El momento - Ander en la historia del mundo
Este es el momento-Anders en la historia del mundo. En los años 60, cuando la bomba atómica impactó en el imaginario mundial, Anders reflexionó sobre los efectos políticos y psíquicos de esa innovación técnico-militar. Judío, filósofo de formación heideggeriana, emigrado a los EE. UU. en los años que comenzaba el exterminio judío en Europa, Anders escribió artículos y libros que no han tenido la difusión que merecen. Dijo que el Tercer Reich había sido el ensayo general de un espectáculo que –según él– verán nuestros nietos cuando el nazismo triunfe en cualquier rincón del mundo. Ahora, los nietos de Anders asisten al triunfo del Nuevo Tercer Reich, el monstruo de dos cabezas del supremacismo blanco que no acepta su decadencia.
Anders fue tratado con cierto desdén por los académicos: un pesimista, decían de él, empeñado en ensalzar las glorias de la democracia liberal.
Ahora está claro: el culto a la Nación, a la raza, ha vuelto a dominar la escena en todas partes, y lo que está ocurriendo en Ucrania es una guerra de blancos contra blancos. Una guerra de Hitler contra Hitler. Guerra de exterminio dentro de Occidente.
No es la primera vez que una potencia blanca (por ejemplo, los EE. UU. de América) inicia campañas de exterminio contra poblaciones indefensas.
Gracias a las sanciones contra Irak en la primera guerra del Golfo, la mortalidad infantil pasó de 56 por cada mil en 1990 a 131 por cada mil niños en 1999.i En el año 1996 el programa televisivo norteamericano Sixty Minutes entrevistó a la embajadora de EE. UU. en la ONU, Madeleine Albright.
La entrevistadora le preguntó: “Parece que por el embargo murieron 500 mil niños iraquíes. Más que en Hiroshima. ¿Cree que es un precio justo?”; y la respuesta de la voz de EE. UU. en la ONU fue digna del Putin que ahora vemos en acción: “Fue una elección realmente difícil, pero sí, pensamos que sí”.ii
¡Pero esos muertos eran iraquíes, no pesaban demasiado sobre la conciencia de Occidente!
Los muertos de Mariupol, en Ucrania, impresionan particularmente porque la matanza tiene lugar en el propio mundo blanco, al interior de Occidente, porque Rusia, desde el punto de vista de la “raza carnívora”, es parte de Occidente.
No está claro qué es Occidente. En términos geográficos, Rusia no forma parte de él. En términos políticos, Occidente es el mundo libre que se opone a la autocracia. Es evidente que la geopolítica importa, y la política también. Pero lo que más importa es la pertenencia cultural al mundo cristiano, blanco e imperialista. Desde este punto de vista, Rusia es Occidente. Occidente es la tierra de la decadencia, la tierra del futuro que ahora declina. El futurismo ruso y el futurismo occidental tienen raíces diferentes, pero el mismo significado: la expansión. Y tienen el mismo destino: la decadencia que ni siquiera somos capaces de pensar, porque el culto a la expansión nos ciega, y nos impide darnos cuenta de que la expansión ha terminado, y Occidente se está extinguiendo.
Occidente es Rusia, Norteamérica, y Europa: un mundo de ancianos que exorcizan la demencia con prótesis cognitivas y con inteligencia artificial, viejos que exorcizan la impotencia con proclamas de exterminio mutuo.
Se trata de una guerra interna dentro de la raza carnívora que no se resigna a desaparecer, y como Sansón, quiere llevarse todo el planeta al infierno. Nos encontramos en el último acto de la civilización blanca, rusa, europea, americana: la destrucción de la civilización.
Éxodo sin tierra prometida
Éxodo es el acto de abandonar el territorio simbólico y técnico en el cual nos hemos formado: abandonar el mundo conocido. Y es también la emergencia de una nueva Tierra, en la que se trata de inventar una supervivencia, una tecnología, una cosmología.
La perspectiva de lo posible que se reabre. Posible es la dimensión que escapa a la enunciación asertiva pero que al mismo tiempo se perfila más allá del horizonte. La posibilidad es la inserción de la dimensión extralingüística –la insondable opacidad de lo eventual–, en la red prensil del lenguaje.
