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- Post Guardia XV / Débora Chevnik
El pibe vaga por el hospital conociendo ya el diagnóstico. Así, pasea su covid de punta a punta. Que tenía amigxs psicólogxs que conoció en la internación anterior y que quería ir a saludar, que hacía mucho que no pasaba por el hospital donde comenzó a atenderse siendo un bebé y quería andar por ahí, y otras historias devenidas urgencias, se desoyen para escuchar las voces que ya saben. La gorra alucina, solo tiene oídos para las perezosas interpretaciones prêt-à-porter. Repite "no adhiere a las indicaciones porque tiene un diagnóstico de...". ¿Está bien pasearse por el hospital teniendo covid? ¿A ver el coro?!! Nooo, está mal! Está mal mal mal muy mal. Entonces, medicación para que se quede quietito quietito. Pero… la ciencia de la sinapsis puesta al servicio del orden del mundo no solo no lo deja quietito quietito sino que, ahora, además tiene una baba colgando hasta el ombligo. Y con cada broma y con cada abrazo que atina a dar -porque es muy cariñoso, eso no lo niega nadie- pendula esa indisciplinada y suelta baba. Ahora, el brazo químico de la tranquilidad institucional, se debilita. Porque ante la hediondez de esa larga transparencia y entre tanto cariño que quiere abrazar a toda costa no sabe qué hacer. Mirando de frente y desempañando la semiología, no se sabe bien si es la baba la que pende del desacatado ímpetu bromista juvenil o si es el pulcro y académicamente-justificado intento de disciplinamiento lo que pende de esa viscosidad inusual. Al construir modos de estar en el trabajo institucional, ¿qué hay entre nosotrxs?, ¿qué pasa entre nuestros cuerpos? En la baba, hoy, ríe la risa que ríe de los empecinamientos de la razón.
- Cueros / Rocío Feltrez
(…) Habría que empezar de nuevo, aprender a tocar las cosas, las personas como aprendimos de niños. Pero en lugar del gesto de apropiación, de la creciente codicia, ¿podría haber un modo, un modo que no existe todavía, de tocarnos sin provocar una herida que va a llevar mucho tiempo sanar, la vida entera, sin garantías de que esa restitución sea posible? Que sea posible sin embargo, pido, apenas eso: no causar más dolor que el que ya existe, ante todo no dañar, como decían los primeros médicos de la tribu. Claudia Masin, “La venganza” en Lo intacto. Para confirmar su existencia, para reafirmar su poderío, necesita una periódica lamida de ego. Detesta saberla deseante. No soporta que esa existencia con la que comparte los días viva una vida más allá de él. Su piel se crispa cada vez que deja de ser el protagonista de la historia. Las ansias de dominación lo dominan. Ella intenta mediar. No mostrarse tan deseante, no enojarse demasiado; ahorrarse un mal momento. No puede vislumbrar que aquello que se asfixia es vida. Lidia, también, con miradas cercanas que observan las escenas con pena y resquemor. Ninguna amiga le acerca un mapa. No hay mano tendida para esa obrera del patriarcado de tiempo completo. Días y noches dedicándose a trabajos no remunerados para alimentar la imagen de la buena mujer, la buena esposa, la buena madre. Él, descansa en la comodidad del traje de Obelisco que le hicieron a medida. Desde que nació, a las trece en punto lo espera una mesa servida, una mujer que cocina, le sirve, lava, limpia, plancha y celebra todos y cada uno de los movimientos que hace. “Mirá qué lindo, qué cosa más hermosa, cuánta perfección, cómo se distingue, todo lo que sabe, yo no sé a quién sale, tan ingenioso, tan educado, tan inteligente”. Con ese ego inflado es parido al mundo. Lo espera otra mujer en cuya piel se han ido inscribiendo los dictados de la educación sentimental de la época, y anhela cumplir con los mandatos que el mundo social ha imaginado para ella. Con el correr de los años la romantización de ese horizonte de felicidad de plástico se derrite de espanto. Y hay que blindar bien la piel para no querer rendirse; para no aceptar que ese que le han vendido como el mejor de los mundos posibles es un lugar horrible, que sólo se puede habitar a costa de acallar el deseo, volverse una muerta en vida, concretar una total desconexión entre los gritos del cuerpo y la cadencia cotidiana de la servidumbre y la violencia. Queda seguir justificando, mediando, explicando, tapando los cráteres que deja a su paso una existencia soberbia, construida sobre la misoginia, graduada en la escuela de la dueñitud. Las propiedades del amo se levantan sobre una fosa común de mujeres a las que la vida se les ha sido escamoteada. Tantos desabrazos, tanta desidia, tanta desatención, tantas muertes explicadas por la costumbre. ¿Y no hay nada más para decir que la costumbre? ¿Hay que conformarse con buscar el hueco que vuelva posible un respiro, la pausa que traiga el alivio, el oasis al que a veces llegamos por suerte o por casualidad? Hay una epidemia de la que a veces cuesta hablar: la de las crueldades, violencias y tiranías del tan humano supremac(h)ismo. Sobre el final de “Tesis sobre una domesticación” de Camila Sosa Villada, se lee un relato del padre de la protagonista de la historia; una famosa actriz travesti que se casa con un gay bien galán, blanco y acomodado con quien adopta a un chico de seis años portador de VIH. En ese relato se escuchan latidos de la crueldad. El hombre cuenta que, cuando el hijo cumple seis años, junto a la madre deciden regalale al chico dos cabritos: Pinki y Dinki. Desde ese instante y hasta el desenlace trágico, estos amigos inseparables acompañan a la criatura al colegio, lo reciben a los saltos y lo esperan para jugar. En el cruce de esas miradas se dibujaba un trazo intermitente de felicidad; se volvía posible arrancarle al mundo un trozo de dicha; encontrar un descanso, sentir la calma, pausar por un momento el punzante asedio del tedio de existir entre violencias y crueldades. Pero el fulgor de esa coincidencia interespecie hacia latir la herida del hombre de la casa. Esa felicidad le recordaba, una y otra vez, eso de lo que estaba privado. “Yo no podría soportar esa alegría”–narra el padre. ¿Cómo un cuero así de endurecido podría soportar tanta ternura? Una mañana, mientras el hijo estaba en el colegio, apremiados por la necesidad pulsante de la pobreza, el padre y la madre deciden carnear a los cabritos y vendérselos al tío. Cuando el chico regresa a la casa llama a sus amigos no humanos para comenzar una vez más el sagrado ritual del juego, pero sólo oye el silencio poblado del monte. La madre y el padre, que habían ensayado una respuesta para apaciguar un dolor inevitable, le dicen al chico que, como este año Papa Noel andaba necesitando ayuda para repartir los regalos de navidad, ellos decidieron donarle a Pinki y a Dinki al señor de barba blanca para alivianarle la tarea. Con la explicación el hijo se queda triste, pero tranquilo. Hasta que, de pronto, va al patio y avista el horror. Así lo cuenta el padre: La cosa es que no nos habíamos dado cuenta con la madre de que habíamos dejado los cueros de los cabritos colgando de la soga de la ropa. Para curtirlos. Se le pone sal y se lo deja secar así al cuero. Pobrecito m’hijo. Salió al patio y vio los cueros de los cabritos, agachó la cabecita y se metió adentro de la casa. La imagen fatídica dejó al hijo sin habla ni apetito. La criatura se mantuvo así por días hasta que, como sentencia el padre, “me cansé y le bajé los pantalones a cintazos para que aprendiera a no preocuparnos”. Esa noche, sobre el padre, se recuesta la amargura: “eso que había hecho me dolía más a mí que a él”. Los latigazos de la crueldad, a veces, rebotan; la descarga de esa fuerza, redobla sufrimientos. Así, las pieles se endurecen hasta no sentir más nada. O viven temerosas, esperando el momento del zarpazo; el silencioso espasmo que produce la sacudida de una ferocidad aciaga. Sólo una piel muerta puede recibir el tratamiento que la convierte en cuero. (ideas, notas, rumias de una tesis en preparación)
- Hace bastante que ya ni mira la pelota / Fernando Ceballos
Clínicas cimarronas del cuidado II La hermana menor me llama desesperada. No se aguanta más esta situación. Tenés que venir a colocarle la medicación, me dice. Hacía varios días que venía así. Como cada año en octubre. Deambula sin rumbo. Desorbitado en su mirada. Apurado en sus modales. De noches eternas. Consume lo que venga. Hace robos que lo comprometen con sus vecinos. Se violenta con su abuela-madre. Las demasías apelan a la incomodidad lo mismo que a la exposición. No referencian límites de las normalidades. Tampoco intentan suavizar sus estrategias. Van al hueso, como diría un férreo marcador de punta amigo. Como si estuviera midiendo el tiempo y explotara en todo ese sufrimiento acumulado en 25 años, todos los años en el mes de octubre. El mes de su cumpleaños. El mismo mes del aniversario de la muerte de su madre. Cuando él nació, su madre murió. Tremendo jugador de fútbol. Flaquito, desgarbado, rápido y fibroso. Hace unos años atrás lo vi jugar. Fue cuando había empezado a pensar que el fobal podía ser una salida más ¨honesta¨, decía él. El arranque furibundo y el freno justo, para después salir como escupido desairando al defensor, me sacaron una sonrisa esa tarde pegado al alambrado. Pude ver ahí la dignidad de un dotado aplicando toda su sabiduría y toda su potencia. Hace bastante que ya ni siquiera mira la pelota. Así, cruzando su casa, a apenas 50 metros se divisa un bunker, que a plena luz del día hace entrar y salir a sus amigos del barrio y a otros más burgueses con coches lujosos. Desde la puerta de su dormitorio lee todo el panorama. Sólo tiene que esperar el momento justo del día, y se cruza. Así de simple. Ese camino lo conoce de memoria, está marcado por un surco de dolor, impotencia, rabia, desplantes que recorre varias veces a la semana o cuando su abuela-madre cobra la jubilación. Un barrio de casas bajitas, todas pegadas, de ventanas chiquitas, de calles angostas que acumulan desechos al mismo tiempo que varios pibitos chapotean en esa agua inmunda de pozo negro rebalsado. Un barrio olvidado por políticas que siempre miraron para otro lado, y que siempre fue el caballito de batalla de todas las campañas políticas de todos los candidatos.El barbijo acá es un objeto de lujo. Llegue esa mañana tipo 11. Una de sus hermanas me cuenta que recién salió, y que no cree que vuelva. Me llego a la esquina para ver si lo veo, y nada. Me siento en una de las sillas playeras que tiene la