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  • Foto del escritorRevista Adynata

Sesiones en el naufragio (25) Vidas apartadas / Marcelo Percia

Siempre hubo vidas apartadas.

La idea de retiro retorna, una y otra vez, como fantasía y recurso ante las inclemencias de lo común.


Civilizaciones conocidas hasta el momento levantan muros visibles e invisibles para resguardar fronteras.

Nos habituamos a cercas electrificadas, a alambrados de púa, a zanjas profundas, a elevadas vallas de hierro, a barreras de detención, a minas bajo tierra que detonan al contacto con un pie.

Encierros de las naciones se multiplican hasta blindar las puertas y sumar cerraduras en nuestras casas.


Un conjunto de infinitivos realizan la acción de apartar: segregar, expulsar, estigmatizar, marcar, identificar, exiliar, desterrar, exonerar, excomulgar, separar, excluir, clasificar, dividir, aislar, enjaular, marginar, prescindir, encerrar, internar, privar, enclaustrar, confinar, encarcelar, acorralar.

Cada uno de esos verbos tajea la piel de lo común.


Sensibilidades amuralladas atestiguan la peligrosidad de cercanías que comparten la vida.

Una de las escenas finales de Rayuela, la novela de Cortázar (1963), transcurre en un manicomio. Horacio Oliveira presiente que Traveler lo quiere matar. Se refugia en su cuarto de celador y organiza la defensa tejiendo una telaraña con hilos de colores y colocando palanganas con agua como obstáculos. Espera, así, junto a una ventana desde la cual podría tirarse. Sin embargo, cuando llega el imaginado agresor no hay combate, sino ternuras entre amistades que se emocionan y buscan la forma de cuidarse. En el gesto de apartarse por miedo, Oliveira extiende una mano que pide sostén.


Retirarse de una discusión, apartarse de un disgusto, marcharse de un amor que lastima, componen acciones de un dolor que procura evitar más dolor.

La vida en común necesita empalmes sin adherencias, agarres que se suelten, estrecheces que no supriman distancias.


Se conocen reclusiones forzadas, reclusiones que se elijen (o se creen elegir), reclusiones que no se saben.

Cuatro reclusiones forzadas: la cárcel, el exilio, el campo de concentración, el manicomio.

Cuatro reclusiones que se eligen o se creen elegir: vivir en una isla desierta, hacer votos de silencio, practicar el recogimiento y la meditación, instalarse en un pueblo pequeño a orillas del mar o en la montaña.

Tal vez las reclusiones que se eligen merezcan llamarse retiros.

Cuatro reclusiones que no se saben: hábitos y rutinas, imperativos de una moral, deseos que se consideran propios, la vida normal.


Dos antiguos vocablos de los retiros: misantropías y anacoretismos.

Misantropías nombran existencias que se apartan desencantadas de la vida en común. Inocencias mal heridas y estafadas que se mantienen apartadas. Como sugiere Platón, en sus diálogos, misantropías cultivan desconfianzas justificadas por repetidas desilusiones.

Anacoretismos aluden a vidas que se apartan de la comunidad para meditar, contemplar lo inmóvil, practicar el arrepentimiento, escuchar el corazón. Estos retiros están presentes en los comienzos de todas las religiones (judaísmos, cristianismos, islamismos, budismos, hinduismos, taoísmos). Todas las sabidurías espirituales practican desapegos de lo mundano.


Un texto de Kafka (1924), encontrado en uno de sus cuadernos, sacude todas las distinciones sobre los encierros, escribe: “El suicida es un preso que ve en el patio de la prisión una horca, cree por equivocación que le está destinada, se escapa por la noche de la celda, baja y se ahorca solo”.

Puede que se trate de una lectura errada del prisionero o un aviso de que, en todo encierro, se concibe la muerte como opción. Una salida, al fin, ante una reclusión perpetua.

Otros dos apartamientos forzados que actúan como castigos excepcionales: el encierro en el silencio y el encierro en el olvido.

Se recuerdan comunidades que condenan, a quien hizo daño, a no poder hablar con nadie. Se le priva del derecho a la conversación.

Se conoce la historia de Eróstrato que, para alcanzar la inmortalidad, incendia el templo más bello del mundo. Y, aunque como castigo, las doce ciudades de Jonia, prohíben -bajo pena de muerte- pronunciar su nombre, Eróstrato llega hasta nuestros días como signo de desquicias que quieren trascender no importa cómo.

