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Foto del escritorRevista Adynata

Bataille: la experiencia soberana / Silvio Mattoni


Al tratar de pensar la economía no desde el punto de vista de la producción de bienes, sino desde su destrucción, Bataille incluyó a la poesía entre las formas del gasto improductivo, sin finalidad, forma que socavaría la supuesta naturaleza comunicativa y utilitaria del lenguaje. El fin último del lenguaje, y quizá su origen, sería lo contrario de la comunicación. "El término de poesía", escribe en 1933, "significa en efecto, de la manera más precisa, creación por medio de la pérdida".


Unas décadas más tarde, Bataille define el aspecto afirmativo de aquello que había vislumbrado como negatividad y bajo los nombres de gasto, pérdida, sacrificio. La parte maldita gira entonces en torno al "principio de soberanía". De un punto al otro de la obra de Bataille, la poesía se definirá siempre de esa manera doble: afirmativamente, como la palabra soberana por antonomasia, y negativamente, como la pérdida en el lenguaje y del lenguaje que niega las funciones sociales productivas que comúnmente se le adjudican.


Me pregunto: ¿qué quiere decir Bataille cuando afirma que la poesía es creación por medio de la pérdida? Sin duda que tal como las prácticas del gasto improductivo, es decir, el lujo, el derroche, la guerra, la experiencia mística, el erotismo, se oponen al orden de la producción de bienes, de la conservación y reproducción mecánicas de la sociedad, así también la poesía se opondría al orden acumulativo del lenguaje, a la transmisión de un saber utilizable. La poesía, imponiéndole un ritmo al uso de la lengua y revelando así el carácter material del lenguaje, la articulación sonora y sin sentido sobre la que se asienta violentamente el sentido, haría caer de ese modo el velo de la instrumentalidad de las palabras. En ese lugar acaso inaccesible pero del cual tenemos noticias de vez en cuando y que Bataille sigue llamando poesía, las palabras dejan de designar, se dilapidan, se derramar en servicio de un ritmo que no les pide sino el sacrificio del sentido. Pero, ¿qué sacrifica un poema? Podríamos decir que sólo es representación de la pérdida, gasto meramente simbólico. No obstante, esa representación tiene consecuencias reales, tiene la eficacia de un acto propiciatorio. Cuando verdaderamente ocurre, lleva a quien efectúa esa rara actividad inmóvil, esa creación del máximo de sentido a través de la destrucción parcial del sentido subordinado al ritmo, a una zona donde sólo puede revestirse de gloria o de ruina, bañarse en oro o en desperdicios, y quizás siempre una cosa y la otra.


Debemos señalar además que el gasto improductivo, la destrucción gratuita de bienes, y en el caso de la poesía la dilapidación del bien por excelencia, la pérdida buscada de la expresión de uno mismo, de la propiedad del lenguaje para damos un lugar y un nombre, no son simplemente el reverso de lo útil, del mundo productivo y de la transparencia comunicativa, antes bien la destrucción es el fundamento y la finalidad última de la producción. De modo que Bataille podrá decir que una sociedad no vive para producir los bienes necesarios a su conservación, sino para destruir el excedente y llegar hasta el límite de la miseria con tal que un símbolo brille un instante antes de la extinción. Por lo tanto, el valor otorgado a las cosas no estaría en función de su utilidad, sino de su investidura simbólica que las hace ocasión de gasto. La economía se basa en el exceso, no en la escasez.


