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  • Pensares y pesares / Vicente Zito Lema

    Para Milagro Sala, dos mil días de prisión... La realidad política hoy se presenta como un postrer residuo de los mejores sueños… I La injusticia corroe la esperanza… Semejante silencio de quien puede hablar con sus actos y no habla… Adelanta la soledad final de la historia Las promesas son aguas que se beben… Sus olvidos, la tristeza de un desierto…. II (Lo que justicia non da…) Su cuerpo carga desde ahora una nueva condena del rencor… Los que deben juzgar, corrompen la justicia… Los que pueden indultar, se lavan las manos… ¿Quién puso presa a la mujer de los grandes sueños, o sea que la riqueza de la tierra fuera para todos igual que los cielos…? ¿Yo señor? ¡No señor! ¿Pues entonces / quién fue…? ¿Quién mantiene presa a la mujer de los amores más amores / la que hizo pasión de alegría la demasiada tristeza de este mundo…? ¿Yo señor? ¡No señor! ¿Pues entonces / quién es…? ¿Quién fue / quién es…? ¡Tanta noche! ¡Tanta noche…! Cuando la rebeldía es mujer El Poder cabalga a puro espanto y degüello. Julio de 2021

  • Destituyamos el mundo / Comité invisible

    Adverta: lectura no recomendada para quienes sólo sitúen en la idea de destitución fantasmas desestabilizadores que quitan suelo/sueño institucional como único en el que pisar. No recomendada tampoco para quienes no soporten crítica alguna a sus creencias partidarias, ni para quienes deseen lecturas complacientes y casi en términos de reducción de daño. Mucho menos para quienes busquen en los textos verdades reveladas. Lectura recomendada en cambio para abismarse a pisar justito ahí donde un suelo pareciera desarmarse y otro inimaginable comenzase a constituirse. Recomendada también para necesidades de percibir que en el agrietarse de lo ya conocido pueda, tal vez, asomar un más acá de las formas de lo vivo y un más allá que amalgame con fuegos, azares y misterios. 80% de los franceses no tienen problemas en declarar que ya no esperan nada de los políticos, los que confían en el Estado y sus instituciones no son menos del 80%. Ningún escándalo, ninguna evidencia, ninguna experiencia personal consigue lastimar seriamente, en este país, el respeto a la institución. Los que se llevan las culpas son siempre los hombres que la encarnan. Si hubo algo, fue error, abuso, incumplimiento excepcional. Las instituciones, similares en esto a la ideología, están protegidas de lo que los hechos desmienten, incluso cuando es permanente. Bastó con que el Frente Nacional prometiera restaurar las instituciones para que, de alarmante, se volviera tranquilizador. No hay nada sorprendente en esto. Lo real tiene algo intrínsecamente caótico que los humanos necesitan estabilizar imponiéndole una legibilidad y, con ello, una previsibilidad. Y lo que cualquier institución procura es justamente una legibilidad detenida de lo real, una estabilización última de los fenómenos. Si la institución nos conforta tanto, es porque garantiza un tipo de legibilidad que nos ahorra sobre todo, a nosotros, a cada uno de nosotros, afirmar cualquier cosa, arriesgar nuestra lectura singular de la vida y de las cosas, producir en conjunto una inteligibilidad del mundo que nos sea propia y común. El problema es que renunciar a hacer esto equivale simplemente a renunciar a existir. Es dimitir ante la vida. En realidad, lo que necesitamos no son instituciones, sino formas. Ahora bien, sucede que la vida, ya sea biológica, singular o colectiva, es justamente creación continua de formas. Basta con percibirlas, aceptar dejarlas nacer, hacerles un sitio y acompañar su metamorfosis. Una costumbre es una forma. Un pensamiento es una forma. Una amistad es una forma. Una obra es una forma. Un oficio es una forma. Todo lo que vive no es más que formas e interacciones de formas. La cosa es que estamos en Francia, el país donde incluso la Revolución se ha vuelto una institución, que ha exportado este equívoco a los cuatro confines del mundo. Existe una pasión específicamente francesa por la institución con la cual tenemos que arreglar cuentas si es que queremos un día poder volver a hablar de revolución, cuando no hacer una. Aquí, la más libertaria de las psicoterapias ha juzgado correcto clasificarse «institucional», la más crítica de las sociologías se ha dado el nombre de «análisis institucional». Si el principio nos viene de la Roma antigua, el afecto que lo acompaña es de procedencia claramente cristiana. La pasión francesa por la institución es el síntoma flagrante de la perdurable impregnación cristiana de un país que se cree emancipado de ella. Tanto más perdurable, por lo demás, porque se cree emancipado de ella. Nunca hay que olvidar que el primer pensador moderno de la institución fue ese tarado de Calvino, ese modelo de todos los despreciadores de la vida, y que nació en Picardía. La pasión francesa por la institución proviene de una desconfianza propiamente cristiana hacia la vida. La gran malicia de la idea de institución es pretender que nos liberaría del reino de las pasiones, de las vicisitudes incontrolables de la existencia, que sería un más allá de las pasiones cuando no es sino una de ellas, y ciertamente una de las más mórbidas. La institución pretende ser un remedio a los hombres, en quienes decididamente no se puede confiar, pueblo o dirigente, vecino, hermano o desconocido. Lo que la gobierna es siempre la misma tontería de la humanidad pecadora, sometida al deseo, al egoísmo, a la concupiscencia, que debe abstenerse de amar cualquier cosa en este mundo y ceder a sus inclinaciones uniformemente viciosas en su conjunto. No es su culpa si un economista como Frédéric Lordon no puede imaginarse una revolución que no sea una nueva institución. Pues es toda la ciencia económica, y no solamente su corriente «institucionalista», la que se reduce en última instancia a san Agustín. A través de su nombre y su lenguaje, lo que la institución promete es que una cosa, en este mundo de aquí, habría trascendido el tiempo, se habría sustraído del curso imprevisible del devenir, habría establecido un poco de eternidad palpable, un sentido unívoco, emancipado de los vínculos humanos y de las situaciones — una estabilización de lo real definitiva como la muerte. Todo este espejismo es el que se desvanece cuando estalla la revolución. Súbitamente lo que parecía eterno se hunde en el tiempo como en un pozo sin fondo. Lo que parecía hundir sus raíces en el corazón de los hombres resulta ser sólo una buena fábula para los bobos. Los palacios se vacían y uno descubre en los papeles del soberano dejados en desorden que él mismo no seguía creyendo en esto, si es que llegó a creer. Pues detrás de la fachada de la institución, lo que se trama es siempre algo más que lo que pretende ser, es incluso precisamente aquello de lo que ella pretendía haber emancipado al mundo: la humanísima comedia de la coexistencia de redes, de fidelidades, de clanes, de intereses, de linajes, de dinastías incluso, una lógica de lucha encarnizada por territorios, medios, títulos miserables, influencia, historias de faldas y cornamentas, viejas amistades y odios recocidos. Toda institución es, en su regularidad misma, el resultado de una intensa hojalatería y, en cuanto institución, del reniego de esta hojalatería. Su pretendida fijeza esconde un apetito glotón por absorber, controlar, institucionalizar todo lo que está a su margen y encubre un poco de vacío. El verdadero modelo de toda institución es universalmente la Iglesia. Del mismo modo en que la Iglesia no tiene manifiestamente por objetivo conducir el rebaño humano a la salvación divina, sino hacer su propia salvación en el tiempo, la función alegada de una institución es sólo un pretexto para su existencia. En toda institución es la Leyenda de El Gran Inquisidor