familia en la vereda, y me pongo a pensar cómo íbamos a seguir. En eso la abuela-madre comienza el ritual de la cocina, allí en la vereda. Saca una mesa y debajo de una galería improvisada de lona, pela unas papas, abre una lata de tomates, pica bien chiquitita una cebolla enorme, y corta en trocitos pequeños dos pedazos de falda. Un olor salsero invade la cuadra, cada uno que pasa no puede no decir algo al respecto. Ese olor delicioso se mezcla con el olor a pozo negro del vecino, y con el olor a agua estancada de años en la cuneta, con el olor del lapacho en flor, y con ese olor que tiene la pobreza. Olor a entrega, a resignación, a cabeza gacha, a sudor mal pago. Pensaba mientras intentaba hablar con su hermana y su abuela-madre. Hablábamos y no prestaba atención a lo que me decían. Intentaba pensar como seguir. Que hacer.Ya que en realidad no tenía ni idea. Cada encuentro con él era rápido, furtivo, de monosílabos, pero a su vez era cálido, tierno, de sonrisas devueltas, de respeto mutuo, de miradas profundas. Un día enfurecido me arrinconó en la cocina, y a la vez que me amedrentaba, me cuidaba de él mismo. Me decía andá, ahora no. Creo que haberlo escuchado me permitió su confianza. Si bien el miedo también me arrinconó en esa cocina mugrienta, con el tiempo entendí que hice muy bien en hacerle caso. En esto uno debe entender que no decide. Y pensaba, y mientras pensaba. Lo veo, por arriba de mi barbijo, que venía directo a mí. Pasos largos y firmes lo iban acercando. La mirada fiera, el cuerpo estremecido, los puños cerrados. Apenas 20 metros nos separaban. Me acomodé en la silla, en el mismo momento que cruza la calle y me encara. La abuela-madre no lo había visto. Yo le avisé, pero me olvidé que era sorda y había que hablarle cerquita y fuerte. Y cuando se puso frente a mí, me incorporé. Hola, le digo. Vengo a colocarte la medicación. No sé si me había visto, tampoco sé si sabía en ese trayecto furibundo que era yo el que estaba sentado en su silla. La cosa es que, del mismo modo que apareció fieramente, su cara se transformó y con una sonrisa enorme me dice. Hola.Ya sabía que venías. Se metió en su casa. Fue al baño. A la salida se detiene en el comedor. Da vuelta una silla, apoya sus manos, y deja libre el glúteo derecho. Y siguiendo el hilo de la conversación, me dice. De parado nomás, y se ríe. Otro encuentro relámpago. Sale a la vereda y apoyando una de sus manos en la espalda de esa vieja encogida por los años. Corta un pedazo de pan y lo sopa en la salsa. Un gesto de aprobación descerraja una sonrisa tierna de su abuela-madre. Pensé en quedarme un ratito más para hablar algo con él, pero no sabía de qué. Hay momentos en que la contención o el acompañamiento saturan el momento. Él, como anticipándose a eso, me da la mano. Me dice gracias. Y así como llegó se fue. A veces los cuidados los recibe uno. A veces uno responde a las demandas de los familiares buscando no sé qué alivio. A veces uno queda atrapado en esos reclamos que piden tranquilizarlo, pero en realidad los tranquilizados terminan siendo otros.
- De lenguas madres y lenguas moras / Anabel Arias
(entre un otoño y una primavera) Estas palabras vienen de letras sueltas que anhelan tramas. Se anudan en tiempos de pandemia, descoagulan en desconciertos. Mientras se traspapelan otras cuantas en un camino que dura veintinueve kilómetros y tres metros. Escritas de sueños, confesiones y realidades. Cuentan al revés desde algunos izquierdos. En estas lenguas hay voluntades y búsquedas que se saben imposibles. No retroceden al temor de acabar en proposiciones inoportunas. Pliegues singulares demorados y afortunados. Idas y vueltas. Ni tuyo ni mío. Hay señuelos que dejan lenguas sangrando. Un poco braveando, otro poco temerosas. Hay también las que tropiezan paladares en risas cómplices. Se preguntan si se cuenta como se mira, si se narra como se sueña, o viceversa. Si nacemos del relato y de qué expansiones está hecho el pulso de una existencia. Se preguntan por aquellas que se anagraman en sueños. Prefieren las tortugas y los misterios, aunque las pequeñas certezas colgadas al sol, tienen su destello. Nunca dejan de hablar del amor. De uno que, al final, no podría ser el mismo del comienzo. En principio, podría decirse que es uno abierto a la contingencia, dispuesto a cuidar los caprichos del azar. Lenguas madres I Alguien cuenta una historia de sus pasos por un lugar que lo hace feliz. Dice de ese lugar que es su lengua madre profesional. Cautiva a quienes se saben ávidos de historias y se reconocen en ese pulso de necesidades casi ancestral. Algunos dicen que se sintieron cómplices de esas palabras. Que asistieron a mismos rituales. Que llegaron, al salir de la universidad, al abrazo de esa lengua que les cobijó sus ojos llenos de incertidumbre. Esas voces creen en instantes en los que las miradas se deslumbran ante las mismas bellezas. Se reconocen en las ganas pujantes de estar en lugares en los que ya no se puede estar. Al menos no de la misma manera. Dicen que las complicidades quizás sean esos segundos en que no se sabe quién escribe, de quien es el relato, la voz que habla. Ese momento en que la elocuencia toma al que dice y escucha de la misma manera. Ese punto sincrónico en el que se escogen mismidades en el universo de las palabras. Lenguas madres II Alguien acerca un relato hecho de recuerdos mamuschkas. Cuenta que la abuela contaba que cuando era niña, su madre cuchicheaba con la hermana en piamontés mientras lavaban y secaban los platos. Dice que la abuela decía que las hermanas tenían la intención de que no se las entendiera, pero que más de una vez -mientras fingía no escuchar-, las sorprendió con algún aporte en español como gesto de travesura. Cuenta que nunca habló el piamontés, pero sí se expresó en el sacrificio, en el cuidado, en el corazón obrero y en los tonos efusivos. Cuenta que no conoció a la tatarabuela, pero sabe que cada vez que entristecía extrañando a su tierra natal decidía ponerse a canta. Dice que nunca la escuchó, pero se acuerda cuando su hijo tararea, o cada vez que le acompaña algún temor, angustia o sana sana. Lenguas madres III Llegan en forma de cuentos. Cuando se expresan, hay un territorio que canturrea. El brete de pronunciarla no arroga su entendimiento. Abraza a conocidos que no se vieron nunca. Su canto anuncia la alegría de un volver, una voz que con ansias esperamos escuchar. Acuna. Llega de lejos. Viene chuequeando lenta. Palpita en ella un mensaje antiguo. Recuerda cosas que a veces no sabemos que están. Se la balbucea, se la trastabilla. Se reinician cadencias una y otra vez. Toma cuerpos, desde su trama técnica, aprendida con recursos que nos son ofrecidos, y desde el revés, ese que no necesita de ninguna academia sino de un estar ahí.Fuerza sentidos. Habla hasta por los codos sobre esos cuerpos. Se expande más allá de los mapas que se ven y se pierde la cuenta de las generaciones que abarca. Amorosa abraza dialectos que a veces desconciertan. Conecta jirones. Transforma. Sacude sueños.Es memoria a veces bien despierta y a veces adormecida. Ficciona un reservorio de historias, de unos y otros, que solidariamente se van dando ¿sin pedir nada a cambio? Lenguas madres IV A veces se avecinan a finos bordes. Muerden anzuelos cada vez que renuncian a escuchar dialectos. Desatan lo que anudaron. Estragan, exigen fidelidad a los dialectos y autóctonos. Infieren transgresiones que son en realidad un grito que dice “no me olvides”. Se abisman en ecos de historias de extranjeros que llegan con malas intenciones. Piden reciprocidad. El precipicio toma forma de montaje de palabras que tienen una hora límite para marcar su presente. La carnada de ese señuelo está hecha de verdades que inexorablemente tienen el deber de compartirse. Se manifiesta como pánico, justo antes del destierro de eso que se dice oficial. Pero también, como temor de volverse lengua inerte, monumento de memoria, pieza quietecita en el museo. Lenguas mora I Alguien responde una epístola cinco años después. Comienza preguntándose por el tiempo. Dice tener la sensación de haber contestado la última carta. También, que no sabe a dónde fueron a parar las palabras. Dice que no pensaba disculparse, aunque acaso ¿que son esas explicaciones? Cuenta, retomando viejas confesiones, que se despojó de algunas presiones, como por ejemplo que las piezas encajen constantemente, o que los números sean siempre pares. Escribe para contar un sueño inaugural. Dice que siente alegría por esos instantes de composición poética, que bien podrían ser un haiku, esos relatos japoneses extremadamente breves y visuales. Dijo despojarse de presiones, ¡pero que manía la de ponerle nombres a las cosas! Escribe sobre un sueño que llega, como las palomas que vienen a dejar algún mensaje encriptado. Soñó que caminaba descalza por un pasillo y que lo sabe porque conserva nítido el gesto con el que se miraba los pies. Que el pasillo que recorre iba de su casa –distinta a la que vive, pero con elementos de todas las que moró- hasta la vereda. Que en el camino fue mirando las plantas de sus vecinos con la intención de tomar algún gajito fecundo con cual hacerse una réplica. Dice que esa es una vieja maña que no distingue lo onírico de la vigilia. Cuando llega a la vereda recoge moras de un árbol grande con la intención de hacer dulce para merendar. Al final del sueño espera a alguien que no llega, pero en esa espera llega otra persona a devolver un pulóver. Dice que lo huele y se despierta. Quizás sea la alegría de lo porvenir lo que se huela en un pulóver, como ese gesto de infancia buscando el olor del amor. Lenguas mora II Prepara un desayuno. Sábado cualquiera de una primavera florida y ventolera. Se comentan maravillosas bondades de jazmines y jacarandás. Hay unos árboles amarillos muy lindos que se llaman lapachos también. La primavera estallada de colores suspende miradas, como si fuera la primera vez. Parece importante esto del olvido, así más no sea que para volver a sorprenderse de las estaciones que tienen los años. Son curiosas las conversaciones acerca del clima. ¿Qué se dice cuando se habla del tiempo? Mientras…hasta que… se habla del calor agobiante o su opuesto, de la humedad que nos pone el pelo así o asá, de la ropa o el piso que lavamos y no se seca más, de los tiempos de sequías, de la lluvia. Se escuchan extremismos meteorológicos de lo más graciosos. “Ahora con este calor, seguro llueve, y de