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  • Vulnerabilidad Viva / Ana Hounie

    Primera entrega: La grieta [i] En un mundo lleno de mundos hay pasajes. Tránsitos disponibles en mapas diseñados con pensamiento colectivo que en ocasiones suscitan una ética de invención de lo común. Ellos son producidos por imágenes. No son imágenes-poder venidas de territorios discursivos que se arroguen la condición de ser más verdaderos que otros, sino imágenes-potencia[ii]. Lo son cuando abriendo una brecha en el tiempo nos dan un respiro como un beso boca a boca que nos salva. Ahí entonces, a contrapelo de la aceleración impuesta por las condiciones de vida en la que lo viral pandémico nos sorprendió, las preguntas sobre nuestra existencia vinieron a ocupar el lugar desde donde habían partido al exilio. Esas mínimas, que cuando se instalan, nos alcanzan como un tsunami. Escribí este texto durante esas oleadas: Cuando las ausencias nos interpelan, arrojándonos a la intemperie de nuestras incertezas, se nos impone como imperativo de supervivencia, la tarea de sostenernos. Para ello, se nos hace preciso reconocer el despliegue y transmisión en las creaciones colectivas, de detalles y fragmentos provisorios al modo de hilados tendidos ligeramente en la trama del no-saber. Y esos hilos delgados de imágenes encarnadas y vivientes, no son otra cosa que andamios en la construcción de ficciones poderosas, creadoras de verdades locales y políticas sobre lo humano y sus circunstancias. Es desde esta posición que acentuaré algunas de las afectaciones de la pandemia que sacudió al mundo, proponiéndoles considerar para ello cuatro figuras: grietas, puentes, migraciones y supervivencias. Todas ellas en forma de clave para la comprensión de los procesos de subjetivación en nuestro tiempo, a partir del sutil entretejido de los sueños. ¿Porqué relanzar la cuestión de los sueños a las interrogantes del tiempo de hoy? Vayamos al campo que aquí nos convoca: “psicopatología post-covid”. Campo extraño si nos apartamos del sentido generalmente asignado a lo psicopatológico que enumera síntomas y síndromes como negativos de un ideal de salud. Ciertamente, destinados a engrosar la lista de factores de enfermedad en busca de fármacos o terapias paliativas, estos inventarios suelen ser desvíos anestesiantes que silencian el dolor de la existencia. Me refiero al dolor tomado de uno en uno, expresado en formas singulares que lejos están de subsumirse a respuestas prefabricadas y contabilizadas como indicadores de psicopatología. En este sentido, las evaluaciones psicológicas para pesquisar efectos del trauma pandémico siguieron olvidando los acentos personales del sufrimiento al perseguir la tendencia de los grandes números, llegando a considerar enfermo lo que puede no serlo en absoluto. He aquí una de las puntas de una madeja enmarañada, en la que se entraman: la psicologización de la sociedad, las alianzas que las formas de gubernamentalidad toman con el biopoder y sus discursos, la ideología cientificista (que no es lo mismo que “la ciencia”) y los poderes del mercado que provocan modos de subjetivación neoliberal. Pero para poder acercarnos al problema del pathos y con ello a las incidencias traumáticas del acontecimiento que supone el proceso de pandemia que ha atravesado el mundo entero, es preciso andar por otras vías. El dolor de la existencia, el pathos, la afectación que toma el cuerpo herido cuando es sacudido por la vida y la muerte, tiene mucho para decir. Y este decir, muy lejos se encuentra de la versión disciplinadora de la psicopatología. Disponerse a escuchar el pathos busca en las escuchas singulares, relatos de historias deseantes que desconocen imposiciones. Ser testigos de historias deseantes tiende puentes a través de gestos mínimos de presencia que bordean los caminos de eros. Eros es la fuerza de la vida, complejidad que como el psicoanálisis enseñó, no es sin intrusiones de la pulsión de muerte cuya cara en la repetición solemos ver tan frecuentemente. La vida abre conexiones, la muerte coloca bloques y el sueño teje enigmas. Y en esta danza ineludible alrededor de la oquedad de la existencia, como poéticamente señala Federico García Lorca: “Nadie puede abrir semillas en el corazón del sueño”[iii]. El sueño, esa dimensión subjetiva por excelencia puesta en el mundo, pura invención de montajes en busca de espacios de visibilidad, esa formación del inconsciente que el psicoanálisis destacó como vía regia para el acceso a los rincones del alma más sorprendentes, es en sí misma una fuerza de resistencia. Una resistencia política -podríamos decir-, a todo dispositivo de normalización. Así, erigido como zona de combate, el sueño puede ser la experiencia de un extraño despertar a verdades adormecidas. Es ahí donde Freud leía la clave deseante que el sueño porta. Una intimidad puesta afuera, un afuera puesto dentro, el reverso necesario de lo que somos, a saber: ninguna sustancia unitaria. Para Walter Benjamin[iv] estaba claro: “toda época tiene un lado vuelto hacia los sueños” pues quien sueña es el mundo. Es por esto que la función del sueño así definida resulta clave para la comprensión de los procesos históricos, pues la humanidad: “tras haberse frotado bien los ojos, puede reconocer exactamente esa imagen del sueño que al historiador podrá interpretar”. Y aún más: “el mundo sueña desde hace mucho tiempo el sueño de una cosa de la que habría de tomar conciencia para al fin tomarla realmente”. Es que para Benjamin, “nos hemos vuelto pobres en las experiencias del umbral. Penetrar en el sueño es quizá la única que hoy queda–mas, con ello, también el despertar”. Lejos de la ilusión de un despertar cabal de las conciencias aletargadas, nos ubicamos en la idea de permanecer en la zona de umbral, en el trabajo poético de la imagen allí donde la unión de elementos aparentemente lejanos produce una revelación y un impulso de reconversión del tiempo histórico (Benjamin[v]). En los lugares donde el Covid golpeó bien fuerte, los colegas advertían que los sueños parecían particularmente intensos[vi].De ahí que les propongo, en las antípodas de la generalización de la psicopatología disciplinante, hurgar en una de las extrañas formas de la llamada “psicopatología de la vida cotidiana”, nombre con el que Freud designó nuestra relación a la íntima extranjeridad que nos habita a la que llamó inconsciente. Ahora bien, el inconsciente no es ninguna sustancia sino una hendidura en movimiento, una pulsación destinada a abrirse y volver a cerrarse, a escurrirse, a desaparecer. Asimismo, aun cuando el inconsciente sea lo evasivo, conseguimos, -como señala el psicoanalista marroquí Daniel Sibony[vii]-, circunscribirlo en una estructura temporal. Es precisamente en esta extraña temporalidad donde nos importa la relación entre los sueños y el tiempo, porque entendemos que se torna imperante hoy restituir al tiempo su horizonte. Por eso sueños y tiempo es la díada que no ocupa, pues si en algo ese advenimiento de tiempo viene de la mano de los sueños, es porque siguiendo la imagen del poeta, el tiempo va sobre el sueño, hundido hasta los cabellos. Primer sueño: la grieta Estoy caminando por una calle que se parece a la de la casa de mi infancia, aunque sin árboles. Hay como una bruma y veo menos cada vez. Las personas van desapareciendo de a poco. De repente las calles eran de arena y todo es un desierto. Entonces vi a mi prima -cuando pequeñas jugábamos en casa de la abuela-. Trato de llamarla fuerte, gritándole, pero parece que no me escucha, De golpe veo que la arena se abre en dos y se hace como un abismo, una fisura profunda. Me pregunto de qué lado quedó. La grieta parece insalvable. No tiene arreglo, no tiene arreglo, pienso. De pronto siento una voz que me implora: ¡me dejaste sola! Creí escuchar a mi prima, pero entonces la voz se transformó en la voz de mi abuela desde el hospital mientras yo miro su rostro triste detrás de una mampara (no dejaban pasar a nadie en el sector Covid). ¿Abuela, me ves? Grité con desesperación … Hasta aquí hemos escuchado el fragmento del sueño de una joven analizante durante el primer empuje pandémico. La imagen que vemos es la de la obra de la artista colombiana Doris Salcedo, presentada en el año 2007 en el Tate Modern de Londres, que lleva el enigmático nombre de Shibboleth. Este término que porta entre sus acepciones la de significar una suerte de clave o contraseña (históricamente usada por grupos para eliminar al extranjero), hace que quien no conozca este mínimo sonido, tono, gesto o palabra habrá de ver en su ignorancia la condena de su propia muerte. Quizás haya sido esta la razón por la que la crítica entendió la obra como una interpelación contra el racismo y el colonialismo del mundo moderno y así fue transmitido durante la exposición. Sin embargo, la grieta irregular de 167 metros en el suelo del museo tuvo bajo la mirada aguda de la argentina Graciela Speranza[viii], aún otra lectura. Al hacer hablar al silencio contenido en la mole rajada y abierta obscenamente creando perplejidad en el piso donde se camina, Speranza supo ver en su elocuencia muda, la misma grieta del lenguaje y la intemperie de las fronteras. “Con economía material y conceptual extrema, ominosa en la sala desnuda, permitía abrir el sentido a todo tipo de asociaciones: desde el tembladeral de Colombia sacudida por décadas de violencia interna, a los efectos traumáticos de cualquier pasaje y la experiencia íntima de cualquier ruptura. Gran metáfora topológica, condensaba visualmente la percepción dramática del límite, del borde, de la frontera como catástrofe /…/ Si para las matemáticas cualquier discontinuidad en un espacio o un fenómeno puede ser una catástrofe, todo límite, borde o frontera puede ser un fin y un drama: el drama de la ausencia de un pasaje regular de un lugar a otro, el fin de la continuidad y la posibilidad de deriva”. Estar a la deriva, perder los límites, sentir que no hay control del enemigo, -sino que éste está en todas partes puesto que está en mí y más allá de mí atravesando los cuerpos-, esta experiencia de disolución de los confines que ilusoriamente se creían resueltos, es quizás el acontecimiento más notorio que vino a revelarla pandemia. Acostumbrados a subjetividades neoliberales en todas sus formas, asistiendo a la crisis del sistema capitalista erigido como poseedor de nuestra propia experiencia del tiempo, el ser humano vio volver sobre sí mismo -en la irrupción del futuro desconocido que nos habita inexorablemente como especie-, la misma interrogación quemando en su seno. Las preguntas -cuya más pura raigambre filosófica se hizo evidente, volvieron a tener lugar. ¿Quién soy? ¿quién es el otro para mí y quien soy para él? ¿hacia dónde vamos?, nos reubicaron frente a la dimensión de enigma e incertidumbre que conlleva la existencia, reconduciéndolo al plano ético que nos es propio. Asimismo, a nivel colectivo la pandemia puso en juego la crisis del acto político dejando al descubierto la vulnerabilidad de las instituciones y de los gobiernos que se vieron operando entre ingenuidad y cinismo. De este modo, se puso en evidencia la inoperancia de la figura del progreso como ideal, denunciando lo falaz de las formas de discurso técnico-científico al reunir el discurso universitario con el discurso del amo[ix]. Como consecuencia de ello, la pregunta por nuevas formas de habitar lo común que ya venía siendo puesta en la mesa de los debates, se reinstaló aún con más fuerza, intentando no perder su potencia de sublevación. En este sentido, no hay duda de que esta circunstancia permitió vislumbrar el dolor de un tiempo y reposicionar la pregunta por la existencia singular y colectiva. Instalar una pregunta allí donde las respuestas a-priori enmascaran la existencia sin respiro, es un gesto que permite la reinvención. Gesto del acontecimiento siempre inapropiable y siempre múltiple, cuya dignidad radica en la posibilidad de producirse al habitar nuevas formas de decir. La experiencia está aconteciendo, -planteaban Deleuze y Guattari- y es ella quien opera el sentido a través de las relaciones entre los cuerpos más allá de lo general y de lo particular, de lo colectivo y lo privado: “puede que nada cambie o parezca cambiar en la historia, pero todo cambia en el acontecimiento, y nosotros cambiamos en el acontecimiento”[x] Así planteado, la pandemia deja de ser lo que está ocurriendo en el sentido del accidente, para pasar a ser la experiencia misma de reinvención de sentido. Experiencia como travesía cuyo riesgo “si incluye mi desgracia, al mismo tiempo incluye un esplendor”, como señala Deleuze[xi]. De ahí que nos tocaría “hacernos hijos de nuestros propios acontecimientos” y, con ello, “renacer, volvernos a dar un nacimiento, que rompe con el nacimiento de carne”. Kum[xii], el significante que nos convoca, lo señala claramente: ¡despierta! ¡a levantarse! He aquí la puesta en juego de la potencia de sublevación propia de la fuerza deseante en la producción de las alteraciones que producen alteridades. La grieta en el sueño de la analizante revela ese efecto de sacudida que toda conmoción de fronteras supone. Disolución de los bordes del yo, en un recorrido que hiere las certezas del tiempo e instaura preguntas que reviven las heridas que nos habitan y a las cuales nos toca perturbar. Esta es una acción que en si misma implica un acto de insumisión; instaura preguntas, tiende puentes, atraviesa el dolor, el amor, el miedo, la muerte. Una escena que da visibilidad a las palabras del poeta Joe Bousquet: “mi herida existía antes de mí, he nacido para encarnarla “. La grieta en el acontecimiento que la obra artística incita es la que provoca la creación y disolución de la frontera como tal en un mismo acto. Y como dirá Speranza, si quien la ve se desconcierta, “bienvenido su desconcierto, pues éste es promesa de atención a la respiración del silencio” Notas: [i] “La grieta”, es un fragmento de “Vulnerabilidad Viva” título del trabajo que presenté en una conferencia en Ancona, Italia, en octubre pasado, durante el Festival Kum organizado en torno a la pregunta: ¿Cómo recomenzar? luego de los efectos de la pandemia que sacudió al mundo en los años 2020 y 2021. En mi caso, fui convocada para hablar sobre el tema: “Psicopatología post-covid” y propuse el presente texto. [ii] Georges Didi-Huberman disponible en https://www.youtube.com/watch?v=6uvGhCgupq0 [iii] El sueño va sobre el tiempo /Flotando como un velero /Nadie puede abrir semillas /En el corazón del sueño El tiempo va sobre el sueño /Hundido hasta los cabellos /Ayer y mañana comen /Oscuras flores de duelo Sobre la columna /Abrazados sueño y tiempo/Cruza el gemido del niño/La lengua rota del viejo Y si el sueño finge muros /En la llanura del tiempo/El tiempo le hace creer/Que nace en aquel momento [iv] Benjamin, W. Libro de los pasajes. El editor del libro, Bur-khardt Lindner, cita una carta de Benjamin a GershomScholem, fechada el 3 de marzo de 1934. En dicha carta, escribe Benjamin, comentando sus últimos sueños: “tienen casi siempre contenido político. Deseo poder contártelos un día. Son todo un atlas de imágenes sobre la historia oculta del nacionalsocialismo.” [v] Benjamin, W. (2005) Tesis sobre la historia y otros fragmentos. Traducción de B. Echeverría. México DF [vi] En Argentina, quienes tomaron la iniciativa de traducir el libro de Charlotte Berardt “El Tercer Reich de los sueños, de Charlotte Beradt, una recopilación de memorias oníricas entre 1933 y 1939., se encuentran en este momento recolectando textos de sueños durante la pandemia, basados en su función política [vii] Sibony, Daniel. (1981). El Otro incastrable. Barcelona: Ediciones Petrel [viii] Speranza, G. (2012) Atlas portátil de América Latina. Arte y ficciones errantes. Barcelona, Ed Anagrama [ix] Como señala Manuel Fernández Blanco en una conferencia titulada “Pandemia, saber y poder” en noviembre de 2020, la ciencia no es el cientificismo, que es pura ideología al servicio del discurso del amo. “Amparándose en la voz de los expertos (técnicos con mayores subordinaciones al poder científico, el político se esconde detrás del científico. En la promesa científica, el discurso universitario se conecta con el discurso del amo. Hay un fracaso estructural porque gobernar es imposible, al intentar mentir lo real, retorna el real en forma de muertos, contagio y miseria. Produce esos objetos. Desde el discurso universitario se trata la cuestión por el saber estadístico, pero ahí hay una impotencia. Lo peor que le puede pasar a un científico es servir al amo sin saberlo” /…/ “Diferentes políticas traen consecuencias muy distintas. La crisis sanitaria conlleva a una crisis del acto político. Una cosa es escuchar al científico y otra es lavarse las manos en base a la supuesta evidencia científica”. Extraído de https://www.youtube.com/watch?v=n7ghEC201ts [x] Deleuze, G. y Guattari, F. ¿Qué es la filosofía?Ed. Anagrama, Barcelona, 1993, p. 113. [xi] Deleuze, G.Lógica del sentido. 1969 Disponible en URL www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS p. 108 [xii] En la biblia, “kum” es la expresión utilizada para indicar: “levántate y anda!”

