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  • Deseo y placer (fragmento) / Gilles Deleuze

    La última vez que nos vimos Michel Foucault me dijo, con mucha amabilidad y afecto, más o menos esto: no puedo soportar la palabra deseo; incluso si usted lo emplea de otro modo, no puedo evitar pensar o vivir que deseo=falta, o que deseo significa algo reprimido. Michel añadió: lo que yo llamo "placer" es quizá lo que usted llama "deseo"; pero de todas formas necesito otra palabra diferente a deseo. Evidentemente, una vez más, no es una cuestión de palabras. Porque yo mismo no soporto apenas la palabra "placer". Pero ¿por qué?. Para mí, deseo no implica ninguna falta; tampoco es un dato natural; está vinculado a una articulación de heterogéneos que funciona; es proceso, en oposición a estructura o génesis; es afecto, en oposición a sentimiento; es "haecceidad" (individualidad de una jornada, de una estación, de una vida), en oposición a subjetividad; es acontecimiento, en oposición a cosa o persona. Y sobre todo implica la constitución de un campo de inmanencia o de un "cuerpo sin órganos", que se define sólo por zonas de intensidad, de umbrales, de gradientes, de flujos. Este cuerpo es tanto biológico como colectivo y político; sobre él se hacen y se deshacen las articulaciones, es él quien lleva las puntas de desterritorialización de las articulaciones o las líneas de fuga. Varía (el cuerpo sin órganos de la feudalidad no es el mismo que el del capitalismo). Si lo llamo cuerpo sin órganos es porque se opone a todas las estrategias de organización, la del organismo, pero también a las organizaciones de poder. Es justamente el conjunto de las organizaciones del cuerpo quienes romperán el plano o el campo de inmanencia e impondrán al deseo otro tipo de "plano", estratificando en cada ocasión el cuerpo sin órganos. No puedo dar al placer ningún valor positivo, porque me parece que el placer interrumpe el proceso inmanente del deseo; creo que el placer está del lado de los estratos y de la organización; y en un mismo movimiento el deseo es presentado como sometido dentro de la ley y escandido por fuera de ella por los placeres; en los dos casos, hay negación de un campo de inmanencia propio al deseo. Pienso que no es casualidad que Michel atribuya cierta importancia a Sade, y yo por el contrario a Masoch. No sería suficiente decir que yo soy masoquista, y Michel sádico. Eso quedaría bien, pero no es verdad. Lo que me interesa en Masoch no son los dolores, sino la idea de que el placer viene a interrumpir la positividad del deseo y la constitución de su campo de inmanencia (de igual modo, o más bien de otra manera, sucede en el amor cortés: constitución de un plano de inmanencia o de un cuerpo sin órganos donde al deseo no le falta nada, y donde éste evita todo lo posible placeres que vendrían a interrumpir su proceso). El placer me parece el único medio para una persona o un sujeto de "orientarse" en un proceso que le desborda. Es una re-territorialización. Y, desde mi punto de vista, de esa misma manera es como el deseo se remite a la ley de la falta y a la norma del placer. Fuente: Revista Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura Barcelona, nº 23 / 1995. Traducido por Javier Sáez.

  • Febrero Adynata / VPS

    Vivir (en) la ciudad en ritmos que no (nos) devoren. Recorrerla en compañías que no (nos) perjudiquen. Habitarla en espacios que no (nos) condenen. Quizás, tan solo estar en acciones que no (nos) decoloren. Ofrecer(nos) una temperatura que no congele ni sofoque, y sonidos uf, los sonidos... Vivir (en) la ciudad más allá del vértigo, de la premura del ir y venir, sin tanto apuro; más allá de toda esa artillería de prejuicios que acechan. En intentos de dar con afectos que tan sólo acompañen. Probar la templanza de acompasar con lo que (nos) toca, de provocar lo que necesitamos y elegir, en esos pedacitos de vida y cuándo aún podemos, cómo vivir(los) dónde permanecer cuándo irse cómo y con quiénes intercambiar. Okupar esos ratos, intentando decidir (no desde la lógica de pretender controlarlo todo) qué decir, qué callar qué hacer y qué no, como cuando se pueden elegir unas vacaciones.

  • ¿Desde cuándo el culo tiene manos? / Fernando Ceballos

    Llega mansa pero incisiva una pelota llovida al medio del área grande. Quincosi ensaya un rechazo con la cabeza, pero queda ahí boyando en la medialuna del área grande. Allí el diez de ellos, un tipo flaquito, desgarbado pero muy sensible en su zurda la para como acariciándola, y desairando la marca pegajosa de Bazán, la toca sutilmente con el empeine y la deja caer para que haga un solo pique, al mismo tiempo que prepara su pierna inhábil para afirmarse y acomodarse para el chutazo. Antes de que el Chato lo tape, saca el zurdazo seco, a media altura, fuertísimo que va viboreando en el aire elevándose en busca de las telarañas del ángulo izquierdo de Piraña, que intuyendo la trayectoria empieza a acomodarse para la volada. El área era un remolino, contaminada de jugadores expectantes para el desenlace. Argentino Peralta era un tipo retacón, pesado que jugaba en la zaga central. No era dúctil, ni tiempista sólo estaba porque su figura pesada y rellena impresionaba al más pintado de los delanteros. Recio y disciplinado en la marca y en los relevos se antepone a la figura de retaguardia de Piraña y haciendo una pirueta inusual para su físico, da un salto atlético que devino en desgarro, y se interpuso con su humanidad entera. La pelota pegó de lleno en su glúteo derecho y cayó muerta en el medio del área, ante la estirada inútil de Piraña que se desparrama detrás de la escena. El árbitro, un petizo que estaba en el final de su carrera, tapado por el nueve de ellos, no alcanza a ver toda la jugada. Y lejos de un gesto de hidalguía que dijera: me taparon, no pude ver nada. Se llevó el silbato a la boca, y salió corriendo para el punto del penal sancionando la pena máxima, con el dedo índice apuntado el piso como si llevara a pasear un gran danés. Penal. ¿Penal? ¿PENAL? Fue la pregunta generalizada adentro y afuera de la cancha. Un estupor paralizante duró unos minutos en todos los presentes. Nadie reaccionaba. Sólo Argentino que, persiguiendo al árbitro con los pantalones bajos, le mostraba la aureola roja que le había dejado aquel fulbazo en el culo. Mi viejo, que era un wing derecho de raza, veloz y con una patada de mula, y que nunca bajaba a colaborar en defensa porque el 7 siempre tenía que estar arriba y abierto a la derecha, justo en esa jugada se había solidarizado casi rompiendo las lógicas del contrataque y había bajado hasta el borde del área, y desde allí había seguido cada instante de la jugada como un espectador de lujo. Cada intervención, de cada uno de los jugadores habían sido como fotos grabadas en sus pupilas y no podía entender tanta desidia. Estaba petrificado intentando procesar la decisión artera del juez. Era duro en sus corridas y firme en sus centros al área, si bien era de discutir las decisiones del árbitro no era un jugador complicado ni quejoso. No había pensado en el retiro, pero hacía un tiempo que le venían pesando los entrenamientos de los martes y jueves después de la panadería y el no poder tomar tanto los sábados a la noche. A esto se le sumaban sus treinta y cuatro años, el cansancio de un segundo tiempo de ida y vuelta, el dolor en demasía de la patada del tres de ellos apenas empezado el partido, una pelota que intentó parar y se le fue por abajo del botín, un gol increíble errado al final del primer tiempo, las ganas de no tener ganas de vestuario y la furia que le provocaba siempre la arrogancia de los árbitros ante un fallo mal cobrado, más que ese petiso que le llegaba al pecho se había parado como una estatua justo frente de él marcando el punto del penal. La mirada se fue desfigurando rápidamente por la impotencia del fallo mal cobrado. No pidió muchas explicaciones, ya que la decisión la había tomado desde el primer segundo. Solo le preguntó: - ¿Desde cuándo el culo tiene manos? - Y sin esperar respuesta alguna elevó su mano derecha dibujando un mazazo monzoniano impulsado por todo el brazo, que se estrelló de lleno en la mollera de incipiente pelada del hombre de negro. El juez de línea del lado de los eucaliptus dio por suspendido el partido. El petiso se despertó en el vestuario, cuando el bufet había cerrado y ya no quedaba nadie comentando lo acontecido. Cuando se enteró de que el tribunal de penas le había dado noventa y nueve años, no se preocupó por hacer el descargo en la liga. Ya sabía que esa había sido su despedida. Al otro domingo, agarró al “yaqui”, y con la escopeta del doce empezó a inaugurar otro oficio en su vida: cazador.