la humedad nos morimos todos”. Tienen un no sé qué las conversaciones sobre el tiempo catalogadas como poco comprometedoras, porque en este mundo, parece que siempre hay que estar hablando de cosas importantes. Lenguas mora III Mientras bate el café del desayuno, una idea palpita una escritura. Quién sabe si un ensayo, un cuento, otra epístola o un micro relato. En las primeras cuarentenas –las que fueron adentro, bien adentro que da miedo-, resonó curiosamente una receta ancestral que nació como estrategia autosustentable ante el cierre de las panaderías y la escasez de levaduras. La iniciativa tuvo pregnancia. Relatos a borbotones de quienes incursionaron con las bacterias en tiempos de virus mundial. Panes de todos los colores con recetas a base de masa madre. Amasanderías. Frascos de vidrio conteniendo levaduras. De los grandes, como los que tenían las abuelas. En algunas moradas, amasar venía siendo un ritual en crecimiento antes de la pandemia. Consolidando saberes y linajes como un modo de estar ahí también, de hacer lengua en esas historias. En otros hogares fue pura novedad. Pero quizás la masa madre vino como otra cosa. Como una fabricación de pasajes, la de cada quien, la de cada cual, tan necesarios, en éstos y ¿en cuántos tiempos? Se dice que es el tiempo implícito en el proceso de fabricación lo que le da un valor distinto al pan elaborado con masa madre. Es una idea gustosa, si puede sustraerse de la narrativa del capital y leerse en memoria de otras lenguas. Desde relatos en los que sea posible encontrar otros sentidos para costos y tiempos. Algo así como sucede con la palabra leudar, que de entrada no suena muy poética,pero si se imaginan sus expansiones cuando se trama de otros verbos como dar o dejar pasar aire, si se la lee como algo que se multiplica tanto que implica salir a convidar al vecino –porque si no se da es resto, se tira- y si se cierran los ojos y se dibujan las burbujas -una de las imágenes más mágicas que tiene la infancia-, es encantadora. Leudar. A la salida es una hermosa palabra. Algo de ese tiempo con el que se amasa resuena en aquel con el que se hace dulce. La idea que palpita escrituras, rumea: de la masa madre a la masa mora. Lenguas mora IV Dice que en la vereda de la casa que habita hace casi dos años alguien plantó un árbol que no se sabe de qué es y que siempre estuvo deslucido. Cuenta que ese interrogante no alcanzó para iniciar ninguna búsqueda al respecto. Dice que despidiendo a la madre que vino de visitas reparó en el árbol deslucido que ahora está reverdecido, brillante, furioso. Dice también que desde lejos no se alcanza a distinguir qué frutos asoman. Que se acerca. Que son moras, como las que días atrás pudo advertir en las caminatas por el barrio de calles arenosas. Moras. Moras. Moras. Moras de deudas, de anagramas de amores o de morada habitada. Una pregunta abandonada da tiempo, para que una masa leude o un dulce se cocine, o como se dice de las necesidades del amor. Mora señuelo. Que pica y pica. Mora abismo. Vacilación de profundidades. Poética y trágica. La brújula demora. Todo junto pero que separa. Cuenta que tiene un pensamiento que le dice que el universo acomoda las cosas y que mandinga existe.Cuenta de una sonrisa hecha de complicidad y de pudor. Dice de conceptos que no tardan en asistir para ordenar exabruptosque se suponenesotéricos. Alguien anuncia, en relación a eventos como éstos, que no es místico, es lógico. Otra cercanía dice que no es mandinga, es la vida. Quizás el balbuceo de una lengua morada que escapa al reloj llegando puntual, sea lo que se inicia en los sueños que inauguran. Lengua mora V Se asiste a una reunión de equipo. Se escuchan voces enardecidas. Se habla sin parar y se dicen cosas que duelen. Una voz cansada dice que la pandemia se nos vino encima. Otra, desconfiada, pregunta cómo es que se toman las decisiones y propone alternativas que buscan salirse del paso. Una voz desdeñosa, increpa a otra. Señala supuestas transgresiones. Le pregunta por sus lenguas y los territorios que recorren. La voz interpelada, duda, pero le responde. Se siente tocada. Comparte lasidas y vueltas que la llevaron de algunas lenguas madres a lenguas moras. Trastabilla temiendo no ver la puertade la encerrona. Una voz torpe apela a literalidades, a sentidos comunes que nada tienen que ver con comunes sentidos. Sus torpezas tienen forma depregunta que no quiere saber nada. La voz desdeñosa se sirve de la torpe. Insiste sobre la interpelada: ¿Por qué hablas otras lenguas? Una voz desmañada dice que no quiere estar más a cargo de ésta lengua. La voz torpe quiere hacer un paso atrás y dice frases decorosas impostadas. Pero como es lerda, enseguida afirma que hay que ser fiel a “la” lengua por sobre todas las cosas. Y acusa, a la voz interpelada, de que sus otras lenguas son las que traen las confusiones. Le dice que va a tener que decidirse si se va a radicar o no en este territorio. La voz interpelada, que ya tomó aire para saberse viva, le dice a la torpe que en los momentos en que está a punto de romperse el lazo,es preferible evitarnos eufemismos y preguntas de mentirita. La voz torpe le responde que no entiende esas lenguas intelectuales. Una voz gaucha dice que no puede creer semejante desvarío. Agrega que no cree que hablar diversas lenguas sea un problema. Que es una alegría que la voz interpelada se mueva en otros territorios. La voz interpelada intenta contar sobre los dones que tienen las fronteras. Sin suerte, no es momento para andar convidando ni tomando nada. La voz desdeñosa termina confesando que sus gestos siempre estuvieron intencionados. Las voces que ardían, inmediatamente entran al silencio. La voz cansada propone pasar la reunión a otro día. Insiste en que esto es cosa de la pandemia. La voz desmañada que se llamó al silencio se acerca en otro tiempo a la voz interpelada preguntándole cómo se siente. Dice que no sabía nada, que esto no estaba preparado. La voz interpelada sale al patio a perseguir alguna bocanada de aire. Se aparta a lamerse las heridas. Se sienta debajo de la sombra de un árbol y un fruto le cae en la cabeza. Y, es lógico, todos sus caminos conducen a mora.
- Post Guardia XIV / Débora Chevnik
14 años y 10 de intervenciones quirúrgicas. Ayer, la última de una serie. Nos llaman de urgencia porque se quiere ir del hospital. Está sentado en el borde de la cama, con sus bolsos armados. No acepta que le vuelvan a colocar la vía. Ni el suero ni el ayuno ni el reposo. Conversar con lxs psi de guardia, menos. “Volvemos más tarde, por si te dan ganas de charlar o compartir un rato, vayamos viendo”. No pasaron ni 24 hs. desde la última cirugía, y ahora, va y viene por todo el hospital. No habla. Y no para de caminar. Aún corriendo el riesgo de perder la vida, está listo para rajarse. ¿Enojado?, ¿emocionado?, ¿atemorizado?, ¿probando transgresión revitalizante? “Che, ¿querés que charlemos un ratito?”, “lxs cirujanxs te dicen que te dejes poner la vía porque estás recién operado; están preocupadxs por eso te insisten”, “tu mamá dice que estás re podrido de tantas internaciones, ¿va por ahí la cosa?”, “¿Esa toalla es tuya, sos de River?” No logramos hacer pasar ni una, nos ataja todas. Hermetismo e inminencia. Cirujanxs, psicóloga, psiquiatras, trabajadorxs sociales, pediatras, unxs diez más o menos, marchamos unos metros más atrás y seguimos la incesante peregrinación. Palpitar un raje que pone en riesgo la vida, (nos) alarma, intriga y conmueve. Estar ahí, estar peregrinx, estar en el borde. Estar donde (no) queremos estar: acompañando algo sin saber bien qué. La gran comitiva dubitativa está aterrada, sin querer que una intervención desacertada dispare algo irremediable. Desespecializándose de sus saberes, tantea intervenciones sin precipitarse en solucionar vaivenes inaplazables. La psicóloga, con unos pases mágicos, logra acercarse. Durante la inquietante caminata, ensaya algunas ideas. Entre otras, le propone que hable con sus amigos y su novia. Hacerle la segunda proponiendo… una salida posible (?). Mientras tanto, la gran comitiva dubitativa está ahí, en una segunda línea de aguante, hilvanando algunos hilos sueltos y bancando lo que se deshilacha en cada paso. Acerquémonos despacio. No no, mejor estemos a distancia, es más prudente. Sigámoslo de lejos. ¿Y si lo rodeamos entre todxs? No, eso lo va a apurar. Respetemos su ritmo. Sedémoslo para ponerle la vía. Imposible, con cualquier medicación se va a despertar porque se está resistiendo muy decidido. Quizá mejor anestesiarlo. No, imposible subirlo a quirófano en este estado. ¿Y si le damos algo de medicación solo para que esté más tranquilo? Hay que esperarlo, tranquilicémosnos. Llamemos a la policía, esto no da para más. Mmm…la policía lo puede detonar. O no, algo de esa investidura por ahí lo ordena. Si es el protocolo hay que llamar. Bueno vayamos viendo, esperemos un cachito. Probemos llamando a otrx familiar. Podría ser. No podemos estar toda la noche así. O si. No precipitemos que se vaya corriendo. Claro, ¿pero cómo? No sabemos. Sigamos in-tentando. Intervenciones que no (nos) convencen. Intervenciones que casi, que si pero mejor no. Un suspenso frágil que va tallando equipo. Con cada nueva indecisión que sostenemos, las ocurrencias se van multiplicando. Dudas, límites e incertezas producen una interesante ampliación de la zona donde lo vamos esperando. No sabiendo bien qué hacer, colectivizando el impoder, demorando acciones conclusivas, se va componiendo un equipo. Deambulaciones imperiosas quirúrgicamente inoportunas, acompañadas de la incómoda potencia que el poco saber trajo al equipo, van alojando la urgencia visceral del no a las (necesarias) indicaciones médicas y quirúrgicas. El cansancio, el frío, la madrugada, un nuevo jugador que entra a la cancha, algunas palabras-a-ver-si-con-alguna-engancha, unos gestos desesperados amorosamente puestos sobre la mesa, los ecos de la madre gritando que si van a la casa la ambulancia no lo va a buscar porque no entra por los pasillos del barrio y que ya son muchxs lxs que no llegaron al hospital, van armando escenografía para una larga conversación telefónica con la novia. Con auriculares, rulitos violetas, compu plan Sarmiento, equipo de gimnasia, acepta volver a dormir (sin la vía, pero) en el hospital. Sabemos, porque solemos apostar fuerte a estas jugadas, que después de la reparación que traen las oscuridades y algunos sueños, habrá por venir.
