Contra la interpretación / Susan Sontag
- Revista Adynata
- 2 abr.
- 16 Min. de lectura
El contenido es un atisbo de algo, un encuentro como
un fogonazo. Es algo minĆŗsculo, minĆŗsculo, el contenido.
WILLEM DE KOONING, en una entrevista.
Son las personas superficiales las Ćŗnicas que no juzgan
por las apariencias, El misterio del mundo es lo visible, no
lo invisible.
OSCAR WILDE, una carta.
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La primera experiencia del arte debió de ser la de su condición prodigiosa, mĆ”gica; el arte era un instrumento del ritual (las pinturas de las cuevas de Lascaux, Altamira, Niaux, La Pasiega, etc.). La primera teorĆa del arte, la de los filósofos griegos, proponĆa que
el arte era mĆmesis, imitación de la realidad.
Y es en este punto donde se planteó la cuestión del valor del arte. Pues la teorĆa mimĆ©tica, por sus propios tĆ©rminos, reta al arte a justificarse a sĆ mismo.
Platón, que propuso la teorĆa, lo hizo al parecer con la finalidad de establecer que el valor del arte es dudoso. Al considerar los objetos materiales ordinarios como objetos mimĆ©ticos en sĆ mismos, imitaciones de formas o estructuras trascendentes, aun la mejor pintura de una cama serĆa sólo una Ā«imitación de una imitaciónĀ». Para Platón, el arte no tiene una utilidad determinada (la pintura de una cama no sirve para dormir encima) ni es, en un sentido estricto, verdadero. Y los argumentos de Aristóteles en defensa del arte no ponen realmente en tela de juicio la noción platónica de que el arte es un elaborado trompe l'oeil, y, por tanto, una mentira. Pero sĆ discute la idea platónica de que el arte es inĆŗtil. Mentira o no, el arte tiene para Aristóteles un cierto valor en cuanto constituye una forma de terapia. DespuĆ©s de todo, replica Aristóteles, el arte es Ćŗtil, medicinalmente Ćŗtil, en cuanto suscita y purga emociones peligrosas.
En Platón y en Aristóteles la teorĆa mimĆ©tica del arte va pareja con la presunción de que el arte es siempre figurativo. Pero los defensores de la teorĆa mimĆ©tica no necesitan cerrar los ojos ante el arte decorativo y abstracto. La falacia de que el arte es necesariamente un Ā«realismoĀ» puede ser modificada o descartada sin trascender siquiera los problemas delimitados por la teorĆa mimĆ©tica.
El hecho es que toda la conciencia y toda la reflexión occidentales sobre el arte han permanecido en los lĆmites trazados por la teorĆa griega del arte como mĆmesis representación. Es debido a esta teorĆa que el arte en cuanto a tal āpor encima y mĆ”s allĆ” de determinadas obras de arteā llega a ser problemĆ”tico, a necesitar defensa. Y es la defensa del arte la que engendra la singular concepción segĆŗn la cual algo, que hemos aprendido a denominar Ā«formaĀ», estĆ” separado de algo que hemos aprendido a denominar
«contenido», y la bienintencionada tendencia que considera esencial el contenido y accesoria la forma.
Aun en tiempos modernos, cuando la mayor parte de los artistas y de los crĆticos han descartado la teorĆa del arte como representación de una realidad exterior y se han inclinado en favor de la teorĆa del arte como expresión subjetiva, persiste el rasgo fundamental de la teorĆa mimĆ©tica. Concibamos la obra de arte segĆŗn un modelo pictórico (el arte como pintura de la realidad) o segĆŗn un modelo de afirmación (el arte como afirmación del artista), el contenido sigue estando en primer lugar. El contenido puede haber cambiado. QuizĆ” sea ahora menos figurativo, menos lĆŗcidamente realista. Pero aĆŗn se supone que una obra de arte es su contenido. O, como suele afirmarse hoy, que una obra de arte, por definición, dice algo (Ā«X dice que...Ā», Ā«X intenta decir que...Ā», Ā«Lo que X dijo...Ā», etc., etc.).
