Entre todas las despedidas, quizás la de la muerte se presente como la más estricta e irrevocable.
Algunas despedidas tardan años o nunca comienzan.
En el adiós a una vida solo se puede el habla del silencio. En ese momento, las palabras piden asilo o arden.
Jacques Derrida (2004) releva a sus afectos de tener que hablar frente a su tumba. Escribe un texto para su funeral que lee su hijo Pierre, en el que dice:
“Jacques no quiso ni ritual ni oración. Sabe por experiencia qué prueba es para el amigo que de ello se encarga. Él me pide agradecerles haber venido, bendecirlos, les suplica no estar tristes, no pensar más que en los numerosos momentos felices, momentos que ustedes le dieron la oportunidad de compartir con él.
Sonríanme, dice, como yo les habría sonreído hasta el final.
Prefieran siempre la vida y afirmen sin cesar la sobrevida.
Los amo y les sonrío dondequiera que esté”.
Derrida anota la despedida para el día de su muerte. Dicta una dedicatoria, un epitafio.
Escribe: “Prefieran siempre la vida y afirmen sin cesar la sobrevida”.
Preferir la vida, ¿a la fama, al reconocimiento, al aplauso, a la ambición, a la vanidad?
Bendice a quienes ama, agradece los momentos compartidos, alienta a seguir llevando la vida por encima de todos los pesares.
Implora, con la sonrisa que le conocieron, a quienes imagina caídos en la pena, que no estén tristes.
Hay tantas muertes, tantas formas de morir, tan diferentes culturas que piensan el más allá de la vida, que cualquier meditación siente vergüenza de expresarse.
Tras la despedida final comienza el trabajo del duelo. La práctica de una despedida sin fin. El sangrado de cada evocación o recuerdo. La frágil sutura, cada vez, de un nuevo desprendimiento.
La paradoja de la despedida final consiste en que nunca termina.
Llamamos duelo a esa continua indecisión del dolor.
Se dice que lo tremendo de la última despedida consiste en tener que aceptar la muerte.
Pero ¿qué significa admitir la muerte?
Tal vez no significa nada o significa que la vida sigue, como siguió y seguirá siempre, antes y después de cada deceso.
Se escucha que no se sabe cómo llevar la muerte.
¿Hay muertes llevaderas?
Sabemos muertes que se llevan como torturas sin fin. Muertes que se llevan como aguijón de crueldad.
Sabemos de aflicciones que hacen morir viviendo.
Pero, ¿se trata de llevar la muerte o de llevar la vida con el pesar de la muerte?
Se carga un cadáver como a un insoportable y fétido peso muerto.
Se lleva un duelo como a una incontenible pena que aguijonea las cosas del mundo.
El psicoanálisis describe la enfermedad del duelo como una sombra que cae sobre el sol y las demás estrellas.
Liliana Lukin (2020) lee en Derrida que un duelo se lleva como se lleva a un niño.
Derrida (2004) dice en la entrevista que le hace Jean Birnbaum que un duelo se lleva como una madre lleva en su cuerpo a un niño, como el amigo lleva en brazos al amigo muerto.
Un duelo se lleva como una ausencia, como un desconsuelo, como un no cuerpo.
Se lleva como un recuerdo y el miedo a perderlo. Escribe Lukin: “…y de pronto, como una aguja entrando en una piel, aparece/ el miedo a perder, aún más que la pérdida, su recordación”.
Un duelo se lleva como un llamado sin respuesta. Se lleva como una sensación fantasma. Escribe Lukin: “…invento, ¿invento? / Es como si en cualquier momento / fuera a llegar, o estuviera por venir…”.
En algunas despedidas no hay afuera de la tristeza: se respiran tristezas, se caminan tristezas, se duermen tristezas.
Solo eso, nada más que eso.
Se lleva la muerte como se lleva una tristeza que entristece todas las cosas.
Una vida que no puede con tanto dolor, llora, gime, implora, maldice, golpea. Pero, ¿cómo se lleva ese pesar cuando, aun así, se siente que no se lo puede llevar?
La solitaria musculatura que llamamos cuerpo, a veces, no puede con el alma de la muerte. Necesita la materialidad de un abrazo, de la palabra, del silencio.
Se escucha que tras la despedida se necesita hacer el duelo (eso que nadie sabe cómo se hace)
Se piensa que una muerte se lleva como se lleva lo irreparable. Pero, ¿cómo se lleva lo irreparable?