  • Elogio del pensamiento (fragmento) / Juan Carlos De Brasi

    VII Con estos llamados de atención creo que resulta clara la copertenencia de los movimientos de la traducción y su carácter interno a la trama del saber: saber que no puede reducirse a sí mismo, aunque se lo rotule como “no sabido”. Está ligado al des-ser que lo funda en la plena diferencia consigo mismo. Me hago cargo de la insistencia, pero esto lo ha formulado Hegel a su manera en La Ciencia de la Lógica cuando está persuadido que se adquiere una gran perspectiva cuando se sabe que el “ser es puro ser” y la “nada, pura nada” (no el ser para…o la nada de algo que hacen a un enfoque existencial, p. ej., como el de Sartre y el del existencialismo en general) son abstracciones vacías, pues la verdad de ambos estriba en el movimiento del inmediato desaparecer de uno en otro: el devenir. El devenir, traducido ahora en toda su complejidad, hace del ser una desrealización, o, mejor dicho, produce un vaciamiento como principio de cualquier relación o presencia en las que después sea pensado. Otro dardo, razonable, que Hegel le arroja, por encima de la historia, a Heidegger. Y la flecha, impulsada por un inexistente viento cronológico llamado “joven Marx”, da en el blanco, ese color de la ciencia etimológica, donde aquél hizo múltiples incursiones. A propósito de esto sobre el final haré un señalamiento puntual. Nos queda el último mojón de estas derivaciones, la suposición. Decíamos que la suposición, lo supuesto de un pensamiento, es por lo menos dos, un entre. Tal lógica no apunta a las unidades que pueden situarse “entre” Barcelona y Buenos Aires p. ej. Tampoco puede representarse –según una imagen de Heidegger– como “una cuerda tirante entre dos extremos”. Dicho entre es una hendidura plegada. O si queremos alargar para atrás su sentido, es el entre que Freud pone entre la conciencia y el inconsciente. O Marx deslizándolo en el interior de la plusvalía que, como anota, correctamente, Lacan en el seminario de De un Otro al otro, no es ni plus ni valía, sino el “entre” jugado inter palabras, un “plus de valor” (Zuschlag aus Wert, como lo pone Marx). Es notorio adonde apuntamos con este inevitable circunloquio que arrancó con el asunto de la importación conceptual, el problema de la traducción regional o global y la cuestión de la suposición discursiva y no representativa, es decir, más allá del campo reflexivo, quizás con algo de ficción útil. Lo notorio, aunque no sea notable o haya caído al costado de las notas, es que hablamos de la preteridad de los conceptos, de su pertenencia y pertinencia, sin que pueda atribuírseles la propiedad a alguien, lo cual no quiere decir que escaseen los verdaderos instrumentos de captura y apropiación de los mismos. Enseguida despejaré esa noción de “preteridad” que orienta la construcción de los conceptos y el camino del pensamiento. Y, asimismo, señalaré algunas de las guías con que una lógica diferente funda su arquitectura y los senderos para recorrerla y apreciarla. Ello será nada más que un breve colofón. Estimo que usé términos muy fuertes (bueno, este no es un pensiero débole) para nominar a las suposiciones “punto de partida” –como si hubiera uno de llegada– “sin salida”, “carceleras del lenguaje”, etc. Eran matices cercanos a las tesis y tesituras, pero requeridos por la misma forma de lo que es suponer en general, o sea: ocultar en lo dicho lo no dicho del decir, una forma crucial de lo entre. Por lo tanto en el sonido de este develamiento resuena algo parecido a un tamborileo psicoanalítico, cierto que de modo peculiar, acorde con cada oreja. Por eso al manifestar un supuesto se produce un gesto parecido al de arrancar una muela o extraer una espina. Como las muelas, están incrustados. Como las espinas, están clavados. En sintonía con esto dice Hegel “los últimos fundamentos se dan por supuestos… En su método, presuponen ya la lógica, los criterios determinantes y los principios del pensamiento en general”. Ponerle un medio-decir, aturdirse con ellos, no deja de ser una tarea dolorosa, allí donde se suponen y aquí donde se exponen. Con un ejemplo le pondremos un broche a lo que aludimos en la trama de la pertenencia y al entrejuego de la suposición. Es a propósito del nombre propio. Se habrá notado que en él se instala el régimen de posesión, la idea de autor, de patrón del texto –dueño y medida del mismo-; de clave significativa, de unidad de significación, de origen, originalidad y sustancia de lo expresado, de genio irrepetible donde la obra adquiere unidad y sentido, de individuo in-diviso excepcional, conciencia desventurada, alma bella, buena conciencia y demás. Tomemos el nombre propio “Cervantes”, gloria literaria, premio para quienes buscan tenerla, único e intransferible ¿Es así desde el nombre propio? No, por lo menos implica dos suposiciones (suppositio) diferentes. Una, “el manco de Lepanto”. Otra, “el autor del Quijote”. Vale decir el nombre “Cervantes” no se constituye ni en un apelativo ni en el otro, sino entre, en esa falta y exceso de relación inicial que, sin duda, manquea. Así como la nada de Heidegger “nadea” o el verde “verdea”. Otro tanto pasa con Freud, Marx o Husserl que son tales a partir de situarse entre el patronímico y el psicoanálisis, el patronímico y el materialismo histórico o el patronímico y la fenomenología. Entonces, adquiere todo su sentido, desde el sin-sentido que lo dispara, el que algunos sean pensados desde el psicoanálisis, el materialismo histórico, la fenomenología u otras vertientes. Por lo tanto no basta con creer que con la figura del “tonto” (sea Bouvard o Pecuchet) desaparece la “suposición” de sus actos. Sólo se distribuye de una manera inédita e inesperada. La risa los supone a ambos y la absorción popular los convierte en un elemento más del paisaje provincial dislocado. Ello quiere decir que podemos andar por los mares de un pensamiento porque estos ya han establecido sus supuestos, el qué y el quién del mismo, jamás cómo ponerlo a funcionar, cómo realizarlo y cómo se debe pensar. El mar siempre nos precede, cómo navegarlo nunca podremos predecirlo acabadamente. Negar esa precedencia es el riesgo, tan actual, de morir ahogados, sin averiguar si podríamos habernos vanagloriado de saber nadar. Nada menos que haber podido mantener a flote un pensamiento. Colofón prometido: ¿”el verde verdea” es una proposición sin sentido? Otra pregunta ¿es siquiera una proposición que haya sido explorada desde la lógica de Aristóteles a la fecha? Aún, ¿alguna tendencia de la lógica matemática o el análisis de las proposiciones científicas, empiristas o deductivistas, se han ocupado de ellas? De modo general responderíamos que sí ¿Pero para qué? Para exorcizarlas bajo la doble condena de que no debe penetrarlas ni la paradoja ni el tiempo, una introduciendo al otro o viceversa. Esta ceremonia exorcizadora ocupó a los Principia Matemática de B. Russell, así como los ingentes tratados de sus seguidores. Sin embargo, hoy, autores formalistas como Saul Kriple terminan concediendo que “no hay propiedad semántica o sintáctica de un enunciado que pueda garantizar no ser paradójica” (Naming and Necesity). Para ayuntar a los indeseables –el tiempo, la paradoja– entonces será necesario recurrir al infinito malo, estéril o al sonsonete “lenguaje objeto-metalenguaje”, según cierta lógica en curso. Mediante estos pisos de un edificio interminable e insulso se aspira a dar cuenta de la “cientificidad” de un discurso y del estatuto de su complejidad. Sin embargo es sabido desde el siglo XIX que los enunciados y frases tales como: “el inconciente es eterno”, “toda conciencia es falsa conciencia”, “todo arte es pretérito”, “la nada nadea” o “el mundo mundea” no son, en realidad, proposiciones, pues nada se produce en ellas que deba permanecer para ser verificado. Son capas de superficie de una enunciación que les inquieta y hace perder sus límites espacio-temporales, morfológicos y gramaticales, sintácticos y semánticos. El es de alguna de ellas, no responde a la identidad lógico-formal, sino a la “penetración enunciativa” donde el sujeto y el predicado se rebasan mutuamente en el movimiento del lenguaje. Ya no se trata de “propiedades” (tal es más alto que…o más bajo que…), sino de “procesos verbales”, donde el infinitivo es el “modus infinitivus” como dice Heidegger: modo de la ilimitación, de la indeterminabilidad, es decir, el modo según el cual un verbo ejerce y muestra en general el rendimiento y la dirección de su significado. Y qué decir del participio (donde muerden distintas lógicas: del sentido, del resto o parergon, del himen, de la contaminación, de la doble banda, etc.), que participa de dos significados simultáneamente: uno nominal (la rosa floreciente) y otro verbal (lo floreciente opuesto al marchitarse, donde se nombra el proceso del florecer). ¿Adónde hemos llegado? A lo siguiente: la frase “el verde verdea” tiene más realidad indicativa y real imposible que cualquier proposición denotativa como “verde esmeralda” o “verde mar”. La locución marca, además del verde, la incidencia de la luz, la temperatura y otros fenómenos sin el cual el verde no podría “verdear” y ser detectado como tal. Así, la frase en lugar de designar un hecho, realiza una partida doble: designa un estado de cosas y expresa un acontecimiento. El lenguaje encuentra su devenir. Otra lógica es posible. Otras lógicas emergen sin poder ser contenidas en los protocolos de las vigentes, lo cual no les garantiza, como se cree ingenuamente, ninguna pretendida superación por anticipado. Fuente: Algunas condiciones básicas para interpelar la problemática del pensamiento –Coda lunga–. En Elogio del pensamiento. EPBCN, Barcelona, 2015. La Cebra, Adrogué, 2015. Trabajo de selección Gabriela Cardaci.