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Ninguno de nosotros podrĆ” recuperar jamĆ”s aquella inocencia anterior a toda teorĆa, cuando el arte no se veĆa obligado a justificarse, cuando no se preguntaba a la obra de arte quĆ© decĆa, pues se sabĆa (o se creĆa saber) quĆ© hacĆa. Desde ahora hasta el final de toda
conciencia, tendremos que cargar con la tarea de defender el arte.
Sólo podremos discutir sobre este u otro medio de defensa. Es mÔs: tenemos el deber de desechar cualquier medio de defensa y justificación del arte que resulte particularmente obtuso, o costoso, o insensible a las necesidades y a la prÔctica contemporÔneas.
Ćste es el caso, hoy, de la idea misma de contenido. Prescindiendo de lo que haya podido ser en el pasado, la idea de contenido es hoy fundamentalmente un obstĆ”culo, un fastidio, un sutil, o no tan sutil, filisteĆsmo.
Aunque pueda parecer que los progresos actuales en diversas artes nos alejan de la idea de que la obra de arte es primordialmente su contenido, esta idea continĆŗa disfrutando de una extraordinaria supremacĆa. PermĆtaseme sugerir que eso ocurre porque la idea se perpetĆŗa ahora bajo el disfraz de una cierta manera de enfrentarse a las obras de arte, profundamente arraigada en la mayorĆa de las personas que consideran seriamente cualquiera de las artes. Y es que el abusar de la idea de contenido comporta un proyecto, perenne, nunca consumado, de interpretación. Y, a la inversa, es precisamente el hĆ”bito de acercarse a la obra de arte con la intención de interpretarla lo que sustenta la arbitraria suposición de que existe realmente algo asimilable a la idea de contenido de una obra de arte.
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Naturalmente, no me refiero a la interpretación en el sentido mÔs amplio, el sentido que Nietzsche acepta (adecuadamente) cuando dice: «No hay hechos, sólo interpretaciones». Por interpretación entiendo aquà un acto consciente de la mente que ilustra un cierto código, unas ciertas «reglas» de interpretación.
La interpretación, aplicada al arte, supone el desgajar de la totalidad de la obra un conjunto de elementos ( el X, el Y, el Z y asĆ sucesivamente). La labor de interpretación lo es, virtualmente, de traducción. El intĆ©rprete dice: Ā«FĆjate, Āæno ves que X es en realidad, o significa en realidad, A? ĀæQue Y es en realidad B? ĀæQue Z es en realidad C?Ā»
ĀæQuĆ© situación pudo dar lugar al curioso proyecto de trans formar un texto? La historia nos facilita los materiales para una respuesta. La interpretación apareció por vez primera en la cultura de la antigüedad clĆ”sica, cuando el poder y la credibilidad del mito fueron derribados por la concepción Ā«realistaĀ» del mundo introducida por la ilustración cientĆfica. Una vez planteado el interrogante que acuciarĆa a la conciencia postmĆtica āel de la similitud de los sĆmbolos religiososā, los antiguos textos dejaron de ser aceptables en su forma primitiva. Entonces, se echó mano de la interpretación para reconciliar los antiguos textos con las Ā«modernasĀ» exigencias. AsĆ, los estoicos, a fin de armonizar su concepción de que los dioses debĆan ser morales, alegorizaron los rudos aspectos de Zeus y su estrepitoso clan de la Ć©pica de Homero. Lo que Homero describió en realidad como adulterio de Zeus con Latona, explicaron, era la unión del poder con la sabidurĆa. En esta misma tónica, Filón de AlejandrĆa interpretó las narraciones históricas literales de la Biblia hebraica como parĆ”bolas espirituales. La historia del Ć©xodo desde Egipto, los cuarenta aƱos de errar por el desierto, y la entrada en la tierra de promisión, decĆa Filón, eran en realidad una alegorĆa de la emancipación, las tribulaciones y la liberación final del alma individual. Por tanto, la interpretación presupone una discrepancia entre el significado evidente del texto y las exigencias de (posteriores) lectores. Pretende resolver esa discrepancia. Por alguna razón, un texto ha llegado a ser inaceptable; sin embargo, no puede ser desechado. La interpretación es entonces una estrategia radical para conservar un texto antiguo, demasiado precioso para repudiarlo, mediante su refundición. El intĆ©rprete, sin llegar a suprimir o reescribir el texto, lo altera. Pero no puede admitir que es eso lo que hace. Pretende no hacer otra cosa que tornarlo inteligible, descubriĆ©ndonos su verdadero significado. Por mĆ”s que alteren el texto, los intĆ©rpretes (otro ejemplo notable son las interpretaciones Ā«espiritualesĀ» rabĆnicas y cristianas del indiscutiblemente erótico Cantar de los cantares) siempre sostendrĆ”n estar revelando un sentido presente en Ć©l.