¿Y acaso la literatura, que a nadie sirve, que nadie pide, no expone la sobreabundancia perpetua del lenguaje, su exceso de representación con respecto al mundo? Desde Bataille, habría que invertir el principio de la escasez del lenguaje que en Occidente diera lugar a la idea de una inefabilidad del mundo. No es el lenguaje el que no alcanza a nombrar, a describir todo lo que hay, sino que todo lo que hay no logra colmar, darle su trascendencia significativa al infinito exceso de sentido que está en las posibilidades de cualquier idioma humano. Lo sagrado se hace así en el lenguaje, como un más allá de lo describible, ante lo escasez de lo que hay para ser descripto. Porque el crecimiento perpetuo sólo es posible en el exceso de límites que impone el lenguaje, y cada lengua, cada hablante definido por su vida limitada, cada nombre atravesado por la pérdida de sentido y que podemos agregar a nuestra utilitaria lista de poetas, vale decir, negamos a leer, todo es otra vez limitado, a lo cual el poeta añade su arbitrio métrico o respiratorio, su limitada invención, y siempre el límite provoca esa ebullición del sentido, esa fuente que no se agota. Mientras que la naturaleza o el mundo, en su evidente infinitud, en su carácter indefinido, siempre se toman escasos para el sentido. Su silencio atestigua que alguna vez la palabra faltó y que siempre puede faltar y que la mayor parte del tiempo falta, en ese tiempo del trabajo que ignora el gasto, que acumula sin perder un stock de silencio imitando la disponibilidad muda de la naturaleza.


Hay una soberanía otorgada por el gasto frente a todo lo que sirve. El prestigio es la forma degradada, vista desde una perspectiva utilitaria, de esa soberanía que cae sobre el sujeto de un gasto, simbólico o no. Pero la soberanía del que gasta no es un atesoramiento de valores, sería lo opuesto al prestigio en cuanto que no puede acrecentarse, se da de una vez y para siempre. Si el prestigio se despliega en el tiempo siguiendo la línea de formación de una vida y culminando quizá en la suposición generalizada de cierta sabiduría, la soberanía en cambio reside en una capacidad de pérdida, en la disponibilidad de la palabra para nada. Y la promesa de la soberanía es la experiencia del no-saber absoluto. Si el prestigio supone una ventaja en la lucha por el rango, una salida anticipada en la carrera por el reconocimiento, la soberanía no otorga ningún abrigo ante la necesidad, no funciona como escudo del nombre propio, antes bien, escribe Bataille, pone a quien le toca esa suerte "a merced de una necesidad de pérdida desmesurada". La soberanía exige seguir apostando, seguir destruyendo en el vaciamiento de las palabras a través del ritmo, que a su vez se va volviendo cualidad irrepetible, todo lo que se ofrece como contrapartida de los dones sacrificados en primer término. El prestigio es ganado, pero en el sentido de un rebaño que puede inmolarse en aras de la soberanía. Esto podría explicar por qué algunos poetas siguen excavando el sentido, interrogando un ritmo para alcanzar su transparencia en el vacío del lenguaje que se vuelve simulacro del mundo, un entrechocarse de cosas: por qué Juan L. Ortiz llega hasta el deshilachamiento de la frase en sus últimos poemas, hasta esa supremacía del ritmo que quiere ser naturaleza, menos que eso, hebras, ramitas, gotas de agua en el pasto; o por qué Mallarmé naufraga en la métrica absoluta, lejos de la ribera del sentido, y lanza entonces su golpe de dados donde estallan las unidades musicales del verso. Ahora bien, dentro de las prácticas que Bataille identifica con la función insubordinada del gasto, a cuyo acceso aspira toda sociedad, cuya promesa justifica la existencia de una comunidad, y que en nuestro sistema corpuscular se ha convertido en anhelo, miseria y dolor individuales, la literatura puede ser pensada como lujo, juego, sacrificio, perversión, duelo, espectáculo. En realidad, el hecho de que Bataille prefiera siempre hablar de poesía indica un rechazo del aspecto institucional que exhibe la palabra "literatura". Pues si la poesía, etimológicamente, remite a un surgimiento, a algo que se pone súbitamente en juego, la literatura recuerda la conservación de lo escrito, el atesoramiento de la biblioteca, es decir, lo contrario del gasto.


Por lo tanto, poesía aquí no debe entenderse como un género literario. Y Proust mostró que la pérdida ocurre en las formas más variadas del tiempo entre las cuales está la lectura, y que el sacrificio de sí mismo que implica escribir a partir de allí puede conducir a la aniquilación, la ruina del cuerpo, la enfermedad y todo lo que no quedará en el libro sino como huella desafiante de una soberanía alcanzada e intransmisible.