En la historia de las reclusiones obligadas hay pestes, barcas para existencias enloquecidas, confinamientos en lugares inhóspitos de los que no hay manera de escapar, reservas indígenas, campos de exterminio, estados terroristas que secuestran y desaparecen vidas, migraciones obligadas, negativas a dar asilo o dejar ingresar existencias que imploran un lugar en el que poder vivir.


Se tienen presente las cuarentenas como medidas de apartamiento, como decisiones racionales de cuidado ante la presencia de virus contagiosos y mortales.

Sin embargo, todas las reclusiones forzadas, aun las que se hacen para cuidar la vida, suponen violencias.

No se confunden aquí aislamientos hospitalarios de cuerpos enfermos con secuestros y desapariciones; pero el solo hecho de hacer esta aclaración, revela la memoria trágica que anida en la figura de la reclusión forzada. Aun cuando se trate de lógicas de cuidado, conviene interrogar si no habría otra manera.


Un rareza entre los retiros: el apartarse conectado. Practicar un aislamiento navegando en las redes o un cautiverio en las pantallas.

El siglo veinte termina insinuando diferentes síndromes de encierro. Tamaki Saito advierte que jóvenes japoneses no abandonan sus cuartos durante muchos meses y solo tienen vidas virtuales. Bautiza ese estado con el nombre de Hikikomori que significa apartarse o permanecer en un escondite.


Otras cinco escenas de reclusión voluntaria además de las mencionadas: dormir, masturbarse, defecar, leer, escribir.


Piglia encuentra en Kafka el modelo de lector que odia las interrupciones. Un ideal de lectura que se encierra y aísla para evitar interferencias. Cita un fragmento de sus diarios: “Me gustaría estar en una catacumba, en un sótano y que me dejaran la comida en la puerta para que yo pudiera caminar un poco y que después nadie me molestara”.


Entre las reclusiones que se eligen (o se creen elegir) están las malas costumbres de la mismidad. Vidas confinadas en el solo me pasa a mí. Apartadas de una común conversación sobre lo que nos está pasando.

Soberanías de la mismidad (tengo la potestad de hacer con mi vida lo que se me da la gana) se ofrecen como formas sofisticadas de sujeción.

La interioridad se podría pensar como rincón emocional de lo que se aparta. Hueco protegido de una trama silenciosa que se nombra como intimidad. Ese retiro que inventa un interior en el que navegar suele llamarse introspección.


Entre los encierros forzados, no se tienen que olvidar las reclusiones en la desigualdad.

Lo que se conoce como destino podría pensarse como privación del porvenir.

Sentimientos se imprimen en nuestras vidas. Pero no todos en todas las vidas. Confianzas, seguridades, sostenes, no se estampan en existencias destinadas a la exclusión, al desprecio, al arrasamiento, al hambre. Hay vidas que solo llevan marcas de miedo, amenaza, humillación.


Entre las reclusiones que no saben de sí se podrían considerar, también, las del consumo. El encierro en dependencias y adicciones.

Estrategias de venta apartan consumidores con caricias. Vivimos cautivos en una colección de gustos que nos están destinados y para los que estamos destinados. Algoritmos inteligentes seleccionan, discriminan, etiquetan, segmentan, identifican, nichos de mercado.

¡Qué curioso que se emplee la palabra nicho para administrar consumos! El mismo término que se utiliza para nombrar huecos o espacios en lo que se depositan cadáveres.


¿Cómo defenderse de lo que duele?

A veces, apartarse sirve para protegerse de lo que lastima. En psicoanálisis se piensan diferentes defensas individuales (represión, negación, desmentida, repudio) que se ponen en marcha ante lo que no podemos soportar.

Sin embargo, protecciones de vidas apartadas no tienen que concebirse solo como un asunto personal. Algunas reclusiones que no saben de sí no surgen como mecanismos inconscientes, sino como decisiones políticas que ocultan sus razones.


Tres reclusiones que prefieren no saber de sí: indolencias, indiferencias, anestesias.

Indolencias desestiman lo que, se supone, deberían sentir. Declaran: “No me importa”.

Indiferencias aducen distracciones perceptivas. Dicen: “No me di cuenta”. “No presté atención”. “No vi, no escuché”. O se admiten apartadas: “A mí me da lo mismo”. “Estoy muy lejos de todo eso”.

Anestesias propagan profundos adormecimientos de la sensibilidad. Prefieren la supresión o el bloqueo de lo que duele. Dicen: “Solo pido no sentir nada”.