En nuestra Ć©poca, sin embargo, la interpretación es aĆŗn mĆ”s compleja. Pues el celo contemporĆ”neo por el proyecto de interpretación no suele ser suscitado por la piedad hacia el texto problemĆ”tico (lo cual podrĆa disimular una agresión), sino por una agresividad abierta, un desprecio declarado por las apariencias. El antiguo estilo de interpretación era insistente, pero respetuoso; sobre el significado literal erigĆa otro significado. El moderno estilo de interpretación excava y, en la medida en que excava, destruye; escarba hasta Ā«mĆ”s allĆ” del textoĀ» para descubrir un subtexto que resulte ser el verdadero. Las doctrinas modernas mĆ”s celebradas e influyentes, la de Marx y la de Freud, son en realidad sistemas hermenĆ©uticos perfeccionados, agresivas e impĆas teorĆas de la interpretación. Todos los fenómenos observables son catalogados, en frase de Freud, como contenido manifiesto. Este contenido manifiesto debe ser cuidadosamente analizado y filtrado para descubrir debajo de Ć©l el verdadero significado: el contenido latente. Para Marx, los acontecimientos sociales, como las revoluciones y las guerras; para Freud, los acontecimientos de las vidas individuales (como los sĆntomas neuróticos y los deslices del habla), al igual que los textos (como un sueƱo o una obra de arte), todo ello, estĆ” tratado como pretexto para la interpretación. SegĆŗn Marx y Freud estos acontecimientos sólo son inteligibles en apariencia. De hecho, sin interpretación, carecen de significado. Comprender es interpretar. E interpretar es volver a exponer el fenómeno con la intención de encontrar su equivalente.
AsĆ pues, la interpretación no es (corno la mayorĆa de las personas presume) un valor absoluto, un gesto de la mente situado en algĆŗn dominio intemporal de las capacidades humanas. La interpretación debe ser a su vez evaluada, dentro de una concepción histórica de la conciencia humana. En determinados contextos culturales, la interpretación es un acto liberador. Es un medio de revisar, de transvaluar, de evadir el pasado fenecido. En otros contextos culturales es reaccionaria, impertinente, cobarde, asfixiante.
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La actual es una de esas Ć©pocas en que la actitud interpretativa es en gran parte reaccionaria, asfixiante. La efusión de interpretaciones del arte envenena hoy nuestras sensibilidades, tanto como los gases de los automóviles y de la industria pesada enrarecen la atmósfera urbana. En una cultura cuyo ya clĆ”sico dilema es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energĆa y la capacidad sensorial, la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte.
Y aĆŗn mĆ”s. Es la venganza que se toma el intelecto sobre el mundo. Interpretar es empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrĆo de significados. Es convertir el mundo en este mundo (”«este mundoĀ»! Ā”Como si hubiera otro!).
El mundo, nuestro mundo, estƔ ya bastante reducido y empobrecido. Desechemos, pues, todos sus duplicados, hasta tanto experimentemos con mƔs inmediatez cuanto tenemos.
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En la mayorĆa de los ejemplos modernos, la interpretación supone una hipócrita negativa a dejar sola la obra de arte. El verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos. Al reducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace manejable y maleable al arte.
