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  • Enero Adynata/ MP

    Deseos de felicidad expresan promesas atenuadas. No dicen: “Te prometo que serás feliz”, pero auguran la posibilidad. La primera mañana, del primer día, de un nuevo año, se brinda como primicia. Como instante venturoso. El deseo de felicidad funciona como conjuro. En el horizonte cuelgan señales de lutos y duelos, mascarillas y terrores, opulencias y hambre. Se podría llamar fascismo a una forma de crueldad argumentada. Argumentar una crueldad equivale a justificarla. Ojalá que lecturas afectivas prevalezcan sobre las crueldades travestidas de felicidad. Lecturas practican gratitudes profanas. Gratitudes ya no como una emoción benéfica por haber recibido algo valioso, sino como momentos de acogida en una común fragilidad, en una común tristeza, en un común olvido, en un común no saber. Gratitudes no se desean, se dan. O se ofrecen como refugios contra resentimientos. Resentimientos se instalan como reversos del don. Delatan rencores agazapados en el llamado “amor propio”. Amores propietarios que, contrariados, se vuelven odios. No se puede leer ni vivir en estado de rencor. Escribir importa tanto como recuperar textos impropios. Adynata se piensa como en busca de escritos perdidos, pero ya no como memoria personal proustiana, sino como rescate de complicidades impersonales. Lecturas -que no pretenden otra cosa que compañías sin trascendencias- suavizan noches y días que duelen. Adynata no se pretende como Biblioteca de Alejandría virtual, ni como suma bibliográfica de una Cátedra, sino como apilada de ternuras queridas, muy queridas, más que muy queridas. Lecturas, tal vez no cambien vidas ni las salven, pero (a veces) realizan cercanías entre debilidades que se agradecen. Lecturas precipitan conversaciones -como diría Blanchot- infinitas.

  • Adynata Enero / VPS

    Entre tantas cosas sin estatuto, entre tantos estados civiles fantásticos, recoge lentamente su propia identidad, como si en los pliegues de las palabras durmiera, junto a las quimeras nunca muertas del todo, la memoria absoluta. Michel Foucault La matrix erige la exaltación del anuncio de un nuevo año ¿nueva vida?. Anuncia un regalo del tiempo -tú eres le regaladx para el cumpleaños del reloj, susurran las amadas escrituras cronopias-. Darse al leer, al escribir, quizás, las tablas de surf para pasar estos momentos, quizás un modo de estar en la vida para hacerla vivible. Escribir y leer como privilegios de darse al tiempo, ¿tal vez modos de existir en una matrix en la que se multiplican las formas de cooptación de aquellas estrategias, ya probadas, para resistir(se)?. Quizás haga falta renovar las ya sabidas relaciones con el silencio, con una “ecología de los sonidos” como escribe María Mora, para encontrar en el silencio -tal vez, para volver a encontrar en el silencio- “una pausa que obliga a afinar la capacidad de escucha”. Quizás se trate, como nos dice pausadamente Juanele, de saber que “las cosas están allí silenciosas y uno va hacia ellas también silenciosamente.” Tejer, destejer y volver a tejer relaciones entre escucha, silencio, poesía y vida. Dice en la entrevista Juanele “una poesía es tanto más poesía cuanto más silencio ha evocado.” ¿Cómo entramarse allí ante los aullidos del hambre y la pobreza, ante los artificios artificiales de los brillitos decorativos de las fiestas? ¿Cómo hacer lugar a la pereza, la improductividad, el ocio como conjugaciones del resistir cuando la desocupación y la desesperación crecen a pasos agigantados en un mundo que pretende espejarse en cejudos análisis teñidos de los colonizantes colores de género, raza, clase e ideología que fulguran, vía Netflix y otras plataformas, ya sea mirando, ya sea sin mirar hacia arriba? Los incendios de la casa de gobierno y la comisaría de Rawson, no serán televisados. Los desalojos bonaerenses y los incendios de los bosques patagónicos, los montes nativos y la selva misionera, tampoco. Mucho menos el Mar Argentino empetrolado. “¿Era la furia y la indignación por los muertos inmediatos mezclándose con la alegría y la exaltación adrenalínica de los cuerpos palpitando en la acción?” se pregunta hoy Eduardo Gruner, a veinte años de una revuelta. Y martilla “la intensidad de la reapropiación aumenta, curiosamente, cuando ese ejercicio, ese ensayo de libertad, se hace junto a otros.” “Tal vez furias de una común ternura puedan contrarrestar maltratos de esta época aciaga del mundo” leemos en estas Sesiones en el naufragio. Mientras tanto, leer y escribir teniendo en cuenta que, como nos comparte María Zambrano, “todo libro ha de tener algo de bomba, de acontecimiento que al suceder amenaza y pone en evidencia, aunque sólo sea con su temblor, a la falsedad.”. Escribir sin más, como en La isla, donde “inventaron un lenguaje que muestra cómo es el mundo, pero que no permite nombrarlo”. Tal vez encontrar e inventar otras maneras de estar en el mundo “con la entrega de las piedras” y “para recordar la potencia de lo quieto, de la pausa, de lo lento, de la detención, y de la înacción.” como escribe Vir Cano. Animarse a elogiar la pereza hasta encontrar que en ella “hay demasiada belleza como para convertirla en la prebenda de los clientelismos” sabiendo que “la culpabilidad degrada y pervierte a la pereza, prohíbe su estado de gracia, la despoja de su inteligencia” y que “a ella se llega por una natural inclinación a buscar el placer y evitar su contrario. Una simpleza que la edad adulta se empeña en complicar.”. Escribir y leer como privilegios. Ya en 1933 Severino alerta que “no se puede pedir a un cuerpo cansado y consumido que se dedique al estudio, que sienta el encanto del arte (...) ni menos que tenga ojos para admirar las infinitas bellezas de la naturaleza. Un cuerpo exhausto, extenuado por el trabajo, agotado por el hambre y la tisis no apetece más que dormir y morir. Es una torpe ironía, una befa sangrienta, el afirmar que un hombre, después de ocho o más horas de un trabajo manual, tenga todavía en sí fuerzas para divertirse, para gozar en una forma elevada, espiritual. Sólo posee, después de la abrumadora tarea, la pasividad de embrutecerse, porque para esto no necesita más que dejarse caer, arrastrar.” Aquellas viejas tecnologías de gobierno que encuentran hoy nuevas ciber herramientas de múltiples entradas por múltiples pantallas, no logran agotar la insistencia ni la incitación a ir más lejos, como dice Foucault en ocasión de la publicación de El Anti Edipo. Volver a lanzar hoy aquellas preguntas presentadas allí: “¿Cómo se introduce el deseo en el pensamiento, en el discurso, en la acción? ¿Cómo el deseo puede y debe desplegar sus fuerzas en la esfera de la política e intensificarse en el proceso del derrumbe del orden establecido?”. En este incipiente 2022, desde latinoamérica, ya no se trata sólo de aquellos enemigos mencionados en Introducción a una vida no fascista. ¿Cuántos más sumar a los ascetas políticos, los militantes tristes, los terroristas de la teoría, los burócratas de la revolución, los funcionarios de la Verdad, los lamentables técnicos del deseo, el fascismo? “Y no solamente el fascismo histórico de Hitler y Mussolini –que supo movilizar y utilizar muy bien el deseo de las masas- sino también el fascismo que reside en cada uno de nosotros, que invade nuestros espíritus y nuestras conductas cotidianas, el fascismo que nos hace amar el poder, y desear a quienes nos dominan y explotan”. Quizás se trate de, en un plano, encontrar e inventar estrategias para perseverar en aquella chance mencionada por Deleuze en el curso sobre Foucault “La subjetivación”: “plegar la línea del afuera (…) para encontrar un instante de reposo, para arrancarla de la muerte. El único medio de arrancar la línea del afuera de la muerte a la que nos arrastra, es plegarla y vivir en los pliegues.” En otro plano, estar templadxs por si nos espera un nuevo momento en el que, como relata Gruner, “una multitud de cuerpos asfixiados, entre la mayoría de los cuales no había existido antes relación alguna, salieron simultáneamente a la calle a romper ventanas.”

  • Sesiones en el naufragio (15) Desolaciones / Marcelo Percia

    La primera noche en el pabellón la pasé escuchando ruidos, sollozos, quejidos, suspiros ahogados. No supe de dónde venían. De a poco, sentí el hipnotismo del terror, su acompasada calma. A eso llamo desolación. Se trata aquí de pensar tensiones, pasajes, rispideces, solidaridades fronterizas, entre desolaciones y soledades. Distingos, a veces, tratan de palpar la materialidad evanescente de un soplo. En latín, desolatio significa privación de todo consuelo. El verbo desolar se emplea para decir destrucción, ruina, arrasamiento, devastación. También para expresar estados de pesadumbre, tristeza, consternación. Desolaciones concentran aflicciones que no tienen descanso, ni corte, ni fin. Extensiones saturadas de dolor. Hastíos de la civilización. Tierras yermas de las desolaciones ofrecen territorios aptos para la siembra de ideas espantosas. Desiertos poblados de reproches, resentimientos, odios. Malas y buenas creencias nacen de la desolación. Desolaciones alertan que algo se está muriendo, que la tierra se está apagando, que el aire se está retirando. Aunque siempre dejan entrever un resto no devastado, una callada voluntad de no extinción. La porfía de lo vivo casi extenuado. Desolaciones nombran diferentes formas de arrasamiento de la vida. Sin esa palabra pensada, así, en plural, soledades no podrían decir el estupor. Del latín, solitas se traduce como cualidad de estar sin nadie más. Pero, soledades no se componen sin nadie más. El sin nadie más describe la excepcional circunstancia de un dios antes de la creación del mundo. Habitamos soledades entre soledades. Soledades demasiado mortales. Muchas soledades no saben la soledad. La consideran desdicha de la sociabilidad, abuso de la misantropía, síntoma del yo, merecida consecuencia del por algo será. Sin embargo, soledades resplandecen como condición fulgurante de la vida en común. Pensamientos tristes y destructivos, que aguijonean soledades, se afincan y se reproducen en épocas arrasadas. Desolaciones se presentan vastas, completas, suficientes, sin nada más que desolación. Inmersas en la devastación, soledades se sienten malditas o responsables de testificar que la vida está en peligro. En Desolación, Gabriela Mistral (1922) escribe: “…miro morir intensos ocasos dolorosos”. Se trata de un poema cautivo en un sufrimiento sin salida, en la pesadumbre de una muerte trágica, en una interminable noche sonámbula, sedienta. En un sinfín de desdichas y desgracias. A veces, se siente la desolación -último alarido callado del mundo- como un asunto personal, entonces soledades huyen de la soledad como de un incendio. Carecen de refugio o de asilo. Descreen de la protección de un abrazo. En el paraje desierto de la desolación, falta una caricia, una mirada, una palabra. Soledades desoladas vagan desarropadas. Desolaciones enmudecen. Las palabras se extinguen o desertan ante la cruda visión de la vida derruida. Se necesita conservar en la retina desolaciones de los manicomios. Poner fin a los encierros urge tanto como terminar con lo que Fernando Ulloa (1995) llamaba “culturas de mortificación”. Tal vez furias de una común ternura puedan contrarrestar maltratos de esta época aciaga del mundo. A veces, soledades se solazan en la desolación. Sienten tanto dolor, tanta frustración, tanta falta de abrigo, tanto peligro, que se recluyen en el desánimo. Esperan salvaciones mágicas. No se sienten acogidas por ninguna ternura, suavidad, descanso. Permanecen en cumbres o subsuelos del “solo me pasa a mí”. Se llenan de sí mismas. Se embelesan diciendo “solo yo sé cómo me cuesta todo”, “nadie entiende lo que siento”. El sí mismo se comporta como un caprichoso dios privado. Desolaciones se sienten aturdidas, tambalean embotadas y, a veces, se aferran a fortalezas fanáticas. Devastaciones incuban actos de crueldad. Escribe Ulloa (1995): “El fácil engaño es común en la mortificación”. Desolaciones comparten con la mortificación el sentimiento de que algo se apaga, la fatiga de la luz, la noche desfalleciendo. Tal vez de las desolaciones, como de las mortificaciones, se sale (si se sale) a través de una común debilidad que protesta. Desolaciones no tienen paz. Desertan hacia ninguna parte en pleno bombardeo. Soledades se amparan en otras soledades. Respiran un común aliento de miedo. Escribe Nietzsche (1885) en Así habló Zaratustra: “El mal amor por vosotros mismos transforma vuestra soledad en prisión”. Pero, tratándose del sí mismo, ¿se podría pensar en un buen amor? El sí mismo malogra el amor conquistándolo: confisca el querer, lo consuma como propiedad. Freud conjeturó, atendiendo vicios del sí mismo, todo avatar amoroso como narcisista. Pero, conviene no olvidar que Narciso trasciende como nombre de una vida castigada. Los dioses sentencian al joven (que carecía de pasiones posesivas) a amarse a sí mismo. Soledades se estrechan en tiempos de tormentas, se aprietan e intiman irreductibles. Lo irreductible resguarda un resto no identificable: que no se puede nombrar, no se puede poseer, no se puede comprimir. Soberana dicha de lo irreductible, reserva escurridiza de las soledades. Desolaciones tienen más relación con el sentimiento de una vida en ruinas que con la soledad. Desolaciones sienten que el mundo les debe algo; soledades se saben en una común intemperie. Una común desolación aproxima vidas arrasadas. Libros propician encuentros entre soledades. Desolaciones revuelven cenizas en bibliotecas incendiadas. Desolaciones medicadas desfilan como certezas sin mirada. Desolaciones no tienen sosiego, soledades tampoco. Desolaciones ven en esa falta un motivo más de desolación; soledades, a veces, optan por aproximarse para cantar y bailar desasosegadas. Soledades se aprenden. Winnicott (1958) piensa la soledad no como abandono, sino como donación. Como acto de crianza que da la posibilidad de estar a solas en cercanía de una presencia respetuosa de la soledad. Soledades se aprenden desprendidas de la desolación. Se lee en el Libro del desasosiego que inspiró Fernando Pessoa (1935): “En esas noches me llena, como marejada, un sentimiento aún peor que el tedio, pero que no parece merecer otro nombre que tedio –un sentimiento de desolación sin amarras, de naufragio de mi alma entera”. Desolaciones carecen de amarras, soledades también. Sin embargo, desolaciones sienten la falta de amarras como irremediables caídas en los abismos, mientras soledades, cada tanto, disfrutan andando sueltas. Una de las formas sutiles de la mortificación consiste en el tedio. Secreto pesar que también habita en la luz mortecina de la desolación. En la fingida inocencia del desgano goza la crueldad. En la apacible mansedumbre del aburrimiento se esconden omnipotencias, dictaduras del rendimiento, demandas de realizar siempre algo mejor. Tal vez eso que se llamó psicoanálisis consista en una interminable conversación en la que la desolación se concilia con la soledad. No conviene pensar el desamparo solo como triste percance por el abrigo perdido. Un común vivir supone continuos pasajes entre acogidas y abandonos. La desolación se torna desgraciada no cuando se presenta como condición momentánea de la existencia, sino cuando resulta de las acciones destructivas del capital. Escribe John Berger (1984): “La emigración no sólo implica dejar atrás, cruzar océanos, vivir entre extranjeros, sino también destruir el significado mismo del mundo (…) Claro está que, cuando no se realiza a la fuerza, la emigración puede verse impulsada tanto por la esperanza como por la desesperación”. Migraciones forzadas componen marchas y campos de desolación. Capitalismos asolan. Añaden a las soledades la desolación de los desarraigos. Arrasan mundos significados. Significar mundos quiere decir plantar una común memoria en un suelo receptor. Raros estos tiempos desolados en los que el común deseo de vivir queda subordinado a la urgencia desesperada de sobrevivir como se pueda. Algo que escribe Alejandro Kaufman (2021) dice desolaciones en estos días: “En un mundo que se hunde no es necesario matar o encerrar, basta con el abandono cuando todo se vuelve inhóspito”. Hablas del capital inyectan la necesidad de lo innecesario. A veces, soledades se calman comprando algo, o se dan atracones, o no se aplacan con nada. Desolaciones ponen a la vista que, para la desquicia capitalista, hay vidas que se han vuelto innecesarias. A mediados del siglo veinte, Octavio Paz escribe un ensayo sobre la trágica soledad de América Latina. Entre otras cosas, una soledad contrariada por querer pertenecer a la civilización europea. Aquel intrincado laberinto de soledades, se presenta ahora como planicie de una gran desolación. El capital actúa por su cuenta, se ha autonomizado. Números que ascienden y descienden en las pantallas gozan con más o menos ceros. Asistimos a una disyuntiva dramática: soledades se acurrucan en una común fragilidad de cuidados o se dispersan como individualidades libres de salvarse cada una por su cuenta. Soledades que conversan para tratar de sanar la vida, atraviesan zonas arrasadas, astenias de la tierra, estepas que secan deseos. Pero, a veces, el don de la cercanía desata emociones que no caben en un solo cuerpo: ese rebalse de gratitud anega con sus frescuras las desolaciones. Lo que hasta ahora se llama salud mental, se podría rebautizar como el nombre de una escucha en común de las desolaciones. Fuente: https://lateclaenerevista.com/desolaciones-por-marcelo-percia/