Salvo fanatismos de la soledad, todos los demás fanatismos solicitan adhesión.

Fanatismos, para consolidar sus uniones, apartan fuera de sí aquello que rechazan.

Adherencias que odian concentran más poder que solturas que aman.

Indolencias practican la aversión y la crueldad hacia lo que expulsan sin sentir que hacen daño.

Indiferencias consienten lo atroz callando. Toman partido por lo peor declarándose no partidarias de nada. La pasión de las indiferencias no reside tanto en la complicidad como en el consentimiento. Indiferencias dicen: "Yo no tuve nada que ver" y en ese "nada que ver" habita la materia misma de la condescendencia.

Anestesias argumentan que no estaban conscientes en el momento en el que ocurrieron los hechos.

Indolencias deciden quiénes van al infierno y quiénes al paraíso: “Con los primeros no tenemos nada que ver, que los devore el fuego; entre los segundos, nos queremos y festejamos”.

Reclusiones en los blindajes de las normalidades optan por indolencias, indiferencias, anestesias, antes que vivir en estados de exposición y vulnerabilidad.

La frase latina divide y reinarás admite ahora otra traducción: apártate de quienes sufren y nada te dolerá.

Reclusiones que prefieren no saber de sí viven apartando existencias que consideran molestas. Indolencias, indiferencias, anestesias, podrían considerarse reclusiones de privilegio: reacciones que nos asaltan como inevitables picaduras de mosquitos en un pantano.


En teatro, hacer un aparte quiere decir ensayar un soliloquio en presencia o en diálogo con el público. Un provisorio fuera de escena en la escena para decir en voz alta un pensamiento.

Ese aparte no ocurre como reclusión, sino como interrupción para decir algo, hacer una confidencia, revelar un secreto, señalar un detalle, ofrecer un respiro.

Se podría pensar la sesión clínica como un aparte teatral en el correr de los días. Una pausa, una detención, una demora. Una suspensión de la escena para escuchar hablar a la escena. Un tiempo de ebullición o agite de lo callado.

El oficio de hacer un aparte como labor analizante.


Cuando Virginia Woolf (1828) escribe las conferencias del libro Una habitación propia no solo demanda un cuarto anexo en la casa de Monk para retirarse a escribir, también postula el derecho a una vida apartada.

Tal vez en los cuadernos de Emily Dickinson (1886) se encuentren los textos más hermosos de los retiros deseados. “No es que Morir nos duela tanto – / es que Vivir – nos duele más. / Pero morir – es otra forma: / una Especie de algo tras la Puerta – / La Costumbre Sureña – del Ave – / quien antes de que lleguen las Heladas / acoge una mejor Latitud – / Somos las Aves que se quedan / Las Trémulas rodeamos las puertas de los Granjeros – / cuya Migaja reluctante – / solicitamos – hasta que piadosas Nieves / persuaden nuestras Plumas de ir a Casa”.

¿Puede el vivir doler más que la vida? No hace falta responder esta pregunta: alcanza con hacerla.

Si se pudiera llegar hasta el último umbral del horizonte, se encontraría allí una puerta detrás de la cual habría un océano con otro horizonte.

Como las aves que se quedan, permanecemos en la orilla dudosas de si habremos de sobrevivir a otra helada. ¡Ay…tener una casa adónde ir!


Muchas criaturas vivas se apartan para morir, otras quieren irse tomadas de otra mano.

El anhelo de llevar una vida apartada, a veces, alimenta la fantasía de estar a salvo de las demandas, vicisitudes, infortunios de la vida en común.

Conviene distinguir entre vida en común y un común vivir.

La vida en común no se puede evitar. Compone un sintagma indivisible. No hay vida sin ese en común. Mientras la idea de un común vivir acentúa la decisión de un estar con no compulsivo, obligatorio, normalizado.

Si la vida en común acata o rechaza mandatos, un común vivir adviene como improvisación y deseo.

Cada vez que se improvisa un común estar, se inventa un deseo de vivir.

El sueño de retirarse a una isla desierta se transformó en la idea de buscar un planeta alternativo como refugio cuando la Tierra colapse.

Reclusiones millonarias que prefieren no saber de sí tratan de asegurar sus supervivencias pagando pasajes a Marte.


El relato que Kafka escribe en 1923, siete meses antes de su muerte, se conoce como La construcción. Der Bau puede traducirse también como obra, madriguera, cueva, estructura, refugio, reclusión, confinamiento.