Este filisteĆsmo de la interpretación es mĆ”s frecuente en la literatura que en cualquier otro arte. Hace ya dĆ©cadas que los crĆticos literarios creen que su labor consiste en traducir en algo mĆ”s los elementos del poema, el drama, la novela o la narración. HabrĆ” ocasiones en que el escritor se sienta tan incómodo ante el manifiesto poder de su arte que ya dentro de la misma obra instalarĆ” āno sin una nota de modestia, un toque de ironĆa de buen tonoā su clara y explĆcita interpretación. Thomas Mann es un ejemplo de autor tan excesivamente cooperativo. En el caso de autores mĆ”s reacios, le falta tiempo al crĆtico para llevar a cabo por sĆ mismo esta tarea.
La obra de Kafka, por ejemplo, ha estado sujeta a secuestros en serie por no menos de tres ejĆ©rcitos de intĆ©rpretes. Quienes leen a Kafka como alegorĆa social ven en Ć©l ejemplos clĆnicos de las frustraciones y la insensatez de la burocracia moderna, y su expresión definitiva en el estado totalitario. Quienes leen a Kafka como alegorĆa psicoanalĆtica ven en Ć©l desesperadas revelaciones del temor de Kafka a su padre, sus angustias de castración, su sensación de impotencia, su dependencia de los sueƱos. Quienes leen a Kafka como alegorĆa religiosa explican que K. intenta, en El castillo, ganarse el acceso al cielo; que JosĆ© K., en El proceso, es juzgado por la inexorable y misteriosa justicia de Dios... Otra obra que ha atraĆdo a los intĆ©rpretes como a sanguijuelas es la de Samuel Beckett. Los delicados dramas de la conciencia encerrada en sĆ misma de la obra de Beckett āreducidos a los elementos esenciales, recortados, frecuentemente presentados en situación de inmovilidad fĆsicaā son leĆdos como una declaración sobre la alienación del hombre moderno por el pensamiento o por Dios, o como una alegorĆa de la psicopatologĆa.
Proust, Joyce, Faulkner, Rilke, Lawrence, Gide..., podrĆamos citar autor tras autor; es interminable la lista de aquellos que se han visto rodeados de gruesas capas de interpretación. Pero debe advertirse que la interpretación no es sólo el homenaje que la mediocridad rinde al genio. Es, precisamente, la manera moderna de comprender algo, y se aplica a obras de toda calidad. AsĆ, de las notas que Elia Kazan publicó sobre su versión de
A Streetcar Named Desire, se desprende que, para dirigir la obra, tuvo que descubrir que Stanley Kowalski representaba el barbarismo sensual y exterminador que iba adueƱƔndose de nuestra cultura, y que Blanche Du Bois era la civilización occidental, la poesĆa, los ropajes delicados, la luz tenue, los sentimientos refinados y todo lo que se quiera, aunque, naturalmente, dentro ya de cierto desgaste. El vigoroso melodrama psicológico de Tennessee Williams se nos vuelve inteligible: se trataba de algo: de la decadencia de la civilización occidental. Al parecer, de haber seguido siendo un drama sobre un atractivo bruto llamado Stanley Kowalski y una mustia y escuĆ”lida belleza llamada Blanche Du Bois, no le habrĆa sido posible dirigir la pieza.
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Nada importa que los artistas pretendan o no que se interpreten sus obras. QuizĆ” Tennessee Williams crea que A Streetcar Named Desire trata de lo que Kazan cree que trata. Pudiera ser que Cocteau, respecto de Le sang d'un poĆØte y de OrphĆ©e, deseara las esmeradas conferencias que se han pronunciado sobre estas pelĆculas, en tĆ©rminos de simbolismo freudiano y crĆtica social. Pero el mĆ©rito de estas obras ciertamente radica en algo distinto de sus Ā«significadosĀ». Es mĆ”s, los dramas de Williams y las pelĆculas de Cocteau son defectuosos, falsos, forzados, faltos de convicción, precisamente porque sugieren tan portentosos significados.
De algunas entrevistas se desprende que Resnais y Robbe -Grillet concibieron conscientemente L'annĆ©e derniĆØre a Marienbad de modo que satisficiera interpretaciones mĆŗltiples e igualmente plausibles. Y, sin embargo, debiera resistirse a la tentación de interpretar Marienbad. Lo importante en Marienbad es la inmediatez pura, intraducibie, sensual, de algunas de sus imĆ”genes, asĆ como sus soluciones rigurosas, aunque rĆgidas, de determinados problemas de la forma cinematogrĆ”fica.