A principios de los años ochenta, un libro de Michael Walzer suscitó cierto interés en los círculos de la izquierda revolucionaria, que por entonces sufría la primera de una larga serie de derrotas que condujeron a la privatización generalizada de la producción, la precarización del trabajo y, finalmente, la miseria de la sociedad y el bloqueo de todas las formas de vida colectiva. El libro es Éxodo y revolución, que pretende captar el origen mitológico del estilo de pensamiento y acción que caracteriza a Occidente, especialmente en la Modernidad. Este origen se encuentra en el episodio bíblico de la huida de Egipto, lugar de opresión, el éxodo del pueblo judío guiado por Moisés, con la ayuda de Dios, para cruzar el Mar Rojo y alcanzar la Tierra Prometida:
La fuerza de la historia del Éxodo radica en su conclusión, la promesa divina. […] Egipto no es todo el mundo. Sin este sentido de posibilidad, la opresión se hubiera percibido como una condición inevitable, una cuestión del destino, personal o colectivo, un revés de la suerte.iii
Si no hubiese una Tierra Prometida, si no hubiera un lugar que los judíos pudieran, finalmente, reconocer como su casa y establecer su forma de vida, no habría tenido sentido romper con el Faraón, o por lo menos, no podría darse una perspectiva positiva al éxodo.
En el ámbito antropológico de las grandes revoluciones monoteístas y bíblicas, se encuentran las condiciones de posibilidad de una revolución que no sea simplemente una rebelión contra la opresión, sino la institución de un orden justo. Es la promesa que Dios le hizo a los hebreos, que se mantiene y se realiza:
Desde el fin de la Edad Media o comienzos de la era moderna, en Occidente hubo un modo característico de concebir el cambio político, un esquema que habitualmente atribuimos a los eventos, una historia que nos contamos unos a otros. La historia, aproximadamente, es esta: opresión, liberación, contrato social, lucha política por una nueva sociedad (peligro de restauración). A este proceso lo llamamos revolucionario, incluso si el círculo no se completa, y a no ser que al final vuelva la opresión, por sus intenciones, el proceso tiene un fuerte movimiento hacia adelante. Es una historia que no se cuenta en todo el mundo, no es un esquema universal:
es como lo relata Occidente, en particular los hebreos y cristianos de Occidente, y tiene su origen, su versión original, en el éxodo de Israel de Egipto. […] El Libro del Éxodo […] contiene la primera descripción de la política revolucionaria.iv
Lucio Castellano escribe en Il potere degli altri: “El Éxodo y el Leviatán son las dos imágenes míticas que potentemente atraviesan la tradición de nuestro pensamiento político”.v
Pero ahora estamos obligados a un Éxodo que no se encamina a ninguna Tierra Prometida. El planeta se incendia, en sentido figurado y en sentido literal.
La fuerza de los elementos naturales ha tomado el lugar de lo que fue el Leviatán. En el verano europeo de 2022, una serie de oleadas de calor extremo han devastado los bosques, y llevaron a la desesperación a multitudes urbanas que lidiaron por largos períodos con temperaturas que alcanzaban los cuarenta grados.
Los ríos están secos, el agua escasea. Masas crecientes de seres humanos obligados a desplazarse de un territorio a otro en busca de trabajo. Se expande la esclavitud…
¿Dónde está la Tierra Prometida, ahora que todo se transformó en una pesadilla?
En un pueblo de frontera
En octubre de 2022, para hacer frente a la avanzada de las tropas ucranianas en algunas zonas del Donbass, Putin declaró una movilización parcial, llamando a las armas a centenares de miles de jóvenes. Medio millón de personas, en particular hombres, se fue del país para no correr el riesgo de terminar en una trinchera.
Si yo fuera un joven ruso, hubiera hecho lo mismo.
No sucede lo mismo en Ucrania, donde el etnonacionalismo se ha reforzado por la conciencia de ser objeto de una agresión. Pero algunos desertores habrán también ahí, eso espero.
A mediados de marzo, poco después de la invasión, leí que a un pueblo en la frontera con Polonia, cada noche, llegaba una decena de desertores. Allí los acogió un párroco, que los hospedaba en la parroquia.