  • Perón y el peronismo en la obra de Horacio González / Eduardo Rinesi

    Perón y el peronismo son posiblemente los temas más recurrentes, más constantes, de la obra, enorme, de Horacio González. [1] Desde “Humanismo y estrategia en Juan Perón”, en una juvenil Envido de 1971 (Envido –escribió cuatro décadas después González en el prólogo a la edición facsimilar que publicó la Biblioteca Nacional– “fue siempre libre, autónoma, juvenil. Se debía parecer bastante al espíritu de la generación de 1837”), hasta su libro mayor sobre el líder del gran movimiento de las masas argentinas del siglo pasado, su formidable Perón, de 2007. Abramos este libro. Empecemos por el comienzo, por la primera línea: “Si existiera el reverso de la carne, no sería la muerte. Serían los escritos.” Es el tema de González: los escritos. Los textos. Las palabras. La relación, quizás, entre las palabras y la carne. La carne de una biografía o de una historia. La carne de Perón o la del peronismo. “Pero ¿hay carne en las palabras?” Es González el que pregunta. El que no se ha dejado de hacerse esta pregunta, en realidad, a lo largo de toda su obra, y sobre todo a lo largo de su obra sobre el peronismo y sobre Perón. A los que siempre pensó en relación con las palabras, con los escritos, con los textos de los que uno y otro son inseparables: los textos que Perón leyó, los que glosó, los que enseñó, los que escribió, los que citó y los que recitó, los que moduló con solemnidad en Bolsas de Comercio y Congresos de Filosofía y los que improvisó en grandes jornadas de plaza y de balcón. Y los otros textos: los de quienes leyeron a Perón, los de quienes discutieron con Perón, los de quienes disputaron con Perón, los de quienes quisieron celebrarlo o explicarlo o condenarlo. De estos textos, y de las relaciones entre estos textos, están hechos, para González, el peronismo, su materia y su tragedia. Por eso, hay un problema fundamental en el tratamiento que da González al tema de Perón y del peronismo: el problema de la lectura. Que es como decir: de los reflejos de esos textos de los que está hecho el peronismo. De los modos en los que unos textos se reflejan en otros textos, que es una de las formas en las que unas vidas se reflejan en otras vidas. Perón fue un lector de textos y además fue el autor de textos que fueron leídos por otros, por muchos otros. Por eso, una parte de la pregunta por el peronismo y por Perón es la pregunta por el modo en que leyó Perón los textos que leyó: por lo que hizo con ellos, por la manera en que los incorporó a su propia voz, a sus propios escritos, a sus propios textos, y la otra parte de la pregunta por el peronismo y por Perón es la pregunta por cómo fueron leídos esos textos “propios” de Perón, por cómo los leyeron sus seguidores, sus críticos y sus detractores, pero muy especialmente por cómo lo leyó en un determinado momento de la historia (no, lo escribo mejor: por cómo fue leído, después, el modo en que lo leyó, en un determinado momento de la historia) ese nunca muy preciso “nosotros” que González no usa muchas veces en sus escritos, pero que de tanto en tanto aparece en ellos (“nosotros, sus seguidores de traje fiado…”, “no comprendíamos…”, “entendimos diferente…”), como si nunca hubiera dejado de estar ahí como su motivo más constante y verdadero, para indicar la continuidad de una preocupación que me parece a mí que no sería exagerado afirmar que es la que organiza el conjunto de los problemas de los que González se ha ocupado a lo largo de toda su obra. En 1992 Horacio González publicó bajo la forma de un libro el resultado del trabajo que había escrito como tesis doctoral para la Universidad de San Pablo, ciudad donde había vivido durante los años de la dictadura argentina. El libro, precioso, se titula La ética picaresca. El día de la presentación, que se llevó a cabo en una amplísima sede de la librería El Aleph en la calle Corrientes entre Cerrito y Libertad, en Buenos Aires (esa librería ya no existe más: en el terreno que ocupaba el edificio ahora funciona un estacionamiento), Tomás Abraham tuvo una ocurrencia que fue muy festejada: “Horacio –dijo Abraham–: ¡Seguís hablando del peronismo!” Era un chiste. El libro de Horacio no hablaba, por lo menos ostensiblemente, del peronismo. Pero no se equivocaba Abraham al sugerir que una no tan secreta preocupación por el peronismo entendido como el nombre de una gran conversación imposible o fallida, de la conciencia incrédula y astuta de una historia desquiciada o de la escena de un tipo de acciones hechas de encubrimientos e insinceridades era la que animaba el conjunto del deslumbrante recorrido que proponía González en ese libro, a lo largo de cuyas tres partes (precisamente: sobre la tragedia, la picaresca y el pretexto) una reflexión inspirada en la lectura de las grandes obras del pensamiento social moderno no dejaba de echar luz, de los más diversos modos, sobre los problemas de la historia argentina más reciente. ¿Puede calificarse como “picaresco” el modo en que Perón leía los textos con los que se formó y con los que formó su propio y pintoresco acervo de máximas, sentencias y dictámenes? El tema ha ocupado a González en más de un sitio, pero encuentra su desarrollo más amplio en el Perón, en cuyos capítulos iniciales el futuro general nos es presentado, varias décadas antes, en su triple condición de lector, de profesor y de autor de un libro de texto destinado a sus estudiantes, los Apuntes de Historia Militar, al que González presenta como un “libro de cánones y preceptos”, donde una vasta erudición en materia de guerras antiguas y modernas es resumida en la forma de un astuto refranero hecho de citas, aforismos y apotegmas. “La mayoría de sus frases ya figuraban en almanaques antiguos”, escribe González. El arte peroniano de la conducción era en primer lugar, entonces, el arte de conducir frases, que exactamente para poder ser conducidas de un lado a otro (González observa que con las mismas palabras con la que Perón celebra al movimiento estudiantil europeo de fin de los 60 condenará pocos años después a las guerrillas argentinas de la década siguiente) tenían que ser tan sonoras como vacías. Vacías, o, como dice González, reversibles. “Para Perón, todo enunciado era reversible”. ¿Cómo llamar a eso? ¿Astucia? Sin duda. Astucia permanente, “ontología de la astucia”, escribe González, de alguien que diciendo una cosa o exactamente la contraria dejaba siempre “una pátina de aceptación general hacia un mundo enturbiado, aceptando todas las relaciones por igual”. Que siempre estaba en estado de ironía y de anonadamiento del significado efectivo de las frases que, jaraneras o misteriosas, lanzaba sobre el mundo. Así, en el corazón de la gozosa astucia del conductor de frases anida el germen de la tragedia que en estos juegos de duplicidades y reversiones no dejaba de anunciarse. ¿Cómo juzgar la responsabilidad de Perón en esta tragedia? Sobre este punto González discute con su amigo José Pablo Feinmann en términos que anticipan los del intercambio entre ambos que reproduce el volumen de conversaciones Historia y pasión, de 2013. El problema son, de nuevo (siempre), las palabras. “Escarmiento”. “Aniquilamiento”. Perón las dijo, y no es irrelevante que lo haya hecho. ¿Pero hace bien Feinmann, se preguna González, en suponerle a esas palabras una capacidad efectiva de fundación de una violencia destructiva de cuerpos y de vidas? ¿Hay continuidad, contigüidad, identidad, incluso, entre las frases y su realización práctica en la historia? Si a las palabras debiéramos entenderlas siempre en su perfecta literalidad, desaparecería lo que González llama “la irrecusable contingencia del lenguaje”; si no les reconociéramos el peso del que están grávidas, hablar sería un ejercicio irresponsable y gratuito. Por supuesto, no lo es: las palabras son riesgosas. Pero al mismo tiempo siempre cargan con una especie de excedente. Son siempre menos y más que la realidad, que en ellas permanece siempre, por así decir, inconsumada, y es justo gracias a ello que existe libertad de los sujetos en la historia. González no es concesivo con Perón, pero parece condenarlo menos por la inclemencia de algunas de las frases que pudo pronunciar que por su incapacidad para poner fin al juego desesperante de inversión del significado de todas ellas, que determinó que a cierta altura de las cosas ya nadie, ni siquiera él mismo, supiera qué era lo que significaban, y que solo quedara, al final, su furia. Esa furia de Perón era, en el fondo, la furia porque hubiera historia. El conductor de frases preferiría que no la hubiera. Que esas frases que movilizaba como ágiles tropas en el campo de batalla lograran abarcar el mundo en su totalidad y ejercer una soberanía plena sobre la vida de los hombres y de los pueblos. Pero no: si hay vida, escribe González, es porque hay límites, porque hay obstáculos a ese imperialismo feliz de las palabras, a esa voluntad del predicador que querría un mundo sin sangre, sin lodo y sin muerte. En la retórica hay plenitud de un sentido alojado en un puro mundo de palabras, en un puro sí-mismo del lenguaje, pero en la historia hay una materia dura, una facticidad excedente, un resto que no deja de acechar y de desmantelar esa utopía. González le da un nombre sartreano a ese resto. Lo llama escasez, a veces rareza. Son las traducciones que se han ofrecido a la rareté (“la rareté, eléctrica palabra”) de La crítica de la razón dialéctica. La retórica, escribe González, no es solo una teoría de la elocuencia o de la persuasión: es una filosofía del movimiento entero del ser dentro de los límites absolutos del lenguaje. Frente a ella, contra ella, la escasez de la historia, la escasez de lo práctico inerte de la historia, es “lo bruto sin palabras, lo violento sin metáforas, la naturaleza sin imaginación, lo catastrófico sin aviso ni poética”. Perón llevó a su extremo la pretensión de la retórica de someter el campo entero de la rareza o de la escasez (o sea: de la muerte) “a una gran guerra de posiciones en el lenguaje”. Pero no es posible ignorar que existe un punto “donde mueren las palabras” y donde en su lugar, o entre sus grietas, emerge en su dura materialidad la historia. La retórica querría dominar y hasta suplantar la historia, volverla un pliegue interno de su propio plexo de palabras. Pero la historia, con su carga de conflictos excedentes respecto a la capacidad de las palabras para someterlos, se resiste. La sorpresa y la cólera del conductor son la sorpresa y la cólera frente a esta resistencia. El asunto había sido considerado por González en un artículo sugestivamente titulado “El general de la conciencia desdichada”, aparecido en 1985 en el número 5 de la revista Unidos, escenario de algunas de sus grandes contribuciones a los debates argentinos de esos años. De algún modo, Unidos continuaba, después de la dictadura, a Envido, pero lo hacía en otra época y con otro lenguaje. “Ahora, en vez de sociología tercermundista, politología democrática”, escribe González en el ya citado prólogo a la edición facsimilar de la revista de los años 70. “Politología democrática” parece un poco mucho: Unidos siempre estableció una distancia conceptual y estilística con las retóricas dominantes en la discusión académica sobre los problemas de la “transición”, pero es cierto que lo hizo en el medio de un ejercicio de revisión de la propia “verba peronista” que su antecesora había ensayado (de nuevo: “como traje prestado”) quince años antes, y exhibiendo un esfuerzo de lectura muy atenta de las primicias que traía a la discusión teórica y política el alfonsinismo. A este último asunto dedica González uno de los textos mayores de los varios que escribió en la revista: “El alfonsinismo, un bonapartismo de la ética”, en el número 9, de abril de 1986. Sobre el otro asunto, la relectura de la tradición peronista y la revisión del propio personaje de Perón, González publica otros tres textos fundamentales, todos en ese mismo año: en el número 10, de junio, “Solanas y el bergantín de la modernidad”, magnífica reflexión sobre uno de los asuntos más constantes de toda su obra: el de la relación entre pensamiento y mito, el del modo de situarse frente al mito no como un obstáculo para el pensamiento, sino como su condición de posibilidad; en el número 11/12, de octubre, “La revolución en tinta limón”, del que hablaremos más adelante, sobre la correspondencia que intercambian Juan Perón y John William Cooke en la segunda mitad de los años 50, y en el número 13, de diciembre, “Perón y Verón: dos tesis sobre el malentendido”, del que nos ocuparemos enseguida. Pero volvamos al artículo del 85 sobre la “conciencia desdichada” del viejo general, en el que no es difícil encontrar anticipadas algunas de las tesis que veníamos relevando en el Perón de dos décadas más tarde. En el artículo, González observa que coexistían en Perón dos naturalezas. Una de ellas lo invitaba a forjar, a través de sus “hechizos de mago” de conductor, “totalidades doradas e indivisas” en las que todas las fuerzas en disputa en el suelo de la vida nacional pudieran ser reconciliadas. González ve en esta vocación por la construcción de una “comunidad organizada” el corazón del pensamiento político peroniano, que se va desplegando con mayor fuerza a medida que avanzan los años y las décadas, hasta llegar a su pensamiento último, capaz de poner a la misma “humanidad” como sujeto de un universalismo armónico y reconciliado. La otra lo llevaba a producir divisiones y antagonismos, a cavar trincheras por doquier, a multiplicar los enemigos, a hablar siempre en un lenguaje de contraposición de fuerzas y en ocasiones también de enfrentamientos radicales y tajantes, “al estilo del cinco por uno” o de los encendidos escritos de los años del exilio y la resistencia. La idea de la conducción era la de que era posible encontrar en las cosas, incluso en las fuerzas contrapuestas de la historia, un “nervio oculto” que permitiera postular la unidad última entre todas ellas. Perón quiso absorber en sí toda la sociedad argentina. “El método de la conducción y la doctrina que lo acompañaba lo llevaban a eso”. Pero no era posible. El 12 de junio de 1974 –escribe González–, en “el último discurso que tuvimos desde los balcones”, la doctrina de la conducción “intentaba agónicamente una demostración de efectividad, practicando exclusiones que antes nunca se había permitido. La realidad había sorprendido al viejo lector de Plutarco con las evidencias de la sociedad moderna lacerada por conflictos de diverso tipo, obligándolo a realizar actos que un Padre Eterno no tenía en su mochila: las excomuniones”. La escasez de la historia –como escribirá González en el Perón– desbordaba los hechizos de mago del conductor de frases. ¿Pero acaso no debía saberse que eso tenía que ocurrir? ¿Acaso podía esperarse que un viejo general de la nación no terminara “pagando con sangre de izquierda” menos su “pacto” que su ostensible pertenencia a una derecha que había que engañarse mucho para no ver que era la suya? ¿Qué malentendido fue el que llevó a ese engaño? ¿Qué mala lectura de las cosas, de la historia, de los propios discursos de Perón, fue la que llevó a tantos jóvenes de izquierda, seducidos por los astutos sortilegios del viejo demagogo, a “hacerse peronistas”? ¿Cómo pudo esa izquierda pretender incluirse en los mecanismos que organizaban la discursividad de un líder que era claro que no podía contenerla sin negarla, sin clausurarla en su misma diferencia y finalmente sin expulsarla de su seno entre vituperios y rugidos de Júpiter tronante? Más o menos de este modo pueden resumirse las preguntas que en aquellos mismos años de la “transición democrática” argentina que aquí estamos recordando se formularon en sendos importantes libros que abordaron, cada cual a su modo, la tragedia de este desencuentro final entre la retórica universalista peroniana y la forma en la que se hizo manifiesto frente a ella lo irreductible del conflicto de perspectivas y de proyectos en el suelo efectivo (raro: “escaso”) de la historia. Uno fue el libro, sobre el que González no ha dejado de volver, de León Rozitchner, cuyo mismo título, Perón, entre la sangre y el tiempo, revela pese a todo la pertenencia de la indagación que lleva a cabo al mismo campo de problemas que organiza las reflexiones de González. El otro fue el trabajo que escribieron juntos Eliseo Verón y Silvia Sigal, Perón o muerte, donde la pregunta por este “malentendido” de las juventudes de izquierda peronista de los años 70 busca responderse con los instrumentos de una teoría “estructuralista” (nada más lejos de eso, si bien se piensa, que la teoría de la subjetividad rozitchneriana, de matriz psicoanalítica y merleau-pontyana) sobre los discursos. Es a este último libro en particular que se consagran los afanes refutatorios de González en su ya anunciado “Perón y Verón…”, que es tiempo ahora de comentar. El libro de Verón y Sigal había considerado el modo en que un cierto “dispositivo de enunciación” propio del ars conduscendi peronista delimitaba muy precisamente los lugares que cada quien podía ocupar en esa estructura de enunciaciones, que solo podían ser, excepto por el lugar de un único “enunciador primero” central e incuestionable, los lugares de una cantidad de “enunciadores segundos” de la palabra soberana de aquel. La muy interesante y muy polémica tercera parte del libro de Verón y Sigal mostraba el modo en que los Montoneros, no comprendiendo adecuadamente ese dispositivo retórico del peronismo (no comprendiendo adecuadamente quién era Perón, que era quien había puesto a funcionar ese dispositivo), se terminaron confrontando dolorosamente, y a puro costo, con los límites que el mismo les planteaba. La izquierda peronista no había entendido el dispositivo de enunciación del peronismo, pero Perón sí lo había entendido (esta diferencia entre lo que había entendido Perón y lo que había entendido la izquierda peronista también es central en el argumento de Rozitchner, aunque ahí lo que se trataba de entender no era el modo de funcionamiento de una estructura discursiva, sino el de los mecanismos subjetivos de la subordinación y la obediencia, de la aceptación gozosa de la servidumbre). La izquierda peronista no entendía lo que hacía. Perón sí. Y no hacía más que hablar de ello. González señala que Verón y Sigal se dan cuenta de que en esto radica “la novedad” de Perón. En mostrar todo el tiempo lo que hacía. En hablar todo el tiempo sobre el modo mismo en el que hablaba. Es como si Perón no hubiera necesitado a Verón, porque él era su propio semiólogo, su propio Verón. Perón hablaba diferente, escribe entonces González, “porque fundamentalmente hablaba sobre cómo hablar”. Y de nuevo entonces encontramos en estos textos de hace varias décadas el ensayo general de las grandes tesis del Perón: el arte de la conducción es en primer lugar el arte de conducir palabras. Perón, escribe González, usa el lenguaje como juego. Igual que Verón. Nada descubre Verón sobre ese juego que no supiera Perón también, y antes. El lenguaje como juego: en usar ese lenguaje, en usar el lenguaje de ese modo, consistía el “hablar diferente” de Perón. Y aquí la discusión de González con Verón: No es que la izquierda que se hizo peronista no haya entendido esa diferencia. Es que la entendió, y porque la entendió se hizo peronista: “El reconocimiento del habla diferente de Perón permitió nuestro peronismo”. La diferencia que representaba Perón, que era Perón, “la distancia que Perón guardaba respecto de todo el sistema de la cultura política existente”, marcó una época, dice González, y agrega: “En nombre de esa diferencia nos hicimos peronistas”, porque esa diferencia, esa distancia, “permitía nuestra propia historicidad”. Que es como decir: nuestra propia diferencia. “Fuimos hijos de aquello ‘diferente’ y portadores de esa diferencia”. Portadores del principio de la diferencia con el que inscribirse en un dispositivo discursivo, en un discurso, para entenderlo diferente a él también. Es que de eso se trata hacer política: de entender diferente. “No se entiende parmenídicamente nada. Se es lo que no se es, no se es lo que se es…”. La primera de esas dos frases de González refiere al orden del conocer; la segunda, al del ser. La política supone ese entender “no pamenídicamente” las cosas y esa vacilación o incertidumbre entre el “to be” y el “not no be”. Hay política (aquí González no está lejos del sentido de las frases que en años más recientes nos hemos habituado a leer en algunos de los autores más renovadores de la filosofía política contemporánea) exactamente porque hay esta distorsión constitutiva de las identidades, sin las cuales no habría política ni historia ni nada más que pura somnolencia de lo mismo. “Entender mal”, entonces, entender “mal” en qué consistía la identidad que se decidía abrazar, era el modo verdaderamente político (político, es decir, de izquierda, en la medida en que ser de izquierda, escribe González, es elegir ocupar “un lugar que no debe dar cuenta de la totalidad de los significados que ‘centran’ la vida social”) de abrazarla. “Entender mal es una forma de izquierda de entender las cosas”. Entender diferente es entender bien. De esta manera, pensar la política es para González menos pensar en términos de identidades y de isomorfismos (esta última palabra aparece en su artículo para presentar y cuestionar la pretensión de Rozitchner de que hay una continuidad sin fisuras entre la conciencia propia y el sistema de dominación) que hacerlo en términos de rupturas, de quiebres, de “errores no reflexionados” y de weberianas paradojas de las consecuencias. Estamos en el corazón de las tesis centrales de La ética picaresca, quizás el más explícitamente weberiano de los libros de González (quizás aquel en que la influencia de su maestro brasileño Gabriel Cohn –y también la de sus lecturas brasileñas de Hannah Arendt– sea más notable), cuyos temas son precisamente las múltiples formas en las que se revela la no continuidad, la no coincidencia, entre lo que los sujetos saben y lo que los sujetos hacen, la no transparencia de los sentidos de la acción, la no plenitud de los significados de las palabras, su nunca adecuada correspondencia con las cosas. Puede llamarse a eso reserva, secreto, pretexto, excusa, coartada, rodeo, burla, suspensión de la creencia, sarcasmo, hipocresía, mala fe. Son las figuras con las que González piensa, en ese libro, “la tragedia del conversar”, la circunstancia de que nunca pueden las conversaciones decir adecuadamente el mundo, el estado de las cosas en el mundo. Y sin embargo, conversamos. Habermas, lectura obligatoria en nuestras carreras de ciencias sociales de esos años, había imaginado a la conversación como el modelo o la metáfora de una sociedad. González, en su libro, lo completa (mejor: le hace decirlo todo, todo lo que Habermas, por supuesto, sabía perfectamente bien) más que lo que lo corrige: la conversación es un modelo de sociedad, a condición de que entendamos que esa conversación “se les fue a todos de las manos”, que es otro modo de decir que esa sociedad está siempre, constitutivamente, fuera de quicio. La picaresca es el nombre de la ontología con la que pensar ese desquicio del mundo y de las relaciones entre los seres hablantes que lo habitan. Son los temas del Perón. Son los modos en los que González interpretó siempre el peronismo, o en los que el peronismo interpretó siempre lo que González escribió toda su vida de mil modos distintos, que es que los nombres de las cosas siempre están errados, desplazados, que el sentido de las acciones nunca es pleno, que la historia es siempre una mascarada. Y que es en esa historia, sin embargo, que hay que actuar. En Envido, escribiendo contra los izquierdistas “de compás y tiralíneas” y contra lo inadecuado de una teoría objetivista del desarrollo o del derrumbe del capitalismo como la que animaba a la sociología más académica o al marxismo más convencional, González recordaba la enseñanza fundamental que contiene la página inicial de El dieciocho brumario…: que “los hombres hacen la historia con acciones incompletas y en condiciones no elegidas por ellos”. Por eso –escribía González– es necesario el arte del conductor, que en aquel artículo se llama el estratega: “El estratega, entonces, ejerce una función de sentido”. Es el encargado de garantizar la primacía de la política en un mundo desquiciado. Es lo que Perón no se cansó de decir y de escribir toda su vida, desde los Apuntes a los que ya aludimos hasta sus escritos de los años de la proscripción. En ellos –lo recuerda González en su libro mayor– “la política consistía en conducir el desorden”. En ponerle una montura a la historia, había dicho Perón, y González vuelve más de una vez sobre esa frase, reveladora de una especie de evolucionismo o de fatalismo histórico todavía confiado y optimista. El problema es que esa montura (este es el tema del Perón) no estaba hecha de otra cosa que de palabras, de las que Perón parece haber creído que bastaba con hacer un uso suficientemente astuto. Tal vez toda la tragedia del peronismo esté contenida en esa pretensión. La política, el arte de conducir palabras, de movilizar frases, de dar vuelta como a una media un puñado de enunciados, era el intento de conjurar el desorden (que es otro nombre para la rareté) del mundo. Perón parece haber pensado que podía hacerlo indefinidamente. Que alcanzaba con la astucia. No alcanzaba. ¿No es esa tragedia del peronismo la que iba adivinando, a medida que avanzaba su muy comentada correspondencia con el líder exiliado, su joven delegado John William Cooke? La de Cooke es una presencia fundamental en la reflexión política de González sobre Perón y el peronismo, desde sus primeros escritos en Envido hasta su libro mayor de 2007. Entre aquellos y éste, por cierto, es posible advertir un enriquecimiento en el modo de González de pensar la idea cookiana de lo maldito, de la maldición, que si en los 70 es evaluada apenas como el signo de una comprensión todavía no plenamente revolucionaria de la naturaleza y la misión del peronismo, al final es comprendida como esa “gradación menor de la dialéctica” que le permitía verlo como una “totalidad social en trance”, un “momento de bullicio y desesperación en la historia”. Bullicio de los significados de las palabras, desesperación por su desajuste respecto de las cosas. Es conocida la idea cookiana de que en la Argentina los peronistas son comunistas que no llevan ese nombre y los comunistas portan un nombre que no representa lo que verdaderamente son. Ese desajuste entre los nombres y las cosas es el malentendido que le interesaba pensar a Cooke, no por casualidad una presencia fundamental en los escritos de González sobre este problema. Entre ellos, habíamos abierto ya el artículo de la revista Unidos donde González discute con Rozitchner y especialmente con Verón. La tesis de Verón era que la estrategia de la izquierda de incluirse como sujeto portador de enunciados propios en el “dispositivo de enunciación” que caracterizaba el logos peronista había fracasado porque ese dispositivo de enunciación, que esa izquierda nunca había entendido, no permitía semejante cosa: solo podía alojarlos como enunciadores “segundos” de una palabra “primera” que no era posible cuestionar. No fue así, dice González, y la primera prueba de que no fue así es el propio Cooke. Que entendió en qué consistía aquel “hablar diferente” de Perón al que nos referíamos hace un momento y que entendió que ese hablar diferente de Perón era el que permitía su propia inclusión en ese dispositivo discursivo, que como es notorio lo tuvo, en esa correspondencia, como un protagonista fundamental e incluso como un contradictor, respetuoso pero obstinado, de los pareceres del viejo conductor. El asunto había sido considerado por González en el precioso artículo sobre la Correspondencia que había aparecido en el número inmediatamente anterior de Unidos, apenas un par de meses antes. Se trata de una de las contribuciones más relevantes de González en aquella revista, en la que los otrora jóvenes echeverrianos de Envido ensayaban, en un tiempo signado por la novedad que representaba la hegemonía conceptual del liberalismo democrático alfonsinista, un ejercicio de revisión de un legado y de una identidad. Jóvenes echeverrianos: ya vimos aparecer esta idea en el prólogo de González de 2011. La misma noción estaba presente (con menos ternura retrospeciva, con más escepticismo) en el Perón: “La revista Envido, publicada entre 1970 y 1973 por unos ilusos jóvenes que se parecían más al fracaso echeverriano que a un triunfo peronista…”. Y por cierto: “Echeverría” será el apodo del protagonista de una de las tres novelas de González, Tomar las armas, de 2016, sugestiva reflexión, bajo la forma de una historia más o menos disparatada, sobre las militancias revolucionarias de los 70. En ella, un joven profesor de sociología es reclutado por un absurdo grupo clandestino para dictar clases de historia política argentina a sus militantes, embarcados en un extravagante plan para quilombificar las cosas. Entre clase y clase, el desconcertado profesor Echeverría recibe en el cuarto en que se aloja elogiosas cartas del general Perón comentando, en su muy reconocible prosa, sobre la que la novela de González no se priva de ofrecer sugerentes reflexiones, sus lecciones… El chiste con las cartas invita a pensar, obviamente, en la célebre correspondencia entre aquel otro notorio joven que había sido Cooke y su “Querido Jefe”, tema de aquel artículo de Unidos que acabábamos de abrir, y que estudia el modo en que había sido posible, en el interior del modo de hablar y de discutir que habilitaba “el arte de la conducción” peroniana, un diálogo que se cuenta entre los más interesantes y profundos que hayan tenido lugar en la historia de las ideas políticas argentinas. De ese artículo de González me interesa señalar aquí un solo asunto, que nos conducirá al último tema que querría considerar en estas notas, que es, si no me equivoco, el tema fundamental del Perón. Me refiero a la cuestión del nombre de Perón, permanente motivo de todo tipo de consideraciones en los intercambios entre el viejo líder y su joven delegado. Está claro para ambos que el nombre del líder es justo eso que nadie puede compartir con él. Perón podía delegar (es el tema de un documento fundamental y muy conocido) su mando, su decisión y su palabra, pero no podía delegar su nombre, que le pertenecía solo a él y que está en el corazón de los dramas de suplantaciones, imprecisiones y apócrifos que, como es fama, él mismo no se cansaba de estimular. Perón tenía una gran autoconciencia sobre su condición de portador de un nombre –escribe González–, y éste es sin duda uno de los temas de la Correspondencia. Pero esa autoconciencia no era grave sino chacotera, burlona. Perón, de quien ya dijimos que usaba el lenguaje como un juego, jugaba también, como pieza fundamental de ese su lenguaje, con su propio nombre, que solía usar con una fuerte carga de ironía. Se conocen de sobra las frases en las que se expresa esa ironía peroniana: “No se trata de gritar Viva Perón”, “Peronistas somos todos”, etcétera. Da la impresión –escribe González– de que Perón “no es el cómodo depositario del símbolo ‘Perón’, que se había difuminado hasta límites de uso que prácticamente abarcaban a toda la sociedad política argentina”, y resolvía esa incomodidad con la ironía, con el humor. Pero el asunto (apenas insinuado en el artículo que estamos comentando, y desplegado ampliamente, en cambio, en el Perón) no era gracioso, sino grave. Era el problema de la relación entre el nombre y la institución, como escribe González inspirado en las reflexiones de Claude Lefort sobre “el nombre del Uno” del que había hablado en su momento, en su célebre panfleto, el joven Étienne de la Boétie. Ese tema, señala González, “constituye el núcleo agobiante” de toda la reflexión política de Perón, núcleo que finalmente el viejo conductor “deja irresuelto”. Me parece que puede afirmarse que en estas frases que acabamos de leer, en este artículo fundamental de las reflexiones de González en aquellos años 80 en que se trataba de repensar el legado y la identidad del peronismo para los tiempos nuevos que se inauguraban, está contenido uno de los asuntos fundamentales que dos décadas después adquirirían un desarrollo mucho más amplio en el Perón. Allí González historiza, por así decir, o presenta en su secuencia temporal, las formulaciones que adoptó en el pensamiento de Perón y en sus modos de tratar con el lenguaje lo que podríamos llamar el problema de su relación con los nombres en general y con su propio nombre, con el nombre “Perón”, en particular. Esa secuencia presenta un primer momento en el que un joven Perón expedicionario se esmera en la preparación de diccionarios que revelan su interés por las lenguas de los pueblos indígenas con los que trataba, lenguas que se trataba de fijar desde el ejército en cuyas filas militaba el joven oficial. Un segundo momento, estatal, corresponde a los años de los ciclos presidenciales de las décadas del 40 y del 50, en los que el nombre de Perón se difuminó, desde la cima del aparato del estado, como designación de territorios, de provincias, de instituciones, de ámbitos de lo más diversos de una res publica de la que ese nombre tomó, colonizador, zonas enteras. Un tercer momento corresponde al de la apropiación del nombre de Perón por parte de diversos grupos libertarios que lo utilizaron ampliamente para justificar o legitimar o pretextar unas acciones de las que no siempre el portador de ese nombre podía decirse autor o responsable. Cuando Perón quiso corregir, sobre el final de su vida, ese uso abusivo de su nombre, indicar que el dueño de ese nombre no podía ser otro que él mismo, que era el que lo encarnaba, que no se podía, que no valía hacer cualquier cosa en nombre de Perón y con el nombre de Perón, comprendió que ya era tarde. Que su nombre, invocado impropiamente por grupos a los que a veces él mismo desaprobaba o desautorizaba, ya no le pertenecía. Que había sido demasiado obsequioso con él, y que ahora era él mismo el principal damnificado por esa desmesura. Perón, escribe González, deseaba estar en todas partes, panteísta, y de hecho distribuyó su nombre, cuando tuvo las condiciones para hacerlo, a todas las cosas de ese mundo, que de ese modo habitó con una amplitud nunca antes vista. Y dijo, después, que había vuelto desencarnado. Pero no volvió desencarnado, escribe González: “Volvió para ajustar el uso del nombre, del suyo, pues no lo quería fuera de lugar.” Así, el famoso desencarnamiento del líder era al mismo tiempo la forma superior, última, de su esfuerzo por retener el conjunto de contradicciones del mundo en el interior del ámbito ordenado del lenguaje, definido por oposición al espacio desordenado (raro, escaso) de la historia, y la forma última de una astucia que lo llevaba a proclamarlo pero solo como pretexto o como coartada para desplegar en el seno mismo de esa historia, en el fango de las luchas de las que la metáfora del desencarnamiento podría llevarnos a imaginar que se quería pensar alejado o retirado, la tarea de recuperar para un actor bien específico de esas luchas, él mismo, el uso legítimo de un nombre que en el pasado había prodigado con excesiva liberalidad. La necesidad y al mismo tiempo la imposibilidad de operar ese ajuste, de corregir ese desarreglo, de remediar ese malentendido insoportable, está en la base de la tragedia argentina de los meses y los años que siguieron. Lo que puede decirse también sosteniendo que la furia de Perón es la contracara necesaria de su desencarnamiento. Volvía “casi desencarnado”, pero se enojaba porque la historia se empeñaba en arruinar, con su eléctrica rareté, la espiritualidad impoluta de su pontificado de soflamas huecas y dictámenes absolutos, terminantes, jocosamente solemnes y perfectamente reversibles. Entonces morían o se revelaban inservibles las palabras, impotentes frente a la zozobra de los tiempos. (2019) [1] En Papel máquina N° 13, número dedicado a Horacio González, coordinado por María Pia López, Santiago de Chile, 2019, pp. 15-29. Fuente: "Si el hombre va hacia el agua. Escritos políticos 2001-2021". Ubu Ediciones, 2021. http://www.ubuediciones.com.ar/