  • Post Guardia XXXVII / Débora Chevnik

    Alta. Lánguida. Parada en la mitad del pasillo de la sala de internación. Inmóvil. La mano derecha apoyada en el pie de suero del que cuelga una bolsita con el alimento que llega hasta su estómago a través de una sonda que entra por la nariz. Son las tres A.M. De camino a la sala se respira frío. Y se oyen los ecos de las llamadas evaluaciones. Están en el aire. Dicen que la vida insomne se internó por un trastorno de la conducta alimentaria con ideación suicida. Sostienen que se quiso escapar, y que por eso se le puso haloperidol. Afirman que está con una crisis con mucho síntoma físico. Comentan que ha puteado a profesionales y al hospital entero. Escucho angustia, escucho que aún espera algo. Dicen insomnio. Escucho: soledad entre fantasmas. Intento (no) extraviarme en la espesura de la maleza; confiando en lo por brotar. Me acerco. Voy hasta donde está. Casi susurrando le digo que le hablo así porque hay muchxs chicxs durmiendo en la sala, así lxs ayudamos a seguir descansando. Pero que nos podemos escuchar igual. Asiente. ¿Cuál es tu habitación, esa? ¿Qué te parece si seguimos charlando ahí? Acepta enseguida. Se recuesta. Cierra los ojos. ¿Me seguís hablando bajito así me duermo? Dale.