Decenas de miles de mujeres y niños huían a diario, pero los hombres debían quedarse para combatir. Fueron muy pocos, en verdad, los que no querían quedar atrapados en una guerra nacional, tal vez porque la idea de nación no les convencía, así como no me habría convencido a mí si hubiera estado en su lugar.
En tanto, y simultáneamente, llegó la noticia de que militares rusos acantonados en torno a Kiev abandonaban sus tanques y carros de combate y se internaban en el bosque, para desaparecer quién sabe dónde. Y fueron miles de jóvenes rusos que escapaban por Escandinavia. No querían ser enrolados por Putin para ir a asesinar a sus coetáneos ucranianos, no querían vivir en un país en el cual la libertad de palabra es perseguida. Tomaban lo poco que tenían, y se iban, para no regresar. Pocos, maldecidos como traidores a la patria, se iban y continúan yéndose.
Seguían escapando.
Seguían desertando.
Y yo me hice la pregunta: ¿por qué?
Tal vez porque están enamorados y no quieren morir, o tal vez porque están espantados por el horror y no quieren matar. En cualquier caso, hacia ellos, va mi solidaridad, y mi amistad. Sólo a ellos. A todos los que desertan va mi amistad.
A los que desertan de la patria y de la guerra, a los que desertan del trabajo asalariado, a los que desertan de la procreación, a los que desertan de la participación política. A los que se han dado cuenta de que el cáncer ya ha devorado el organismo y buscan espacios de supervivencia y convivencia en los márgenes de un mundo que se desintegra rápidamente.
A todos ellos va mi amistad y mi complicidad.
Por todos los demás siento una compasión desesperante.
Los desertores son mis hermanos, son los únicos que tienen el valor de huir ante la idiotez de los pueblos y de las naciones.
Pero los desertores son también los portadores de una tendencia que veo emerger en la historia del mundo en el ocaso de la civilización, que sufre una desintegración acelerada: no se puede dejar de verlo.
La humanidad es cada vez más bárbara.
La deserción que veo emerger en la conciencia de la generación precaria amenazada de extinción por el apocalipsis climático, es la deserción de la historia del género humano.
No estoy enunciando un programa, no estoy incitando a la deserción, aunque expreso mi amistad a quienes tienen esa intención.
Mi propuesta no es política. Es la descripción de un proceso que se percibe en los comportamientos de la generación nacida en el cambio de milenio, la generación que aprendió más palabras de la máquina numérica que de su madre, que apenas si conoce la proximidad de los cuerpos. Una generación que no ha conocido la solidaridad social porque desde la cuna fue educada a mirar sólo la pantalla del celular, y a considerar a los demás como competidores en la conquista del pan.
Esta generación, la que con amarga autoironía se define a sí misma como la última, podría por fin encontrar un estilo y una consigna común en ese rechazo a asumir las consecuencias de las decisiones tomadas por otros, sea por ignorancia o egoísmo.
Es una generación que se ha formado en entornos simulados, que ha aprendido a pasar de una identidad a otra con una simple contraseña. Una generación para la cual la experiencia es eminentemente inmersiva, cuyo mundo visual es proyección de pantallas ubicuas, cuyo mundo táctil es pulido por la pantalla táctil, cuyo mundo erótico está intensamente estetizado y sublimado dentro de la esfera semiótica.
La generación inmersiva está madurando un rechazo emocional a participar de melodramas espantosos de baja definición, como lo es la guerra. Han conocido la guerra en diez mil videojuegos, y están entrenadísimos para disparar el gatillo. Pero se ha disuelto el pathos del sentimiento bélico. Para ellos es sólo un juego, que puede jugarse apretando un botón y matando a alguno en un lugar lejano. O se puede desertar, desertando también de todo lo demás.
Esa, exactamente, es mi percepción, que la gran ola será irse, irse a la mierda, abandonar.
Literalmente, desertar.
Las cinco deserciones
Veo cinco deserciones que van coagulando en los comportamientos y los lenguajes, en los estilos de vida y de pensar de la generación que se da cuenta de haber sido convocada a vivir en un planeta en el que cada vez es más difícil sobrevivir.