  • Arte poética / Vicente Huidobro

    Que el verso sea como una llave Que abra mil puertas. Una hoja cae; algo pasa volando; Cuanto miren los ojos creado sea, Y el alma del oyente quede temblando. Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; El adjetivo, cuando no da vida, mata. Estamos en el ciclo de los nervios. El músculo cuelga, Como recuerdo, en los museos; Mas no por eso tenemos menos fuerza: El vigor verdadero Reside en la cabeza. Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas! Hacedla florecer en el poema; Sólo para nosotros Viven todas las cosas bajo el Sol. El Poeta es un pequeño Dios. Fuente: Huidobro, Vicente. Arte poética, En El espejo de Agua, 1916

  • Zaratustreanas / Fernando Stivala

    Leer: abandonar, por un rato, lo que se quiere buscar, para luego quizás volver a encontrarlo. Nos entregamos al viaje de lo escrito. Leer no es quedar víctima de eso que se lee, sino hacer el ejercicio de entender el recorrido propuesto, y después, sí o sí, crear un lenguaje para lo que se necesita. Leer ni para venerar, repetir, consumir, criticar. Leer, un escritorio. En ese acto que parece pasivo, ya hay ideas, imágenes, sensaciones que se ponen a tejer más allá de la voluntad. Leer, una extraña acción. Zaratustreanas entonces, donde leer ya es operar modificaciones. Transformamos mientras nos vamos entregando a esa lectura. Más que una traducción, una transducción. Simondon. Leer, hacer un pasaje. Pasaje de un dispositivo a otro. Pasaje de un visible a un otro visible. No hay pasaje de lo invisible parcial a un visible total. No es un cambio personal de ser una manera u otra. No es de la cárcel a la libertad. Se trata de liberar ciertas potencias, ver cosas que antes no se veían, entrar en relación con cosas que antes no se entraba. No es liberación es micro-política. Las liberaciones micro-políticas tienen elemento local, no definitivo. En ese juego de liberaciones, mientras tanto y en simultáneo, se entra en otras servidumbres. No es la redención de una vez y para siempre. Zaratustreanas, una invitación a leer y accionar. Donde leer y vivir se componen en un mismo movimiento inmanente. Zaratustreanas, una filosofía práctica.

  • Alas / Monique Wittig y Sande Zeig

    La palabra “ninfas”, que designaba los pequeños labios de la vulva, ha sido sustituida gradualmente por la palabra “alas”, de uso más cómodo. Las alas baten y también transportan. La expresión “tener las alas mojadas” designa todo estado de excitación. Algunas dicen “vas a mojarte las alas” a una amiga que duerme fuera esa noche, sin preocuparse por el rocío, o a aquella que sale cuando una tormenta se avecina. “Volar con sus propias alas” es una expresión cuyo empleo se ha ido perdiendo y cuyo sentido es “conviene volar siempre con alas propias.” Fuente: Wittig, Monique y Zeig, Sande (1976). Borrador para un diccionario de las amantes. Traducción Cristina Peri Rossi. Editorial Lumen. Barcelona 1981.

  • Cómo tratar lo que se tiene / Clarice Lispector

    Existe un ser que vive dentro de mí como si fuera su casa, y lo es. Se trata de un caballo negro y lustroso que a pesar de completamente salvaje —pues nunca vivió en nadie ni jamás le pusieron riendas ni silla— a pesar de completamente salvaje tiene por eso mismo una dulzura primera de quien no tiene miedo: come a veces de mi mano. Su hocico es húmedo y fresco. Yo beso su hocico. Cuando yo muera, el caballo negro se quedará sin casa y va a sufrir mucho. A menos que escoja otra casa que no tenga miedo de lo que es al mismo tiempo salvaje y suave. Aviso que él no tiene nombre: basta llamarlo y responde. O no responde, pero una vez llamado con dulzura y autoridad él viene. Si olisquea y siente que un cuerpo es libre, trota sin ruidos y viene. Aviso también que no se debe temer su relincho: una se equivoca y cree que es una la que relincha de placer o de cólera. Fuente: Lispector, Clarice (1977). Cómo tratar lo que se tiene. En Revelación de un mundo. Buenos Aires. Adriana Hidalgo Editora, 2005.

  • ¿Ante qué obedecemos? / Alude al alud

    algunes elegimos la autogestión para que esas instituciones que conviven en loop no nos estanquen, ni nos jerarquicen. No nos obliguen, ni nos hagan llevar la estampita del bien y el mal. ¿Ante qué obedecemos? Ante nuestro propio deseo, nuestro amor por el monte y esas ganas de devolverle como hormigas tanto cuidado. Porque sabemos de la fortaleza en la naturaleza, pero también sabemos del odio, el dinero, el egoísmo y la inconsciencia. Sabemos del dolor cuando vemos arder la casa de cada ser vivo. Pero también, sabemos de esos abrazos al volver, con la cara hecha cenizas, con la tierra en el cuerpo. Sabemos de guisos calientes, de mamachas construidas entre suavidad y guerrilla, entre ternura y fuerza. Como quien tiene la delicadeza de mirar, para así, no perder la sabia urgencia de accionar. dijeron lo imposible de pelear contra esta máquina, lo riesgoso. Nos proveyeron de miedos, dijeron que el planeta no tiene retorno, que ya no hay nada por arreglar, ni por construir. Se empeñan en desunirnos con su reality de poder, transmitiéndolo para la división. Pero sabemos muy bien que rendirse no está en nuestro corazón, que elegimos pelear hasta ese día que nos toque morir. Porque somos vida militante, y así, solo así, en esta comunidad nacida de la fortaleza colectiva, es cómo elegimos transitar. A eso obedecemos. Entre rondas de zapateos y vinos, sabemos decir que, como en los cuentos del Sub, la palabra rendirse no existe en lengua verdadera. Texto escrito luego de los incendios 2021 por una brigadista de la Asamblea Ambiental de San Marcos Sierras.