lo que se repite cada año. Su objetivo verdadero es planamente el de persistir. Inútil precisar todas las almas y los cuerpos que hay que triturar para llegar a este resultado, y hasta dentro de su propia jerarquía. Uno no llega a ser líder sin ser, en el fondo, el más triturado — el rey de los triturados. Reducir la delincuencia, «defender la sociedad», son sólo el pretexto de la institución penitenciaria. Si, desde los siglos que existe, nunca lo ha conseguido, bien al contrario, y no obstante subsiste, es que su objetivo es otro: es continuar existiendo y crecer cuanto sea posible, y para esto salvaguardar el vivero de la delincuencia y gestionar los ilegalismos. El objetivo de la institución médica no es cuidar la salud de la gente, sino producir a los pacientes que justifiquen su existencia y una definición de la salud correspondiente. Nada nuevo, por este lado, desde Ivan Illich y su Némesis médica. No es el fracaso de las instituciones sanitarias lo que hemos terminado por vivir en un mundo de extremo a extremo tóxico y que pone a todo el mundo enfermo. Es por el contrario su triunfo. El fracaso aparente de las instituciones es, la mayoría de las veces, su función real. Si la escuela genera repudio a aprender a los niños no es de manera fortuita: ocurre que unos niños que tuvieran el gusto de aprender la volverían casi inútil. Ídem para los sindicatos, cuyo objetivo no es manifiestamente la emancipación de los trabajadores, sino más bien la perpetuación de su condición. En efecto, ¿qué podrían hacer con sus vidas los burócratas de las centrales sindicales si los trabajadores tuvieran la mala idea de liberarse verdaderamente? Existe, por supuesto, en toda institución gente sincera que cree verdaderamente que está ahí para cumplir su misión. Pero no es una casualidad si se ve sistemáticamente ante caminos repletos de trabas, es sistemáticamente apartada, castigada, hostigada, condenada pronto al ostracismo, con la complicidad de todos los «realistas» que se quedan callados. Estas víctimas privilegiadas de la institución tienen muchos problemas para comprender su doble lenguaje, y lo que ella en verdad les exige. Su destino consiste en ser tratados en su interior como aguafiestas, como rebeldes, y en sorprenderse de esto eternamente. Contra la más mínima posibilidad revolucionaria en Francia, se encontrará siempre la institución del Yo y el Yo de la institución. En la medida en que «ser alguien» socialmente se reduce siempre, en última instancia, al reconocimiento de, a la lealtad a alguna institución, en la medida en que tener éxito sea conformarse al reflejo que se te estira en los palacios de hielo del juego social, la institución aferra a cada uno por medio del Yo. Todo esto no podría durar, estaría sin duda demasiado congelado, demasiado poco dinámico, si la institución no se empeñara a compensar su rigidez por medio de una atención constante a los movimientos que la trastornan. Existe una dialéctica perversa entre institución y movimientos, que testimonia su férreo instinto de supervivencia. Una realidad tan vieja, masiva, hierática, inscrita en los cuerpos y las mentes de sus súbditos desde hace centenas de años, el Estado francés no habría podido durar tanto tiempo si no hubiera sabido tolerar, observar y recuperar paso a paso a críticos y revolucionarios. El ritual carnavalesco de los movimientos sociales funciona aquí como una válvula de seguridad, como un instrumento de gestión de lo social y al mismo tiempo de renovación de la institución. Los movimientos sociales le aportan la agilidad, la carne fresca, la sangre nueva que de forma tan cruel le hacen falta. Generación tras generación, con su gran juicio, el Estado ha sabido cooptar a los que se mostraban dispuestos a dejarse comprar, y aplastar a los que se las daban de irreductibles. No es por nada que una gran cantidad de viejos cabecillas de movimientos estudiantiles han accedido de manera tan natural a cargos ministeriales. Se trata en efecto de gente que sólo puede tener el sentido del Estado, es decir, el sentido de la institución como máscara. Quebrar el círculo que hace de su contestación el aliado de lo que domina, marcar una ruptura en la fatalidad que condena a las revoluciones a reproducir lo que echan fuera, romper la jaula de hierro de la contrarrevolución, tal es la vocación de la destitución. La noción de destitución es necesaria para liberar el imaginario revolucionario de todos los viejos fantasmas constituyentes que lo entorpecen, de toda la herencia engañosa de la Revolución Francesa. Es necesaria para hacer un corte en el seno de la lógica revolucionaria, para operar una partición en el interior mismo de la idea de insurrección. Pues existen las insurrecciones constituyentes, las que terminan como han terminado todas las revoluciones hasta este día: volcándose en su contrario, aquellas que se hacen «en nombre de…» — ¿en nombre de quién? El pueblo, la clase obrera o Dios, poco importa. Y existen las insurrecciones destituyentes, como lo fueron mayo de 1968, el mayo rampante italiano y una gran cantidad de comunas insurreccionales. A pesar de todo lo bello, vivo, inesperado que pudo pasar en él, Nuit Debout, del mismo modo en que antes el movimiento de las plazas español u Occupy Wall Street, mantenía todavía el viejo prurito constituyente. Lo que con él se puso espontáneamente en escena no fue otra cosa que la vieja dialéctica que pretende oponer a los «poderes constituidos» el «poder constituyente» del pueblo con la invasión del espacio público. No es por nada que en las tres primeras semanas de Nuit Debout, en plaza de la República, no menos de tres comisiones hayan aparecido que se atribuían la misión de reescribir una Constitución. Lo que aquí se repite es el mismo debate constitucional que se juega con ventanas cerradas en Francia desde 1792. Y parece que algunos no se cansan de esto. Es un deporte nacional. Ni siquiera se necesita refrescar la escenificación para volver a ponerlo al gusto del día. Hace falta decir que la idea de reforma constitucional presenta la ventaja de satisfacer a la vez el deseo de cambiarlo todo y el deseo de no cambiar nada — no son, finalmente, más que algunas líneas, modificaciones simbólicas. En la medida en que se debatan palabras, en la medida en que la revolución se formule en el lenguaje del derecho y de la ley, las vías de su neutralización son conocidas y están preparadas. Cuando marxistas sinceros proclaman en un panfleto sindical «¡nosotros somos el poder real!», es una vez más la misma ficción constituyente la que opera, y que nos aleja de un pensamiento estratégico. El aura revolucionaria de esta vieja lógica es tal que en su nombre las peores mistificaciones consiguen hacerse pasar por evidencias. «Hablar de poder constituyente es hablar de democracia». Es con esta mentira hilarante como Toni Negri inicia su libro sobre el tema, y no está solo para pregonar este género de estupideces al margen del buen sentido. Basta con haber abierto la Teoría de la constitución de Carl Schmitt, a quien no se lo cuenta precisamente entre los grandes amigos de la democracia, para darse cuenta de lo contrario. La ficción del poder constituyente conviene de igual modo tanto a la monarquía como a la dictadura. «En nombre del pueblo», ¿este lindo eslogan presidencial no dice nada a nadie? Uno se avergüenza de tener que recordar que el abate Siéyès, el inventor de la funesta distinción entre poder constituyente y poder constituido, este truco de magia de genio, nunca fue un demócrata. ¿Acaso no decía él, en su famoso discurso del 7 de septiembre de 1789: «Los ciudadanos que se nombran a representantes renuncian y deben renunciar a hacer ellos mismos la ley; no tienen voluntad particular que imponer. Si dictaran voluntades, Francia no sería ya este Estado representativo; sería