Resignarse es el primer paso de la deserción. Pero ¿resignarse a qué? Resignarse al hecho de que los valores que levantaba la cultura moderna –crecimiento económico, identidad nacional, democracia representativa–, no tienen más significado. Se esfumó el significado, se disolvió, y entonces es necesario renunciar a perseguirlos, si no se quiere perder el tiempo con fantasmas. ¡Pero fantasmas potentes! Tal como muestra el resurgimiento agresivo del nacionalismo, el afán por ganancias cada vez más estratosféricas, y todo lo demás. Son solo fantasmas, pasiones abstractas a las que ya no corresponde un objeto.
La penúltima generación ha estado obsesionada por la competencia económica, la carrera por tener cada vez más cosas que nos hacen mal o que no sirven para nada, la competencia por un puesto de trabajo que cada vez se torna más precario y codiciado. La última generación no, ya no cree más en eso.
La Great Resignation de los trabajadores comenzó a interesar a los economistas cuando en el momento en que comenzó a terminar la pandemia de Covid 19, solo en EE. UU. unos cuatro millones y medio de trabajadores decidieron no volver a su empleo.
En inglés se dice Resignation, lo que en los idiomas latinos se puede traducir como autodespido, dimisión, abandono del puesto de trabajo.
O, mejor dicho: rechazo al trabajo.
Las señales de este enculamiento y enojo respecto del trabajo está en todos lados, incluso en China vi, donde los trabajadores han ido a la huelga o han dejado de trabajar por las condiciones espantosas que se les imponen (no solo contractuales, sino también físicas y microbiológicas), e inventaron una palabra para decirlo: son los que no tienen voluntad de salir de la cama, tienen fiaca.
En Italia, por ejemplo, algunos concursos públicos que antes estaban desbordados por la cantidad de aspirantes, ahora están semidesiertos. El caso de los aeronavegantes es otro: esos trabajadores no quieren volver a volar bajo las condiciones que impone Ryan Air y todas las otras compañías “low cost”, que los obligan a cumplir turnos de trabajo masacrantes a cambio de salarios indecentes.
Por lo tanto, deserción del trabajo.
Pero además, está lo que en pos de reavivar la demanda han invertido los gobiernos occidentales. Ingentes sumas de dinero que ha contribuido a desencadenar la inflación, y con ella, aumenta la miseria. Pero un modo inteligente de evitar la miseria es no tener necesidad de nada que no pueda ser producido de forma autónoma. Es difícil, cierto, pero lo están intentando muchos, y deberán intentarlo todos si no quieren morir de hambre.
Sin embargo, el consumo no volvió a los niveles pre-Covid: el caballo no quiere beber. El consumidor está cansado de ser consumidor.
¿Podría ser uno de los efectos de la resignación? ¿El deseo consumista se marchitó? Puede ser, como cualquier otro deseo.
Me parece que la “última generación” podría reducir su consumo en parte por razones ideológicas (no quiero contribuir a destruir el planeta en el que debo vivir), pero sobre todo por una especie de disgusto, por un rechazo estético de la fealdad consumista, del desagrado y malestar que suscita el plástico en una persona sensible.
El ir de compras como sustituto de una vida emocional interesante ha marcado la miserable vida de unos cientos de millones de zombis que tenían el dinero para gastar, y encontraban productos para comprar. Pero ahora ese dinero no está y tampoco están los productos, gracias a la (bendita sea) gran disrupción en la cadena de abastecimiento, bautizada en inglés como Great Supply Chain Disruption.
A partir de ahora, ya lo verán, el consumismo será signo de un retraso cultural y estético, signo de una tosquedad del espíritu.
Segunda deserción: del consumo.
Y luego, la tercera deserción, la que aleja irreversiblemente a los jóvenes de la participación política. Los niveles de ausentismo electoral que se registraron en las elecciones francesas de 2022 no tienen precedentes. Y lo mismo ocurrió en las elecciones municipales italianas en junio de 2022.