  • Elogio a la ociosidad / Bertrand Russell

    Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán «La ociosidad es la madre de todos los vicios». Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado. Todo el mundo conoce la historia del viajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (era antes de la época de Mussolini) y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once de ellos se levantaron de un salto para reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero hacía lo correcto. Pero en los países que no disfrutan del sol mediterráneo, la ociosidad es más difícil y para promoverla se requeriría una gran propaganda. Espero que, después de leer las páginas que siguen, los dirigentes de la Asociación Cristiana de jóvenes emprendan una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es así, no habré vivido en vano. Antes de presentar mis propios argumentos en favor de la pereza, tengo que refutar uno que no puedo aceptar. Cada vez que alguien que ya dispone de lo suficiente para vivir se propone ocuparse en alguna clase de trabajo diario, como la enseñanza o la mecanografía, se le dice, a él o a ella, que tal conducta lleva a quitar el pan de la boca a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si este argumento fuese válido, bastaría con que todos nos mantuviésemos inactivos para tener la boca llena de pan. Lo que olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre suele gastar lo que gana, y al gastar genera empleo. Al gastar sus ingresos, un hombre pone tanto pan en las bocas de los demás como les quita al ganar. El verdadero malvado, desde este punto de vista, es el hombre que ahorra. Si se limita a meter sus ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino francés, es obvio que no genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos obvia, y se plantean diferentes casos. Una de las cosas que con más frecuencia se hacen con los ahorros es prestarlos a algún gobierno. En vista del hecho de que el grueso del gasto público de la mayor parte de los gobiernos civilizados consiste en el pago de deudas de guerras pasadas o en la preparación de guerras futuras, el hombre que presta su dinero a un gobierno se halla en la misma situación que el malvado de Shakespeare que alquila asesinos. El resultado estricto de los hábitos de ahorro del hombre es el incremento de las fuerzas armadas del estado al que presta sus economías. Resulta evidente que sería mejor que gastara el dinero, aun cuando lo gastara en bebida o en juego. Pero -se me dirá- el caso es absolutamente distinto cuando los ahorros se invierten en empresas industriales. Cuando tales empresas tienen éxito y producen algo útil, se puede admitir. En nuestros días, sin embargo, nadie negará que la mayoría de las empresas fracasan. Esto significa que una gran cantidad de trabajo humano, que hubiera podido dedicarse a producir algo susceptible de ser disfrutado, se consumió en la fabricación de máquinas que, una vez construidas, permanecen paradas y no benefician a nadie. Por ende, el hombre que invierte sus ahorros en un negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como a sí mismo. Si gasta su dinero -digamos- en dar fiestas a sus amigos, éstos se divertirán -cabe esperarlo-, al tiempo en que se beneficien todos aquellos con quienes gastó su dinero, como el carnicero, el panadero y el contrabandista de alcohol. Pero si lo gasta -digamos- en tender rieles para tranvías en un lugar donde los tranvías resultan innecesarios, habrá desviado un considerable volumen de trabajo por caminos en los que no dará placer a nadie. Sin embargo, cuando se empobrezca por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima de una desgracia inmerecida, en tanto que al alegre derrochador, que gastó su dinero filantrópicamente, se le despreciará como persona alocada y frívola. Nada de esto pasa de lo preliminar. Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél. Ante todo, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposición de la materia en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con otra materia dada; la segunda: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es desagradable y está mal paga; la segunda es agradable y muy bien pagada. La segunda clase es susceptible de extenderse indefinidamente: no solamente están los que dan órdenes, sino también los que dan consejos acerca de qué órdenes deben darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres dan simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto se llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas acerca de los cuales ha de darse consejo, sino el conocimiento del arte de hablar y escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propaganda. En Europa, aunque no en Norteamérica, hay una tercera clase de hombres, más respetada que cualquiera de las clases de trabajadores. Hay hombres que, merced a la propiedad de la tierra, están en condiciones de hacer que otros paguen por el privilegio de que les consienta existir y trabajar. Estos terratenientes son gentes ociosas, y por ello cabría esperar que yo los elogiara. Desgraciadamente, su ociosidad solamente resulta posible gracias a la laboriosidad de otros; en efecto, su deseo de cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo el evangelio del trabajo. Lo último que podrían desear es que otros siguieran su ejemplo. Desde el comienzo de la civilización hasta la revolución industrial, un hombre podía, por lo general, producir, trabajando duramente, poco más de lo imprescindible para su propia subsistencia y la de su familia, aun cuando su mujer trabajara al menos tan duramente como él, y sus hijos agregaran su trabajo tan pronto como tenían la edad necesaria para ello. El pequeño excedente sobre lo estrictamente necesario no se dejaba en manos de los que lo producían, sino que se lo apropiaban los guerreros y los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había excedente; los guerreros y los sacerdotes, sin embargo, seguían reservándose tanto como en otros tiempos, con el resultado de que muchos de los trabajadores morían de hambre. Este sistema perduró en Rusia hasta 1917 y todavía perdura en Oriente; en Inglaterra, a pesar de la revolución industrial, se mantuvo en plenitud durante las guerras napoleónicas y hasta hace cien años, cuando la nueva clase de los industriales ganó poder. En Norteamérica, el sistema terminó con la revolución, excepto en el Sur, donde sobrevivió hasta la guerra civil. Un sistema que duró tanto y que terminó tan recientemente ha dejado, como es natural, una huella profunda en los pensamientos y las opiniones de los hombres. Buena parte de lo que damos por sentado acerca de la conveniencia del trabajo procede de este sistema, y, al ser preindustrial, no está adaptado al mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible que el ocio, dentro de ciertos límites, no sea la prerrogativa de clases privilegiadas poco numerosas, sino un derecho equitativamente repartido en toda la comunidad. La moral del trabajo es la moral de los ‘esclavos, y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud. Es evidente que, en las comunidades primitivas, los campesinos, de haber podido decidir, no hubieran entregado el escaso excedente con que subsistían los guerreros y los sacerdotes, sino que hubiesen producido menos o consumido más. Al principio, era la fuerza lo que los obligaba a producir y entregar el excedente. Gradualmente, sin embargo, resultó posible inducir a muchos de ellos a aceptar una ética según la cual era su deber trabajar intensamente, aunque parte de su trabajo fuera a sostener a otros, que permanecían ociosos. Por este medio, la compulsión requerida se fue reduciendo y los gastos de gobierno disminuyeron. En nuestros días, el noventa y nueve por ciento de los asalariados británicos, se sentirían realmente impresionados si se les dijera que el rey no debe tener ingresos mayores que los de un trabajador. El deber, en términos históricos, ha sido un medio, ideado por los poseedores del poder, para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para su propio interés. Por supuesto, los poseedores del poder también han hecho lo propio aún ante sí mismos, y se las arreglan para creer que sus intereses son idénticos a los más grandes intereses de la humanidad. A veces esto es cierto; los atenienses propietarios de esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su tiempo libre en hacer una contribución permanente a la civilización, que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la civilización. La técnica moderna ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de trabajo requerida para asegurar lo imprescindible para la vida de todos. Esto se hizo evidente durante la guerra. En aquel tiempo, todos los hombres de las fuerzas armadas, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en la fabricación de municiones, todos los hombres y todas las mujeres ocupados en espiar, en hacer propaganda bélica o en las oficinas del gobierno relacionadas con la guerra, fueron apartados de las ocupaciones productivas. A pesar de ello, el nivel general de bienestar físico entre los asalariados no especializados de las naciones aliadas fue más alto que antes y que después. La significación de este hecho fue encubierta por las finanzas: los préstamos hacían aparecer las cosas como si el futuro estuviera alimentando al presente. Pero esto, desde luego, hubiese sido imposible; un hombre no puede comerse una rebanada de pan que todavía no existe. La guerra demostró de modo concluyente que la organización científica de la producción permite mantener las poblaciones modernas en un considerable bienestar con sólo