La construcción se ofrece como una larga y tediosa meditación sobre las artes del ocultamiento. Sobre la necesidad de tener un plan para defenderse de una inminente invasión. Sobre cómo procurarse accesos seguros, cubiertos, disimulados. Y sobre la prudencia de conservar una salida rápida en caso de que hayan fracasado las defensas.

La construcción narra la historia de una vida que se sabe vulnerable.

Me estoy volviendo viejo, hay muchos que son más fuertes, y mis enemigos son incontables”.

Una existencia que permanece alerta, que no descansa. Una inquietud que calcula ataques. Una cautela que teme caer en la trampa de un perseguidor en plena huída. Un recelo que no se siente seguro en su propia casa. Una desconfianza advertida de los peligros que atañen a todas las fortalezas.

¿Quién hace el relato?

Una criatura que vive desde hace tiempo sola bajo tierra, que cava túneles y corredores recónditos, laberintos de galerías interconectadas. Una criatura que no tiene en quién confiar.

¿Y si tocamos el tema de la confianza? A la persona a la que le tengo confianza cuando nos estamos mirando a la cara, ¿podría yo tenerle confianza cuando no la vea y nos separe una capa de musgo? Es relativamente fácil tener confianza en alguien cuando uno, al mismo tiempo, lo controla o, por lo menos, puede controlarlo; quizás se pueda, incluso, confiar en alguien desde lejos, pero en el interior de la construcción, es decir, en mi mundo, confiar completamente en alguien que está afuera…creo que eso es imposible”.

Habla una criatura que comienza a sentirse desvalida.

A veces tengo la sensación de que se me adelgaza la piel, como si pudiese quedarme en carne viva”.

Una criatura que repta, que caza, que come otros animales pequeños, que fija la tierra golpeándola con la frente hasta sangrar, que tiene manos y barba. Una criatura vanidosa que disfruta admirando todas las provisiones que posee. Una criatura que de pronto se castiga por una culpa que no conoce. Una criatura que, cada tanto, se reprocha no haber tomado suficientes previsiones.

¿En qué consiste la construcción?

Un refugio, una tibieza, un abrigo. Un lugar en el que acurrucarse.

Estas paredes me abrazan pacífica y cálidamente como nido alguno puede abrazar a su ave”.

Una guarida de conductos subterráneos. Una arquitectura casi perfecta. Una trampa para merodeadores. Una morada, a pesar de tanto trabajo, intranquila.

Silencioso o ruidoso el peligro acecha”.

Un almacén repleto de alimentos. Una fortificación inexpugnable no exenta de sucumbir violada.

Hubo también tiempos felices en los que casi llegaba a decirme que la enemistad del mundo en mi contra había cesado, o se había calmado, o que la fortaleza de la construcción había conseguido librarme del hasta entonces posible combate a muerte”.

La construcción termina aseverando que en las entrañas de la gran fortaleza se filtró una terrible amenaza.

Se podría pensar la literatura de Kafka como una escritura del apartamiento. La reclusión como proceso, condena, muralla, madriguera, ayuno, metamorfosis.


En A puertas cerradas, Sartre (1944), imagina el infierno como una habitación en la que no se puede escapar de otras miradas. Una presencia continua que no puede aliviarse ni con un parpadeo. Foucault (1975) llama la atención sobre la vigilancia y el control panóptico en todas las instituciones. Deleuze (1983) piensa que el problema no reside en que cada vez estamos más solos, sino en que nunca llegamos a estar suficientemente solos.

Desesperaciones obligadas a dormir en los fríos salones de los manicomios se esconden debajo de las mantas para tener derecho a un momento de retiro, aunque enseguida asoman la cabeza por temor a que alguien se aproveche de esa distracción.


En películas, series, comics, figuras salvadoras y heroicas llevan máscaras y disfraces para resguardar sus identidades. Practican una vida apartada como astucia y ventaja de combate. Se trata de criaturas enmascaradas que ofrecen protección, seguridad, justicia, al margen de las instituciones estatales, casi siempre ineficaces, torpes, lentas, corruptas. Combinan habilidades de luchas medievales con tecnología sofisticadas.

El estereotipo de encarcelar, hacer desaparecer o matar al villano rige la lógica narrativa de estas historias.


La figura de la expulsión en los grupos naturaliza la metáfora higienista de la manzana podrida.