un Estado democrático. El pueblo, lo repito, en un país que no es democracia (y Francia no sabría serlo), el pueblo no puede hablar, no puede actuar más que mediante sus representantes»? Si hablar de «poder constituyente» no es forzosamente hablar de «democracia», éstas son dos nociones que conducen siempre, tanto una como otra, las revoluciones a un callejón sin salida. Destituere en latín significa: poner de pie aparte, erigir aisladamente; abandonar; apartar, dejar caer, suprimir; decepcionar, engañar. En donde la lógica constituyente viene a estrellarse contra el aparato del poder, cuyo control intenta tomar, una potencia destituyente se preocupa más bien por escapársele, le retira toda posibilidad de dejarse tomar por él, en la misma medida en que gana en toma sobre el mundo, que al margen ella forma. Su gesto propio es la salida, tanto como el gesto constituyente es típicamente la toma por asalto. En una lógica destituyente, la lucha contra el Estado y el capital vale en primer lugar por la salida de la normalidad capitalista que en ella se vive, por la deserción de las relaciones de mierda consigo mismo, con los otros y con el mundo que en ella se experimenta. Así pues, en donde los constituyentes se colocan en una relación dialéctica de lucha con lo que reina para apoderarse de ello, la lógica destituyente obedece a la necesidad vital de desprenderse de ello. No renuncia a la lucha, se apega a su positividad. No se ajusta a los movimientos del adversario, sino a lo que requiere el incremento de su propia potencia. No tiene que ver, por tanto, con criticar: «Ocurre que o bien se sale de inmediato, sin perder el tiempo criticando, sencillamente porque uno se coloca en un lugar distinto a la región del adversario, o bien se critica, se conserva un pie adentro, mientras que se tiene el otro fuera. Hace falta saltar fuera y danzar por encima», como lo explica Jean-François Lyotard para saludar el gesto de El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari. Por otro lado, Deleuze anotaba lo siguiente: «Se reconoce de modo sumario a un marxista en que dice que una sociedad se contradice, se define por sus contradicciones, y particularmente sus contradicciones de clase. Nosotros decimos más bien que, en una sociedad, todo se fuga, y que una sociedad se define por sus líneas de fuga. […] Fugarse, pero al fugarse, buscar un arma». La cuestión no es luchar por el comunismo. Lo que importa es el comunismo que se vive en la lucha misma. La verdadera fecundidad de una acción reside en el interior de sí misma. Esto no significa que no exista, para nosotros, una cuestión de eficacia constatable de una acción. Significa que la potencia de impacto de una acción no reside en sus efectos, sino en lo que se expresa inmediatamente en ella. Lo que se edifica sobre la sola base del esfuerzo acaba siempre por derrumbarse por causa de agotamiento. De forma típica, la operación que el cortejo de cabeza hizo sufrir al dispositivo procesional de la manifestación sindical es una operación de destitución. Con la alegría vital que expresaba, con la agudeza de su gesto, con su determinación, con su carácter afirmativo tanto como ofensivo, el cortejo de cabeza atrajo hacia sí mismo todo lo que continuaba vivo en las filas militantes y destituyó la manifestación como institución. No con la crítica del resto de la marcha, sino haciendo un uso distinto al simbólico del hecho de tomar la calle. Sustraerse de las instituciones es todo salvo dejar un vacío, es positivamente ahogarlas. Para empezar, destituir no es atacar la institución, sino la necesidad que tenemos de ella. No es criticarla —los primeros críticos del Estado son los propios funcionarios; en cuanto al militante, cuanto más critica el poder, más lo desea y más desconoce su deseo—, sino poner todo el empeño en lo que ella supuestamente hace, fuera de ella. Destituir la universidad es establecer lejos de ella lugares de investigación, de formación y de pensamiento más vivos y más exigentes de lo que ella no es —no es difícil—, ver afluir aquí los últimos espíritus vigorosos cansados de frecuentar a los zombis académicos, y solamente entonces darle el golpe de gracia. Destituir la justicia es aprender a arreglar nosotros mismos nuestros desacuerdos, y aportarles algo de método, paralizar su facultad de juzgar y ahuyentar a sus esbirros de nuestras vidas. Destituir la medicina es saber lo que es bueno para nosotros y lo que nos enferma, arrancar a la institución los saberes apasionados que sobreviven en el cajón y no encontrarse ya nunca solo, en el hospital, con el cuerpo entregado a la soberanía artística de un cirujano desdeñoso. Destituir el gobierno es hacerse ingobernables. ¿Quién habló de vencer? Superar lo es todo. El gesto destituyente no se opone a la institución, no dirige contra ella una lucha frontal, la neutraliza, la vacía de su sustancia, marca un paso de distancia y la mira expirar. La reduce al conjunto incoherente de sus prácticas y hace un corte en medio ellas. Un buen ejemplo del carácter indirecto de la acción de una potencia destituyente es el modo en que el partido entonces en el poder, el Partido Socialista, fue arrastrado en el verano de 2016 a anular su universidad anual en Nantes. Lo que se constituyó en junio en Nantes en el núcleo de la asamblea «À l’abordage !» realizó lo que el cortejo de cabeza no había conseguido hacer durante todo el conflicto de la primavera: llevar los componentes heterogéneos de la lucha a encontrarse y a organizarse juntos más allá de una temporalidad de movimiento. Sindicalistas, nuitdeboutistas, estudiantes, zadistas, universitarios, jubilados, miembros de asociaciones y otros artistas se pusieron a preparar, para el PS, un comité de bienvenida bien merecida. Los riesgos eran grandes, para el gobierno, de que renaciera allí, con un grado de organización superior, la pequeña potencia destituyente que le había amargado la vida durante toda la primavera. Los esfuerzos convergentes de las centrales sindicales, la policía y las vacaciones para enterrar el conflicto habrían sido en vano. El PS se retiró entonces y renunció a librar batalla ante la amenaza que representaban la positividad misma de los vínculos que conformaron la asamblea «À l’abordage» y la determinación que de ella emanaba. De forma idéntica, la potencia de los vínculos que se articulan en torno a la ZAD es lo que la protege, y no su fuerza militar. Las más hermosas victorias destituyentes suelen ser aquellas en que simplemente la batalla nunca tiene lugar. Fernand Deligny decía: «Para luchar contra el lenguaje y la institución, la clave es tal vez no luchar contra, sino tomar la mayor distancia posible, a riesgo de señalar su posición. ¿Por qué iríamos a pegarnos contra la pared? Nuestro proyecto no es el de ocupar la plaza». Deligny era manifiestamente lo que Toni Negri vomita como «un destituyente». Constatando a dónde lleva la lógica constituyente de combinación de los movimientos sociales con un partido que apunta a tomar el poder, la destitución tiene que ser el buen partido. Se habrá visto así, en los últimos años, a Syriza, esa formación «salida del movimiento de las plazas», hacerse el mejor retransmisor de las políticas de austeridad de la Unión Europea. En cuanto a Podemos, todos habrán podido apreciar la radical novedad de las peleas por el control de su aparato que enfrentaron a su número 1 y su número 2. Y cómo olvidar el enternecedor discurso de Pablo Iglesias durante la campaña legislativa de junio de 2016: «Somos la fuerza política de la ley y el orden. […] Estamos orgullosos de decir “patria”. […] Porque la patria tiene instituciones que permiten a los niños ir al teatro y a la escuela. Es por esto que somos los guardianes de la institución, los guardianes de la ley, porque los humildes sólo tienen la ley