  • ¿Qué es lo contemporáneo? / Giorgio Agamben

    1. La pregunta que quisiera inscribir en el umbral de este seminario, es: “¿De quién y de qué cosa somos contemporáneos? Y, sobre todo, ¿qué significa ser contemporáneo?” En el curso del seminario nos sucederá de leer textos cuyos autores distan de nosotros muchos siglos y otros más recientes o recientísimos: pero en cada caso, esencialmente deberemos llegar a ser contemporáneos de estos textos. El “tempo”[i] de nuestro seminario es la contemporaneidad, exige ser contemporáneos de los textos y de los autores que se examina. Tanto su rango como su éxito pueden medirse por su —por nuestra— capacidad de estar a la altura de esta exigencia. Una primera, provisoria, indicación para orientar nuestrabúsqueda de una respuesta nos viene de Nietzsche. En un apunte de sus cursosen el Collège de France,Roland Barthes lo compendia del siguiente modo: “Lo contemporáneo es lo intempestivo”. En 1847, FriedrichNietzsche, un joven filólogo que había trabajadohasta entonces sobre textos griegos y había antes alcanzado una imprevistafama con El nacimiento de la tragedia,publica Unzeitgemässe Betrachtungen, las “Consideraciones intempestivas”, con las cuales pretende rendir cuenta de su tiempo,tomar posición respectoal presente. “Intempestiva esta consideración es”, se lee al inicio de lasegunda, “Consideración”, “porque busca comprender como un mal, un inconveniente y un defecto algo de lo cual la época está, justamente, orgullosa, es decir, su cultura histórica, porque pienso que somos todos devorados por la fiebre de la historia y debemos al menos rendir cuenta de ello.” Nietzsche sitúa su pretensión de “actualidad“, su “contemporaneidad” respecto al presente, en una desconexión y en un desfasaje. Pertenece verdaderamente a su tiempo, es verdaderamente contemporáneo aquel que no coincide perfectamente con él ni se adecua a sus pretensiones y es por ello, en este sentido, inactual; pero, justamente por esta razón, a través de este desvío y este anacronismo, él es capaz, más que el resto, de percibir y aferrar su tiempo. Esta no-coincidencia, esta desincronía, no significa, naturalmente, que contemporáneo sea aquel que vive en otro tiempo, un nostálgico que se sienta más en casa en la Atenas de Pericles o en la París de Robespierre y del Marqués de Sade que en la ciudad y en el tiempo que le fue dado vivir. Un hombre inteligente puede odiar a su tiempo, pero entiende en cada caso pertenecerle irrevocablemente, sabe de no poder escapar a su tiempo. La contemporaneidad es, entonces, una singular relación con el propio tiempo, que adhiere a él y, a la vez, toma distancia; más precisamente, es aquella relación con el tiempo que adhiere a él a través de un desfasaje y un anacronismo. Aquellos que coinciden demasiado plenamente con la época, que encajan en cada punto perfectamente con ella, no son contemporáneos porque, justamente por ello, no logran verla, no pueden tener fija la mirada sobre ella. 2. En 1923, Osip Mandelstam escribe una poesía que se intitula “El siglo” (pero la palabra rusa vek significa también época). Esta contiene no una reflexión sobre el siglo, sino sobre la relación entre el poeta y su tiempo, es decir, sobre la contemporaneidad. No el “siglo”, sino, según las palabras que abren el primer verso,“mi siglo” (vek moi): Mi siglo, mi fiera, ¿quién podrá mirarte dentro de los ojos y soldar con su sangre las vértebras de dos siglos? El poeta, que debía pagar la contemporaneidad con la vida, es aquel que debe tener fija la mirada en los ojos de su siglo-fiera, soldar con su sangre la espalda despedazada del tiempo. Los dos siglos, los dos tiempos, no son solamente, como se ha sugerido, el siglo XIX y el XX, sino también y, sobre todo, el tiempo de la vida del singular (recuerden que el latín saeculum significa en su origen el tiempo de la vida) y el tiempo histórico colectivo, que llamamos, en este caso, el siglo XX, cuya espalda—aprendemos en la última estrofade la poesía— está despedazada. El poeta, en cuanto contemporáneo, es esa fractura, es eso que impide al tiempo componerse y, a su vez, la sangre que debe suturar la rotura. El paralelismo entre el tiempo — y las vértebras— de la criatura y el tiempo —y las vértebras— del siglo constituye uno de los temas esenciales de la poesía: Hasta que la criatura vive Debe llevar las propiasvértebras, Las olas bromean con la invisible columna vertebral. Como tierno, infantil cartílago Es el siglo recién nacido de la tierra. El otro gran tema —también este, como el precedente, una imagen de la contemporaneidad— es aquel de las vértebras despedazadas del siglo y de su soldadura, que es obra del singular (en este caso, del poeta): Para liberar al siglo en grillos Para dar inicio al nuevo mundo Es necesario con la flauta reunir Las rodillas nudosas de los días. Que se trate de una tarea impracticable —o, de todos modos, paradojal— está probado por la estrofasucesiva, que concluye el poema. No solo la época-fiera tiene las vértebras despedazadas, sino vek, el siglo apenas nacido, con un gesto imposible para quien tiene la espalda rota, quiere volver hacia atrás, contemplar las propias huellas y, de este modo, muestra su rostro demente: Pero se ha despedazado tu espalda mi estupendo, pobre siglo. Con una sonrisa insensata como una fiera un tiempo flexible te volteas hacia atrás, débil y cruel, a contemplar tus huellas. 3. El poeta —el contemporáneo— debe tener fija la mirada en su tiempo. ¿Pero qué cosa ve quien ve su tiempo, la sonrisa demente de su siglo? Quisiera en este punto proponerles una segunda definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que tiene fija la mirada en su tiempo,para percibir no las luces,sino la oscuridad. Todos los tiempos son, para quien lleva a cabo la contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es, precisamente, aquel que sabe ver esta oscuridad, que está en grado de escribir entintando la lapicera en la tiniebla del presente. ¿Pero qué significa “ver una tiniebla”, “percibir la oscuridad”? Una primera respuesta nos es sugerida por la neurofisiología de la visión. ¿Qué cosa adviene cuando nos encontramos en un ambiente privado de luz, o cuando cerramos los ojos? ¿Qué es la oscuridad que entonces vemos? Los neurofisiólogos nos dicen que la ausencia de luz desinhibe una serie de células periféricas de la retina, llamadas off-cells, que entran en actividad y producen esa especie particular de visión que llamamos oscuridad. La oscuridad no es, por lo tanto, un concepto privativo, la simple ausencia de la luz, algo así como una no-visión, sino el resultado de la actividad de las off-cells, un producto de nuestra retina. Ello significa, si volvemos ahora a nuestratesis sobre la oscuridad de la contemporaneidad, que percibir esta oscuridad no es una forma de inercia o de pasividad, sino que implicauna actividad y una habilidad particular, que, en nuestro caso, equivalen a neutralizar las luces que vienen de la época para descubrir su tiniebla, su oscuridad especial, que no es, de todos modos, separable de aquellas luces. Puede decirse contemporáneo solamente quien no se deja enceguecer por las lucesdel siglo y alcanza a vislumbrar en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad. Con esto, sin embargo, no tenemos aun la respuesta a nuestrapregunta. ¿Por qué alcanzar a percibir las tinieblas que provienen de la época debería interesarnos? ¿No es quizás la oscuridad una experiencia anónima y por definición impenetrable, algo que no está dirigido a nosotros y no puede, por ello, concernirnos? Al contrario, el contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le concierne y no deja de interpelarlo, algo que, más que toda luz, se dirige directamente a él. Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo. 4. En el firmamento que observamos de noche, las estrellas resplandecen circundadas por una punzada tiniebla. Porque en el universo hay un número infinito de galaxias y de cuerpos luminosos, la oscuridad que vemos en el cielo es algo que, según los científicos, necesita una explicación. Es acerca de la explicación que la astrofísica contemporánea da de esta oscuridad que quisiera ahora hablarles. En el universo en expansión, las galaxias más remotas se alejan de nosotros a una velocidad tan fuerte, que su luz no logra alcanzarnos. Aquello que percibimos como la oscuridad del cielo, es esta luz que viaja velocísima en torno a nosotros y, sin embargo, no puede alcanzarnos, porque las galaxias de las cuales proviene se alejan a una velocidad superior a aquellade la luz. Percibir en la oscuridad del presente esta luz que busca alcanzarnos y no puede hacerlo, ello significa ser contemporáneos. Por ello los contemporáneos son raros. Y por ello ser contemporáneos es, sobre todo, una cuestión de coraje: porque significa ser capaces no sólo de tener fija la mirada en la oscuridad de la época, sino también percibir en aquella oscuridad una luz que, directa, versándonos, se aleja infinitamente de nosotros. Es decir, aun: ser puntuales en una cita a la que se puede solo faltar. Por esto el presente que la contemporaneidad percibe tiene las vértebras rotas. Nuestro tiempo, el presente, no es, de hecho, solamente el más lejano: no puede en ningún caso alcanzarnos. Su espalda está despedazada y nosotros estamos exactamente en el punto de la fractura. Por ello le somos, a pesar de todo, contemporáneos. Comprendan bien que la cita que está en cuestión en la contemporaneidad no tiene lugar simplemente en el tiempo cronológico: es, en el tiempo cronológico, algo que urge dentro de él y lo transforma. Y esta urgencia es la intempestividad, el anacronismo que nos permite aferrar nuestro tiempo bajo la forma de un “demasiadopronto” que es, también, un “demasiado tarde”, de un “ya” que es, también, un “no aun”. Y, a su vez, reconocer en la tiniebladel presente la luz que, sin jamás poder alcanzarnos, está perennemente en viaje en torno a nosotros. 5. Un buen ejemplo de esta especialexperiencia del tiempo que llamamosla contemporaneidad es la moda. Aquello que definea la moda es que ella introduceen el tiempo una peculiardiscontinuidad que lo divide según su actualidad o inactualidad, su ser o su no-ser- más-a la-moda (a la moda y no simplemente de moda, que se refiere sólo a las cosas). Esta cesura, por cuanto sutil, es perspicua, en elsentido de que aquellos que deben percibirla la perciben indefectiblemente y de este modo atestiguan su estar a la moda; pero si buscamos objetivarla y fijarla en el tiempo cronológico, ella se revela inaferrable. Sobre todo, la “hora” de la moda, el instanteen el cual viene a ser, no es identificable a través de un cronómetro. ¿Esta “hora” es quizás el momento en el cual el estilista concibe el rasgo, la nuance que definirá la nueva forma del vestido? ¿O aquel en el cual le confía al diseñador y luego a la sastrería que le confecciona el prototipo? ¿O, más bien, el momento del desfile, en el cual el vestido es llevado por las únicas personasque están siempre y solamente a la moda, las mannequins, que, sin embargo, justamente por ello, no lo están nunca verdaderamente? Porque, en última instancia, el estar a la moda de la “forma” o del “modo” dependerá del hecho de que las personas de carne y hueso, distintas de las mannequins —esas víctimas sacrificiales de undios sin rostro— lo reconozcan como tal y lo efectúen en la propia ropa. El tiempo de la moda es, entonces, constitutivamente anterior a sí mismo y, justamente por ello, tambiénsiempre en retardo,tiene siempre la forma de un umbral inaferrable entre un “no aun” y un “nomás”. Es probable que, como sugieren los teólogos, ello dependa del hecho que la moda, al menos en nuestra cultura, es una marca teológica del vestido, que deriva de la circunstancia en que el primer vestido fue confeccionado por Adán y Eva después del pecado original, en forma de un taparraboentrelazado con hojas de higo. (Por la precisión, los vestidos que nosotros vestimos derivan no de este taparrabo vegetal, sino del tunicae pellicae, de los vestidos hechos de pelos de animales que Dios, según Gen. 3.21, hace vestir, como símbolo tangibledel pecado y de la muerte, a nuestros progenitores en el momentoen el cual los expulsa del paraíso.) En todo caso, cualquiera fuese la razón, el “ahora”, el kairos de la moda es inaferrable: la frase “yo estoy en este instante a la moda” es contradictoria, porque en el momento en el cual el sujeto la pronuncia está ya fuera de la moda. Por ello, el estar a la moda, como la contemporaneidad, comporta un cierto “desahogo”, un cierto desfasaje,en el cual su actualidadincluye dentro de sí una pequeña parte de su afuera, un matiz de démodé. De una señora elegante se decía en París en el Ochocientos, en este sentido: “Elle est contemporaine de tout le monde”. Pero la temporalidad de la moda tiene otro carácter que la emparienta a la contemporaneidad. En el gesto mismo en el cual su presente divide el tiempo según un “no más” y un “no aun”, ella instituyecon estos “otros tiempos” —ciertamente con el pasado y, quizás, también con el futuro— una relación particular. Ella puede “citar” y, de este modo, ritualizar cualquier momento del pasado (los años ’20, los años ’70, pero también la moda imperio o neoclásica). Ella puede poner en relación aquello que ha inexorablemente dividido, rellamar, re-evocary revitalizar incluso aquello que había declarado muerto. 6. Esta especial relación con el pasado tiene también otra cara. La contemporaneidad se inscribe, de hecho, en el presentemarcándolo sobre todo como arcaico y sólo quien percibe en lo más moderno y reciente los indicios y las marcas de lo arcaico puede serle contemporáneo. Arcaico significa: próximo al arké, es decir, al origen. Pero el origen no está situado solamente en un pasado cronológico: es contemporáneo del devenir histórico y no cesa de operar en él, como el embrión continúa actuando en los tejidos del organismo maduro y el niño en la vida psíquica del adulto. El desvío —y, al mismo tiempo, la cercanía— que definen la contemporaneidad tienen su fundamento en esta proximidad con el origen, que en ningún punto late con más fuerza que en el presente. Quien ha visto por primera vez, llegando el alba del mar, los rascacielos de New York, ha inmediatamente percibido esa facies arcaica del presente, esa contigüidad con la ruina que las imágenes atemporales del 11 de septiembre han vuelto evidentes para todos. Los historiadores de la literatura y del arte saben que entre lo arcaico y lo moderno hay una cita secreta, y no tanto porque las formas más arcaicasparezcan ejercitar sobre el presenteuna fascinación particular, cuanto porque la clave de lo moderno está escondida en lo inmemorial y en lo prehistórico. Así, el mundo antiguo a su fin se dirige, para reencontrarse, hacia lo primordial; la vanguardia, que se ha perdido en el tiempo, sigue a lo primitivo y lo arcaico. Es en este sentido que se puede decir que la vía de acceso al presentetiene necesariamente la forma de una arqueología. Que no retrocede ya a unpasado remoto, sino a cuantoen el presente no podemosen ningún caso vivir y, quedando no vivido, es incesantemente tragado desde el origen, sin jamás poder alcanzarlo. Porque el presente no es otra cosa que la parte de no-vivido en todo vivido y aquello que impide el acceso al presente es la masa de aquel en lo cual, por alguna razón (su carácter traumático, su excesiva cercanía)no hemos logrado vivir. La atención a este no-vivido es la vida del contemporáneo. Y ser contemporáneos significa, en este sentido, volver a un presente en el cual nunca hemos estado. 7. Aquellos que intentaron pensar la contemporaneidad, pudieron hacerlo sólo a costa de dividirla en más tiempos, de introducir en el tiempo una esencialdes-homogeneidad. Quien puede decir: “mi tiempo”, divide el tiempo,inscribe en él una cesura y una discontinuidad; y, sin embargo, justamente a través de esta cesura, esta interpolación del presente en la homogeneidad inerte del tiempo lineal, el contemporáneo hace actuaruna relación especialentre los tiempos.Si, como habíamos visto, es el contemporáneo que ha despedazado las vértebras de su tiempo (o, de todos modos, ha percibido la falla o el punto de rotura), él hace de esta fractura el lugar de una cita y de un encuentro entre los tiempos y las generaciones. Nada más ejemplar, en este sentido, que el gesto de Pablo, en el punto en el cual lleva a cabo y anuncia a sus hermanos aquella contemporaneidad por excelencia que es el tiempo mesiánico, el ser contemporáneo del mesías, que él llamael “tiempo-de-ahora” (ho nyn kairos). No sólo este tiempo es cronológicamente indeterminado (la parusia, el retorno de Cristo que marca el fin es cierto y cercano, pero incalculable), sino que él tiene la capacidad singularde poner en relación consigocada instante del pasado, de hacer de cada momento o episodio del relato bíblico una profecía o una prefiguración (typos, figura, es el término que Pablo prefiere) del presente (así Adán, a través del cual la humanidad ha recibido la muerte y el pecado, es “tipo” o figura del mesías, que lleva a los hombresla redención y la vida). Ello significa que el contemporáneo no es solamente aquel que, percibiendo la oscuridad del presente aferra la inamovible luz; es también aquel que, dividiendo e interpolando el tiempo, está en grado de transformarlo y de ponerlo en relación con los otros tiempos, de leer de modo inédito la historia, de “citarla” según una necesidad que no provieneen algún modo de su arbitrio, sino de una exigencia a la cual no puede no responder. Es como si aquella invisible luz que es la oscuridad del presente, proyectase su sombra sobre el pasado y éste, tocado por ese haz de sombra, adquiriese la capacidad de responder a las tinieblas del ahora. Es algo del género que debía tener en mente Michel Foucault, cuando escribía que sus indagaciones históricas sobre el pasado son solamente la sombra traídade su interrogación teórica del presente. Y Walter Benjamin, cuando escribía que el índice histórico contenido en las imágenes del pasado muestra que éstas llegarán a la legibilidad sólo en un determinado momentode su historia. Es de nuestra capacidad de escuchar esa exigencia y aquella sombra, de ser contemporáneos no solo de nuestro siglo y del “ahora”, sino también de sus figuras en los textos y en los documentos del pasado, de la que dependerán del éxito o la insignificancia de nuestro seminario. Traducción: Ariel Pennisi Revisión: Adrián Cangi [i] N. de T.: mantengo aquí el término “tempo”, en lugar de traducirlo por “tiempo”, para mantener la noción rítmica puesta en juego por Agamben y alejar la posibilidad de una interpretación cronológica.