Abundando en todo esto, pudiera ser que Ingmar Bergman pretendiera representar con el tanque que avanza con estrĆ©pito por la desierta calle nocturna de Tystnaden un sĆmbolo fĆ”lico. Pero si lo hizo, fue una idea absurda. (Ā«No creas nunca al cuentista, cree el cuentoĀ», dijo Lawrence.) Esta secuencia del tanque, considerada como objeto bruto, como equivalente sensorial inmediato de los misteriosos, abruptos y acorazados acontecimientos que tenĆan lugar en el hotel, es el momento mĆ”s sorprendente de la pelĆcula. Quienes buscan una interpretación freudiana del tanque sólo expresan su falta de respuesta a lo que transcurre en la pantalla.
Siempre sucede que las interpretaciones de este tipo indican insatisfacción (consciente o inconsciente) ante la obra, un deseo de reemplazarla por alguna otra cosa. La interpretación, basada en la teorĆa, sumamente cuestionable, de que la obra de arte estĆ” compuesta por trozos de contenido, viola el arte. Convierte el arte en artĆculo de uso, en adecuación a un esquema mental de categorĆas.
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La interpretación, naturalmente, no siempre prevalece. De hecho, es posible que buena parte del arte actual deba entenderse como producto de una huida de la interpretación. Para evitar la interpretación, el arte puede llegar a ser parodia. O a ser abstracto. O a ser (Ā«simplementeĀ») decorativo; o a ser noāarte.
La huida de la interpretación parece ser especialmente caracterĆstica de la pintura moderna. La pintura abstracta es un intento de no tener contenido, en el sentido ordinario; puesto que no hay contenido, no cabe interpretación. El popāart busca, por medios opuestos, un mismo resultado; utilizando un contenido tan estridente, como Ā«lo que esĀ», termina tambiĆ©n por ser ininterpretable.
Asimismo, buena parte de la poesĆa moderna, comenzando con los grandes experimentos de la poesĆa francesa (incluido el movimiento equĆvocamente denominado simbolismo), al poner silencios en los poemas y restablecer la magia de la palabra, ha escapado de la garra brutal de la interpretación. La revolución mĆ”s reciente en el gusto poĆ©tico contemporĆ”neo āla revolución que ha destronado a Eliot y elevado a Poundā representa un rechazo del contenido en poesĆa en el antiguo sentido, una impaciencia que dejó a la poesĆa moderna a merced del celo de los intĆ©rpretes.
Me refiero principalmente a la situación en los Estados Unidos. AquĆ, la interpretación cunde rĆ”pidamente en las artes de vanguardia dĆ©bil y despreciable: la ficción y el drama. La mayorĆa de los novelistas y dramaturgos norteamericanos son, de hecho, periodistas, o caballeros sociólogos y psicólogos. Escriben el equivalente literario de la mĆŗsica programada. Y tan rudimentario, falto de inspiración y esclerosado ha sido el concepto de lo que la forma puede representar en la ficción y en el drama que, aun cuando el contenido no es simplemente información, noticia, es todavĆa peculiarmente visible, mĆ”s fĆ”cilmente manejable, mĆ”s ostensible. En la medida en que las novelas y los dramas (en los Estados Unidos), a diferencia de la poesĆa, la pintura y la mĆŗsica, no reflejen ninguna preocupación interesante por variar su forma, estas artes continuarĆ”n siendo presa fĆ”cil ante los asaltos de la interpretación.