y el derecho». O esta edificante perorata de marzo de 2015, en Andalucía: «Quiero hacer un homenaje: ¡vivan los militares demócratas! Viva la Guardia Civil, esos policías que ponen las esposas a los corruptos». Las últimas lamentables intrigas politiqueras que conforman a partir ahora la vida de Podemos han arrancado a algunos de sus miembros esta constatación amarga: «Querían tomar el poder, y es el poder el que los ha tomado». En cuanto a los «movimientos ciudadanos» que pretendieron «okupar el poder» apoderándose por ejemplo del ayuntamiento de Barcelona, les han confiado ya a sus viejos amigos de las okupas aquello que todavía no pueden declarar en público: tras acceder a las instituciones, sin duda «tomaron el poder», pero desde aquí no pueden nada — salvo frustrar algunos proyectos hoteleros, legalizar una o dos okupas y recibir a lo grande a Anne Hidalgo, la alcaldesa de París. La destitución permite repensar lo que se entiende por revolución. El programa revolucionario tradicional consistía en tomar de nuevo en sus manos el mundo, en una expropiación de los expropiadores, en una apropiación violenta de lo que es nuestro, pero de lo cual se nos había privado. Pero hay un problema: el capital se ha apoderado de cada detalle y de cada dimensión de la existencia. Ha hecho un mundo a su imagen. De explotación de las formas de vida existentes, se ha transformado en universo total. Ha configurado, equipado y vuelto deseables las maneras de hablar, pensar, comer, trabajar, salir de vacaciones, obedecer y rebelarse que le convienen. Haciendo esto, ha reducido a casi nada el trozo de lo que uno podría, en este mundo, querer reapropiarse. ¿Quién quiere reapropiarse las centrales nucleares, los almacenes de Amazon, las autopistas, las agencias de publicidad, los trenes de alta velocidad, Dassault, La Défense, las firmas de auditoría, las nanotecnologías, los supermercados y sus mercancías envenenadas? ¿Quién contempla una recuperación popular de las explotaciones agrícolas industriales en las que un solo hombre explota 400 hectáreas de tierras erosionadas al volante de su megatractor pilotado vía satélite? Nadie sensato. Lo que complica la tarea a los revolucionarios es que aquí también el viejo gesto constituyente ya no funciona. Tanto es así que los más desesperados, los más empeñados en querer salvarlo, han encontrado finalmente la artimaña: para acabar con el capitalismo ¡basta con reapropiarse el dinero mismo! Un negrista deduce esto del conflicto de la primavera de 2016: «Nuestro objetivo es el siguiente: ¡transformación de los ríos de dinero-mando que salen de los grifos del BCE en dinero como dinero, renta básica social incondicional! Hacer que vuelvan a descender los paraísos fiscales a la Tierra, atacar las fortalezas de las finanzas offshore, confiscar los depósitos de las rentas líquidas, garantizar a todas y todos el uso de la clave de acceso al mundo de la mercancía — el mundo en el cual realmente vivimos, nos guste o no. ¡El único universalismo que nos gusta es el del dinero! ¡Quien quiera tomar el poder que comience tomando el dinero! ¡Quien quiera instituir los commons del contra-poder, que comience asegurando las condiciones materiales a partir de las cuales esos contra-poderes pueden efectivamente ser construidos! ¡Quien quiera el éxodo destituyente, que considere las posibilidades objetivas de sustracción a la producción de las relaciones sociales dominantes inherentes a la posesión de dinero! ¡Quien quiera la huelga general y renovable, que reflexione en los márgenes de autonomía salarial concedidos por una socialización de la renta mínima digna de este nombre! ¡Quien quiera la insurrección de los subalternos, que no olvide la potente promesa de liberación contenida en la consigna “Tomemos el dinero”!». El revolucionario que estime su salud mental, antes que llegar a tales extremos discursivos, puede únicamente dejar detrás suyo la lógica constituyente y sus ríos imaginarios de dinero. El gesto revolucionario no consiste ya, pues, a partir de ahora, en una simple apropiación violenta de este mundo; el gesto se desdobla. Por un lado, hay mundos que hacer, formas de vida que hacer crecer a la distancia de lo que reina, incluyendo a la distancia de lo que se pueda recuperar del estado de cosas actual, y por el otro, hay que atacar, hay que puramente destruir el mundo del capital. Doble gesto que a su vez se desdobla: evidentemente, los mundos que se construyen sólo mantienen su distancia con respecto al capital por la complicidad en el hecho de atacarlo y de conspirar en contra suya, evidentemente, ataques que no llevarían en su corazón otra idea vivida del mundo no tendrían ningún alcance real, se agotarían en un activismo estéril. En la destrucción se construye la complicidad a partir de la cual se construye lo que conforma el sentido de destruir. Y viceversa. Es solamente desde un punto de vista destituyente como se puede aferrar todo lo que hay de increíblemente constructivo en los actos de destrucción. Sin esto no se comprendería que un pedazo entero de manifestación sindical pueda aplaudir o cantar cuando finalmente cede y se derriba el escaparate de un concesionario automovilístico o cuando es reducido a pedazos algo de mobiliario urbano. Ni que parezca tan natural para un cortejo de cabeza de 10 000 personas romper todo lo que merece serlo, e incluso un poco más, a lo largo del recorrido de una manifestación como la del 14 junio de 2016 en París. Ni que toda la retórica antivándalos del aparato de gobierno, tan perfeccionada y en tiempo normal tan eficaz, no dejó de resbalarse sin convencer a nadie. Los destrozos se comprenden, entre otras cosas, como un debate abierto en público sobre la cuestión de la propiedad. Hace falta darle la vuelta al reproche de mala fe «rompen lo que no es suyo». ¿Cómo quieres romper algo si, en el momento de romperlo, la cosa no está en tus manos, no es, en cierto sentido, tuyo? Recordemos el Código Civil: «En materia de muebles, la posesión vale por título». Precisamente, aquel que rompe no se entrega a un acto de negación, sino a una afirmación paradójica, contraintuitiva. Afirma en contra de las evidencias establecidas: «¡Esto es nuestro!». Los destrozos, por tanto, son afirmación y apropiación. Manifiestan el carácter problemático del régimen de la propiedad que rige ahora todas las cosas. O al menos abre el debate a propósito de este punto espinoso. Y apenas existe otro modo distinto de emprenderlo, en la medida en que uno se apresura a cerrarlo desde que es abierto pacíficamente. Todos habrán notado, por lo demás, hasta qué punto el conflicto de la primavera de 2016 habrá sido un divino intermedio en el proceso de putrefacción del debate público. Nada salvo una afirmación tiene la potencia de cumplir la obra de la destrucción. El gesto destituyente es por tanto deserción y ataque, elaboración y saqueo, y esto en un mismo gesto. Desafía en el mismo instante las lógicas admitidas de la alternativa y del activismo. Lo que se juega en él es un anudamiento entre el tiempo largo de la construcción y el más entrecortado de la intervención, entre la disposición a disfrutar de nuestro pedazo de mundo y la disposición a ponerlo en juego. Con el gusto de correr riesgos se pierden las razones de vivir. La comodidad, que atenúa las percepciones, se deleita de repetir palabras a las que vacía de sentido y prefiere no saber nada, es su verdadero enemigo, su enemigo interno. No es cuestión, aquí, de un nuevo contrato social, sino de una nueva composición estratégica de los mundos. El comunismo es el movimiento real que destituye el estado de cosas existente. Publicado en el libro Ahora / Maintenant Pepitas de calabaza, traducción Diego Luis Sanromán, 2017. Publicado también en https://tiqqunim.blogspot.com/2018/06/ahora-comite-invisible.html