  • Zaratustreanas V: De para todos y para nadie / Fernando Stivala

    ¿A quién le habla Zaratustra? En el preámbulo le habla a ese pueblo que lo burla. Pueblo como personaje conceptual de las normalidades que muchas veces habitamos. No son personas que estamos desestimando, es una mayoría vacía. Es la idea de que hay una mayoría que define. No es de nadie, pero todos y todas cargamos con las ideas de esa mayoría. Ya en los discursos deja de hablarle al pueblo, a los que no quieren escuchar, a los que tienen oídos de dispositivo. Oídos que saben lo que van a escuchar, que codifican rápidamente lo que escuchan con lo que está dicho. Están tipificados, van a escuchar de una cierta manera. Zaratustra no quiere hablarle a una mayoría vacía, a una generalidad. Quiere hablarle a una minoría llena, a una singularidad plena. Minoría no es otro conjunto. Es ese momento donde podemos escuchar en modo singularidad llena con oídos inauditos. Fuerza pulsional, chispa, eso que vibra en todxs de manera singular. En el preámbulo el pueblo lo mira, se ríe, se burla. Se persigue, pero transciende esa persecuta. La incluye, no le escapa. Transforma esa persecuta. Pasa de hablarle a un pueblo con oído codificado que se burla de él, a compañeras y compañeros de viaje. Deja de cargar cadáveres. Deja de querer convencer. Zaratustra le habla a quienes quieran hacer ésto por sí mismos. Poder llevarse al borde de lo desconocido. Poder tener oídos inauditos. Compañeras y compañeros que estén en el borde entre lo todavía no sentido y lo nuevo sensible. Cuando escuchamos en modo normalidades somos esa mayoría vacía. No le habla a un cuerpo general, no le habla a un nosotros, ni a un yo conocido, ni a un grupo identificable. Quiere combatir la idea de generalidad, de conjunto, de pertenencia. Sabe que aunque hagamos muchas veces de fuerzas contra-normalidad, rápidamente eso es material funcional para que una ética se convierta en moral. Creer que hay un grupo destacado al que dirigirse (aunque sea un conjunto que supongamos piola) es el paso del termómetro ético al dragón moral. No hay pueblo por un lado y los piolas por otro. Nos habla a todos y todas cada vez que podemos escuchar de cierta manera. El subtítulo del Zaratustra es ´un libro para todxs y para nadie´ Un libro para todas y todos lxs que estén en ese borde. Un libro para nadie que se burle y ría desde la solemnidad, para nadie que desestime, para nadie que ignore, para nadie pueblo. Es un libro para todxs lxs que tengan oídos inauditos, ojos termometrales, sensibilidades singulares.

  • El ansia de perderme / César Vallejo

    Quiero perderme por falta de caminos. Siento el ansia de perderme definitivamente, no ya en el mundo ni en la moral, sino en la vida y por obra de la vida. Odio las calles y los senderos, que no permiten perderse. La ciudad y el campo son así. No es posible en ellos la pérdida, que no la perdición, de un espíritu. En el campo y en la ciudad, se está demasiado asistido de rutas, flechas y señales, para poder perderse. Uno está allí indefectiblemente limitado, al norte, al sur, al este, al oeste. Uno está allí irremediablemente situado. Al revés de lo que le ocurrió a Wilde, la mañana en que iba a morir en París, a mí me ocurre en la ciudad amanecer siempre rodeado de todo, del peine, de la pastilla de jabón, de todo. Amanezco en el mundo y con el mundo, en mí mismo y conmigo mismo. Llamo inevitablemente me contestan y se oye mi llamada. Salgo a la calle y hay calle. Me echo a pensar y hay siempre pensamiento. Esto es desesperante. Fuente: Vallejo, César. Negación de negaciones. En Carnets. Buenos Aires: Interzona Editora, 2016.

  • Fragmentos y notas / Javier Alan Romero

    Lo que escinde En cada elección, la falta de garantías, anticipa un cierto desdoblamiento. Un doble movimiento o trabajo, que diferencia el decir con el hacer. A veces, hay que decir que se ama para saber si se quiere, hay que irse para saber si quedarse, hay que elegir para elegir. La primera se sostiene en la palabra, la segunda en el acto. Si este último se adelanta, se hace presente sin necesidad de giros o promesas, que abundan cuando en caso contrario, es la palabra la que intenta forzar al acto, promulgando una elección que aún escinde. Sobre intercambios En ocasiones, las conversaciones e intercambios más fluidos, se dan entre las personalidades más dispares. En cambio, entre personas que todo comparten y lo mismo sienten, el silencio es un merecido, momento de descanso. A un amor desconocido “Ni yo ni nadie conoce del amor”. Lejos de ser esta una afirmación pesimista como decir lo contrario, es el propio desconocimiento el que encarna al asunto. ¿Qué otra cosa lo representa más que la incertidumbre? ¿No será el inverso de lo que llegado el día decidimos llamar amor? ¿No será esta su primera muestra de decadencia? Poner en palabras, finalmente nombrar lo que hasta hace poco no sabíamos cómo. ¿No es acaso cuando las palabras escasean cuando más se ama? Será un detalle superfluo, que lo sumerge a uno en el absorto. Donde, desde todos los puntos, reconoce al otro en el más puro vacío que nos refleja el conocimiento. Donde lo cancela, lo devela y finalmente cae insostenible, pero esta vez, por la única razón de que ya no se desea sostener. Porque ya no se desea, porque ya no se desconoce.