Por otro lado, cuando Bataille señalaba en "La noción de gasto", texto del cual partimos, que el fin último de la economía social no era la producción y autoconservación sino el gasto, invertía no sólo el pensamiento tradicional de la economía política, trastocaba además una idea que encuentra quizá su forma sistemática ya en Platón. Como para todo lo que vale la pena preguntar, surge entonces una pregunta griega: ¿a qué llamamos el bien para los hombres, el bien común? La tan célebre como incomprendida expulsión de los poetas de la república ideal esconde tal vez una respuesta anterior a aquella pregunta que habría fundado el pensamiento político occidental. No se trata de una exclusión arbitraria, sino que más bien lo excluido le daría consistencia al conjunto de la comunidad racional. Los poetas no son allí sino el símbolo del gasto improductivo que se niega en su totalidad. Y si toda comunidad, en cuanto conjunto, se define por los elementos que no la integran, podríamos decir que la racionalidad del discurso práctico, la utilidad política, comienzan con el exilio de la palabra sin propiedad, inoperante y ajena a esa responsabilidad legaliforme de los que poseen el saber y obran en consecuencia. Incluso hasta Sartre, quien no podía ver de qué modo contribuiría la poesía a la toma de conciencia y a la acción políticas, se extendió esta sospecha. Y no porque los filósofos estén ciegos ante la eficacia de esa representación inconducente, sino porque el discurso del saber define el conjunto de sus objetos de aplicación mediante la exclusión de lo imposible. La discusión entre Sartre y Bataille acerca de la figura de Baudelaire, en cuya lucidez desesperada el primero ve una claudicación y el segundo una prueba de la eficacia no calculable de la poesía, muestra la inversión de la idea del bien que podemos seguir llamando platónica. Si el bien es lo deseable, como argumenta Sócrates, lo deseable sería perderse, perder el dominio de sí, caer en el entusiasmo, el goce. Y no puede ser otro el bien para la sociedad: el goce en la fiesta común. Sólo que Occidente se dedicará a una vasta empresa de dominio, de saber; y la locura, el crimen, el éxtasis místico serán definidos e investigados, una y otra vez, para conocer y poseer el control de los propios actos, el dominio de sí. Y el gasto, reducido a la mezquindad de un lujo privado, sin peligro, sin otra pérdida que la de aquellos pocos que lo llevan hasta el fin, se transformará masivamente en horror, mostrará su faz terrible en la guerra y el exterminio, donde se destruye un excedente cada vez mayor de bienes producidos y donde se aplica a los individuos, si todavía pueden llamarse así, el rango miserable de la pieza de recambio.


Sin embargo, lo otro no puede ser expulsado sin la abolición del mismo conjunto excluyente. Y Platón aún podía describir la eficacia de la poesía, en el Ión, como la de una cadena magnética. La suerte, o un dios -como quieran llamarlo-, imanta a un poeta, éste despierta a su vez el entusiasmo de otros y así sucesivamente. De modo que la poesía, dada de una vez, se engendra en esa manía imitativa, aun cuando nosotros, desde la invención de la moda que nos dio el nombre de modernos, podamos ver esa cadena como si un eslabón rechazara el anterior y le demos la apariencia de un movimiento, de una historia. Platón había percibido entonces algo que Bataille describirá como el principio del contagio en el gasto. La risa, la excitación sexual, la destrucción violenta pueden expandirse mediante el contagio. De allí la necesaria expulsión de los poetas al menos fuera de la academia, ya que la república sólo es ideal, porque la poesía no enseña, apenas contagia algo. Si la fe en que un concepto sigue siendo el mismo en sus diversas formas de exposición está en la base de la transmisión del saber, el poema se expone primero, se obstina en esa exposición anterior a toda transmisión.