  • De los todos que no se fueron y de la propiedad de los cuerpos / Eduardo Grüner

    Contemos brevemente la historia de un cuerpo (podría ser el cuerpo de “el que esto escribe”, “el arriba firmante”, etcétera, o cualquier otro: no tiene mayor importancia). Durante los años de la primeria infancia, el cuerpito fue administrado por sus padres –por suerte: de otra manera quizá hubiera muerto–; más tarde, por la escuela primaria y secundaria; en los años 60, una parte del cuerpo lo administró la Facultad de Filosofía y Letras donde estudiaba, otra parte el Banco de la Nación donde era empleado. De allí en adelante, el cuerpo fue administrado por varias patronales tanto privadas como estatales (la UBA, donde era docente). En 1967, durante 14 meses la que administró su cuerpo fue la Fuerza Aérea, donde hizo su servicio militar. En 1974 fue el Servicio Penitenciario, que encerró su cuerpo durante dos meses en la cárcel de Devoto, luego de capturarlo en una manifestación prohibida que conmemoraba el segundo aniversario de los fusilamientos de Trelew. En 1982, zafó de que su cuerpo, ya demasiado madurito, fuera administrado por las Fuerzas Armadas en Malvinas, como sucedió con tantos cuerpos de 18 o 20 años. Y, por supuesto, durante toda su vida adulta y hasta hoy, el cuerpo fue administrado por el Estado a través de leyes, impuestos, obligaciones varias. Y siempre, pero siempre, su cuerpo (y también su alma) fue parcialmente administrado por amores, amistades, hijos, o simplemente los otros y otras que se necesitan para sobrevivir cotidianamente. Fin, por ahora, de la historia. ¿Qué quiere decir todo esto? Sencillamente, que no es verdad que “mi cuerpo es mío”, y que tengo derecho a hacer lo que me venga en gana con él. Desde ya, se entiende –y se apoya enfáticamente– que, por ejemplo, una mujer diga eso para defender su derecho a no ser violada o abusada, a ejercer la libertad de practicar un aborto sin riesgos sanitarios o judiciales. Pero sostener la libertad del propio cuerpo en abstracto es negar, un poco psicóticamente, el mundo en que se vive. Es un mito burgués, una fantasía liberal. Y es una ilusión peligrosa cuando esa ideología se desliza hacia alguna clase de fundamentalismo “libertario” (los viejos y heroicos anarquistas, a los que les fue secuestrado ese significante, ahora pueden entender al Benjamin que decía que, si el enemigo sigue triunfando, ni los muertos van a estar a salvo): lo que significa el enunciado en este caso es que algunos pocos cuerpos –“meritocráticos”, se los llama– son libres de esclavizar a todos los demás. Así que, no: mi cuerpo, en la sociedad en que vivimos, nunca es plenamente de mi sola propiedad; es compartido por el Estado, por los Amos, en el mejor de los casos por muchos otros cuerpos a los que nos aferramos por necesidad vital. Y desde hace un par de años, para colmo, por un virus, despótico gobernante con corona y todo, que tiene su propia lógica de administración de la vida y la muerte. Por supuesto, los momentos particulares de libertad y autonomía existen, incluso para estos cuerpos heterónomos. Una militancia política, un trabajo intelectual o manual elegido, una actividad cultural o simplemente de entretenimiento, un hobby, un enamoramiento efímero o duradero, son relámpagos de autoadministración del cuerpo, que, aunque no estén totalmente exentas de administraciones externas (muchas de esas cosas suponen el ingreso a una red de mercancías gestionadas por el mismo Capital que determina el funcionamiento de nuestros cuerpos), no dejan de ser reapropiaciones, tal vez pasajeras pero intensas, de un cuerpo que en esos momentos sí tengo derecho a imaginar que es mío. Y la intensidad de la reapropiación aumenta, curiosamente, cuando ese ejercicio, ese ensayo de libertad, se hace junto a otros. Las formas de acción colectiva, la resistencia compartida frente a las dictaduras o los poderes autoritarios, acentúan la potencia de libertad que duerme en mi cuerpo. Se entiende, así, la famosa y provocativa (como era su inveterada costumbre) boutade de Sartre, cuando se atrevió a decir: “Nunca fuimos más libres que bajo la ocupación alemana”. Es así: cuanto más opresiva es la administración de los cuerpos, más intenso es el arranque de libertad en que nos animamos a zambullir el, entonces sí, “nuestro”. Las jornadas de diciembre 2001 fueron uno de esos momentos, siempre imperfectos, siempre incompletos, pero siempre abiertos a un acto de libertad corporal. El cuerpo de nuestra historia había participado en muchos, innumerables, acontecimientos similares en los cuarenta y tantos años anteriores. Sin embargo, hubo algo en esos días que sonaba, que olía, que se sentía, diferente, para bien o para mal. ¿Era la espontaneidad de esa multitud spinozi-negriana que parecía haber surgido de la nada (del subsuelo sublevado de la patria, se dijo en otra ocasión histórica)? ¿Era la furia y la indignación por los muertos inmediatos mezclándose con la alegría y la exaltación adrenalínica de los cuerpos palpitando en la acción? ¿Era su carácter de ilustración casi exacta de la tesis de Masa y Poder de Canetti, cuando afirma que una pulsión central de la masa es la de su crecimiento constante, que produce el aumento también constante de su tensión colectiva, hasta llegar a la “descarga” (así la llama el autor), tan parecida a una suerte de orgasmo plural? A 20 años de distancia, es muy difícil decirlo, la memoria flaquea, las sensaciones vacilan, el cuerpo ya no es el mismo. En todo caso, lo que sí recuerda “el que esto escribe” es haber hecho la asociación con un estupendo film de Bertrand Tavernier, El Relojero de St. Paul. El protagonista, el relojero del título, hombre bueno y un tanto ingenuo, sale de la sala del tribunal donde acaba de ser condenado su hijo veinteañero, acusado de un presunto atentado político. Desesperado de angustia, se aferra al brazo de un amigo, y entre sollozos le pregunta: “Pero, ¿por qué lo hizo?” El amigo lo mira a los ojos y le explica: “Se asfixiaba. Tuvo que romper una ventana para que entrara el aire”. Eso fueron aquellos días. Una multitud de cuerpos asfixiados, entre la mayoría de los cuales no había existido antes relación alguna, salieron simultáneamente a la calle a romper ventanas. Como si aquellos momentos de reapropiación del cuerpo de los que hablábamos, acumulados a cuentagotas durante una vida, de pronto se condensaran en una gigantesca inhalación de aire fresco en una noche de verano. La consiguiente exhalación generó un vendaval. O, mejor, un torbellino de vientos encontrados. A ras del suelo, miles de esos cuerpos entraron en la Plaza. Más cerca de las nubes, unos pocos salían de ella en helicóptero (en realidad uno, el cuerpo “de arriba” más privilegiado: los otros tuvieron que escapar por las puertas traseras). Desde luego, eran cuerpos muy diferentes, con la mayor diversidad posible de motivaciones: ahora –con el diario del lunes, como se dice– sabemos de la diferencia inconmensurable entre aquellos que se asfixiaban por hambre y los otros que se asfixiaban por sus dólares acorralados. Ahora, con el diario del lunes, sabemos que “Piquetes, cacerolas, la lucha es una sola” fue una etérea utopía transclasista: en las dos décadas siguientes, los piquetes fueron el fastidio del caos-de-tránsito para las cacerolas, y éstas volvieron al lugar de donde habían venido en el origen, los cacerolazos de la “clase media” (esa media clase) contra Salvador Allende. Y además, aún en el centro eufórico de la “descarga”, nunca logramos reapropiarnos totalmente de nuestros cuerpos: “Que se vayan todos”, ese aguerrido canto de batalla que nos atravesaba el cuerpo, aludía a los malos gobernantes o en todo caso a la llamada “clase política” (que de todos modos, como sabemos ahora con el diario del lunes, no toda terminó por irse): no se cantaba para que se fueran los bancos, las multinacionales, los especuladores financieros, la “oligarquía vacuna”, el FMI o la burocracia sindical. Es decir: aún nadando en ese océano de libertad, una partecita de nuestros cuerpos seguía siendo administrada a control remoto por la voz del Amo. Pero, como reza el dicho popular, ¿quién nos quita lo bailado?. En esos días todavía no teníamos el diario del lunes. Ellos fueron la mejor de las escuelas. Algunos aprendieron a leer; otros, que creían agotadas sus lecturas, tuvieron que volver a la primera página. Muchos, que no habían pensado en la posibilidad, se enteraron del entusiasmo de las asambleas barriales, de la eficiencia de las fábricas autogestionadas. Si hay que estar insistiendo en los claroscuros, es solo para recordar que siguen quedando muchas ventanas por romper. Cuando caiga la última, quizá –vale la pena la apuesta pascaliana–, aprenderemos a administrar nuestros propios cuerpos en su lazo con el cuerpo colectivo: recién eso sería lo que un clásico llamó “el reino de la libertad”. Fuente:https://rededitorial.com.ar/revistaignorantes/de-los-todos-que-no-se-fueron-y-de-la-propiedad-de-los-cuerpos/. Diciembre 2021