  • Había una vez una kermesse, redonda y de ricota / Verónica Scardamaglia

    El poder impresionante de la música hace que el paso del tiempo, algunas veces, se transforme en otra cosa. Hace que sus huellas aparezcan, quizás, en el alerta de las noticias de ayer, esas que advierten dolores de cuerpos que ya no pueden lo que podían pero que aún pueden animarse a algunos puros rocanroles del país. Un hijo se resiste a las insistencias de una madre que lo empuja al baile. Asomadxs desde la planta alta, un padre acaricia la cabeza de su hijx y ambxs sonríen. En la avenida, un abuelo baila rocanrol con su nieta. El encuentro entre muchísimas edades discute soberanamente a qué se llama “una generación” y garantiza que sólo estas situaciones hacen a lo que pueden ciertas místicas. Un saber sobre el devenir se hace presente en estas nuevas-viejas ceremonias. Algo a lo que el señor de los vientos, Sergio Dawi, nombra como “orgánico” al referirse a cómo se fue dando la aparición de la Kermesse Redonda. Diferentes recorridos de proyectos artísticos se derivaron luego del último show de los redondos en el 2001 y de la posterior separación de la banda, y una serie de circunstancias musicales los fueron reencontrando. En retrospectiva, algunos mojones pueden situarse en 2013 y la grabación del tema “La pajarita pechiblanca” en Pajaritos, bravos muchachitos, el cuarto disco solista del Indio Solari, quien invita al saxo mágico de Sergio Dawi, el bajo-latido conmovedor de Semilla Bucciarelli y la rítmica vibrante de la batería de Walter Sidotti a tocar ese y otros temas de los redondos en Gualeguaychú (2014). Además, de cerrar con varios temas ricoteros, el festival "Cerdos, peces y pesos" organizado por el colectivo Radio Flia en El Emergente de Almagro, para juntar dinero para ayudar al mítico Enrique Symns. Allí Dawi, Semilla y Sidotti tocaron junto a The Comando Pickless, la banda del baterista compuesta por el guitarrista Oscar Kamienomosky, el cantante Jorge Cabrera, el tecladista Federico García Vior. A partir de ese momento se sucedieron varios shows "SemiDawi + The Comando Pickless", que iniciaban con un repertorio ricotero. Parece que Patricio Rey sobrevolaba esos encuentros, insistiendo en querer volver a desplegar sus mágicos efluvios y pasearse por los escenarios. Quizás eso hizo que también sumaran a aquellos shows más músicos increíbles como el baterista Hernán Aramberri, el guitarrista Tito Fargo y el baterista Piojo Ábalos. El público estaba ahí, esperando las misas. La música seguía ahí, sonando y pariendo esas familias desangeladas que las lealtades únicas de la música maravillosa del rocanrol sabe inventar. Y aquella insolencia hecha bandera que coronaba el escenario de Villa María en 1998: “El mito se hizo a mano y sin permiso”, volvió a encontrarle escenarios a Patricio Rey. A partir de allí y pulsados por estos movimientos y encuentros orgánicos, a fines de 2017 y luego del impasse de la pandemia, Los decoradores hacen girar la Kermesse Redonda por todo nuestro país y por las tierras ricoteras del Uruguay. En ellas, tanto la puesta en escena, piezas de comunicación, telones de fondo y flyers se nutren de los destellantes y coloridos personajes que desata la impronta de Semilla como artista plástico. Y aparece muy cercano, ofreciendo su imaginería para algunas creaciones en las visuales, como las que resplandecieron en la noche vibrante a cielo abierto de Obras a fines del 2021, el artista visual y ex vicedecano de la facultad de Bellas Artes de La Plata, Rocambole (Ricardo Mono Cohen). Además, y casi como yapa de las complicidades, sostienen los shows muchos de aquellos técnicos que los supieron acompañar, como el iluminador Horacio Piñeiro que no se resiste a la tentación y suele subir a cantar “Ñam fri frufi fali fru”. Claramente no se trata de una banda tributo ni de covers, porque los músicos que tocan son los redondos. Decía Semilla en una entrevista "No era fácil la banda sin el Indio y sin Skay, pero empezamos a invitar a cantantes y encontramos ahí un camino. La voz la pone la gente. Los cantantes vienen nerviosos porque vienen a ocupar un lugar complicado y cuando ven que la gente canta todos los temas, se relajan. Eso es porque es más importante la música y el sentimiento que los que tocan". Han pasado ofreciendo sus voces al ritual ricotero Manuel Quieto de La Mancha de Rolando, Pablo Pino de Cielo Razzo, Ale Kurz de El Bordo, El Soldado, Mavi Díaz de Viuda e Hijas de Roque Enroll, Nahuel Briones. Leticia Lee, Franco Ronchetti de Cuatro al Hilo, Flopa y, de la Orquesta Típica Fernández Fierro, Julieta Laso y el Chino Laborde. Como conocedores de la rítmica y del latir de lo que pide lo vivo, dice Dawi en una entrevista: "Hace dos meses no pensábamos que íbamos a hacer Obras. Hace 20 días no sabíamos que íbamos a ir a Cosquín. No somos una empresa, somos una pequeña familia que se va armando paso a paso. No tenemos planes ni ambiciones. Somos independientes y no dependemos de planes estructurales o empresariales. Vamos haciendo" Y parece que hay veces que el túnel del tiempo existe. Hay noches en las que muchísimas capas y texturas se yuxtaponen ahí, justito ahí donde un acorde, cantitos de viejos agites que se recuerdan en el cantar mismo y un saxo, ese saxo, te vuelve a hipnotizar -otra vez más, como hace más de 25 años-. Y hay cuerpos que vibran, saltan, gritan y se emocionan como si el tiempo no hubiera pasado. Y en otra noche mítica de Obras, aquellas melodías malditas que saben anunciar lo encantador del infierno, se hacen presentes, una vez más, en la magia de los rocanroles. Con los tics de la revolución, entre tantxs humanxs rotxs y mal paradxs, con algunos pocos peligros sensatos, aún seguimos aquí, desconfiando de nuestra suerte. Y volvimos a tener otros 28 de diciembre. Cada kermesse se engrandece con un sincero agradecimiento que amalgama el abajo y el arriba del escenario, como en aquellas ceremonias iniciáticas que desmentían esas diferencias. Y se escuchan agradecimientos respetuosos al Indio, Skay y Poli. recuerdos dolidos por el duende Willy Crook, homenaje a Walter (justo en Obras) y pronunciamientos sinceros -que no adulan a la corrección política- por Santiago, el Ni una Menos y tantas muertes evitables e injustas. Un escenario ya no ocupado sólo por varones y con esa entrega entre las bandas tanto a la suspensión de ciertas morales como al mítico agite infernal y encantador que se desata y le hace decir a Los decoradores “Uno, desde el escenario, también se siente parte del pogo”. Y doy fe redonda y de ricota que la otra noche en El Teatro de Flores, aquel que fuera el cine Fénix, entre saltos, risas y sudores; entre las luces de colores, el humo y los banderines, vi que Patricio Rey andaba por ahí.

  • Mayo Adynata / MP

    ¿Por qué insistir en querer decir algo? En la clínica se dicen muchas cosas, se piensa antes de decirlas, se estudia para saber cómo decirlas, se analizan una vez dichas. Pero, al final, todo reside en haber sabido (o no) acompañar soledades que se guarecen en lo más callado de las palabras. Se trata de decir lo inaudible sin profanarlo, de aproximar sin nombrar, de decir que no se sabe cómo decir. El mar persiste en su labor de recomenzar la vida. Así la clínica: se dice para aprender a hablar sin decir nada, diciendo incluso la nada sin negatividad. Diciendo el solo deseo de hablar: el instante único de un común estar en el silencio de los días.

  • Adynata Mayo / VPS

    Quizás, como tantas otras veces, (en) la música, un refugio para estos tiempos. Ese saber de ritmar, acompasar, improvisar (entrando y saliendo) bailar (sabiendo y no sabiendo) tantear, lo que se puede y lo que no probar, lo que queda y lo que no. Errar y dejarse llevar componiendo entre vibraciones y rítmicas, entre eso que se arma y desarma ahí. Cuerpos y partes de cuerpos, una voz, más voces y silencios, gritos, aullidos, brazos y pies, platillos, bajos, baterías, güiros, cuerdas, saxos, guitarras y acordes, cables, humos, luces... tantos mundos en ese mundo que guían, acompañan, hacen y deshacen estados pulsando un tiempo personal-impersonal que se mueve a destiempo.