una pequeña parte de la capacidad de trabajo del mundo entero. Si la organización científica, que se había concebido para liberar hombres que lucharan y fabricaran municiones, se hubiera mantenido al finalizar la guerra, y se hubiesen reducido a cuatro las horas de trabajo, todo hubiera ido bien. En lugar de ello, fue restaurado el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba se vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto se le dejó morir de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y un hombre no debe recibir salarios proporcionados a lo que ha producido, sino proporcionados a su virtud, demostrada por su laboriosidad. Ésta es la moral del estado esclavista, aplicada en circunstancias completamente distintas de aquellas en las que surgió. No es de extrañar que el resultado haya sido desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos que, en un momento determinado, cierto número de personas trabaja en la manufactura de alfileres. Trabajando -digamos- ocho horas por día, hacen tantos alfileres como el mundo necesita. Alguien inventa un ingenio con el cual el mismo número de personas puede hacer dos veces el número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita duplicar ese número de alfileres: los alfileres son ya tan baratos, que difícilmente pudiera venderse alguno más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los implicados en la fabricación de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres aún trabajan ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patronos quiebran, y la mitad de los hombres anteriormente empleados en la fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de los hombres están absolutamente ociosos, mientras la otra mitad sigue trabajando demasiado. De este modo, queda asegurado que el inevitable tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato? La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos. En Inglaterra, a principios del siglo XIX, la jornada normal de trabajo de un hombre era de quince horas; los niños hacían la misma jornada algunas veces, y, por lo general, trabajaban doce horas al día. Cuando los entrometidos apuntaron que quizá tal cantidad de horas fuese excesiva, les dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Cuando yo era niño, poco después de que los trabajadores urbanos hubieran adquirido el voto, fueron establecidas por ley ciertas fiestas públicas, con gran indignación de las clases altas. Recuerdo haber oído a una anciana duquesa decir: «¿Para qué quieren las fiestas los pobres? Deberían trabajar». Hoy, las gentes son menos francas, pero el sentimiento persiste, y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica. Consideremos por un momento francamente, sin superstición, la ética del trabajo. Todo ser humano, necesariamente, consume en el curso de su vida cierto volumen del producto del trabajo humano. Aceptando, cosa que podemos hacer, que el trabajo es, en conjunto, desagradable, resulta injusto que un hombre consuma más de lo que produce. Por supuesto, puede prestar algún servicio en lugar de producir artículos de consumo, como en el caso de un médico, por ejemplo; pero algo ha de aportar a cambio de su manutención y alojamiento. En esta medida, el deber de trabajar ha de ser admitido; pero solamente en esta medida. No insistiré en el hecho de que, en todas las sociedades modernas, aparte de la URSS, mucha gente elude aun esta mínima cantidad de trabajo; por ejemplo, todos aquellos que heredan dinero y todos aquellos que se casan por dinero. No creo que el hecho de que se consienta a éstos permanecer ociosos sea casi tan perjudicial como el hecho de que se espere de los asalariados que trabajen en exceso o que mueran de hambre. Si el asalariado ordinario trabajase cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no habría paro – dando por supuesta cierta muy moderada cantidad de organización sensata-. Esta idea escandaliza a los ricos porque están convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre. En Norteamérica, los hombres suelen trabajar largas horas, aun cuando ya estén bien situados; estos hombres, naturalmente, se indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados, excepto bajo la forma del inflexible castigo del paro; en realidad, les disgusta el ocio aun para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras desean que sus hijos trabajen tanto que no les quede tiempo para civilizarse, no les importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún trabajo en absoluto. La esnob atracción por la inutilidad, que en una sociedad aristocrática abarca a los dos sexos, queda, en una plutocracia, limitada a las mujeres; ello, sin embargo, no la pone en situación más acorde con el sentido común. El sabio empleo del tiempo libre -hemos de admitirlo- es un producto de la civilización y de la educación. Un hombre que ha trabajado largas horas durante toda su vida se aburrirá si queda súbitamente ocioso. Pero, sin una cantidad considerable de tiempo libre, un hombre se verá privado de muchas de las mejores cosas. Y ya no hay razón alguna para que el grueso de la gente haya de sufrir tal privación; solamente un necio ascetismo, generalmente vicario, nos lleva a seguir insistiendo en trabajar en cantidades excesivas, ahora que ya no es necesario. En el nuevo credo dominante en el gobierno de Rusia, así como hay mucho muy diferente de la tradicional enseñanza de Occidente, hay algunas cosas que no han cambiado en absoluto. La actitud de las clases gobernantes, y especialmente de aquellas que dirigen la propaganda educativa respecto del tema de la dignidad del trabajo, es casi exactamente la misma que las clases gobernantes de todo el mundo han predicado siempre a los llamados pobres honrados. Laboriosidad, sobriedad, buena voluntad para trabajar largas horas a cambio de lejanas ventajas, inclusive sumisión a la autoridad, todo reaparece; por añadidura, la autoridad todavía representa la voluntad del Soberano del Universo. Quien, sin embargo, recibe ahora un nuevo nombre: materialismo dialéctico. La victoria del proletariado en Rusia tiene algunos puntos en común con la victoria de las feministas en algunos otros países. Durante siglos, los hombres han admitido la superior santidad de las mujeres, y han consolado a las mujeres de su inferioridad afirmando que la santidad es más deseable que el poder. Al final, las feministas decidieron tener las dos cosas, ya que las precursoras de entre ellas creían todo lo que los hombres les habían dicho acerca de lo apetecible de la virtud, pero no lo que les habían dicho acerca de la inutilidad del poder político. Una cosa similar ha ocurrido en Rusia por lo que se refiere al trabajo manual. Durante siglos, los ricos y sus mercenarios han escrito en elogio del trabajo honrado, han alabado la vida sencilla, han profesado una religión que enseña que es mucho más probable que vayan al cielo los pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer creer a los trabajadores manuales que hay cierta especial nobleza en modificar la situación de la materia en el espacio, tal y como los hombres trataron de hacer creer a las mujeres que obtendrían cierta especial nobleza de su esclavitud sexual. En Rusia, todas estas enseñanzas acerca de la excelencia del trabajo manual han sido tomadas en serio, con el resultado de que el trabajador manual se ve más honrado que nadie. Se hacen lo que, en esencia, son llamamientos a la resurrección de la fe, pero no con los antiguos propósitos: se hacen para asegurar los trabajadores de choque necesarios para tareas especiales. El trabajo manual es el ideal que se propone a los jóvenes, y es la base de toda enseñanza ética. En la actualidad, posiblemente, todo ello sea para bien. Un país grande, lleno de recursos naturales, espera el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo un uso muy escaso del crédito. En tales circunstancias, el trabajo duro es necesario, y cabe suponer que reportará una gran recompensa. Pero ¿qué sucederá cuando se alcance el punto en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar largas horas? En Occidente tenemos varias maneras de tratar este problema. No aspiramos a Injusticia económica; de modo que una gran proporción del producto total va a parar a manos de una pequeña minoría de la población, muchos de cuyos componentes no trabajan en absoluto. Por ausencia de todo control centralizado de la producción, fabricamos multitud de cosas que no hacen falta. Mantenemos ocioso un alto porcentaje de la población trabajadora, ya que podemos pasarnos sin su trabajo haciendo trabajar en exceso a los demás. Cuando todos estos métodos demuestran ser inadecuados, tenemos una guerra: mandamos a un cierto número de personas a fabricar explosivos de alta potencia y a otro número determinado a hacerlos estallar, como si fuéramos niños que acabáramos de descubrir los fuegos artificiales. Con una combinación de todos estos dispositivos nos las arreglamos, aunque con dificultad, para mantener viva la noción de que el hombre medio debe realizar una gran cantidad de duro trabajo manual. En Rusia, debido a una mayor justicia económica y al control centralizado de la producción, el problema tiene que resolverse de forma distinta. La solución racional sería, tan pronto como se pudiera asegurar las necesidades primarias y las comodidades elementales para todos, reducir las horas de trabajo gradualmente, dejando que una votación popular decidiera, en cada nivel, la preferencia por más ocio o por más bienes. Pero, habiendo enseñado la suprema virtud del trabajo intenso, es difícil ver cómo pueden aspirar las autoridades a un paraíso en el que haya mucho tiempo libre