  • El oído (reflexiones sobre los sentidos y la pandemia) /Mariana Mora

    "Es muy difícil escuchar, en el silencio, a los otros. Otros pensamientos, otros ruidos, otras sonoridades, otras ideas. A través de la escucha, intentamos habitualmente encontrarnos a nosotros mismos en los otros”. Luigi Nono La mujer de pelo corto y de suéter negro ajustado se sienta con determinación frente al piano. Observamos cómo su espalda mantiene el control corporal de una bailarina. Sostiene entre sus manos la composición de la famosa pieza, 4’33’’, de John Cage. Inicia el concierto. En lugar de voltear las hojas, las coloca por encima del instrumento. Cierra la cubierta del piano para señalar que el primer movimiento está por comenzar. Reina el silencio por un instante antes de ser interrumpido por el llanto de un bebé, quizás su bebé, que llora y llora sin cesar. Un poco más de un minuto transcurre con lentitud. La mujer se mantiene inmóvil hasta que sus manos abren y cierran nuevamente la cubierta del piano para marcar el segundo movimiento. Se prepara para escuchar el silencio, comienza otra vez el llanto del infante y así se repite hasta concluir con el tercer movimiento. La versión de la pieza 4’33’’ por Raquel Friera se encuentra exhibida en Maternar, entre el síndrome de Estocolmo y los actos de producción, en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) en la Ciudad de México. La exposición se enfoca en la maternidad transformada en un verbo cuyos actos dotan de sentido lo político en clave femenina y gestan una potencia transformativa a partir de los cuidados y la crianza. El video que registra el performance de Friera realizado en 2019 se encuentra casi a la mitad del recorrido por las salas y ancla una parte del contenido de la exposición. Las interpretaciones inmediatas de este performance tienden a caer en la obviedad. Primero, vemos la reacción empática —pobre mamá, buscaba un momento de sosiego, pero su bebé se lo niega. Enseguida aparece la interpretación que juzga —¿a quién se le ocurre llevar a un bebé a un concierto y romper las normas que permiten escuchar los sonidos musicales? Y, finalmente, la analítica — el performance refleja la posición antagónica entre la creación artística y las exigencias que impone la institución familiar. Sin embargo, cuando regresamos al propósito original de la pieza 4’33’’ de Cage para hacer un relectura en clave maternal, la dominación de lo evidente se desdobla hasta diluirse en una serie de interrogantes. Recuerden que la presentación original sucedió en 1952, en la Sala de conciertos Maverick en el pueblo de Woodstock, en el estado de Nueva York, Estados Unidos. Había una gran expectativa generada en torno al concierto anunciado. Sin embargo, después de la función dominó el disgusto y la decepción por parte de un sector significativo del público, pues la obra de Cage, dividida en los tres movimientos que reproduce Friera en su performance, estuvo dedicada al silencio. El piano nunca emitió una sola nota. La composición se basa en el entendimiento de que todo sonido es música, incluyendo el sonido ambiental que en su momento entraba por la estructura del edificio y que de manera accidentada figuraba en la pieza — el viento por las ventanas, la lluvia sobre el techo y el movimiento de las personas en sus asientos. Por lo mismo, insiste en que el silencio como tal no existe. El silencio es una pausa que obliga a afinar la capacidad de escucha, más allá de las clasificaciones basadas en valores diferenciados que divorcian los sonidos humanos de los de la naturaleza y los ruidos accidentados de los sonidos intencionados. Al mismo tiempo, cuando la atención del oído se dirige a lo espontáneo por encima de lo diseñado, la mente es capaz de voltear hacia su interior para escucharse a sí misma. Las pausas y dimensiones que abre el (no) silencio descansan sobre el acto contemplativo. La contemplación es posible cuando las mismas pausas desaceleran el tiempo, cuando estiran la temporalidad hasta que las cuerdas tensadas del reposo expanden la producción de significados. El tiempo se alarga a partir de los silencios que lo rellenan, mientras que el silencio sigue ampliando la misma temporalidad. La interpretación de Friera me recuerda que la maternidad también prolonga el tiempo, lo rellena de pausas, de momentos de espera extendidos en los que pareciera que no acontece nada. Tuve a Camilo en mi cuarta década de vida, cuando yo tenía muy instalado en el cuerpo el ritmo del espacio público, el motor de la productividad, de las exigencias académicas y de las urgencias del mundo de los derechos humanos. Los cuidados asociados a los primeros años de la vida de nuestro hijo le metió freno al frenesí. Se expandió el tiempo, tomó expresiones de pausa que yo había llegado a desconocer, mis días se llenaron de tiempo muerto, un tiempo asociado al desuso, es decir, un tiempo no productivo. Pero en contraste a la propuesta de Cage, el estiramiento del tiempo a partir de los (no) silencios maternales, lejos de conducir a la contemplación, lleva a un sinfín de actos que responden a las exigencias establecidas por esos sonidos. Así es como el llanto de un bebé, transmite un estado de malestar que requiere ser atendido. Todo sonido en el tiempo pausado de la maternidad es la música que marca los movimientos de una danza de quehaceres sin fin, aún cuando aparentemente no pase nada y no hagas nada. La maternidad lleva consigo antenas auditivas capaces de detectar los bajos decibeles que marcan los ritmos necesarios para afinar los cuidados y las actividades de la crianza mediante ajustes casi imperceptibles, pero constantes. De ello emergen reflexiones fugaces, conocimientos que no requieren la contemplación para hacerse presente. En ese sentido, la invitación a la escucha es semejante a la obra de Cage, aunque proviene de impulsos distintos, como sugiere el performance de Friera. Quizás fue porque mi cuerpo en la maternidad ya registraba la discrepancia entre el estiramiento prolongado del tiempo y el ritmo del (no) silencio que lo supe reconocer en el desacelere pandémico. Cuando inició el encierro, desconocía de qué estaba hecho ese silencio exigente de actos alejados de la contemplación, pero conocía lo suficiente de sus pausas para saber que las debía escuchar e intentar comprender. * * * Una de las primeras cosas que observé con curiosidad fue la transformación del paisaje sonoro de mi entorno. Para los que vivimos en centros urbanos, nuestros cuerpos suelen registrar el ritmo de la ciudad a partir de los sonidos, nos indican cuando es posible cruzar la avenida, o cuando nos debemos detener, cuando un paseo por la banqueta requiere esquivar de manera inesperada una bici en movimiento, o cuando el silencio de una calle solitaria es signo de peligro, mientras el barullo de una transitada ofrece mayor seguridad. La saturación de sonidos vibra con la intensidad de la colonia cuando se aproxima el fin de semana, mientras que el sonido de los cubiertos en las terrazas al aire libre transmite la tranquilidad de una comida dominguera. En marzo de 2020, de un día para otro se desvaneció todo el ruido que marcaba el tempo cambiante de la ciudad, dio paso a los sonidos menos evidentes, se podría decir tenues, incluso a los sonidos de la naturaleza que se suelen esconder entre la maleza urbana, tal como narra José Luis Espejo cuando en esas primeras semanas pandémicas las cotorras se reapropiaron de los aires de su barrio en Madrid. El impulso por registrar los cambios sonoros dio paso a distintos proyectos virtuales, incluyendo el Pandemic Silence Sounds, una iniciativa basada en Alemania encabezada por el periodista de la ciencia y productor multimedia, Andreas von Bubnoff. Por medio de su página web, Bunoff y sus colegas extienden la invitación a cualquier persona interesada en compartir los sonidos pandémicos que les produzcan cierta extrañeza. Les piden que envíen una grabación junto con una breve descripción. La propuesta consiste en registrar desde la calle, sus ventanas o lugares de tránsito donde se escuche un silencio inusual o los sonidos que han incrementado en volumen, todos efectos del confinamiento. Dichos cambios abren la posibilidad de grabar las huellas sonoras en negativo, de trazar cómo los humanos modifican e imprimen su ausencia en una ecología de sonidos. Von Bubnoff señala que, “quizás el silencio pandémico es la oportunidad de reaprender a escuchar”, insiste que muchas personas ni siquiera se van a dar cuenta que los sonidos desaparecieron porque no guardan memoria de su presencia. La página de Pandemic Silence Sounds contiene un mapamundi con puntos que indican desde donde los y las participantes enviaron grabaciones, la mayoría registradas a lo largo de 2020. Una parte de los audios dan cuenta de los espacios fantasmales que llegaron a ser los puntos de tránsito, por ejemplo los aeropuertos en la India, Estados Unidos y España. Un pequeño video del aeropuerto de Madrid se enfoca en el loop auditivo que explica todas las medidas que deben implementar los pasajeros para prevenir la propagación del virus. El altavoz satura una sala extensa de bandejas de equipaje donde no hay ni un alma, mucho menos una maleta documentada. En Bogotá, Colombia un conjunto musical de tres venezolanos migrantes cantan y tocan el arpa, las maracas y una guitarra en busca de las monedas que requieren para comprar alimentos y pagar la renta. Su público es la calle solitaria, la ausencia de peatones que los pueden escuchar u ofrecer un donativo es interrumpida sólo por el individuo que graba el momento. La desaparición de los sonidos de mayor volumen condujo a otras personas a prestar atención a los sonidos de la naturaleza. Toma un papel protagónico el canto de los pájaros en lugares como en la costa norte de Egipto y en Singapur, donde el parque del vecindario, que se solía llenar de actividades como el basquetbol y el patinar, se llena de intensas notas musicales de las aves. En otras regiones del mundo, individuos consiguen grabar la presencia de más animales, incluyendo el aullido de los coyotes en un suburbio urbano en las afueras de la ciudad de Boston, Estados Unidos. A su vez, los registros dan cuenta de los sonidos que disciplinan los cuerpos de otra forma. El concierto de las aves en Singapur fue el resultado del acordonamiento del espacio público, acompañado de una amenaza de multas severas para los que trasgreden la norma. Los pájaros se apropiaron del parque que las personas tuvieron que abandonar. En Túnez un individuo graba la vigilancia autoritaria del confinamiento establecido mediante un toque de queda que dura toda la noche, desde las 6 de la tarde hasta las 6 de la mañana. Describe que, “el silencio sólo se interrumpe por el ruido de un helicóptero militar y la llamada a la oración desde un casete viejo que tiene la mezquita cercana, por un perro que ladra y el sonido de las sirenas de la policía y de las ambulancias”. En una playa en Las Palmas, Mallorca la gente coloca sus sombrillas de sol a tal distancia del otro que el conjunto genera un diseño geométrico colorido. El paisaje vacacional refleja la atención puesta en la bocina que repite la importancia del metro y medio entre personas. De pronto se escucha la voz de una mujer regañando a un hombre por acercarse demasiado, él responde en tono que raya en lo amenazante, “si no quieres que se acerque alguien, no vengas a la playa.” Las modificaciones en el paisaje sonoro fueron tan notorias que los sismólogos detectaron una disminución significativa en las ondas de vibraciones que transitan por la superficie de la tierra. En septiembre de 2020, seis instituciones, incluyendo El Royal Observatory de Bélgica y el Imperial College London en Inglaterra, publicaron en la revista Science los resultados de una investigación que evidencia una disminución de 50% del ruido sísmico producido por los humanos durante los meses de marzo a mayo de ese año. La baja se debe a lo que los científicos llaman ruidos sísmicos ambientales, es decir las vibraciones que genera el conjunto de los medios de transporte —los trenes, autobuses, carros, etc.— pero también las fábricas y máquinas industriales. Los cambios fueron detectados principalmente en los grandes centros urbanos, por ejemplo en las ciudades de Nueva York y Singapur, pero también en islas poco pobladas como Barbados o en zonas aisladas como el Bosque Negro de Alemania y la región de Rundu en Namibia. Los datos fueron recolectados a partir de una red de casi 300 estaciones sísmicas en más de un centenar de países del mundo. En dos terceras partes de esas estaciones se detecta una reducción notoria en las vibraciones que producen los sonidos en comparación a los meses previos al confinamiento. La publicación incluso se refiere a los sensores enterrados cientos de metros bajo la tierra que fueron capaces de identificar los cambios en las ondas en ese período. Uno de los investigadores y co-autores del estudio, Dr. Stephen Hicks, señala que estos registros permiten identificar qué tanto la actividad humana impacta la materia sólida de la tierra. Al mismo tiempo, la ausencia de los ruidos sísmicos provocados por la actividad humana permite diferenciarlos de los sonidos de la naturaleza. De hecho, los resultados ahora operan como la línea base de medición para monitorear fluctuaciones en la actividades humanas. Algunos investigadores empezaron a referirse al detenimiento de la contaminación sonora de los humanos como la antropausa. En su conjunto, la ausencia de tanto ruido implicó que la corteza superior de la tierra se moviera ligeramente menos. Lo que los sismólogos identificaron fue en esencia la ampliación del concierto 4’33’. Los sonidos intencionales se detuvieron para dar paso al silencio por medio de la reincorporación de la música de la naturaleza. Fue el performance del silencio enunciado en Woodstock de 1952 repetido y expandido a lo largo de la superficie de la tierra durante los meses de pandemia en 2020. * * * En el verano de 2021 coordiné, junto con mi amigo Pablo, un curso de verano que ofreció el Departamento de Estudios Chicanos de la Universidad de Berkeley. Originalmente el curso iba llevarse a cabo en Barcelona pero dado las medidas de cuidado frente al Covid lo impartimos entre la sala de mi departamento en la Ciudad de México y el estudio de Pablo en la ciudad de Richmond, California. El curso abordaba el tema del “otro lado”, de la crisis humanitaria provocada por la expansión de las fronteras a tal grado que todo México y el Mediterráneo en su conjunto son puestos de control migratorio. Si bien reflejan una tendencia de las últimas dos décadas, la pandemia llegó a agudizar las políticas de control de la movilidad humana. Bajo el pretexto de evitar la propagación del virus y prevenir el contagio, la inmovilidad en los campos de concentración, en lugares como la isla de Lesbos, Grecia, se intensificaron. Mientras el mundo se desaceleraba y el silencio se expandía, para los migrantes y los refugiados la vida se contenía y las violencias proliferaban. Pablo no considera que en pandemia los ensayos deben ser una fuente de evaluación, prefiere incentivar a sus estudiantes a participar en actos comunicativos basados en lo que quieren decir para que otros escuchen. Los proyectos finales consistían en podcasts sobre las temáticas abordadas en el curso. El formato auditivo era también una forma de invitar a los alumnos a prestar atención no sólo a la palabra, sino a los sonidos que transitan por el cuerpo cuando éste forma parte de un paisaje sonoro. Por lo mismo, una parte del curso consistió en capacitarlos en cuestiones técnicas y en fomentar reflexiones críticas a partir de la información afectiva que transmiten los sonidos. Invitamos a mi pareja, Luis Felipe, y al artista sonoro Mauricio Orduña a darles una charla al respecto. Con ellos hablamos de los trayectos que emprenden los migrantes a través de los desiertos y la experiencia visceral para los que intentan sobrevivir el trayecto. Los estudiantes, muchos de ellos hijos de migrantes o indocumentados, intentaban dar cuenta del conocimiento corporal que producen los sonidos. El diálogo con Luis Felipe y Mauricio les permitía nombrar sus propias experiencias de vida. Desde esta inquietud uno de ellos preguntó si todos los silencios se parecen, si el silencio del desierto de Sonora es el mismo que el silencio del Sahara y si esos silencios se incorporan de forma similar a los cuerpos de las personas que transitan por sus dunas en búsqueda de oportunidades alternativas de vida. La pregunta no sólo provocó una ronda intensa de opiniones, sino que me dejó reflexionando respecto a las tonalidades de los silencios que se imprimen sobre la megatrópolis de la Ciudad de México. En los últimos años han sido dos silencios los que me han dejado huellas profundas —el silencio posterior al terremoto que sacudió la ciudad el 19 de septiembre de 2017 y el silencio de los primeros meses de la pandemia. Ambos son profundamente distintos. En cuanto al primero, yo no fui testigo del terremoto de 7.1 en la escala de Richter que muchos dicen se sintió con mayor intensidad que el de 1985, el temblor de hace casi cuatro décadas que destruyó partes de las colonias céntricas de la ciudad. En el momento en que se llevaba a cabo el movimiento telúrico de 2017 yo me encontraba volando por encima del Atlántico, de regreso a casa después de una breve estancia en Barcelona. Me enteré de lo sucedido pasando las diez de la noche, cuando en una escala de Bogotá abrí el whatsapp para avisarle a Luis Felipe que sólo me faltaba el último tramo del trayecto para estar con ellos. Me encontré con un mar de mensajes que saturaron la aplicación. Por unos escasos minutos, que se sentían terriblemente eternos, sólo alcanzaba leer palabras de peligro, de angustia, de llamadas urgentes pidiendo la confirmación de que estábamos bien y con vida. Por suerte nuestro edificio no sufrió daños pero en nuestra colonia y las aledañas se desplomaron varios. No sabía si iba a poder llegar al aeropuerto de la ciudad o si las pistas de aterrizaje iban a estar cerradas, tampoco sabía con qué me iba a encontrar llegando a nuestro departamento. El avión arribó pasadas las 3 de la mañana, hora en que la ciudad se suele encontrar en sus momentos de mayor quietud, sobre todo en un día martes como fue el caso. Y sin embargo el silencio nocturno era diferente al habitual. Era un silencio que no terminaba de desprenderse del shock, pero que ya se encogía frente al duelo inevitable. Dos años y medio después, un segundo silencio inusual invadió la ciudad, producto del confinamiento pandémico. Los autos dejaron de circular, los restaurantes y demás locales cerraron, nadie se desplazaba de un lugar a otro a menos que fuera absolutamente imprescindible. Mientras que en los días posteriores al temblor todos preferíamos estar en la calle, alejados de los edificios, en este caso la sensación de mayor seguridad frente al virus se daba en el encierro de los inmuebles. El silencio a inicios de la pandemia fue el de una ciudad que contuvo su respiración sin saber si debía exhalar de manera pausada, o con la rapidez que requería seguir inhalando más oxígeno para así actuar desde la adrenalina de la sobrevivencia. Fue un silencio que se contrajo ante la incertidumbre. Tiempo después, le describí a mi amigo Will los distintos registros corporales de los silencios en la ciudad. Él me hizo notar una posible explicación detrás de la diferencia. En el contexto del terremoto ya existía una memoria social, sabíamos lo que se podía esperar, conocíamos la tragedia por venir. No era la primera vez — ni será la última— que los habitantes de la Ciudad de México sentían la tierra sacudirse, existía un registro vivo de los efectos causados. Las vibraciones sonoras activan esa memoria corporal colectiva porque sus secuelas aún existen como huellas en la geografía urbana. Pero este no en el caso de la pandemia. Si bien la conquista de los pueblos originarios inicia en parte con la propagación de enfermedades contagiosas, no permanece un registro corporal de lo que aconteció en esos momentos de la historia. Ningún sobreviviente de esas epidemias en lo que ahora es la Ciudad de México vive en la actualidad, nadie es capaz de transmitir conocimientos encarnados de eventos pasados para dotar de sentido lo inmediato. Esas memorias subyacentes han sido sistemáticamente borradas de un presente que niega sus asentamientos coloniales. Por ello, el silencio del confinamiento obligatorio fue uno que emergió a partir de la ausencia de significados, es el precipicio que se asoma literalmente al vacío. * * * Cuando Camilo era bebé, y sus movimientos se expresaban con sonidos y entonaciones, él no tenía noción de lo que representaba un peligro. Mi tarea como madre consistía en usar mi cuerpo como un suave muro de contención, en colocar almohadas para acolchonar los posibles golpes contra la esquina de un mueble o cerrar el barandal para que no se cayera por las escaleras de una casa. Pronto me di cuenta de que estos contornos, en lugar de restringir sus movimientos, le daban mayor libertad para explorar. Se convertían en los referentes que impulsaban su desplazamiento. Le permitían navegar en lo que era su equivalente al altamar porque no perdía de vista la ubicación de su costa. Así también funcionan los significados en el lenguaje. Sin un referente relacional todo significado se pierde porque flota en medio del océano. Provoca un impulso reactivo de agarrarse de cualquier elemento que permite establecer un norte, sea mediante un acto de desesperación basado en la angustia del oleaje, o manteniendo la calma frente a un horizonte que se asoma entre las tonalidades casi imperceptibles de un azul verdoso. En su ensayo, “Nunca vi un sonido”, el compositor R. Murray Schaffer escribe que, “No tenemos párpados en los oídos” por lo mismo, “no existe el silencio para los vivos… Estamos condenados a oír.” El sentido del oído no se puede cerrar de manera deliberada como la vista. Esta imposibilidad de apagar los sonidos nos condena a oír en todo momento. Por lo mismo, el estar inmersos en una ecología auditiva eterna nos obliga a ser selectivos, sea de manera arbitraria o deliberada. En determinado momento existen sonidos que la mente desplaza al trasfondo de lo auditivo mientras selecciona los que quiere o debe escuchar. Cuando ese (no) silencio amplifica una temporalidad sin paréntesis, cuando nos encontramos ante el precipicio, esa selección posibilita transitar del verbo oír al acto de escuchar. En el trayecto empezamos a crear nuestros propios significados y a vincularlos a memorias corporales. Cage nos demuestra en 4’33’’ que occidente disciplina la mente a privilegiar los sonidos intencionales, los instrumentos que sobresalen en un concierto, lo que tiene el volumen más alto. Por lo mismo, el silencio incomoda, es profundamente inquietante. En muchos contextos surge la pulsión por rellenar de cualquier ruido el vacío, de llenarlo de respuestas rápidas e intentos desesperados. Ante la incertidumbre que provoca el silencio alargado de la pandemia la propulsión social ha sido la sobreproducción, a llenar los días de reuniones en las plataformas virtuales y con un sinnúmero de mensajes de audio por whatsapp. Al mismo tiempo, este impulso de occidente va de la mano con la imposición de espacios de calma sonora, que obligan a que todo ruido se diluya para privilegiar sólo los sonidos intencionales. Cuentan que en medio de la selva amazónica de finales del siglo dieciocho, el público de los conciertos del teatro de ópera de la ciudad de Manaos en Brasil se quejaba de que debido al ruido externo no podían apreciar los conciertos. La principal fuente de contaminación auditiva eran las pezuñas de los caballos y el andar de los carruajes. La solución consistió en cubrir de caucho las calles empedradas. Los ruidos se amortiguaban por un exceso de caucho, el caucho de las ruedas sobre las calles forradas de caucho. La música se hizo posible volviendo muda la violencia subyacente, la extrema crueldad asociada a la fiebre de extracción de la goma. Elevar los sonidos deseables por encima de los indeseables, de descartar lo clasificado como sobrante, lo que estorba, descansa sobre el acto violento. En su libro, Speaking into the Air, John Durham describe los profundos cambios que surgen con el fonógrafo, cuando la máquina detiene los sonidos para que permanezcan en una grabación. Éstos dejan de ser efímeros, pasan de ser el vapor que se disipa en el aire a habitar el mundo de los espíritus. El sonido grabado es un sonido que no responde, sólo se reproduce, no tiene cuerpo. En contraste, el acto de maternar encarna el sonido, lo integra nuevamente por medio de su capacidad de escucha, incorpora cada oscilación auditiva a la memoria para seguirlos ajustando a partir de los significados creados. Si todo lo que vibra suena, si el sonido es el resultado de las ondas que transitan por el aire o el agua, entonces el acto de escuchar en movimiento activa la potencia de esa propagación. Las reflexiones de la maternidad que habita el tiempo extendido alejado de la contemplación me llevan a preguntar acerca del acto de escuchar más allá del contenido de la palabra. Quizás en sus respuestas encontramos claves para transcender las condiciones de la pandemia. ¿De qué vibraciones están hechos los impulsos que surgen de la intuición? ¿Cómo son las ondas de los afectos? ¿A qué suena el cuidado? ¿De qué están hechos los sonidos que nos alimentan frente a la incertidumbre? ¿Sobre qué planos descansan sus resonancias? * * * El (no) silencio del bebé llorando en el performance de Friera resulta inseparable de los flujos cotidianos disciplinados por la permanencia de la pandemia. El llanto es un sonido que sin duda requiere ser atendido. Puedes calmar el malestar de un bebé, pero durante la pandemia hubo tantos llantos que no tenían bálsamo, tantos llantos desbordados sin posibilidades de arroparlos con algo de calma. Fueron meses de vivir en esa profunda angustia en que los cuidados resultan insuficientes. Un día me alteré de los nervios porque escuchaba un aullido parecido a cuando alguien se está ahogando en un llanto incontrolable. Le dejé un mensaje de voz a un vecino preguntándole quién había muerto, quién estaba en duelo en nuestro edificio. Me explicó que lo que escuchaba eran los sonidos de un perro berrinchudo que quería salir a pasear a la calle con su dueño, no había de qué preocuparse. Yo oía dolor donde no lo había. Pasaron las semanas. Una noche me desperté inquieta por un sonido que no lograba descifrar. Me volví a dormir antes de ponerle nombre. La siguiente noche pasó lo mismo. Algún sonido me inquietó tanto que se me evaporó el sueño. En esa segunda ocasión me di cuenta de que lo que escuchaba era la absoluta quietud de la calle. Habían transcurrido tantas noches saturadas por el sonido de las sirenas de las ambulancias que fue su ausencia la que me despertó. Esa noche me costó conciliar el sueño, el silencio me hizo un nudo en la garganta que ni siquiera las lágrimas conseguían aflojar. Empecé a escanear los sonidos de mi entorno para elegir uno al cual dirigir mi atención. Me dejé llenar por el impulso meditativo, me enfoqué en mi propia respiración, pero los sonidos de mi cuerpo que inhalaba y exhalaba se confundían con los de Luis Felipe y los de Camilo, quien se había pasado a nuestra cama y ahora dormía plácidamente entre los dos. Un concierto a tres tempos provocado por el aire transitando de un par de pulmones a otro. Me convertí en sonido en el destiempo sincrónico y desde ese presente por fin pude descansar. Fuente:http://campoderelampagos.org/critica-y-reviews/18/12/2021 Se puede ver en el siguiente link la Acción para el Gran Teatre del Liceu, Barcelona Concierto para las plantas como propuesta simbólica para un cambio de paradigma Vídeo monocanal 7 '30' y una serie de 5 fotografías http://www.eugenioampudia.net/en/portfolio/concierto-para-el-bioceno/

  • Y (yacer) / Vir Cano

    Arte de la improductividad, necesidad de todo lo viviente, estado compartido por todos reinos de lo animado y lo inerte, es una de las prácticas del desacato más subestimadas. Yacer, como una manera de estar en el mundo, con la entrega de las piedras, con la contundencia de los muertos, con la calma de quienes disfrutan las siestas, con la sabiduría de los animales que reposan debajo de la sombra más generosa del verano. Yacer, como una forma de interrumpir el imperativo de hiper productividad, como un modo de recuperar las fuerzas, y también como una posibilidad de disfrute. Yacer, boca arriba, boca abajo, o de costado, con las brazos cruzados, de cara al cielo, y con los ojos bien cerrados. Yacer, para detenernos, para demorarnos, para reparar, para simplemente estar. Yacer, para recordar la potencia de lo quieto, de la pausa, de lo lento, de la detención, y de la înacción. Fuente: Borrador para un abecedario del desacato, Madreselva Editorial. CABA 2021 Para ver el corto animado clickear aquí