- Post Guardia XIII / Débora Chevnik
(una bienvenida a residentes ingresantes a hospitales 2020) ¡Hola! En cada bienvenida se renueva la pregunta por la hospitalidad. ¿Qué bienvenir? Bienvenir… ¿a dónde? ¿Qué es unx recién llegadx? ¿No somos todxs parte del mismo mundo? ¿Qué nuevos vientos –¿alientos?- trae lo recién llegado? Como sabemos, hospitalidad y hostilidad, será porque comparten raíz o vaya a saber por qué, están muy próximas. Hospitalidades se transforman en hostilidades, a veces, sin ni siquiera darnos cuenta. Hostilidades, con mucha suerte, viento a favor y dolores de cabeza, pueden devenir hospitalidades. Recién llegadx y recién llagadx, difiere en una sola letra. Lxs recién llegadxs, que en el dialecto de los hospitales se dice erreuno, suelen ser portadorxs de una de las preguntas más caras para toda institución. Una de las preguntas más incómodas. ¿Por qué esto se hace así y no de otra manera? ¿Siempre se hizo así? ¿Y si probamos hacerlo asá? Caras quiere decir queridas y quiere decir costosas. Esa incomodidad, esa condición de recién llegadx, ese dolor de cabeza, ese riesgo, ¡esa potencia interminable!, no solo la soportan lxs erreunx. La soportan todos los cuerpos que se animen a hacerla vibrar en sus cuerdas vocales. Claro está: la única manera para sostener semejante tembladeral es con otrxs, cuando ese “con otrxs” funciona como abrigo. Jamás en soledad. Los hospitales están en el mundo, ¡qué obviedad! No, en serio, ¿es una obviedad? En los hospitales sabemos perfectamente bien lo que es una emergencia: es cualquier condición que pone la vida o lo vivo en riesgo de perderse. En el mundo hay emergencias, hay violencias, hay odios, hay desigualdades. Crispaciones, no tantas. ¿Hay vidas que valen más que otras? ¿hay vidas autorizadas a ser vividas y otras que no? ¿Se está legitimando, a través de las prácticas, la segregación como forma de vida en común? Hospitalidad, es bienvenida a t o d a forma de vida. No es ejercer métodos para contorsionar existencias hasta adaptarlas a las costumbres locales. Eso no. En los hospitales, la pregunta por la hospitalidad es de carácter urgente. No solo para dar la bienvenida a lxs erreunx. También, para esperar y bienvenir a las vidas que vienen a los hospitales a atenderse, a curarse, a buscar alivio, a socializar sus dolores. Esperar a quienes no esperamos. Esperar incluso a quienes esperamos que ni lleguen ni (nos) llaguen. “Pacientes”, se les dice en la lengua de los hospitales. Y, “sus” dolores, claro, son los dolores del mundo. Es urgente evitar hacer de lxs recién llegadxs, recién llagadxs. Todxs podemos ser portadores de “lo erreuno”, de esas caras e incómodas preguntas típicamente atribuidas a lxs erreunx: residentes, concurrentes, usuarixs, plantas (¿cómo hace una “planta permanente” para no perder la vida, para no volverse de plástico?), pacientes, administrativxs, enfermerxs, supervisorxs, jardinerxs, pediatras, jefxs, directorxs, etcssss. T o d x s. Propongo bienvenir cada instante en el que todxs, cualquiera de nosotrxs, podamos “devenir erreunx”. (incluso lxs R20 o lxs R40) Bienvenidxs LXS erreunx y LO erreuno!! Ensayar modos de hospitalidad con esos tímidos balbuceos que pueden dar un poco de oxígeno a este mundo roto. Hospitalidad con las preguntas-oxígeno en estos tiempos de tantos ahogos. Hospitalidad para todos los momentos de “común carajear” que podamos inventar. Urge pensar lo público, el derecho a la atención en salud, los derechos laborales. Urge pensar las violencias institucionales. Urge sobreponernos a las lógicas de los acomodos, de los contactxs y de las desigualdades en el acceso a la salud. Urge sobreponernos a los miedos que, muchas veces, sostienen hostilidades y violencias con las dolidas vidas recién llegadas a las instituciones de cuidado. Muchas instituciones están enfermas de “acanoismos”. Que es egosintónico. Y que es dicho, no con el escándalo que es negar el derecho a la atención para todxs. El “acanoismo” es dicho con la naturalidad de quien solo circula ese mantra llamado “criterios institucionales”; esas ficciones tomadas, a veces, con solemnidad gélida y dura. El “acanoismo” es dicho con la naturalidad de quien recita esos versos anónimos memorizados gracias a dejar de preguntarse ¿las cosas siempre fueron así? ¿Y si probamos de otra manera? PD: concurrentes trabajan en el hospital hace tantos años. Es hora de mezclarnos; que estén, que sigan estando, que vuelvan. ¿Y si lxs agregamos a esta lista de mails?
- ENERO una novela de Sara Gallardo / Cynthia Eva Szewach
Una historia amarga, conmovedora. Trata sobre el encierro de una vida, sobre la hipocresía, sobre una violencia silenciada. La delicada poética de la escritura no impide mostrar lo que oprime. Nefer, es una adolescente de dieciséis años, que vive en una atmósfera sórdida de un paisaje pampeano. Es enero de calor, siesta, moscas. "Nefer se ha vuelto de madera seca, habla sin mover los labios". Ha quedado a su vez desgarrada a partir de un suceso. Fue sometida, abusada y embarazada por un hombre del lugar. Le cayó una nube negra en la cabeza y no pudo gritarlo. Ella acarrea ese secreto y va como condenada. Se siente, bajo la creencia en la determinación de un destino, sin salida. El contexto es adverso. “Están las muchachas ricas y están las muchachas pobres”. Nefer se habla, se pregunta, se malhumora, se somete, observa minuciosa, se silencia, hace gestos, se ensucia, se limpia. No supone que es posible denunciar. Va entre la desesperación y el cansancio:“Como si tuviera barro en las venas” "Tal vez si galopo mucho"… Hay días vividos para nada. Como quien esa noche no ha soñado. “Que se mueran, que se mueran…”. El odio es un refugio del miedo. No querer comer es una manera de resistencia. No se anima a usar recursos protectores que la acrediten, una curandera, un amigo. Su madre carece del don de la ternura. Cuando Nefer puede contárselo, la acusa, no le pregunta, la golpea, la llama canalla, loca. La llevan a un médico para "resolver". Se pregunta por qué su madre no cree en ella. “Tal vez al decirle las cosas al médico sirva para que el pecado salga” Cuando era chica, Nefer quería ser hombre para lucir en las fiestas esas prendas resplandecientes”. ¿Quién la escuchó? Luego de la sobria y burocrática visita médica, ella teme, duda. Hay un intento mínimo y fallido de rebelión; “Conmigo no se va a meter nadie”. Fantasea con algún amor. La religión y la ley se anteponen para decidir: no se puede. Los patrones resuelven, “los patrones y los policías tienen ideas parecidas” piensa Nefer. Se desmiente el lugar de la víctima. Doble violación. Todo queda tapado, tapiado. Un médico, un cura, un amigo, una madre, un padre, una curandera, pero no hay oportunidad. Hay renegación, exclusión, resignación. La lucha y las discusiones por la legalización del aborto, la vigencia de esta valiosa ficción, escritos o testimonios a ser escuchados y nuestra responsabilidad desde los sitios desde donde estamos, son, para que estas cosas que le pasaron a Nefer, si fuese posible, no ocurran. Sara Gallardo, escritora argentina (1931-1988). La novela Enero es de 1958.