  • Sesiones en el naufragio (25) Vidas apartadas / Marcelo Percia

    Siempre hubo vidas apartadas. La idea de retiro retorna, una y otra vez, como fantasía y recurso ante las inclemencias de lo común. Civilizaciones conocidas hasta el momento levantan muros visibles e invisibles para resguardar fronteras. Nos habituamos a cercas electrificadas, a alambrados de púa, a zanjas profundas, a elevadas vallas de hierro, a barreras de detención, a minas bajo tierra que detonan al contacto con un pie. Encierros de las naciones se multiplican hasta blindar las puertas y sumar cerraduras en nuestras casas. Un conjunto de infinitivos realizan la acción de apartar: segregar, expulsar, estigmatizar, marcar, identificar, exiliar, desterrar, exonerar, excomulgar, separar, excluir, clasificar, dividir, aislar, enjaular, marginar, prescindir, encerrar, internar, privar, enclaustrar, confinar, encarcelar, acorralar. Cada uno de esos verbos tajea la piel de lo común. Sensibilidades amuralladas atestiguan la peligrosidad de cercanías que comparten la vida. Una de las escenas finales de Rayuela, la novela de Cortázar (1963), transcurre en un manicomio. Horacio Oliveira presiente que Traveler lo quiere matar. Se refugia en su cuarto de celador y organiza la defensa tejiendo una telaraña con hilos de colores y colocando palanganas con agua como obstáculos. Espera, así, junto a una ventana desde la cual podría tirarse. Sin embargo, cuando llega el imaginado agresor no hay combate, sino ternuras entre amistades que se emocionan y buscan la forma de cuidarse. En el gesto de apartarse por miedo, Oliveira extiende una mano que pide sostén. Retirarse de una discusión, apartarse de un disgusto, marcharse de un amor que lastima, componen acciones de un dolor que procura evitar más dolor. La vida en común necesita empalmes sin adherencias, agarres que se suelten, estrecheces que no supriman distancias. Se conocen reclusiones forzadas, reclusiones que se elijen (o se creen elegir), reclusiones que no se saben. Cuatro reclusiones forzadas: la cárcel, el exilio, el campo de concentración, el manicomio. Cuatro reclusiones que se eligen o se creen elegir: vivir en una isla desierta, hacer votos de silencio, practicar el recogimiento y la meditación, instalarse en un pueblo pequeño a orillas del mar o en la montaña. Tal vez las reclusiones que se eligen merezcan llamarse retiros. Cuatro reclusiones que no se saben: hábitos y rutinas, imperativos de una moral, deseos que se consideran propios, la vida normal. Dos antiguos vocablos de los retiros: misantropías y anacoretismos. Misantropías nombran existencias que se apartan desencantadas de la vida en común. Inocencias mal heridas y estafadas que se mantienen apartadas. Como sugiere Platón, en sus diálogos, misantropías cultivan desconfianzas justificadas por repetidas desilusiones. Anacoretismos aluden a vidas que se apartan de la comunidad para meditar, contemplar lo inmóvil, practicar el arrepentimiento, escuchar el corazón. Estos retiros están presentes en los comienzos de todas las religiones (judaísmos, cristianismos, islamismos, budismos, hinduismos, taoísmos). Todas las sabidurías espirituales practican desapegos de lo mundano. Un texto de Kafka (1924), encontrado en uno de sus cuadernos, sacude todas las distinciones sobre los encierros, escribe: “El suicida es un preso que ve en el patio de la prisión una horca, cree por equivocación que le está destinada, se escapa por la noche de la celda, baja y se ahorca solo”. Puede que se trate de una lectura errada del prisionero o un aviso de que, en todo encierro, se concibe la muerte como opción. Una salida, al fin, ante una reclusión perpetua. Otros dos apartamientos forzados que actúan como castigos excepcionales: el encierro en el silencio y el encierro en el olvido. Se recuerdan comunidades que condenan, a quien hizo daño, a no poder hablar con nadie. Se le priva del derecho a la conversación. Se conoce la historia de Eróstrato que, para alcanzar la inmortalidad, incendia el templo más bello del mundo. Y, aunque como castigo, las doce ciudades de Jonia, prohíben -bajo pena de muerte- pronunciar su nombre, Eróstrato llega hasta nuestros días como signo de desquicias que quieren trascender no importa cómo. En la historia de las reclusiones obligadas hay pestes, barcas para existencias enloquecidas, confinamientos en lugares inhóspitos de los que no hay manera de escapar, reservas indígenas, campos de exterminio, estados terroristas que secuestran y desaparecen vidas, migraciones obligadas, negativas a dar asilo o dejar ingresar existencias que imploran un lugar en el que poder vivir. Se tienen presente las cuarentenas como medidas de apartamiento, como decisiones racionales de cuidado ante la presencia de virus contagiosos y mortales. Sin embargo, todas las reclusiones forzadas, aun las que se hacen para cuidar la vida, suponen violencias. No se confunden aquí aislamientos hospitalarios de cuerpos enfermos con secuestros y desapariciones; pero el solo hecho de hacer esta aclaración, revela la memoria trágica que anida en la figura de la reclusión forzada. Aun cuando se trate de lógicas de cuidado, conviene interrogar si no habría otra manera. Un rareza entre los retiros: el apartarse conectado. Practicar un aislamiento navegando en las redes o un cautiverio en las pantallas. El siglo veinte termina insinuando diferentes síndromes de encierro. Tamaki Saito advierte que jóvenes japoneses no abandonan sus cuartos durante muchos meses y solo tienen vidas virtuales. Bautiza ese estado con el nombre de Hikikomori que significa apartarse o permanecer en un escondite. Otras cinco escenas de reclusión voluntaria además de las mencionadas: dormir, masturbarse, defecar, leer, escribir. Piglia encuentra en Kafka el modelo de lector que odia las interrupciones. Un ideal de lectura que se encierra y aísla para evitar interferencias. Cita un fragmento de sus diarios: “Me gustaría estar en una catacumba, en un sótano y que me dejaran la comida en la puerta para que yo pudiera caminar un poco y que después nadie me molestara”. Entre las reclusiones que se eligen (o se creen elegir) están las malas costumbres de la mismidad. Vidas confinadas en el solo me pasa a mí. Apartadas de una común conversación sobre lo que nos está pasando. Soberanías de la mismidad (tengo la potestad de hacer con mi vida lo que se me da la gana) se ofrecen como formas sofisticadas de sujeción. La interioridad se podría pensar como rincón emocional de lo que se aparta. Hueco protegido de una trama silenciosa que se nombra como intimidad. Ese retiro que inventa un interior en el que navegar suele llamarse introspección. Entre los encierros forzados, no se tienen que olvidar las reclusiones en la desigualdad. Lo que se conoce como destino podría pensarse como privación del porvenir. Sentimientos se imprimen en nuestras vidas. Pero no todos en todas las vidas. Confianzas, seguridades, sostenes, no se estampan en existencias destinadas a la exclusión, al desprecio, al arrasamiento, al hambre. Hay vidas que solo llevan marcas de miedo, amenaza, humillación. Entre las reclusiones que no saben de sí se podrían considerar, también, las del consumo. El encierro en dependencias y adicciones. Estrategias de venta apartan consumidores con caricias. Vivimos cautivos en una colección de gustos que nos están destinados y para los que estamos destinados. Algoritmos inteligentes seleccionan, discriminan, etiquetan, segmentan, identifican, nichos de mercado. ¡Qué curioso que se emplee la palabra nicho para administrar consumos! El mismo término que se utiliza para nombrar huecos o espacios en lo que se depositan cadáveres. ¿Cómo defenderse de lo que duele? A veces, apartarse sirve para protegerse de lo que lastima. En psicoanálisis se piensan diferentes defensas individuales (represión, negación, desmentida, repudio) que se ponen en marcha ante lo que no podemos soportar. Sin embargo, protecciones de vidas apartadas no tienen que concebirse solo como un asunto personal. Algunas reclusiones que no saben de sí no surgen como mecanismos inconscientes, sino como decisiones políticas que ocultan sus razones. Tres reclusiones que prefieren no saber de sí: indolencias, indiferencias, anestesias. Indolencias desestiman lo que, se supone, deberían sentir. Declaran: “No me importa”. Indiferencias aducen distracciones perceptivas. Dicen: “No me di cuenta”. “No presté atención”. “No vi, no escuché”. O se admiten apartadas: “A mí me da lo mismo”. “Estoy muy lejos de todo eso”. Anestesias propagan profundos adormecimientos de la sensibilidad. Prefieren la supresión o el bloqueo de lo que duele. Dicen: “Solo pido no sentir nada”. Salvo fanatismos de la soledad, todos los demás fanatismos solicitan adhesión. Fanatismos, para consolidar sus uniones, apartan fuera de sí aquello que rechazan. Adherencias que odian concentran más poder que solturas que aman. Indolencias practican la aversión y la crueldad hacia lo que expulsan sin sentir que hacen daño. Indiferencias consienten lo atroz callando. Toman partido por lo peor declarándose no partidarias de nada. La pasión de las indiferencias no reside tanto en la complicidad como en el consentimiento. Indiferencias dicen: "Yo no tuve nada que ver" y en ese "nada que ver" habita la materia misma de la condescendencia. Anestesias argumentan que no estaban conscientes en el momento en el que ocurrieron los hechos. Indolencias deciden quiénes van al infierno y quiénes al paraíso: “Con los primeros no tenemos nada que ver, que los devore el fuego; entre los segundos, nos queremos y festejamos”. Reclusiones en los blindajes de las normalidades optan por indolencias, indiferencias, anestesias, antes que vivir en estados de exposición y vulnerabilidad. La frase latina divide y reinarás admite ahora otra traducción: apártate de quienes sufren y nada te dolerá. Reclusiones que prefieren no saber de sí viven apartando existencias que consideran molestas. Indolencias, indiferencias, anestesias, podrían considerarse reclusiones de privilegio: reacciones que nos asaltan como inevitables picaduras de mosquitos en un pantano. En teatro, hacer un aparte quiere decir ensayar un soliloquio en presencia o en diálogo con el público. Un provisorio fuera de escena en la escena para decir en voz alta un pensamiento. Ese aparte no ocurre como reclusión, sino como interrupción para decir algo, hacer una confidencia, revelar un secreto, señalar un detalle, ofrecer un respiro. Se podría pensar la sesión clínica como un aparte teatral en el correr de los días. Una pausa, una detención, una demora. Una suspensión de la escena para escuchar hablar a la escena. Un tiempo de ebullición o agite de lo callado. El oficio de hacer un aparte como labor analizante. Cuando Virginia Woolf (1828) escribe las conferencias del libro Una habitación propia no solo demanda un cuarto anexo en la casa de Monk para retirarse a