Una manzana podrida termina pudriendo a las demás”: proposición que justifica la segregación y apartamiento de una figura considerada dañosa, maldita, perturbadora del espacio común.


Pichon-Rivière observa que nos defendemos de lo que tememos poniendo lo temido en otra parte. Piensa, así, en el lugar de lo apartado en la vida en común. El sitio de lo silenciado, lo excluido, lo expulsado.

Deduce conveniencias clínicas para acciones en grupos, familias, instituciones.

Advierte que, cuando en un grupo, se objeta con enojo y desconfianza a alguien que permanece en silencio, conviene interrogar qué cosas pueden estar allí silenciadas, o en la vida de cada cual, o en el momento político que se está viviendo. Y, solo tras explorar esas otras formas de lo acallado, invitar a quien no habla a decir algo si tiene ganas.

Advierte que, cuando en un grupo, se manifiestan rechazos ante la agresividad de alguien, conviene interrogar qué otras agresividades contenidas y sufridas en las instituciones, en las calles, en la vida, nos atenazan. Y, solo después de haber explorado diferentes zonas de agresividad, invitar a quién se rechaza por su vehemencia a expresar algo sobre lo que está sintiendo.

Advierte que, cuando una familia sufre por las rarezas de una de las vidas que la componen, conviene interrogar las extrañezas de cada cual, las curiosidades en la historia familiar, las excentricidades festejadas y toleradas. Y, recién entonces, invitar a quien se señala por su rareza a contar cómo está viviendo.

Pichon-Rivière trata de poner a salvo a la clínica de los apartamientos violentos de la vida en común. Practica un hacer que no aparta lo apartado, que interrumpe expulsiones, que procura desconcluir lo concluido, desclasificar lo clasificado.


Entre las innumerables vidas apartadas está la que Pavlovsky (2007) pone en escena en Poroto, un personaje que se especializa en huir. Poroto no elige la reclusión o el retiro, se vuelve experto en evadir y burlar capturas. Participa de encuentros sociales y reuniones para ejercitar la pasión de escabullirse.

Pavlovsky presenta a Poroto como escapista del tedio de las vinculaciones, presiones y larguras de las situaciones grupales. Así lo explica una carta que Poroto escribe desde Groenlandia, un territorio en el que se siente feliz:

La gente está aquí permanentemente de pie, casi ni se sienta. Casi no hay sillas en las reuniones. Un movimiento mínimo y discreto les permite apartarse de los demás. Debido a ello, la gente se siente más libre que teniendo que levantarse dificultosamente de algún lugar. El incorporarse sería una comunicación de la intención de alejarse. Se mueven libremente y pueden –puesto que están de pie permanentemente– apartarse sin mucha ceremonia e irse a otro lado cuando les plazca. Nada es llamativo y nadie se sentiría ofendido. La ventaja de estar siempre de pie es, como nadie se ofende, poder irse del lugar cuando a uno le place y sin dar explicaciones. Hay menos enfermos de resentimiento y enfermedades digestivas. Un mundo libre”.

Poroto no se atrinchera en una fortaleza subterránea como la criatura de Kafka, opta por vivir en estado de fuga. Puede que alguien interprete que se trata de una forma atenuada de paranoia, o de una fobia social, o de la repetición de una conducta infantil disruptiva. Ninguna invención está a salvo de las capturas. Por suerte, Poroto pertenece a la literatura.


¿Se podría pensar una común hospitalidad entre vidas apartadas y desapartadas?

Tal vez un común esporádico y accidental. Un común que admita silencios, rarezas, escabullidas. Un común descomprimido. Un común posibilitador de retiros. Un común que aloja soltando. Un común dolido que toma partido y permanece despierto en los momentos de infortunio. Un común que sabe que las cercanías pueden hacer daño y confía en ese común saber. Un común que se aparta de soldaduras, adhesiones, fanatismos, de las comunidades. Un común que, en lugar de establecer fronteras, recorre orillas móviles. Un común mortal e intrascendente. Un común más inclinado a las impertinencias que a las pertenencias. Un común respetuoso de lo que se aparta y, a la vez, respetuoso de lo apartado. Un común que improvisa cada vez lo común.

En Un tranvía llamado deseo, Tennessee Williams (1947) piensa el hogar como ese sitio al que se puede volver cuando ya no se tiene adónde ir.

Se necesita imaginar un común en el que se pueda estar cuando no haya dónde la soledad.


V. Nicolás Koralsky (2022) "De la serie Talasofilias"



Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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