  • La conversación infinita (fragmentos) / Maurice Blanchot

    ± ± Cada vez que entra y cuando toma contacto con el hombre ya viejo, robusto y cortés, que le dice que pase, incorporándose y abriéndole la puerta, tiene el sentimiento de que la conversación ha comenzado desde hace tiempo. Un poco más tarde, se da cuenta de que esta conversación será la última. De ahí la especie de benevolencia que se desprende de sus palabras. «¿Acaso no hemos sido siempre benévolos?» - «Siempre. Sin embargo, se nos debe pedir que aportemos pruebas de una benevolencia más perfecta, todavía desconocida por nosotros: una benevolencia que no podría estar limitada a nuestras personas.» - «Que tampoco se contentara con abarcar a todos, sino que se mantuviera frente al acontecimiento con el que no convendría ser benévolos.» - «Ese acontecimiento que hoy nos hemos propuesto evocar.» Como siempre, uno de ellos espera del otro una confirmación que, en verdad, no llega, no porque faltara el acuerdo, sino porque dicho acuerdo ha sido dado de antemano: es la condición de su conversación. ± ± Le dice que pase, él se queda cerca de la puerta, está cansado, y también es un hombre cansado quien le recibe, el común cansancio no los aproxima. «Como si el cansancio tuviese que proponernos la forma de verdad por excelencia, la que hemos perseguido sin descanso durante toda nuestra vida, pero que necesariamente nos falta el día en que él se ofrece, precisamente porque estamos demasiado cansados.» ± ± Toman asiento, separados por una mesa, y no girados uno hacia otro, sino dejando, alrededor de la mesa que los separa, un intervalo bastante amplio, de manera que otra persona pueda considerarse como su verdadero interlocutor, como aquél para quien estuvieran hablando, si se dirigiesen a él: «Discúlpeme por haberle pedido que viniera a verme. Tenía algo que decirle, pero ahora me siento tan cansado que temo no poder expresarme.» - ¿Se siente usted muy cansado?» - «Sí, cansado.» - «¿Le ha sucedido bruscamente?» - «A decir verdad, no, e incluso si me he permitido llamarle es por este cansancio, porque me parecía que facilitaría la conversación. Estaba muy seguro de ello y ahora todavía casi lo estoy. Sólo que no me había dado cuenta de que todo lo que el cansancio hace posible, el cansancio lo hace difícil.» La persona con quien tiene tratos se expresa con tanto esfuerzo que no podría, por el momento, llevarle la contraría; además, no tiene ganas de hacerlo. Le pregunta, quisiera preguntarle: «Si usted no estuviese tan cansado como dice estarlo, ¿qué me diría? - «Sí, ¿qué le diría?» repite de repente, casi con alegría; alegría que él a su vez no puede dejar de fingir que comparte. Luego, a lo que le parecía alegría y que tal vez no fuese más que entusiasmo, le sucede un silencio que él tiene que romper. Él querría disculparse de la presión que ejerce sobre él cuando le interroga a su pesar, pero piensa que la ejercería de todos modos, le interrogue o no, desde el momento en que él está allí. «Sí, repite, ¿qué diríamos?» Su interlocutor inclina la cabeza, como si se amodorrara y se preparase para dormir - es verdad que debido a su poderosa envergadura no da la impresión de estar cansado, sino más bien la de estar dándole al cansancio el tamaño de su potencia. Un poco más tarde y sin levantar la cabeza: «¿Qué decíamos?» pregunta. Esta vez, parece estar despierto del todo. «Volveré. Creo que ahora usted debería descansar.» - «Sí, necesito descansar, pero antes tendríamos que concertar una cita.» Luego añade: «Usted no está menos cansado que yo, quizá lo esté más.» Y concluye sonriendo: «El cansancio es generoso.» - «Ah sí, lo es; me pregunto cómo saldríamos de ello de otro modo; pero ¿salimos de ello?» - «Cabe preguntárselo y quizá responder que, por lo general salimos de ello bastante bien.» Ambos se ríen. «Sí, salimos bastante bien.» Uno de ellos se levanta, como fortalecido por esa seguridad; se da vuelta casi bruscamente de una manera que provoca una perturbación en la pequeña habitación; se acerca a las estanterías donde -nos percatamos de ello ahora- están colocados muchos libros, según un orden quizás más aparente que riguroso, pero que explica sin duda por qué ni siquiera un familiar podría descubrirlos a primera vista. No toca ningún volumen, se queda allí, vuelto de espaldas, y pronuncia en voz baja, pero distinta: ¿Cómo haremos para desaparecer?» (…) «Usted sabe, estoy muy cansado desde hace algún tiempo. No hay que prestarle demasiada atención a lo que puedo decir. El cansancio es quien me hace hablar; a lo sumo, la verdad del cansancio. La verdad del cansancio, una verdad cansada.» Se detiene, mirándole con una sonrisa perspicaz. «Pero el cansancio no debe impedirle tener confianza en aquél con quien comparte esta verdad.» - «Tengo confianza en usted, lo sabe muy bien, es lo único que me queda.» - «Usted quiere decir que el cansancio quizá desgasta también el poder de confiarse.» Hablar le cansa, es evidente. Sin embargo, si él no estuviese cansado, no (me) hablaría. «Parece que, por cansado que esté, no deja usted de cumplir con su deber, exactamente como hay que hacerlo. Diríase que no solamente el cansancio no estorba el trabajo, sino que el trabajo exige eso: estar cansado sin medida.» - «Esto no es verdad solamente hablando de mí, ¿lo es también del cansancio o la incansable indiferencia al cansancio?» - «Estar cansado, ser indiferente, sin duda es lo mismo.» - «La indiferencia por tanto sería algo así como el sentido del cansancio.» - «Su verdad.» - «Su verdad cansada.» De nuevo uno y otro se ríen de ello, liberado por un instante el espacio en donde él escucha, en medio del silencio, un poco después, y como si hubiera tenido que callarse para decirlo: «Prométame no alejarse prematuramente.» (…) ± ± «Si usted no estuviera ahí, creo que no soportaría el cansancio.» - «Y, no obstante, también contribuyo a él.» - «Es verdad, usted me cansa mucho, pero precisamente mucho dentro de los límites humanos. El peligro, sin embargo, no está eliminado: cuando usted está aquí, todavía me mantengo, tengo el deseo de cuidarle, no pierdo del todo la compostura. Esto no durará mucho tiempo. Por tanto, le pido que se retire. Por respeto hacia mi cansancio.» - «Voy, entonces, a retirarme.» - «No, no se vaya todavía.» ¿Por qué da el nombre de cansancio a lo que es su propia vida? Hay aquí cierta impostura, cierta discreción. Asimismo, él ya no puede distinguir entre pensamiento y cansancio, dado que, en el cansancio, experimenta el mismo vacío y tal vez el mismo infinito. Y cuando pensamiento y habla se confunden, idénticos y no idénticos, es como si el cansancio pasara a un cansancio distinto (aunque sea el mismo) y al que irónicamente le da el nombre de descanso. Pensando cansado. El cansancio asciende insensiblemente; es insensible; ninguna prueba, ningún síntoma enteramente seguro; a cada instante, el cansancio parece haber alcanzado su punto más elevado - pero, desde luego, es una ilusión, una promesa que no se mantiene. Como si el cansancio le mantuviese con vida. ¿Cuánto tiempo todavía? Eso no tiene fin. Habiéndose convertido el cansancio en su único medio de vida, con la diferencia de que cuanto más cansado está, menos vive, y, no obstante, viviendo sólo merced al cansancio. Cuando descansa es porque el cansancio ha tomado posesión de antemano del descanso. Parece que a cada instante comparezca ante su cansancio: No estás tan cansado como para que eso, el verdadero cansancio, te espere; ahora, sí, empiezas a estar cansado, empiezas a olvidar tu cansancio; ¿es posible que se pueda estar cansado hasta ese extremo, sin crimen? Y nunca oye la palabra liberadora: está bien, eres un hombre cansado, nada más que cansado. ± ± «Me ha venido el pensamiento de que no hay otro motivo de su amistad -tan asidua, tan desinteresada, nunca podría decirlo bastante- que lo que tengo de más particular, que es mi parte privilegiada. Pero ¿puede uno unirse a un hombre cansado y sólo a causa de su cansancio?» «No pido que se suprima el cansancio. Pido que me devuelvan a una región en la que sea posible estar cansado.» ± ± «La amistad sólo se da a la propia vida.» - «Pero se trata de mi vida que no distingo del cansancio, con la diferencia de que el cansancio sobrepasa constantemente los límites de la vida.» El cansancio, así lo llama, pero el cansancio no le deja los recursos que le permitirían llamarlo así legítimamente. ± ± Cuando él habla de cansancio, es difícil saber de qué habla. Admitamos que el cansancio haga la palabra menos exacta, el pensamiento menos hablante y la comunicación más difícil, ¿es que, por medio de todos estos signos, la inexactitud propia de ese estado no alcanza una especie de precisión que finalmente proporcionaría también la palabra exacta, proponiendo algo para incomunicar? Pero de inmediato este uso del cansancio parece de nuevo contradecirlo, y lo hace más que falso, sospechoso, algo que igualmente va en la dirección de su verdad. El cansancio es la más modesta de las desgracias, lo más neutro entre lo neutro, una experiencia que, si se pudiera escoger, nadie escogería por vanidad. Oh, neutro, libérame de mi cansancio, condúceme hacia eso que, aunque me preocupa hasta el extremo de ocupar todo el espacio, no me concierne. - Pero el cansancio es esto, un estado que no es posesivo, que absorbe sin poner en cuestión. (…) ± ± ¿Crees verdaderamente que puedes acercarte al neutro mediante el cansancio y, mediante lo neutro del cansancio, oír mejor lo que ocurre, cuando hablar no es ver? No lo creo, en efecto; tampoco lo afirmo; estoy demasiado cansado como para eso; sólo alguien, que no conozco, lo dice cerca de mí; le dejo que lo diga, es un murmullo sin importancia. ± ± El neutro, lo neutro, qué extrañamente suena eso para mí. ± ± La situación es ésta: él ha perdido el poder de expresarse de una manera continua como se debe, ya sea que se quiera dar satisfacción a la coherencia de un discurso lógico por el encadenamiento de este tiempo intemporal que es el de una razón que trabaja, que busca la identidad y la unidad, ya sea que se obedezca al movimiento ininterrumpido de la escritura. Esto no le hace feliz. A veces, sin embargo, en compensación, cree haber ganado el poder de expresarse por intermitencias, e incluso el poder de darle la palabra a la intermitencia. Esto tampoco le hace feliz. No le hace ni feliz ni infeliz, sino que parece arrancarle de toda relación con un sujeto capaz de felicidad, pasible de infelicidad. Cuando habla, habla como todo el mundo, al menos eso es lo que le parece; cuando escribe, lo hace siguiendo los caminos que él se abrió y sin encontrar más obstáculos que el pasado. Entonces, ¿qué ha ocurrido? Se lo pregunta y de vez en cuando oye la respuesta: algo que no le concierne. (…) ± ± Vivir con algo que no le concierne. Es una frase fácil de recibir, pero a la larga le pesa. Él trata de examinarla. «Vivir» - ¿Es la vida la que está puesta en tela de juicio? ¿Y «con»? ¿No introduciría el «con» una articulación que precisamente aquí se excluye? ¿Y «algo»? Ni algo, ni alguien. Por último, «eso no le concierne» todavía le distingue demasiado como si se concediera como algo propio el poder de ser discernido por eso mismo que no le concierne. Después de esto, ¿qué queda de la frase? La misma, inmóvil. Vivir (con) eso que no concierne. Hay diversas maneras de responder a esta situación. Unos dicen: hay que vivir como si vivir no nos concerniese. Otros dicen: puesto que eso no concierne, hay que vivir sin cambiar nada a la vida. Pero entonces otros: usted cambia, usted vive el no cambio igual que la huella y la marca de eso que, al no concernirle, no podría cambiarle. ± ± Es una frase con un giro un poco enigmático. Él la considera poco coherente, poco segura y con una insistencia que detesta. Ella no pide ni aquiescencia ni refutación. En verdad, ahí está su moda de persistencia, no afirmando ni retirando nada, a pesar del giro negativo que le pone en aprietos consigo mismo. Toda la vida ha cambiado, la vida no obstante intacta. Acaba de comprender que la frase - ¿de qué frase se trata? - está ahí sólo para provocar la intermitencia o para hacerse significar por ésta o para darle algún contenido, de manera que la frase - ¿es una frase? -, fuera de su sentido propio, pues debe tener uno, tendría como otro sentido esta interrupción intermitente a la cual ella le invita. Interrupción: un dolor, un cansancio. Hablándole a alguien, a veces siente afirmarse la fuerza fría de la interrupción. Y, cosa rara, el diálogo no se detiene, sino que, por el contrario, se vuelve más resuelto, más decisivo, aunque tan arriesgado que entre ellos dos desaparece para siempre la pertenencia al espacio común. Fuente: “La conversación infinita”. Arena Libros. Trad. de Isidro Herrera. Madrid. 2008.