En la modernidad, resulta difícil precisar el lugar reservado a esa soberanía de quien se dedica a encarar una representación del gasto, cuando todo parece orientado a la utilidad práctica de las acciones. Ni el loco está ya poseído por un demonio respetable, ni el criminal ha violado un tabú que lo exilia del género humano pero que quizás lo acerque a los dioses, ni los sacrificios individuales cargan con el sentido de volver a unir a la comunidad que ya no los encomienda. Caídos los reyes, últimos representantes de la soberanía como seres del lujo absoluto, pero que ya mutilaban la parte excrementicia de lo soberano, la miseria y la ruindad creadas por el mismo movimiento que aparta al rey de su comunidad, la soberanía del artista, que rechaza toda empresa útil en cuanto tal, se descubre a cada paso en una estrecha afinidad con la indigencia. Lo que no significa que el artista en sí mismo tenga algún tipo de cercanía con el indigente, simplemente pertenecen a la misma zona de improductividad donde se escarba la basura.


Pero, ¿qué es la soberanía, qué es eso que encuentra su ocurrencia en el gasto y que no puede perdurar más allá de la pérdida misma, que significa esa cualidad imposible de atesorar, de transmitir? "La soberanía no es NADA", anota Bataille en uno de sus últimos escritos. Y antes ha dicho: "lo que es soberano no puede venir sino de lo arbitrario, de la suerte". Si podía pensarse que entre el gasto y la producción se establecían ciertas relaciones, puesto que se gastan bienes producidos y el gasto le da sentido a su acumulación, desde que consideramos la insubordinación absoluta de las prácticas de gasto frente a las acciones tendientes a un fin, la soberanía que deriva de ellas se encuentra ya tan separada del orden conservador del servicio que instaura otro tiempo, no la línea de la duración ni el curso del relato que ésta permite, sino el instante irrepetible, el golpe de suerte. Así los poetas sólo cuentan, con la mímesis y con los dedos, para alcanzar ese akmé, filo, cumbre, punto culminante de una crisis, para prepararlo pero también para salir de ese "reino milagroso del no-saber" y no arder íntegramente allí. La salida es el momento productivo de la poesía, momento servicial y no soberano, donde se comunica mediante la recuperación del sentido la experiencia del ritmo que lo había negado.


¿Y qué puede hacer el que lee el poema, llamémoslo crítico, si no poner en crisis también el acceso y la recuperación que rodean al instante soberano? ¿Buscar acaso su propia pérdida en la variedad infinita de textos acumulados como bienes para la lectura? Quizá para la crítica sólo en la máxima variación de los objetos pueda vislumbrarse lo que le resulta inaccesible, la soberanía, el saber de nada. Nosotros, serviciales y poco soberanos, podríamos entonces reconocer a un crítico por su disposición constante a perder los objetos adquiridos. El gasto también es el fin último en ese caso: la destrucción o el abandono de todo lo que parecía transmisible (como saber) para ponerse en juego y recibir entonces de la suerte una experiencia arbitraria, a fin de cuentas inutilizable. Buscar el acceso a lo arbitrario sin poder instalarse nunca allí sería la miseria de la crítica. Pero es igualmente, por la búsqueda misma, y en esto como la poesía, una promesa de libertad, es decir, de soberanía.


No obstante, si pensamos que en la modernidad la poesía es ya la crítica de la poesía, si quisiéramos librarnos de esa palabra demasiado rutilante, hay algo en la escritura, un impulso de liberación que la aleja de la vocación por la lectura. En ésta, la ilusión de una continuidad de los textos, de lo necesario en lo aleatorio, oculta la proximidad de la muerte, que es en cambio el intolerable sol negro que no deja de contemplar el poema. La soberanía con que muere el sentido en el ritmo, para no renacer sino en la veladura tranquilizadora de la lección, refleja el acto soberano de entregarse a la muerte. Acto cuya insignificancia lo vuelve jovial y cuyo vacío lo hace emblema del presente más absoluto. Por esto la poesía no puede convertirse del todo en su crítica, por su convulsa alegoría del instante presente, donde la poesía leída anteriormente se reduce a lo que pueda decir ahora, a lo que el instante dicte, y donde la salida del poema no aparece todavía, no se sospecha siquiera. La crítica, que no puede deshacerse de la historia, sacrifica el instante leído, revisado, rastreado, a sus reminiscencias de otros presentes, a sus proyecciones en inciertos mañanas del sentido. De allí que la crítica se sitúe bajo el manto de lo perdurable y tome entonces el poema, cada vez, como si fuera un testimonio. Como si cada poeta le pasara un objeto inmemorial del poema que lo precede al poema que lo seguirá, como si la poesía tuviera un curso. ¿Y no se dio de una sola vez, no dijo siempre lo que dice, hoy, ya?