Señalo en particular esos dos países, porque tienen una fuerte tradición de participación política. Diría que la fe en la democracia representativa está acabada, porque casi todos se dieron cuenta de que los gobiernos democráticos, así como los autoritarios, no pueden hacer nada frente a la catástrofe ambiental; no pueden hacer lo único razonable que está a su alcance, que es renunciar al principio indiscutible del crecimiento económico.
Tampoco pueden hacer nada contra el predominio financiero. Ni contra el sufrimiento psíquico: los gobiernos no pueden hacer nada de nada. Y entonces, ¿por qué nos hacen perder el tiempo con sus falsas peleas llenas de insultos y de vacuidad?
Luego, naturalmente, está la cuarta deserción, la de la guerra, que arrasa cada vez más partes del mundo.
En los primeros días de la guerra ucraniana, los desertores eran unas docenas al día, unos pocos en verdad, pero no eran más que una vanguardia –desde entonces se han vuelto más numerosos–.
Los desertores rusos, en cambio, son una avalancha…
Finalmente, está la quinta deserción, última pero no menos importante de todas: la deserción de la procreación.
Las políticas de estímulo de la natalidad de los países del Norte (des-de China a Italia a casi todos los demás países que han alcanzado un cierto nivel de prosperidad) no tienen ningún efecto. La decisión femenina de no dar hijos a la patria se suma al desplome de la fecundidad masculina, que según Shana Swan, autora de Count Down, en los últimos cuarenta años habría caído un 58 % (han leído bien, un cincuenta y ocho por ciento). Según Swan, la causa principal serían los microplásticos en la cadena alimenticia.vii Parece que intervienen en la transmisión hormonal o algo similar.
Si tuviera ganas de hacerme el gracioso, tendría ganas de decir: no hay mal que por bien no venga.
Cinco deserciones, entonces.
Si imagino el futuro cercano, lo que preveo es una tendencia irrefrenable, sólo parcialmente consciente, o incluso totalmente inconsciente, hacia la extrañeidad.
Y no faltará quien pregunte, pero ¿cómo viviremos en la deserción?Para responder, vuelvo a la palabra mágica: resignation, que en inglés podría significar (dado que el significado de las palabras es lo que decidimos que digan), resignificación. Un acto de reescritura de los signos y de las cosas que los signos significan.
La búsqueda de un nuevo sentido de la existencia: el actuar no coincide más con el orden del trabajo, el sustentarse no coincide más con el consumo, el amor no tiene nada que ver con formar una familia y traer al mundo a pobres desgraciados a los que ni siquiera podemos garantizar la mínima supervivencia, y finalmente, la política ya no tiene nada que ver con el gobierno, con la representación y la representatividad.
Las cosas se vuelven valor de uso, y no valor de cambio.
Pasivismo y desertar del trabajo
Dado que la voluntad política se ha mostrado impotente para gobernar y comprender, el psicoanálisis debería abrirse a la comprensión de fenómenos que no pertenecen sólo a la esfera individual. La patología que los psiquiatras llaman psicosis depresiva no puede ser tratada exclusivamente a nivel individual.
¿Qué clase de técnica terapéutica puede ser de ayuda en esta coyuntura?
Pensemos en ese tipo de cura que Paul Watzklawic llama terapia paradojal, que a veces puede basarse en la prescripción del síntoma. Tomar la depresión como una condición sistémica, como experiencia colectiva, escuchar la lección que contiene la depresión, reconocer la verdad de la desesperación en una situación colectiva. En ese punto puede descubrirse que se está realizando una reestructuración del campo imaginario, una reconfiguración de las expectativas.
Se puede entonces reestructurar el imaginario del futuro a través de una escenificación intencional del síntoma. La pasividad es un comportamiento que se está preparando para abandonar un campo problemático, una escena traumática, un doble vínculo conflictivo.
La comunidad de los desesperanzados puede ser el punto de partida para salir del sufrimiento y transformarlo en una desinversión consciente.
La prolongada percepción de impotencia ha llevado a la subjetividad social a la encrucijada: extroversión identitaria agresiva o pasividad. La pasividad aparece como el problema. Intentemos verla como la solución.
Un poderoso movimiento pasivista se esconde bajo la superficie visible de la vida social postpandémica. Esta puede ser la salida del síndrome hiperproductivo e hipercomunicativo que nos ha llevado al colapso. El pasivismo puede vaciar de toda energía el ciclo producción-consumo que nos obliga a renunciar a la vida para ganarnos la vida.