y poco trabajo. Parece más probable que encuentren continuamente nuevos proyectos en nombre de los cuales la ociosidad presente haya de sacrificarse a la productividad futura. Recientemente he leído acerca de un ingenioso plan propuesto por ingenieros rusos para hacer que el mar Blanco y las costas septentrionales de Siberia se calienten, construyendo un dique a lo largo del mar de Kara. Un proyecto admirable, pero capaz de posponer el bienestar proletario por toda una generación, tiempo durante el cual la nobleza del trabajo sería proclamada en los campos helados y entre las tormentas de nieve del océano Ártico. Esto, si sucede, será el resultado de considerar la virtud del trabajo intenso como un fin en sí misma, más que como un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual tal trabajo ya no fuera necesario. El hecho es que mover materia de un lado a otro, aunque en cierta medida es necesario para nuestra existencia, no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la vida humana. Si lo fuera, tendríamos que considerar a cualquier bracero superior a Shakespeare. Hemos sido llevados a conclusiones erradas en esta cuestión por dos causas. Una es la necesidad de tener contentos a los pobres, que ha impulsado a los ricos durante miles de años, a reivindicar la dignidad del trabajo, aunque teniendo buen cuidado de mantenerse indignos a este respecto. La otra es el nuevo placer del mecanismo, que nos hace deleitarnos en los cambios asombrosamente inteligentes que podemos producir en la superficie de la tierra. Ninguno de esos motivos tiene gran atractivo para el que de verdad trabaja. Si le preguntáis cuál es la que considera la mejor parte de su vida, no es probable que os responda: «Me agrada el trabajo físico porque me hace sentir que estoy dando cumplimiento a la más noble de las tareas del hombre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre puede transformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo exige períodos de descanso, que tengo que pasar lo mejor posible, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la mañana y puedo volver a la labor de la que procede mi contento». Nunca he oído decir estas cosas a los trabajadores. Consideran el trabajo como debe ser considerado como un medio necesario para ganarse el sustento, y, sea cual fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en sus horas de ocio. Podrá decirse que, en tanto que un poco de ocio es agradable, los hombres no sabrían cómo llenar sus días si solamente trabajaran cuatro horas de las veinticuatro. En la medida en que ello es cierto en el mundo moderno, es una condena de nuestra civilización; no hubiese sido cierto en ningún período anterior. Antes había una capacidad para la alegría y los juegos que, hasta cierto punto, ha sido inhibida por el culto a la eficiencia. El hombre moderno piensa que todo debería hacerse por alguna razón determinada, y nunca por sí mismo. Las personas serias, por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al cine, y nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero todo el trabajo necesario para construir un cine es respetable, porque es trabajo y porque produce beneficios económicos. La noción de que las actividades deseables son aquellas que producen beneficio económico lo ha puesto todo patas arriba. El carnicero que os provee de carne y el panadero que os provee de pan son merecedores de elogio, ganando dinero; pero cuando vosotros digerís el alimento que ellos os han suministrado, no sois más que unos frívolos, a menos que comáis tan sólo para obtener energías para vuestro trabajo. En un sentido amplio, se sostiene que, ganar dinero es bueno mientras que gastarlo es malo. Teniendo en cuenta que son dos aspectos de la misma transacción, esto es absurdo; del mismo modo que podríamos sostener que las llaves son buenas, pero que los ojos de las cerraduras son malos. Cualquiera que sea el mérito que pueda haber en la producción de bienes, debe derivarse enteramente de la ventaja que se obtenga consumiéndolos. El individuo, en nuestra sociedad, trabaja por un beneficio, pero el propósito social de su trabajo radica en el consumo de lo que él produce. Este divorcio entre los propósitos individuales y los sociales respecto de la producción es lo que hace que a los hombres les resulte tan difícil pensar con claridad en un mundo en el que la obtención de beneficios es el incentivo de la industria. Pensamos demasiado en la producción y demasiado poco en el consumo. Como consecuencia de ello, concedemos demasiado poca importancia al goce y a la felicidad sencilla, y no juzgamos la producción por el placer que da al consumidor. Cuando propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras frivolidades. Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día deberían dar derecho a un hombre a los artículos de primera necesidad y a las comodidades elementales en la vida, y que el resto de su tiempo debería ser de él para emplearlo como creyera conveniente. Es una parte esencial de cualquier sistema social de tal especie el que la educación va a más allá del punto que generalmente alcanza en la actualidad y se proponga, en parte, despertar aficiones que capaciten al hombre para usar con inteligencia su tiempo libre. No pienso especialmente en la clase de cosas que pudieran considerarse pedantes. Las danzas campesinas han muerto, excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos que dieron lugar a que se las cultivara deben de existir todavía en la naturaleza humana. Los placeres de las poblaciones urbanas han llevado a la mayoría a ser pasivos: ver películas, observar partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente. Esto resulta del hecho de que sus energías activas se consuman solamente en el trabajo; si tuvieran más tiempo libre, volverían a divertirse con juegos en los que hubieran de tomar parte activa. En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto la hacía necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos disminuían grandemente su mérito, pero, a pesar de estos inconvenientes, contribuyó a casi todo lo que llamamos civilización. Cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió los libros, inventó las máquinas y refinó las relaciones sociales. Aun la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie. El sistema de una clase ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin embargo, extraordinariamente ruinoso. No se había enseñado a ninguno de los miembros de esta clase a ser laborioso, y la clase, en conjunto, no era excepcionalmente inteligente. Esta clase podía producir un Darwin, pero contra él habrían de señalarse decenas de millares de hidalgos rurales que jamás pensaron en nada más inteligente que la caza del zorro y el castigo de los cazadores furtivos. Actualmente, se supone que las universidades proporcionan, de un modo más sistemático, lo que la clase ociosa proporcionaba accidentalmente y como un subproducto. Esto representa un gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes. La vida de universidad es, en definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en un ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas de los hombres y las mujeres corrientes; por añadidura, sus medios de expresión suelen ser tales, que privan a sus opiniones de la influencia que debieran tener sobre el público en general. Otra desventaja es que en las universidades los estudios están organizados, y es probable que el hombre que se le ocurre alguna línea de investigación original se sienta desanimado. Las instituciones académicas, por tanto, si bien son útiles, no son guardianes adecuados de los intereses de la civilización en un mundo donde todos los que quedan fuera de sus muros están demasiado ocupados para atender a propósitos no utilitarios. En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros. Los escritores jóvenes no se verán forzados a llamar la atención por medio de sensacionales chapucerías, hechas con miras a obtener la independencia económica que se necesita para las obras monumentales, y para las cuales, cuando por fin llega la oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad. Los hombres que en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la economía o de la administración, será capaz de desarrollar sus ideas sin el distanciamiento académico, que suele hacer aparecer carentes de realismo las obras de los economistas universitarios. Los médicos tendrán tiempo de aprender acerca de los progresos de la medicina; los maestros no lucharán desesperadamente para enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demostrada en el intervalo. Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solamente distracciones pasivas e insípidas. Es probable que al menos un uno por ciento dedique el tiempo que no le consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés público, y, puesto que no dependerá de tales tareas para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas por los viejos eruditos. Pero no solamente en estos casos excepcionales se manifestarán las ventajas del ocio. Los hombres y las mujeres corrientes, al tener la oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con suspicacia. La afición a la guerra desaparecerá, en parte por la razón que antecede y en parte porque supone un largo y duro trabajo para todos. El buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir siendo necios para siempre. Fuente:https://www.bloghemia.com/2022/01/elogio-la-ociosidad-por-bertrand-russell.html?fbclid=IwAR0yYxBOdUg03QK3Bntc4Suk1BXBH7FzHo5v4HOi3hrPTIQL3tHvCqAhAfU Texto publicado por primera vez en 1935, en el libro titulado Elogio de la ociosidad y otros ensayos.