  • Elogio a la pereza refinada / Raoul Vanegeim

    En la opinión que se ha ido forjando al respecto, la pereza se ha beneficiado mucho del creciente descrédito que pesa sobre el trabajo. Antaño erigido en virtud por la burguesía, que extraía su beneficio de él, y por las burocracias sindicales, a las cuales aseguraba la plusvalía de su poder, el embrutecimiento de la faena cotidiana ahora se reconoce como lo que es: una alquimia involutiva que transforma en un saber de plomo el oro de la riqueza existencial. Sin embargo, y a pesar de la estima de que disfruta, la pereza continúa sufriendo igualmente por la relación de pareja que, en la tonta asimilación de las bestias a lo que los humanos poseen de más despreciable, persiste en reunir a la cigarra y la hormiga. Querámoslo o no, la pereza sigue atrapada en la trampa del trabajo que rechaza mientras canta. Cuando se trata de no hacer nada, ¿la primera idea que se nos viene a la cabeza no es que la cosa cae por su propio peso? En una sociedad, ay, en la que sin descanso se nos arranca de nosotros mismos, ¿cómo llegar hasta uno mismo sin tropiezos? ¿Cómo instalarse sin esfuerzo en ese estado de gracia en el que no reina sino la indolencia del deseo? ¿No funciona todo para turbar, gracias a las buenos motivos del deber y de la culpabilidad, el recreo sereno de estar en paz en compañía de uno mismo? Georg Groddeck [1] percibía con justeza en el arte de no hacer nada el signo de una conciencia verdaderamente liberada de las múltiples obligaciones que, desde el nacimiento a la muerte, hacen de la vida una frenética producción de nada. Estamos tan inflados de paradojas que la pereza no es un asunto sobre el que uno pueda extenderse sencillamente, como nos invitaría a hacer la naturaleza si, en efecto, la naturaleza pudiese abordarse sin rodeos. El trabajo ha desnaturalizado la pereza. La ha convertido en su puta, del mismo modo en que el poder patriarcal veía en la mujer al reposo del guerrero. La ha revestido con sus falsos pretextos, en el mismo momento en que la altivez de las clases sociales explotadoras identificaba la actividad laboriosa únicamente con la producción manual. ¿Qué eran aquellos poderosos, aquellos soberanos, aquellos aristócratas, aquellos altos dignatarios más que trabajadores intelectuales, trabajadores encargados de hacer trabajar a quienes habían convertido en sus esclavos? Esa ociosidad de la que los ricos se vanagloriaban y que, secularmente, alimentaba el resentimiento de los oprimidos, se me antoja muy alejada del estado de pereza en lo que éste tiene de idílico. El hermoso apoltronamiento que se conceden los fatuos de nobleza al acecho de las menores carencias, puntillosos con las prelaciones, alerta de unos criados que ocultan bajo la máscara del servilismo su rencor y su desprecio, cuando no se trata de dar a probar previamente los platos sazonados con los maleficios de la envidia y de la venganza… ¡Qué fatiga produce tal pereza! ¡Y qué servidumbre en la satisfacción constante de la complacencia del mando! ¿Se dirá del déspota que, al menos, se arroga el placer de ser obedecido? ¡Pobre placer es éste que, beneficiándose del displacer de los otros, se engulle con la acidez que suscita! Se convendrá conmigo en que mantenerse de tal suerte por encima de las tareas innobles no es, en modo alguno, reposo y que apenas facilita el feliz estado de no hacer nada. Sin duda que el hombre de negocios, el patrón, el burócrata no se comprometen, aparte de sus ocupaciones, en un régimen de domesticidad que es más inoportuno que confortable. No sé si buscan la soledad del subprefecto en los campos, pero todo indica, en su caso, una propensión más al divertimento que a la ociosidad. Uno no rompe sin dificultad con un ritmo que te propulsa de la fábrica a la oficina, de la oficina a la Bolsa y de la conferencia-almuerzo al almuerzo-conferencia. El tiempo, repentinamente vaciado de su contabilidad dineraria, se vuelve tiempo muerto; apenas existe. Es preciso haber perdido, más que el sentido de la moral, el sentido de la rentabilidad para pretender penetrar en él e instalarse allí sin vergüenza. Pase con el descanso nocturno, auténtica prescripción médica para quien se lanza cada día a una carrera contra el reloj. Pero ¿quién osará, en una guerra en la que uno está en todo instante expuesto al fuego intenso de la competencia, levantar la bandera blanca de un momento de ociosidad? Demasiado nos han remachado el desastroso ejemplo de las ‘delicias de Capua’, en las que Aníbal, cediendo no se sabe a qué hechizo de los sentidos, pierde tanto Roma como el beneficio de sus conquistas. Hay que rendirse a la evidencia: en un mundo en el que nada se obtiene sin el trabajo de la fuerza y de la astucia, la pereza es una debilidad, una estupidez, una falta, un error de cálculo. No se accede a ella más que cambiando de universo; es decir, de existencia. Son cosas que pasan. Un director de banco –me aseguran- se encontró arruinado, abandonado por todos, cubierto de oprobio. Un rinconcito en el campo lo acoge; planta algunas viñas. Un huerto, unos pocos pollos y la amistad de los vecinos cubren sus necesidades. Hace descubrimientos asombrosos: una puesta de sol, el centelleo de la luz en el sotobosque, los olores silvestres, el sabor del pan que él mismo ha amasado y cocido, el canto de las alondras, la turbadora configuración de la orquídea, las ensoñaciones de la tierra a la hora del rocío o de la serena. El hastío de una existencia que había pasado ignorándose le había dado un lugar en el universo. Aún quedaba saber ocuparlo. El camino no es tan fácil, pues la exclusión de un mundo que te excluye de ti mismo basta para que vuelvas a encontrarte en él. Si no fuese así, no habría un desempleado que no se hubiese convertido en poeta de los tiempos futuros. Lo habitual es que el desempleado no se pertenezca a sí mismo, sino que continúe perteneciendo al trabajo. Lo que lo destruía en la alienación de la fábrica y de la oficina persiste en corroerlo fuera de ellas como el dolor de un miembro fantasma. Como el explotador, el explotado apenas tiene la oportunidad de consagrarse sin reservas a las delicias de la pereza. Seguramente hay malicia en hacer lo menos posible para el patrón, en parar de trabajar desde el momento en que vuelve la espalda, en sabotear las cadencias y las máquinas, en practicar el arte de la ausencia justificada. La pereza, en este caso, salvaguarda la salud y presta a la subversión un carácter agradablemente corroborativo. Rompe el tedio de la servidumbre, quiebra la palabra de mando, recupera la calderilla de ese tiempo que te arrebata ocho horas de vida y que ningún salario te permitirá recuperar. Dobla, con un ensañamiento salvaje, los minutos robados a la máquina de fichar, cuyo recuento de la jornada aumenta el beneficio del patrón. De acuerdo. Pero la pregunta sigue en pie: ¿qué placer puede uno obtener sin reservas si implica antes que nada arruinar el placer del otro? ¿Quieres que te obedezcan? Pues nada de eso. Ofrezco una prueba viva hurtándome a tu poder, rompiendo ese poder que te parece, sino eterno, sí al menos adquirido para un largo tiempo. Noble tarea es, sin duda, la subversión del trabajo innoble, pero no te libra de trabajar. Hete aquí, como el amo al acecho del criado que le roba, holgazaneando con el ojo puesto en el amo para robarle mejor. No puede entenderse la pereza de forma tan furtiva. Se necesita desahogo, como en el amor. Quien está pendiente del ‘¿quién vive?’ no vive en absoluto, o lo hace mediocremente. ¡Qué rencor, por otro lado, al no poder arruinar tan retorcidamente como uno desearía el hedonismo de los explotadores, por mediocre que éste sea! ‘Mientras nosotros curramos, ellos se llenan la panza’, dice la canción. Pero, de la misma manera que aquellos curas rijosos a los que el viejo anticlericalismo puritano reprochaba el lanzarse a los excesos, ¿no habría sido el hedonismo lo mejor que los explotadores alcanzasen en toda su existencia si el terror a los explotados no los hubiera condenado a secretas y precipitadas compulsiones? El privilegio de los proletarios al emanciparse tanto del trabajo que los convierte en asalariados como de aquellos que extraen de él la plusvalía consistía precisamente en acceder al goce de ellos mismos y del mundo. El goce y su consciencia, agudizada al perfeccionarlo, poseen suficientemente la ciencia de liberarse de aquello que los entorpece o los corrompe. ¡Preguntádselo a los que aprenden a amarse! Lo que es verdad para el amor es verdad para la pereza y su disfrute. A menudo estamos lejos de la realidad. Un reportaje sobre los campesinos brasileños, privados de la tierra mientras grandes extensiones permanecen baldías en manos de unos propietarios preocupados tan sólo por mantener su propiedad, los exhibía en una larga marcha de la miseria, blandiendo cruces, con curas a la cabeza, pues la Iglesia los provee cotidianamente de un guiso de arroz y judías. En interés de la objetividad mediática, se insertaba, conforme a las leyes del montaje, un banquete en el que los propietarios rurales se servían salchichas y costillas de cordero en abundancia, argumentando sobre su justo derecho y protestando contra los ataques de los que se consideraban víctimas. Entre la miseria de los notables amedrentados y la compasión por los desposeídos, uno daba en pensar que los primeros no tienen el disfrute de sus tierras porque no poseen más que su propiedad y que los segundos, a quienes correspondería tal disfrute, apenas están en disposición de disfrutar de nada. La situación es menos arcaica de lo que parece. Europa conoce hoy en día una clase burocrática que rasca el fondo de las arcas del capital con el fin de hacerlo fructificar en un circuito cerrado, sin invertir en nuevos modos de producción. Y los proletarios, a quienes se ha enseñado que el proletariado ya no existe, alegan excepciones por su disminución de poder adquisitivo en la esperanza de que un gran movimiento caritativo suplirá la supresión de sus derechos sociales, la reducción de los salarios, la rarefacción del trabajo útil y el desmantelamiento de la enseñanza, de los transportes, de los servicios sanitarios, de la agricultura de calidad y de todo aquello que no aumenta con una rentabilidad inmediata la masa financiera puesta al servicio de la especulación internacional. La única utilidad que se le reconoce ahora al trabajo se limita a garantizar un salario a la mayoría y una plusvalía a la oligarquía burocrática internacional. El primero se gasta en bienes de consumo y en servicios de una mediocridad creciente; la segunda se invierte en especulaciones bursátiles que, cada vez más, prestan a la economía un carácter parasitario. Se ha implantado tan bien el hábito de aceptar no importa qué trabajo y de consumir lo que sea para equilibrar esa balanza mercantil que reina sobre los destinos como la vieja y fantasmal providencia divina que, quedarse en casa en lugar de participar en el frenesí que destruye el universo, pasa extrañamente por algo escandaloso. Uno de esos ministros cuya máquina administrativa devora millones a la manera de un gigantesco aparato que parasita la producción de bienes prioritarios no tuvo empacho en denunciar, con la aprobación de los gestores de la información, a los beneficiarios de subsidios, a los ferroviarios jubilados, a los usuarios de los servicios de salud, en pocas palabras, a las gentes que obtienen placer de su reposo mientras otros duermen para un patrón cuyo dinero no deja de trabajar. Que se hayan encontrado proletarios –subsidiados en potencia, sin embargo- que consienten en la refundición semántica de las palabras compradas por el poder no es el simple efecto de la imbecilidad gregaria. Planea sobre la pereza tal sentimiento de culpa que pocos se atreven a reivindicarla como una parada saludable que permite reconquistarse y no ir más allá en el camino por el que el viejo mundo se desliza. ¿Quién, entre los subsidiados, proclamará que descubre en la existencia riquezas que la mayoría busca donde no están? No encuentran placer en no hacer nada, no piensan en inventar, en crear, en soñar, en imaginar. En la mayoría de las ocasiones sienten vergüenza por estar privados de un embrutecimiento asalariado que les privaba de una paz de la que ahora disponen sin osar instalarse en ella. La culpabilidad degrada y pervierte a la pereza, prohíbe su estado de gracia, la despoja de su inteligencia. Qué mejor ocasión que las huelgas para suspender ese tiempo en el que todo el mundo corre para no atraparse jamás, se desloma por ser lo que le repugna y por no ser lo que habría deseado, y cuenta con la jubilación, la enfermedad y la muerte para poner fin a su fatiga. Una parada en el trabajo debería propagar la buena conciencia de la pereza, alentar ese saludable reposo que ahorraría no pocos gastos en sanidad. No hace falta más que ponerle un poco de imaginación. Nos cruzamos de brazos, dirían los ferroviarios, instauramos la gratuidad del tiempo y del espacio y, para vuestro esparcimiento, nos relevaremos para hacer que los trenes circulen y permitiros recorrer Francia entera sin ningún desembolso por vuestra parte. ¿Seguirías asistiendo a fábricas y oficinas? ¡Vosotros sabréis! Tal vez se les ocurriese a algunos que la pereza es más creativa que el trabajo. ¡Pero no! Declarar que la huelga es una fiesta es un insulto para quienes persisten en encontrar dignidad en la esclavitud del trabajo. Es necesario, dentro del orden de cosas que nos gobierna, que la huelga sea una maldición, igual que la pereza. Respiramos con pesar un poco de aire fresco antes de retomar valientemente el camino de la corrupción y de la polución. Bien que nos merecemos la jubilación, suspiran los trabajadores. Pero, conforme a la lógica de la rentabilidad, lo que uno merece ya lo ha pagado no una vez, sino diez. Que no se diga, pues, que la jubilación ofrece al fin un refugio a esa ociosidad que, decididamente, es la cosa peor repartida del mundo. ¿Confundiréis pereza y fatiga? Yo ni siquiera hablo del fin de esa existencia llamada cínicamente activa sobre el cual cuarenta años de desriñone cotidiano continúan imprimiendo su cadencia, mientras la vida se escapa por todos lados y los días se transforman en adelantos en la contabilidad de la muerte. La pereza en la que desborda de repente toda la carga de los deseos, prohibidos por cuarenta horas semanales de presencia obligatoria en la fábrica o en la oficina, no es más que una gris liberación, la aceleración de un retraso que hay que superar, la compulsión del perro al que repentinamente se le desata la correa. La pereza, en suma, nunca fue en el pasado mejor tratada que la mujer, y sabemos demasiado bien cómo nuestro presente está marcado en sus nueve décimas partes por lo que fue. Cuando el poder del macho veía en la mujer al reposo del trabajador en armas, de cuello blanco o de cuello azul, ¿no es cierto que la identificaba con la ociosidad? Hablando para no decir nada, atareada para no hacer nada, la mujer derivaba su inferioridad de su ausencia de la economía y estaba excluida de la alquimia lucrativa y saludable reservada a la fuerza viril, con la única excepción del tiempo destinado a la maternidad y a producir hijos para la fábrica y la gloria militar. Ociosa y vana, a la mujer era imprescindible mantenerla ‘ocupada’, del mismo modo que el trabajo viola a la pereza. Exiliada, como el desempleado, de la máquina de excretar rentabilidad, no obtenía del ocio más que la sombra de su maldición. Ni derecho ni goce, sólo remordimientos y pecado. ¿Cómo encontrar reposo en una ociosidad que es, en el peor de los casos, una bajeza y, en el mejor, una excusa? Pues si el trabajo se identificaba con la fuerza, la pereza quedaba rebajada a la condición de una debilidad mórbida. Por una inversión de sentido que es propia del viejo mundo, el desriñone laborioso se transformaba en signo de salud, mientras el dulce far niente se revelaba como un síntoma enfermizo. Tal es el peso del ajetreo sobre una vida que en realidad no exigía tanto, que, despojada del frenesí de una acción empeñada en el logro de fines útiles e inútiles, se diría que nada queda en un mundo de repente despoblado. La pereza es una nada; inclinarse sobre ella es contemplar un abismo y el abismo, afirmaba Nietzsche, también mira dentro de ti [2]. Entra, desde luego, en la lógica de las cosas que, después de haber demostrado que la pereza carecía de existencia fuera del trabajo, de la opresión, de la subversión, de la culpabilidad, del desahogo, de la debilidad constitutiva, se llegará a la conclusión de que no era nada. Albert Cossery [3] hizo una sabrosa descripción de esa nada. En Los haraganes del valle fértil nos introduce furtivamente en una casa de pueblo en la que cada uno de sus habitantes rivaliza en ingenio para dormir el mayor tiempo posible. Hay que desbaratar las conjuras del mundo exterior, valerse de la astucia frente a la perversa atracción que el trabajo ejerce en ocasiones sobre aquellos que han tenido la fortuna de no saber nunca de él. Que la atmósfera no es de júbilo, ni siquiera de entusiasmo, es lo menos que puede decirse. Un sombrío ardor preside la rigurosa disposición del silencio. La angustia merodea entre los ronquidos. Aunque acaso sea menos el producto de una posible ruptura del delicado equilibrio de la nada que de la lasitud de la holganza. Pues aquí la pereza no es más que la vanidad de un dormir sin sueños. Es una venganza contra la vida ausente, un arreglo de cuentas existencial que raposea con la muerte. Se reivindica el derecho a no ser nada en un universo que ya te ha condenado a la nulidad. Es demasiado o no es suficiente. Seguramente puede encontrarse cierto placer en no estar para nadie, en quererse de una absoluta nulidad lucrativa, en dar testimonio de la propia inutilidad social en un mundo en el que se obtiene un resultado idéntico mediante una actividad muy a menudo frenética. Pero eso no impide que el contenido mismo de la pereza deje que desear. Su inconsistencia la predispone a los manejos de quien quiere sacarle partido. “Hay tanta pereza como debilidad en dejarse gobernar”, señalaba La Bruyère [4]. Hay en los letárgicos una propensión a preferir la injusticia al desorden. ¿Los cuidados que requieren los privilegios de la somnolencia mental y de la ociosidad no implican acaso una perfecta obediencia al orden de las cosas? Pagar el descanso con la servidumbre es, sin duda, un trabajo innoble. Hay demasiada belleza en la pereza como para convertirla en la prebenda de los clientelismos. Al paso de una manifestación contra la mafia en Palermo, un joven se indignaba: “¡Están locos! Sin la mafia, ¿quién nos ayudaría?”. El integrismo islámico no reacciona de manera distinta. Ser una larva bajo la mirada de Alá y en la miseria del mundo sirve al poder de los negocios. Si la pereza se acomoda a la apatía, a la servidumbre, al oscurantismo, no tardará en entrar en los programas de un Estado, que, previendo la liquidación de los derechos sociales, pone en marcha organismos caritativos privados con el fin de suplirlos: es decir, un sistema de mendicidad del que desaparecerán reivindicaciones que, bien es verdad, emprenden dócilmente ese mismo camino a juzgar por las últimas súplicas públicas, que tienen como leitmotiv: “¡Dadnos dinero!”. El mercantilismo de tipo mafioso en el que se transforma la economía en declive no podría coexistir más que con una ociosidad vaciada de toda significación humana. Pues tal vez sea tiempo de darse cuenta de que la pereza es la peor o la mejor de las cosas dependiendo de que se incluya en un mundo en el que el hombre no es nada o bien en una perspectiva en la que quiere serlo todo. No es poco reconocer que la pereza no ha conocido más que una existencia alienada, envilecida, sometida a intereses sin relación deseable con las esperanzas que habría sido natural poner en ella. ¿Cómo sorprenderse de algo así, si lo mismo ocurre con el ser que se dice a sí mismo humano y pasa lo mejor de su vida demostrando que lo es bien poco? Tal cosa no impide, sin embargo, ni las aspiraciones ni el poder del imaginario por medio del cual la historia no hace más que suplir sus crueles realidades, ni que se bosquejen esos cambios que tantos deseos secretos reclaman. Es entonces cuando la pereza revela su riqueza. ¿Acaso no ha elaborado ella un universo, fundado una civilización? Feliz país el de Jauja [5], en el que, sin el menor esfuerzo, los platos más apetitosos adornan las mesas, en el que las bebidas fluyen a raudales en una extravagante diversidad, y en el que, con el favor de una naturaleza ubérrima, los embelesos del amor se ofrecen en el recodo de cualquier bosquecillo. Entre las poblaciones más pacíficas del globo reina una encantadora indolencia. Basta con tender la mano o con abrir la boca para satisfacer las exigencias del gusto o del goce. En el país de Jauja la abundancia es natural, la bondad nativa, la armonía universal. Nada, desde el mito de la Edad de Oro a Fourier, ha exaltado mejor las ensoñaciones del cuerpo y de la tierra, las sinfonías secretas y jubilosas que componía una razón cuidadosamente prevenida contra la racionalidad del tumulto laborioso, de la miseria activa y del fanatismo competitivo. ¿Es preciso revelar el recuerdo resurgente de una época lejana y anterior a nuestra civilización agraria, que fertiliza la tierra con sudor y sangre antes de esterilizarla para sacarle más dinero? Las cadenas del trabajo y de la competencia guerrera, que marcan el ritmo de la danza macabra de la civilización mercantil, idealizaron sin esfuerzo a las sociedades que se sustraían a tan temibles privilegios. Sin duda, pero la visión idílica responde bastante bien, a juzgar por el estudio de los emplazamientos magadalenianos, a colectividades en las que la recolección de plantas, la pesca y una caza complementaria tejían entre los hombres, las mujeres, los animales, la fecundidad vegetal y la tierra vínculos menos apremiantes, más igualitarios y tranquilizadores que la apropiación agraria, cuya explotación de la naturaleza acarreará la explotación del hombre por el hombre. Reconozcamos, sin embargo, que cada vez que se ha descubierto al buen salvaje ha sido preciso bajar una tercera la melodía de las alabanzas. En materia de comportamientos ejemplares, la variedad ‘Jívaro’ o ‘Dayak’ se imponía muy frecuentemente al tipo ‘Trobiandés’. Y cuando el modelo alegraba nuestros corazones, ¿qué nos aportaba sino un poco más de nostalgia? No hay vuelta al pasado, a no ser en la irritante esterilidad de la añoranza. El sueño de Jauja carece de esa languidez retrógrada. Gracias a una escandalosa improbabilidad, puede integrarse tanto mejor en el campo de los posibles. En Jauja presentimos que la exuberancia de la naturaleza se ofrece a quien la solicita sin querer saquearla o violarla. Por ella pasa, como venido de lo más profundo de la historia y del individuo, el aliento de un deseo inextinguible; el deseo de una armonía con los seres y las cosas, presente con tanta sencillez en el aire de todas las épocas. El tiempo en el que las bestias hablaban, en el que los árboles eran pródigos en sabios consejos, en el que los objetos mismos se animaban se mantiene en el corazón de lo real en los niños. El perezoso descubre su fascinación enclavada en una indolencia que evoca en él confusamente la existencia prenatal, momento en el que el universo matricial, el vientre de la madre, dispensa amor, alimento y ternura. “¿Qué funestas condiciones –se pregunta- nos impiden otorgar a la naturaleza su vocación de madre abastecedora?” Por mucho que la racionalidad lucrativa del trabajo considere la cuestión nula y sin valor, el perezoso sabe que en la feliz disposición que lo protege del mundo de la especulación y la tarea, tal fantasía no está desprovista de sentido y poder. Entre el medio ambiente y él, la despreocupación contemplativa basta para tejer una red de sutiles afinidades. Percibe mil presencias en la hierba, en las hojas, en una nube, un perfume, un muro, un mueble o una piedra. De repente le asalta un sentimiento de estar vinculado a la tierra por las nervaduras íntimas de la vida. Se encuentra en unidad con lo vivo, en una religio de la cual la religión, que encadena la tierra al cielo y el cuerpo a los mandamientos divinos, no es más que una inversión. Al contrario que el místico, exiliado de sus sentidos mediante el desprecio de sí mismo, el ocioso restituye la materialidad de la vida –la única que hay- al universo del que procede: el aire, el fuego, la tierra, el mineral, el vegetal, el animal y el ser humano, que de todos ellos ha heredado su especificidad creativa. Bajo la aparente languidez del sueño se despierta una conciencia a la que el martilleo cotidiano del trabajo excluye de su realidad rentable. Dicha languidez nada tiene que ver con el animismo, afectación religiosa en la que el espíritu trata de apropiarse de los elementos de la tierra como si éstos no se bastasen a sí mismos. Sencillamente, emana de una vitalidad que el cuerpo en reposo se reapropia. Para que la pereza acceda a su especifidad, no basta con que rehúse a la voluntad omnipresente del trabajo; es necesario que sea por y para sí misma. Es necesario que el cuerpo, del que constituye uno de los privilegios, se reconquiste como territorio de los deseos, a la manera en que los amantes lo perciben en el momento del amor. Lugar y momento de los deseos, así se reivindica esta pereza según el corazón, tan opuesta a la pereza del corazón, a la cual amenaza con reducirla el mercadeo social ordinario. La suavidad de los prados, la serenidad del lecho se pueblan de una multitud de anhelos concebidos por la felicidad, y que las obligaciones rechazaban, deformaban, diezmaban, travestían de significaciones mortíferas. El país de Jauja se erige en proyecto en la intención: todo se pone al alcance de la mano de quien aprende a desear sin fin [6]. “Haz lo que quieras” es una planta ética que no pide más que crecer y embellecerse. La crueldad de condiciones insoportables y que, sin embargo, toleramos prescribe que la abandonemos como si nos requiriese la urgencia de no ser nosotros mismos, de no pertenecernos jamás. La pereza es goce de uno mismo o no es nada. No esperéis que os sea concedida por vuestros amos o vuestros dioses. A ella se llega por una natural inclinación a buscar el placer y evitar su contrario. Una simpleza que la edad adulta se empeña en complicar. Acabemos, pues, con la confusión que asocia a la pereza con ese reblandecimiento mental que llaman pereza de espíritu, como si el espíritu no fuese la forma alienada de la conciencia del cuerpo. La inteligencia de uno mismo que la pereza exige no es otra cosa que la inteligencia de los deseos de la que el microcosmos corporal necesita para liberarse del trabajo que le pone trabas desde hace siglos. ¡A saber lo que se desliza a través de la multitud de anhelos y deseos que invaden al perezoso finalmente decidido a no ser más que para sí mismo! Tal es la fuerza de los deseos cuando se encuentran –por decirlo así- en estado de libertad que les vence la ilusión de poder cambiar el mundo a su favor y sobre el terreno. La vieja magia se aparece más de lo que creemos en los repliegues de la conciencia. “Es una creencia muy antigua –escribe Campbell Bonner- que una persona, instruida en los medios de obrar, pueda poner en marcha fuerzas misteriosas, capaces de influir en la voluntad del otro y de someter sus emociones a los deseos del operador. Tales fuerzas pueden ser activadas mediante palabras, mediante ceremonias realizadas conforme a las reglas o bien mediante objetos investidos de un poder reconocido como mágico” [7]. Y Jacob Böhme [8], más sutilmente: "La magia es la madre del ser de todos los seres que se hace a sí misma y puesto que consiste en el deseo. La auténtica magia no es un ser; es el deseo, el espíritu del ser” (Erklärung von sechs Punkten). El siglo XIII conservó el trazo de esta “pereza que mueve molinos” y que evoca Georges Schéhadé [9] . En esa época hay, en efecto, una secta que sostiene: “No es necesario trabajar jamás con las propias manos, sino rezar sin cesar; y si los hombres rezan de tal suerte, la tierra proveerá sin cultivo más frutos que si hubiese sido cultivada” (Citado por H. Grundmann, Religiöse Bewegungen in Mittelalter, Hildesheim, 1961). Y si la operación no dejó en la historia una prueba tangible de su eficacia, es conveniente no incriminar tanto la incompetencia del Dios al cual los orantes se dirigían o cierto modo vicioso de proceder cuanto el recurso a la oración, pues hacerse dependientes de los otros para acceder a una independencia ardientemente deseada es ir contra la propia voluntad y tener en poca consideración las propias aspiraciones. El universo abunda en trampas de este género. Se mezclan en él demasiadas sujeciones, interdictos, represiones y automatismos, como para dispensarnos de la mayor vigilancia. Es conocido el apólogo indio. Un hombre se había acostado a la sombra de un árbol famoso por su poder mágico. El suelo se le antojaba poco mullido, deseaba tenderse más voluptuosamente, y una suntuosa cama se le apareció. Enseguida le entraron ganas de un copioso almuerzo, y surgió una mesa equipada con los platos más exquisitos. “Mi felicidad sería completa –soñaba- si tuviese a mi lado a una joven graciosa y lista para colmar mis deseos”. De improviso llegó la joven y dio respuesta a su amor. Poco habituado, sin embargo, a semejante constancia en la felicidad, no pudo evitar un miedo infundado. Temeroso de perder en un instante una fortuna tan perfecta, imaginó que un tigre salía del bosque. Brotó el tigre y le partió la nuca. Un deseo puede contener otro de sentido contrario. Es asunto de la pereza aprender que no debe temer nada, sobre todo de ella misma. Cuántos esfuerzos para pertenecerse sin reservas. Y no es que sean precisos grandes rodeos para ello, sino que lo más sencillo no se entrega dócilmente a los espíritus atormentados. La infancia del arte no se alcanza más que a través del arte de convertirse en infante. La desnaturalización ha hecho grandes progresos, decía un perezoso saboreando Le lézard, la canción de Bruant [10], y su inmortal “No puedo trabajar, nunca aprendí”. Y añadía: se nos ha puesto en tal disposición para trabajar, que no hacer nada exige hoy en día todo un aprendizaje. En una época en la que crece el desempleo, la enseñanza de la pereza resultaría seductora si no fuera porque es cosa de cada uno cultivar sin la asistencia de los otros una ciencia así de delicada, particular y personal. Nadie puede asegurarse su felicidad (y aún más fácilmente, su desgracia), salvo uno mismo. Pasa con los deseos como con la materia prima de la que el alquimista trata de extraer la piedra filosofal. Constituyen su propio fondo y no se puede extraer de ellos más que lo que allí se encuentra. En consecuencia, todo es cuestión de refinamiento. La pereza en estado bruto es como una nuez que nos comiésemos sin pelar. Por más que la hayamos escogido libre de las corrupciones ordinarias del trabajo, de la culpabilidad, de la liberación y de la servidumbre, aún falta degustarla para obtener todo el placer: devolverla al movimiento natural que la hará ser lo que es, un momento del goce de uno mismo, una creación, en suma. El hábito de los placeres laboriosos, sombreados –más que subrayados- por lo efímero y hurtados a toda prisa, nos ha despojado de la experiencia del esfuerzo y de la gracia. Los placeres, en lo que tienen de auténticos, no son ni el fruto de un capricho del azar o de los dioses, ni la recompensa de un trabajo del que no serían más que la respiración jadeante. Se dan tal como los cogemos. La alegría de la que nos llenan es la alegría con la que los abordamos. Tal vez sea ésta la Gran Obra cuya búsqueda paciente y apasionada el alquimista emprendía cada día: una obstinación del deseo en despojarse de lo que lo corrompe, en refinarse sin cesar hasta alcanzar esa gracia que transmuta en oro vivificante el plomo de la miseria, de la muerte y del tedio. Cuando la pereza no alimente más que el deseo de satisfacerse, entraremos en una civilización en la que el hombre ya no sea el producto de un trabajo que produce lo inhumano. [1] Georg Groddeck (1866-1934). Psicoanalista y escritor alemán. En principio reticente ante las innovaciones freudianas, se convirtió al psicoanálisis tras la lectura de Psicopatología de la vida cotidiana y de La interpretación de los sueños en el año 1913. En 1917 se declara discípulo de Freud, pero pronto se une a las filas de la disidencia. Durante un congreso celebrado en La Haya en 1920 afirma: “Yo soy un analista salvaje”. Pasa también por ser el fundador de la ‘medicina psicosomática’. [2] “Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”. Más allá del Bien y del Mal (1886). [3] Albert Cossery es un escritor en lengua francesa de origen egipcio. Nació en El Cairo en 1913. La novela a la que hace referencia Vaneigem fue publicada en 1948 y llevada al cine por Nikos Panagiatopoulos treinta años después. Existe una edición en castellano con el título de Los haraganes del valle fértil (Anaya & Mario Muchnik). [4] Jean de la Bruyère (1645-1696). Escritor y moralista francés. La cita procede de sus Caractères de Théophraste, traduits du grec, avec les caratères ou le moeurs de ce siècle (1688). [5] La expresión que utiliza Vaneigem es pays de Cocagne: tierra mitológica referida con frecuencia en algunos textos medievales. Se suponía que por ella discurrían ríos de vino y leche, que sus montañas eran de queso y que de los árboles pendían lechones ya cocinados. Huelga decir que los habitantes de La Cucaña habían conseguido liberarse por completo de los sinsabores del trabajo. [6] Alusión al título de un libro del propio Vaneigem publicado en la misma época que este texto: Nous qui désirons sans fin, Gallimard, Paris, 1996. [7] Es probable que la cita proceda de aquí: Campbell Bonner, Studies in Magical Amulets: Chiefly Graeco-Egyptian (1950). [8] Jakob Böhme (1575-1624). Místico y teósofo alemán. Su teosofía muestra conocimientos profundos de astrología y la influencia clara de la alquimia. [9] Georges Schéhadé (1905-1989). De origen libanés y nacido en Egipto, Schéhadé puede ser considerado, por formación e idioma, un poeta y dramaturgo francés. Desde mediados de los años treinta del siglo veinte y gracias a la intervención de Paul Éluard se vincula al grupo surrealista de Breton. [10] Aristide Louis Armand Bruant (1851-1925). Cantante y escritor francés. Fue dueño del cabaret Le Chat Noir, donde además actuó entre los años 1881 y 1895. El día de la inauguración del local no se presentaron más que tres clientes, a las que Bruant, contrariado, acabó insultando. Sus malos modos y los cárteles que encargó a su amigo Toulouse-Lautrec servirían poco después para aumentar la fama del cabaret. Bruant pasa por ser uno de los grandes poetas del argot francés de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. En la versión de Le lézard que he podido consultar no aparecen los versos que recoge Vaneigem, sino estos otros algo más procaces: “J’peux pas travailler, / ca m’emmerde” (“No puedo trabajar, / es algo que me jode”). Traducción y notas de Diego L. Sanromán Fuente: Agitprov Editorial, 1996