- Rajadura / V. Nicolás Koralsky
Hace unos meses fui a comprar un bastidor a una librería cerca de casa para hacer un cuadrito "decorativo" para un piso que estoy poniendo en alquiler. Compré uno cuadrado de 80cm x 80cm. Caminé las seis cuadras que me separan de la tienda y, a diez metros de llegar, en la vorágine de querer llenar las calles con sillas para poder tener más mesas que atender en plena pandemia, un camarero me pasa por al lado. Lleva, malabarísticamente, cuatro sillas de madera y me golpea. Sigo caminando como si nada y llego a la librería, allí me dicen: -¿Qué necesita? Respondo: -Vengo a devolver este bastidor. El dependiente me mira fijo y me dice: -Así no puedes devolver nada. Bajo la mirada y me encuentro con que el lienzo estaba rajado a la mitad, justo en el centro, como si fuera un cuadro de Fontana. Me quedo mudo, no lo podía devolver y tampoco lo podía usar. Le pregunto a otro empleado, que percibe mi cara entre furiosa y desesperada, cómo podía resolverlo. Me dice: -Con una tela vieja y cola puedes pegarlo por atrás e intentar reparar el daño. Llego a mi casa, a todo esto ya llevaba perdidas un par de horas y no quería perder también los ocho euros que me había costado el soporte, preparo todo para zurcir el cuerpo de tela y me pongo a pegarlo. Yapo y queda bastante bien. Dejo secar e intentando usar la rajadura como horizonte, me pongo a pintar con los acrílicos. Pinto un cielo, una línea de arena y el “mar” de nuevo. Con la inseguridad que me caracteriza, hablo con mi madre por videollamada (arquitecta ella y pintora hiperrealista). Las conversaciones con las madres, cuando uno migra y estamos confinados, son una simulación de “está todo bien” pero vos sabés que estoy angustiado y que me urgen las ganas de tele-transportarme a darte un abrazo porque sé de tu respiración anhelosa y tus ruidos sibilantes, y las dos sabemos que sos grupo de riesgo. Durante la llamada no tengo mejor idea que mostrarle la "pintura decorativa". ¿Para qué? Mi vieja ve la "obra” y me dice: -¿Quisiste hacer la bandera argentina lastimada? Me quedo mudo. Me empiezo a reír. Cuando corto, me dispongo a tirar el lienzo a la basura y a otra cosa. La experiencia del bastidor rajado estaba pasándose de la raya. Por otras urgencias, que no hace falta mencionar en esta breve explicación improvisada, tengo que ir a un chino (equivalente a un todo por dos pesos noventero). Buscando entre tanto producto plástico derivado del petróleo, veo que hay duck tape (aquí, en España, la llaman cinta americana - una cinta inservible que se usa para los secuestros en las pelis de Hollywood-). Compro unos rollos y "amordazo" el lienzo con el celo (en el Reino de España el celo es lo que se pega con otro cuerpo u objeto. Parecería hablar de una cosa con un apetito sexual inagotable, el cual hace que un objeto, la cinta, y la otra cosa copulen). Pienso: -Quedará como un papel plástico de 80 x 80 donde poder pinchar cosas. Termino de hacerlo y mi obsesión por la perfección -que solo es válida para las manualidades- me dice: -eso no quedó bien. Siento que tengo que terminar con esto ya. Volver el rectángulo de tela algo, útilmente inútil. Corro al mismo chino a buscar algo. No sé que es. Ahí encuentro esta otra cinta, ella: roja y blanca. Ella que me llama celosa de las otras diciéndome: MUY FRÁGIL. Pareciera que el objeto cinta supiera de mi pasado como curador de “LO FRÁGIL” en aquellas Jornadas “ESTAR EN COMÚN SIN COMUNIDAD”[1]. “Me compra” con los recuerdos que me trae de ese día, del artista Julio Gaete Ardilles, parte del colectivo ARTE BAJO CERO, colgando esas inmensas letras en la puerta de la facultad de Psicología de la calle Independencia ese 5 de Noviembre hace un par de años atrás (mientras escribo caigo en que se cumplen 4 años de esas jornadas donde una docena de aulas de la universidad se convirtieron por unas horas en laboratorios de estética contemporánea). Compro la cinta. La abrazo como si trajera un pedazo de esa jornada a mí. La abrazo como intentando dar calor y cuidado a un objeto que señala lo frágil. Cojo el bastidor y comienzo a darle vueltas y más vuelta. Lo dejo como si fuese un yeso inconmovible hecho por la repetida composición: MUY FRÁGIL MUY FRÁGIL. Lo termino, lo dejo apartado. La primera vez que esta revista necesitó un imagen para su editorial, apareció el bastidor enyesado de cinta frágil frente a mí mientras buscaba una imagen atinada para la nota. Lo ví con otros ojos. Dije: “Este MUY FRÁGIL funcionará como portada. Desde Adynata me piden que haga alguna foto del cartel. Le hago una, como soy perfeccionista... no me gusta. Le hago otra y otra y otra. El cuadro termina siendo un modelo que se desploma, frágil, en distintos espacios de mi casa, en los pasillos de mi edificio, en mi balcón, en la ducha, con mi perro de porcelana, entre mis cortinas, usando mis toallas. MUY FRÁGIL se posa en la pared, se posa en el perchero, en mi cama y termina recostado en la puerta de entrada del vecino. Entonces le mando al equipo editorial las imágenes para que elija y consulto ¿ Y si la editorial de Adynata es siempre el lienzo MUY FRÁGIL paseándose por diferentes lugares y con diferentes actores de la ciudad? Reflexiono y caigo en la cuenta: Un Adynatón es la figura de un imposible... todo mundo impensado contiene la fragilidad del mundo pensado "sentado en común" ¿por qué no custodiar la figura de lo imposible con un cuadro que diga: MUY FRÁGIL? [1] https://issuu.com/koralsky/docs/dossier_jornadas_estar_en_comun_sin
- Adynata Noviembre
Noviembre llega con días de muertxs y de muertes. De contradicciones, afirmaciones y represiones. Calaveras y cadáveres, desalojos y elecciones. Habilitaciones y permisos que pulsan junto con la fuerza, siempre necesaria de un común cuidar. Insiste, aún con lo poco que hemos podido, ese extrañar de los abrazos, de las plazas, de las fiestas, de las aulas, de las marchas que saben darnos de beber de lo vivo. Por estos sures, se anuncian los días de un verano por venir. Y los de un invierno que se llevó lo que ya no ha sucedido. Justito al filo del calendario que muestra, al mismo tiempo, lo que pasó y ya no pasó. Y lo que queda, lo que podamos hacer que pase y lo imposible por inventar. (VPS)
- Don Marcos / Daniel Rubinsztejn
A dos mil doscientos metros de altura, en el cerro negro, vive don Marcos. Allí lo conocí, cumplía ese mes 91 años. Se subió a su caballo y, a pesar de sus problemas de vista, nos guió hacia la cima, hasta el sendero que baja al valle. En invierno, nos contó, se acuesta a las 6 de la tarde y sale de su habitación cuando despunta el día. - ¿Tanto duerme? - ¡No! me duermo tarde. Sonrió. - Y, ¿qué hace don Marcos... piensa? - No, no pienso. Escucho... las ovejas, si alguna sale del corral, si el negro ladra, si mi caballo relincha, el ruido del viento... escuchando estoy ahí afuera. Sus palabras siguen resonando. Y a los pocos días decidí escribir lo que, nunca leerá. Recordé un poema de Fernando Pessoa: soy un evadido luego que nací en mí me encerraron pero yo me fui la gente se cansa del mismo lugar, de estar en mí mismo ¿no me he de cansar? mi alma me busca por montes y valles. ojalá que nunca mi alma me halle. ser uno es cadena, no ser es ser yo. huyéndome vivo y así vivo estoy. Y entre el poema y las palabras de don Marcos se dibujaron para mí, las coordenadas en las que se despliega la labor analítica. Ausencia de fórmulas, palabras sin representación, ausencia de sí, exilio. A la intemperie, don Marcos no hubiera sobrevivido a las inclemencias del tiempo, al frío y la nieve. Pero estar dentro no le impide, cuando escucha, estar fuera de ahí. El no sabe que sabe topología: utiliza “lo cerrado (dentro) lo abierto (fuera) los intervalos (entre) la orientación (hacia, delante) la cercanía (cerca, contra) la inmersión (en)”,[1] los puntos de frontera (adentro y afuera). Pero usa preposiciones que, sabemos, indican relaciones entre términos, entre palabras, y en el espacio. ¿Cómo estar ahí afuera (fort) y aquí dentro (da) al mismo tiempo? De un lado el mundo y del otro... también el mundo que se ha desdoblado en mundo que escucha y mundo escuchado. Para escucharse, el mundo necesita de sus oídos. ¿De quién son los oídos que escuchan? Tal vez, los oídos sean sólo ventanas por las que el mundo escucha al mundo. Su cuerpo anciano está en la cama, pero él no está allí. Su atención es flotante en la montaña. El cuerpo también sabe topología. Los ojos, los oídos, la boca y los esfínteres son bordes, ventanas entre adentro y afuera: a veces afuera es adentro y viceversa. Sin dueño, los oídos reciben voces de las que no se apropian, hasta que por boca del analista se emite una nueva voz, que atrapa con una red agujereada, un deseo que se escabulle. Cuando se escucha se está fuera... de sí. No ser, es (condición de) estar analista para alguien, de olvidarse de sí, exiliarse de sí. Salida de los propios límites, liberarse de la impaciencia, saber esperar en silencio el momento propicio para interrumpirlo, para volver al silencio con un deseo que espera.[2] Una espera sin pensamiento, sin reflexión ni teorías. [1] Michel Serres: Estar fuera de ahí, en Atlas, Cátedra, Madrid 1995; citado por J. Ritvo en Del Padre, Letra Viva, Bs. As. 2004. [2] “Quien ha vivido sufriendo, está hecho de su sufrimiento; si pretenden quitárselo, deja de ser él.” Italo Calvino: Palomar, Alianza, Bs.As.,1985. Kilian Schönberger, Fotografía digital, 2015, Bosque Torcido, Polonia.