  • Elogio del pensamiento (fragmento) / Juan Carlos De Brasi

    VI “Dime qué opinas de la traducción y te diré quién eres”, enfatizaba Heidegger. La traducción es un delicado asunto de la apropiación conceptual. No podemos evitar su necesidad para la ciencia, la literatura, la filosofía, el psicoanálisis, etc, aunque resulte imposible “otorgarle la transparencia que ella desearía”, subrayaba Marx objetando la senda hegeliana del diálogo irresuelto entre las dos “únicas” filosofías: la griega y la alemana. Central para las formulaciones científicas y los procesos de pensamiento el problema de la traducción ya nos revela dos rasgos iniciales que rasgan el afán de completud, la idea de un pasaje término a término o la imposibilidad de recubrir un significado con otro y la pretendida claridad de tal operación. Ante todo una traducción verdadera se aparta de cualquier modo de objetividad, no en el sentido de replegarse en una subjetividad, sino de que siempre implica al intérprete, lo supone. Pensar es hacerlo en un determinado ámbito de traducción, donde los lapsus, fallidos, olvidos, son sus materiales más habituales. La misma práctica analítica verifica palmo a palmo esas constelaciones. No es otro el procedimiento que lleva a Marx a detectar el lapsus de la Economía Política cuando confunde o co-funde la “fuerza de trabajo” (ésta en su relieve de mercancía con un precio regido por la oferta y la demanda) y “el trabajo” productor de valor que se realiza por el lado del a-precio. ¿Qué estoy resaltando en este punto? Que la traducción es indelegable tanto en las áreas de pensamiento, como en las científicas, donde la ejecución y manipulación de realidades no dejan pensar los supuestos puestos en marcha en cada objeción o destello de réplica, como la de “nuestros autores” que todavía no piensan –sino lanzan consignas– en el mismo horizonte de lo criticado. ¿Qué nos resta por el momento? Dos indicios: toda traducción pone en juego un régimen de apropiación y una ilusión de transparencia. Si de “apropiación” se trata habrá que poner de manifiesto, entonces, las estrategias discursivas que se utilizan para destacar la lógica científica de un pensamiento en función del demérito de otras y sus plurales desarrollos. Si de alucinar “transparencias” se tratara habrá que preguntarse con qué ideas de concepto, definición, luminosidad-oscuridad, representación, verdad, enunciado, coherencia, etc., estamos dando cuenta cuando apelamos a lo científico o al pensamiento para validar su existencia. Por ejemplo, yendo hacia lo que va importando aquí, no puedo sin una verdadera tarea interpretativa (ahora introduzco un término de interés: interpretación) volcar el sinthome lacaniano en el vocablo síntoma, pues en él se condensa primariamente tanto syntôme como symbolique, donde el ¡goza! (Jouis) resuena en el ¡oigo! (J´ouis). Además el sinthome sería imposible en el animal, ya que en él se escucha finalmente la dicción específica del hombre [hom(m)e]. Otro tanto ocurre con lalangue que no es langue, de la que señala Lacan “yo escribo en una sola palabra para determinar su objeto”. Este “objeto” no puede ser el de la epistemología, enfrentado a un sujeto que lo constituye, sino el “pequeño a”, desprendido del otro, el del casillero vacío (-fi) que alimenta el deseo y el errante trastabillar del fantasma. i Estos ejemplos tomados de Lacan apuntan a la tarea de la traducción, más allá de que podamos estimar algunos de sus neologismos como ingeniosos calambures. En una palabra y para decirlo a medias: la interpretación es el trabajo incesante que subtiende, que tensa de manera irresuelta, que somete lo decidible a prueba. Más aún, que deshace a ésta como simple prueba definitiva, ya que su función es abrir y no sólo constatar un hecho teórico, empírico, lexical, proposicional o una frase en la que emerge un pensamiento. De ahí la dificultad previa al abordaje de los pensadores que en general, nos puedan interesar. El vocablo “traducción” reúne, para mí, a distintos tipos y campos de conocimientos aparentemente ajenos entre sí. Por eso la verdad que los acerca, sin fusionarlos, es, en uno de sus aspectos, la verdad cesurada e imposible de la traducción, sabiendo como dice Heidegger que “toda traducción es ya una interpretación (agreguemos: entre lenguas, intralengua, entre diferentes regiones del saber, etc.). Toda interpretación debe penetrar previamente en lo dicho y el estado de cosas allí expresado (reservo esta frase para después). Esta penetración, según es de creer, no será tan fácil en nuestro caso como penetrar en un jardín para hablar de un árbol”. Así, la traducción –supuesta la interpretación hacia la que tiende– hace confluir lo ajeno y lo propio en un tercero que no es ni lo uno ni lo otro. Un tercero que no cierra en triángulo, por el contrario tensa los lados en una labor constante; labor en fases, desfasada, de doble faz, de ida y vuelta que Freud destaca con precisión en un texto de 1923 (Señalamientos sobre la teoría y la práctica de la interpretación de los sueños. Ahí dice, “La interpretación de un sueño se distingue en dos fases, su traducción y su ponderación o utilización”). Por otro lado la traducción es un empeño que nos hace familiar lo extranjero, que nos alimenta sin saberlo, pues debido a ella incorporamos a nuestra lengua términos extraños u otros literalmente ajenos (light, gaffe, stand, graffiti, gurú, kermesse, stress, etc.). i Si se quiere asistir a un desarrollo apropiado, ya distanciado de cualquier juego de palabras, el texto de J. A. Miller, Extimidad, lo ofrece de manera destacable. Fuente: Algunas condiciones básicas para interpelar la problemática del pensamiento –Coda lunga–. En Elogio del pensamiento. EPBCN, Barcelona, 2015. La Cebra, Adrogué, 2015. Trabajo de selección a cargo de Gabriela Cardaci