  • El derecho al ocio y a la expropiación individual / Severino Di Giovani

    Tú haces un trabajo que te gusta, que tienes una ocupación independiente y a quien el yugo del patrón no molesta mayormente; tú también que te sometes resignado o cobarde en tu calidad de explotado: ¿cómo te atreves a condenar así, tan severamente, a aquellos que ha pasado al plano de ataque en contra del enemigo? Una sola cosa te queremos decir: «¡Silencio!», por honestidad, por dignidad, por fiereza. —¿No sientes el sufrimiento de ellos? ¡Cállate!— ¿No tienes la audacia de ellos? Entonces, otra vez ¡cállate! Cállate, porque tú no sabes las torturas de un trabajo y de una explotación que se odian. Desde hace mucho tiempo se viene reclamando el derecho al trabajo, el derecho al pan, y, francamente, en el trabajo nos estamos embruteciendo. No somos más que lobos en busca de trabajo, —de un trabajo duradero, fijo— y a la conquista de él se encaminan todos nuestros afanes. Estamos a la pesca continua, obsesionante del trabajo. Esta preocupación, esta obsesión nos oprime, no nos abandona nunca. Y no es que se ame al trabajo. Al contrario, lo odiamos, lo maldecimos: lo cual no impide que lo suframos y lo persigamos por todas partes. Y mientras imprecamos en su contra, lo maldecimos también porque se nos va, porque es inconstante, porque nos abandona — después de un breve tiempo: seis meses, un mes una semana un solo día. Y he aquí que transpuesta la semana, pasado el día, la búsqueda empieza de nuevo con toda la humillación que ella entraña para nuestra dignidad de hombres; con el escarnio que implica a nuestras hambres: con la befa moral nuestro orgullo de individuos conscientes de este ultraje, relajándonos y pisoteando nuestros derechos rebeldes, de anarquistas. Nosotros, anarquistas, sentimos la humillación de esta lucha para huirle al hambre y sufrimos la ofensa de tener que mendigar un pedazo de pan que nos es concedido de cuando en cuando como una limosna y a condición de renegar o poner en el desván de los trastos inútiles nuestro anarquismo (si no queréis usar de medios ilegales para defender vuestro derecho a la vida, sólo os quedará como lugar de reposo el cementerio), y sufrimos más, porque tenemos conciencia de la injusticia que se realiza en contra nuestra. Pero donde se agranda nuestro sufrimiento hasta adquirir caracteres trágicos, es al desentrañar la vergonzosa comedia de la falsa piedad que se desarrolla a nuestro derredor, mordiéndonos de rabia por nuestra impotencia y también por sentirnos un poco viles —vileza que es a veces justificada, pero que casi siempre no tiene justificación alguna frente a esta inicua y cínica hipocresía que nos hace pasar a nosotros, trabajadores, como los beneficiados, cuando somos los benefactores; que nos coloca en situación de mendigos a quienes se quita el hambre por misericordia, mientras que en realidad somos nosotros los que damos de comer a todos los parásitos y les procuramos el bienestar de que gozan: que consumimos nuestras vidas entre los horrores de las privaciones, para saturar de goces las de ellos, para permitir sus expansiones, sus placeres, —su ocio—, teniendo conciencia del despojo a que se nos somete. Quiere prohibírsenos hasta el poder sonreír ante las maravillas de la naturaleza, porque se nos considera como instrumentos, nada más que como instrumentos para embellecer su vida parasitaria. Nos damos cuenta de toda la insensatez de nuestros afanes; sentimos lo trágico, mejor dicho lo ridículo de nuestra situación: imprecamos, maldecimos, nos sabemos locos y nos sentimos viles, pero todavía continuamos bajo la influencia (como cualquier mortal) del ambiente que nos circunda, que nos envuelve en una malla de frívolos deseos, de mezquinas ambiciones de «pobres cristos» que creen mejorar un poco sus condiciones materiales, intentando arrancar de entre los dientes de los lobos —de los que poseen y defienden la riqueza—h una migaja de pan que no se consigue más que al elevado precio de nuestra carne y de nuestra sangre dejadas en los engranajes del mecanismo social. Y, a pesar nuestro, por necesidad o sugestión colectiva, nos dejamos arrastrar por el torbellino de la locura común. Y rotas, en nosotros, las fuerzas que nos mantienen íntegros en nuestra conciencia que ve claro en las cosas y sabe que no lograremos nunca por este camino destrozar las cadenas que nos mantienen esclavos, porque no se destruye la autoridad colaborando con ella, ni se disminuye el poder ofensivo del capital ayudando a acumularlo con nuestro trabajo, con nuestra producción; rotas estas resistencias, decía, comenzamos a acelerar el paso y bien pronto veloz carrera, loca carrera sin sentido ni fin, que no nos conduce más que a soluciones transitorias, siempre vanas e inútiles. ¿Qué decir? ¿Ávidos de ganancia? ¿Sugestión del ambiente? ¿Insensatez? De todo un poco, aunque bien sabemos que con nuestro trabajo, bajo las condiciones del sistema capitalista, no resolveremos ningún problema esencial de nuestras vidas, salvo raros casos particulares y condiciones especiales. Cada aumento de nuestra actividad en el presente sistema social no tiene otro resultado que un aumento de la explotación en nuestro daño. Impostores son aquellos que afirman que la riqueza es fruto del trabajo, del trabajo honesto, individual. Pasemos adelante. ¿Para qué detenerse a rebatir los sofismas de ciertas teorías económicas que no son sinceras ni honradas y que sólo convencen a los pobres de espíritu —desgraciadamente son la mayoría de la sociedad—, que no persiguen otra finalidad que la de cubrir torpes intereses con la apariencia de la legalidad y del derecho. Todos vosotros sabéis que el trabajo honrado, el trabajo que no explota a otros, no ha creado nunca, en el presente sistema, el bienestar de persona alguna y mucho menos, su riqueza puesto que esta es el fruto de la usura y de la explotación, las cuales no se diferencian del crimen más que en las formas exteriores. Después de todo, no nos interesa un relativo bienestar material obtenido por la extenuación de nuestros músculos y de nuestro cerebro: queremos, sí, el bienestar adquirido por la posesión completa, absoluta del producto de nuestro esfuerzo, la posesión incontrastable de todo aquello que sea creación individual. Estamos, entonces, consumiendo nuestra existencias a total beneficio de nuestros explotadores, persiguiendo un bienestar material ilusorio, eternamente fugitivo, jamás realizable en una forma concreta, estable, porque la liberación de la esclavitud económica no nos podrá llegar por medio de un aceleramiento de nuestra actividad en la producción capitalista, sino con la creación consciente, útil, y con la posesión de lo que se produce. Es falso decir: «una buena recompensa, un buen salario por una buena jornada de trabajo». Confiesa esta frase que deben existir los que producen y los que se adueñan del producto, y que después de haber quitado una buena parte para ellos —aún no habiendo participado en su creación— distribuyen, en base de criterio y principios absurdos, enteramente arbitrarios, aquello que creen conveniente darle al verdadero productor. Establece la retribución parcial, el robo, la injusticia: consagra, por lo tanto, de hecho, la explotación. El productor no puede aceptar como base equitativa y justa la retribución parcial. Solamente la posesión íntegra puede establecer las bases de la Justicia Social. Por consecuencia, todo concurso nuestro a la producción capitalista es un consentimiento y una sumisión a la explotación que se ejerce sobre nosotros. Cada aumento de producción es un remache más para nuestras cadenas, es agravar nuestra esclavitud. Más trabajamos para el patrón, más consumimos nuestra existencia, encaminándonos rápidamente hacia un fin próximo. Más trabajamos, menos tiempo nos queda para dedicarlo a actividades intelectuales o ideales; menos podemos gustar la vida, sus bellezas, las satisfacciones que nos puede ofrecer; menos disfrutamos de las alegrías, los placeres, el amor. No se puede pedir a un cuerpo cansado y consumido que se dedique al estudio, que sienta el encanto del arte: poesía, música, pintura, ni menos que tenga ojos para admirar las infinitas bellezas de la naturaleza. Un cuerpo exhausto, extenuado por el trabajo, agotado por el hambre y la tisis no apetece más que dormir y morir. Es una torpe ironía, una befa sangrienta, el afirmar que un hombre, después de ocho o más horas de un trabajo manual, tenga todavía en sí fuerzas para divertirse, para gozar en una forma elevada, espiritual. Sólo posee, después de la abrumadora tarea, la pasividad de embrutecerse, porque para esto no necesita más que dejarse caer, arrastrar. A pesar de sus hipócritas cantores, el trabajo, en la presente sociedad, no es sino una condena y una abyección. Es una usura, un sacrificio, un suicidio. ¿Qué hacer? Concentrar nuestros esfuerzos para disminuir esta locura colectiva que marcha hacia el enervamiento. Es preciso poner en guardia al productor en contra de este fatigoso afán, tan inútil como idiota. Es necesario combatir el trabajo material, reducirlo al mínimo, volverse vagos mientras vivamos en el sistema capitalista bajo el cual debemos producir. El ser trabajador honrado, hoy día, no es ningún honor, es una humillación, una tontería, una vergüenza, una vileza. El llamarnos «trabajadores honrados» es tomarnos el pelo, es burlarse de nosotros, es, después del daño, agregarnos la burla. ¡Oh soberbios y magníficos vagabundos que sabéis vivir al margen de las conformaciones sociales, yo os saludo! Humillado, admiro vuestra fiereza y vuestro espíritu de insumisión y reconozco que tenéis mucha razón en gritarnos: «es fácil acostumbrarse a la esclavitud».***¡No!, el trabajo no redime, sino que embrutece. Los bellos cantos a las masas activas, laboriosas, pujantes: los himnos a los músculos vigorosos: las aladas peroraciones al trabajo que ennoblece, que eleva, que nos libra de las malas tentaciones y de todos los vicios, no son más que puras fantasías de gentes que nunca han tomado el martillo ni el escalpelo, de gentes que nunca han encorvado el lomo sobre un yunque, que jamás se han ganado el pan con el sudor de su frente. La poesía consagrada al trabajo manual no es más que una irrisión y un engaño que nos deberían hacer sonreír, si no llenarnos de indignación y rebeldía. ¡La belleza del trabajo... el trabajo que eleva, ennoblece, redime!... ¡Sí, sí! Mirad allá, a lo lejos. Son los obreros que salen de las fábricas que surgen de las minas, que abandonan los puertos, los campos, después de la jornada de trabajo. ¡Miradlos, miradlos! Apenas si sus piernas pueden soportar aquellos cuerpos derrengados. Escrutad esas caras pálidas, mustias, extenuadas. Asomaos a esos ojos tristes, mortecinos, sin luz, sin vitalidad. ¡Ah, los bellos, los potentes músculos... la alegría de los corazones por el trabajo que ennoblece!... Penetrad en aquella fábrica y observarlos en su actividad. Enclavados cojo parte integrante de la máquina, están constreñidos a repetir por mil, por diez mil veces el mismo movimiento, automáticamente, como la máquina, sin que casi sea necesaria la intervención de sus cerebros. Podrían muy bien haberlos dejado en sus casos, puesto que una vez emplazados en sus puestos, continuaría igualmente sus trabajos. No conservan nada de la propia personalidad, de la propia individualidad. No son seres sensibles, pensantes, creadores. No son más que cosas sin espiritualidad, sin impulso propio. Van porque todos van. Se mueven con ritmo uniforme, igual, sin independencia. Se les ha ordenado ejecutar aquel movimiento y lo deben hacer hoy, mañana,... ¡siempre!... ¡cómo las máquinas!... Hemos llegado a la destrucción completa de la personalidad humana en el ochenta por ciento de la producción moderna. No se hallan ya los artesanos, los artistas. La producción capitalista, no los pide, no los precisa. Se han inventado cosas para cada necesidad y máquinas para hacerlo todo, y hemos llegado al punto de tener que crear nuevas necesidades para poder fabricar nuevos productos. En realidad es esto lo que ya se hace y es por esto que la vida se va siempre complicando más y el vivir se hace cada día más difícil. Se ha suprimido la estética de las cosas y no se crea más que en serie, en montón. Se han educado los gustos en línea general; se ha distribuido en los individuos cualquier, originalidad artística, cualquier antojo diferente, y se ha alcanzado —¡oh, prodigio de la propaganda!— hacer apetecer a la generalidad aquello que a los capitalistas conviene fabricar: una misma cosa para cada individualidad distinta. Ya no se tiene necesidad de seres que creen, sino de entes que fabriquen; ya no existen —¡ay!— artistas, obreros intelectuales; sólo quedan obreros manuales. No se pone más a prueba nuestra inteligencia; en cambio, se mira si tenéis buenos músculos, si sois vigorosos. No se mira mucho lo que sabéis, sino cuánto podréis producir. No sois vosotros los que hacéis marchar la máquina, es la máquina la que os hace marchar. ¡Y aunque parezca paradoja! —y no es más que la pura realidad— es también la maquina la que «piensa» lo que ha de hacerse, quedándoos a vosotros sólo la obligación de servirla, de hacer lo que ella enseña. Es ella el cerebro y vosotros el brazo; ella la materia pensante, creadora y vosotros la materia bruta, autómata: ella, la individualidad, vosotros la... máquina. ¡Horror! Si una sola individualidad se introdujese en el funcionamiento de la oficina Ford, por ejemplo, ella destruiría todo el engranaje de la producción.***Los obreros no son más que presidiarios. O, si os ha de servir de mayor consuelo, soldados acuartelados en las fábricas. Todos marchan al mismo paso; todos hacen —a pesar de la variedad de los objetos— los mismos movimientos. No encontramos ya ninguna satisfacción en los trabajos que hacemos; no nos apasionamos por ellos, porque nos sentimos completamente extraños a los mismos. Seis, ocho, diez horas de trabajo, son seis, ocho, diez horas de sufrimiento, de angustia. No amamos, no, el trabajo; lo odiamos. No es nuestra liberación, ¡es nuestra condena! No nos eleva y libra de los vicios; nos abate físicamente y nos aniquila moralmente hasta tal extremo que nos deja incapacitados para sustraernos a ellos. Será necesario realizar estos trabajos, lo sé, pero será siempre de mala gana si se quiere mantener también mañana el presente sistema por economía de esfuerzos. Será siempre sufriendo aún cuando la jornada sea reducida a menos horas. Yo no sé qué piensan los animales de la carga que se les coloca sobre el lomo; pero lo que sí sé decir por lo que observo y por lo que por mi mismo siento, es que el hombre no ejecuta con alegría, con verdadera satisfacción, más que los trabajos intelectuales, artísticos. Si al menos no considerase malgastado e inútil su sacrificio, el hombre se armaría de coraje y su fatiga le parecería menos amarga, menos dolorosa. Pero cuando observa que todo su esfuerzo es malgastado, que no es sino el trabajo de Sísifo con innumerables desastres y sacrificios en cada recaída, entonces el coraje huye de su corazón y en cada ser consciente, en cada ser sensible y humano, el odio se enciende en contra de este bárbaro y criminal estado de cosas y la aversión y la rebeldía en contra del trabajo es inevitable. Se comprende, entonces, que existan los desconformes que no quieren doblegarse a esta esclavitud repugnante. Se comprende que existan los vagabundos indomables que prefieren la incertidumbre de su mañana —la mayoría de las veces sin el mísero mendrugo acordado al trabajador constante— antes que someterse a este sistema humillante. Se comprende la bohemia incorregible, sin genio si queréis, pero que no forma parte en el cortejo humillante de los arias... Y se comprende, también, a los grandes haraganes, los ociosos ideales que pasando su vida en completa hermandad con la naturaleza, gozando al contemplar las maravillosas auroras, los melancólicos crepúsculos, colmando sus espíritus de melodías que sólo una vida simple y libre puede procurarles, imponiendo silencio a las imperiosas necesidades del hambre por no caer en la esclavitud en la cual nosotros estamos hundidos. Sentados al borde del camino observan con infinita tristeza, con profunda piedad, la negra caravana que todos los días se encamina dócil y deshecha hacia las fábricas — prisiones que los engullen ya exhaustos y los devuelven por la noche hechos cadáveres.Y huyen, huyen estos ociosos ideales con el corazón oprimido al ver tanta estulticia, tanta miseria, tanta locura. Huyen hacia la vida libre, indócil, no conformista diciéndole a su corazón que antes de someterse cada día a esta vida miserable, vil y privada de elevación y espiritualidad, la muerte es preferible. Odiar el trabajo manual en régimen capitalista, no significa ser enemigo de toda actividad, como aceptar la expropiación individual no equivale a hacer la guerra al trabajador-productor, sino al capitalista-explotador. Estos vagabundos ideales a los que tanto admiro, tienen una actividad, viven una intensa vida espiritual, riquísima en experiencias, observaciones, goces. Son enemigos del trabajo, porque encuentran malgastados en gran parte sus esfuerzos en aquella dirección; no pueden, por lo tanto, someterse a la disciplina que exige aquella especie de actividad, y no quieren tolerar que se haga de ellos una máquina sin cerebro, que se mate, en fin, en ellos aquella personalidad, que es lo que más aprecian. Entre estos vagabundos espirituales, —refractarios a la domesticación y disciplina capitalistas,— es necesario buscar los expropiadores, los partidarios de la expropiación individual, aquellos que no quieren esperar a que las masas estén preparadas y dispuestas para cumplir el acto colectivo de justicia social. Estudiando bien los matices psicológicos, éticos y sociales que determinan esa actitud en ellos, sabremos comprender, justificar y apreciar mejor sus actos y también defenderlos de los ataques biliosos de muchos de aquellos que aún compartiendo las mismas ideas sobre muchos otros problemas, se afanan en tirar fango sobre estos impacientes que no saben resignarse hasta que llegue el día de la redención colectiva. El derecho a la expropiación individual no se puede negar, basándose sobre un cierto derecho colectivo a la expropiación. Si fuéramos socialistas o comunistas-bolcheviques, podríamos negar al individuo el derecho de apropiarse —por los medios que estime más convenientes— de aquella parte de riqueza que a él como productor le pertenece. Porque los bolcheviques y los socialistas niegan la propiedad individual y admiten una sola forma de propiedad: la colectiva. Pero este no es el caso de los anarquistas, sean individualistas o comunistas, pues todos teórica y prácticamente admiten tanto la propiedad individual como la colectiva. Y si admite el derecho a la posesión individual, ¿cómo podría negarse al individuo el mismo derecho a servirse de los medios que crea oportunos para entrar en posesión de lo que le pertenece? Cada acreedor (y éste sería la clase productora frente a la capitalista) toma por la garganta a su deudor en la hora y en la forma que más le convenga, y se hace restituir su producto —el cual se le ha arrebatado con el engaño y la violencia— en el menor tiempo posible. El individuo, basándose en la libertad, —y la libertad es la doctrina de la anarquía—, es el único y solo árbitro y juez en este acto de restitución. Se ha admitido la oportunidad y la necesidad de un acto colectivo, de una revolución social para expropiar a la burguesía, y el individuo, aún individualista, se asoció voluntario a esta idea, porque fue creencia general que un esfuerzo colectivo nos libraría más fácilmente de la esclavitud económica y política. Pero desde hace años esta confianza ha decrecido en muchos anarquistas. Ha tenido que admitirse, al fin, que una verdadera liberación, una liberación profunda, anárquica, que arrancara de la conciencia de las masas —con seguridad de nunca más volver— el fetiche autoridad y nos permite instaurar un estado de cosas que no violara la libertad de cada uno, necesita forzosamente una larga preparación cultural, por consecuencia, muchos años todavía de sufrimientos bajo la explotación capitalista. De esto ha derivado que muchos rebeldes nuestros, que en un primer momento habían abrazado con entusiasmo la idea de una revolución expropiadora se han dicho —sin disasociarse por esto del necesario trabajo de preparación revolucionaria— que tal espera significaba el sacrificio de toda su vida, consumida en condiciones odiosas y bestiales, sin ninguna alegría, sin goce alguno, y que la satisfacción moral de una lucha cumplida en pro de la liberación humana no era lenitivo suficiente para sus propias penas. «No tenemos más que una vida —se han dicho en su corazón— y ésta se precipita hacia su fin con la rapidez del relámpago. La existencia del hombre con relación al tiempo no es verdaderamente más que un instante fugaz. Si se nos esfuma este instante, si no sabemos extraerle el jugo que en forma de alegría nos puede dar, nuestra existencia es vana y desperdiciamos una vida de cuya pérdida no nos resarcirá la humanidad. Por lo tanto, es hoy cuando debemos vivir, no mañana. Es hoy cuando tenemos derecho a nuestra parte de placeres, y lo que hoy perdemos el mañana no nos lo puede restituir: está definitivamente perdido. Por eso es que hoy queremos gozar nuestra parte de bienes, es que hoy deseamos ser felices. Pero la felicidad no se alcanza en la esclavitud. La felicidad es un don del hombre libre, del hombre dueño de sí mismo, dueño de su destino; es el supremo don del hombre, hombre que se niega a ser bestia de carga, resignada bestia que sufre, produce y está privada de todo. La felicidad se obtiene en el ocio. También se adquiere con el esfuerzo, pero con el esfuerzo útil, con el esfuerzo que procura mayor bienestar — aquel esfuerzo que acrecienta la variedad de mis adquisiciones, que me eleva, que de verdad me redime. No hay, por lo tanto, felicidad posible para el trabajador que durante toda su vida está ocupado en resolver el terrible problema del hambre. No hay felicidad posible para el paria que no tiene otra preocupación que su trabajo, que no dispone sino del tiempo que dedica al trabajo. Su vida es bien triste, bien desoladora, y para poder soportarla arrastrarla, aceptarla sin rebelarse, se precisa, un gran coraje o una gran dosis de cobardía. Del deseo de vivir, de la desesperación íntima y profunda que nos coloca frente a la perspectiva de toda una vida consumida, para beneficio de gente indigna, de la desolación sentida al perder la esperanza en una salvación colectiva durante la fugaz trayectoria de nuestra breve existencia: he ahí de lo que está formada la rebelión individual; he ahí de qué fuegos están alimentados los actos de expropiación individual. Triste, muy triste, es la vida del trabajador inconsciente; pero, ¡ay de mí!, la vida del anarquista es verdaderamente trágica. Si vosotros nos sentís todos los sufrimientos, toda la desesperación de vuestra trágica situación, permitidme deciros que tenéis piel de conejo y que el yugo no os está tan mal. Y si el yugo no os pesa; si por vuestra situación particular no sentís la apresión directa del patrón; si, a pesar de todas vuestras superficiales lamentaciones, no podéis vivir sin el trabajo, por qué no sabéis cómo ocupar vuestras horas de ocio, y a falta de un trabajo manual, os aburrís terriblemente; si sabéis aguantar la disciplina cotidiana de la oficina, respetar los continuos reproches de los capataces imbéciles o malvados, reventar de trabajo primero, y de hambre después, sin que sintáis las ganas de abrazar al más odioso de los criminales, de llamarlo hermano y no sentiros invadir la ternura hacia el oficio de verdugo, vosotros no habéis alcanzado el grado necesario de sensibilidad para comprender los sufrimientos espirituales y los motivos sociales que determinan los actos de expropiación individual, —de aquellos de los cuales yo hablo— y todavía menos tenéis derecho de condenarles. Porque no sólo el anarquista constata todo lo odioso de un trabajo bestial, criminal y no pocas veces inútil para el bien suyo y el de la humanidad; no solamente se ve obligado a participar él mismo en el mantenimiento de su propia esclavitud, la de sus compañeros y la del pueblo en general, sino que debe ejecutar este trabajo en una forma y condiciones tan horribles, tan insoportables y llenas de peligro que su vida se siente amenazada todos los instantes de la larga jornada; porque su trabajo, ciertos trabajos que deben efectuar algunas categorías de obreros (y digo «categorías» porque hay varios obreros que no conocen la bestialidad y el peligro terrible de ciertos trabajos ejecutados por otros trabajadores), no solamente implican una verdadera esclavitud, sino que se asemejan a un verdadero suicidio. En el fondo de las minas, al lado de las máquinas monstruosas, en las infernales fundiciones, en medio de los productos malsanos, la muerte está siempre en acecho. Cuerpos que se vuelven tísicos, pulmones envenenados, miembros lacerados, cuerpos curvados, ojos privados de la luz eterna, cráneos aplastados, he ahí lo que los honrados trabajadores, a millares ganan con el sudado pan. Y ninguna piedad para ellos, ninguna moral, ninguna religión para conmover al aprovechador que junta sus millones amasados con diarios crímenes cometidos para obtener un poco más de beneficio, para llevar a sus cajas unos centavos más. ¡Es necesario, por lo tanto, rodearlo de nuestra ternura, vaciar nuestro depósito lacrimógeno ante la mala fortuna que puede caer sobre la cabeza de alguno de ellos, por el hecho forzado de alguno de los nuestros! Verdad, es que debemos mostrarnos buenos, humanos, generosos cuando se trata de respetar la bolsa o la piel de nuestros enemigos, y buenas bestias cuando nuestros enemigos nos hacen reventar. ¿De modo qué individualmente, no tenemos el derecho de tomar en nuestras manos la espada de la justicia sin el consentimiento colectivo? —¡No violéis la virginidad de la moral común con vuestros todavía no santificados pecados! ¡Un poco de paciencia, hermanos míos, que el reino del Señor vendrá para todos! «Si tenéis hambre, gruñid, pero quietos: nosotros no estamos todavía prontos. Si se os apalea, rugid, pero no os mováis: tenemos aún plomo en los pies. Si se os masacra, después de haberos robado, ¡alto ahí! Volved la cara al ladrón, nosotros os proclamaremos héroes. Pero si queréis recobrar el dinero sin nuestro consentimiento, aunque fuese con vuestro único riesgo, no lo hagáis, porque entonces no seréis más que villanos bandidos. Es la moral, nuestra moral». ¡Mierda, entonces! Y me será permitido hacer una pregunta, la siguiente: cuando el capital me roba y me hace morir de hambre, ¿quién es el robado y quién el que muere de hambre: yo o la colectividad? ¿Yo? Y ¿por qué, entonces, solamente la colectividad tendrá el derecho de atacar y defenderse? Yo sé que la acción del expropiador se puede prestar a muchas falsas interpretaciones, a muchos equívocos. Pero la culpa de todo esto, la responsabilidad por la falsificación de los motivos éticos, sociales y psicológicos que han determinado y determinan —en su gran mayoría— los actos individuales de expropiación, cae principalmente —en gran parte— sobre la mala fe de sus críticos. No por esto quiero sostener que todos sus críticos son de mala fe, porque sé muy bien que existe gran parte de compañeros que cree sinceramente que estos actos son nocivos a los fines inmediatos de nuestra propaganda. Cuando hablo de mala fe, quiero señalar a aquellos anarquistas tan sectarios y tan individualófobos, que a cada acto de expropiación empiezan por llamarlo «robo», queriendo con esto negar al gesto cualquier base social y éticamente justificable desde el punto de vista anarquista, para asociarlo y ponerlo en común con todos aquellos individuos vulgares e inconscientes (en gran parte también excusables porque son productos genuinos del presente sistema social) que hacen el ladrón con la misma indiferencia que harían el verdugo si esta última profesión les procurase aquello que buscan. Sin embargo, yo estoy bien lejos de justificar siempre y en todas las circunstancias al expropiador. Una cosa que encuentro condenable en cierto número de expropiadores, es la corrupción a que se entregan cuando un buen golpe les ha salido bien. En ciertos casos, lo admito, la crítica y la condenación están bien justificadas, pero a pesar de todo esto, ella no puede llegar más allá de aquella hecha al buen trabajador que consume su sueldo en borracherías y prostíbulos, hecho que, desgraciadamente, ocurre todavía y demasiado frecuentemente entre los nuestros. Ha sido dicho por ciertos críticos que la apología del acto individual engendra en ciertos anarquistas el utilitarismo mezquino, una mentalidad estrecha y en contradicción con los principios de la anarquía, suposición tan antojadiza como decir que cada anarquista que tenga contacto con elementos no anárquicos, acaba por pensar en forma antianárquica. Pero hay una cosa que no quiero olvidarme de decir, y es la siguiente: siendo la expropiación un medio para substraerse individualmente a la esclavitud, los riesgos deben ser soportados individualmente, y los compañeros que practican la expropiación «per se» pierden todo derecho —aunque exista para las otras actividades anarquistas, y yo no lo creo— a reclamar la solidaridad de nuestro movimiento cuando caen en desgracia. La intención mía en este estudio no es la de hacer la apología de éste o de aquel hecho, sino la de llegar a las raíces del problema, la de defender el principio y el derecho a la expropiación, y el mal uso que ciertos expropiadores hacen del fruto de sus empresas, no destruye el hecho mismo, como le hecho de que existan perfectos canallas que se llaman anarquistas, no destruye el contenido ideológico de la anarquía. Examinemos una más grave acusación, la condena máxima: aquella que sostiene que los actos de expropiación individual atentan contra los principios anarquistas. Se ha llamado a los expropiadores, parásitos, ¡y es cierto! Son parásitos; no producen nada. Pero son parásitos involuntarios, forzados, porque en la presente sociedad, no puede haber más que parásitos o esclavos. No hay duda alguna que son parásitos, pero lo que nadie podrá hacer es llamarles esclavos. Los esclavos, en cambio, en su gran mayoría, son también parásitos mucho más costosos que aquellos. Y el parasitismo de esta mayoría de productores es mucho más inmoral, cobarde y humillante que aquel de los expropiadores. ¿Llamaréis productor, trabajador honrado o parásito a aquel que está empleado en la fabricación de joyas, de tabaco, de alcohol, u ocupado nel far la... serva al prete? (N. de R. «hacerle de sirvienta al cura»). Se me dirá que este parasitismo también es impuesto, que la necesidad de vivir nos obliga, a pesar nuestro, a someternos a esta actividad negativa y dañosa. Y con esta pobre excusa, con este cobarde pretexto se gana el pan nuestro, en forma vergonzosa y hasta criminal. Verdadera complicidad en el delito; criminalidad no inferior a aquella de los primeros responsables: los burgueses. Y después de todo, ¿podréis negar que el rehusarse a colaborar en los embrollos de este régimen criminal, no es mucho más anárquico que el primero? ¿Podréis negar, acaso, que los dos tercios de la población de nuestras metrópolis sean parásitos? Es innegable que si por productores se calculan sólo aquellos que están ocupados en una producción verdaderamente útil, la humanidad, en su gran mayoría, se debe considerar parásita. Trabajéis o no trabajéis, si no formáis parte de la categoría de los campesinos o de las pocas categorías verdaderamente útiles, no podéis ser más que parásitos, aunque os creáis trabajadores honrados. Entre el parásito-trabajador que se somete a la esclavitud económico-capitalista y el expropiador que se rebela, prefiero a este último. Este es un rebelde en acción, el otro es un rebelde que ladra, pero... no muerde, o morderá solamente el día de la santísima redención. Dividido el esfuerzo entre toda la colectividad, dos o tres horas de trabajo, al día serían suficientes para producir todo lo que se necesitaría para llevar una vida holgada. Tenemos, por lo tanto, derecho al ocio, derecho al reposo. Si el presente sistema social nos niega este derecho es preciso conquistarlo por cualquier medio. Es triste, en verdad, el tener que vivir del trabajo de otros. Se prueba la humillación al sentirse igualados a los parásitos burgueses, pero se saborean también grandes satisfacciones. Parásitos sí; pero no se beben las amargas heces de la sabida vileza, de la consentida expresión, no se sienten los tormentos de saberse uno de aquellos que, humillados van uncidos al carro del triunfador, regando el camino con su propia sangre; uno de aquellos que ofrecen riquezas a los parásitos y mueren de hambre sin osar rebelarse; uno de aquellos que construyen palacios y viven en tugurios, que cultivan el trigo y no pueden quitar el hambre a sus chicos; uno de la muchedumbre anónima y envilecida que se yergue un segundo al recibir el golpe del amo, pero que se somete todos los días, se conforma con el estado social actual y, depuesta su momentánea actitud, tolera, ayuda y ejecuta todas las infamias, todas la bajezas. No productores, es cierto, pero no cómplices. No productores, sí; ladrones si queréis —si vuestra poltronería tiene necesidad de otra ruindad para consolarse—, pero no esclavos. Desde hoy, cara a cara, mostrando los dientes al enemigo. Desde hoy, temidos y no humillados. Desde hoy, en estado de guerra contra la sociedad burguesa. Todo, en el actual mundo capitalista, es indignidad y delito; todo nos da vergüenza, todo nos causa náuseas, nos da asco. Se produce, se sufre y se muere como un perro. Dejad, al menos, al individuo la libertad de vivir dignamente o de morir como hombre, si vosotros queréis agonizar en esclavitud. El destino del hombre, se ha dicho, es aquel que él mismo se sabe forjar; y hoy no hay más que una alternativa: o en rebeldía o en esclavitud. Briand Fuente: Original en italiano publicado en revista “L’Aldunata dei Refrattari”, Nueva York. Publicado en 1933 en la Revista Afirmación, Montevideo. Publicado en el número 8 (mayo 2007) de la edición en papel de la revista Rojoscuro, Santiago de Chile.