En un principio, en cualquiera, se pensó que glorificaba; en un origen, cualquiera, de lo que nos hace pensar, se supuso que más bien execraba, es decir, sacralizaba. Gloria y miseria de estar ahí, o acá, hablando, imitando el habla, para rodear eso que no puede decirse, la certeza de la muerte, un día, cualquiera. Ser uno, y no poder ser más que este paso, este momento, la risa llorona de poner en otro lado, en las palabras, en la boca, en los oídos, el pánico y el éxtasis reunidos, el eclipse del plexo solar, el interruptor que nos sacará definitivamente de la noche y del día para hundimos en esa única metáfora enigmática, en el sueño sin despertar. Llamarlo eterno sería añadirle una fe que cada instante desmiente. En ese pánico todo falta, hasta la poesía, pero su ausencia es ya la experiencia de su retorno inminente, el reinado del instante, la atención. Mirar, escuchar, leer porque estamos aquí. Escribir porque nada más importa. En el poema, la rememoración sigue siendo soberana porque no se separa nunca de un origen involuntario, de un encuentro, presente. La poesía se acuerda de otra cosa para poner en evidencia que la esencia del presente no está en el lenguaje. La mera repetición de pronombres y deícticos no alcanza ni a rozar la experiencia del presente, la mortalidad soberanamente desnuda, cuerpo deseable o repugnante, espectáculo lacrimógeno o irrisorio.


Seguimos pensando en Bataille, para quien la misma subordinación de la crítica, su servicialidad la vuelven útil. No económicamente utilizable, depósito de técnicas de lectura, sino remedio, fármaco para entrar y salir de aquello que no está allí. Por eso cumple a veces el insidioso papel de hacernos olvidar aquello de lo que habla. "El gasto es simplemente útil para el acceso al ser", escribió Bataille; para nada más, fundamento único de la soberanía. El gasto de lenguaje en la poesía permitirá el acceso al ser hablante, al hecho de que hablemos. La utilidad de la crítica, con su pensamiento paradójico que apunta al mismo tiempo al gasto y al orden práctico, a la poesía y al discurso, al presente y a la historia, será curarnos de ese acceso, no sin antes prometemos una repetición.


¿Repetimos la poesía en cada poema? ¿Nos leemos a nosotros mismos en lo que leemos? ¿Es idéntico el instante a todos los instantes? Pero si lo preguntamos, ¿no hemos salido ya del instante soberano, único, mortal? Lo que escribe un poeta no sería entonces un testimonio, personal o histórico, sino el registro de una voz imposible, el sonido del instante detenido en un idioma detenido. En el límite y más allá, nada se mueve, cada lengua es el instante que la eternidad no cambia. Leyendo a un poeta, no nos remontamos a "su" mundo, a "su" presente, sino que entrevemos una experiencia originaria que cualquiera tiene, que todos pueden revivir.


¿Cómo decirlo? Pareciera que empezó en ese único momento, que retorna siempre, en el que aprendimos suficientes palabras como para tener idea de la muerte, fabricarla como idea para defendernos de la sensación de estar muriendo, guardar la idea como un tesoro, recibir la idea del cielo, redonda, y partirla en los pedazos de lo que sentimos, una vez, de una vez y para siempre.



Mattoni, S (2003) "Bataille, la experiencia soberana" en El cuenco de plata, literatura, poesía, mundo. Ed. Interzona.



Ewa Juszkiewicz - Sin título  (después Leopold Löffler) - 2015 - Óleo sobre tela 160×115 cm

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Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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