  • Adynata Julio / VPS

    Una pila de hojas desordenadas y de distintos tamaños están ahí, al costado del teclado, ¿en su lugar? Anotaciones de varias capas de tiempo rejuntadas. Una receta de galletitas de avena, un programa de unas jornadas del 2016, una lista de contraseñas viejas, un mapa de Venecia, una fotocopia de DNI arrugada. Algunos papeles están desprolijamente escritos “Salir de criterios de igualdad y derecho, identitarios y, por tanto de inclusión”, se lee. Algunas cosas como “Alianzas insólitas, imprevisibles y sin techo”, “Disputar la crisis y empujar agendas” aparecen subrayadas. “Tecnocracia de género” está en una mayúscula desprolija y repasada. “Siento, existo. Le Breton”, está en verde, en una hoja doblada. En otra hoja, chiquita dice “Capitalismo como fuerza de abstracción sin fin” y, siguiendo una flecha se lee “Abstracción hace juego con extracción”. Al lado está escrito un mail. No se entiende la letra. Hay también, una hoja negra que tiene escrito en plateado ese poema precioso de Gelman, el de “Desconsoladamente. Des/con sol/hada/mente” . Esta mañana se agregó, en una hoja cuadriculada y escrito en rojo “Si la herida del lenguaje nos constituye, nos apremia herir al lenguaje con rupturas y saltos de imaginarios” val flores. Debajo de todo asoma la prueba de un fanzine “Las palabras y lo vivo”, mal impreso y al costadito, en la mitad de una hoja A4 se lee “abrir fisuras y grietas, resquicios de porvenir” y en mayúsculas, con birome negra “INCITACIONES TRANSFEMINISTAS”. Debajo de todo, asoma un dibujo y, en violeta, con esa letra cursiva que recién despunta la primaria, un mamá lleno de corazoncitos rojos.

  • Julio Adynata/ MP

    Winnicott tiene una idea precisa: “crear lo dado”. Una figura de peluche en la vidriera de una tienda se exhibe como mercancía, yace como existencia increada. Pero, esa figura en los brazos de una vida pequeña deviene amparo deseado. Suavidad imantada. Calidez mullida. Cosa encantada. Materialidad sensible. Fantasía animada. Incondicionalidad alcanzada. Crear lo dado, tal vez no se trate de otra cosa.