- El lenguaje de la transdisciplinariedad / Roberto Juarroz
Esta tarde, desearía hablarles de algunas ideas en relacionadas con el lenguaje y sobre todo con el lenguaje transdisciplinario. Quizá hable un poco a la luz de una afirmación de Emerson que dice que el hombre es solamente la mitad de él mismo, siendo la otra mitad su lenguaje. Es decir, que hablaré a la luz de aquel que ha visto en el lenguaje el elemento esencial, fundamental e inseparable del hombre entero. El lenguaje, se ha dicho, es la morada del hombre, la morada del ser, la morada del conocimiento –cualquiera sea este. Pienso esta tarde en la morada del reencuentro de los conocimientos que está en el centro del pensamiento transdisciplinario. Primero diré que todo cambio de visión (pues pienso que vivimos un cambio de visión) presupone un cambio de lenguaje. No se puede, con las palabras de visiones antiguas, continuar hablando de esta visión inaugural, de esta nueva visión a la cual pretendemos acceder y que pretendemos expresar a partir de la actitud y del lenguaje transdisciplinarios. Aquí desearía presentarles un matiz. Si es verdad que todo cambio de visión es un cambio de lenguaje, a su vez, todo cambio de lenguaje presupone un cambio de visión. No creo que ninguno de nosotros pueda afirmar una cosa por la otra. No sé si se da primero un cambio de visión o un cambio de lenguaje. En verdad, pienso que es un cambio de paradigma. Todo cambio de modelo en la ciencia, todo cambio de modelo en la vida cambia el lenguaje y exige un nuevo lenguaje. Wittgenstein ha dicho en sustancia: Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo y los límites de mi realidad. Es decir, que si se trabaja en los límites del lenguaje, se trabaja para ampliar o hacer retroceder las fronteras de la realidad del mundo. Me pregunto si no se podría decir lo contrario: si los límites de mi mundo no son los límites de mi lenguaje. Pero tengo la esperanza de que trabajando con pasión en los límites del lenguaje (con la vida subyacente) y que expandiendo sus límites, la realidad –siempre parcialmente velada– podría también ampliarse. Creo y debo decirlo que hay ejemplos de lenguaje transdisciplinario, ejemplos que no son nuevos. Creo que el ejemplo más puro, el más importante del lenguaje transdisciplinario en acción (lenguaje transdisciplinario que puede hacernos acceder al lenguaje global que buscamos) es el lenguaje del arte y sobre todo el lenguaje de la poesía. La poesía no puede actuar en los límites del lenguaje, en los límites de la imaginación, en los límites de la realidad. Para la poesía, la realidad es infinita. Esto no quiere decir que la poesía conozca todo. Esto significa, desde esta perspectiva, una actitud ejemplar, una actitud hacia la totalidad, un aprendizaje, un humilde aprendizaje, de la realidad sin fronteras, una disponibilidad sin la cual no hay verdadero lenguaje ni verdadero espíritu hacia la totalidad. Una disponibilidad difícil de obtener y que no se podría definir si se llegara a obtenerla. Finalmente, todo esto en el espíritu fundamental de una verdadera apertura con respecto a las cosas, las diferencias y similitudes, que son la definición misma de la realidad. Rilke ha hablado con belleza de lo Abierto. Pensó que lo Abierto era la clave, no solamente del lenguaje, sino también de la realidad espiritual y del conocimiento. Pienso que si se quiere establecer ciertas condiciones y ciertos principios de esta actitud transdisciplinaria, se debe inevitablemente acceder a la idea de lo Abierto. Creo que la necesidad fundamental es abrir la voluntad (despertar el deseo) de conocer la realidad bajo cualquier ángulo, en cualquier especialidad, cualquier tipo de conocimiento, pero reconociendo todo indicio de verdad en cualquier género de realidad. Debemos tener el coraje de decirlo: el lenguaje de los especialistas (la terminología de las ciencias y de las técnicas), el lenguaje de las ciencias y de las tecnologías son lenguajes auxiliares, necesarios pero auxiliares. Creo y debo decirlo –y me alegro de que uno de ustedes lo haya dicho antes que yo–, que el lenguaje de las matemáticas es un lenguaje auxiliar en comparación con el lenguaje total. El lenguaje transdisciplinario, que se trata de encontrar y sobre el que trabajamos, es el lenguaje globalizante, holístico, como lo ha dicho uno de ustedes. Un lenguaje axial, un lenguaje orientado al centro de todos los otros lenguajes. Un lenguaje que, para crearse, debe necesariamente dejar de lado ciertas cosas. El espíritu de exclusividad, por ejemplo. Otro ejemplo: el espíritu de jerga. También, como lo he dicho hace tres años en París, la primera condición metodológica relativa al lenguaje (sobre todo en lo que concierne a los grandes lenguajes: lenguaje poético, lenguaje transdisciplinario) es la de limpiar el lenguaje. Esto no significa que busquemos un lenguaje puro. No hay lenguaje puro. No hay nada en el hombre de puro ni de completo. Esto significa, una vez más, una nueva actitud. Esto significa una ecología en el sentido más neutro del término, una ecología del espíritu, una ecología del alma, una ecología de la cultura. Estas son las palabras que frecuentemente tenemos miedo de utilizar. Se trata entonces de limpiar nuestro modo de vida y nuestra manera de hablar para alcanzar una verdadera ecología del lenguaje y de la palabra. Octavio Paz ha dicho esto: Cuando una sociedad se corrompe, la primera cosa que se corrompe es el lenguaje. Eso se torna evidente desde que observamos la sociedad, el medio y el contexto en los cuales vivimos. Esto es verdad tanto para la poesía como para la transdisciplinariedad. La contemplación del lenguaje es más necesaria que su análisis. Se trata de comprender que el lenguaje es una cosa viviente, más esencial que todos los demás poderes del mundo. Es necesario evitar la tentación de inventar otro lenguaje de laboratorio. Es necesario comprender que todo verdadero lenguaje está hecho de palabras, de hablas, pero también de silencios. A propósito del lenguaje y de sus niveles superiores, voy a referirles unas palabras de Elie Wiesel cuya belleza debería conmoverlos. Desde mi punto de vista, las referencias religiosas de este texto son secundarias. Cuando el Mesías venga, nos será dado comprender no sólo las letras de la Torah, sino también los blancos que las separan, dice un maestro jasídico. Este es el secreto de toda escritura, el secreto de todo lenguaje y el del lenguaje que buscamos. El secreto, es este: el profano escribe con palabras mientras que el poeta o el creador escribe con el silencio. Elie Wiesel concluye este bello texto como sigue: ¿Cómo se hace para transformar signos en palabras, palabras en hablas, hablas en visión? ¿Cómo se hace para hacer del lenguaje un refugio antes que una prisión, un hotel antes que un cementerio? El poeta lo sabe pero se calla. Queda esperar que él no se calle siempre. Creo que el poema o la creación poética viene a nutrir cierta cosa secreta que espera al hombre en su verdadera creación de sí mismo. Pienso que, al buscar un lenguaje transdisciplinario y globalizante frente a la totalidad y no frente a un segmento que llamaríamos realidad y que no sería sino un fragmento minúsculo, debemos acordarnos de todo eso. Hace algunos años, un célebre filósofo español, Don Ramón Menéndez Pidal, dijo esto: Hay elementos que el diccionario no puede registrar. Dio un ejemplo de ello (y qué formidable ejemplo para el lenguaje que utilizamos todos los días y para ese lenguaje transdisciplinario que buscamos) al decir en substancia: Aún no podemos señalar los valores emocionales de los cambios que las significaciones de las palabras experimentan. De la misma manera, creo que es necesario resistir una de las grandes tentaciones del ser humano que se aventura en la búsqueda del conocimiento: evitar la tentación de la definición cerrada. Es preciso rechazarla. Porque ningún diccionario, ninguna filología, ninguna gramática pueden integralmente dar cuenta de la variedad, la riqueza, la polisemia, la grandeza, la vitalidad de una sola palabra. Me complace recordar esta tarde un fenómeno que observé hace algunos meses, pues nos indica que avanzamos en el verdadero sentido, en el sentido que debemos avanzar. Se trata de un universitario de mi país que tuvo la idea de concluir su obra científica con tres poemas que él mismo había escrito. Otro desafío (o cómo unir antropología y poesía): hace poco recibí de Estados Unidos una obra titulada Antropología poética que también termina con dos o tres poemas. Otra ejemplo inolvidable: el artículo publicado hace tres o cuatro años por Basarab Nicolescu en la revista Phréatique, donde él cita un poema para señalar lo que ese poema es capaz de revelar. Cito estos ejemplos para evocar las posibilidades de unión y encuentro, así como las posibilidades de reconocernos los unos a los otros, a pesar de la falta de reconocimientos, a pesar de los diversos lenguajes disciplinarios, a pesar del temor de los investigadores de acceder a un lenguaje transdisciplinario. A propósito del paradigma del que hablábamos, creo que hay otra cosa difícil de comprender –no solamente para los científicos. Como hay un paradigma científico, hay un paradigma de vida, un paradigma ético, un paradigma estético. Esto es, en cierto modo, el modelo del cual uno puede esperar aquello que la realidad le verifica. Pero, más allá del análisis y de la inteligencia, hay otra función del paradigma, la de la imaginación sin la cual no hay lenguaje. Me acuerdo de un libro inolvidable, Juan de Mairena, del gran poeta español de este siglo, Antonio Machado, en el que una especie de maestro imaginario conversa con sus alumnos que sin duda no son imaginarios. Uno de sus alumnos le pregunta un día: – Maestro, cree usted en los modelos, cree en el paradigma? – Sí, responde el maestro, ¡creo en ellos para olvidarlos! Olvidarlos; esto significa que el trabajo de la imaginación, de la inteligencia y del lenguaje, que ha permitido, ese paradigma es operativo aún cuando ese paradigma fuese reemplazado por otra cosa. Finalmente, no creo en la posibilidad de un verdadero lenguaje transdisciplinario sin una triple ruptura. (Entre paréntesis, ¿con qué lenguaje hay que romper? ¿Qué hay que rechazar para acceder a un nuevo lenguaje? Ningún lenguaje es fácil de adquirir. Al lenguaje transdisciplinario hay que conquistarlo, experimentarlo.) Tres rupturas dije: 1. La ruptura con la escala convencional de lo real, la ruptura con la creencia de que la totalidad de la realidad se limita a la realidad sensible que vemos y percibimos con nuestros sentidos. 2. La ruptura con el lenguaje estereotipado, repetitivo, con ese lenguaje ingenuo por el que limitamos la realidad. Ese lenguaje ordinario, ese lenguaje de comodidad, es poesía fósil, decía Borges en una entrevista poco antes de morir. Las cosas esenciales que la poesía y los hombres visionarios han descubierto a través de los siglos, nosotros las reducimos y las utilizamos exclusivamente de una manera pragmática. 3. La ruptura con el modo esclerosado de vivir, ruptura sin la cual no es lenguaje nuevo ni lenguaje transdisciplinario. No podríamos aspirar al verdadero lenguaje ni trabajar en él si la vida continuara siendo para nosotros una especie de material predefinido y convencional. Hace dos años, durante el Festival Internacional de Poesía en Rotterdam, uno de los más importantes de Europa, descubrí algo de lo cual saqué una enseñanza que ahora voy a compartir con ustedes. Este Festival organiza cada año un programa de traducciones, en varias lenguas, de fragmentos de la obra de un poeta escogido por el jurado. Tuve la sorpresa de ser elegido ese año. Los poetas extranjeros presentes en el Festival fueron encargados de la traducción de algunos de mis poemas en su propia lengua. Una mañana, un indígena Mapuche de Chile se dirigió hacia mí y me dijo: Hay en su poema una palabra que no existe en mi lengua. ¿Qué se hace? En todas las lenguas, en la más perfecta de las lenguas, falta siempre una palabra, pensé. Además, ocurre que nosotros experimentábamos el sentimiento de que faltan palabras en nuestro propio idioma. La palabra faltante en la lengua del Mapuche, era la palabra “espejo”. Le pregunté, si la palabra “reflejo” existía en su lengua. Sí, respondió, “reflejo” se dice con dos palabras: “el agua después de la lluvia”. Es decir, que existe una especie de encuentro, encantado por la realidad, gracias al cual una lengua descubre la palabra, o las posibilidades de palabras, que le faltan. Este lenguaje está en todas las lenguas. Este primer lenguaje es siempre transdisciplinario. La poesía es siempre transdisciplinaria. El verdadero lenguaje es siempre una lucha contra los mitos y contra la falta de palabras o de hablas que dan cuerpo al silencio que, todos llevamos en nosotros, en lo profundo de nuestro interior, desde el principio. Para dar un ejemplo de ello antes de terminar, me permitiré citarme leyendo un breve poema en relación con la idea de que todo lenguaje está frente al vacío: A veces parece que estamos en el centro de la fiesta, pero en el centro de la fiesta no hay nadie, en el centro de la fiesta hay el vacío, pero en el centro del vacío hay otra fiesta. Nota: Roberto Juarroz muere en 1995. No se pudo precisar la fecha de esta conferencia.