Paul Krugman comenzó a percibir con cierta alarma este fenómeno, en un análisis que dio a conocer a fin de octubre de 2021: “Pareciera que la pandemia hizo que algunas personas reconsideren sus elecciones vitales. No todo el mundo puede permitirse dejar un empleo que odia, pero un número considerable de trabajadores parece dispuesto a aceptar el riesgo de probar algo distinto: jubilarse antes a pesar del coste económico, buscar un empleo menos desagradable”.viii
Y agrega:
Existe un nuevo clima, una actitud que ha madurado desde el interior de la interrupción pandémica, que pone en una perspectiva diferente el significado del trabajo para la vida. Esto también parece confirmarse por un fenómeno aparentemente opuesto a la emergente conflictividad obrera. A partir de 2021 se ha producido un flujo masivo de salidas voluntarias del mercado laboral en Estados Unidos (Mckinsey calcula que han sido diecinueve millones en 2021) justo cuando las vacantes laborales han aumentado hasta casi diez millones. No se trata solo de profesionales que buscan una mejor remuneración o que, al darse cuenta del sinsentido del estrés laboral, han optado por la jubilación anticipada, ni tampoco de despidos encubiertos, que los hay. En la mayoría de los casos se trata de trabajadores con salarios bajos, horarios imposibles, alto riesgo de contagio en los sectores del comercio, el ocio y la gastronomía, pero también en la sanidad y la enseñanza, que renuncian a sus “puestitos” o no están dispuestos a retomarlos tras ser despedidos en la pandemia. Una “huelga general silencios”, como se ha definido, que por un lado sirve como palanca para obtener mejores condiciones, y las cuantiosas subvenciones concedidas por Trump y, por ahora, confirmadas por Biden, y por otro lado, un mercado laboral favorable. En los EE. UU., en condiciones favorables, la gente siempre “ha hecho huelga con los pies”, dejando el trabajo insatisfactorio para encontrar uno mejor, quizás en otro Estado. Esta vez se renuncia por una pausa más larga para reflexionar, por así decirlo. También aquí es inútil buscar lo que no existe, un rechazo del trabajo asalariado tout court. Sin embargo, la Great Resignation en curso es otro de los muchos síntomas de la gran insatisfacción de la clase obrera estadounidense.ix
Las empresas tienen dificultades para encontrar mano de obra, no porque no haya desocupación, sino porque un creciente número de humanos decidió que trabajar es un suicidio, una renuncia a vivir, una humillación perenne. Dada la estancación de los salarios y la persistente precariedad, el rechazo al trabajo es la única elección completamente racional. Al mismo tiempo proliferan puntos de interrupción del ciclo productivo y de la cadena de distribución global: la que se conoce como Great supply chain disruption y Great Resignation. Las dos caras de un mismo fenómeno: la disolución de las condiciones físicas, psíquicas y lingüísticas de la energía que mueve al capital.
Desde el comienzo de la pandemia el concepto psicodeflación me ha servido para comprender este descenso de la energía, este resquebrajamiento del orden social, y esta expansión del caos. Lejos de considerar la psicodeflación como una enfermedad, propongo considerarla como una palanca para destruir el autómata capitalista, para salir finalmente del cadáver infecto del capital.
La resignación (resignation) es una reestructuración del imaginario, que rebela perspectivas que permanecían ocultas por las expectativas culturales heredadas. Asimismo, la renuncia permite una relajación de la tensión que genera pánico, y permite predisponerse, finalmente, de cara al futuro sin ninguna esperanza patógena.
Las señales de renuncia se están multiplicando: una encuesta internacional de mitad de 2021 entre la población adulta revelaba que el 39 % de los entrevistados no deseaba tener hijos.
Lo que va emergiendo es una especie de renuncia a la extinción, casi una estrategia de autoextinción, que paradójicamente podría ser la única vía para salir de la extinción: el providencial rechazo masivo a la procreación, al trabajo, al consumo y a la participación. Los humanos están decidiendo abandonar este juego, o mejor, estos juegos.