  • Sesiones en el naufragio (7) Un común vivir / Marcelo Percia

    Vivir con otros no equivale a un común vivir. Hace falta advertir que el con otros puede hacer daño. El con otros puede lastimar a través de la burla, el desprecio, la indiferencia, la desaprobación, la falta de amor, el rechazo, la exclusión, el sometimiento, la manipulación, la discriminación, la desconfianza, el hacer sentir inferior, la desvalorización, el infundir terror. Bajo diferentes acciones, el con otros puede comprimir la vida. El con otros puede actuar como eco de una moral que ordena, condena, premia. El con otros puede solicitar uniformidad y acatamiento a la voz de un Amo. El con otros puede amontonar desemejanzas y obligar al parecido. No en la semejanza sino en la infinita disparidad reposa lo vivo. Conviene reservar la idea de un común vivir para cercanías que no mandan ni prescriben, que no sancionan ni castigan, que no recompensan ni condecoran. Para cercanías que se saben delicadas y provisorias, gustosas y quebradizas. Conviene reservar la idea de un común vivir para proximidades que no demanden homogeneidad ni festejen lo unísono. Que no fomenten respuestas reflejas de cuando reír y cuando aplaudir. Proximidades que no obliguen reverenciar, venerar, repetir, lo que un poder espera escuchar. El culto de una autoridad no ayuda a pensar, solo sirve para disputar quién interpreta mejor su voluntad. Homogeneidades comienzan como simplificaciones perceptivas y terminan como atribuciones que constriñen a pertenecer a lo mismo. Escribe Gombrowicz (1951): “Pero ante todo, estos sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen de nosotros o entre nosotros? Si en un concierto estallan aplausos, eso no quiere decir que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un tímido aplauso provoca otros, se excitan mutuamente, hasta que por fin se crea una situación en que cada uno tiene que adaptarse a esa desquicia colectiva. Todos se comportan como si estuvieran entusiasmados, aunque nadie se sienta entusiasmado, al menos hasta tal punto”. Emociones, ¿surgen de nosotros o entre nosotros? No brotan de fuentes personales ni de pluralidades individuales entramadas, tal vez se trata de oleadas que golpean sensibilidades que se estremecen sin saber del todo por qué. Cierto: cuando un auditorio estalla en un simultáneo aplauso no todas las sensibilidades sienten ni celebran lo mismo. Las coincidencias se presentan como efectos temporales antes que como sincronías sentimentales. Lo unísono, a veces, sobreviene como una decisión de anclar la vida, por un momento, en un solo tono: un fingido silencio que suspende los sonidos del mundo. No se resuelve la cuestión de un común vivir diciendo que hay que respetar el ritmo de cada cual o las diferencias de cada quien. Ni repitiendo que se está a favor de la singularidad, del deseo, de la palabra de cada sujeto. Volviendo a confundir sujeción con soberanía. Eso no alcanza. Como escribe Horacio González (1996): “Deberíamos pensar otra cosa y no sabemos qué. Ese no saber es lo que nos interesa”. Se necesitan imaginar composiciones pasajeras. Rompientes de pasiones que se impulsan y expanden hasta desaparecer absorbidas en la arena. Urdir singularidades como súbitas conversaciones entre lenguas intraducibles. Presumir atonalidades, barullos, algarabías indisciplinadas. Estimar juegos rítmicos entre disonancias que se aproximan en los desacordes. No se pretende poetizar la idea de una singularidad no individual, se quiere volver más amable la inadecuación entre lenguaje y vida. Conviene reservar la idea de un común vivir para disparidades que no se ajustan a los lugares asignados. Vagabundeos que no se someten a consignas unificadoras. ¿Hay una vida así? Tal vez en algún momento de la amistad y el amor, en la inesperada alegría de la fiesta o la de un juego no reglado. Pichón Riviere sostenía que un conjunto de vidas separadas por una multitud de diferencias necesitaban una tarea en común para agruparse. Entendía que la homogeneidad de una meta conjugaba y potenciaba heterogeneidades. Sin embargo, se insiste aquí en un común pensar sin finalidades preconcebidas. Pero tampoco como deriva y naufragio. Un común estar como la sola partida, el solo desprendimiento, el solo desasimiento. Ya no la figura del objetivo común ni las metáforas de la navegación y el naufragio. Un común estar como comienzo de un exilio o una separación de las restricciones que la idea de mismidades individuales impone. Después de todo el artificio de una mismidad funciona como reducción o limitación o privación que persigue sustraer un poco del vértigo de lo vivo. ¿Se puede estar así en la vida, en la enseñanza, en la clínica? ¿Para qué insistir en la preposición de un común vivir en lugar de decir como todo el mundo una vida en común, una vida en comunidad, una vida en sociedad? Porque quizás algún día se pueda o, al menos, para que no se naturalice una limitación actual como límite o cerco para un vivir venidero. Se trata de prevenir fanatismos colectivos. Violencias con y sin uniformes. Indolencias que dañan y matan. Necesitamos pertenecer a algo aunque esa filiación estreche, comprima, amordace. Insistimos en ir hacia lo común para buscar amor. No sabemos otro modo posible de sosiego. La amenaza de no reconocimiento actúa como presión para la integración comunitaria: extorsión normalizadora. No se trata de vivir con otros, sino de vivir con otras vibraciones incapturables, con otras disidencias inclasificables, con otras soledades irreductibles, con otras aflicciones inimaginables, con otras complicidades imprevisibles, con otras formas de abrazar, con otras recepciones de lo no sabido. Entonces, vivir en proximidad de lo incapturable, lo irreductible, lo inimaginable, lo imprevisible, lo siempre extranjero y no sabido. Una de las meditaciones John Donne (1624) en sus días de enfermedad dice: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. / Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo. / Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, / como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. / Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, / porque me encuentro unido a toda la humanidad; / por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”. El escritor inglés escribe este fragmento en momentos en que siente la proximidad de la muerte. Escucha el sonar de las campanas de la catedral como anuncio de una existencia difunta próxima de la suya. Las metáforas de la isla y el continente y de la parte y el todo recorren el pensamiento de lo común. Lo mismo pasa con imagen de que todas las vidas están unidas en el instante de la muerte. Como dicen los versos de las coplas de Manrique (1501): “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir…”. No conviene repetir que se es parte de un todo como los órganos de un cuerpo. Lo común se siente como embriaguez de cercanías y necesidad de las lejanías, se experimenta como mareo, como cuando se comienza a girar con los ojos cerrados no sabiendo si confiar en los sentidos. Conviene discutir la idea componentes de una totalidad cuando se trata de pensar lo común. Se necesita rehusarse a considerar lo común como una materia completa y entera de una existencia conjunta que se divide en elementos individuales. Hace falta pensar la vida como demasía en la que se está, se lo sepa o no, en tanto sensibilidades expuestas y desamparadas en una común exposición y desamparo. Escribe Rilke (1905) en El libro de las horas un poema, Hora grave, que dice: “Quien llora ahora en cualquier parte del mundo,/ sin motivo llora en el mundo, llora por mí./ Quien ríe ahora en cualquier parte de la noche,/ sin motivo ríe en la noche,/ ríe de mí./ Quien va ahora a cualquier parte del mundo/ sin motivo va por el mundo,/ y va hacia mí./ Quien muere en cualquier parte del mundo,/ sin motivo muere en el mundo,/ me mira a mí”. Conmueve lo que escribe Rilke. Se advierte cómo esa ilusión de mismidad se ve traspasada, como las demasías desbordan territorios posesivos del mínimo yo. El llorar de todos los llantos, el reír de todas las risas, el ir de todas las partidas, el morir de todas las muertes, pulveriza angosturas de las conciencias, sus posibles resguardos y duplicaciones. La gravedad de las horas necesita de una común recepción y, a veces, ni siquiera eso alcanza. La gravedad de las horas, la enormidad de lo que estamos viviendo, todavía no puede pensarse. Nunca antes la atracción de las cercanías se había tornado tan peligrosa. Muertes y contagios aceleran pulsaciones, musculaturas ateridas chocan contra los fríos muros del encierro. Conviene plantar una diferencia entre la ira y el odio. Mientras el odio desea dañar, la ira dice basta a lo que daña. Manos maliciosas no implantan deseos de destrucción. Odios, que brotan de la desesperación, exigen salvación matando. Cuando las rutinas contenedoras del mundo del capital fallan, crueldades agazapadas -que anidan en las indolencias naturalizadas- se desatan. Un acto de crueldad, en cualquier lugar que estalle, llama a que pensemos no en una personalidad maligna, sino en el mundo que lo hizo posible. Hablas de las derechas se aferran a la ilusión inmunitaria del odio. La aversión como desmentida de la intemperie planetaria. Las consignas “déjennos circular” o “las escuelas no transmiten tanto el virus” expresan necedades y confusiones destructivas de pasiones individualistas. En el último año comenzamos a representar una vida en común según la metáfora de las burbujas. Burbujas protectoras, porosas, flexibles, livianas. Burbujas refugios de supervivencia. Una banda de rock estadounidense The Flaming Lips (algo así como labios en llamas) realiza en 2020, en medio de la pandemia, dos recitales en Oklahoma en los que quienes asistieron escucharon y bailaron encerrados en burbujas plásticas. Cada burbuja tenía espacio para tres convivientes. Contaba con un altavoz para escuchar el concierto, una botella de agua, un ventilador a pilas, una toalla, un cartel con la frase "tengo que orinar” y otro con la de “hace calor aquí". El tiempo en que una vida que respira puede permanecer en estos espacios es de una hora y diez minutos. La idea de burbuja conmueve la ilusión de individualidad. Subvierte fronteras corporales, concibe islotes no personales, instala una interioridad no interior. Una delgada silicona simula una piel común. Un globo de aire en el que se acompasan latidos de varios corazones. Sabíamos burbujas de clase, burbujas coloniales, burbujas de género, burbujas hetero-normativas, burbujas familiares, burbujas universitarias, burbujas urbanas, burbujas de impunidad. Ahora también sabemos burbujas inmunitarias. Tal vez algún día se sepa lo que ya se sabe: todo lo vivo reside en la sola burbuja planetaria. El pensamiento europeo inventa la ficción de otredad como frontera de nieblas, como frente de tormenta, como horizonte inalcanzable. Conviene pensar lo que se llama otredad sin contornear superficies de cuerpos capturados. No alcanza con sumar clasificaciones: el otro, la otra, le otre. Se necesita pensar en soplos que expanden misterios e íntimos suspiros. No se pretende una poética de las otredades, sucede que no hay otra manera de decirlo: se trata de ternuras de aire, brisas de fuego, desgarraduras de agua. Repentinas proximidades entre existencias que, mientras conversan y se acarician, no se conocen, ni se identifican, ni se comprenden. Empatías, simpatías, antipatías, sirven, a veces, para aplazar la incógnita interminable de una vida. Suelen cubrir con relatos convencidos ese lugar de no saber. Hay atracciones inmediatas y rechazos automáticos, también cercanías que estremecen y emocionan sin que medien historias y explicaciones. Sensibilidades traspasan fronteras: a eso se llama afectación. Pero esas demasías emocionales aturden sentidos, aceleran latidos, transpiran en las manos. Se sueñan y deliran. Empatías, simpatías, antipatías, se vivencian como narrativas que rescatan a las sensibilidades del desconcierto. El inaudible musitar de las cercanías no corresponde al rubro del conocimiento. Se trata de proximidades silenciosas entre cordialidades que saben desconocerse respetando lo irreductible. Absortas ante esos extraños pliegues de lo vivo. Desde antes de nacer, amorosas acogidas que abrigan, acarician, apalabran, accionan para que una ávida existencia, para no sucumbir, se abrace a la ficción de una interioridad. Movimiento paradojal de invención de una interioridad forastera: una interioridad fuera de sí. Un poema de Wislawa Szymborska (2012) se llama ABC, dice así: “Ya nunca sabré / qué pensaba de mí A. / Si B. llegó a perdonarme de verdad. / Por qué C. aparentaba que no pasaba nada. / Qué papel jugó D. en el silencio de E. /…Qué esperaba F., si es que esperaba. / Qué aparentaba G., a pesar de estar segura. / Qué quería ocultar H. / Qué quería añadir I. / Si el hecho de que yo estuviera a su lado / tuvo alguna importancia / para J. para K. y para el resto del alfabeto”. Este texto podría recordarse como el abecedario de las soledades. Todas sus preguntas van precedidas de un “ya nunca sabré”. Tal vez se trata de eso: imaginar un común vivir entre cercanías que nunca se supieron, ni se saben, ni se sabrán. Un común vivir que, sin embargo, sí sepa un común desamparo y la común intemperie planetaria. Y que también sepa un radical rechazo de lo que daña llámese individualismo o capitalismo, sujeción o normalidad. Fuente: La tecl@ Eñe. 13 de junio 2021