Se dice que lo irreparable, a veces, se lleva haciendo doler el cuerpo para aturdir los sentimientos de dolor, como se describe en un pasaje bíblico “Se golpeaba el pecho: ademán de pesadumbre o contrición”.
A veces, se habita una despedida alucinando lo ausente. Fantasía desolada que se abraza a una imagen prescindiendo de los sentidos.
Se escucha que una despedida se siente como un silencio contenido en un gran silencio, contenido en un silencio mayor, contenido en el inconmensurable silencio de la muerte.
Algunas despedidas no saben, en el momento, que se trata de la última vez. Se piensan transitorias. A esas despedidas, si se pudiera volver atrás, les habría gustado despedirse más.
La muerte no se cura, el dolor que la muerte deja tampoco.
Se escucha decir: “Tengo miedo de no poder seguir viviendo con tanto dolor”.
Tal vez la interminable conversación de las despedidas consista en no dejar tan solas a las soledades que necesitan seguir viviendo llevando lo irremediable.
Un hallazgo freudiano las preposiciones sobre el trabajo: trabajo del sueño, trabajo del duelo, trabajo del análisis. Pero ¿quién hace esos trabajos?
No los hacen quienes sueñan, ni quienes se duelen, ni quienes se analizan. Sueño, duelo, análisis, trabajan por su cuenta cincelando lo inconsolable.
Pero ¿qué quiere decir que el sueño, el duelo, el análisis, trabajan?
Tal vez quiera decir que dan tiempo, que se dan al tiempo, que confían lo que no se sabe de la vida al tiempo.
Circula una versión apócrifa de las últimas palabras de Derrida que dice:
“Aquí les dejo la vida. Cuídenla, celébrenla, saboreen sus días, incluso los que duelen. Y, cuando les toque partir, déjenla en manos de quienes se queden con sus ausencias”.
Despedidas requieren ánimo, soplos de vida.
La palabra agonía nombra el trance de estar muriendo sin todavía morir. El movimiento mecánico e inercial de quien sigue en un juego ya terminado.
El Indio Solari (2016) escribe en una carta en la que despide a Leonard Cohen: “Si hay algo que el tío Leonard merecía es retirarse de esta vida como un sereno jugador de póker se levanta de la mesa de juego”.
Tener la oportunidad de retirarse con vida, en eso consiste el as en la manga de la última partida.
A veces, el dolor de una despedida se enquista como presente perpetuo.
Ni la vida ni la muerte se enseñan.
Tal vez se recurre a un psicoanálisis para saber qué hacer con eso que se ignora.
Así como Liliana Lukin piensa la ausencia como no cuerpo, Clarice Lispector (1977) piensa la muerte como no tiempo.
Escribe próxima de ese momento: “Habrá un año en que habrá un mes en que habrá una semana en que habrá un día en que habrá una hora en que habrá un minuto en que habrá segundo y, dentro del segundo, habrá el no tiempo sagrado de la muerte transfigurada”.
Habitamos diferentes almas. Ninguna interior o personal, propia o individual.
Habitamos el alma del amor, de la amistad, de la soledad. El alma de la despedida, de la tristeza, del dolor.
Habitamos, también -como se dijo-, el alma de la muerte.
Se necesita más que un cuerpo para tantas afectaciones: la común materialidad del cuerpo de una época para alojar todas las almas de la vida.
Tras leer La muerte de Vladimir Yankelevitch (1966), se comienza a pensar que vida y muerte no se contraponen. Lo opuesto a vivir no consiste en morir, sino en no vivir.
Pero ¿qué significa no vivir o vivir sin estar viviendo?, ¿cómo distinguir la vida de la no vida?
Esa indistinción hace que la clínica, el arte, la política, todavía tengan sentido. En esa indistinción consiste la hoja, la corteza, el fruto que gravita en todas las conversaciones.
Escribe Rilke (1905) en El libro de la pobreza y de la muerte, tercer parte del Libro de las horas: “Porque sólo somos la corteza y la hoja / y la gran muerte que cada cual lleva consigo / es el fruto alrededor del que todo gravita”.
Ante la muerte, aun la presentida, las despedidas se encuentran desguarnecidas y sin distancias.
Despedidas presencian, sin poder hacer nada, la suave y violenta arremetida del soplo que anuncia la ausencia definitiva.
¡Ay… las despedidas!
Están las que se estrechan con la muerte en una gran fiesta final. Las de una larga noche o las de los siete días de un común llorar. Las que intentan dilatar, negociar, burlar, el momento de la partida.
Llamamos despedida al último acto del amor y llamamos duelo a la pesadumbre del amor derrotado.
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