos humanos, dicen, porque solo hay derechos humanos, no hay otros derechos, ni animales, ni ambientales, ni de otredades. Hay una sola condición del derecho tal como tuvo vigencia en el “Occidente” antes de la modernidad y la Emancipación y es la concerniente al derecho de propiedad. La referencia a la vida y a la libertad, tal como se enuncian, están subordinadas a la propiedad. Tráfico de órganos y niños se infieren de esa reducción liquidadora de toda trama lingüística conversacional (pérdida de tiempo en hablar, luego robo de tiempo, y por lo tanto crimen). En ese mundo de competencia a muerte de todos contra todos el mérito viene determinado por la victoria, por la supremacía. Quien no acierta, quiebra, una de las primeras palabras que se instalaron con su inherente violencia y brutalidad en la esfera pública. Es superflua toda intervención estatal social porque quien no compita con ventaja sucumbirá y en ese drama darwinista todos los problemas se resolverán por desaparición y exterminio. Provincias y poblaciones podrán determinarse superfluas, inviables, habrán de quebrar. Es una fantasía nazi1 alucinada sobre la cual necesitamos determinar su origen, genealogía y consecuencias mientras todavía estemos en condiciones de hacerlo. El modelo conceptual que se erige como horizonte de sentido es el de la reducción de todo lo existente a precios en el mercado. Todo aquello que no se verifique en términos de apreciación no tiene porqué existir. La redención de lo viviente y de lo no viviente es mediante la apropiación de aquello que “no es de nadie” y su concurrencia al mercado determinante de “lo que vale” por la relación entre oferta y demanda. Se erige como cuasi religión, metafísicamente fundada y normativamente inspirada por una fuente sobrenatural. Nada que se infiera del juego oferta demanda es objetable, porque en ello reside una verdad indiscutible. Extreman la noción “occidental” del derecho de propiedad, aniquiladora de cualquier otra cosmovisión o cultura ya sea comunitaria, de pobreza voluntaria, de valores no crematísticos, estéticos o de conocimiento. Solo el precio en el mercado concede legitimidad existencial a todo lo que hay. Esta visión está condenada a la violencia social en términos de conflictos de supervivencia de las historias y las memorias consuetudinarias, así como de las formas de encarar el futuro. Proyecto o memoria se imputan como criminales, hacia el futuro o retroactivamente. Crímenes susceptibles de represalias punitivas. Todo aquello que interfiera con la renta del capital corporativo es inmoral, es un robo y debe ser suprimido. La mera formulación de estas nociones se erige como declaración de guerra contra la sociedad, lejos esta siquiera, en gran medida, de soliviantarse contra tales despropósitos. Como ha sucedido tantas veces en la historia, todo aquello, humano y no humano, viviente y no viviente, susceptible de apropiación bajo estas concepciones sucumbió casi siempre a la voluntad de poder así diseminada por el mundo, y ahora irradiada hacia otros mundos y otras condiciones de lo viviente, subjetividades, culturas, patrimonios genéticos, formas de vida, todo aquello que por disponer de materia y energía puede ser objeto de transformaciones acoplables al capital. El peligro que se nos enfrenta no se encuentra en el futuro ni aun en el presente, viene desde atrás, y prevenirnos o superarlo implica tanto una mirada retroactiva, como una disconformidad radical en el presente, como una anticipación imposible sin el concurso de una imaginación activa. Ciudad de Buenos Aires, 20 de marzo de 2024. 1 Respecto de este epíteto para el caso cfr.: https://lateclaenerevista.com/la-banalizacion-no-es-un-crimen-sino-una-opinion-por-alejandro-kaufman/ Fuente: https://lateclaenerevista.com/experimento-milei-por-alejandro-kaufman/

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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