  • Post Guardia XXVII / Débora Chevnik

    Nadie. Ni unx se inmutó cuando dijeron que el 1 de julio tendrán una adecuada sepultura. Es más, se escuchó decir que será festejado con un asado. Nos transformaremos en sepulturerxs de libros, comeremos carne y beberemos. Este invierno nos trae la novedad del traspaso de los registros de las consultas: pasaremos del papel, como hacemos hace décadas, hace más de un siglo!!, al soporte electrónico. La era del copio y pego y de las palabras predictivas está instalada. Me acuerdo una vez, una compañera que comía un tostado de queso y tomate arriba del libro de guardia mientras lo escribía. Yo transpiraba la gota gorda, casi que podía ver la mancha de grasa en el registro de la consulta que escribíamos. Otra vuelta, sin darme cuenta, lo juro, apoyé el libro en una camilla sobre una mancha de vaya a saber qué. El libro de guardia del equipo de salud mental, ese que lxs amigxs pediatras llaman el libro de “me dijo le dije”, está llegando a sus días póstumos. Un nombre cariñoso para uno de los últimos lugares donde se registra la novela humana que llega a los hospitales y aún no fue del todo sintetizada-zipeada-codificada ni panoptiqueada. Se acaban los manchones, las hojas arrugadas sin querer, las letras ilegibles, los chistes de la letra de médicx, los pifies al momento de escribir la fecha porque si, porque lapsus. Se acaban las letras raras, las envidiables, las gigantografías, las nanoescrituras. Se acaban los trazos, las firmezas, los tachones, los errose y los sic. Lo que nos hace el papel; esa memoria, esa espacialidad, ese cuerpo: game over. Lentitudes y tropiezos mutan en bits bytes and bites. No muere nadie, muere el papel, morimos todxs. Reencarnaremos en hackeos y en un café de madrugada derramado sobre algún teclado distraído.

  • Clítoris, anarquía y feminismo / Catherine Malabou

    En griego, an-arjia designa literalmente la ausencia de principio (arjé), es decir de mando. Que no haya mando también significa que no hay comienzo. La arjé determina un orden temporal al privilegiar lo que aparece en primer lugar, tanto en el orden del poder como en el de la cronología. Anarquía quiere decir entonces sin jerarquía ni origen. La anarquía pone en tela de juicio la dependencia y la derivación. Durante siglos, “anarquía” no significó otra cosa que desorden y caos. Aristóteles la definió como la situación de un ejército sin estratega. Un ejército que de improviso se dispersa y no sabe ya de dónde viene ni a dónde va. Los soldados miran atrás y no ven ya a su general ni perciben otra cosa que el vacío. A mediados del siglo XIX los anarquistas invirtieron esas significaciones negativas y afirmaron que “la anarquía es el orden sin el poder”.[1] Los soldados sin jefes deben aprender a organizarse solos. Un orden sin mando ni comienzo no es necesariamente un desorden y ni siquiera lo es en modo alguno, sino un ordenamiento diferente, una composición sin dominación. Que solo procede de sí misma y nada espera como no sea de sí misma. Un orden de las cosas sin órdenes impartidas. La complicidad entre clítoris y anarquía obedece en primer lugar a su destino común de pasajeros clandestinos, a su existencia secreta, oculta, desconocida. También al clítoris se lo consideró durante mucho tiempo como un alborotador, un órgano de más, inútil, que desafiaba el orden anatómico, político y social con su independencia libertaria y su dinámica de placer apartada de todo principio y toda meta. Al clítoris no se lo gobierna. A pesar de todas las tentativas de encontrarle amos –autoridad patriarcal, dictado psicoanalítico, imperativos morales, peso de las costumbres, carga de la ancestralidad–, resiste. Resiste la dominación por el hecho mismo de su indiferencia al poder y a la potencia. La potencia no es nada sin su efectuación, su ejercicio, como lo testimonia la aplicación de una ley, un edicto, una orden e incluso un consejo. La potencia está siempre a la espera de su actualización. Actos, principios, leyes, decretos dependen a su vez de la docilidad y la buena voluntad de sus ejecutantes. Acto y potencia tejen la tela inextricable de la subordinación. El clítoris, justamente, no es ni en potencia ni en acto. No es una virtualidad inmadura a la espera de la actualización vaginal. Tampoco se pliega al modelo de la erección y la detumescencia. El clítoris interrumpe la lógica del mando y la obediencia. No dirige. Y por eso perturba. La emancipación necesita encontrar el punto de inflexión en el que el poder y la dominación se subviertan a sí mismos. La noción de autosubversión es uno de los conceptos determinantes del pensamiento anarquista. La dominación no puede deshacerse solo desde afuera. Tiene su línea de fractura interna, preludio a su ruina posible. Toda instancia que se muestre indiferente al par del acto y la potencia exaspera a los sistemas de dominación y revela al mismo tiempo sus fisuras íntimas. El clítoris se introduce en la intimidad de la potencia –normativa, ideológica– para revelar la falla que la amenaza sin cesar. Clítoris, anarquía y femenino, que a mi entender están indisolublemente ligados, constituyen un frente de resistencia consciente a las derivas autoritarias de la resistencia misma. La derrota de la dominación es uno de los más grandes desafíos de nuestro tiempo. El feminismo es sin duda una de las figuras más vivas de ese desafío, punta de lanza muy expuesta justamente porque carece de arjé. Pero sin principio no quiere decir sin memoria. Por eso me parece vital no amputar al feminismo de lo femenino. Lo femenino es ante todo un recordatorio, recordatorio de las violencias ejercidas sobre las mujeres, ayer y hoy, de las mutilaciones, violaciones, acosos, feminicidios. De esa memoria, el clítoris es a no dudar, y en muchos aspectos, el depositario, símbolo y encarnación a la vez de lo que la autonomía del placer de las mujeres representa de insoportable. Al mismo tiempo, como ya he dicho, lo femenino trasciende a la mujer, la desnaturaliza para proyectar, más allá de las vilezas de los abusadores, grandes o pequeños, el espacio político de una indiferencia a la sujeción. Lo femenino une esa memoria a este porvenir. Fuente: Malabou, Catherine (2020). El placer borrado. Clítoris y pensamiento. Ediciones La Cebra. Buenos Aires, 2021 [1] Pierre-Joseph Proudhon, Les Confessions d’un révolutionnaire, pour servir à l’histoire de la révolution de février, París: Hachette livre/BNF, 2012 [trad. esp.: Las confesiones de un revolucionario, paraservir a la historia de la Revolución de febrero de 1848, trad. de D. A. S., Buenos Aires: Americalee, 1947].