- Respirar la espera. 10° entrega / Marcelo Percia
Sobras de telas se llaman retazos. Se trata de restos irregulares que se ofrecen baratos y se exhiben como oportunidad. Aunque, la mayoría de las veces, esos hermosos y delicados recortes no alcanzan, por sus medidas, para confeccionar un vestido, un saco, un pantalón, una pollera, una blusa, un mantel, un chal. Así sucede con estos retazos: no tienen tela suficiente para cubrir una herida, envolver una idea, abrigar un desánimo o ajustar la silueta del porvenir. Cierto, se puede componer una pieza que simule unidad añadiendo fragmentos, pero esas costuras de pedazos dispersos no satisfacen expectativas doctrinarias, ni académicas, ni las del sentido común. A veces, de un escrito fragmentario -como sucede con una tela- se desprenden hilos flojos, descosidos, débiles, insignificantes. Esas hilachas no se disimulan. La pesadez de los días no se sobrelleva con más esfuerzo, más sacrificio, más agotamiento. La pesadez necesita delicadezas que suavicen. Liviandades que se den sin esperar nada. Demoras no consumidas por impaciencias. La pesadez necesita levedades que aligeren las cargas. No auxilios lastimosos. Ni demandas de fortaleza. Al final, la vida se agradece. Se tarda en saber (si se llega a saber) que todo consiste en haber estado. En haber respirado, en haber vibrado, en haber sorbido. En haber habitado lo pasajero, sin estridencias ni ánimos propietarios. Como diría Nietzsche solo levedades, delicadezas, suavidades, bailan mientras abrazan un dolor. Muchas veces, no sabemos qué pensar, cómo nombrar lo que sentimos, cómo posicionarnos ante lo que está pasando. No sabemos de qué lado estar. Sin una común conversación, que aloje desconciertos y vacilaciones, actuamos como estaciones repetidoras. Reproducimos interpretaciones. Trasmitimos voces que, a su vez, duplican y machacan sentencias. Así se entrometen, en lo que pensamos, las babas del capital. Boyamos (como plásticos que contaminan las aguas) de un lado a otro sin saber hacia dónde nos llevan las corrientes. A veces, terminamos en el estómago de una criatura marina que muere intoxicada. Desconocemos cómo se componen deseos que consideramos propios. La vida en común fabrica sentimientos sin que lo notemos. Hablas del capital tiran piedras y esconden la mano. Habitamos sentidos estremecidos, aturdidos, desreglados. Y, sin embargo, cada tanto, protagonizamos acciones desorbitadas que solicitan que respondamos por lo actuado. Que asumamos las consecuencias de lo provocado. Que nos hagamos responsables. Hacerse responsable equivale a hacerse una vida. Advenir como memoria de lo que hicimos más allá de saber o no lo que hacíamos mientras lo estábamos haciendo. Si no, solo cumplimos con lo que dicta la moral dominante, repetimos reacciones programadas, acatamos algoritmos, completamos inercias. Se propone llamar singularidad no a la emergencia de un ser, sino a la composición de un momento único. Al instante de un hervidero. Al burbujeo gaseoso de cercanías que humedecen deseos. Se propone llamar singularidad a algo impersonal e impropio que (si se da) se da en un común vivir entre materias que respiran, hablan, hacen promesas, se impregnan, se injurian. No se puede hacer dormir un dolor. El dolor no descansa. Solicita tiempos insomnes. Hasta que en algún momento, también, pasa. Roberto Juarroz (1995) relata la vez que un poeta mapuche lo consulta sobre cómo traducir la palabra espejo que no existe en su lengua. Le cuenta que la idea más cercana, reflejo, se nombra como “agua detenida” o “pequeño charco en el que se miran las cosas después de una lluvia”. ¿Cómo explicarle al zoom temblores de una clase? ¿Cómo hacerle entender que lo que fluía en las aulas, ahora, se encuentra estancado, detenido, escarchado? ¿Cómo decirle que sus imágenes dan sensación de un charco congelado? ¿Cómo transmitirle que lo vivo suda y huele? ¿Cómo hacerle sentir que extrañamos misterios de un común estar? Quino narra en ocho cuadros la enfermedad del ensimismamiento. En la primera viñeta muestra, en un laboratorio químico, a un hombre de guardapolvos con un tubo de ensayo que grita entusiasmado: “¡Profesor!, ¡Doctora! ¡He logrado aislar el virus de la soledad!”. En los cuadros que siguen recorre el instituto siempre llamando: ¡Profesor! ¡Doctora! ¿Doctora? ¿Profesor? Pero, no encuentra a nadie. En la última escena, se lo ve sorprendido, todavía con el tubo de ensayo en la mano, asomado en la puerta del edificio ante una ciudad desierta. Tenemos que decir que no se trata del virus de la soledad, sino del virus del solipsismo. Una palabra que casi no usamos y que proviene de las voces latinas solus ipse que se traducen como solo existo yo. Soledades cultivan cercanías, aunque a veces necesitan y piden lejanías. Solipsismos se bastan con un espejo. Soledades sobrellevan dolor, solipsismos trasbordan suficiencias. Si en el espejo de Narciso se refleja una imagen inalcanzable, en los espejos solipsistas se proyectan consumos deslumbrantes que se ofrecen diciendo ¡Solo para vos! El capitalismo atraviesa el peor momento solipsista de su historia, se repite y se repite hasta la destrucción: ¡Solo existo yo! ¡Solo existo yo! Hablas del capital explican la iniquidad y la desigualdad con razonamientos ensimismados: los ricos son ricos porque acumulan riquezas, y acumulan riquezas porque son ricos. Idea Vilariño (1969) dice la soledad en diez palabras: “Uno siempre está solo / pero/ a veces / está más solo”. Solipsismos, en cambio, no conocen soledades ni sufren por amores, solipsismos se afirman en siete términos: Acá no hay lugar para nadie más. Probemos llamar singularidad a un estar en común irrepetible: instante de peligro en el que se apuesta (o no) a la incertidumbre de lo vivo. No conviene que políticas de los cuidados impongan conductas a través del miedo ni apelen a la obediencia con amenazas. Necesitan convocar deseos, encantar voluntades, animar confianzas, propiciar disfrutes de un común cuidar. Convocar, encantar, animar, propiciar, componen los infinitivos políticos de las insistencias que cuidan. No seleccionamos ideas para interpretar lo que está pasando; interpretaciones de lo que está pasando nos seleccionan para proveernos de ideas. No nos imponen puntos de vista; puntos de vista nos eligen para proveernos con sus visiones. Actuamos como intérpretes de argumentos ya elaborados. Escribe Rilke (1923) “¡Ay! Incluso las bestias, astutas, se percatan / de qué torpe e inseguro, nuestro paso / que erra por un mundo interpretado”. ¿Cuánto tiempo más? Estamos en pausa, en suspenso, en disponibilidad. Amanecemos con la expectación exhausta. Esperamos algo que no llega, que tarda en llegar, que está por llegar sin todavía arribar. Tal vez una vacuna, una buena noticia, un llamado de amor. En el continuo vaivén de un tiempo más, a los tumbos, se está terminando el año. Tres deseos solipsistas: no necesitar de nadie, vivir al margen de la necesidad y del miedo, permanecer inmunes al dolor. Congojas no se calman con vacunas, distancias, barbijos. Congojas, de pronto, preguntan: ¿Te puedo abrazar? Y se abandonan… en un contacto, interminable. Escribe Copi (1968): “La vida es como una velocidad (…) Hay que correr a lo largo de ella para llegar a morir al mismo tiempo que morimos”. Sin contar que, a veces, lo accidental, lo caprichoso, lo inconcebible, la peste, malogran cualquier plan de carrera. Después del derecho a una renta básica universal para todas las criaturas hablantes por el solo hecho de existir, necesitamos pensar en otros derechos para las aulas. En el derecho a leer más allá de las bibliografías obligadas por el canon profesional. En el derecho a citar escritos disidentes y no autorizados. En el derecho a no repetir frases hechas para conquistar públicos. En el derecho a trabajar palabra por palabra, como en un análisis, sin ceder a las presiones de informes académicos, a las exigencias de la divulgación que quiere que se entienda todo, a las reducciones de las doctrinas que pretenden impartir fórmulas seguras. En el derecho a cuidar la escritura, a acunar el dolor con formas estremecidas que se resisten a repetir jergas y terminologías endurecidas. En el derecho a pensar un mundo inacabado con ideas sin terminar. Banksy, un artista que mantiene su identidad en reserva, denuncia en murales urbanos pobrezas y desigualdades, consumismos desquiciados, vandalismos del capital, dolores de guerra y violencias patriarcales. Durante la pandemia realiza un grafitti en un hospital de Inglaterra con un niño -blanco y bien vestido- que arrodillado simula hacer volar a una enfermera de juguete con un barbijo, un delantal con el símbolo de la cruz roja en el pecho y una capa de heroína. Y dibuja, más atrás, un cesto de papeles con los muñecos de Batman y el Hombre Araña descartados. La obra en blanco y negro (salvo la cruz) mide