  • La Vagancia dignifica / Sudor Marika

    Qué paja tener que trabajar, no lo puedo creer Hacer las cosas que queremos tenemos que poder Inventemos la moneda que no sirva para nada No quiero tan temprano despegarme de la almohada Que el trabajo te hace libre y dignifica nos hicieron creer Unos pocos se quedan la guita, y yo no llego a fin de mes Levantemos la bandera de la Renta Universal Tierras, techos y placeres para todes por igual Estudié, no aprobé Me esforcé, fracasé Me exploté, no gané Fui mi jefe y me eché Emprendí y me fundí Me mentí y me creí Y mi mejor versión Fue un tremendo bajón Pensé que era yo, que estaba fallando Pero el sistema, me estaba engañando Le deje la vida por una promesa Que nunca se cumple, que siempre se aleja Ya no me preocupo por hacerme rica Sé que la vagancia es la que dignifica Lo siento muy fuerte en el corazón Que a esta depresión… Le falta cumbia y sudor (marika) Pensé que era yo, que estaba fallando Pero el sistema, me estaba engañando Le deje la vida por una promesa Que nunca se cumple, que siempre se aleja Ya no me preocupo por hacerme rica Sé que la vagancia es la que dignifica Lo siento muy fuerte en el corazón Que a esta depresión… Le falta cumbia y sudor Le falta cumbia y sudor Cumbia y sudor ¡Sudor!

  • Apenas si he vivido / Entrevista a Juan L. Ortiz

    Por Orlando Barone -Al venir hacia aquí, antes hay que detenerse a contemplar el río. Quizás allí está la clave para entender a poetas como Mastronardi y como usted, autores de esa poesía que se diferencia de la que surge en las grandes ciudades. -Desde luego que en cuanto a la expresión cabe establecer las diferencias. Porque en una está el poeta con su soledad y la soledad que emana del paisaje. Dos soledades que se unen y resuelven ese mismo problema de la soledad. Aunque, mire, ésta es una cuestión un poco metafísica, quizá intraducible. -Sin embargo, usted encuentra el lenguaje posible. -Quería decirle que las cosas están allí silenciosas y uno va hacia ellas también silenciosamente. Y de esta relación, contacto, muy misterioso, claro, pero humilde de parte nuestra, sale una resolución, si cabe la palabra. Porque de lo contrario, si no se logra esa comunión, el hombre puede llegar a sentir la soledad en forma angustiosa. Claro que esto de la soledad tiene que ver también con nuestra cultura occidental; ese yoísmo del que no es fácil librarse, ¿no? Quiero decirle que esta soledad atañe a la actitud del hombre de Occidente ante las cosas. Él hace problema de cierta incapacidad para unirse, para comulgar con la naturaleza. Y eso no ocurre en las culturas orientales. Es que, en la nuestra, esa soledad no se resuelve en el fondo… No existe ese volverse hacia adentro, sino que adquiere otro matiz. En el arte, entonces, se ha dado, se da, ese pasaje, esa interrelación que hace trascender el yoísmo, ¿me entiende? Porque en un momento esas relaciones son de tal tipo que nos instan a “trascendernos” al no encontrar límites. Ya Leopardi, al referirse a esto en aquel soneto -¿recuerda?- lo llamó el infinito. Pero, volviendo a su pregunta, se dará cuenta que la expresión de un poeta es la medida de su comunión o rechazo con las cosas que lo rodean. Creo que es fácil entender entonces el por qué de cierta clase de poesía que se da en estas condiciones de atmósfera y paisaje. (Balancéandose, hamacándose imperceptiblemente, Juan L. Ortiz permanece en su sillón de madera, con los ojos fijos sobre algún punto invisible) Religión y Poesía -Esa palabra, trascender, se asocia al ámbito religioso. Usted por lo menos la ha pronunciado recién en ese sentido. La ha modulado con rigurosa precisión. ¿Cuál es el sentido religioso? -Fíjese: la palabra religión, de acuerdo a su etimología, es unión. Y el poeta, naturalmente, tiende, siente la necesidad de esa unión. Y yo diría, más precisamente, comunión. -¿Y qué es Dios para usted? ¿Cómo se lo imagina? -Puede ser una manera de designar lo que no conocemos. Nosotros lo sentimos, sí, indudablemente. Pero yo me lo imagino fuera de esas figuraciones tradicionales o confesionales. Podría estar más cerca del sentido oriental de Brahma, una palabra que define lo desconocido, lo divino, si se quiere. Los orientales decían que cada partícula de materia está llena de espíritu. -Es casi una apreciación científica, ¿verdad? -¡Tiene su verificación científica! Ahora con las investigaciones que se han hecho en el átomo, se llega hasta los electrones, el neutrino, sí, que es la última palabra. Pero, mucho más allá, se sospechan elementos más inasibles aún, casi espirituales, ¿me entiende? Es decir, la materia se resuelve en espíritu. Como decían los orientales, “cada partícula está cargada de espíritu”. Nosotros en Occidente hacemos una diferencia un poco escolar entre materia y espíritu, ¿no?. Eco y Vanidad -Tomemos esa palabra trascendencia, en la forma corriente. ¿Usted tiene idea de su trascendencia poética? Quiero decir, si sabe, si siente que, a pesar de haber eludido el “mundanal ruido”, su poesía lo ha “delatado”. -Mire, yo he escrito solamente por necesidad interior, ¿me entiende? Sin desprecio alguno hacia la opinión de los amigos; de los cómplices, habría que decir. He hecho las cosas por una necesidad íntima como una planta da su flor. Y una planta, creemos, no tiene conocimientos de su flor. La da así, naturalmente, sin preguntarse nada, sin importarle la resonancia. Es una abstracción o desinterés sobre todo lo que la rodea fuera de su propio florecimiento, de su propia realización de planta. Y esto, claro, en la naturaleza es esencial. Su milagrosa obra prescinde de toda especulación acerca de lo que podría motivar en los otros. -¿Nunca le ha importado el eco que un poema suyo haya producido en los demás? -Sí, claro. Lo contrario sería orgullo, menosprecio, indiferencia por quienes aceptaron compartir mis emociones. Me interesa, sí, que cierta gente, a veces desconocida, tenga afinidad, hermandad por lo que yo hago. Pero no es algo determinante. También está esa otra cosa inherente a todos, que es la vanidad de que alguien comulga con lo que yo he escrito. -Y hasta parece una paradoja que exista esa identificación, teniendo en cuenta que el arte toca estas zonas oscuras, imprevisibles… Piense en poetas como Blake, Hölderlin y Dante, claro. Poetas que cruzaron el límite de la normalidad. -El pueblo mismo con esa sabiduría que da la intuición dice: “de poetas y locos todos tenemos un poco”. Además, con lo que se llama normalidad -que por otra parte no está definida- se podría hacer muy poco en el sentido de las facultades psíquicas y expresivas. Valéry, que era un hombre con absoluta vigilancia consciente con todos los productos del espíritu, por momentos sintió que dejaba afuera ciertas zonas de la expresión humana que no podían desestimarse. -Probablemente la del poeta sea una actitud de alambrista. Él hace equilibrio sobre una cuerda tensa, peligrosa. Más peligrosa cuanto más grande y más alta es su poesía. -No creo que ninguno de los grandes poetas haya dejado de frecuentar esas zonas oscuras. Pero esto no significa hace apología de la incoherencia por la incoherencia, como se ha dado en ciertos epígonos del romanticismo, del surrealismo, del simbolismo. Hubo cierto aprovechamiento en favor de la facilidad, usted sabe. Pero lo verdadero es que hay cosas “aparentemente” fáciles que surgen solo de la maduración. Primero se requiere una disciplina que se resuelve en determinados momentos, no sé si de abandono o de lucidez. Y luego, en el instante de la expresión, hay algo que también puede llamarse conciencia artesanal, que puede ser dogmática -y esto sería lo malo- o puede ser abierta, iluminada. Y aquí viene la palabra: humilde. Porque no puede encerrarse lo que excede todo límite. El poeta, entonces, no tiene control sobre eso. Y quien hace algo con lucidez y conciencia se está falseando, ¿me entiende? Porque el poeta, el artista, necesita abandonarse a una especie de territorio, no inconsciente sino superconsciente, para llegar al arte. Lados de la memoria (La ceremonia del mate, que para Juanele es esencial; la participación del silencio; un gato inmóvil; Gerarda, su mujer, atenta al cuadro, agregan otros símbolos al diálogo. Juanele juega con la bombilla y se ha desprendido o parece haberse borrado de la escena. Alrededor el tiempo se ha detenido.) -Usted que ha vivido tanto, ¿cómo se vive, cómo se acepta la memoria cada día más extensa? -Apenas si he vivido. Y en cuanto a la memoria, se sabe que tiene dos lados: uno, el de presentar las cosas más o menos felices, si se quiere, hasta mágicas; y otra, que produce cierta nostalgia, cierta angustia, por una necesidad de reviviscencia. Puede darse, entonces, una memoria como en el caso de Proust, en que se ve todo el misterio de la vida y del mundo. Lo que se ha formado inconscientemente y recoge a través de la conciencia. Pero puede darse una memoria angustiosa en el sentido de que produce una nostalgia invencible. Sí, es un problema el de la memoria. Yo, ahora, a los ochenta y dos años, la eludo a veces cobardemente. -Pero… ¿y cuándo deba enfrentarla? -Bueno, me pasa algo raro ahora. Me vienen a la memoria hechos que yo creo insignificantes o sin ninguna resonancia. Vuelvan y, más aún, se fijan en “esa angustiosa fidelidad de estampa”, ¿sabe? Momentos que aparecen de improviso para situarse en mí con su nitidez de pesadilla. Hay cosas de mi primera infancia y otras más recientes aún, de hace dos o tres años. Pero todo como en un caos, sin un orden cronológico, claro. -Hay un hecho que sucede con los poetas y su relación con el tiempo y la historia. Y es que los poetas suelen ser descubiertos cuando son viejos o cuando están muertos. Y eso no ocurre con algunos novelistas, que alcanzan a trascender muchas veces con una sola obra y muy jóvenes. ¿Será que la poesía requiere una maduración, como usted ha dicho, más lenta? -Quizás… Quizás porque, aunque en la prosa pueda darse la poesía -y a veces se ha dado en mayor medida que en cierta poesía exaltada por la crítica-, la poesía exige otro tiempo de maduración. Y en la prosa acaso está la cuestión del instrumental con que se aborda. Es decir, el idioma es distinto. -¿Más terrestre, más traducible a lo cotidiano? -Claro. Cosas más decibles. En cambio, en la poesía está lo indecible, lo inefable. Porque la materia con que trabaja el poeta -aunque parezca la misma- es como un hilo interior que se va filtrando lentamente, en un largo proceso hacia la diafanidad. Y aun cuando el poeta logre resolver esa diafanidad, no puede estar nunca satisfecho porque lo que hace no es traducible al lenguaje cotidiano, ¿me entiende? Creo que la novela, en cambio es como un río que corre. -Tal vez, entonces, esté en esa limitación para convertirse, lo que hace al lenguaje poético más difícil en algún sentido. Mientras que la novela mantiene lazos evidentes que la comunican con la realidad. -El novelista tiene a su favor esa necesidad de cuento, de relato. Y fíjese, recuerde que el cuento es una de las primeras manifestaciones del hombre que contó con más audiencia. Y se sabe que La Ilíada, La Odisea y también las sagas nórdicas son consecuencia de esas transmisiones orales. El pueblo las iba recogiendo y enriqueciendo. Aquí también, en América, y mucho antes de los incas, se contaron cosas bellísimas en esa suerte de creación colectiva. Ahora siento que esa posibilidad ha desaparecido, ¿no? Por lo pronto hay otros valores, sobre todo en Occidente, en eso que Borges llama “la civilización blanca”. El ocio y los poetas -¿Usted quiere significar una civilización que no hace culto del ocio ni del tiempo poético? -Sin ocio no hay poesía. Sin pereza, sin haraganes, no hay poetas. Piense que eso no sucede en los pueblos todavía incontaminados. En África se dan casos de bardos auténticos, plenos de intuición poética, casi puros. El poeta no es superior, es necesario. Y eso es lo definitivo, Paul Éluard se refirió en profundidad a esto. Mire, cuando no se tenía ningún idioma y había que realizar trabajos muy esforzados como arrastrar troncos sin más ayuda que los brazos, un individuo, que en cierto modo parecía más privilegiado, era dispensado de esas tareas para que compusiera cantos. Y luego, esos cantos eran coreados por todos para hacer más llevadero el esfuerzo. Esa poesía, digamos, funcional, servía, he aquí la palabra: servir, para aliviar las llamadas tareas concretas. Y en esas sociedades no consideraban al poeta un parásito sino que lo distinguían. Ahora resultaría inconcebible, ¿no?. -Precisamente, se suele trazar una diferencia entre la poesía digamos cantarina y la que conocemos por herética o filosófica. Y en su caso, su poesía se vincula más a esta última forma. -Mire, no creo que mi poesía sea ni filosófica ni no cantarina. En cada poeta existe un canto, una efusión, que se da de manera muy particular. Un canto que se expresa desde la profunda respiración del poeta y que no tiene un ritmo puramente métrico, sino que adquiere la medida de la emoción interior de quien se expresa. Es, digamos, el resultado del choque que se resuelve desde adentro hacia afuera. Valéry dijo de esto: “es el desarrollo del grito”. Fíjese, lo dijo él, tan lúcido, tan intelectual. Además, uno debe estar abierto a todas las experiencias; un poeta no debe tomarse aisladamente. Y él no inventó la rueda. No. Quiero decir que el poeta con humildad hace algo que se viene haciendo desde que el hombre es hombre. Y que la naturaleza hace a cada instante en una hierba. Y hasta en su propio silencio. Lo que prueba la vida -¿Y no es, acaso, silenciosa su poesía? -Algunos suelen decir que la poesía es la ruptura del silencio. Y está el ejemplo que usted recordó de las formas cantarinas. Pero hay otros que dicen que la poesía es la evocación del silencio, es la llamada…Y una poesía es tanto más poesía cuanto más silencio ha evocado. Sin impugnar, claro, la otra forma cantante. Porque si una forma de cantar es sincera, siempre es válida. Sólo que aquella forma extrovertida toca, tal vez con más elocuencia, ciertos sentidos como el auditivo. Pero están los otros sentidos que, como dice Hudson, no son cinco sino veinte. Y yo agregaría más. (“Quiero otro mate. Sabe, es una necesidad… la sed”. La mirada de Juanele persigue en el jardín un punto invisible. Como si un insecto pequeñísimo volase encima de un charco) -La naturaleza y el hombre… -prosigue- Nosotros todavía no hemos resuelto el problema de la aerostática y la arañita de vidrio lo ha resuelto. ¿No la conoce? Es esa arañita que traza arabescos increíbles sobre la superficie del agua. Hay que observarla con una lente y sentir el milagro. ¡Ah!, con respecto a lo que estuve diciendo, no sé si vale la pena haberlo grabado. Son cosas que estoy revisando continuamente. -Todos tenemos la libertad de poder contradecirnos… -Si no hay contradicción -decía Unamuno-, no soy mi pensamiento. Y la vida lo prueba a cada rato. Fuente: "Una poesía del futuro - Conversaciones con Juan L. Ortiz". Compilación, prólogo y Notas por Osvaldo Aguirre. Ed. Mansalva 2016. Bs. As. Se publicó en Clarín, el 7 de septiembre de 1978, presentándose como “el último reportaje a Juan L. Ortiz”, aunque sin precisar la fecha en que fuera realizado.

Entre las figuras poéticas y retóricas, Adynata (plural de Adynaton, que suena a palabra femenina en castellano) compone lo imposible. Procura insurgencias, exageraciones paradojales, lenguas inventadas, disparates colmados, mundos enrevesados, infancias en las que “nada el pájaro y vuela el pez”.

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