escribir, también postula el derecho a una vida apartada. Tal vez en los cuadernos de Emily Dickinson (1886) se encuentren los textos más hermosos de los retiros deseados. “No es que Morir nos duela tanto – / es que Vivir – nos duele más. / Pero morir – es otra forma: / una Especie de algo tras la Puerta – / La Costumbre Sureña – del Ave – / quien antes de que lleguen las Heladas / acoge una mejor Latitud – / Somos las Aves que se quedan / Las Trémulas rodeamos las puertas de los Granjeros – / cuya Migaja reluctante – / solicitamos – hasta que piadosas Nieves / persuaden nuestras Plumas de ir a Casa”. ¿Puede el vivir doler más que la vida? No hace falta responder esta pregunta: alcanza con hacerla. Si se pudiera llegar hasta el último umbral del horizonte, se encontraría allí una puerta detrás de la cual habría un océano con otro horizonte. Como las aves que se quedan, permanecemos en la orilla dudosas de si habremos de sobrevivir a otra helada. ¡Ay…tener una casa adónde ir! Muchas criaturas vivas se apartan para morir, otras quieren irse tomadas de otra mano. El anhelo de llevar una vida apartada, a veces, alimenta la fantasía de estar a salvo de las demandas, vicisitudes, infortunios de la vida en común. Conviene distinguir entre vida en común y un común vivir. La vida en común no se puede evitar. Compone un sintagma indivisible. No hay vida sin ese en común. Mientras la idea de un común vivir acentúa la decisión de un estar con no compulsivo, obligatorio, normalizado. Si la vida en común acata o rechaza mandatos, un común vivir adviene como improvisación y deseo. Cada vez que se improvisa un común estar, se inventa un deseo de vivir. El sueño de retirarse a una isla desierta se transformó en la idea de buscar un planeta alternativo como refugio cuando la Tierra colapse. Reclusiones millonarias que prefieren no saber de sí tratan de asegurar sus supervivencias pagando pasajes a Marte. El relato que Kafka escribe en 1923, siete meses antes de su muerte, se conoce como La construcción. Der Bau puede traducirse también como obra, madriguera, cueva, estructura, refugio, reclusión, confinamiento. La construcción se ofrece como una larga y tediosa meditación sobre las artes del ocultamiento. Sobre la necesidad de tener un plan para defenderse de una inminente invasión. Sobre cómo procurarse accesos seguros, cubiertos, disimulados. Y sobre la prudencia de conservar una salida rápida en caso de que hayan fracasado las defensas. La construcción narra la historia de una vida que se sabe vulnerable. “Me estoy volviendo viejo, hay muchos que son más fuertes, y mis enemigos son incontables”. Una existencia que permanece alerta, que no descansa. Una inquietud que calcula ataques. Una cautela que teme caer en la trampa de un perseguidor en plena huída. Un recelo que no se siente seguro en su propia casa. Una desconfianza advertida de los peligros que atañen a todas las fortalezas. ¿Quién hace el relato? Una criatura que vive desde hace tiempo sola bajo tierra, que cava túneles y corredores recónditos, laberintos de galerías interconectadas. Una criatura que no tiene en quién confiar. “¿Y si tocamos el tema de la confianza? A la persona a la que le tengo confianza cuando nos estamos mirando a la cara, ¿podría yo tenerle confianza cuando no la vea y nos separe una capa de musgo? Es relativamente fácil tener confianza en alguien cuando uno, al mismo tiempo, lo controla o, por lo menos, puede controlarlo; quizás se pueda, incluso, confiar en alguien desde lejos, pero en el interior de la construcción, es decir, en mi mundo, confiar completamente en alguien que está afuera…creo que eso es imposible”. Habla una criatura que comienza a sentirse desvalida. “A veces tengo la sensación de que se me adelgaza la piel, como si pudiese quedarme en carne viva”. Una criatura que repta, que caza, que come otros animales pequeños, que fija la tierra golpeándola con la frente hasta sangrar, que tiene manos y barba. Una criatura vanidosa que disfruta admirando todas las provisiones que posee. Una criatura que de pronto se castiga por una culpa que no conoce. Una criatura que, cada tanto, se reprocha no haber tomado suficientes previsiones. ¿En qué consiste la construcción? Un refugio, una tibieza, un abrigo. Un lugar en el que acurrucarse. “Estas paredes me abrazan pacífica y cálidamente como nido alguno puede abrazar a su ave”. Una guarida de conductos subterráneos. Una arquitectura casi perfecta. Una trampa para merodeadores. Una morada, a pesar de tanto trabajo, intranquila. “Silencioso o ruidoso el peligro acecha”. Un almacén repleto de alimentos. Una fortificación inexpugnable no exenta de sucumbir violada. “Hubo también tiempos felices en los que casi llegaba a decirme que la enemistad del mundo en mi contra había cesado, o se había calmado, o que la fortaleza de la construcción había conseguido librarme del hasta entonces posible combate a muerte”. La construcción termina aseverando que en las entrañas de la gran fortaleza se filtró una terrible amenaza. Se podría pensar la literatura de Kafka como una escritura del apartamiento. La reclusión como proceso, condena, muralla, madriguera, ayuno, metamorfosis. En A puertas cerradas, Sartre (1944), imagina el infierno como una habitación en la que no se puede escapar de otras miradas. Una presencia continua que no puede aliviarse ni con un parpadeo. Foucault (1975) llama la atención sobre la vigilancia y el control panóptico en todas las instituciones. Deleuze (1983) piensa que el problema no reside en que cada vez estamos más solos, sino en que nunca llegamos a estar suficientemente solos. Desesperaciones obligadas a dormir en los fríos salones de los manicomios se esconden debajo de las mantas para tener derecho a un momento de retiro, aunque enseguida asoman la cabeza por temor a que alguien se aproveche de esa distracción. En películas, series, comics, figuras salvadoras y heroicas llevan máscaras y disfraces para resguardar sus identidades. Practican una vida apartada como astucia y ventaja de combate. Se trata de criaturas enmascaradas que ofrecen protección, seguridad, justicia, al margen de las instituciones estatales, casi siempre ineficaces, torpes, lentas, corruptas. Combinan habilidades de luchas medievales con tecnología sofisticadas. El estereotipo de encarcelar, hacer desaparecer o matar al villano rige la lógica narrativa de estas historias. La figura de la expulsión en los grupos naturaliza la metáfora higienista de la manzana podrida. “Una manzana podrida termina pudriendo a las demás”: proposición que justifica la segregación y apartamiento de una figura considerada dañosa, maldita, perturbadora del espacio común. Pichon-Rivière observa que nos defendemos de lo que tememos poniendo lo temido en otra parte. Piensa, así, en el lugar de lo apartado en la vida en común. El sitio de lo silenciado, lo excluido, lo expulsado. Deduce conveniencias clínicas para acciones en grupos, familias, instituciones. Advierte que, cuando en un grupo, se objeta con enojo y desconfianza a alguien que permanece en silencio, conviene interrogar qué cosas pueden estar allí silenciadas, o en la vida de cada cual, o en el momento político que se está viviendo. Y, solo tras explorar esas otras formas de lo acallado, invitar a quien no habla a decir algo si tiene ganas. Advierte que, cuando en un grupo, se manifiestan rechazos ante la agresividad de alguien, conviene interrogar qué otras agresividades contenidas y sufridas en las instituciones, en las calles, en la vida, nos atenazan. Y, solo después de haber explorado diferentes zonas de agresividad, invitar a quién se rechaza por su vehemencia a expresar algo sobre lo que está sintiendo. Advierte que, cuando una familia sufre por las rarezas de una de las vidas que la componen, conviene interrogar las extrañezas de cada cual, las curiosidades en la historia familiar, las excentricidades festejadas y toleradas. Y, recién entonces, invitar a quien se señala por su rareza a contar cómo está viviendo. Pichon-Rivière trata de poner a salvo a la clínica de los apartamientos violentos de la vida en común. Practica un hacer que no aparta lo apartado, que interrumpe expulsiones, que procura desconcluir lo concluido, desclasificar lo clasificado. Entre las innumerables vidas apartadas está la que Pavlovsky (2007) pone en escena en Poroto, un personaje que se especializa en huir. Poroto no elige la reclusión o el retiro, se vuelve experto en evadir y burlar capturas. Participa de encuentros sociales y reuniones para ejercitar la pasión de escabullirse. Pavlovsky presenta a Poroto como escapista del tedio de las vinculaciones, presiones y larguras de las situaciones grupales. Así lo explica una carta que Poroto escribe desde Groenlandia, un territorio en el que se siente feliz: “La gente está aquí permanentemente de pie, casi ni se sienta. Casi no hay sillas en las reuniones. Un movimiento mínimo y discreto les permite apartarse de los demás. Debido a ello, la gente se siente más libre que teniendo que levantarse dificultosamente de algún lugar. El incorporarse sería una comunicación de la intención de alejarse. Se mueven libremente y pueden –puesto que están de pie permanentemente– apartarse sin mucha ceremonia e irse a otro lado cuando les plazca. Nada es llamativo y nadie se sentiría ofendido. La ventaja de estar siempre de pie es, como nadie se ofende, poder irse del lugar cuando a uno le place y sin dar explicaciones. Hay menos enfermos de resentimiento y enfermedades digestivas. Un mundo libre”. Poroto no se atrinchera en una fortaleza subterránea como la criatura de Kafka, opta por vivir en estado de fuga. Puede que alguien interprete que se trata de una forma atenuada de paranoia, o de una fobia social, o de la repetición de una conducta infantil disruptiva. Ninguna invención está a salvo de las capturas. Por suerte, Poroto pertenece a la literatura. ¿Se podría pensar una común hospitalidad entre vidas apartadas y desapartadas? Tal vez un común esporádico y accidental. Un común que admita silencios, rarezas, escabullidas. Un común descomprimido. Un común posibilitador de retiros. Un común que aloja soltando. Un común dolido que toma partido y permanece despierto en los momentos de infortunio. Un común que sabe que las cercanías pueden hacer daño y confía en ese común saber. Un común que se aparta de soldaduras, adhesiones, fanatismos, de las comunidades. Un común que, en lugar de establecer fronteras, recorre orillas móviles. Un común mortal e intrascendente. Un común más inclinado a las impertinencias que a las pertenencias. Un común respetuoso de lo que se aparta y, a la vez, respetuoso de lo apartado. Un común que improvisa cada vez lo común. En Un tranvía llamado deseo, Tennessee Williams (1947) piensa el hogar como ese sitio al que se puede volver cuando ya no se tiene adónde ir. Se necesita imaginar un común en el que se pueda estar cuando no haya dónde la soledad.