Pero el vanguardismo programĆ”tico āque se ha propuesto fundamentalmente experimentaciones con la forma a expensas del contenidoā no es la Ćŗnica defensa contra las interpretaciones que infestan el arte. Al menos, asĆ lo espero, pues ello supondrĆa condenar al arte a una persecución perpetua. (TambiĆ©n perpetĆŗa la misma distinción entre forma y contenido que es, en Ćŗltimo tĆ©rmino, una fantasĆa.) Idealmente, es posible eludir a los intĆ©rpretes por otro camino: mediante la creación de obras de arte cuya superficie sea tan unificada y lĆmpida, cuyo Ćmpetu sea tal, cuyo mensaje sea tan directo, que la obra pueda ser... lo que es. ĀæEs esto posible hoy? Sucede, a mi entender, en el cine. Por ese motivo, el cine es en la actualidad, de todas las formas de arte, la mĆ”s vivida, la mĆ”s emocionante, la mĆ”s importante. QuizĆ”s el indicador de la vitalidad de una determinada forma de arte consista en su capacidad para admitir defectos, sin dejar de ser buena. Por ejemplo, algunas de las pelĆculas de Bergman āpese a estar plagadas de mensajes poco convincentes sobre el espĆritu moderno, invitando asĆ a interpretacionesā estĆ”n por encima de las pretenciosas intenciones de su director. En NaitvardsgƤsterna y Tystnaden, la hermosa y visual sofisticación de las imĆ”genes subvierte ante nuestros ojos la endeble pseudointelectualidad de la historia y de una parte del diĆ”logo. (El ejemplo mĆ”s notable de este tipo de discrepancia es la obra de D. W. Griffith.) En las buenas pelĆculas existe siempre una espontaneidad que nos libera por entero de la ansiedad por interpretar. Muchas antiguas pelĆculas de Hollywood, como las de Cukor, Walsh, Hawks e incontables directores mĆ”s, tienen esta cualidad liberadora antisimbólica, no inferior a la de las mejores obras de los nuevos directores europeos como Tirez sur le pianiste y Jules et Jim, de Truffaut; A bout de souffle y Vivre sa vie, de Godard; L'avventura, de Antonioni, e I fidanzati, de Olmi.
El hecho de que las pelĆculas no hayan sido desbordadas por los interpretadores es en parte debido simplemente a la novedad del cine como arte. Es tambiĆ©n debido al feliz accidente por el cual las pelĆculas durante largo tiempo fueron tan sólo pelĆculas; en otras palabras, que se las consideró parte de la cultura de masas, entendida Ć©sta como opuesta a la cultura superior, y fueron desechadas por la mayorĆa de las personas inteligentes. AdemĆ”s, en el cine siempre hay algo que atrapar al vuelo, ademĆ”s del contenido, para aquellos deseosos de analizar. Pues el cine, a diferencia de la novela, posee un vocabulario de las formas: la explĆcita, compleja y discutible tecnologĆa de los movimientos de cĆ”mara, de los cortes, y de la composición de planos implicados en la realización de una pelĆcula.
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ĀæQuĆ© tipo de crĆtica, de comentario sobre las artes, es hoy deseable? Pues no pretendo decir que las obras de arte sean inefables, que no puedan ser descritas o parafraseadas. Pueden serlo. La cuestión es cómo. ĀæCómo deberĆa ser una crĆtica que sirviera a la obra de arte, sin usurpar su espacio?
Lo que se necesita, en primer tĆ©rmino, es una mayor atención a la forma en el arte. Si la excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de la interpretación, la descripción mĆ”s extensa y concienzuda de la forma la silenciarĆ”. Lo que se necesita es un vocabulario āun vocabulario, mĆ”s que prescriptivo, descriptivoā de las formas.* La mejor crĆtica, y no es frecuente, procede a disolver las consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la forma. Puedo citar, sobre el cine, el teatro y la pintura respectivamente, el ensayo de Erwin Panofsky, Ā«Style and Medium in the Motion PicturesĀ», el ensayo de Northrop Frye, Ā«A Conspectus of Dramatic GenresĀ», y el ensayo de Pierre Francastel Ā«La destruction d'un espace plastiqueĀ». La obra de Roland Barthes Racine y sus dos ensayos sobre Robbe-Grillet son ejemplos de anĆ”lisis formal aplicado a la obra de un solo autor. (Los mejores ensayos en Mimesis, de Erich Auerbach, como Ā«La cicatriz de OdiseoĀ», son tambiĆ©n de este tipo.) Un ejemplo de anĆ”lisis formal aplicado simultĆ”neamente al gĆ©nero y al autor lo encontrarĆamos en el ensayo de Walter Benjamin Ā«The Story Teller: Reflections on the Works of Nicolai LeskovĀ».