un metro de alto por un metro de ancho. Banksy representa a la enfermera de juguete como a una diosa poderosa y muestra cómo juegos de infancia están capturados por protagonismos extremos. Subyugados por excepcionalidades individuales. No por la magia de un común cuidado. “A ella se le ve que algo raro tiene, que no es una mujer como todas”. Así comienza la novela de Puig (1976), El beso de la mujer araña, en la que Molina cuenta películas a su compañero en prisión. Hace un relato por entregas; entrecortado por lagunas, digresiones y agregados del film La mujer pantera de Jacques Tourneu (1942). Oliver encuentra a Irena durante una visita al zoológico, se enamoran y se casan casi sin conocerse. Irena está convencida de que pesa sobre ella la maldición ancestral de una leyenda serbia. Cree que bastaría un beso para convertirse en una pantera que destrozaría al hombre que ama. Oliver busca la ayuda de un psiquiatra escéptico en esos temas, el doctor Judd, quien en una intervención confusa la besa y muere atacado por la pantera en la que ella se convierte. Puig describe esa escena entre Irena y el médico, a quien Molina nombra como psicoanalista, desplegando detalles preciosos. Recordemos uno de esos fragmentos: “Bueno, y va al consultorio. Y ella le habla con toda sinceridad, de que su miedo más grande es que la bese un hombre y se vuelva pantera. Y el médico ahí se equivoca, y le quiere quitar el temor demostrándole que él mismo no le tiene miedo, que está seguro de que es una mujer encantadora, adorable, y nada más, es decir que el tipo elige un tratamiento medio feo, porque llevado por las ganas, busca el modo de besarse con ella, eso es lo que busca”. En el encierro, Molina hace relatos inmensos. La película casi no interesa. Importa cómo Puig revela estereotipos de género a la vez que sospecha omnipotencias patriarcales en un psicoanalista (el tipo elige un tratamiento medio feo). Llamamos interioridad a una forma de encierro. Cuando no hay afuera del encierro, se extingue lo vivo. Molina narra películas: ahí reside la astucia de inventar un afuera. La pandemia pone a la vista la cerrada interioridad del capitalismo. Relatos de un afuera de la pandemia, solicitan historias que narren un afuera del capitalismo. Cuando no queda nada qué decir, cuando el silencio lastima; entonces: urge el abrazo. Pero ¿cuando ni siquiera el abrazo? Cuando no se puede ni se sabe qué mas hacer: no hay que hacer nada. Solo respirar, respirar la espera. Habitamos sensibilidades indecisas. Perplejidades fatigadas. Cada tanto el habla de un Amo se ofrece como decisor. Termina con la irresolución y promete suprimir angustias. Presenta un mundo ya decidido. Exime responsabilidades. Cuesta vivir sin certidumbres. Cuesta errar sin un patrón que lo diga todo. Cuesta deliberar insomnes entre dudas interminables. Cuesta tomar decisiones no complacientes e inseguras. Cuesta morar en una común intemperie. Pero, al cabo, nada cuesta tanto como el sometimiento a un patrón que decide todo. Una cosa una común intemperie y otra la brutal intemperie de las vidas desalojadas por la ley del Capital. Vidas condenadas a sobrevivir sin un techo donde guarecerse. Se necesita garantizar el derecho a la vivienda para habitar, recién entonces, una común intemperie. Una común debilidad. Un común desamparo con el resto de lo vivo. A propósito del suicidio de Virginia Woolf, escribe Juan Gelman (1998): “Hay secretas relaciones entre locura y escritura: la primera suele terminar con la última, pero nunca al revés. Ambas avanzan por territorios colindantes y poco puede hacer la palabra, oral o escrita, ante la demencia empeñada en destruirla. Tal vez eso sea la locura: una empresa de abolición de la palabra”. Se puede disentir con Gelman. Demasías no abolen las palabras. No derogan el deseo de nombrar. Demasías sienten la vida que las palabras no comprenden. Aun así, se acercan hasta apretarse con los últimos vocablos antes que se vuelvan cenizas. Se podría pensar una vida en común como una red inmunitaria. No como moral de grupo, como unidad defensiva, como hábito de combate, como frontera ante lo extraño; sino como un común estar que se decide cada vez, que se habita como provisorio descanso, como alegría que pasa, como deseo que migra. Acciones de cuidado entre cercanías que desean tocarse, olerse, besarse, pero que se bailan a más de doscientos centímetros de distancia, reconfortan vidas desacariciadas. Así se mide, ahora, la longitud de una espera. Una común debilidad abriga (no la solitaria fuerza). Simone Weil muere a los treinta y cuatro años, en agosto de 1943, luchando -desde Londres- junto a la resistencia francesa. Cuando le diagnostican tuberculosis ya está muy delgada y se siente débil. Internada en un sanatorio le prescriben reposo y una dieta abundante. Sin embargo, durante los cinco meses que siguen se rehúsa a moderar su trabajo político y su labor intelectual. Además, contradiciendo las indicaciones médicas, no come lo suficiente. Decide racionar sus alimentos en solidaridad con la población francesa que sufre penurias de la guerra durante la ocupación nazi. Convicciones de Simone Weil no pueden traducirse como trastornos de la alimentación. Se trata de una austeridad ética que anuncia el agotamiento de la civilización de la fuerza. Se trata de la inapetencia como resistencia. Se trata de la utopía de una común debilidad o nada. Todos los días escuchamos la muerte como número, como contabilidad, como información. Como cantidad porcentual. La muerte como pulcra fatalidad. Como infortunio de los años, de las soledades empobrecidas. Como asignación que si te toca, te toca. Inminencia de una inminencia. De golpe, algo interrumpe la embriaguez de un saber satisfecho: le enrostra una secreta ignorancia. Compulsiones, cuando se vuelven vehemencias que dañan, no alivian vidas desvalidas. Añaden hostilidad al desamparo. Hay pesares que no tienen fin. Imposible disolverlos aunque se empeñen varias vidas en intentarlo. La liberación sobreviene, a veces, por el solo cansancio. Néstor Perlongher (1981), en Cadáveres, traza un inventario de dolores acallados en tiempos de la última dictadura civil y militar. El largo poema comienza así: “Bajo las matas / En los pajonales / Sobre los puentes / En los canales / Hay cadáveres”. En uno de sus tramos que transcribo recortado se lee: “En el desierto de los consultorios / En la polvareda de los divanes ‘inconscientes’ / En lo incesante de ese trámite, de ese ‘proceso’ en hospitales / donde el muerto circula, en los pasillos / donde las enfermeras hacen SHHH! con una aguja en los ovarios, (…) Hay Cadáveres”. Hay cadáveres, con la letra hache muda como conjugación en presente del verbo haber y Ay cadáveres como interjección que expresa dolor. Se necesita hacer lugar a la furia, no apaciguarla. No se trata de calmar, tranquilizar, cauterizar heridas. Tampoco se propone aplacar o sosegar. Tal vez, se trata de abrazar la furia en un común desasosiego. Angustias y deseos traman revueltas en las orillas. ¿Dónde nutrir ánimos en estos días? De pronto, algunas cercanías dan a beber lo vivo. Dan a beber, no cancelan la sed. Se suele citar esta línea final del primer acto de Hamlet que dice: “El tiempo está fuera de quicio”. Se la entiende como alusión al momento en el que estallan crueldades contenidas, pero también como subversión del tiempo que no se amolda a las arrogancias que pretenden ordenarlo o fijarle curso. Pero los versos que siguen confirman la omnipotencia trágica del protagonista: “El tiempo está fuera de quicio / Oh!, suerte maldita / que ha querido que yo nazca / para recomponerlo”. El héroe de la obra, interpreta el momento desquiciado como llamado a una solitaria cruzada para poner las cosas del poder en su lugar. Más de cuatrocientos años después, desde el sur exhausto y expoliado, urge desear una común serenidad que tantee otras formas de vivir en este desorden de los días. El carterista de Robert Bresson (1959) cuenta la historia de un muchacho que aprende a robar para sobrevivir a la pobreza, a la tristeza, a la soledad. Muestra cómo, concentrado e imperturbable, se infiltra entre la gente en un vagón a la espera de la ocasión, el descuido, el instante propicio, para arrebatar una billetera, un reloj, un collar, una cartera. Retrata sutilezas, disimulos, observaciones, habilidades, suertes, destrezas, movimientos precisos. Una pasión secreta. Así, también, las ideas se toman por asalto. Se roban, se reparten, se regalan. No pertenecen a nadie. Estremece ver cómo vidas arrasadas, empobrecidas, dolientes, de repente, se ponen a bailar una cumbia. Escribe Juarroz (1995): “...en el centro de la fiesta no hay nadie, en el centro de la fiesta hay el vacío, pero en el centro del vacío hay otra fiesta”. Imagen: Gisela Candas (@sadnacc)
Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.