¿Acaso lo ven como un problema? A mí me parece la solución. Renunciar al crecimiento es la única manera de reducir el consumo de energía: desintoxicarse de la ansiedad del consumo, educarse en la frugalidad es la única manera de escapar al estrés y al chantaje que nos obliga a aceptar el trabajo esclavo.
Desertar de la procreación es la única manera de reducir la presión demográfica que produce la superpoblación, la violencia, la guerra. La estrategia de la deserción se articula en estos principios:
1. No participar de la ficción democrática, que induce a creer que eligiendo a otro, lo irreversible pueda tornarse reversible.
2. No trabajar. El trabajo cada vez es peor retribuido, cada vez menos garantizado, con mayor explotación, cada vez más inútil para la producción de lo necesario. Dedica tu energía al cuidado, a la transmisión del saber, a la investigación, a la autosuficiencia alimentaria. Rompe toda relación con la economía.
3. No consumir más nada que no se produzca por la comunidad de autoproducción. Boicotear la circulación de mercancías.
4. No procrear. La procreación es un acto egoísta e irresponsable cuando las probabilidades de una vida feliz se han reducido casi a cero. Es un acto peligroso porque las áreas habitables del planeta se van reduciendo, mientras la población crece.
5. No participar de ninguna guerra, no defender ninguna frontera, no agredir, ni defenderse de la agresión. Simplemente, abandona el campo social.
Obviamente, nadie puede aplicar en serio estas normas de comportamiento, pero no se trata de aplicar las normas sino de adoptar un principio y perseverar sin dogmatismo; se trata de aproximarse asintóticamente a la independencia del vínculo social, evitar cualquier apego a las cosas, despreciar e ignorar cualquier ley.
En este gesto de retracción hay un principio de autonomía: la emancipación del juego del calamar. Las renuncias al trabajo no son solo un signo de resignación, sino que son un acto de autoafirmación de sujetos pensantes que abandonan el cadáver del capitalismo. Este fenómeno no se limita en absoluto a EE. UU., sino que tiene un carácter global, y desde fines de 2021 ha comenzado a extenderse, a cronificarse, como una deserción del trabajo que puede convertirse en la palanca más poderosa para derribar la dominación neoliberal sobre la vida humana.
Que los trabajadores dejen de trabajar no es ni bueno ni malo per se: es un signo de extrañeidad que puede transformarse en activa y consciente, es decir, en autonomía dando un sentido al abandono, a la pasividad y a la resignación.
No hay razón alguna para prestar nuestro tiempo a una sociedad que con clara evidencia no está en condiciones de darnos más nada: ni servicios de salud, ni educación, ni paz, ni un salario decente.
Creo que esta es la meta teórica del tiempo que viene: resignificar la actividad siguiendo un principio de utilidad frugal y de disfrute de una existencia libre del imperativo de funcionar. Redefinir la actividad en relación con la utilidad concreta y al placer de lo que realizamos, no al valor económico.
Lo que retorna es lo concreto. Por el momento, este retorno es como una bomba de caos, y de sufrimiento. Pero al mismo tiempo, el castillo de la abstracción comienza a colapsar.
i Giuliana Sgrena, “Iraq, piccole vittime della guerra che c’è”, Il Manifesto, 18 de febrero de 2003.
iii Michael Walzer, Éxodo y revolución. Abbat Editora. Barcelona, 1986, p. 21.
iv Ibid., p. 89.
v Lucio Castellano, Il potere degli altri. Hopefulmonster Editore, Torino, 1991.
vi Maurizio Bongioanni, “Proteste in Cina, gli operai fuggono dalle fabbriche e i cittadini riempiono le piazze contro le politiche zero Covid”, Life-gate, 28 de noviembre de 2022.
vii Shanna Swan - Stacey Colino, Count Down. Scribner, 2022.
viii https://factorhuma.org/es/actualitat/noticias/15144-articulo-de-opinion-la-revuel-ta-de-los-trabajadores
ix https://www.nytimes.com/2021/10/14/opinion/workers-quitting-wages.html - traducción del autor
Fuente: capítulo del libro Desertemos. Prometeo Libros, 2023

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