Igualmente vĆ”lidos serĆan los actos de crĆtica que proporcionaran una descripción verdaderamente certera, aguda, amorosa, de la aparición de una obra de arte. Esto parece ser mĆ”s difĆcil incluso que el anĆ”lisis formal. Parte de la crĆtica cinematogrĆ”fica de Manny Farber, el ensayo de Dorothy Van Ghent Ā«The Dickens World: A View from TodgersĀ» y el ensayo de Randall Jarrell sobre Walt Whitman se cuentan entre los raros ejemplos de lo que
pretendo significar. Son ensayos que revelan la superficie sensual del arte sin enlodarla.
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El valor mĆ”s alto y mĆ”s liberador en el arte āy en la crĆticaā de hoy es la transparencia. La transparencia supone experimentar la luminosidad del objeto en sĆ, de las cosas tal como son. En esto reside la grandeza de, por ejemplo, las pelĆculas de Bresson y de Ozu, y de La rĆØgle du jeu de Renoir.
En otros tiempos (y esto va por Dante) pudo haber habido una tendencia, creadora y revolucionaria, a concebir las obras de arte de manera que permitieran su experimentación en distintos niveles. Ahora no. SerĆa reforzar el principio de redundancia, que es la principal aflicción de la vida moderna.
En otros tiempos (tiempos en que no abundaba el gran arte), pudo haber habido una tendencia, creadora y revolucionaria, a interpretar las obras de arte. Ahora no. Decididamente, lo que ahora no precisamos es asimilar nuevamente el Arte al Pensamiento o (lo que es peor) el Arte a la Cultura.
La interpretación da por supuesta la experiencia sensorial de la obra de arte, y toma a Ć©sta como punto de partida. Pero hoy este supuesto es injustificado. PiĆ©nsese en la tremenda multiplicación de obras de arte al alcance de todos nosotros, agregada a los gustos y olores y visiones contradictorios del contorno urbano que bombardean nuestros sentidos. La nuestra es una cultura basada en el exceso, en la superproducción; el resultado es la constante declinación de la agudeza de nuestra experiencia sensorial. Todas las condiciones de la vida moderna āsu abundancia material, su exagerado abigarramientoā se conjugan para embotar nuestras facultades sensoriales. Y la misión del crĆtico debe plantearse precisamente a la luz del condicionamiento de nuestros sentidos, de nuestras capacidades (mĆ”s que de los de otras Ć©pocas).
Lo que ahora importa es recuperar nuestros sentidos. Debemos aprender a ver mĆ”s, a oĆr mĆ”s, a sentir mĆ”s.
Nuestra misión no consiste en percibir en una obra de arte la mayor cantidad posible de contenido, y menos aún en exprimir de la obra de arte un contenido mayor que el ya existente. Nuestra misión consiste en reducir el contenido de modo de poder ver en detalle el objeto.
La finalidad de todo comentario sobre el arte debiera ser hoy el hacer que las obras de arte āy, por analogĆa, nuestra experiencia personalā fueran para nosotros mĆ”s, y no menos, reales. La función de la crĆtica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, inclusive quĆ© es lo que es y no en mostrar quĆ© significa.
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En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte.
*Una de las dificultades estĆ” en que nuestra idea de la forma es espacial (todas las metĆ”foras griegas de la forma derivan de nociones espaciales). Es por ello que disponemos de un vocabulario de las formas mĆ”s elaborado para las artes espaciales que para las temporales. Entre las artes temporales una excepción natural es el teatro, quizĆ” porque el teatro es una forma narrativa (es decir, temporal) que se proyecta visual y pictóricamente en un escenario... Nos falta, sin embargo, aĆŗn una poĆ©tica de la novela, una noción clara de las formas de narración. QuizĆ” la crĆtica cinematogrĆ”fica proporcione la ocasión y sirva de punta de lanza, pues el cine es primordialmente una forma visual, sin por ello dejar de ser una subdivisión de la literatura.
(1964)
Fuente: Sontag Susan (1984) "Contra la interpretación" Traducido por Horacio VÔzquez Rial. En Contra la interpretación y otros ensayos. Seix Barral, Barcelona.