  • El negacionismo no es una opinión sino un crimen / Alejandro Kaufman

    Contra lo que pretende el negacionismo de exterminios y genocidios, sus inquisiciones no son sobre el pasado sino sobre el futuro, son diatribas contra los Nunca más en procura de vulnerar las barreras levantadas contra la repetición. Esas barreras consisten en repertorios que no son idénticos en la posterioridad de cada uno de los exterminios y genocidios, sino que se configuran de maneras situadas, con sus singularidades. Determinar rasgos recurrentes en las diversas experiencias límite solo puede inferirse de referencias testimoniales e históricas que concurren a formular el acervo que documenta lo acontecido. En cada uno de los eventos paradigmáticos, por lo general, esos acervos se nutren de lo multitudinario de las masacres, que dejan atrás, también en forma multitudinaria, sobrevivientes, descendientes, vecindarios, tramas institucionales, estatales y de la vida civil, círculos concéntricos que culminan en el conjunto de cada una de las sociedades adonde tuvieron lugar los hechos. Esa inmensidad multitudinaria, siempre objeto de negación desde su propio origen, es lo que los actuales negacionismos quieren mantener en el silencio, la omisión y el consentimiento. El negacionismo refiere al futuro y no al pasado porque no es posterior a los hechos sino que los precede, solo que en su momento no fue advertido, o no fue reconocido, o fue hasta habilitado como apetencia, de un modo u otro. Se da cuenta así, con tal formulación paradójica acerca de la temporalidad, de un rasgo decisivo de los exterminios y genocidios, que reside en que las masacres son metonímicas de las transfiguraciones histórico sociales que sus perpetradores proyectan y realizan. El trazado exterminador es una intervención sobre el tiempo histórico social que consiste en borrar el pasado y reescribirlo. La solución final consiste en crear una in-existencia a través de la aniquilación, en el presente, de todo rastro viviente histórico de lo exterminado. Decir que es para forjar un olvido es insuficiente porque no es el olvido lo que se busca, sino crear una realidad alterna en la cual ese colectivo social odiado, vilipendiado e inculpado nunca haya existido. En ese sentido el negacionismo precede a cada holocausto, no solo porque la condición de posibilidad de su materialización requiere primero un apartamiento simbólico, segregación y criminalización del objeto colectivo de desprecio y asco, sino porque la propia operación discursiva -esto es, cuando se exponen “opiniones”- anticipa, y reproduce, el modo originario del aniquilamiento. Esta precedencia discursiva del aniquilamiento ha sido observada desde siempre, ya sea por quienes dieron aviso del incendio, antes, o después de los sucesos, cuando se elevaron los interrogantes sobre cómo fue posible. De todo ello emergieron bases ético políticas y jurídicas fundantes de las instituciones políticamente correctas de la segunda postguerra mundial, y que en términos abstractos están vigentes, aunque han sido objeto de un continuo deterioro y desmentidas por múltiples acontecimientos incompatibles con tales fundaciones. Cualquier lista que se borronee será interminable, y se podrá comenzar con la guerra fría y el terror nuclear para mantenerse abierta porque a cada instante algún nuevo horror, en algún lugar del mundo, se sumará a la serie. Sin embargo, esas fundaciones no han sido todavía sustituidas por otras, sino que por el contrario no han hecho más que, como tales, perfeccionarse y actualizarse. Los devenires histórico político mundiales de las últimas ocho décadas -prontas a cumplirse- son heterogéneos y contradictorios. Mientras el repertorio fundacional de un orden internacional adecuado a los derechos humanos ha ido evolucionando, en muchas otras instancias vemos grandes retrocesos y emergencias de nuevas barbaries, así como desentendimientos en las propias luchas por los derechos humanos. En nuestro país, justificadamente orgulloso por grandes realizaciones en favor de oponer a la dictadura del 76 un estado de derecho sostenido por la memoria, la justicia y los derechos humanos, con todas las idas y venidas que conocemos, no obstante, entre las diversas deudas y pendientes que nos aquejan se cuenta la actitud generalizada hacia el negacionismo, al que tratamos como si fuera una opinión, que es la forma que pretende y con que se presenta, y con la que consiente buena parte de nuestra sociedad. La experiencia postdictatorial argentina ha estado habitada por un paradigma punitivo de la memoria basado en el juicio y castigo a los culpables, con diversos logros, irradiaciones de índole diversa hacia otros aspectos de la vida en común, y omisiones, como ocurre con el negacionismo. Predomina una justificada aversión hacia toda censura, asociada con la dictadura genocida, así como se verifica la hegemonía de una ideología comunicacional amparada por una interpretación liberal de la primera enmienda arraigada en múltiples estratos sociales argentinos. Todo ello ha postergado la inquietud por el negacionismo hasta prácticamente la actualidad, en que su desenvolvimiento ha alcanzado tal magnitud que consiguió convertirse en un tema de preocupación más generalizado que hasta ahora. De modo prevaleciente se ha instalado en la esfera pública, alentada por las formulaciones que rechazan problematizar jurídica e institucionalmente el negacionismo, una agenda binaria entre un supuesto punitivismo de opiniones, lindante con la censura o directamente censor, y una posición contraria favorable desde su punto de vista a la libertad de expresión. Según esta segunda actitud, el negacionismo es una opinión sobre el pasado y debe ser sometida solamente a debates con expertos sobre historia y memoria, sobre todo sobre historia. Este punto de vista asimila el negacionismo del genocidio de la dictadura a otros discursos negadores de diversas realidades, algunos de ellos inocuos e inimputables, consintiendo de esta manera con lo que el negacionismo pretende ser: una opinión. Desatiende esa posición, que por desgracia probablemente sea mayoritaria o al menos muy influyente, que pretenderse opinión es el ardid que la dictadura dejó a su paso, como esas minas o proyectiles que después de las violencias bélicas quedan sin estallar, latentes para hacerlo en cualquier momento: una amenaza sin plazo. El ardid consiste en simular un debate sobre la historia para encubrir la continuidad del dispositivo genocida, que no se limita a los acontecimientos del horror sino que comenzó bastante antes, a través del diseño del aniquilamiento simbólico precedente. Lo que se implica así es que el negacionista contumaz no es una conciencia libre que opina y juzga sino una agencia continuadora del proyecto genocida, y por lo tanto, mientras se limita todavía a “opinar”, una fuente de propaganda y acción encubierta del genocidio cuya consecuencia es deteriorar las barreras levantadas contra la repetición del horror. En nuestro país, un efecto adverso, o pendiente, del paradigma punitivo de la memoria es la premisa de que la punición de los horrores de la dictadura constituiría una condición decisiva del nunca más, sin advertir que la sucesión generacional de los perpetradores nos aproxima a dejarnos en un nuevo escenario en que tales juicios y castigos ya no tendrán efectos más que hacia el pasado, no sin un rédito simbólico valorable y hasta necesario en nuestra propia historia reciente, pero no suficiente en lo sucesivo. Los acontecimientos del horror son la ejecución de una sentencia que prescribe la desaparición de un colectivo social definido por el agente perpetrador sin advertencia ni conocimiento inteligible por parte de la víctima. El suceso no se anuncia a las víctimas, que caen inermes y desprevenidas en la trampa letal. La sentencia es clandestina, y se la deniega en forma sistemática. Por otra parte no era creíble que tal suceso tuviera lugar. Con posterioridad al cese del exterminio en las distintas formas en que su interrupción ha ocurrido, se lo caracterizó y configuró en tanto verdad, memoria y justicia. Quienes sobrevivieron y sus descendencias encarnan el sustrato viviente de la memoria. Con mayor frecuencia se omite o no se explicita un aspecto decisivo de todo el asunto: la sentencia es irrevocable. Se le opone a la sentencia una contra sentencia: nunca más, fórmula orientada a impedir la repetición del horror. Fórmula necesaria que se presume eficaz, y que va acompañada de las múltiples tramas memoriales, jurídicas, culturales y sociales que conocemos. Sin embargo, la fórmula del nunca más contiene una omisión paradójica: elude el carácter irrevocable de la sentencia desaparecedora. Y esto es por su naturaleza clandestina, denegatoria de los hechos y adversa a toda juridicidad legítimamente instituida con posterioridad. Una vez impuesta la condena por la agencia perpetradora, y destituida tal agencia cuando se termina con la estatalidad criminal que le dio origen, en la nueva escena la condición perpetradora subsiste de manera transmutada en la civilidad resituada. Entonces, en magnitudes que no son idénticas a las originarias ni se pueden establecer con precisión, prosigue anhelando la formulación de la sentencia. En otras palabras, el colectivo social sentenciado a la desaparición, constituido por quienes sobrevivieron -de las distintas formas muy diversas en que ocurre la supervivencia-, llevan consigo por siempre el estigma de la condena. El olvido es la desmemoria o el descuido respecto de ese estigma, y el estigma, la razón decisiva por la cual el crimen del exterminio no tiene fin en este sentido que podríamos calificar como ontológico. Y es porque no tiene fin que hay que proseguir con el deber de memoria del nunca más, no porque se vaya a repetir algo que sucedió y ya no sucede, sino porque sigue sucediendo de modo irrevocable. Y el modo en que sigue sucediendo, en principio, consiste en volver al comienzo semiótico, a la exposición pública de la segregación y la estigmatización que van en procura de nuevas formas que resulten irreconocibles para el sentido común. El negacionismo no es una opinión sobre unos hechos, sino que es la continuidad de esos mismos hechos bajo otras formas. Es por ello que en los países donde esos hechos tuvieron lugar resulta natural asumir por parte de las estatalidades la correlativa responsabilidad hacia la continuación del horror en sus neo formas embrionarias. Si el Imperio puede ostentosamente agitar su primera enmienda para oponerse a tales reconocimientos, no es porque los Estados Unidos sean más democráticos que países europeos, sino porque en estos últimos es donde radican poblaciones agentes del exterminio, como sucede asimismo con nuestro país. En la escena europea, al terminar la Segunda Guerra Mundial, bajo el liderazgo de los Estados Unidos, se llevó a cabo la denominada desnazificación, fácil de olvidar su carácter coactivo mientras mantuvo una eficacia relativa -motivo de interés de la crítica cultural- durante un cierto lapso que vemos ahora caducar. Susurros son estas líneas que abogan por profundizar advertencias y reflexiones. El propósito es calibrar la patente tragicidad que atraviesa el respectivo debate frente a banalidades y simplezas que se le oponen. No es un debate sobre punitivismo ni sobre libertad de expresión, sino una apelación a mirar de frente la prosecución de los hechos, situados por cronología en el pasado, pero manifiestos semióticamente en el presente como amenaza letal. Será otra vez el testimonio el que elevará la voz frente al vacío de lo real extenuado por la perpetración, pero será también la estatalidad quien deba asumir sus responsabilidades tan indelegables como irrevocable es el estigma que el horror instala para siempre, en el orden de lo imperdonable y lo imprescriptible. Son estas dos categorías que van más allá del presente las que el negacionismo lesiona, la condición de lo imperdonable y de lo imprescriptible, devenidas trivial habilitación del olvido. La sociedad y el estado no lo deben permitir. Imperdonables e imprescriptibles como son los hechos del pasado, transfieren la condición que los define a los enunciados que los invocan, como si no lo estuvieran haciendo, como si estuvieran hablando de otra cosa, como si de las duchas fuera a salir agua para el baño o como si los traslados fueran cambios de domicilio. No es sencillo instruir desde semejantes enunciados causas incriminatorias, no lo es jurídicamente, pero tampoco lo es en el dominio de la mera convivencia civil. Objeto de debate tiene que ser la instrucción de las causas como sucede con todos los crímenes, tanto en sede jurídica como en sede societal civil. Ningún crimen, ni desde el punto de vista jurídico, ni desde el punto de vista ético político, cae definido por su propio peso, ni es obvio, ni es transparente, ni lleva en la frente su determinación. Por desconocer esta dificultad inherente a toda razón práctica es que se profieren tantas banalidades y anécdotas inocuas cuando se pretende con tanta extraña persistencia cuestionar el verdadero debate que sociedades como las nuestras deberán emprender, tarde o temprano. Establecer responsabilidades jurídicas y políticas acerca de los negacionismos es ineludible, o debería serlo, por la gravitación que tales actos de habla ocasionan, del mismo modo que sucede con iniciativas homólogas en cuestiones de género y de racialización, entre otras, que solo inician un largo camino, un camino de conciencia, educación y responsabilidad, no necesariamente de censura ni de imposición arbitraria. Censuras y arbitrariedades son riesgos inherentes a la vida social, no susceptibles de prevenirse mediante simplificaciones y negligencias. Todo ello sin embargo atravesado de dificultades que no son mayores que las esperables de la insistencia en enfoques ingenuos y bien pensantes (en el mejor de los casos) ante el horror que congela el alma y no nos da tregua. Fuente: La Tecla Ñ, 25/4/2022 https://lateclaenerevista.com/el-negacionismo-no-es-una-opinion-sino-un-crimen-por-alejandro-kaufman/

  • Caligrafía nómade III / Patricia Mercado

    Todo apestaba. La habitación, la ropa, todo. Un perfume nauseabundo a vida rancia. A orillas de un tipo que ya no significaba nada desde hacía años. ¿Porqué seguía ahí, a orillas de su verga lánguida? ¿Porqué? Una especie de desidia le ganaba los músculos y el pulso, y comía sin hambre desde su costado de la cama la carne magra que él le ofrecía cada tanto con el gesto inequívoco de los ciudadanos que creen en la democracia. Un día se fue. Ni sabe cómo. No era determinación, más bien debió tratarse de un declive inesperado por donde cayó a otro estado de cosas, sin más. Otra habitación. Con una ventana a la calle desde donde vió que los tiempos habían cambiado. Que las mujeres habían ampliado el menú. Y entonces se decidió a aceptar ofertas sorprendentes y se encontró durmiendo del otro lado de la cama junto a una concha vigorosa, húmeda, procaz. La lamió semanas enteras hasta encariñarse.Hasta acostumbrarse a su olor fuerte. Aprendió a hacerla gozar siguiendo las instrucciones minuciosas de un tutorial de moda. Se mostró hábil, entusiasta, con la chica que la portaba. Ya no usó bombachas y gozó de la entrepierna de sus jeans. Ahora resultaba que el meollo de las inquietudes políticamente correctas navegaban por la vía de los jugos vaginales fluyendo como pancartas de librepensamiento en alza. Su chica pareció conforme y no pidió nada que no hubieran pactado en la carta de ciudadania que redactaron cuando se mudaron juntas y repartieron a partes iguales el alquiler. Al documento lo llamaron responsabilidad afectiva. Se preguntó si estaba rejuveneciendo. Un par de viejas amigas le dijeron que la veían bien cuando tomaron café en el bar de siempre. Tenia ganas de creerles. A veces su chica intentaba explorar cierto gestos de generosidad que sus padres le habían enseñado cuando empezó el jardín. Hay que saber prestar, sino los chicos no vienen más a tu fiestita. Y entonces la ponía boca arriba y boca abajo en tiempos simétricos y estimulaba sus orificios con pulcritud, con el detalle que amerita la geometría. Ella la dejaba hacer sin importunarla. Las cosas quedaban hechas. A ojos vistas. Inapelables cuando algún pensamiento se cruzara en plena madrugada pretendiendo imputar una vida de logros. Por cierto, los años siguientes cuidaron meticulosamente el detalle de usar una delicada fragancia a lavanda en la habitación. Por si las moscas.

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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