  • Retruco / Constanza Banus

    Nunca vimos el mundo caer como un castillo de naipes, tratando de atajar las cartas en medio de un huracán de incertidumbres. Nunca el planeta asistió a la desesperación que tironean cultura y naturaleza, en ese oximorón que se crea y se devora a si mismo llamado "humanidad". Estaba lejos, hasta que avanzó por aire y tierra, se llevó nuestro tiempo, incendió planes, inundó vínculos. Nos arrojó contra las paredes y espejos de nuestra vida, se nos movió el piso y perdimos el techo. La información se nos metía en los ojos como arena enfurecida y apenas se escuchaban voces de claridad. Salimos a territorio, a escuchar aprender desafiar contener acompañar, perder las referencias armarlas de nuevo. Frío lluvia viajes tensiones desafíos sonrisas. Nuestras miradas se abrazaron con el llanto de viudas, huérfanos, hambrientos, miedos, esperas soledades. La tristeza es un derecho, acompañarla, con cada posibilidad que exista para frenar este horror, es una obligación. Acá allá y entonces la vacuna, la vacuna y la espera, el avance de los acuerdos y de los otros intentando destrozar nuestros pasos. Quiero decir "nuestros" porque en ese deseo estaba el deseo de vivir, la alegría y el orgullo de pertenecer. Nos sembraron como semillas que resisten todos los climas para crecer, creer , crear. Los vacunatorios se prepararon en escuelas, clubes, universidades, trenes, se armaron como se arma un sitio de refugio en una guerra.La vacuna y la posibilidad de vivir, sin metáfora. La peste no paró y se llevó a nuestros amigues, familia, amores. Nosotres no paramos, así, colmados de ausencias, explotades de ganas, anclados en el puerto de quienes se dan en cuerpo y alma. Ni el día tiene 24 horas ni la semana 7 días, nuestro calendario está marcado por el ritmo de cada vacunade, nada es ideal, nada es ficción, aún así nos prestaron un lugar.Dice mi amigo "Hay algo heroico en un vacunatorio. Un nombre que recordaremos como lugar de antídoto, también, político". Nos han dado el honor de ser parte de una gesta heroica, somos amorosidades y valentías, haciendo un poco más, mucho más. Sé que hay que salir de las metáforas de la guerra, y de las guerras. A veces solo quiero abrazarme y sentir el vaivén de la paz...pero lo que más quiero es este abrazo, nuestro, este abrazo de sentir que están presentes, este abrazo que nos va a quedar en la memoria del mundo, compañeros, compañeras, compañeres, es tiempo de barajar y dar de nuevo. Mono impresión con litografía, madera cortada, impresión digital, tinta, acrílico y otros materiales. Irregular: composición 66 x 52,5 cm/hoja 76 x 57 cm

  • Bomba de hueso / Camila Milagros Hoyo Veigas

    Quisiera escribir un poema que sea mi columna que sea bomba de hueso bomba de hueso y aire bomba de hueso y aire las palabras no se rompen ni llevan fierros bomba de hueso y aire. las palabras no me duelen aire. Decir por ejemplo aquí está mi verso lumbar 2 ¡que sano y fuerte! aquí está mi verso lumbar 3 ¡nunca vi otro igual! miren mis nervios cuántas palabras bonitas ramificadas. Sacarle radiografías, un libro, ningún verso va desviado todos están en su orden nato bomba de hueso y aire las palabras no me rompen ningún trueno cae por mis piernas un punto suspensivo quizá las cervicales Un poema que sea mi columna reinventar mis cimientos que no me exploten cosas que si toco mi espalda toque palabritas un suspiro entre verso y verso vaciar mis vértebras dotarlas de literatura en un orden mágico quitarles las pastillas las palabras ya no duelen y así podría saltar corriendo y serpentear mi cuerpo y si por esas casualidades me caigo, que pena mas no debería ir de rodillas no tendría yo nada que se quiebre y nunca más me tendrían que abrir: no existen los cirujanos de poemas y si existen no me importan (las burocracias no dirigen mi anatomía) o no deberían pues ¿que más dá? yo podría disfrutar un día de lluvia y respiraría su nostalgia sería un poema y no bomba de hueso fierro bomba de hueso fierro bomba de hueso y aire no Publicado en Rota, Buenos ASires, Capuchas Ediciones (2019)

  • No basta / Gloria Anzaldúa

    No basta con decidir abrirte. Debes hundirte los dedos en el ombligo, con las dos manos agrietarte, derramar los lagartos y los sapos las orquídeas y los girasoles, virar al revés el laberinto. Sacudirlo. Sin embargo, no te vacías del todo. Quizás una flema verde se esconde en tu tos. Tal vez no sabes que la tienes hasta que un nudo te crece en la garganta y se convierte en rana. Te cosquillea una sonrisa secreta en el paladar lleno de orgasmos diminutos. Pero tarde o temprano se revela. La rana verde croa sin discreción. Todos miran. No basta con abrirte una sola vez. De nuevo debes hundirte los dedos en el ombligo, con las dos manos desgarrarte, dejar caer ratas muertas y cucarachas lluvia de primavera, mazorcas en capullo. Virar al revés el laberinto. Sacudirlo. Esta vez debes soltarlo todo. Enfrentar el rostro abierto del dragón y dejar que el terror te trague. —Te disuelves en su saliva —nadie te reconoce hecha charco —nadie te extraña —ni siquiera te recuerdan y el laberinto tampoco es creación tuya. Y has cruzado. Y a tu alrededor espacio. Sola. Con la nada. Nadie te va a salvar. Nadie te va a cortar la soga, a cortar las gruesas espinas que te rodean. Nadie vendrá a asaltar los muros del castillo ni a despertar con un beso tu nacimiento, a bajar por tu pelo, ni a montarte en el caballo blanco. No hay nadie que te alimente el anhelo. Acéptalo. Tendrás que hacerlo, hacerlo tú misma. Y a tu alrededor un vasto terreno. Sola. Con la noche. Tendrás que hacerte amiga de lo oscuro si quieres dormir por las noches. No basta con soltar dos, tres veces, cien. Pronto todo es tedioso, insuficiente. El rostro abierto de la noche ya no te interesa. Y pronto, otra vez, regresas a tu elemento y como un pez al aire sales al descubierto sólo entre respiros. Pero ya tienes agallas creciéndote en los senos. Publicado en Borderlands/La frontera: The New Mestiza (San Francisco, 1987)

  • La señorita / Audre Lorde

    Una vez fui inmortal al lado de un océano teniendo los nombres de la noche y vinieron los primeros hombres en trineos de fuego conduciendo el sol. Fui engendrada en el cráter lunar de una virgen condenada a la luz a las interminables mañanas de un mundo seco alejando a la luna no importa hacia donde huyera buscando algún camino a casa, la mañana había señalado los ríos desgarradores para descansar en la cama reseca y brillante de mi madre mar. El tiempo llevó a la luna hacia el cuarto creciente y me encontraron mortal al lado de un cráter lunar susurrando los nombres oceánicos de la noche. THE MAIDEN Once I was immortal beside an ocean having the names of night and the first men came with a sledge of fire driving the sun. I was brought forth in the moonpit of a virgin condemned to light to a dry world's endless mornings sweeping the moon away and wherever I fled seeking some new road home morning had fingered the harrowing rivers to nest in the dried-out sparkling bed of my mother sea. Time drove the moon down to crescent and they found me mortal beside a moon's crater mouthing the ocean names of night. Publicado en Quién dijo que era fácil / Audre Lorde. -1a ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Zindo & Gafuri, 2019. Traducción de: María Eugenia Soler; Gabriela Raya.

  • Canto a todos / Susana Thenon

    Me esperarán en vano, pues no estoy. He viajado a mi adentro y allí estaré ya siempre. He viajado a mi adentro que nunca se termina de conocer y es tan profundo como el dolor. Y por las tardes en él me tiendo, a las orillas de la sangre, y allí me olvido de cosas tan extrañas como el pasado, y allí, que no hay futuro me tiendo, a las orillas de la sangre y miro la placidez del remanso. 1 – XI- 55 Publicado en La morada imposible Tomo II

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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