  • La escritura del reencuentro / Daniel Calmels

    La letra densa (Fragmentos) En homenaje a Lysandro Galtier, maestro de libros. La propuesta de este escrito es recuperar algunas grafías de los archivos, el surco de color que llamamos escritura, de puño y letra de su autor, escritura “a mano” intentando traer un rastro, una huella del cuerpo de los poetas, así como también las foto-grafías. Para llevar esto acabo recurrí a una serie de libros pertenecientes a la biblioteca de Lysandro Galtier, así como cartas, esquelas, y fotografías (en parte inéditas) que se insertan en un texto mayor, dando testimonio de la intimidad de una dedicatoria, la palabra pensada que acompaña un obsequio y la escritura epistolar, tan propia de una época. La letra densa “El psiquismo se comporta poéticamente. De allí en este caso el placer de escribir.” Gastón Bachelard “La página en blanco es un oído que aguarda” Roberto Juarroz La huella que la mano deja cuando escribimos palabras, puede ser una forma de recuperar el gesto. El cuerpo suele estar ausente en el sobre de una carta, pero viaja en ella una marca de la persona. La letra singular, es una estela que la mano deja con los gestos plurales de la lengua escrita. La escritura a veces es una forma de acercamiento: se escriben cartas para llegar al cuerpo del otro. La escritura poética no intenta olvidar el cuerpo, sino reconstruirlo. La poesía es palabra densa, habitable, palabra que busca y atrae a otra palabra: trabajo de amantes, cuerpo y poesía. Alejandra Pizarnik sabe que la poesía llega al cuerpo, al cuerpo herido: “Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos”. Una de las formas más eficaces para alejarse del poema es descarnarse y leer con la lengua ortopédica, la que corrige la sintaxis y la ortografía. Dice A. Pizarnik: “Perras palabras, ¿cómo han de poder mis gritos determinar una sintaxis? Todo se articula en el cuerpo, cuando el cuerpo dice la fuerza inadjetivable de los deseos primitivos”. La palabra escrita es suma de praxis y lenguaje, unión del cuerpo en la lengua, lengua común de los cuerpos. Las experiencias corporales son fuentes de alimentación de las imágenes. Las vivencias corporales son material para nuestras metáforas verbales. El cuerpo siempre es reservorio. Allí donde el lenguaje verbal es pobre en extensión de vocabulario, se enriquece en la condensación. Este escrito recupera papeles, correspondencias, esquelas, cartas, imágenes correspondientes a Lysandro Galtier. Lysandro pinta, modela arcilla, escribe poesía y ensayo, traduce a H. Michaux, I. Seferis, J. Cocteau, G. Apollinaire, O. W. Milosz, Juan Ramón Jiménez. Su lengua de origen es francés, pero su cuerpo está crecido en la inmensidad de la pampa, éste es su paisaje referente: "la llanura sufrida de quien mi alma aprendió el gesto, la actitud...". *** Con una pluma pesada, Lysandro escribe sobre un ejemplar de El cántico del Conocimiento, texto de Milosz que acaba de traducir: Otro ejemplar envió años atrás a Antonio Porchia. Este le contestó con alguna de sus “voces”. “Un pequeño homenaje a mi gran amigo Lysandro Z. D. Galtier Antonio Porchia”. Foto tomada por Lysandro Galtier Porchia extrajo del libro de Milosz una frase, la copió lentamente sobre una hoja y la clavó con unas chinches en la puerta de madera: “Toda enfermedad es una confesión por el cuerpo.” Milosz. Antonio sentía atracción por los textos breves, aforismos, sentencias, semillas, pequeñas concentraciones… en las que el cuerpo tenía su lugar. Escribía: “Herir el corazón es crearlo.” “El temor de separación es todo lo que une.” Trabajaba en un libro interminable que llamó Voces, una de ellas decía: Cuando Roger Callois traduce su libro al francés (1949) muchos descubren a este escritor italoargentino que “recibía amablemente en pijama y pantuflas en su humilde casa de Nuñez” a los que querían conocerlo. Fue él quien en el año 58 auspició el primer libro de Roberto Juarroz, Poesía Vertical, que inauguraría un ciclo de publicaciones con el mismo título. Porchia preludia la publicación, en la solapa del libro, con esta frase: “Leyendo o escuchando los poemas de este libro, creo que sentir es profundo y comprender es superficial, porque siento muchísimo y casi no comprendo.” Poesía Vertical, le llega a Galtier: Juarroz comienza el primer poema con estos versos: “Una red de miradas mantiene unido al mundo, no lo deja caerse.” [1] En la poesía la escritura recobra su antiguo dominio del espacio gráfico. Las palabras no ocupan un lugar convencional, frecuentemente hay rebelión contra el margen izquierdo. En la mayoría de los casos la escritura poética se aleja de los márgenes, se centra, construye más de arriba hacia abajo que de izquierda a derecha; “poesía vertical”, como diría Roberto Juarroz, uniendo el cielo con la tierra, quizás recordando a Gastón Bachelard. El poeta dibuja la letra, vuelve densa la palabra. Así como no abandona un nombre único para sus libros, Poesía Vertical, tampoco abandona el interés por la mirada; dirá en próximos textos: “Hay veces en que un rostro deshace la mirada,/ deshace sobre todo el rostro ocultísimo que la mirada lleva.” "Me miro en el espejo y mi imagen no existe. /Me miro en un espejo que no existe/y mi imagen existe. /La imagen crea el espejo. /El espejo es una imagen de la imagen.” Roberto Juarroz La poesía siempre se ocupó de la mirada, porque la mirada se ocupó siempre de la poesía. La vista se acerca a la certeza, la mirada a la sugerencia. La poesía se aleja de la certeza. Octavio Paz, sensible al cuerpo, escribe: “El ojo piensa el pensamiento ve la mirada toca” Roberto Juarroz muere en abril de 1995. Octavio Paz lo despide con estas palabras en el diario “La Nación”. “Mencionar a Porchia al hablar de Juarroz no es gratuito: fue un escritor afín y que, quizá, lo inició en su extraña peregrinación hacia las fuentes ocultas de lo que llamamos realidad. Un poco más tarde conocí en persona a Roberto; el puente fue la amistad que nos unía a los dos con la poeta Alejandra Pizarnik.” Para el cuerpo la mirada es siempre una brújula. Nos avisa la calidad del terreno, la lejanía de la costa, el límite del mar. Pero toda la inmensidad del ver y del mirar se ve recortada. *** En 1927, Galtier acompaña a Charles de Soussens en su internación en el Hospital Rawson, le compra a escondidas botellas de ginebra y cigarros Avanti. Soussens, en un acto protocolar firma los vales que nunca se cobrarán. Galtier, archivista, los conserva. Charles de Soussens en su internación, hospital Rawson, acompañando por Lysandro Galtier, rodeado por su hermana Elena Galtier, y María Elena Ramirez del Carril, 1925. Jorge Luis Borges, refiriéndose a Fernández Moreno, dice “Recuerdo uno de sus poemas más memorables, el cual narra un encuentro con Charles de Soussens, la noche que murió Rubén Darío. Los dos se encontraron en un café de la Avenida de Mayo; los dos lloraron la muerte del gran poeta que había renovado de éste y el otro lado del mar la poesía de lengua española, y luego al alba se despidieron. Entonces Fernández Moreno describe, o mejor, evoca, menciona, el esplendor de la aurora hacia el oriente, y luego el pobre Soussens que se aleja claudicante, el pobre Soussens vestido casi míseramente, pero con bastón y guantes y galera. El último verso nos dice: El sol manchaba de oro tu pobre yaqué verde”. Borges Jorge Luis, “Poetas de Buenos Aires”, revista Testigo, N° 1, Buenos Aires, 1966. En 1973, Galtier publica Carlos de Soussens y la bohemia porteña [2], dedicado a Evar Méndez, quien la abriera las puertas de la revista Martín Fierro. Libro este que podría leer todo investigador de la literatura argentina. Reúne un rico anecdotario, fotografías y facsímiles de cartas y poemas de época, reunidos durante años. Ya en el año 30 le escribía al Vizconde de Lascano Tegui sobre los mojones de la poesía francesa en la Argentina, Soussens y los nuevos: Lascano Tegui era un poeta singular, cocinero sutil. Dice: “Cocinar es evadirse. Dejar un amarradero. Irse. Es soñar todavía a la vera de un prado o a la orilla del mar, desde donde vienen el buey y el pescado…” Escribe en De la elegancia mientras se duerme, uno de sus títulos mas enigmáticos, “…hoy por hoy, nuestro mundo continúa retenido por el ojo de la llave en que miramos la vez primera. Sólo vemos una pierna, un brazo o un seno.” [3] Viviendo en Paris deslumbró con su comida a Picasso y fue traducido al francés por Francis Miomadre. En los mismos tiempos en que otro argentino residía en Paris: Oliverio Girondo. Acaba de leer poemas de Galtier Oliverio proclama que a la vida le dan “ganas de lamerla constantemente” y se apropia del verbo, de la acción, abre los ojos y: Se miran, se presienten, se desean, se acarician, se besan, se desnudan, se respiran, se acuestan, se olfatean, se penetran, se chupan, se demudan, se adormecen, despiertan, se iluminan, se codician, se palpan, se fascinan, se mastican, se gustan, se babean, se confunden, se acoplan, se disgregan, se aletargan, fallecen, se reintegran. Años antes, Evar Méndez dirige la revista Martín Fierro, integra a los poetas jóvenes, entre ellos a Galtier. En enero del 38 lo invitan a una reunión en la cual participan entre otros los novios Norah Lange y Oliverio Girondo. Cuatro años después, Jacobo Fijman, era internado definitivamente en el “Vieytes” (hoy Hospital Borda). Oliverio junto con Antonio Vallejo (luego sacerdote), en 1927, lo habían acompañado en un viaje a Europa. Oliverio costeó los gastos, Vallejo se hizo cargo de la compañía en la cual no se ahorraron algunas bromas pesadas dirigidas a Fijman, hecho que luego lamentarían. El cuerpo en la poesía de Oliverio es un punto de llegada. En Fijman es un punto de partida: “la paliza que me dieron era para hacerme descarnar”, dice cuando es tomado preso. En otra oportunidad agrega: “El manicomio es la cárcel del cuerpo, un infierno.”. “Perder el cuerpo en una batalla contra el demonio era lo más hermoso.” En el “Vieytes” escribe y dibuja. El ordenamiento de las letras, siempre mayúsculas y de imprenta, mantiene la forma de un oleaje Cuando Fijman regresa de aquel viaje a Europa, forma parte del grupo redactor de la revista “Número”, en la cual, entre otros, escribe Leopoldo Marechal, el autor de Adán Buenosayres, libro en el que Fijman figura como Samuel Tesler, un personaje con la “doble natura de un hermafrodita”, en el sentido psíquico y no anatómico, como lo aclara J.J. Bajarlía. Marechal le manda una carta a Lysandro Galtier, por aquellos años intendente de la S.A.D.E (Sociedad Argentina de Escritores); en ella le pide una solicitud de asociación para Elvia. Elvia es su mujer y a ella le escribe: “Elviamor, cuando sueñas, la construcción del mundo es una risa de albañiles.” En el año 67 Marechal escribe: “el concepto poético, en última instancia, no sería más que una versión analógica del concepto metafísico, dada con el “saber” de lo cognoscible y el “sabor” de lo deleitable (y poseer el sabor de una cosa es poseer la cosa misma)”. Este fragmento forma parte del prólogo que realiza a Visión de los hijos del mal de Miguel Ángel Bustos. Lo presenta como un poeta metafísico “cuya creación no se realiza en el modo ‘conceptual’, sino en el modo experimental, sabroso en sus penurias y penoso en sus iluminaciones”. Bustos lee el prólogo para su libro y recuerda el día que golpeó a la puerta de Marechal “sin anuncios ni presentaciones, en busca de una comunión espiritual”. Garabateó en un papel: “Las reiteradas internaciones psiquiátricas, los 25 shocks insulínicos, no impiden que siga escribiendo y dibujando”. En el año 1970 le envía a Galtier su libro: Su metafísica no lo aleja de la temática del cuerpo; a ella acude con intensidad y violencia: .El infierno, aquella costilla que nos falta. .Toda madre mata a su hijo con el cuchillo del pezón Hasta aquí fragmentos de un recorrido posible, el cuerpo en la poesía y la poesía del cuerpo, trazo y letra, grafías, gesto y palabra. *** Lysandro Z. D. Galtier Nació el 06/10/1904. Poeta, ensayista y traductor. Su carrera literaria tuvo dos importantes vertientes, como escritor por un lado y como traductor por otro, este último desarrollado con un gran reconocimiento por parte de creadores literarios. Así también participó como pintor y ceramista de diversas muestras. Especializado en francés y griego. De sus numerosos trabajos como traductor, se destacan sus versiones al castellano de autores como G. Apollinaire, Lubicz Milosz, Henri Michaux, Saint-John Perce, Alain Fournier, Jean Cocteau, Mircea Eliade y Julien Green, entre otros. Así como su versión al francés de Juan Ramón Jiménez y de Alfonso Reyes. En tanto que, como autor sobresalen las obras: Itineraire, Mot de passe, Lumiére de Pampa, Antología del poema traducido (tres tomos) y Penumbra Lúcida por el que obtuvo el Segundo Premio Municipal de Poesía (1970) y el Tercer Premio Nacional de Poesía (1971). Premio Konex de Platino 1984. Falleció el 30/03/1985. [1] Juarroz Roberto, Poesía Vertical, Buenos Aires, ED. Equis, 1958, José Mármol, Pcia de Buenos Aires. [2] Galtier Z. D. Lysandro, Carlos de Soussens y la bohemia porteña, Buenos Aires, ministerio de Cultura y Educación, 1973. [3] Visconde de Lascano Tegui, De la elegancia mientras se duerme, grabados en madera de Raúl Monsegur, Paris, Excelsior, 1925. Nota: El índice de la obra de La escritura del rencuentro de Daniel Calmels: I) Julio Cortázar, II) Jacobo Fijman. III) Alejandra Pizarnik. IV) La inspiración. V) La letra Densa en homenaje a Lysandro Galtier. Este libro inédito del que publicamos fragmentos del capítulo cuatro acaba de ganar el primer premio ensayo literario, concurso Premio Especial "Eduardo Mallea" bienio 2013/2015, del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, conocido durante décadas como "Premio Municipal".

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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